La obra de Almudena Grandes (1960-2021), una de las escritoras más relevantes de la España posfranquista, está poblada de personajes femeninos cuya representación puede considerarse posfeminista. El término posfeminismo no está exento de críticas e inclusive levanta ampollas, puesto que ha sido analizado desde diversas perspectivas y posicionamientos, fluctuando desde quienes lo perciben como un término despectivo que pone en evidencia los logros del feminismo y denota meramente un rasgo cronológico, hasta quienes lo definen como concomitante con lo que podría ser una tercera ola del movimiento, o quienes, sin más, los separan de manera radical.1 Con independencia de la complejidad del término, del concepto que se tenga del mismo y siempre que se observe desde una perspectiva occidental y de raza blanca, el caso español es sumamente significativo dadas las condiciones políticas del país durante los años en los que se produce la denominada segunda ola del feminismo y en los que la mujer española seguía sometida a los parámetros patriarcales impuestos por el Franquismo y la Sección Femenina:
To have the perspective necessary to perceive and appreciate the changes which are merely “part of the scenery” of the postfeminist novel, one has to have experienced Spain under Franco and to have observed Spanish women’s lives in Spain as recently as the 1960s-1980s -the period of second-wave feminism (which some observers allege that Spain never experienced). Perhaps it happened later than elsewhere, or took longer, but something very similar to feminism elsewhere must have been present in order to produce the similar gains that clearly happened (Pérez, 2007: 17-18).
Dadas las características político-sociales propias de la realidad española, gran parte de la crítica se decanta por el término posfeminismo2 en lugar de tercera ola para referirse al caso español. El debate entre tercera ola y/o posfeminismo en España cobra actualidad si se observa a la luz de los movimientos feministas internacionales en pleno siglo XXI tales como El Paro Internacional de Mujeres, el #Metoo o el #Time’s Up estadounidenses, el “Un violador en tu camino”, impulsado por el colectivo chileno Lastesis que se viralizó y replicó a nivel internacional o el de movimientos nacionales como el #Yositecreo (en respuesta a la violación múltiple llevada a cabo por La Manada en España). Tal es la repercusión de estos movimientos que desde el feminismo se apunta a una cuarta ola internacional que avanza en medio de una “gran crisis civilizatoria global” y que exige el fin del control patriarcal sobre el cuerpo de la mujer, el fin de la violencia de género y los feminicidios (García, 2018: 19-20).3
El término posfeminismo para referirnos a la obra de Grandes es útil para designar lo que de manera conciliadora Lotz define como intermezzo o una etapa del feminismo “between the overwhelming structural impediments to gender justice that existed before the activist efforts of second wave feminism yet a world in which complete equity has not been achived” (2007: 72). Así, Pérez en “¿Postfeminismo o evolución? Un examen del panorama actual de novelistas españolas”, tras reconocer la dificultad de definir el concepto afirma que “[e]xista o no el postfeminismo, entonces, hay un cierto corpus de obras que pueden denominarse así” (2007: 146) entre las que incluye, de un lado, las producidas por “escritoras españolas antes consideradas como feministas a base de obras anteriores, pero cuya postura ha evolucionado, aparentemente distanciándolas de las corrientes feministas” y, del otro, las de “algunas escritoras de la promoción siguiente que brillan por la ausencia decisiva temática y el discurso característico del feminismo” (146). Entre la nómina propuesta por Pérez de escritoras posfranquistas y posfeministas se encuentran, entre otras, Carme Riera, Esther Tusquets, Rosa Montero, Cristina Fernández Cubas o Paloma Díaz-Mas, quienes “fueron clasificadas en sus inicios como feministas […] [aunque] no quieren que se les denomine así” (147) y otras más jóvenes como Belén Gopegui y Luisa Castro a cuya generación pertenece Almudena Grandes. La escritora que nos ocupa reflexiona sobre esta cuestión en “Las edades de Almudena”, donde analiza la situación de las mujeres españolas en el siglo XX, en particular durante el franquismo:
Durante el siglo XX, España ha sido un país anormal, al principio por exceso, después por defecto, al final, por exceso de nuevo, y tal vez, nada explique mejor esta anormalidad que la trayectoria de las mujeres españolas […] la anormalidad española nos obligó a hacer en una sola etapa lo que el resto de las mujeres europeas habían hecho en dos (2012: 17-18).
Como se observa, para Grandes hubo una sola ola: la segunda, en lugar de dos -la segunda y la tercera-, por lo que se reafirma la idea, a la hora de hablar del caso español, en referirse a él en términos de posfeminismo, sobre todo en la obra de Grandes quien además opina que las feministas españolas de los años 60 y 70 lo “hicimos bastante bien” (2012: 19), ya que las niñas que “llegaron a recibir Formación del Espíritu Nacional durante todos los cursos de formación escolar no se distinguen ahora de sus contemporáneas europeas” (2012: 19). Ejemplo de estas niñas criadas en la “restricción”, “racionamiento” y “moderación” de toda conducta que se predicaba desde “los púlpitos, la prensa, la radio y las aulas de la Sección Femenina” (Martín Gaite, 1987: 12-13) son las mujeres protagonistas de las novelas y cuentos publicados por Grandes en la década de los 80 -Lulú, protagonista de Las edades de Lulú (1989)- y en la década de los 90: Malena, protagonista de Malena es un nombre de tango (1994), las protagonistas de Modelos de mujer (1996) a las que me referiré a continuación, y Ana, Rosa, Marisa y Fran, coprotagonistas de Atlas de geografía humana (1998).
En Modelos de mujer Almudena Grandes presenta siete cuentos protagonizados por mujeres que responden a distintos tipos femeninos que fluctúan desde las profesionales que integran la “economía postfeminista” y posfranquista (Pérez, 2007: 17) como la propia Malena, protagonista del cuento aquí analizado y licenciada en químicas al igual que la protagonista de “El vocabulario de los balcones”, o Berta, profesora de matemáticas y protagonista de “La buena hija”. También se encuentran Lola, intérprete y doctoranda en filología rusa y protagonista de “Modelos de mujer”, y Rosalía, psiquiatra y directora del centro de salud mental donde están internadas Miguela y Queti, la primera con síndrome de Down y la segunda enferma mental, protagonistas de “Los ojos rotos”. Estas no son las únicas enfermas mentales, ya que también se hallan la protagonista de “Amor de madre” que droga a su hija para retenerla a su lado, o la madre de “La buena hija” quien mediante el chantaje esclaviza a su hija para su propio cuidado; todas ellas junto a la adolescente que se aferra a la vida en “Bárbara contra la muerte”. Como advierte Castro “se equivocan las expectativas de quienes crean que tras él [Modelos de mujer] se halla un catálogo de inequívocos y siempre fijas cualidades femeninas” (1996: 10) y, tal y como afirma Pache Carballo en Modelos de mujer:4
El retrato de la figura femenina se aparta del ideal impuesto por los medios de comunicación o los mensajes publicitarios de una forma consciente y explícita; son solteras, y si no lo son, infelices, no siempre agraciadas físicamente y en más de un caso, además, se sienten gordas. El aspecto físico, y sobre todo la percepción identitaria que construyen a partir de él, lleva a muchas de ellas a sentirse inferiores y feas, acomplejadas por exigencias ajenas que deciden ignorar pero les marcan sin quererlo (2015: 480).
Esta percepción identitaria construida a partir del aspecto físico es resultado de paradójicos mecanismos de control, ya que “resulta más que curioso que en un momento de la historia occidental en el que aparentemente la mujer más libre es, en el que se ha creído dueña de su cuerpo y le han hecho pensar que está totalmente liberada, está más controlada que nunca” (Vidal Claramonte, 2002: 105). No obstante, pese a estos mecanismos de control, todos los personajes femeninos del libro tienen en común el hecho de distanciarse y cuestionar los modelos de mujer tradicionales, léase patriarcales, al mismo tiempo que cuestionan muchos presupuestos feministas, como la constante necesidad de aprobación masculina por parte de Malena, la protagonista del cuento que nos ocupa.
Modelos de mujer (1996) es “una oda a los placeres materiales (comer, beber, etc.) a los que las protagonistas se abandonan, asociados directamente al goce y al inherente impulso de una autodeterminación llena de erotismo (lo que Irigaray denominara jouissance)” (Pache Carballo, 2015: 485) y el relato que nos ocupa, “Malena, una vida hervida. (Retrato parcialmente autobiográfico)” es paradigma de ello. No pasa desapercibido la segunda parte del título, ya que Grandes se describe a sí misma en el prólogo como “esa niña muy gorda y muy morena” (13). La narración comienza con la decisión de la protagonista de quitarse la vida: “Señor Juez: Yo, Magdalena Hernández Rodríguez, española, viuda, química de profesión, de 46 años de edad, en plena posesión de todas mis facultades físicas y mentales, he decidido hoy, 7 de mayo de 1990, quitarme voluntariamente la vida, dado que ésta no tiene ningún sentido para mí…” (74). A esta determinación llega Malena cuando después de más de treinta años por fin consigue al “amor de su vida”, Andrés, quien había sido un “enloquecedor adolescente al que nunca jamás había dejado de amar […], [de] labios finísimos apenas sugeridos, que ella había querido interpretar siempre como la tácita insinuación de un amante pérfido y experto” (75), una auténtica obsesión fetichista para la protagonista quien
desprecia todo alimento por su afán de ser delgada y de conseguir a toda costa su fetiche, hay una subjetividad autodestructiva que se acerca más al suicidio que al deseo real de amar a un hombre con alma, es una instisfacción [sic] personal que supera al binomio inseparable cuerpo/alma, conceptos que la mujer podrá resolver, lejos de una vida liviana, sin comida, sin alma y sin amor; temores contemporáneos de un desencantamiento cercano o próximo a la tumba (Andrade Molinares, 2014: 131).
Tras una juventud y primera madurez obsesionada por Andrés y vacía en lo gastronómico y sentimental, Malena observa impávida y desencantada cómo este ha permitido que su “frágil y adorable cuerpo de antaño, el objeto único de un deseo espeso y oscuro como la sangre” se transforme en el “grueso embutido mal cocido que resultaba Andrés, después de todo” (75). Si los años han causado tal proceso degenerativo en el cuerpo de Andrés, en el cuerpo de Malena, gracias a una “vida hervida” (76), han producido el efecto contrario, ya que de una adolescente de “quince años recién cumplidos, ciento setenta y tres centímetros de altura, ochenta y dos kilos de peso, una auténtica vaca” (78)5 pasa a ser todo lo contrario. Se observa en la descripción que hace Malena de sí misma “la exageración caricaturesca de un elemento negativo” (250), lo que para Bajtín (2003) representa un aspecto esencial de lo grotesco. Glenn afirma que la descripción del cuerpo de Malena en su juventud responde al modelo de “female grotesque or grotesque female” (2002: 114) en el sentido bajtiniano del término. No obstante, y gracias a su esfuerzo, la protagonista, portadora de “vestidos de pre-mamá” y “bañadores de post-menopáusica”, pasa a convertirse en una mujer que
con el tiempo y la terquedad de las miradas masculinas, se acabó acostumbrando a formar parte de la nómina de las alumnas académicamente deseables, y algunas de sus compañeras empezaron a chismorrear que sacaba buenas notas solamente porque era guapa. La verdad es que a ella le daba igual lo que contaran, porque al fin y al cabo nadie podría decir jamás que su belleza no tenía mérito (86).
Como se aprecia en esta subversión de roles, la evolución de Malena se corresponde con la involución de Andrés en función de los parámetros estéticos que establece la sociedad de los dos personajes, la nuestra propia. A este respecto Vidal Claramonte señala que
[l]a contradicción y la paradoja no puede ser más cruel: la feminidad se define a través de una relación con una imagen en la que es precisamente la propia mujer quien debe ser dueña de esta imagen, aun cuando tenga que someterse a la rigurosa disciplina de la reconstrucción de su cuerpo. Cumplimos así los sueños ajenos, convirtiendo nuestro cuerpo en mero rehén de las fantasías de otros (2002: 105).
Almudena Grandes ofrece un tándem contrapuesto entre la condición y apariencia física de los dos personajes en la adolescencia y en la edad adulta donde se invierten los papeles.6 En este binomio llama la atención que el físico de la mujer sí sea un impedimento para la relación sexual y no así el del hombre. En el mismo momento en que Malena se sabe rechazada y se da cuenta de que ni siquiera existe cuando es la única chica que le queda por besar a Andrés en un juego de azar, adquiere la determinación de ponerse a dieta y ahí comienza su tortuosa, sorprendente y erótica relación con la comida, dado que “el deseo de los protagonistas de Modelos de mujer […] se cristaliza siempre en una situación de crisis, ante un acontecimiento traumático o un momento insufrible” (Imboden, 2012: 117). De este modo y tras su último festín de “cuatro ensaimadas, dos tabletas de chocolate con leche y almendras, una lata de sardinas en tomate y medio bote de leche condensada” (82), pasó a comer solo fruta los martes y sábados “y de cena, todas las noches, verdura hervida sin sal de primer plato” (81). A medida que la dieta de Malena se va haciendo cada vez más insoportable y más estricta, aumentan la estupidez y la ausencia de Andrés en una estrecha relación inversamente proporcional:
a medida que aquel cretino se iba enredando en todas las estupideces posibles, yo tenía cada vez más hambre, y no podía comer, no podía, ¿comprende usted?, hasta que no volviera, y no volvía, estaba demasiado ocupado en trabajarse el Guiness, el récord del individuo más tonto de todos los tiempos, fue entonces cuando empecé con lo de las manías sustitutorias (85).
A consecuencia de que Andrés no regresa de Ceuta, donde había ido para realizar el servicio militar, porque está hospitalizado a causa de un ridículo accidente, el hambre de Malena “se hacía cada vez más intensa, y cada vez era más difícil aplacarla con los alimentos permitidos, que no sabían a nada ya, como si se hubieran desgastado después de tantos años de repetición constante” (86). Es entonces cuando comienza a “asignar un sabor y un olor determinados a cada persona […] Su madre sabía a tarta de limón con merengue tostado por encima, su padre a callos recién hechos” (85) y Aleister, el que sería su marido, a sabroso magret de pato. El que Andrés se largara a “Cuba para seguir haciendo el canelo en el Nuevo Mundo” (88) siendo detenido por la policía de fronteras y condenado a cumplir “diez años y ocho meses de cárcel por complicidad en la fuga de ciudadanos cubanos con destino a Miami” (90) fueron el detonante para que Malena se casara con Alaister quien “teniendo en cuenta lo asquerosa que es la comida que le gusta, no voy a tener muchos problemas” (88). En estas alusiones a los personajes de Andrés y Alaister, “la exageración grotesca se percibe especialmente” (Imboden, 2012: 118) y, tal y como arguye Fernando Valls, “quizá la mayor novedad de este texto, en el conjunto de la obra de la autora, estribe en su tono caricaturesco, grotesco, tanto en el relato de la desgraciada vida de Andrés, su desdichado amor eterno, como en el canibalesco desenlace” (2003: 187). Siguiendo esta línea de pensamiento y, de forma fortuita, Malena “encontró por fin lo que andaba buscando, todo un recurso para sobrevivir” (89) cuando de manera accidental mete un dedo en un bote de leche condensada experimentando
una sensación deliciosa […] que conquistó en un instante su memoria, inundando su boca de placer. Desconcertada, se llevó el bote a su cuarto y probó con toda la mano, la introdujo entre las paredes de lata hasta la muñeca, y luego la extrajo lentamente, para ver cómo las gotas se desprendían de la punta de sus dedos y se zambullían en el interior, con sordo gorgoteo […] levantó la mano empapada y se embadurnó completamente la cara. Permaneció así mucho tiempo, respirando, sintiendo, disfrutando del placer prohibido […] Aquella noche no cenó, no tenía hambre (89-90).
Tras este descubrimiento erótico-gastronómico, se inaugura para Malena una etapa en la que reemplaza cada uno de los sentidos por el del gusto, y en el que la comida y el placer sexual se solapan:7 “[p]rimero fue el tacto […] hundir las manos en una cacerola llena de ensaladilla rusa […], sumergirse completamente desnuda en una bañera alfombrada de espaguetis tibios con mucha mantequilla” (90). Después vino el olfato al
enfrentarse a dos morcillas de cebolla. Aplastó una con la mano derecha, oprimiendo con las yemas de los dedos el pellejo de tripa hasta que estalló por varios sitios, dejando al descubierto la sanguinolenta amalgama de sangre y tocino que se untó por toda la cara […] [y] sobre su propio pecho. Un diminuto pedazo de grasa blanca se quedó prendido en uno de sus pezones. Lo miró sonriendo, y entonces, los ojos cerrados, descubrió las sorprendentes propiedades saciantes de las vísceras y los embutidos de carne de cerdo (91-92).8
Godsland señala a este respecto que “fundamental to her eroticization of food is an obsession with sauces apparent from the earliest days of her diet, and a potent symbolic replacement for the bodily fluids associated with sexual activity” (2004: 67). Para Hellín García, “la comida que al principio es metáfora de cautiverio y prohibición, sufre una metamorfosis y acaba siendo una metáfora de liberación” (2017: 144).
De igual manera, el sentido auditivo se desata cuando “descubrió un ruido crujiente, placentero, indudablemente alimenticio” (93) procedente de unos rabanitos rojos que su marido estaba laminando y que despertaron su deseo de “escoger un cuchillo afilado para probar con una lombarda bien tiesa. Sus oídos se llenaron entonces de un magnífico sonido capaz de alcanzar su paladar” (94) que era inundado igualmente por “la sonora muerte de los merengues recién cocidos, los pescados a la sal, y el cochinillo asado bajo una gruesa capa de grasa dorada, definitivamente irresistible al quebrarse” (94). De manera progresiva, el contacto sensitivo con los alimentos, a excepción del sentido del gusto, va sustituyendo la ingestión de la comida e identificándose con el placer sexual, y así, Malena con mayor asiduidad “frecuentaba vicios cada vez más perversos” (95). A propósito de estos vicios, Aguilera Gamero señala que Malena y el resto de las mujeres protagonistas de Modelos de mujer logran hacer de ellos “un verdadero estilo de vida que solamente tiene cabida en la sociedad contemporánea” (2010: 40) y que estos no intentan ser corregidos por Grandes quien “explica su nueva significación y validez” (2010: 40). Entre estos vicios, Grandes describe que el favorito de Malena era
derramar muy despacio una gran jarra llena de salsa de chocolate caliente sobre sus ingles, mientras permanecía recostada en la bañera con las piernas abiertas, contemplando cómo dos pequeños riachuelos marrones, fluidos y brillantes, resbalaban sobre su piel, contagiando su vientre de calor, como cuando Aleister todavía sabía a magret de pato (95).
De forma evidente la protagonista ha sustituido el placer sexual que pudiera obtener con un hombre por el placer sexual procedente de un autoerotismo gastronómico. Tal y como advierte Pache Carballo:
Estos rituales gastronómicos se desarrollan siempre en momentos de soledad en los que se manifiesta la esencia del individuo, liberado de cualquier tipo de restricción. La protagonista da rienda suelta a todo un modo de fetichismo entendido como idolatría o veneración excesiva hacia la comida que se convierte en sustituto, a todos los efectos, del amor hacia sí misma, materializado en la satisfacción de otros deseos que no puede colmar: el de comer y el de amar a Andrés. Dicha pulsión desviada se transforma por tanto en una exigencia exagerada y obsesiva; y el hambre fisiológica se transforma en hambre simbólica (2015: 483).
Pare este entonces, Malena ha alcanzado una etapa en el que el placer que le proporciona su relación -que no ingestión- con la comida y el placer sexual son sinónimos,9 pasando a ser los alimentos un “trasunto de su vida pasional, emocional e identitaria” (Pache Carballo, 2015: 482). En esta línea, se puede incluso afirmar que cuando la protagonista descubre el sentido de la vista recurre a la prostitución y al voyerismo,10 ya que paga a Vicente para verlo comer ante la estupefacción del joven, quien piensa que Malena se masturba mientras él devora el festín que ella le prepara. Malena, como clienta que es, en otro claro ejemplo de subversión de roles, le responde: “te pago para que comas delante de mí, no para que me comprendas” (99). No se ahonda más sobre este asunto en el cuento, al igual que no se cuestiona en ningún momento el hecho de que Malena sea la responsable indirecta de la muerte de su marido quien, por motivos de salud, estaba sometido a un estricto régimen alimenticio que había propiciado que Malena perdiera todo interés por él.11 Para intentar recuperarlo le regala un kilo de chuletones de Ávila que le ocasionan la muerte: “Así que me quedé viuda con treinta y cinco años y un tipazo, eso sí, pero ya me contará para qué me ha servido todo esto. Porque no dejé nunca de esperar a Andrés” (97).
Mientras Malena sigue forjando su cuerpo gracias al dominio de su propia voluntad y al sacrificio autoimpuesto -ahora ya solo se alimenta de preparados alimenticios que saben a polvos de talco (94)- para conseguir a Andrés, este sigue inmerso en su espiral ascendente de estupidez y es encarcelado otros diez años en Estados Unidos por traficar con drogas inducido por el hombre del que se ha enamorado.
Cuando finalmente se produce el encuentro entre Malena y Andrés, treinta y un años después del inicio de la dieta, a la protagonista le ha cambiado el metabolismo, única explicación posible para que no hubiera aumentado significativamente de peso desde que volviera a atiborrarse, como comedora emocional que es, para paliar la decepción sufrida tras su reencuentro con el “hipopótamo enfermo de asma” (76) en el que se ha convertido su fetiche. Ante la desesperación y el vacío que, irónicamente, le producen su cambio de metabolismo y el encuentro con “el amor de su vida” decide suicidarse después de asistir a una fiesta donde decidió “saquear el buffet”, momento en el que “una delicada voz masculina susurró a sus espaldas una frase familiar, qué suerte, poder comer de todo y no engordar12” (101). Esta voz corresponde a Andresito, sobrino y “exacta réplica del Andrés que aún amaba y jamás poseería, un adolescente de cuerpo frágil y adorable” que provocó en Malena “una incontrolable sucesión de escalofríos, calientes y helados a un tiempo, en el centro exacto de su columna vertebral” (101) y quien a su vez confesó que tenía “una gran tendencia a engordar” (102). Malena reconoce que “hacía años que no estaba tan contenta” y venciendo sus dudas, se decidió a preguntarle al adolescente: “¿Te apetece hacer una locura? […] ¿A ti te gusta pecar?” (102). Una vez en casa de la protagonista ambos se desnudan y se meten en la bañera donde Malena “a horcajadas sobre él” (103) empieza a atiborrarle de los platos más exquisitos:
un pastel de espárragos con mayonesa, una taza de gazpacho, una quiche lorraine, un poco de lubina al horno, unas gambas con gabardina todavía calientes, un diminuto chorizo frito envuelto en una punta de pan, una pechuga fría de pollo asado, unas albóndigas de cordero con mucha salsa […] él comía y era feliz, y ella recobró en un instante la lucidez, y decidió que no se mataría jamás (103-104).
En medio de este festín pantagruélico13 de acumulaciones léxicas y sensoriales donde se combinan sonidos, matices, sabores, consistencias y tamaños, se da la fusión de la protagonista misma con la comida y la revelación de querer aferrarse a la vida. Señala Bajtín (2003) que la “exageración, el hiperbolismo, la profusión, el exceso son, como es sabido, los signos característicos más marcados del estilo grotesco” (248) y es fácil encontrar elementos pertenecientes a estas categorías a lo largo de todo el cuento. En medio de esta explosión de sabores, la protagonista se decidió “a tomar la iniciativa, cabalgándole apaciblemente” y es entonces cuando “su vientre se llenó de calor, y ella miró la bandeja con ojos de estupor purísimo porque la salsa de chocolate estaba allí, intacta, no habían llegado los postres todavía, pero su cuerpo ardía, ardía de placer y ardía por dentro, y en aquel instante comprendió” (104). De esta forma, los dos deseos y obsesiones14 de Malena se funden, se trata del instante en el que Andresito, trasunto de Andrés, y la comida se convierten en uno solo permitiendo a Malena alcanzar el éxtasis auténtico en un “festín verdadero” en el que la protagonista “fue incapaz de hallar dentro de su boca un sabor distinto al de la saliva” (105). Aguilera Gamero (2010) subraya cómo en esta relación se entrelazan la lujuria con la gula y se subvierten muchos de los preceptos patriarcales tradicionales:15
El detalle de “tomar la iniciativa” es ilustrativo, ya que Grandes bosqueja un paradigma que no sólo expresa su libido sin tapujos, sino que, además, se recrea en ella sin aguardar a la incitación del varón. Otro dato sugestivo es que Andresito, su compañero sexual, es bastante más joven. El diminutivo pone de relieve esta diferencia de edad, lo que todavía supone un tabú en algunas culturas, la española sin ir muy lejos. De nuevo, Grandes alumbra su retrato femenino como una modernización de los antiguos valores (44).
Esta unión se erige como una suerte de justicia poética, una especie de venganza en la que se subvierten los papeles. Se trata de una suerte de restitución y resarcimiento, ya que la Malena adulta, no la adolescente -“yo no soy una chica, imbécil, […] soy lo que se dice una mujer madura” (103), le había dicho a Andresito- obtiene el objeto de su deseo, una versión del Andrés adolescente que tanto había anhelado, tal y como lo expresa Valls, “aquella mujer que dejó de comer para gustarle a un hombre, acaba engullendo a otro por lujuria” (2003: 187). De igual forma, Hellín García señala cómo Grandes “[f]usiona así dos grandes temas -gula y lujuria- que acaban siendo uno parte del otro” creando “al mismo tiempo un nuevo tipo de identidad femenina, desinhibida por la comida y por el deseo sexual” (2017: 144). Así, las dos obsesiones que determinaron la vida de Malena desde la adolescencia, el cuerpo y su relación con la comida, y el amor y el erotismo en función de Andrés, son aunadas y superadas en la edad adulta. Al no cuestionarse que el adolescente es veinte años menor que la protagonista, se aprecia de nuevo una ausencia de juicios morales como habíamos señalado con anterioridad. Es precisamente este encuentro con un hombre, con su “modelo de hombre”, el que salva a Malena de la muerte, de sí misma y del “modelo de mujer” que se había autoimpuesto durante gran parte de su vida. Por consiguiente, si un hombre, Andrés, fue el catalizador de su primer cambio, otro hombre, Andresito, versión juvenil y trasunto del primero, es el detonante para que se (re)descubra como mujer y se acepte así misma, renaciendo. En este cuento se plantea, de este modo, una versión, subversión y parodia tanto de modelos masculinos como de los femeninos en el binomio representado por Malena y Andrés-Andresito. Malena muestra su incapacidad de escapar al modelo femenino impuesto por el patriarcado, solo abandona este modelo cuando consigue a “su hombre” para darse cuenta de que no le satisface y romper de forma consciente el modelo (auto)impuesto. Nos hallamos ante “una combinación de elementos subversivos desde un punto de vista patriarcal, y otros reaccionarios, desde una perspectiva feminista” (Cornejo-Parriego, 2003: 599) como prueban, de un lado, que la protagonista recurra a la prostitución y al voyerismo, experimente sus propios mecanismos de deseo y placer sexual y que encuentre en la comida su canal o medio de expresión de su propio erotismo femenino. Pero por el otro, se somete a los parámetros estéticos imperantes desde el punto de vista patriarcal16 poniéndose a estricta dieta haciendo que su vida gire en torno a la obsesión por poseer a Andrés. Esta contradicción permite afirmar que en “Malena, una vida hervida”, Almudena Grandes “sintoniza con las inquietudes ‘posfeministas’17 que invocan un proceso de transformación y de desarrollo imprescindibles” (Cornejo-Parriego, 2003: 609) cuestionando, alterando y proponiendo nuevos Modelos de mujer en los que a esta no se le nieguen el control de su propio cuerpo y su propia sexualidad, muy en consonancia con los reclamos de la cuarta ola del feminismo.