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Revista de filosofía open insight

On-line version ISSN 2395-8936Print version ISSN 2007-2406

Rev. filos.open insight vol.10 n.20 Querétaro Sep./Dec. 2019  Epub May 02, 2023

https://doi.org/10.23924/oi.v10n20a2019.pp%25p.408 

Hápax Legómena

«Persona y acto» y el pontificado de Juan Pablo II*

Rocco Buttiglione1 

1Instituto de Filosofía Edith Stein


Consideraciones preliminares

También los libros de filosofía tienen su destino. Por un lado, éstos tratan de expresar una verdad que está más allá del tiempo, que es eternamente válida y se sustrae al perenne variar de las circunstancias históricas y de las modas culturales. Por otro lado, las obras filosóficas están siempre enraizadas en un tiempo y en una circunstancia histórica, en una especificidad cultural y nacional, incluso en una biografía personal. La obra filosófica auténtica no es ni la repetición de una verdad abstracta, aprehendida fuera del tiempo, ni la expresión de una concepción del mundo individual y arbitraria. Ésta, más bien, es un testimonio hecho a la verdad a partir de una situación humana concreta, que encarna la verdad en dicha situación y la vuelve existencialmente concreta en ella.

Justo por esta razón, el trabajo del filósofo es absolutamente simple y extremadamente complejo, y la filosofía es esencialmente una sola, como la verdad, e infinitamente multiforme, como las cabezas de los hombres que deben pensar la verdad.

A este destino de la filosofía no se sustrae, naturalmente, tampoco el libro del cual tengo el honor de escribir la «Introducción». Por un lado, éste se ofrece a una lectura puramente teórica; por el otro, introduce una verdad universal en una especificidad europea y polaca y la redescubre en ella y a través de ella. Esta «Introducción», por eso, deberá tener también una parte teórica y una parte histórica. Finalmente, un libro está hecho para ser leído y para influenciar el pensamiento y la acción de aquellos que lo han leído. Por tanto, también la historia de su influencia y de su eficacia práctica debe tenerse presente si queremos comprenderlo a fondo. Aquí nos movemos sobre un terreno muy delicado.

Persona y acto (Wojtyla, 1994) es un libro rigurosamente filosófico, que no manifiesta absolutamente ninguna concesión a ese «devocionalismo» al que muchas veces se inclinan los filósofos católicos. Sin embargo, no es posible olvidar ni siquiera por un momento (si se le quiere entender en la plenitud de su significado) que es la obra de un gran hombre de fe, de un Cardenal de la Iglesia de Cristo.

Ciertamente, es lícito leer sobre el fondo del libro una intención eclesial y una «teología in nuce», sobre todo si se confronta Persona y acto con la rica actividad homilética de su autor o con sus otras obras, como La renovación en sus fuentes (Wojtyla, 1974) o Signo de contradicción (Wojtyla, 1977c).

Nuestro problema se hace aun más complejo si consideramos que este filósofo y hombre de fe se volverá, después de algunos años, el sucesor de san Pedro en Roma y el primer Papa eslavo de la historia de la Iglesia. Ciertamente, no sería correcto buscar una continuidad mecánica entre la obra del filósofo Karol Wojtyla y la enseñanza de Juan Pablo II. Las palabras del Papa se encuadran en el contexto del Magisterio de la Iglesia y, sobre todo, del Magisterio de sus predecesores. Además, el Magisterio exige (al menos a los fieles) un asentimiento de fe y expresa la doctrina de la Iglesia católica. La obra de un filósofo (también la de un filósofo que después ha llegado a ser Papa) permanece siempre expuesta a la crítica razonable de los creyentes y de los no creyentes y tiene sólo la autoridad que deriva de la agudeza de sus intuiciones y de la fuerza de sus argumentaciones. Sin embargo, el Espíritu Santo obra en la Iglesia por medio de la materia que le ofrecen los hombres de los que se sirve. Por ello, no carece totalmente de significado su decisión de servirse de este hombre, filósofo, polaco, Cardenal de Cracovia en años difíciles, autor de Persona y acto.

Por este motivo, la lectura del libro puede proporcionarnos un importante subsidio también para una comprensión más plena de las grandes encíclicas de este pontificado y, en general, de su significado histórico.

Nuestra «Introducción» se articulará, pues, en tres partes: en la primera, ofrecemos algunas claves para una comprensión teórica de la obra; en la segunda, nos ocupamos de su significado histórico; en la tercera, veremos cómo dicho significado se proyecta sobre el presente y cómo nos puede ayudar todavía a encontrar nuestro camino hacia la verdad en una fase nueva, que se anuncia ahora en la historia «de Polonia y del mundo».

Ciertamente, se podría objetar: haciendo esto, ¿respetamos la naturaleza del libro y la intención del Autor, o le sobreponemos un método y un criterio de lectura que le son extraños?

A nuestro parecer, este criterio de lectura, que se mueve continuamente entre la verdad eterna y el tiempo, es sugerido por la obra misma de la cual nos ocupamos. Una de sus aportaciones teóricas más importantes está constituida precisamente por la distinción entre «conocimiento» y «consciencia» (Wojtyla, 2000).1 Según la tradición clásica, el conocimiento es una facultad receptiva que registra el dato. La consciencia, en cambio, es más bien la facultad que lo interioriza (o que rechaza interiorizarlo) y constituye, de esta manera, el mundo interior humano. Nosotros nos movemos continuamente entre el mundo externo de la realidad (y de la verdad eterna) y el mundo interior de nuestras investiduras afectivas, que propiamente no conoce sino re-conoce, atribuyendo fuerza, color e intensidad emocional.

Influenciando nuestra acción práctica en el mundo externo, el mundo interior adquiere consistencia objetiva (pero ésta la posee, en cierto sentido, desde el principio, porque el modo en que vemos las cosas existe tanto como el modo en que éstas son objetivamente, si bien estas dos modalidades naturalmente no tienen la misma consistencia ontológica) dando vida a una cultura y a una sociedad. Justo por esto, el trabajo del filósofo confronta siempre un estado de consciencia con un conocimiento objetivo y trata de ordenar un «mundo vital» según la verdad objetiva; o bien, expresando el mismo concepto con otra formulación, trata de restituir a la verdad objetiva una evidencia existencial al interior de un determinado «mundo de la vida». Es, pues, al interior mismo de Persona y acto que reencontramos las categorías metodológicas según las cuales nos alistamos a leerlo.

La estructura teórica del libro

Objeto de la investigación contenida en este libro es la acción del hombre; o bien, el hombre, tal como se revela y se vuelve comprensible a través de la acción. No se trata, pues, al menos directamente, de una obra de ética, si bien de ella se derivan ciertamente consecuencias de gran relieve también para la ética. La disciplina filosófica a la que pertenece esta reflexión es, más bien, la antropología.

Por lo que respecta al método, el autor acude a dos grandes fuentes. Por un lado, se coloca en la gran tradición del realismo tomista, estudiado intensamente por él tanto en su versión dominicaromana del P. Garrigou-Lagrange, como en la versión inspirada sobre todo en Gilson y elaborada en Polonia por el profesor Swiezawski y en la original elaboración de la Universidad Católica de Lublin, que culmina, en cierto sentido, en las obras del P. Krapiec. Por otro lado, reelabora el pensamiento fenomenológico conocido de primera mano a través de su trabajo sobre la obra de Scheler (Wojtyla, 1959), y que estaba todavía muy presente en la atmósfera de la cultura libre de Cracovia a causa del magisterio intelectual de Roman Ingarden.

Wojtyla no fue directamente discípulo de Ingarden, y sus relaciones personales con el gran fenomenólogo se hicieron mucho más estrechas cuando la concepción fundamental de nuestro autor ya se había consolidado (Styczeń, 1973). Así pues, no puede decirse que la fenomenología a la que mira Wojtyla sea la reelaborada por Ingarden en sentido realista, si bien ciertamente no se puede excluir una influencia indirecta, ya que algunas semejanzas —sobre todo con el librito de este último Sobre la responsabilidad (Ingarden, 1970) — son, ciertamente, impresionantes.

Sin embargo, me parece que puede decirse que Ingarden parte de la fenomenología y, siguiendo de manera radical la máxima husserliana de «volver a las cosas mismas», trata de desarrollarla en sentido realista. Para realizar este programa, Ingarden debe abatir la interpretación trascendental de la fenomenología para la cual las cosas mismas a las que se trata de regresar son los datos inmediatos de la consciencia. Pero este no es el problema de Wojtyla. A él, en cierto sentido, le interesa la fenomenología como método para la descripción de los datos de la consciencia, de lo que es experimentado y vivido inmediatamente en la consciencia.

Sin embargo, lo que es experimentado inmediatamente en la consciencia no es la totalidad de la realidad; incluso, no es en general lo real en su objetividad. Podemos conocer muchas cosas que no nos son dadas inmediatamente en la consciencia. Cosas que nos son comunicadas a través de la experiencia de otros hombres y a través del saber puramente objetivo sobre las estructuras fundamentales del ser y del mundo (Wojtyla, 2000).2 La metafísica tomista se establece precisamente a este nivel, como también la antropología fundada sobre esta metafísica.

Tal metafísica, y la antropología fundada sobre ella, mantienen para nuestro autor todo su valor. No se trata de reconstruirla a partir de la fenomenología. A mi parecer, en esto está la diferencia respecto a la fenomenología realista de Ingarden, de Hildebrand o de Seifert. Para Wojtyla, ante todo, no se trata de mostrar fenomenológicamente que el hombre es persona, sino de ver con la ayuda de la fenomenología de qué manera el hombre es persona, de qué manera las estructuras metafísicas propias de su ser personal se reflejan sobre su ser consciente. La antropología metafísica tomista es, pues, como una gran hipótesis fundamental, la cual es verificada a través del análisis fenomenológico y que, por otro lado, guía tal análisis permitiéndole conseguir una mayor profundidad.

Una analogía, tomada de las ciencias médicas, puede ayudarnos a comprender mejor este punto. Existen muchos órganos y funciones del cuerpo humano que nos son dados inmediatamente en la consciencia. Por ejemplo, todos sabemos que tenemos dos brazos y dos manos. Hay otros órganos y funciones que no son dados en la consciencia con igual inmediatez, pero pueden manifestarse en la consciencia en circunstancias particulares y podemos aprehender de ellos que se han encontrado en tales circunstancias. Mientras que, en general, no estamos conscientes de poseer un hígado o un bazo, aquellos en quienes tales órganos están anormalmente hinchados son dolorosamente conscientes de su existencia, y podemos aprehender de ellos tanto la existencia de tales órganos como los comportamientos que nos permiten volvernos (dolorosamente) conscientes de su existencia. Sería irracional negar tal existencia, como irracional también arruinarse el hígado y el bazo a través de comportamientos desordenados antes de aceptar el hecho de su existencia y de convencernos de cuidarlos adecuadamente. Aquí hay algo que conocemos, en cierto sentido, indirectamente, a través de indicios, sin que nos sea dado inmediatamente en la consciencia, y de cuya existencia, sin embargo, podemos estar igualmente seguros. Existen, finalmente, órganos de los cuales adquirimos conocimiento de otra manera todavía: no nos son dados inmediatamente en la consciencia de nuestro cuerpo y no nos son dados tampoco en la consciencia de otros hombres. Se nos muestran cuando abrimos y seccionamos un cadáver y vemos cómo está hecho. Es conocida la gran contribución dada a las ciencias médicas por la anatomía y, con ella, de la física y la biología. Los conocimientos que estas ciencias nos comunican no se derivan de la «consciencia del cuerpo» y, sin embargo, nos permiten conocer el cuerpo mucho mejor, y también organizar de manera más adecuada nuestra «consciencia del cuerpo», unificando fenómenos cuya conexión recíproca se nos escaparía de otra manera y que, en cambio, a la luz del conocimiento abstracto de la estructura interna del cuerpo y de sus leyes, se vuelven para nosotros indicios de esta o de aquella modificación de los estados internos de nuestro organismo.

La metafísica está a la fenomenología como el conocimiento de las estructuras internas del cuerpo está a la consciencia vivida del cuerpo. Obrando de esta manera, se vuelve posible para Wojtyla ampliar el ámbito del conocimiento de la filosofía del ser y reconocer plenamente los derechos de la filosofía de la consciencia, sin, por el otro lado, caer en alguna confusión o sincretismo equívoco.

Existen, naturalmente, puntos de conexión entre el análisis fenomenológico y el conocimiento metafísico, y a éstos nuestro autor dedica una atención particular. Se trata de esas realidades que afloran en la consciencia y, sin embargo, no se dejan comprender totalmente sólo a partir de lo que está inmediatamente dado en la consciencia. Wojtyla ya en Amor y responsabilidad (1960a) nos había ofrecido un «análisis metafísico del pudor»,3 el cual muestra cómo el fenómeno fenomenológicamente evidente del pudor tiene todos los caracteres de un signo o de un indicio, que alude a algo no inmediatamente dado con la experiencia misma del pudor y cuya existencia debe ser, sin embargo, admitida si se quiere que tal experiencia resulte comprensible. Este algo es el valor trascendente de la persona humana, y éste es defendido del peligro de que, por quedar deslumbrados por el valor sexual del cuerpo, nos volvamos ciegos al valor más escondido y más decisivo de la persona en cuanto tal.

También en el centro de Persona y acto se encuentra una puesta en evidencia fenomenológica de otro decisivo punto de contacto entre fenomenología y metafísica, que muestra la necesidad de proseguir y completar la descripción fenomenológica con una comprensión metafísica. Se trata de la experiencia del «puedo, pero no estoy obligado a hacerlo», donde se manifiesta la causalidad eficiente de la persona (Wojtyla, 2000).4 La teoría tomista de la voluntad nos ofrece una explicación de la estructura interna de la persona, que da razón de la experiencia inmediatamente dada del «puedo, pero no estoy obligado a hacerlo». Estoy inclinado a la acción por las pasiones que se reflejan sobre mis estados de consciencia; sin embargo, esta inclinación no es una determinación. ¿Cómo es posible esto, en general? Es necesario admitir que el hombre posee la potencialidad de tomar posición frente a la verdad objetiva, frente al bien y al mal objetivos.

Es precisamente la obediencia a la verdad lo que libera del determinismo de las pasiones. El descubrimiento de la operatividad de la persona, de su causalidad eficiente y responsabilidad por las propias acciones se nos muestra, entonces, como una verificación fenomenológica de la metafísica de la potencia y del acto en la forma particular que ésta asume en el suppositum humano. La persona no es sólo el escenario sobre el cual se verifican las percepciones de valores, sino es un sujeto activo de tales percepciones y puede escoger entre ellas, dejándose guiar por el conocimiento de la verdad. Por esto justamente, «servir a Dios es reinar». La soberanía de la persona se expresa cuando ésta escoge la verdad e impone a las propias pasiones la ley de la verdad. Cierto, la persona obra siempre dentro de una situación y es condicionada profundamente por tal situación. Pero también está en condición de trascender tal condicionamiento para obedecer a la verdad. Trascendencia de la persona y obediencia a la verdad son dos aspectos de una única realidad dinámica que es la acción libre de la persona.

A través de la acción libre, la persona se realiza a sí misma, cumple su propio destino y se vuelve más persona. Sin embargo, esto no implica —como temía Scheler— una especie de egoísmo o de fariseísmo espiritual, según el cual, el propio perfeccionamiento sería el fin de la acción. Antes bien, la persona se reconoce responsable para el bien, y el primer bien que le es confiado y para el cual ella es objetivamente responsable es, justamente, la propia auto-realización en la verdad (Wojtyla, 2000).5

Hasta este punto, hemos recorrido velozmente las primeras dos partes de la obra —además de la importantísima «Introducción» sobre la experiencia del hombre— dedicadas, respectivamente, a la «Consciencia y operatividad» y «La trascendencia de la persona en el acto». Hemos conseguido poner en evidencia, a través del análisis fenomenológico, la existencia de un «núcleo irreductible» (Wojtyla, 1978) de la persona, que se deja fácilmente interpretar y comprender en los términos de la noción clásica de subiectum. En otras palabras, hemos cotejado entre sí la noción tomista y la noción scheleriana de persona, de modo que «la persona según Scheler» es entendida como la manifestación, al nivel de la consciencia, de los dinamismos metafísicos propios de «la persona según santo Tomás». O, con otras palabras, podemos decir que la persona es comprendida aquí como sujeto o ente sustancial.

La riqueza de contenidos hecha accesible por esta operación filosófica se despliega en las partes tercera y cuarta del libro, dedicadas respectivamente a «La integración de la persona en la acción» y a la «Participación».

Si miramos a las dos grandes fuentes de nuestro autor, santo Tomás y Scheler, debemos registrar, hasta el final de la segunda parte, más allá de muchos aspectos importantes secundarios, una indudable preponderancia del punto de vista tomista. Hasta aquí, se demuestra cómo el punto de vista scheleriano puede y debe ser comparado con el tomista, y cómo santo Tomás corrige a Scheler sobre algunos puntos esenciales y tiene, en el conjunto, razón contra él. Como añadido a esto, se ve cómo esta defensa de Tomás no implica un rechazo de la fenomenología sino, más bien, una reforma de ésta y una diversa modalidad de su empleo filosófico.

Sin embargo, podría preguntarse qué añade la fenomenología al tomismo, más allá de una cierta vivacidad existencial del lenguaje.6 Esta pregunta recibe una respuesta articulada y de gran importancia precisamente en las partes tercera y cuarta del libro.7 Aquí se muestra, en efecto, cómo la trascendencia de la persona es y debe ser la base para su integración. No es posible integrar, en un todo unitario y coherente, las diversas pulsiones parciales que animan el mundo interior del hombre sin trascenderlas en la dirección de la verdad. Por otro lado, tampoco es posible trascender tales pulsiones sin integrarlas al mismo tiempo. La primera afirmación indica el límite insuperable de cualquier «ética del sentimiento», sea de tipo humiano o scheleriano. La segunda indica el límite de toda «ética del deber» y de todo moralismo. Como dice Aristóteles en la Política, a las pasiones y a los sentimientos del hombre se manda de manera no despótica, sino política, esto es, realizando al mismo tiempo, de manera ordenada, su finalidad propia. Los dinamismos fisiológicos y emocionales, sobre los cuales se constituyen los «estados de ánimo» reflejados en la consciencia, están orientados por naturaleza, si bien de manera ciega, hacia el bien objetivo.

La razón, pues, no tiene la encomienda de hacerles violencia sino, más bien, de iluminarlos y guiarlos. Éstos tienen, contra todo maniqueísmo, un contenido de valor propio. Mientras Hume, y las posiciones que derivan de él, atribuyen a la razón un papel puramente instrumental en la ética (y se encuentran, entonces, al principio de esa concepción instrumental de la razón contra la cual se encaminará después la crítica de la Escuela de Fráncfort) Wojtyla reafirmará el papel directivo (Wojtyla, 1958). Pero, a diferencia de Kant, que niega al sentimiento moral cualquier valor para poner la totalidad de la acción moral en el «tú debes», nuestro autor atribuye a la razón en la ética más bien la tarea de discernir en el interior de los sentimientos morales, de unificarlos, orientarlos y guiarlos hacia la verdad. En consecuencia, la forma en que la consciencia experimenta el mundo no es indiferente para el juicio y para la acción moral, no es un adversario que deba ser anulado para alcanzar la esfera de la pura moralidad, sino es más bien la materia de tal acción en la que debe encarnarse la verdad conocida por la razón, dándole forma. El «estado de la subjetividad» tiene también una consistencia objetiva, de la que el juicio racional debe tomar en cuenta.

Aquí se ve qué extraordinaria contribución debe ofrecer la fenomenología a fin de volver concreta la comprensión de la experiencia moral y para vincular la «vivencia subjetiva» con la «verdad objetiva». La «vivencia subjetiva», en efecto, no puede ser en sí misma falsa y mala. Ésta, sin embargo, no muestra toda la verdad y, por tanto, no puede decidir en última instancia de la acción. Más bien, es el juicio de la conciencia moral (Gewissen) el que liga la verdad objetiva, objeto del conocimiento, con la situación subjetiva que se refleja en la conciencia (Bewußtsein).

A la luz de las cosas dichas, emerge con toda claridad la importancia de la acción pedagógica y de la cultura para la ética.

La razón no puede pedir la obediencia a la verdad simplemente desde fuera, prescriptivamente. Ésta, más bien, debe entrar en la construcción de los equilibrios afectivos de la persona, en la construcción de los arquetipos emocionales y de las «emociones grandes y profundas» (Wojtyla, 2000).8 Si bien en casos excepcionales el hombre puede ser obligado a escoger la verdad objetiva contra el sentimiento subjetivo, el ideal de la educación moral es, más bien, la acción de acuerdo a un sentimiento formado por la razón. En la vida de una nación, la literatura, la música y el arte tienen precisamente la tarea de formar los arquetipos sociales, determinar la modalidad según la cual los grandes valores serán interiorizados y vividos. Sin esta interiorización, la verdad objetiva se quedaría débil e ineficaz. En lugar de canalizar todas sus energías hacia su realización, el hombre estaría empeñado, más bien, en una lucha infinita consigo mismo para mantener a raya sus propias pulsiones rebeldes.

La forma de proceder de Wojtyla individúa con claridad la dimensión de la psique como dimensión autónoma y vinculada tanto con el cuerpo como con el espíritu. Tal dimensión está animada por mecanismos que le son propios, que median en cierto sentido entre cuerpo y espíritu y que pueden y deben ser estudiados en su especificidad. Esta idea se sitúa, ciertamente, sobre la prolongación de una teoría bien conocida para santo Tomás, Aristóteles y al mismo Platón. Sin embargo, es igualmente cierto que ésta representa una importante novedad respecto al dualismo cartesiano de mente y cuerpo, recibido muchas veces también al interior de otras tradiciones filosóficas.

La clara individuación de la esfera de la psique permite, entre otras cosas, colocar correctamente las disciplinas psicológicas, las cuales, en la práctica, están ciertamente vinculadas con la ética, pero tienen un objeto formal propio, que es justamente el estudio de la psique y, prácticamente, la cura de los disturbios emocionales, esto es, de las distorsiones que pueden realizarse, incluso sin responsabilidad de la persona, en sus mecanismos de interiorización de la realidad.

Una aclaración de igual importancia es proporcionada por Persona y acto en lo que concierne a las ciencias sociales y a su relación con la filosofía. Las ciencias sociales han tenido siempre la tendencia a disolver al individuo en la red de las relaciones y de los condicionamientos en medio de los cuales éste vive y que, por otro lado, son el resultado del desarrollo de la historia. Haciendo esto, han puesto de relieve tal vez como nunca antes el carácter social de la persona humana. La fenomenología, con Scheler y Schutz, ha dado una gran contribución en este sentido. Sin embargo, actuando de esta manera, se pierde la dimensión sustancial de la persona humana, el hecho de que el individuo es responsable de elecciones, las cuales, en cierto sentido, trascienden toda la comunidad humana y que, precisamente para poder cumplir tales elecciones, tiene derecho a una esfera inviolable de autonomía incluso frente a la totalidad social. En el capítulo «Participación», Wojtyla —que retomará y profundizará este tema en un importantísimo ensayo posterior, «Osoba: podmiot i wspólnota» (1976)9 — muestra la doble dimensión de la persona. Por un lado, ésta es un sujeto irreductible, que no puede ser comprendido sólo como una suma de estados emocionales causados por el condicionamiento interno y externo. La vivencia de la operatividad y de la responsabilidad constriñe a admitir una sustancia de la persona, que se activa en esos estados emocionales pero también los trasciende para organizarlos en relación con la verdad. En este sentido, la persona es, antes que nada, no relación, sino sustancia.

Sin embargo, el análisis fenomenológico documenta con evidencia cómo la persona no es sólo sustancia (subiectum), sino también relación. Puede decirse que Wojtyla reúne aquí, pero sin ningún vínculo directo, una importante verdad del hegelianismo. La forma en que nos percibimos a nosotros mismos y la forma histórico-concreta de nuestra personalidad están influenciadas de manera decisiva por la relación social que mantenemos con otros hombres. El hombre se descubre completamente a sí mismo sólo en la relación con otro hombre. El descubrimiento de sí, la autoconsciencia, no es, por otro lado, un accesorio, sino un elemento integrante de la autorrealización humana. La forma de la relación con el otro contribuye profundamente a determinar el éxito y el fracaso del hombre en la tarea de realizar su propia esencia humana, que es, por naturaleza, dinámica.

En Amor y responsabilidad Wojtyla estudió el modo en que esta característica de la persona se manifiesta en el amor sexual conyugal.10 En Persona y acto el análisis se dirige, sobre la base del mismo principio antropológico, hacia la esfera del trabajo humano y de la sociedad civil y política. En el centro de la reflexión se encuentra la experiencia del «actuar junto con los demás».

En el actuar junto con los demás, la operatividad de la persona y su responsabilidad por la acción se hace valer de manera diferente que en el caso de la acción realizada por un individuo aislado. Esto depende del hecho de que otro ser humano puede ser medio o instrumento de la acción y del hecho de que el sujeto de la acción es un sujeto colectivo. ¿Puede otro hombre ser medio o instrumento de la acción? ¿No se pierde, en esta relación instrumental con el hombre, justamente la especial dignidad de la persona humana, para la cual la única respuesta objetivamente adecuada es el amor? El otro puede ser instrumento de la acción —argumenta Wojtyla— sólo si éste es, al mismo tiempo, sujeto de la acción, si a través de la acción él, al mismo tiempo, es ayudado a realizar su fin personal. La acción común, por lo tanto, puede ser buena sólo si entre los hombres que la realizan subsiste una particular relación de compartir una tarea común, una comunidad o compañía, orientada positivamente hacia el destino último del hombre. La fuerza que continuamente genera esta comunidad o compañía es la «participación». El hombre puede compartir la propia interioridad con otro hombre, puede entenderse con él sobre una acción común, puede participar en una responsabilidad compartida.

Wojtyla examina en detalle las diversas actitudes que caracterizan la relación del hombre con el hombre. Estar de acuerdo en un fin común, formar parte lealmente de la misma comunidad —observa nuestro autor— no implica perder la propia subjetividad en la colectividad, no excluye la existencia de contrastes incluso profundos sobre la forma en que el bien común de una determinada comunidad debe ser realizado. La oposición leal a las decisiones tomadas por la mayoría o por la legítima autoridad de una determinada comunidad —oposición que claramente no es confundida con el desinterés por el bien común y con el sabotaje— es una forma de participar en la realización del bien común; por otro lado, la autoridad debe saber aceptar y respetar la oposición leal: este es uno de los elementos que diferencian a un régimen político libre de uno autoritario.

Mucho de lo que está expresado en el capítulo de este libro sobre la participación se volvió popular en la historia polaca reciente con el nombre de «solidaridad». Se puede decir que la solidaridad es la actitud de solicitud responsable por el bien común que constituye la comunidad humana, o la forma social del amor entendido como única modalidad adecuada de relación a la persona. Es obvio que aquí la palabra «amor» no tiene ningún significado emocional o sentimental sino, más bien, una valencia completamente objetiva: es la respuesta al valor de la persona del otro y la decisión de cooperar en su realización.

Esta decisión, justo porque es objetiva, no excluye sino implica contrastar las intenciones del otro, allí donde éstas son objetivamente injustas o equivocadas.

La colocación histórica de Persona y acto

La estructura del libro es eminente, rigurosa, incluso diría puntualmente, filosófica. Es indudable, sin embargo, que en la intención del autor la filosofía tiene una función, en sentido noble, de «esclava de la teología» o de introducción al anuncio de la fe. Para ir directamente al centro de la cuestión, tratemos de preguntarnos dónde podemos encontrar el arquetipo y el modelo del acto completamente humano, en el cual el hombre se reencuentra consigo mismo en el momento en el que se entrega por completo y sin reservas a la verdad, hasta el sacrificio integral de sí mismo. Resuenan en todo el libro, en un cierto sentido, las palabras de san Pablo sobre Cristo que, por nosotros, se volvió obediente hasta la muerte, y hasta la muerte en la cruz. Si la estructura esencial del acto humano pide la obediencia a la verdad y el amor al otro en cuanto persona, la experiencia cotidiana enseña que el hombre es incapaz por sí mismo tanto del amor como de la vida en la verdad sin una ayuda que viene de lo alto y que en el lenguaje de la teología cristiana se llama gracia. Al proclamar a Maximiliano Kolbe «patrón de nuestro difícil siglo», Juan Pablo II mostrará, en el acto del mártir —en su discurso de Auschwitz-Birkenau (que, como muy pocos, introduce en el espíritu de su pontificado)— el cumplimiento de lo humano por un lado y la presencia de la gracia por el otro (Dziwisz, Kowalcyk, Rakoczy, 1979: 204 ss.).

Así pues, la antropología filosófica se prolonga, naturalmente, hacia una antropología teológica (Nagy, 1980). Cristo es el Hombre con cuyo encuentro se abre para cada hombre la posibilidad de volverse él mismo. Dios, revelándose a sí mismo en Cristo, ha revelado al mismo tiempo la verdad sobre el hombre. Esta verdad está contenida, en un cierto sentido, en el concepto de persona, que es lo más noble que hay en la naturaleza creada y, al mismo tiempo, fue hecha para la comunión en la verdad con otros hombres y con Dios. Estamos, así, en el centro de la encíclica programática Redemptor Hominis, y también en el corazón del anuncio cristiano.

En razón de la eminente dignidad de cada hombre, sobre todo del pobre y también del pecador, y en razón de la estructura de la persona humana, que se realiza completamente sólo en el libre don de sí, existe una justicia que va más allá del simple intercambio de equivalentes. En razón de esta justicia, es un deber del hombre socorrer a los demás, más allá del cálculo de dar y recibir. Existe un «derecho a la misericordia» que, sin anular las diversas obligaciones sociales, ofrece sin embargo un cuadro general en el cual son interpretadas y comprendidas. Este es, en un cierto sentido, el tema central de la Dives in misericordia.

En la Laborem Exercens, finalmente, se hacen valer muchas de las intuiciones antropológicas que hemos encontrado al hablar del capítulo de Persona y acto sobre la «Participación». El trabajo no tiene que ver solamente con cosas, sino que es un acto que se realiza junto con otros hombres. En tal acto, la persona del hombre no puede ser nunca considerada exclusivamente como medio. Ella debe, al tratar los objetos materiales de su propio trabajo, trascenderlos y crecer como persona en la acción propia. Por otra parte, a causa de su carácter social, el trabajo no solamente produce cosas, sino también relaciones humanas en las cuales la persona se aliena o se reencuentra a sí misma. La persona tiene el derecho de participar libremente en la formación de estas relaciones humanas. El mismo principio vale, naturalmente, en la esfera más amplia de las relaciones políticas y sociales.

En todas y cada una de las tres grandes encíclicas, a las que hemos hecho referencia someramente, en el núcleo de la relación entre Dios y el hombre vuelve a aparecer el concepto de persona. Tal concepto tiene una fundamental dimensión filosófica, pero ha sido desarrollado históricamente más bien por la teología cristiana, para comprender la relación de Jesús con el Padre y de las personas de la Trinidad una con otra. Es aquí donde vemos cómo dos pueden volverse uno solo en la obediencia a la Verdad y al Amor. Es el mismo concepto el que hace posible pensar cómo las personas humanas pueden entrar en la misma vida interior de Dios, que es justo la comunión de personas. Persona y Comunión son dos lados de la misma realidad y ha sido la Revelación cristiana la que le ha dado al pensamiento filosófico el impulso decisivo para comenzar a pensar al hombre como persona.

Hemos visto, a grandes líneas, cómo algunos rasgos del pensamiento de Wojtyla pueden ayudar a comprender mejor el Magisterio de Juan Pablo II. Sin embargo, para profundizar más en nuestro objeto, es necesario dar un paso atrás y buscar entrar en la mente y en el espíritu del autor en el momento en que escribía este libro. En este sentido, puede ayudarnos una comparación con otra obra de Wojtyla: La renovación en sus fuentes (1972). Considerando la unidad de estas dos obras, es natural decir que Persona y acto busca afrontar la tarea que se le propone a una filosofía católica después del Concilio Vaticano II. Es clara la profunda influencia que este evento —en el que participó directamente como protagonista— tuvo en el joven obispo de Cracovia (Buttiglione, 1982). El tema fundamental del Concilio fue el de la relación entre catolicismo y modernidad. Descartando las dos vías fáciles del repudio integrista de la modernidad y del establecimiento de lo «moderno» como categoría axiológica positiva y como horizonte insuperable del pensamiento, el Concilio escoge la vía difícil de «diálogo no modernista».11

En el terreno filosófico, la modernidad inicia con el tema de la conciencia y la libertad, y la filosofía moderna se caracteriza esencialmente como filosofía de la conciencia y de la libertad. A ésta, en general, el pensamiento católico opone una filosofía del ser y de la verdad objetiva. Gilson puso claramente en evidencia cómo, al nivel de la elección del punto de partida y, por tanto, de la estructura teórica fundamental de una filosofía, no son posibles aquí mediaciones o compromisos: o se parte del ser y se concibe la razón de modo primariamente receptivo, como lugar en el cual el sujeto entra en íntimo contacto con el ser, o se inicia con la duda sistemática y con los estados internos de consciencia y, por lo tanto, no se llegará nunca al ser sino, como máximo, a un estado interno de certeza subjetiva (1947).

Si se sitúa el problema en este nivel, entonces la filosofía de Wojtyla es ciertamente del todo realista, y éste es el núcleo duro de su tomismo. Sin embargo, se presenta aquí otro problema: ¿en qué modo es posible pensar la consciencia y la libertad, que son dos grandes descubrimiento de la filosofía moderna, sin renunciar a la filosofía del ser sino, más bien, mediante una extensión y el desarrollo de sus virtualidades internas, latentes, pero aún no suficientemente explícitas?

No sólo conocemos sino que, también, vivimos nuevamente aquello que interiormente hemos conocido, y solamente a través de este revivir del ámbito interno conocemos de modo adecuado y plenamente humano. Mientras que en el conocimiento metafísico la razón es justamente pasiva y registra un estado de cosas independiente de sí, en el volver a vivir en la conciencia el sujeto está activo y construye su propio mundo interior. No basta, por ejemplo, el saber de modo abstracto que existe un Dios o que hay que hacer el bien y evitar el mal. Este conocimiento se vuelve eficaz para la vida en el momento en el que el sujeto construye, según éste, el propio mundo interior y desarrolla las actitudes que le corresponden (Wojtyla, 1972).12 El sujeto debe hacer esto, respetando el dato cognoscitivo que le propone la facultad cognoscitiva, pero puede también eludirlo o traicionarlo. El mundo interior del sujeto, por otra parte, a causa de la estructura de la persona que es dinámica y que está orientada al actuar con los otros, se objetiva en acciones, costumbres, estructuras sociales, culturas (Wojtyla, 1977a).

El mundo en que vivimos es, al mismo tiempo, un mundo creado por Dios y un mundo hecho por los hombres, que incorporan en su construcción social, de modo más o menos adecuado, el don originario del ser. La filosofía de la consciencia, en sus diversas formas, tiene el mérito decisivo de habernos vuelto atentos a esta característica peculiar del mundo humano, pero ha considerado erróneamente tener que excluir, para desarrollar esta realidad, la consistencia metafísica objetiva originaria del ser.

El auténtico realismo, no obstante, no puede limitarse a la defensa de la objetividad. El sujeto y sus movimientos emocionales, resultados de su acción, son tan reales como el mundo de las verdades eternas puramente objetivas. Más aún: el destino de los valores es ser encarnados en la vida de los hombres. La distinción entre una facultad de conocimiento objetivo y una facultad de la interiorización subjetiva permite colocar el descubrimiento de la subjetividad en el tronco de la filosofía del ser. Estamos aquí cerca (aunque el tema no esté directamente tratado por nuestro autor) de una interpretación agustiniana del cogito cartesiano. Para ésta, el problema no está constituido tanto por el paso de la consciencia del yo al ser del mundo como, más bien, por el modo en el que se consigue el estado de certeza subjetiva de aquello que está objetivamente dado.

Permítaseme aquí establecer una comparación entre el éxito de la filosofía de la modernidad en la Dialéctica de la ilustración de Horkheimer y Adorno (1947) y Persona y acto de Wojtyla. En la Dialéctica de la ilustración, la filosofía de la consciencia y de la libertad conduce a la consciencia al hecho de que, separándose del ser objetivo, ella termina en realidad destruyéndose a sí misma, porque entonces también la libertad, la consciencia, la dignidad y los derechos del hombre deben ser radicalmente relativizados y pierden el estatuto de valores y verdades objetivas. En Persona y acto la herencia de la filosofía de la consciencia es recuperada y recibe consistencia objetiva justo porque está vinculada nuevamente con la filosofía del ser. Esto ocurre a través de una prolongación de la philosophia perennis que corresponde de manera ejemplar a la locución latina «vetera nobis augere». De esta manera, es superada —en opinión de quien esto escribe— la debilidad fundamental del pensamiento católico de nuestro siglo, que consiste justo en su pobreza a nivel de la interpretación del mundo histórico y de la metodología de las ciencias sociales.

Al reconocer la autonomía óntica de los procesos de formación del mundo histórico, Persona y acto abre el camino a una comprensión realista. El hombre hace realmente su mundo (y reconocer este hecho es condición fundamental para comprenderlo), pero lo hace sobre la base del don originario del ser por parte de Dios en un diálogo continuo con la Providencia divina. Es esta una reelaboración rigurosa del tema conciliar de la «autonomía de las realidades terrenas», pero se concederá a quien esto escribe citar, para tal propósito, el nombre de su compatriota Vico. Éste es extraño, probablemente, a la cultura filosófica de Wojtyla, al menos directamente, pero eso vuelve el encuentro entre ambos todavía más significativo.13 Podemos sintetizar nuestras últimas consideraciones en la siguiente frase: la consciencia y la libertad tienen el cometido de hacer posible la interiorización de la verdad y el don de sí en el amor. Pero, si para esta tarea, son reducidos programáticamente (esto es, si en general se absolutizan y se rechaza ligarlos a la verdad y al amor) se anulan a sí mismos.

La propuesta de insertar orgánicamente la herencia de la filosofía de la consciencia a la base de la filosofía del ser no queda sin consecuencias para la misma filosofía del ser. Algunas de estas consecuencias penetran hasta la esfera metafísica.

Si se tematiza a fondo el tema del ser personal —justo como hace Persona y acto— se vuelve casi necesario reconocer, incluso a nivel ontológico, una importante diferencia de valores entre dicho ser y todas las otras formas del ser. El ser habla y devela su misterio en la persona de un modo ciertamente más elocuente que en cualquier otra forma de ser no personal. Wojtyla no ha desarrollado orgánicamente esta tesis, que parece ser una consecuencia necesaria de su pensamiento. Un libro reciente, como el de Josef Seifert (1989) sobre Essere e persona, que nace también de una reflexión profunda sobre el pensamiento de nuestro autor, muestra que esta vía puede recorrerse y puede conducir a resultados de gran interés.

Otras consecuencias de la aproximación de Persona y acto tienen que ver más bien con la filosofía social y política, y son fácilmente ubicables en el texto de esta obra, así como en diversos artículos de Wojtyla, y sus ecos se pueden escuchar en muchos pronunciamientos del Magisterio pontificio.

Tradicionalmente, un eje del pensamiento social clásico es la noción de bien común que encontramos puntualmente en el capítulo de Persona y acto llamado «Integración». Cada acción realizada en común con los demás implica tener en cuenta el bien objetivo de cada uno de los participantes: sólo de esta manera es posible garantizar que ninguno sea instrumentalizado por medio de la acción.

No obstante, esta preocupación por el bien común objetivo nos dice relativamente poco en lo que concierne a las formas políticas. Un «absolutismo iluminado» puede a veces realizar el bien común objetivo mejor que una democracia y, cuando son enérgicamente guiados y dirigidos, los regímenes autoritarios son, generalmente, más eficientes (al menos durante un breve periodo), que aquellos democráticos. Justo estas consideraciones son uno de los motivos por los cuales el pensamiento político católico ha sido generalmente desconfiado de la democracia.

Sin embargo, si introducimos la dimensión de la subjetividad y de la conciencia, como hace nuestro libro, el campo de nuestra atención se extiende notablemente. Para que una acción hecha junto con otros pueda ser justa no es suficiente con que salvaguarde y realice el bien objetivo de todos los participantes. Es necesario, además, que éstos participen de modo plenamente humano poniendo en ella la inteligencia y la voluntad propias. Una acción social sin participación no puede ser justa incluso si, por hipótesis, realizara el bien objetivo del grupo social interesado. Ciertamente, tal grupo social conseguiría a través de la acción algunas ventajas objetivas más o menos importantes, pero no se constituiría ni crecería como comunidad humana por medio de aquella acción.

Si se mira a las enseñanzas de Juan Pablo II en torno al orden político se ve cómo éste está marcado por la defensa de la libertad y de los derechos humanos. La Iglesia permanece ciertamente indiferente con respecto a las formas políticas específicas adoptadas por cada comunidad nacional; sin embargo, no puede considerar justo un régimen político sin participación o sin democracia, en la medida en que la democracia se entienda como régimen político de respeto a los derechos humanos y de participación popular (Juan Pablo II, 1991: n. 46). Esta es una significativa innovación y extensión de la doctrina sociopolítica del catolicismo. Por primera vez adquiere relieve no sólo el contenido de la acción de gobierno (el hecho que ésta realiza el bien común de la sociedad), sino también la forma a través de la cual esta viene realizada. El bien común de una comunidad humana no puede ser realizado con un método que no da valor a la libertad y a la responsabilidad de la persona. De aquí se deriva no sólo la condena del totalitarismo, sino también un distanciamiento de toda especie de autoritarismo, sin que con ello, naturalmente, se llegue de alguna manera a negar el fundamental papel positivo de la autoridad.

La aceptación católica de la democracia se vuelve, de esta manera, más convencida y más extendida, y esto lleva consigo, naturalmente, también la exigencia de una delimitación más precisa del sentido positivo de democracia, que es aceptado, respecto al negativo, uno relativista, que es rechazado. El derecho a ser guiados políticamente según una modalidad participativa no nace, de alguna manera, de una falta de certeza respecto a la verdad y, por tanto, de poner por principio de cuentas sobre el mismo plano todas las opiniones. Nace, más bien, de la específica dignidad de la persona humana que, para sentir como propia la acción común y para crecer a través de ella tiene necesidad de ser guiada de manera razonable por una autoridad que dé razón de lo que hace y solicita el asentimiento de aquellos que le están subordinados.

Otra consecuencia de la aproximación propuesta por Persona y acto se puede llevar al campo delicadísimo, y hoy particularmente candente, de la filosofía y teología moral. En los últimos años se ha venido afirmando una «nueva teología moral» que subraya con energía el papel decisivo de la conciencia en el campo moral y entra, en consecuencia, en conflicto con un cierto objetivismo de la teología moral tradicional.

Una norma, para ser válida —así argumenta la nueva teología moral— debe ser puesta por la consciencia. Una norma no puesta por la conciencia no puede obligar a una conciencia. De este principio es fácil derivar un absoluto relativismo moral. Sólo yo puedo decir qué es el bien y qué es el mal para mí, y nadie puede juzgar el veredicto de mi consciencia. Este énfasis de los derechos de la consciencia es acompañado, por lo demás, por una acentuación igualmente decidida del condicionamiento social e histórico de la acción. La acción tiene lugar siempre en un contexto material y cultural determinado. Es en este contexto que se constituye lo que el sujeto considera como bien o como mal. El veredicto de las consciencias es, entonces, la última instancia no sólo a causa de la objetiva dignidad de las consciencias, sino también porque nadie puede juzgar las situaciones sino aquel que es probado en ellas y absorbe de ellas todos los condicionamientos. De aquí se sigue, pues, que no pueden existir normas que vinculen de manera absoluta e incondicionada. La moral no tiene, entonces, la tarea de indicar qué es el bien y qué es el mal, sino sólo la tarea de intentar una interpretación general de las situaciones en que tiene lugar la acción, individuando en ella las normas generales, siempre variables, que en cualquier caso no pueden nunca pretender valer sin excepciones en cualquier situación concreta.

A la «nueva teología moral», los sostenedores de la «vieja teología moral» oponen la acusación de relativismo y sociologismo, mientras que la «nueva teología moral» acusa a aquella que la ha precedido de abstracción, legalismo y fariseísmo. ¿Qué se puede decir de este conflicto a partir de la posición presentada en Persona y acto?

Me parece que la fundamental distinción entre conocimiento y consciencia permite comprender y valorar tanto la verdad de la vieja teología moral como la de la nueva. La vieja teología moral sostiene justamente que la razón (y, por tanto, la consciencia moral, que se regula sobre la norma de la razón) puede trascender la situación histórica dada, conocer la verdad y orientar hacia ésta el propio comportamiento. Esta capacidad de trascendencia cognoscitiva caracteriza la capacidad humana de «conocimiento», y excluye el relativismo sociológico e histórico.

La nueva teología moral, sin embargo, también tiene la razón al sostener que el paso del conocimiento de la norma abstracta a la acción no es fácil ni mecánico. No es suficiente conocer la norma; es necesario reconocerla. Sucede, por lo tanto, que la norma no es reconocida sólo como verdadera en abstracto y en general, sino como verdadera para mí en concreto y en particular. Las energías de las personas son puestas a disposición para la realización de las normas en la medida en que la norma influye en la consciencia y es subjetivizada. La soberanía de la consciencia consiste precisamente en esto: la consciencia hace de las normas la norma de mi acción, promulga la norma en la esfera de la acción propia de la persona y formula la norma del caso. Esta actividad es, ciertamente, creadora de norma, de norma subjetiva, pero sobre la base de una norma objetiva que deriva de la facultad cognoscitiva (Buttiglione, 1991).

Si proseguimos por el camino de estas reflexiones suscitadas por la lectura de Persona y acto, nos vemos inmediatamente obligados a proceder hacia una verdadera y propia fenomenología de la norma moral, precondición esencial para poder desenredar los numerosos y complejos problemas que trae consigo el momento de la normatividad en la ética. Sin embargo, Persona y acto no nos ofrece esta fenomenología de la norma moral, si bien Wojtyla pensó en ella intensamente, sobre todo entre 1972 y 1974. En esos años cultivó el proyecto de escribir, junto con su amigo y estrecho colaborador Styczen, una continuación ética de Persona y acto dedicada en buena parte a un extenso tratamiento del problema de la normatividad en la ética. Desgraciadamente, el proyecto nunca fue llevado a término.

No obstante, mientras escribo estas líneas, recibo de la cortesía de mi amigo A. Szostek los apuntes para la primera redacción de este libro elaborados por Wojtyla de cara a la discusión con Styczen en el ámbito de la actividad de la cátedra de ética de la Universidad Católica de Lublín, publicados después por Szostek con el título Człowiek w polu odpowiedzialności (1991,)14 con ocasión del Congreso Internacional de teólogos de Europa central y oriental, que tuvo lugar en Lublín del 11 al 15 de agosto de 1991.15

Persona y acto y el Magisterio posconciliar

Ya hemos dicho que la lectura de este libro puede ofrecer una importante contribución subsidiaria para entender el pontificado de Juan Pablo II, pero entendiendo claramente que éste debe ser leído en el contexto general del Magisterio de la Iglesia. También hemos mencionado algunos temas de las grandes encíclicas del Papa que pueden ser prefigurados en las páginas de su obra filosófica principal. Finalmente, hemos mostrado cómo Persona y acto es, en un sentido no secundario, una reflexión sobre el Concilio Vaticano II y sobre la conciliación de la Iglesia con la idea de libertad. Esta conciliación está fundada sobre la esencial dignidad de toda persona humana. Esta no implica, de suyo, una concesión del catolicismo al relativismo. Juan Pablo II podría repetir, en cierto sentido, las palabras de su predecesor Pío IX, quien rechazaba la conciliación con los errores de los tiempos modernos. Sin embargo, el rechazo de los errores de los tiempos modernos no puede impedir corregir las unilateralidades de la presentación de la sana doctrina que han dado ocasión al surgimiento de estos errores. Por lo tanto, es necesaria una nueva y más profunda meditación sobre la esencia de la libertad humana, que muestre cómo ella es, por un lado, intangible y, por el otro, debe someterse a la verdad por una exigencia interna.

Este punto es de capital importancia no sólo para comprender el pontificado de Karol Wojtyla, sino también, al mismo tiempo, para comprender el Concilio Ecuménico Vaticano II y la crisis de la Iglesia actual.

Un acto humano que no reconozca la verdad y no la acoja en el amor es un acto fallido. No es propiamente un acto libre. Ser libres no es hacer lo que se quiere, sino dominar y poseerse a sí mismo en tal forma que se pueda percibir el atractivo del bien y donarse a sí mismo para corresponderle (Styczeń, 1985). Una concepción relativista de la libertad humana, como la que domina en diversos sectores de la filosofía y de la teología modernas, no percibe este esencial dato de hecho: la libertad se determina adecuadamente sólo delante de la verdad, en la presencia de la verdad. Ya Agustín había visto con claridad este papel de la luz de la verdad (Veritatis lumen o Veritatis splendor) para la libertad humana. La luz de la verdad no es algo que sobreviene desde fuera al acto libre, sino algo que lo constituye desde dentro, tanto, que sin ello el acto no es auténticamente libre. Esto distingue propiamente a la libertad humana del arbitrio subjetivo o de la libertad del instinto animal. La libertad humana presupone propiamente, en nombre de la obediencia a la verdad, el enseñoramiento de las respuestas meramente instintivas. El hombre que no es señor de sí mismo es esclavo de sus propias pasiones.

Por otro lado, la gran libertad, que se expresa en el don de sí en el amor, no es posible si no subsiste la pequeña libertad, la libertad de decir «no», de rechazar este acto. El don presupone que el sujeto dé su vida y que esta no le sea tomada contra su voluntad. El respeto de la libertad subjetiva es, pues, una condición irrenunciable para que pueda cumplirse el destino de la libertad (Crosby, 1985).

Muchos «tradicionalistas» no ven en la actualidad esta verdad, e insisten sobre los derechos de la verdad objetiva y los derechos de Dios como si ambos pudiesen ser realizados de una forma que no pase a través de la libertad del individuo. Muchos «progresistas», en cambio, insisten sobre la libertad y sobre los derechos del hombre, como si la libertad pudiese realizarse de otra manera que a través del don de sí en el amor y el reconocimiento de la verdad.

Persona y acto, en cambio, propone una síntesis de ambos puntos de vista. Libertad y verdad están unidas dinámicamente, de modo que tiene necesidad la una de la otra. Una verdad abstracta, que no se vuelva forma de la vida de la persona a través de un acto libre de su voluntad y que incluso le sea impuesta desde fuera, no salva a nadie. Pero tampoco una libertad abstracta, que se aísla y que se encierra en sí misma y rechaza desarrollarse en el amor y se opone a la verdad, puede realizar su contenido: se vuelve esclava de las propias pasiones y de las circunstancias, esto es, de los poderes que tienen los medios para condicionarla y manipularla.

Dios, frente a la libertad del hombre, se ha reservado dos medios para proponerle su propio amor. Wojtyla habla de esto en Estanislao, una poesía que, por su significado simbólico, puede ser considerada un programa no tanto del pontificado, como del sacerdocio de Karol Wojtyla (1986: 109 ss.).

El primer instrumento es la palabra. Contra una sociedad que no quiere que la verdad sea anunciada, que no quiere ser perturbada en la propia consciencia por el anuncio de la verdad para seguir viviendo en la ilusión, la tarea del sacerdote es anunciar la verdad. Este anuncio no puede ser difamado con el pretexto de que violaría la libertad de la persona a la cual se dirige el anuncio. El anuncio, en efecto, hace uso sólo de la palabra, no de la fuerza para obligar a actuar según las propias directivas. Sin embargo, también la palabra puede ser a veces insoportable, sobre todo si reclama en vida dimensiones de la consciencia que se esperaba haber silenciado para siempre. La voz de Sócrates, en Atenas, resuena en el ágora como una advertencia a la que no se puede no prestar oído, y a la cual, sin embargo, no se le quiere prestar (Norwid, 2019). Esta voz debe callar. De la misma manera, en Polonia, después de muchos siglos, se ha vuelto intolerable la voz de Estanislao de Szczepanów.

El segundo instrumento es el testimonio. El modo más eficaz para inducir a un hombre a callar es amenazarlo de muerte. Delante de este chantaje enmudece toda voz. ¿Existe, tal vez, una verdad por la cual valga la pena vivir? La verdad no tiene necesidad de nuestro testimonio. Ella permanece verdadera, sea que nosotros la afirmemos, sea que la neguemos, mientras que tenemos una sola vida. No es Dios quien tiene necesidad de testimonio que lo vuelve mártir. Quien tiene necesidad del testimonio es, en un cierto sentido, el mártir mismo, para no traicionar lo que ha encontrado y en lo que consiste además su identidad y su existencia (Styczeń, 1988). Pero, todavía más, del testimonio tiene necesidad el asesino, aquel cuya consciencia ha sido sacudida por la palabra y precisamente por ello quiere hacerla callar. El silencio del mártir debe confirmar aquello de lo que el asesino trata de convencerse: que no existe ninguna verdad por encima de la usura, la lujuria y el poder, y que la voz que comienza a percibir al interior de sí mismo, que hace eco de las palabras del mártir, es sólo una ilusión o un engaño.

Por tanto, no sólo el mártir tiene necesidad del testimonio sino, aun más que él, el perseguidor de los mártires. Lo que mueve al mártir es el amor por el mundo que quiere darle muerte. ¿Pero qué sentido tiene un amor semejante? ¿No es una pura locura dar la vida por los propios asesinos? No es el mártir, no es Estanislao, quién amó primero a los hombres que ahora quieren darle muerte. Es Dios quien los amó primero y les dio a su Hijo, y ahora es Dios quien da a Estanislao.

Hemos dicho que Dios no tiene necesidad del testimonio de Estanislao. Ahora debemos corregirnos: Dios tiene necesidad de ese testimonio para convertir a los asesinos de Estanislao que Dios mismo ama y que Estanislao ama por amor a Dios y por el mismo amor de Dios. Por esto, cuando falla la palabra, cuando la palabra no es escuchada, el mártir es puesto frente a la última apuesta decisiva: “Lo que no ha podido la palabra tal vez lo podrá la sangre” (Wojtyla, 1986: 89). Perseverando en el testimonio hasta el derramamiento de la sangre, el mártir muestra su pertenencia a una fuerza capaz de desafiar la nada de la muerte; confirma, con un testimonio extremo, la verdad de su mensaje, por la conversión del pecador.

Destella, en los versos de Estanislao, una concepción, por ciertos aspectos, inusual del poder divino. Dios no es omnipotente porque tiene el poder de hundir en el infierno a aquellos que no lo obedecen y lo contradicen. Semejante omnipotencia es poco todavía para el Dios cristiano. El Dios cristiano no quiere ser obedecido por temor. Quiere ser amado. Por eso no quiere ser impuesto por un poder estatal que aniquila la resistencia de quien no quiere acogerlo. Para poder ser amado, Dios debe tomar en serio la libertad del hombre, debe renunciar a violentarla. El omnipotente debe volverse mendicante y, por ello, en cierto sentido, debe renunciar a la omnipotencia para respetar la libertad. ¿Pero Dios renuncia verdaderamente a la omnipotencia? Ciertamente, renuncia a la omnipotencia de la fuerza, pero no a la omnipotencia de la verdad y del amor. La cruz, el testimonio de la verdad hasta la muerte, es la manifestación de otra omnipotencia. Un hombre ha percibido la grandeza del amor divino y se ha ofrecido a sí mismo por completo para corresponderle. Ha realizado el acto propiamente humano, el acto del reconocimiento de la verdad en el amor. Ese hombre es, al mismo tiempo, el Hijo de Dios. La cruz es la manifestación de la omnipotencia del amor que solicita la libertad de los hombres, dándoles un signo de la grandeza de este amor (Wojtyla, 1964).

Este signo se repite en la vida de los mártires y de los santos. Su elocuencia es infinita, pero infinita es también la libertad del hombre. Este es el diálogo de la salvación que se desarrolla en la historia hasta el final de los tiempos. Se equivoca esa teología que piensa que Dios acoge la libertad del hombre en el sentido de que está dispuesto a aceptar con ecuánime indiferencia cualquier contenido que el hombre escoja darle a su propia libertad. Igualmente se equivoca la teología que piensa que Dios quiere imponer al hombre su ley con medios disciplinares. Dios quiere que la ley sea acogida desde la libertad por amor. Este es el vertiginoso desafío al que se ha expuesto la omnipotencia divina. La comprensión de este desafío es el verdadero contenido del Concilio y de su reconocimiento del valor de la libertad humana. Esto es también hacia lo que mira Persona y acto, y el contenido de la obra filosófica recibe una luz nueva si la comparamos con la obra poética, con Estanislao.

Existe un profundo significado simbólico en el hecho de que el autor de Estanislao haya sido, posteriormente, el primer Papa — después de muchos siglos— que selló su propia confesión de fe derramando su propia sangre sobre la plaza de San Pedro, víctima de un atentado cuyas raíces precisas jamás se han aclarado, pero que ciertamente nace del odio por la fe cristiana. Alguna vez el martirio fue casi el destino común, la norma más que la excepción, para el sucesor de Pedro. Esta antigua tradición se ha actualizado. Una Iglesia que renuncia a imponer insiste con mucha más decisión —hasta el derramamiento de la sangre— sobre el derecho de poner su propio mensaje en el centro de la vida de la ciudad, en la plaza, sobre el ágora. Éste, y no la conciliación con el relativismo, es el sentido del reconocimiento de la libertad de consciencia en materia religiosa. Este profundo convencimiento ha permitido a Juan Pablo II asumir en cierto sentido la guía espiritual de la resistencia de los pueblos contra el totalitarismo comunista. Si bien en la actualidad diversas corrientes de pensamiento relativistas penetran en los países de Europa central y oriental, es bueno recordar que la lucha contra el comunismo no se condujo en nombre del relativismo, sino en nombre de convicciones firmes en torno a la dignidad y al valor de la persona humana. En nombre del relativismo no se lucha, se desciende a pactos y compromisos.

Vaclav Havel mostró muy bien cómo el comunismo, en su última fase, no se puso como verdad, sino como estado de facto sostenido por la fuerza, que en cada caso no valía la pena desafiar porque, si no existe una verdad, no hay nada por lo que valga la pena arriesgar la vida (Havel, 1980). La rebelión contra el comunismo fue, en cambio, un testimonio hecho a la verdad sobre el hombre y su libertad. Fue un testimonio que, por su misma naturaleza, apelaba a la consciencia —incluida la del opresor— y, justo por esto, pudo superar una situación completamente bloqueada para la Realpolitik. En este proceso, el rol de la Iglesia fue ciertamente determinante.

Sin embargo, la Iglesia no habría podido jugar este rol sin el Concilio Vaticano II y su decisiva clarificación sobre el tema de la libertad. Es una Iglesia conciliar la que, en vez de defender sus propios intereses quizás poniéndose de acuerdo con el régimen, decide luchar por los derechos del hombre. Es una Iglesia conciliar la que ve en la afirmación de la dignidad de cada ser humano particular y de su libertad un contenido esencial de la revelación cristiana. Es esta la actitud que permite superar antiguas divisiones, incluso con la cultura laica independiente, y de comenzar un diálogo que conduzca finalmente a aquella unidad moral de la nación, forjada en la común oposición al totalitarismo, que lleve al desplome de las dictaduras comunistas.16

Ciertamente, sería exagerado colocar estos eventos entre los efectos de Persona y acto. Se trata, sin embargo, de los efectos de aquella vuelta que el Concilio introdujo, y que Persona y acto se esfuerza por tematizar. Podríamos decir que se trata de los efectos del Concilio repensado y revivido en la historia de Polonia y de los otros países que se enfrentaban a la opresión totalitaria del comunismo; es justo esta experiencia, tanto teórica como existencial, la que se encuentra implícitamente en cada página de nuestro libro.

Esta, sin embargo, puede ser también una razón para liquidarlo sumariamente, al colocarlo entre las cosas del ayer, que ciertamente tuvieron su importancia histórica, pero que han sido ya superadas. Documento de la lucha cultural contra el comunismo y del modo en que el Concilio se repensó en esta lucha, Persona y acto habría perdido su actualidad (aunque no necesariamente su veracidad) con la derrota del comunismo y con el nacimiento de un nuevo clima intelectual. Sería un documento ciertamente conmovedor de una cultura atrasada, destinado a ser superado en el momento en que Polonia y los otros países ex-comunistas se reintegraran a la cultura del continente, impregnada de relativismo, y se adecuaran a ella.

Tocamos aquí un problema fundamental para la cultura y la historia de Europa. Podríamos formularlo así: ¿dónde estuvo Europa en los años del comunismo? ¿Debemos suponer tal vez que la cultura europea habría seguido brotando en Occidente, de manera que los pueblo que han sufrido el comunismo habrían simplemente perdido el tiempo y hoy deberían apresurarse para alcanzar a sus vecinos más afortunados, sin aportar, con la experiencia que vivieron, alguna contribución de esencial importancia para el autoconocimiento de Europa? ¿O aquello que ocurrió más allá del Elba y los montes Tatras, aquello que ocurrió a las orillas del Vístula aporta un contenido que es decisivo para la consciencia de toda Europa, que debe interiorizarlo para reencontrarse a sí misma?

En el momento del colapso del marxismo, los sistemas de economía de mercado del extremo occidental de Europa parecían gozar de un estado de salud envidiable, al menos si se les miraba desde Varsovia o Cracovia. Diferente es la situación si se considera desde Bonn, París o Roma. La democracia occidental está evidentemente en crisis. El enemigo que amenaza con destruirla, más poderoso que el comunismo, es la corrupción.

Una democracia dominada por concepciones éticas relativistas no tiene ya un criterio definido para distinguir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto. La consecuencia es que las clases dominantes no tienen ahora una comunidad de valores con el pueblo, en nombre de la cual puedan mandar y reprimir. Cada grupo social organizado alza la voz para imponer el reconocimiento de sus propios intereses, todavía más, para obtener privilegios. Una clase política débil y privada de autoridad termina siempre por ceder a las presiones, al menos de aquellos grupos más fuertes. Esto no alivia el descontento (porque cada uno está convencido de haber estado relativamente en desventaja y se compara con quien fue afortunado porque ha logrado alcanzar más) y arruina el balance del estado, que no puede satisfacer todas las demandas sociales. El problema se resuelve un poco con el endeudamiento público. Es posible dar algo a alguien sin quitar nada a nadie sólo si los costos se descargan, bajo la forma de deudas, en las generaciones sucesivas. Antes o después llega el momento en que las deudas deben ser pagadas, y entonces llega la crisis del Estado y de la política. Esta no es la crisis del capitalismo pronosticada por Marx; es más bien la crisis de la democracia, a la que conducen dos fenómenos convergentes: por un lado, la llamada «revolución de las expectativas crecientes», por la que cada grupo social espera recibir siempre mayores beneficios a cargo del presupuesto del Estado sin pagar por ellos; por otro lado, «la crisis fiscal del Estado», que no está en condiciones de pagar. Suspender el pago mediante la dilatación de la deuda, esto es, aplazando las cargas de los pagos a las generaciones futuras, no es una solución. Antes o después las deudas deben pagarse, y entonces la crisis del Estado que se mencionaba antes, se vuelve inevitable. La raíz principal de tal crisis es la falta de un sistema preciso de valores de referencia que permitan discriminar las pretensiones legítimas de aquellas que no lo sean y, por lo tanto, de decir sí o no según el caso, animando racionalmente cada decisión (Juan Pablo II, 1991: n. 48).

La crisis de las democracias modernas se debe, entre otras causas, a otros motivos menos nobles. No sólo las clases dirigentes no poseen criterios precisos para discriminar las pretensiones que se organizan y buscan hacerse valer en la sociedad. Ellas, además, muestran inevitablemente la tendencia a redistribuir el ingreso y el poder político en favor de la clase política a la que pertenecen. Es en estos problemas donde una concepción relativista de la democracia muestra sus límites. Ésta debe oscilar entre dos extremos: políticas redistributivas sin criterio, o un individualismo extremo que combate todas las políticas redistributivas y busca vaciar de contenido no sólo el estado social, sino también la esfera de la política.

Frente a este problema se capta la importancia de Persona y acto incluso para las sociedades occidentales. El reclamo al nexo constitutivo que cruza entre libertad y verdad y, en particular, entre libertad y verdad en torno a la persona humana, capta el problema fundamental y ofrece un criterio de juicio de cuya necesidad dan muestra cada vez más evidente.

Otro tema de Persona y acto, absolutamente central en este contexto, se encuentra en el último capítulo del libro. Se trata del tema de la participación y el actuar junto con otros.

Cuando salió la encíclica Centesimus annus, un eminente economista americano, que conocí en una convención de la Kalten-BrunnerGesellschaft, me dijo que parecía que Juan Pablo II había estudiado o meditado a fondo los escritos de los autores más significativos de la moderna ciencia económica, como Ludwig von Mises (1966) o Israel Kirzner (1973). En su momento, esta hipótesis me pareció peregrina; y, todavía hoy, estoy convencido de que éstos, así como en general los estudios económicos, son más bien extraños a la cultura de este Papa. Sin embargo, una reflexión más profunda me ha convencido de que existe, en realidad, un paralelismo no irrelevante.

El individualismo metodológico de las corrientes más avanzadas del pensamiento económico contemporáneo lo empujan a reconducir cada fenómeno económico al agente que está implicado en esto, esto es, al hombre que escoge y decide con este gesto sobre sí mismo y sobre la realidad que lo rodea. Contra toda hipostatización acrítica del actuar social en fuerzas y mecanismos independientes, el individualismo metodológico reconduce siempre nuevamente al hombre y a la intencionalidad humana como instrumentos fundamentales de la comprensión de la realidad social. En esto hay, sin duda, una semejanza con la aproximación de Karol Wojtyla en Persona y acto. Muy interesante sería, por ejemplo, una lectura paralela de La acción humana de von Mises (o, por lo menos, de su primera parte) y de Persona y acto.

Existe, sin embargo, una diferencia de extraordinaria importancia. Para Wojtyla, la persona humana es al mismo tiempo sujeto individual y comunidad humana. La comunidad, como dimensión de la acción del sujeto —esto es, como realidad que emerge de la acción y no como una sobre-posición holística a la acción humana— es precisamente el tema principal del último capítulo de Persona y acto. El actuar junto con otros es una dimensión fundamental del actuar. Su comprensión nos permite asimilar la lección metodológica del individualismo austríaco sin, al mismo tiempo, renunciar a la comprensión del papel y del valor de la esfera política, así como también de los derechos y deberes del Estado en materia de intervención pública en la economía. En un momento en que se construyen nuevos sistemas constitucionales y se completa la transición de la economía colectivista a la economía de mercado en muchos países de Europa, la vía que Persona y acto señala amerita ser meditada atentamente. Es la línea que reconoce los derechos del mercado, pero también la existencia de esferas de acción que van más allá del mercado y que están fundadas en la naturaleza específica del actuar junto con los demás.

Otra dimensión en la que Wojtyla corrige el acercamiento individualista es la de la eticidad que es propia de la persona y mana del encuentro con ella como un valor que no se puede no reconocer. El actuar del hombre debe siempre lidiar con la verdad en torno al bien. Tal verdad en torno al bien no es una prisión que vincula la acción, sino una guía. El bien del que se trata es el valor de la persona humana. Así como el actuar junto con los otros funda la autonomía de la esfera política, la referencia al valor objetivo de la persona humana funda la autonomía de la consideración ética y encuadra, por tanto, el actuar económico en un sistema del actuar humano del que es una parte decisiva, pero no el todo. De esto hay necesidad no sólo en los países que actualmente reconstruyen sus economías, sino también en las democracias occidentales que buscan un equilibrio entre la lógica de mercado y la intervención pública. Todavía más, Persona y acto indica un camino para superar los límites de una concepción de la acción social que condena al hombre a la alienación en una sociedad donde el actuar funcional pretende la expulsión de cualquier trazo de subjetividad y, por lo tanto, de sentido de la vida (Wojtyla, 1977b).

La primera parte del pontificado de Karol Wojtyla se dedicó, no por elección ciertamente, sino por el inescrutable diseño de la providencia divina, a la superación pacífica del orden mundial de Yalta y de los sistemas comunistas. Tal vez el tema fundamental de la segunda parte será justo la reforma de los sistemas capitalistas y la lucha contra la alienación occidental. La tarea parece difícil, casi imposible. Muchos exclamarán indignados: «No se puede invertir el camino de la historia». Pero, ¿no habrían dicho lo mismo si se hubiera hablado del fin del comunismo en 1945, en 1956 o en 1978?

Lublin 1994

Referencias

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Notas

*Fuente: Buttiglione, R. (1998). “«Persona e atto» e il pontificato di Giovanni Paolo II”, en Il pensiero dell’uomo che divenne Giovanni Paolo II, Milano: Mondadori, pp. 355-386 (para el texto) y 457-459 (para las notas). Este estudio apareció por primera vez como «Introducción» a la tercera edición de Persona y acto en lengua polaca; agradecemos al P. Alfred Wierzbicki, de la Universidad Católica de Lublin, el permiso para difundirlo en lengua española. La traducción corrió a cargo de David Carranza y Ramón Díaz, quienes también actualizaron la bibliografía de y sobre Karol Wojtyla en lengua española.

1Capítulo 1, parágrafo 3: “Consciencia y autoconocimiento”.

2Introducción, parágrafo 2: “El conocimiento de la persona se fundamenta en la experiencia del hombre”.

3Parte 3, Capítulo 2: “Metafísica del pudor”.

4Parte 1, Capítulo 2, parágrafo 8: “El devenir del hombre. La manifestación de la libertad en el dinamismo del sujeto humano”.

5Parte 2, Capítulo 4: “Autodeterminación y realización”

6Es esta la pregunta que se propone, entre otros, Krąpiec (1973-1974).

7Esta respuesta se desarrolla después críticamente, en un cierto sentido, en (Wojtyla, 1976).

8Parte 3, Capítulo 6, parágrafo 8: “La emotividad del sujeto y la vivencia de los valores”

9«La persona: sujeto y comunidad» (2003).

10Para comprender con exactitud el pensamiento de nuestro autor sobre este punto, es indispensable hacer referencia también a sus obras poéticas (Wojtyla, 1960b).

11Recuperamos esta expresión de Del Noce (1970: 108 ss.).

12Parte 3: “Creación de actitudes”.

13Sería interesante una historia de la recepción de Vico en Polonia, que, hasta donde sé, no existe. Diversos elementos hacen pensar, sin embargo, si no en una influencia directa, sí al menos en un paralelismo entre el desarrollo de la filosofía italiana y el de la cultura literaria polaca.

14«El hombre y la responsabilidad» (2003).

15Para una confrontación crítica con la «nueva teología moral» desde el punto de vista señalado en el texto (Szostek, 1989).

16Observaciones interesantes al respecto en (Weigel, 1992: 70 ss.).

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