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Revista de filosofía open insight

On-line version ISSN 2395-8936Print version ISSN 2007-2406

Rev. filos.open insight vol.12 n.26 Querétaro Sep./Dec. 2021  Epub June 20, 2022

https://doi.org/10.23924/oi.v12i26.532 

Editorial

Jean-Luc Nancy (1940-2021)

Juan Carlos Moreno Romo1 

1Universidad Autónoma de Querétaro


In memoriam

El pasado martes 24 de agosto de este tan tremendo año de gracia 2021, me topé en el Internet, a primera hora de la mañana, en una de sus más famosas —harto pegajosas, ciertamente, si bien a veces relativamente útiles— «redes sociales», con lo que en un primer momento no quise interpretar sino como un rumor desagradable: había quien le deseaba a Nancy el eterno descanso; por supuesto, sin decir de dónde sacaba que se lo tuviese que desear, así, tan de repente —y sobre todo tan de madrugada, como diría el poeta. Como suele suceder en esos medios, en los minutos y en las horas subsecuentes, ese mismo gesto se fue replicando precisamente en la forma en la que se propaga un verdadero rumor.

Por mi parte, amén del escepticismo que, en defensa propia, suelo practicar frente a los «medios» en general pero, sobre todo, en las redes sociales, no es que en este caso no sólo no lo creyera, o que me reservara el beneficio de la cada vez más imprescindible duda, sino que en verdad no lo quería creer.

No era ésta, después de todo, la primera vez que se anunciaba la muerte, o la inminente muerte, de Jean-Luc Nancy. Ya a finales del siglo pasado, en 1997, todo mundo lo daba por muerto pues —decían— esa era la evolución normal de un injerto de corazón. Los inmunodepresores que le administraban para que su cuerpo no rechazara el corazón que le habían injertado en 1991 le habían provocado un cáncer en el sistema linfático, por lo que tuvo que interrumpir sus labores en la Universidad de Ciencias Humanas de Estrasburgo (USHS, por sus siglas en francés).

Y, sin embargo, regresó, y nos dio todavía, antes de jubilarse, un intenso, significativo y memorable seminario, nada menos que sobre la deconstrucción del cristianismo. A su vuelta, nos contó que los paramédicos le preguntaron en la ambulancia: «¿A qué se dedica usted?»; y cuando les dijo que se dedicaba a la filosofía, éstos le dijeron: «¡Qué bien! Esto le va a ser de mucha ayuda». ¡Y vaya que lo fue, pues sobrevivió!

Jean Luc Nancy fue, en su fragilidad, un hombre lleno de vigor, de vida, pero sobre todo de amor: a la vida, ciertamente, a la gente que lo rodeaba, a la gente en general (y también en singular), a su trabajo y, por supuesto, a su inmensa e intensa obra.

De esto, un breve pero significativo testimonio nos lo dio mi querido amigo Lassaad Elouaier cuando nos contó, agradecido, cómo cuando llegó a Estrasburgo y se perdió en el verdadero laberinto de dificultades que esa ciudad impone para poderse instalar en ella, y, ya desesperado, acudió a Nancy, él personalmente se encargó de que de inmediato se le diera un cuarto en la residencia universitaria Paul Appell. Pues lo de la exposición al otro y su acogida no era, en Jean-Luc Nancy, una vana retórica.

El golpe de aquel cáncer de 1997 había sido ciertamente muy duro, y en lo que ahora mismo no recuerdo si fue uno, o si fueron dos años de ausencia, parecía que hubiese envejecido unos diez. Pero ahí estaba de nuevo, con su característico suéter obscuro de cuello largo; con una voz y un gesto —o una postura— ciertamente mucho menos firmes, y con la necesidad, por ejemplo, de beber de vez en cuando un buen trago de agua para podernos seguir exponiendo sus ideas. Pero como siempre, o más que nunca incluso, desbordante de ellas, y también de pulsión —para usar una palabra que le era cara— por ese señor Don Sentido que, como el horizonte, sólo se asomaba o se dejaba ver a lo lejos.

Tras su jubilación, como profesor emérito, y sobre todo como autor, su labor siguió siendo fecunda e intensa; y eso, desde luego, hace vivir, le da sentido a una vida y la proyecta hacia el futuro, que de suyo es algo muy incierto (o doblemente incierto, como subrayaría Unamuno, uno de esos autores nuestros sobre los que tanto le insistí a Nancy). Pero él aseguraba —ya en 2010, en la segunda edición de El intruso— sentirse mucho mejor. ¡Y se le notaba!

En mayo de este mismo año, en la conversación que tuvimos con él a través del Zoom con ocasión del Doctorado Honoris Causa que le otorgó la Universidad Nacional de Cuyo, en Argentina, y de la conferencia que entonces nos leyó, se declaró entusiasmado; él, que en su momento había diagnosticado, si no el fin, sí el suspenso de la historia, por el evidente regreso de ésta y por los tremendos cambios que ahora mismo se avizoran. Pero lamentaba, sin embargo, que ya no estaría aquí para verlos llegar. La profesora Viviana Martínez, uno de los anfitriones de aquel acto, lo atajó entonces con un contundente «¡Jean-Luc, tú eres eterno!».

Volviendo al pasado martes 24 de agosto, y al rumor de esa muerte de la que, por otro lado, ningún medio oficial o formal daba señal alguna, cuando vi que Peter Trawny —quien decía saberlo de una fuente cercana a la familia del filósofo— confirmaba la noticia, comencé a preocuparme en serio. Después de todo, hacía ya varios días que no tenía noticias de Nancy; y en el último correo que me escribió en respuesta a su intervención en septiembre, en el simposio que dedicaremos en la Universidad Autónoma de Zacatecas a Charles Baudelaire, me había dicho que estaba en el hospital.

Temprano por la tarde, La Croix fue, al parecer, el primer medio formal en dar la noticia, y tras ella, lo hicieron asimismo Les Dernières Nouvelles d’Alsace, de donde la tomó Le Monde: sí, Jean-Luc Nancy había fallecido la víspera, el 23 de agosto.

Cada muerte es singular, como lo es cada afecto. Y aunque sabemos que un día u otro ha de llegar, siempre es algo triste y desolador. Todo un «mundo» —o todo un «origen del mundo», como diría el propio Nancy— de pronto se nos va, se vuelve ausente, y nos deja a todos, de una u otra forma, el hueco de su partida.

En 2002, pocos días después de la sencilla ceremonia que con motivo de su jubilación la USHS dedicó a los profesores Jean-Luc Nancy, Philippe Lacoue-Labarthe y Martine de Gaudemar, me encontré casualmente, frente al aparador de la Librería Kléber, que expone en especial las novedades de filosofía, con un muy apesadumbrado Laurent Maronneau. Y más o menos me dijo: «¡Qué va a ser de nosotros sin Nancy, Juan Carlos!». Recuerdo que traté de consolarlo ponderándole el hecho de que Nancy seguía escribiendo y que la lectura de sus libros nos lo haría presente acaso de un modo más fecundo, o más intenso que hasta entonces, y creo que no me equivoqué.

No es extraño que, a casi veinte años de distancia de ese hecho, me venga a la memoria, ahora con una nueva y más profunda resonancia, la pregunta de Laurent (quien, por cierto, me escribió hoy por la tarde, a su vuelta de las exequias de Jean-Luc, un muy sentido correo al que le puso por título «Melancolía»). Y no es extraño que de nuevo piense en los libros de Jean-Luc Nancy, en los muchos que ya andan por ahí, en las librerías y en nuestras bibliotecas personales, y en los que sin duda aguardan, en sus archivos, una piadosa, y desde luego, cuidadosa edición.

Regreso, y con eso cierro estas forzosamente breves líneas de adiós, a ese último acto académico en el que coincidimos, a través del Zoom, como decía más arriba, él en Estrasburgo, yo en Querétaro, nuestros anfitriones en Mendoza Argentina, y el público en sabe Dios cuántos lugares más, aunque no sin antes subrayar hasta qué punto su agenda, en los últimos meses, fue una agenda muy intensamente iberoamericana. La historia retoma su marcha —dijo— y Europa dejará por fin de ser el centro del mundo, y los Estados Unidos también, o el Occidente todo. Y ese rol de motor de la historia no se sabe exactamente a quién le tocará después. En China están acaso demasiado «europeizados» —puntualizó— como para que los pronósticos de casi todos los «expertos» se confirmen.

«Los últimos serán los primeros», le escribí una vez a Philippe Lacoue-Labarthe en una tarjeta postal que le envié desde México (en alusión a una intensa, y al parecer harto inusual discusión que tuvimos él y yo en su seminario). Nancy nos dijo, en aquel encuentro de Mendoza, algo similar: la esperanza de un futuro es o africana o iberoamericana, justamente en la medida en la que en nuestros continentes haya todavía verdadera fe religiosa.

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