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Revista de filosofía open insight

On-line version ISSN 2395-8936Print version ISSN 2007-2406

Rev. filos.open insight vol.11 n.22 Querétaro May./Aug. 2020  Epub June 26, 2023

https://doi.org/10.23924/oi.v11i22.338 

Estudios

Las dos caras del año 1968: la revolución estudiantil y la Humanae Vitae

The Two Faces of 1968: The Student Revolution and the Humanae Vitae

Joaquín García-Huidobro1 

1Universidad de los Andes


Resumen

El año 1968 es visto habitualmente como una época de contestación. Su clima cultural podría caracterizarse como una mezcla entre protesta pública y hedonismo privado. Sin embargo, ya en esa época surgieron voces, como la de Augusto del Noce, que advirtieron acerca de la futura convergencia entre la izquierda cultural y el capitalismo tecnocrático. En este contexto, destaca especialmente otro acontecimiento que tuvo lugar el año 1968, concretamente la publicación de la encíclica HumanaeVitae, que muestra una cara muy diferente a la anterior y concibe a la sexualidad como una forma de ejercitar la virtud. Desde otra perspectiva, también Horkheimer manifestó reparos frente a la píldora, debido a que implicaba una colonización de la sexualidad por parte de la racionalidad instrumental.

Palabras clave Humanae Vitae; Mayo de 1968; métodos naturales de regulación de la fertilidad; Protesta estudiantil; sexualidad

Abstract

The year 1968 is usually seen as a time of contestation. Its cultural climate could be characterized as a mixture of public protest and private hedonism. However, already at that time, voices emerged, such as that of Augusto del Noce, who warned about the future convergence between the cultural left and technocratic capitalism. In this context, another event that took place in 1968 stands out, namely the publication of the encyclical HumanaeVitae, which shows a very different face to the previous one. This pontifical text understands sexuality as a way of exercising virtue. From another point of view, Horkheimer also expressed objections to the pill, because it implied a colonization of sexuality by instrumental rationality.

Keywords Humanae Vitae; May 1968; natural fertility regulation; sexuality; student protest

El año 1968 es uno de los más ricos en acontecimientos en toda la historia contemporánea. Desde la Primavera de Praga hasta el asesinato de Martin Luther King y Robert Kennedy, pasando por la Matanza de Tlatelolco, la conferencia episcopal de Medellín y Monterrey Pop, no faltaron a la prensa noticias para sus primeras páginas. En esta oportunidad, quiero detenerme en dos de ellas, que constituyen como dos caras de ese año emblemático, y cuyas consecuencias aún hoy experimentamos: la revolución estudiantil de mayo 68 y la publicación de la más famosa de las encíclicas de la Iglesia católica en su milenaria existencia, la Humanae Vitae, un documento que plantea cuestiones filosóficas de gran importancia.

La contestación juvenil

La explosión universitaria del 68 fue, ciertamente, una sorpresa para los observadores, pero en realidad se venía gestando desde mucho tiempo atrás, con el surgimiento de una generación que presentaba un carácter único en la historia europea. Su originalidad no derivaba de los particulares talentos que poseía, sino del hecho de que, por primera vez en mucho siglos, milenios quizá, un grupo de jóvenes europeos había nacido y crecido sin contacto alguno con la experiencia de la guerra. Sus padres, en cambio, habían sufrido la Segunda Guerra Mundial; sus abuelos, la Primera y la Segunda, y algunos de sus bisabuelos habían sido testigos o protagonistas de la Guerra Franco-Prusiana además de las dos conflagraciones mundiales recién nombradas. Ahora bien, esos jóvenes no solo habían crecido en paz, sino que, por diversas razones, habían experimentado un bienestar en términos de alimentación, salud y acceso a la educación, que no conocía precedentes en la historia humana. Sus contemporáneos norteamericanos eran todavía más afortunados en términos de bonanza material, si bien estaban afectados por la proximidad de una guerra que, paradójicamente, se libraba a muchos miles de kilómetros de distancia, en Vietnam. En todo caso, su actitud no era igual a la que habían tenido sus padres respecto de la Guerra de Corea u otros conflictos donde también habían intervenido los EE. UU. de Norteamérica; en efecto, el ejemplo europeo les había mostrado que la eliminación de la guerra era una realidad posible de alcanzar, lo que causaba en ellos una peculiar irritación ante ese conflicto, que no solo era cruel y en su opinión injusto, sino también evitable.

Así las cosas, resulta paradójico que esa generación, quizá la primera en la historia humana que lo había tenido todo desde el punto de vista material, fuera presa del descontento. ¿Contra qué protestaban esos jóvenes que ponían barricadas, incendiaban autos o lanzaban piedras a la policía? Augusto Del Noce (1910-1989), el filósofo italiano que más reflexionó sobre esos acontecimientos, señaló que consistía en un repudio de la herencia moral de la cultura que Occidente había construido después de la Segunda Guerra Mundial (Del Noce, 1979: 37). Se trataba de una sociedad que quería vivir «solo de pan», y que reducía las relaciones humanas a un nivel meramente instrumental. Era la llamada «sociedad opulenta» o de «bienestar». No es casual, entonces, que esa revolución fuese llevada a cabo por estudiantes y tuviese como uno de sus temas centrales la reforma de la educación. Más allá de sus errores y exageraciones, los jóvenes percibían muy bien que la sociedad que detestaban se fundaba en un cierto tipo de enseñanza. Para cambiarla, los revolucionarios del 68 propusieron una educación anti-autoritaria, de carácter horizontal, con un completo desprecio por las formas tradicionales y la jerarquía. Así se ve, por ejemplo, en numerosas películas sobre la época, como sucede con The Wall, inspirada en la obra musical homónima de Pink Floyd (Parker, 1982) o If… (Anderson, 1968), que contienen severas críticas a la educación tradicional, considerada como una fábrica de piezas para un sistema económico y social muy poco humano. Así, la contestación estudiantil fue la reacción contra la cultura europea de la posguerra:

La «revolución» estudiantil cogió desprevenidos tanto a los intelectuales como a los políticos. Ha sido una «revelación» instantánea e imprevista del estado de ánimo de los jóvenes; hay que tener el valor de admitirlo con claridad: nos hemos encontrado de pronto ante el fruto moral de los últimos veinte años y no preveíamos que fuera así, ni en el bien ni en el mal. Por encima de valoraciones, a favor o en contra, ha prevalecido el estupor (Del Noce, 1979: 37).

Esa protesta moral de corte más bien anarquista fue muy pronto conducida e interpretada por la izquierda, particularmente en sus formas más radicales. Así, se da la paradoja de que, junto con clamar por libertad, los jóvenes contestatarios elegían como símbolos figuras como Mao u Ho Chi Min, que hoy sabemos no solo que dieron muerte a grandes masas de personas, sino que promovieron sistemas sociales donde la libertad estaba completamente ausente (Courtois et al., 2010).

A pesar del uso de sus símbolos, la verdad es que esa izquierda tenía diferencias radicales con la que proponían el Che Guevara o el Partido Comunista chino, ya que a partir de la posguerra, e incluso antes, la izquierda europea había experimentado una profunda transformación que, para decirlo gráficamente, había consistido en cambiar el ideal de la emancipación del proletariado por la bandera de la liberación sexual (Del Noce, 1975: 55). En pocas palabras, la izquierda procedió a reemplazar a Marx por Freud, e incluso por Sade (Del Noce, 2014: 258). Así las cosas, ese sector político empezó a hablar cada vez menos de lucha de clases o de preocuparse por las reivindicaciones obreras y, en vez de eso, centró su atención en los derechos de las diversas minorías y la emancipación sexual, al tiempo que impulsó el aborto y sometió a crítica a la moral tradicional. Acusó de represiva a esta moral y la englobó dentro de una categoría muy amplia, que le sirvió para impugnar todo lo que no coincidiera con sus intereses: la de fascismo. Este concepto, por cierto, nada tiene que ver con el movimiento político europeo que tanto éxito tuvo en la década del 30, sino que constituyó una denominación difusa que permitía incluir en ella a todo lo que se opusiera a sus pretensiones (Del Noce, 1977: 52).

En todo este contexto, la píldora anticonceptiva, descubierta y legalizada unos años antes, iba a jugar un papel fundamental tan to en el cambio de las costumbres como también por su carácter simbólico. En efecto, ella fue vista como el instrumento que haría posible la liberación femenina, ya que —al disociar sexualidad y reproducción— permitía a las mujeres el ejercicio de la primera sin tener que someterse a las ataduras institucionales representadas por el matrimonio.

Lo que los jóvenes contestatarios de hace medio siglo no advirtieron es que, como anticipó el mencionado Del Noce, muy pronto se iba a producir una curiosa convergencia entre la derecha tecnocrática y la izquierda cultural (Del Noce, 2014: 257), de modo que el sistema capitalista hizo de esa emancipación respecto de la moral tradicional uno de sus negocios más florecientes, tanto en la industria anticonceptiva como en el negocio de la pornografía. La promoción de la píldora, además, fue una de las banderas principales de la política exterior norteamericana a partir de la década de los sesenta en su relación con el Tercer Mundo, atendido que resultaba mucho más eficiente evitar que los pobres se reproduzcan, en vez de tener que invertir sumas millonarias en ayuda al desarrollo. Volveré sobre esto más adelante.

El clima cultural que reinaba en 1968 se podría caracterizar como una mezcla de protesta pública y hedonismo privado: barricadas y gritos durante el día, seguidos por una intensa actividad sexual, sin trabas, acompañada en muchos casos por el recurso a las drogas, como se muestra en el cine que trata de esa época (por ejemplo: Assayas, 2012; Garrel, 2005; Schroeder, 1969). Se cuestionaba a la autoridad, se desafiaba a la policía, se sometía a crítica a las instituciones y se proponía un cambio radical en la forma de enseñanza y el gobierno de las instituciones educativas.

Por otra parte, los modelos que se presentaban a los estudiantes eran los líderes de la izquierda en el Tercer Mundo, y de acuerdo con esos ejemplos, muchos de los jóvenes no descartaban el uso de la violencia como forma de conseguir sus objetivos (Edel, 2008; Green y Siegel, 2003). Las justificaciones no faltaban, porque si algo caracterizó a ese movimiento fue su gusto por las frases pomposas, que permitían reducir la complejidad de la sociedad contemporánea a un par de slogans que hacían que el mundo se tornara perfectamente claro. «Una minoría ya no puede ser considerada minoría si tiene las ideas adecuadas» (la frase aparece escrita en una pared, en una escena de una película sobre esa época: Garrel, 2005): afirmaciones de este estilo daban a los jóvenes de esos movimientos una conciencia mesiánica que los ponía por encima de las reglas de la democracia y, al mismo tiempo, les permitía tener muy buena conciencia en todo lo que hacían, aunque eso significara lesionar personas o destruir vidas humanas, como se vio en la acción de movimientos como la Rote Armee Fraktion (Baader-Meinhof), que actuó en Alemania a partir de 1970 y otros grupos similares en el mundo occidental. El cine ha mostrado profusamente esas actitudes, aunque en forma normalmente muy poco crítica. Pero más allá de la falta de la necesaria distancia reflexiva, esas películas y documentales retratan a unas personas que vivían presas de una permanente agitación y que creían tener la llave para entender al mundo.

Un contexto como el de la revuelta parisina, que pronto se extendió por el mundo, no era, ciertamente, el más adecuado para que se oyeran voces diferentes. De hecho, resultaba casi imposible que se expresaran. No es casual que Götz Aly, un famoso historiador del nacionalsocialismo que fue un entusiasta protagonista de la revolución estudiantil haya causado un gran escándalo en Alemania, e incluso en toda Europa, al escribir de modo particularmente autocrítico sobre esa parte de su pasado. En una obra de 2008 que lleva el provocativo título Unserer Kampf («Nuestra lucha»), comparó los métodos de esos estudiantes para silenciar a los que pensaban distinto con aquellos que emplearon los nacionalsocialistas en la década del 30 para copar absolutamente el espacio público alemán (Aly, 2008).

Entre los elementos presentes en el ambiente del 68 hay uno que llama poderosamente la atención: la actitud condescendiente, cuando no laudatoria, de muchos intelectuales ante las reivindicaciones y métodos del movimiento juvenil. En palabras de Mahoney, ellos “renunciaron en masa al sentido común” (2015: 107); se negaron a “resistir el delirio del momento”, y abdicaron de su deber de defender el patrimonio cultural que habían recibido, que incluye el mismo sistema democrático (2015: 108, 103). Así las cosas, no es de extrañar que ese movimiento, si bien no tuvo éxito en el plano político,

sí inauguró, o fortaleció poderosamente, un amplio proyecto cultural para subvertir o «deconstruir» las tradiciones culturales, políticas y religiosas en nombre de la liberación y la autonomía, valores rectores de esta nueva disposición cultural (Mahoney, 2015: 103).

A pesar de todo, hubo ciertas voces que se atrevieron a ir en contra de la corriente dominante. En el caso francés, la más famosa de ellas fue la de Raymond Aron (1905-1983), que a través de la prensa, sus libros y su tarea formativa académica defendió lo mejor de la tradición europea laica de la que provenía (Aron, 1983, 2018, 2019). También en el campo religioso hubo voces disonantes, concretamente Pablo VI (Giovanni Battista Montini, 1897-1978), como veremos a continuación. Ambas figuras resultaron particularmente incómodas para el ambiente cultural entonces vigente, porque en ningún caso podían ser asociadas a las corrientes tradicionalistas; además, con todas las diferencias de talante, fisonomía intelectual y ocupación que los separaban, debieron experimentar la misma incomprensión, especialmente de los sectores «progresistas».

La otra cara del 68

Una de las manifestaciones del espíritu del 68 fue, como se sabe, la liberación sexual, pues la moral tradicional en estas materias se consideraba como uno de los rasgos de la sociedad que había que destruir. En este contexto, la Iglesia, y concretamente el Papa Pablo VI, sabía que debía dar una palabra orientadora acerca de cómo un católico debía ejercer su sexualidad, aunque fuera poco tiempo después del Summer of Love, de 1967 (Dolgin y Franco, 2007), y la presión internacional para conseguir que el Romano Pontífice aprobara la píldora haya sido enorme.

Las razones de esa presión eran muy variadas. De una parte, la píldora había pasado a ser una parte importante de la vida diaria de muchos católicos. Es verdad que Pío XII ya se había pronunciado en contra de las prácticas anticonceptivas, pero no se trataba de una declaración revestida de una solemnidad particular, de manera que muchos teólogos pensaban que esos criterios podrían modificarse y aconsejaban a las parejas católicas proceder como si fuese plenamente lícita. Por otra parte, oponerse a la píldora era ir contra los aires de los tiempos. En una escena de Milou en mayo, una película de Louis Malle ambientada en esa época (Malle, 1990), una niña ha escuchado a un hombre (en realidad, el amante secreto de su madre) decir a la mujer que no se preocupe por un determinado asunto —que ella, la niña, no ha entendido— pues para eso está la píldora. Un rato después, la niña pregunta al abuelo «¿qué es la píldora?», a lo que el hombre, después de una breve sorpresa inicial, responde de modo gráfico: «es la modernidad». Más allá de la ironía de la respuesta, oponerse a la píldora era para muchos tanto como estar en contra del progreso.

A lo anterior hay que agregar los intereses políticos y financieros. Como se dijo, a partir del gobierno de John Kennedy, que asumió la presidencia en 1960, los EE. UU. de Norteamérica se habían embarcado en un ambicioso plan de control de la natalidad en todo el mundo (Castro, 2017). En ese contexto, un pronunciamiento favorable del Papa iba a facilitar que se despejaran posibles resistencias y aseguraría el éxito de ese plan, que además contaba con un fortísimo apoyo de diversas fundaciones privadas de ese país. Por último, el negocio de la industria anticonceptiva, que alcanza muchos millones de dólares anuales, no era indiferente a lo que pudiera decidir ese anciano vestido de blanco que vivía en el pequeño Estado Vaticano. Además, algunos episcopados, particularmente en el Primer Mundo, tenían en bastantes casos una visión positiva respecto de la píldora. En efecto, en muchos medios teológicos se había difundido la idea de que lo relevante para el juicio moral no era cada acto en particular, sino más bien el conjunto de la vida conyugal, de manera que nada impedía que en casos particulares o por períodos determinados los cónyuges pudieran recurrir a estas prácticas para espaciar o impedir los nacimientos. La misma comisión que el Papa había nombrado para asesorarlo en estos temas redactó un informe de mayoría que se hacía eco de este tipo de argumentos y recomendaba cambiar los criterios hasta entonces vigentes.

Por otra parte, para parte del pensamiento que se había difundido en la Europa de los últimas décadas resultaba difícil aceptar la idea misma de una naturaleza humana y mucho menos la existencia de ciertas facultades y disposiciones que son conformes a la naturaleza. Es más, la alusión a ciertas normas morales de carácter natural aparecía como teñida de biologismo, pues significaba atribuir consecuencias morales a los meros hechos físicos. En efecto, ¿por qué una mujer puede cortarse y teñirse el pelo, o hacerse cirugía estética, y no se le permite esterilizarse o interrumpir transitoriamente su fertilidad? Hay que reconocer que de parte del pensamiento filosófico afín a la tradición ética de Occidente no había disponible, por entonces, una argumentación particularmente elaborada, de modo que sus argumentaciones muchas veces eran susceptibles de ese reproche (García-Huidobro y Miranda, 2013).Y no les faltaba razón, porque si se entiende a la naturaleza humana en sentido puramente empírico, no resulta lícito derivar de ella exigencias valorativas (Massini, 1995).

Finalmente el Papa habló, y la polémica fue indescriptible. Nunca una encíclica había sido objeto de los titulares de primera plana en la prensa internacional. Las voces críticas fueron abundantes y en ciertos medios unánimes. No faltaron los episcopados que, sin hacer una oposición abierta al documento, realizaron declaraciones en las que se enfatizaba tanto el valor de la conciencia de los fieles que se terminaba por reducir la obediencia a este acto magisterial a una simple cuestión de preferencias personales. El argumento mismo de la libertad de conciencia fue utilizado con gran ambigüedad. Ciertamente jamás es lícito obrar en contra del dictamen de conciencia, en el sentido de realizar algo que se considera moralmente malo.1 Ahora bien, aunque el respeto a la conciencia prohíbe a todo individuo hacer el mal, no impide, en cambio, sufrirlo, soportarlo. La cuestión aquí era que ciertas personas no veían la maldad de un acto semejante, por lo que bien podrían alegar que el Papa les impedía realizar algo que no estaba impedido por el juicio de su conciencia personal, pero ciertamente no los estaba obligando a realizar el mal, de modo que, en principio, no había tal violación de la conciencia. Ciertamente se pueden presentar diversas objeciones a la doctrina enseñada en ese documento, pero no que constituye una violación de las conciencias de las personas.

La Humanae Vitae no ha sido la única encíclica polémica en la historia de la Iglesia. Basta con recordar, por ejemplo, la Rerum Novarum, primera encíclica social, que también fue muy resistida (Montero, 1997). Cabe pensar que la lógica que mueve a la Rerum Novarum es exactamente la misma que aquella filosofía del respeto que preside la HumanaeVitae. Ambas suponen que no existen esferas independientes del plan divino, que la lógica del Evangelio está llamada a impregnar todas las actividades humanas. Y las razones para oponerse a una y otra son bastante parecidas. Quizá nos ayude a entenderlo el escuchar las palabras no de un Papa, ni siquiera de un creyente, sino de uno de los principales filósofos de la Escuela de Frankfurt, Max Horkheimer (1895-1973), que en diversas oportunidades se refirió de manera crítica a la píldora. Así, en una entrevista de 1970 se le preguntó por su defensa de Pablo VI en este tema, una conducta que causó la extrañeza de sus amigos y estudiantes. Horkheimer vinculó sus reparos a la píldora nada menos que con el contenido de la teoría crítica que él representaba:

La teoría crítica, y yo he hablado como crítico teórico, tiene una doble tarea: ella quiere, por una parte, designar aquello que debe ser cambiado; pero, por otra, ella quiere también dar nombre a aquello que debe ser conservado.Tiene por eso la tarea de señalar el precio que debemos pagar por esta o esa medida, por este o ese progreso. No podemos pagar la píldora al precio de la muerte del amor erótico (Horkheimer, 2000: 175).

La píldora, afirma el filósofo alemán, hace desaparecer de nuestro mundo figuras como las de Romeo y Julieta. De seguir la lógica anticonceptiva, ella debería decirle a él que debe esperar a que tome la píldora antes de llegar a la manifestación física de su amor. Por el contrario, los tabúes sexuales, piensa nuestro autor, son fundamentales para mantener el amor, pues se relacionan con la posibilidad del anhelo. “Si se elimina este tabú de lo sexual cae la barrera que produce constantemente el anhelo; a partir de ahí, el amor pierde su base” (Horkheimer, 2000: 176). En suma, el precio que hemos pagado por ese progreso, dice Horkheimer, es “la pérdida del anhelo y, a la larga, la muerte del amor” (176). Desde entonces solo queda espacio para un erotismo planificado (Molinuevo, 1987: 121). En el mismo sentido, decía Pieper: “Con razón ha podido hablarse del «carácter doloso» del mero encuentro sexual. De momento se tiene la ilusión de intimidad, pero, sin amor, esa unión aparente acaba por dejar a dos extraños aún más alejados entre sí de lo que antes estaban” (Pieper, 1984: 53).

Uno de los problemas que trae consigo la píldora es introducir en las relaciones humanas la lógica propia de la razón instrumental; se trata de una racionalidad técnica que es ciega ante los absolutos y resulta incapaz de buscar algo como fin, porque todo, incluso el más personal de los encuentros, se reduce a la categoría de medio para otra cosa (Contreras, 2006: 77). Esto tiene consecuencias no solo individuales, sino también para la buena vida en sociedad: así, el influjo de la ciencia e industria farmacéutica “ha convertido en manipulable, a través de la píldora, a la fuerza reproductora del hombre. ¿No tendremos un día necesidad de una administración de nacimientos?” (Horkheimer, 2000: 198) Lo dicho por el representante de la Escuela de Frankfurt resultó parcialmente avalado unos años después, cuando aparecieron las técnicas de reproducción in vitro, que se basan en la misma lógica instrumental que está detrás de la píldora. Ambas prácticas son muy expresivas del ideal moderno de dominio ilimitado del hombre sobre la naturaleza, solo que aquí el objeto de dominio es el propio hombre, cuya humanidad (o un aspecto de ella) es tomada como puro medio para la consecusión de fines ulteriores, en un proceso que ya había sido anunciado en 1943 por C. S. Lewis en su célebre obra La abolición del hombre(1990: 55-79).

Una de las importantes diferencias que existen entre las prácticas anticonceptivas y la continencia periódica se sitúa precisamente en esta línea. En efecto, en este último caso, la acción humana no es entendida como un proceso técnico, sino como ocasión para practicar la virtud, pues el autodominio contribuye al crecimiento personal. En ella no muere el amor romántico, Romeo no le dice a Julieta: «te quiero, salvo tu fertilidad, y te pido que hagas algo directamente destinado a anular (o incluso enfermar) ese aspecto tan relevante de tu ser personal», sino que la toma como es. Como dice Horkheimer, “el amor se orienta hacia el Absoluto; él no tiene cabida en la vida organizada de forma puramente funcional, ni en el pensamiento instrumental” (Horkheimer, 2000: 204). Por eso, no da lo mismo la forma en que se mira ni la racionalidad con que se entiende algo tan íntimo como la unión conyugal.

Hay, con todo, una diferencia importante entre el análisis de Horkheimer y el de Pablo VI, porque para el primero el recurso a la píldora parece inevitable en los países del Tercer Mundo (Horkheimer, 2000: 176), mientras que el Papa propone su enseñanza a todos los hombres y mujeres que quieran recibirla, independientemente de su condición socioeconómica. Entretanto existen numerosas experiencias exitosas sobre el uso de los métodos naturales en sectores de escasos recursos, también en Latinoamérica (Arraztoa et al., 2006; Barroilhet et al., 2018; Bustos et al., 2017).

La racionalidad instrumental, propia de las ciencias, tiende al imperialismo y ha colonizado otros saberes. No nos puede extrañar, por tanto, que haya llegado también a la Teología. Por eso, buena parte de la oposición católica a la Humanae Vitae se fundó en teorías morales que, a diferencia de lo que siempre ha señalado el Magisterio eclesiástico —siguiendo una tradición que se remonta al menos hasta Aristóteles2—, hay ciertas acciones que son siempre malas y que nunca es lícito realizar. Así, Elizabeth Anscombe resume esa enseñanza de siglos cuando afirma que:

siempre ha sido característico de esta ética enseñar que hay cosas que están prohibidas, sean cuales sean las consecuencias que se pueden seguir, como por ejemplo: elegir matar al inocente por cualquier motivo, por bueno que éste sea, el castigo vicario, la traición (por la que entiendo ganarse la confianza de alguien en un asunto de importancia por medio de promesas de amistad fiable, y después entregarle a sus enemigos), la idolatría, la sodomía, el adulterio, o hacer una falsa profesión de fe. La prohibición de determinadas cosas sencillamente en virtud de su descripción como tipos de acción identificables de ese modo, independientemente de sus ulteriores consecuencias, ciertamente no agota el contenido de la ética judeo-cristiana, pero se trata de uno de sus rasgos más notables (Anscombe, 2005: 109).

Precisamente en este contexto se sitúa Pablo VI cuando excluye “toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación” (Humanae Vitae, n. 14). Como se ve, el Papa supone que resulta posible juzgar las acciones por su objeto moral, aun antes de considerar otros factores. Conviene tener en cuenta que, a diferencia de un acto conyugal normal, cuando se recurre a la anticoncepción existen, en realidad, dos actos humanos. Uno de ellos, la unión sexual, no representa ningún problema; sin embargo, antes, durante o después de él tiene lugar otro acto, cuyo objeto es solo hacer imposible el surgimiento o desarrollo de una vida. Como ya se anticipó, es un acto que está directamente dirigido a anular un aspecto o dimensión propio de una de las personas involucradas: tiene un carácter puramente negativo, y esa negatividad sí resulta problemática desde el punto de vista moral. Como se ve, las objeciones a la píldora nada tiene que ver con su carácter «artificial», según se dice en ocasiones. El recurso a la continencia periódica no constituye una suerte de «anticonceptivo ecológico», sino que —aunque como todo lo humano también puede ser mal utilizado— su lógica es totalmente distinta de la que caracteriza a la anticoncepción. En este sentido, parece discutible presentar a la píldora en el contexto de la emancipación. Hay buenas razones para pensar que ella no emancipa, no al menos a la mujer, porque puede conllevar un poderoso incentivo para instaurar en el matrimonio relaciones de posesión más que de entrega recíproca.

Muy distinta de la filosofía que subyace a la Humanae Vitae es la visión del tema que presentan esas otras teorías, que podemos agrupar genéricamente bajo el nombre de «consecuencialistas». Para ellas, no hay acciones que en sí mismas sean buenas o malas, sino que la moralidad de un acto deberá determinarse por un cálculo, un balance entre las consecuencias negativas y las positivas del mismo, lo que resulta un típico ejemplo de ese razonamiento de tipo instrumental, propio, por ejemplo, de disciplinas como la economía. Por el contrario, en la tradición ética clásica hay cosas que, en sí mismas, están sustraídas al cálculo, porque su valor se funda no en su utilidad o aptitud para producir un determinado estado de cosas, sino en lo que ellas mismas son. De modo negativo lo expresaba Aristóteles cuando decía que “hay quizá cosas a las que uno no puede ser forzado, sino que debe preferir la muerte tras terribles sufrimientos: así, las causas que obligaron al Alcmeón de Eurípides a matar a su madre resultan ridículas” (EN III.1: 1110a, 26-29). Dicho en terminología kantiana, son cosas que tienen valor y no precio.

¿Significa eso que el cálculo debe ser excluido de cualquier decisión moral? Sería una conclusión equivocada: de hecho estamos constantemente calculando sobre la base de las consecuencias previsibles de nuestros actos. Ahora bien, ese proceder solo tiene lugar una vez que tenemos claro que no se trata de un acto malo por su objeto. Si lo fuera, ya no resulta lícito empezar a calcular. Además, para alguien que comparte la herencia de la tradición clásica, el cálculo que se realiza —si queremos llamarlo así— no tiene un carácter técnico, sino prudencial, en una tarea que siempre se realiza en primera persona.

La confluencia de muchos temas importantes

Nunca olvidaré una conversación con el profesor germano-español Fernando Inciarte (1929-2000), de la Universidad de Münster. Aludiendo al tema de la encíclica de Pablo VI, dijo —como de pasada— algo que entonces me pareció sorprendente: «en la Humanae Vitae se juega todo». Efectivamente, resulta difícil encontrar un tema donde confluyan más aspectos relevantes, tanto teológicos como filosóficos. Por ejemplo, ¿cuál es el papel o cuánta autoridad tiene el Magisterio de la Iglesia en temas morales?; ¿qué grado de permanencia tienen los juicios eclesiásticos en estas materias?; ¿está la moralidad en juego en cada acto, o basta con el conjunto de la vida moral para justificar la legitimidad de cada una de nuestras acciones particulares?; ¿tienen determinadas actividades humanas una finalidad natural, que debe ser siempre respetada, en términos de que nunca es lícito actuar directamente en contra de determinados bienes?; ¿está la racionalidad instrumental llamada a explicar todos los aspectos de la vida humana, o hay ciertas zonas de nuestra existencia donde a ella no le resulta lícito ingresar?; ¿existen actos que son siempre malos, o la moralidad se determina finalmente por las consecuencias? Y en caso de que existan: ¿son las prácticas anticonceptivas uno de esos actos que resultan siempre ilícitos?, ¿cuál es la diferencia antropológica entre los actos anticonceptivos y el recurso a la continencia periódica?, ¿qué papel ha tenido la píldora en el cambio de autocomprensión de la mujer?, ¿cuánto ha contribuido la píldora a debilitar el aprecio por la vida humana y la institución misma del matrimonio?

Las preguntas podrían multiplicarse, pero nos permiten ver la importancia de ese 25 de julio de 1968, y cómo la difícil decisión que Pablo VI debió adoptar muestra que ese año no tenía solo una, sino dos caras; que a la liberación de los tabúes y el despliegue sin trabas de la espontaneidad subjetiva cabía oponer una lógica del autodominio y la donación. Ciertamente esa alternativa planteada por el Papa no fue acogida sino por una minoría de sus contemporáneos y aún hoy resulta muy contraria a la opinión dominante. Las razones son muchas y algunas son imputables a la propia Iglesia. No es casual que en aquellos lugares, como Cracovia, donde el Vaticano II había sido acompañado por una amplia y madura reflexión sobre sus temas fundamentales —en especial, acerca del matrimonio y la sexualidad— la encíclica haya sido muy bien recibida y solo se haya lamentado que no hubiese contenido una reflexión más amplia acerca de las bases antropológicas de esa doctrina, que habría mostrado su belleza liberadora (Weigel, 1999: 282-291; para una visión personalista de la sexualidad: Wojtyla, 2009).

El propio hecho de haberla publicado en medio del verano, cuando Roma está muerta, muestra una cierta desconfianza en la capacidad de los católicos para entusiasmarse con la verdad que esconde la doctrina allí planteada. La Rerum Novarum, en cambio, que también resultaba difícil de entender, no fue dada a conocer durante la pausa veraniega, sino en pleno mes de mayo, en medio de la primavera del Hemisferio Norte, cuando la vida florece. Me parece que fue una oportunidad mucho más adecuada, porque una y otra encíclica tienen que ver con la promoción de la vida.

Uno de los dramas de la Iglesia católica en este último medio siglo es la concentración unilateral de muchos creyentes en un solo aspecto de la doctrina. Lo vemos en Latinoamérica, donde hay católicos que alaban la Rerum Novarum y miran con desazón la Humanae Vitae, y otros que proceden al revés. Parece que estamos condenados a elegir entre ser católicos sociales o católicos sexuales. Ambas posturas mutilan la integridad del mensaje evangélico, lo hacen perder el carácter de alegre provocación, que nos desafía continuamente.

La Humanae Vitae no es simplemente una encíclica papal: es un gigantesco acto de optimismo, una apelación a la capacidad que varones y mujeres tienen de ajustar su vida a las exigencias de la razón. El suyo es un mensaje positivo y alegre, aunque no siempre se ha entendido así, lo que constituye una muestra de la necesidad de trabajar más en la difusión y en la adecuada explicación de sus contenidos. En efecto, a la luz de su doctrina, resulta lamentable que todavía hoy para muchos católicos el 25 de julio de 1968 corresponda a un día de duelo.

Referencias

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Recibido: 02 de Septiembre de 2018; Aprobado: 08 de Abril de 2020

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