Introducción
Deseo comenzar recordando que no es reciente el interés por esclarecer la relevancia de la música en los análisis sociales. En 1922 Max Weber elaboró un estudio histórico y evolutivo del lenguaje musical; el padre de la sociología dividió la creación musical en dos rubros: la que consideró más racional y la que a su juicio era menos racional. Para el autor, la música era una forma de comunicación impersonal y anónima que se establecía mediante el contacto con la sociedad (Weber 2002a). Otro ejemplo de la seducción que ejerció la música en destacados científicos sociales lo vislumbramos en Lévi-Strauss, quien hizo referencia a la naturaleza de la emoción musical y aludió a la semejanza que mantenían los mitos con la música. En su caso, cabe señalar que aun cuando fue reacio al análisis de la afectividad, señaló la relevancia de las emociones en la música; a decir del autor: “cualquier tentativa de comprender lo que es la música se detendría a medio camino si no diere razón de las emociones profundas experimentadas al escuchar obras capaces incluso de hacer correr lágrimas” (Lévi-Strauss 1983, 592).
Resulta evidente que el estudio de la música es un vasto continente, y que en gran medida su complejidad inicia con la propia definición del término. Blacking define la música como un sonido humanamente organizado. Coincido con el autor cuando afirma que resulta irrelevante la clasificación de los diversos tipos de música, puesto que lo que desmotiva a un hombre puede “emocionar” a otro, y esto es independiente de alguna calidad absoluta en la música; lo que realmente importa tiene que ver con el significado que tiene para un miembro de una cultura o grupo social en particular (Blacking 2003, 149).3 En este contexto, cabe aclarar que en este trabajo abordaremos solo una parte de la producción musical, específicamente la narrativa de una canción.
Sobre las representaciones sociales y la dimensión afectiva
Con base en Moscovici (1979), podemos sostener que las representaciones sociales son solo una forma de acercarse al conocimiento del sentido común. Para nuestros fines analíticos, esta cualidad resulta ser de gran importancia, ya que los mitos contemporáneos tienen su asidero en el sentido común (Jodelet 2019). Las representaciones sociales están compuestas por simbolizaciones, imágenes y expresiones socializadas, por lo que poseen características importantes que permiten analizar los significados posibles de las narrativas de las canciones escuchadas, repetidas y transformadas en mitos contemporáneos.
Conjuntamente, una representación social es una organización de imágenes y de lenguaje porque recorta y simboliza actos y situaciones que son o se convierten en comunes. Encarada en forma pasiva, se capta como el reflejo, en la conciencia individual o colectiva, de un objeto, un haz de ideas, exteriores a ella. La analogía con una fotografía tomada y registrada en el cerebro resulta fascinante; en consecuencia, la fineza de una representación es comparable con el grado de definición óptica de una Imagen (Moscovici 1979, 17).
En el libro Develando la cultura, Jodelet apunta que las representaciones sociales son programas de percepción, que sirven de guía para la acción y además son un instrumento para observar la realidad. Para ella, son:
[…] sistemas de significaciones que permiten interpretar el curso de los acontecimientos y las relaciones sociales; que expresan la relación que los individuos y los grupos mantienen con el mundo y los otros; que son forjadas en la interacción y el contacto con los discursos que circulan en el espacio público; que están inscritas en el lenguaje y las prácticas, y que funcionan como un lenguaje en razón de su función simbólica y de los marcos que proporcionan para codificar y categorizar lo que compone el universo de la vida (Jodelet 2000, 10).
Jodelet (2000, 64) señala que la representación social es un medio de difusión de los conocimientos que pueden o no ser científicos; puede ser vista como principio organizador de los grupos en su dimensión cultural y social, como instrumento de comunicación que permite apreciar el centro de un conflicto o de una identificación.
Para Moscovici, el papel de las representaciones consiste en dar forma a lo que proviene del exterior; es asunto de individuos y de grupos, de actos y situaciones constituidos por medio de la mirada de interacciones sociales; tienen la cualidad de reproducir lo dado en el contexto de los valores, de las nociones y de las reglas. La representación social se mueve en el campo de lo simbólico, además de que produce y determina comportamientos. Al respecto, abunda:
Por lo demás, lo dado externo nunca resulta acabado ni unívoco; otorga mucha libertad de movimiento a la actividad mental que se esfuerza por captarlo. Se aprovecha el lenguaje para cercarlo, arrastrarlo en el flujo de sus asociaciones, investirlo de sus metáforas y proyectarlo en su verdadero espacio, que es simbólico. Por eso una representación habla, así como muestra; comunica, así como expresa. Después de todo, produce y determina comportamientos, porque al mismo tiempo define la naturaleza de los estímulos que nos rodean y nos provocan, y el significado de las respuestas que debemos darles. En una palabra, […] la representación social es una modalidad particular del conocimiento, cuya función es la elaboración de los comportamientos y la comunicación entre los individuos (Moscovici 1979, 17).
Para Moscovici, una representación social como modalidad del conocimiento se elabora a partir de dos procesos, a saber, la objetivación y el anclaje. La objetivación lleva a hacer real un esquema conceptual, a duplicar una imagen con una contrapartida material. Se trata de hacer que los “signos lingüísticos” se engarcen con “estructuras materiales”, de unir la palabra a una cosa o imagen (Moscovici 1979, 75). En síntesis, la objetivación tiene por cometido hacer natural o común lo que se dice para poderlo clasificar en la cultura. Al respecto, Jodelet (2000, 65) señala:
El trabajo sobre el objeto, denominado por Moscovici objetivación, tiende a redefinir en el lenguaje del grupo la imagen del objeto, ya sea que se trate de una noción, concepto o de un fenómeno. Se trata de actividades sociocognoscitivas de materialización (de objetos sociales abstractos) pero esencialmente de esquematización, actividades por las cuales se reconstruye el objeto y se construye el mundo social representado.
Por su parte, el anclaje es para Moscovici un proceso en el cual la sociedad cambia el objeto social por un instrumento del que se puede disponer preferentemente en las relaciones sociales existentes. Para Jodelet (2000, 65), el anclaje permite asomarse a la identidad y a la diferencia, puesto que constituye al objeto como un valor de referencia para el grupo: “el anclaje constituye al objeto en una dimensión cultural y social del grupo”. Moscovici (1979, 121), al elaborar el análisis de las representaciones sociales del psicoanálisis en su país, señala:
Solamente recordemos que una representación social emerge donde existe un peligro para la identidad colectiva, cuando la comunicación de los conocimientos infringe las reglas que la sociedad ha establecido al respecto. La objetivación palia este inconveniente integrando las teorías abstractas de un grupo especializado con los elementos del medio ambiente general. El mismo resultado se procura en el proceso de anclaje, que transforma la ciencia en un saber útil para todos.
Moscovici también insistió en el importante papel de la comunicación social, y por ello explicó los fenómenos cognitivos a partir de interacciones sociales que contribuyen en la institución de un universo consensual. El autor examina la incidencia de la comunicación en tres niveles: en el nivel de la aparición de las representaciones, cuyas condiciones repercuten en los aspectos cognitivos; en el nivel de los procesos de objetivación y anclaje que forman a las representaciones y explican la interdependencia entre la actividad cognitiva y sus condiciones sociales, y, finalmente, en el nivel de las dimensiones de las representaciones, que dejan huella en la construcción de la conducta, a saber: opinión, actitud y estereotipo. En estos últimos intervienen los sistemas mediáticos de comunicación que muestran diversas propiedades estructurales que corresponden a la difusión, la propagación y la propaganda. La difusión se relaciona con la formación de las opiniones; la propagación, con la de las actitudes, y la propaganda, con la de los estereotipos. De esta manera, la comunicación social, bajo sus aspectos interindividuales, institucionales y mediáticos, surge como una condición para la posibilidad y la determinación de las representaciones, así como para el pensamiento social (Jodelet 1997, 63-64).
Así, para efectos del presente trabajo, de acuerdo con Jodelet, si las representaciones sociales son sistemas de significaciones que expresan la relación que los individuos y los grupos mantienen con la sociedad, entonces ellas están inscritas en el discurso y en las prácticas donde funcionan también como lenguaje por su función significativa. A partir de esto, puedo sugerir que ellas dialogan con lo que he denominado dimensión afectiva. En ese sentido, develar los universos simbólico-emocionales que atraviesan las representaciones sociales resulta muy productivo para nuestros fines heurísticos, que consisten en analizar las representaciones sociales de la afectividad y las emociones violentas inmersas en los mitos contemporáneos. La intención es avanzar en el entendimiento de su conformación, su permanencia y su posible transformación.
En otros trabajos he propuesto que la cultura requiere para su existencia de la dimensión afectiva. La percepción o captación del mundo por el pensamiento requieren de procesos de simbolización que inevitablemente implican una dimensión anímica (emociones, pasiones, sentimientos y afectos); para que un ser humano se convierta en sujeto social -es decir, capaz de simbolizar y de establecer vínculos sociales- requiere de una constitución anímica. Entonces, la dimensión afectiva se encuentra en intima interacción con la simbolización y, por lo tanto, es condición sin la cual no podría existir la cultura. Así, la dimensión afectiva surge en ese lugar transitorio que está entre la naturaleza y la cultura; podemos pensar que tiene su origen cuando se ponen en acto las reglas y las normas que prescriben, proscriben, modulan y controlan a los hombres, por lo que está presente en el proceso de constitución de los sujetos y de las sociedades. Por lo anterior, resulta evidente que la dimensión afectiva, para su existencia, precisa de la cultura.4
La dimensión afectiva consta de dos dominios, uno es estructural y el otro es procesual. El primero lo podemos encontrar al observar que en todas las culturas existen reglas para modular sus expresiones. Los seres humanos somos capaces de entender y experimentar cualquier emoción, pasión, sentimiento o afecto y esto es lo que conforma el dominio estructural y universal. Lo que es diferente en las culturas es el modo en que funciona el dominio procesual, que es arbitrario, pues depende de las múltiples situaciones, de las diversas reglas del comportamiento individual y de las prácticas sociales. En este dominio procesual resulta más sencillo visibilizar los diversos significados que poseen los términos emoción, pasión, sentimiento y afecto, que comúnmente se han utilizado -al menos en la historia de Occidente- para describir, expresar, enseñar y percibir el multiverso de lo anímico.5 Después de identificar estos cuatro conceptos he postulado que pueden ser asumidos como universos y que sus componentes deben ser vistos como símbolos. Entonces, existe un multiverso de lo anímico que contiene los universos emocionales, pasionales, afectivos o sentimentales. Estos universos contienen símbolos: amor, odio, alegría, tristeza, miedo, valentía, tan solo por mencionar algunos. Podemos ver que, por ejemplo, el amor puede ser clasificado como una emoción, como un sentimiento, como un afecto o como una pasión (Singer 1992a, 1992b, 1992c).
A partir de lo anterior, logramos apreciar que estos símbolos se encuentran engarzados con otros signos, íconos y señales: polvo de estrellas imprescindible para alcanzar el proceso de simbolización necesario para establecer los vínculos en la vida social. A esta trama simbólica la he llamado universos simbólico-emocionales, pasionales, afectivos o sentimentales, que son por definición variables en las culturas (Calderón 2012, 2017; Calderón y Zirión 2018).
Podemos apreciar que los procesos de simbolización no son algo menor, para Jodelet, posibilitan el orden de la vida social:
Son los procesos de simbolización que se encuentran en todas las sociedades los que permiten a los actores situados en este espacio, elaborar los esquemas organizadores y las referencias intelectuales que ordenarán la vida social. Esta simbolización constituye un a priori a partir del cual la experiencia de cada uno se construye y la personalidad se forma. La simbolización interviene como una matriz intelectual, una constitución de lo social, una herencia, y la condición de la historia personal y colectiva (Jodelet 2000, 16-17).
Desde mi punto de vista, como intentaré ejemplificar más adelante, los procesos de objetivación y anclaje, fundamentales para las representaciones sociales, contienen universos simbólico-emocionales que permiten adentrarnos en los imaginarios míticos contemporáneos.
Sobre los mitos
Moscovici (1979, 28) señala las diferencias entre mitos y representaciones sociales:
Es preciso insistir en la diferencia entre mito y representaciones sociales por muchas razones. La siguiente es la más importante. En nuestra sociedad se considera al mito una forma arcaica y primitiva de pensar y de situarse en el mundo. Por lo tanto, de algún modo, una forma anormal o inferior. Por cierto, que no se lo quiere reconocer, pero hacerlo sería ocultar una realidad al respecto. Por extensión se llegan a considerar a las representaciones sociales de la misma manera. Nuestro punto de vista es muy claro: las representaciones sociales no son una forma “arcaica” ni una forma “primitiva” de pensar o de situarse en el mundo. Son excrecencias normales en nuestra sociedad.
Como es sabido, la concepción de las sociedades como arcaicas o primitivas fue refutada por Lévi-Strauss al mostrar la inexistencia de una inferioridad entre ellas y las sociedades contemporáneas o complejas, puesto que develó la diversidad en la lógica del pensamiento existente entre ellas (Lévi-Strauss 1970).
Efectivamente, las teorías sobre los mitos surgieron con el fin de explicar las formas del pensamiento, de los sentimientos y de las cosmovisiones de las culturas en las denominadas sociedades simples, no occidentales. Sin embargo, su estudio también sirvió para entender el orden social. Lévi-Strauss apunta:
[…] los mitos nos enseñan mucho de las sociedades de las que proceden, ayudan a exponer los restos íntimos de su funcionamiento, esclarecen la razón de ser de creencias, de costumbres y de instituciones cuyo plan parecía incomprensible de buenas a primeras; en fin, y sobre todo permiten deslindar ciertos modos de operación del espíritu humano, tan constantes en el correr de los siglos y generalmente difundidos sobre inmensos espacios que pueden ser tenidos por fundamentales y tratar de volverlos a encontrar en otras sociedades y dominios de la vida mental donde no se sospechaba que interviniesen y cuya naturaleza a su vez quedará alumbrada (Lévi-Strauss 1983, 577).
El mito, para Lévi-Strauss, posee una estructura permanente que se refiere al pasado, al presente y al futuro. El mito está en el lenguaje pero no se restringe a él, va más allá (1992, 232). En ese sentido, para este autor: “El análisis mítico no tiene ni puede tener por objeto cómo piensan tales o cuales hombres […] Así que no pretendemos mostrar cómo piensan los hombres en los mitos, sino cómo los mitos se piensan en los hombres, sin que ellos lo noten” (Lévi-Strauss 1986, 21).
Lévi-Strauss también tenía claro que los mitos no tenían relación a simple vista con la realidad, y en ese contexto el científico social podría encontrarlos poco útiles como fuentes documentales:
Nuestra concepción de las relaciones entre el mito y la realidad restringe sin duda el aprovechamiento del primero como fuente documental. Pero abre otras posibilidades, pues renunciando a buscar en el mito un cuadro siempre fiel de la realidad etnográfica, ganamos un medio de acceso, a veces, a las categorías inconscientes (1981, 170).
A diferencia de un texto poético, en el que la traducción pone en peligro el valor de la poesía, el mito puede ser traducido a todas las lenguas sin disminuir su valor, ya que “la sustancia del mito no se encuentra en el estilo, ni en el modo de la narración, ni en la sintaxis, sino en la historia relatada” (Lévi-Strauss 1992, 233; cursivas de la autora).
A decir de Moscovici, existe una marcada diferencia entre las representaciones sociales y los mitos, pues señala que la singularidad de las representaciones sociales es que fueron hechas para el estudio de las sociedades modernas y contemporáneas; para él:
Mientras el mito para el hombre llamado primitivo, constituye una ciencia total, una filosofía única donde se refleja su práctica, su percepción de la naturaleza de las relaciones sociales, para el hombre llamado moderno la representación social sólo es una de las vías para captar el mundo concreto, circunscripta en sus fundamentos y circunscripta en sus consecuencias. Si los grupos o los individuos recurren a ellos -con la condición de que no se trate de una elección arbitraria- con seguridad es para aprovechar alguna de las múltiples posibilidades que se ofrecen a cada uno […] Por lo tanto tenemos que encarar la representación social como una textura psicológica autónoma y a la vez como propia de nuestra sociedad, de nuestra cultura (Moscovici 1979, 29).
A primera vista, para los científicos sociales resultaría complejo utilizar en los análisis actuales de la sociedades occidentales, complejas y contemporáneas, un constructo teórico que fue creado durante el estudio de las sociedades no occidentales por Lévi-Strauss, o sociedades primitivas, a decir de Moscovici.
Jodelet, en su análisis sobre el pensamiento mítico y las representaciones sociales, lanza una pregunta que resulta de gran utilidad para este trabajo: ¿cómo se relacionan los mitos con la vida social y la concepción de la vida de todos días en las sociedades contemporáneas? (2009, 101).
Para entender la cultura, los antropólogos han elaborado teorías que analizan los sistemas míticos y los procesos rituales. Se ha comprobado que en los mitos y en los rituales se constituyen los espacios y los tiempos donde se legitima el orden social existente. Las teorías que nos permiten abordar tanto los mitos como los rituales fueron concebidas para explicar las culturas de las sociedades no occidentales (Turner 1980; Lévi-Strauss 1983, 1986), aunque se pueden aplicar sin gran dificultad a las sociedades contemporáneas. Sin embargo, considero que las creaciones míticas y rituales propias de las sociedades que estudiaron los antropólogos también nos permiten acceder a la cultura de nuestras sociedades y, por ende, a la dimensión afectiva. He propuesto que las narrativas de las canciones populares, los corridos y las telenovelas pueden ser visualizados como relatos míticos contemporáneos.6
Pienso que, en las sociedades contemporáneas, los mitos entendidos y narrados -cara a cara- de manera oral en la forma tradicional no son los únicos elementos que permiten la estructuración del orden social y la construcción de sentido. Al lado de ellos existen otras prácticas y bienes simbólicos que se producen en diferentes momentos y circunstancias, entre ellas se encuentran los corridos y las telenovelas.7 Como en los mitos, en estos relatos todo puede suceder y se repiten con estructuras similares en diversas regiones del mundo; diríamos que permanecen o se replican también en las distintas temporalidades.
Estos mitos contemporáneos son producciones culturales que comunican, expresan, despiertan y producen emociones, y forman parte de los elementos que posibilitan la construcción del sentido, igual que en las llamadas sociedades no occidentales (Calderón 2006; Nieto y Calderón 2009).8
Inspirada en Lévi-Strauss (1992), he considerado que las letras de las canciones comparten con los mitos características como las siguientes: el sentido que adquieren está sujeto a la forma en la que se encuentran mezclados sus elementos; son parte del lenguaje, pero el lenguaje que se utiliza en estas creaciones culturales manifiesta propiedades específicas que portan universos simbólico-emocionales y pueden ser encontradas por encima del nivel habitual de la expresión lingüística, lo que hace la narrativa más compleja con respecto a las expresiones lingüísticas comunes (Calderón 2006).
Los mitos contemporáneos y la afectividad que ellos portan cumplen la función de reiterar, justificar, legitimar y reproducir las formas del comportamiento dentro de la estructura social. En forma similar a las sociedades no occidentales, la función de lo que he denominado mitos contemporáneos permite vislumbrar el orden social existente (Calderón 2006). Respecto de los mitos, siguiendo a Lévi-Strauss (1992), asumo que su especificidad se encuentra en que la historia es relatada por medio del lenguaje y se refieren a acontecimientos pasados, pero también en ellos existe una estructura que simultáneamente narra el presente y evoca el futuro.
El mito es atemporal, al igual que el inconsciente. Una de las características que me ha permitido incorporar el conocimiento del psicoanálisis en las reflexiones sobre los mitos contemporáneos ha sido que el ejercicio y el uso del pensamiento mítico funciona porque requiere que sus propiedades se mantengan ocultas (Lévi-Strauss 1986, 21), es decir, inconscientes.9
La propuesta ahora es analizar las representaciones sociales de los sujetos, no de quienes producen esta especie de mitos contemporáneos, sino de quienes los reproducen y transmiten, de quienes a partir de sus experiencias, vivencias, y prácticas sociales y culturales se los apropian. Coincido con los científicos sociales cuando apuntan que la existencia de una relación entre representaciones y prácticas sociales es indudable. Las representaciones sociales, por sus funciones de elaboración de un sentido común y de construcción de la identidad social, están en el origen de las prácticas sociales (Moscovici 1979; Jodelet 1989, 2000).
Podemos sostener que la relación de los mitos con las representaciones sociales se cristaliza por medio de los universos simbólico-emocionales presentes en el sentido común. Me propongo mostrar que los mitos contemporáneos tienen su asidero en el sentido común, que es lugar privilegiado del estudio de las representaciones sociales.
Los intersticios de la violencia
Pensar los actos violentos resulta ser un gran reto por la complejidad de factores que los propician o los reproducen, tanto en el ámbito social como en lo individual. Podemos iniciar cuestionando lo que significa el término violento en Occidente. La primera acepción que encontramos en el diccionario de la Real Academia Española describe a un sujeto violento como: aquel “Que actúa con ímpetu y fuerza y se deja llevar por la ira” (RAE 2001). Esta descripción nos permite entender que la palabra violencia, cuando es producto del acto o de la acción de un sujeto, está cargada o investida de una emoción que se coloca en el dominio de la naturaleza: la ira, que es una emoción que se puede ubicar en el límite de lo irracional, de lo animal, lejos del estado de lo racional y lo humano. Es decir, coloca al actor fuera de la cultura; sin embargo, otra de las acepciones señala que la violencia implica el uso de la fuerza, física o moral, lo que inevitablemente nos introduce en el ámbito de lo social y de la cultura, ya que remite al uso del poder y a la política.10
Algunos autores sostienen que el generalizado rechazo a la violencia no ha acompañado a la historia de la humanidad; el repudio hacia la violencia se incorporó a los imperativos culturales hasta el siglo XVIII con la aparición del hombre sentimental, que convirtió a la benevolencia en un mandato moral (Pérez 1994).11 Podemos señalar que afortunadamente, en mucho de lo que conforman los imaginarios actuales, después de más de dos siglos, la benevolencia como mandato moral tiene una carga positiva en nuestras sociedades y aún construye parte importante de los buenos sentimientos que posibilitan el entramado social. Entonces, la benevolencia está acompañada de universos emocionales positivos y, en apariencia, sucede lo opuesto con la violencia, que en principio sería poseedora de un universo simbólico-emocional cargado de connotaciones, valores y valencias negativas y anómicas.12
Sin embargo, aun cuando la benevolencia o el aprecio por el bien del otro es aún una aspiración en los imaginarios dominantes en muchas culturas, también es cierto que, en el nivel de la realidad, una parte significativa de los sujetos que conforman la sociedad ejercen la violencia. Esto en principio se puede explicar, a decir de Azaola (2012b, 15), porque “al igual que la locura, la enfermedad, el sufrimiento o la muerte, la violencia es ante todo parte de la condición humana, aunque sólo adquiere su poder y su significado dentro de cada contexto social y cultural”.
A su vez, el rechazo explícito a los actos de violencia ha sido una constante tanto en las sociedades tradicionales como en las modernas, pues ambas coinciden en postular que la renuncia al ejercicio individual de la violencia es lo que funda la vida en sociedad (Weber 2002b; Foucault 1991; Elias 1994; entre otros).13 También es cierto que la renuncia de los sujetos individuales al ejercicio de la violencia no desaparece del todo, sino que una parte importante de este ejercicio se delega a la sociedad, en donde su práctica es regulada e impregnada de universos emocionales cargados de valores negativos, pero es justificada y legitimada porque los fines que persigue tienen que ver con el bien común. De tal suerte, en Occidente si la sociedad se ve obligada a ejercer la violencia, por ejemplo, en los países donde existe la pena de muerte, el acto de matar “se ve rodeado de toda clase de barreras físicas y temporales, indicativas de un oscuro sentimiento de culpabilidad y vergüenza” (Pérez 1994, 58). Podemos decir que esos actos, similares a lo que sucede fuera de Occidente, son acompañados de cierta ritualidad o de especies de rituales que enmarcan y purifican el acto de dar fin a una vida, lo que hace permisiva la práctica de matar (Turner 1988).
Una breve muestra se presenta con el caso de los walbiri australianos, quienes se sustentan según sus capacidades y sus necesidades. Los seres sanos y fuertes se encargan de cuidar de los enfermos y los viejos y la disciplina se mantiene en toda la comunidad. Las mujeres están sujetas a los hombres, una mujer casada tiene derecho de protección por parte de sus hermanos y su padre, pero en la práctica no es así. Las mujeres están bajo el control de su marido. Entre los walbiri, a la más mínima falta o negligencia del deber de las mujeres, los hombres que son sus esposos las golpean o arrojan sus lanzas (venablos) sobre ellas. Ante esos hechos, los padres o hermanos de las mujeres asesinadas no pueden reclamar una compensación de sangre por la mujer muerta a manos del marido, y nadie tiene derecho a intervenir entre marido y mujer. La opinión pública jamás hace reproches al hombre que, con violencia, incluso hasta un grado mortal, ha afirmado su autoridad sobre su mujer (Douglas 1973, 190-191).
Con lo anterior podemos hacer evidente que, aun cuando conforman acciones de crueldad que son siempre rechazadas, los actos violentos, la violencia o el ser violento implican ciertos estados de liminalidad y que, de forma similar a lo que sucede en las sociedades no occidentales, las acciones violentas en Occidente se pueden clasificar como contaminadas y deben ser purificadas para poder ser reclasificadas como legítimas o para ser calificadas como tabúes o prescripciones.14 ejercicio de la violencia tiene como margen de justificación el nivel de peligro que corre el sujeto o la sociedad, y ese margen depende del contexto cultural. Un breve ejemplo se encuentra entre los mandarí de África, donde los príncipes tenían protegidos extranjeros que podían amenazar el linaje. Las personas que pertenecían a estos clanes solían considerar a los protegidos como si fueran hechiceros, lo que era desaprobado por el linaje y se les atacaba con brutalidad. Su hechicería emanaba de los celos que sentían, pero sus actos de hechicería eran involuntarios. Un hechicero no puede controlarse a sí mismo, la cólera se halla en su naturaleza y el perjuicio emana de él. Los protegidos viven en los intersticios de la estructura y se les considera una amenaza para aquellos que tienen un estatuto mejor definido. Dado que se les atribuyen poderes peligrosos, incontrolables, se busca una excusa para suprimirlos. Aunque no todos son hechiceros, cualquiera de ellos puede ser acusado de hechicería y ser ejecutado con violencia: “En cierto caso la familia del patrón se limitó a preparar un gran fuego, invitó al sospechoso de hechicería a compartir un cerdo asado, y prestamente lo ató y arrojó al fuego […] El poder potencialmente maligno del hechicero es psíquico, interno e involuntario, pero aun así es castigado” (Douglas 1973, 141-142, 144).
A esta altura, podemos señalar una recurrencia en ambos contextos: tanto en Occidente como en las otras culturas la clasificación de los actos violentos y los sujetos que los cometen porta cierta ambivalencia afectiva.15 La sociedad o sus sujetos pueden ejercer la violencia y matar a pesar de que los derechos contemporáneos o consuetudinarios entren en contradicción con las prácticas reales. De tal manera, aun cuando la decisión o el uso de la violencia haya sido delegada a las instituciones sociales por los sujetos, los universos simbólico-emocionales entran en la escena jurídica para crear la excepción de las reglas. De forma similar a lo que sucede con los celos de los potenciales hechiceros que ponen en peligro a los mandarí de África, Durkheim (1973, 82) nos deja ver que en las sociedades civilizadas:
[…] basta con ver cómo funciona la pena en los tribunales para reconocer que la jurisdicción de ella es totalmente pasional; pues se dirige a pasiones, tanto el abogado que procesa como el abogado que defiende. Éste busca excitar la simpatía hacia el culpable, aquél respetar los sentimientos heridos por el acto criminal, y bajo la influencia de esas pasiones contrarias, el juez dicta sentencia.
Lo que antecede nos muestra que los actos violentos en el ámbito social suelen sustentarse en universos emocionales con valencias positivas: los celos de los hechiceros deben ser castigados sin importar que sea mediante la traición o el engaño de los mandarí. En Estados Unidos el condenado a muerte debe asumir la culpa, mostrar públicamente la vergüenza y propiciar en el jurado y los espectadores la solidaria conmiseración para obtener el perdón o cumplir con la pena de muerte.
En contraste, la ira que propicia la violencia de un solo sujeto tiene una valencia negativa, ya que la persona no se ha sometido a los mandatos y constricciones de la cultura, se ha dejado llevar por su inconsciente, por sus deseos o sus pulsiones, por lo tanto, debe ser castigado.16
Las emociones que acompañan la conmiseración y la piedad pueden formar las barreras internas y externas que impiden a los sujetos ejercer la violencia gracias al conjunto de deberes hacia los demás y hacia sí mismos que rechazan la crueldad (Pérez 1994). No obstante, la crueldad que nos atrae y nos horroriza, a decir de Azaola, constituye un enigma:
[…] ante la crueldad difícilmente podemos permanecer indiferentes. Se trata de una de las manifestaciones posibles del accionar humano que nos reta, nos interpela y que buscamos situar en un horizonte de inteligibilidad, en un universo de sentido, quizá con la pretensión de que al entenderla podamos mantenerla a raya y someter aquello que nos repele, que nos duele y nos atemoriza (Azaola 2012a, 7).
Hasta el momento he expuesto las dificultades con las que nos topamos cuando intentamos definir la violencia.17 He develado que la violencia porta cualidades liminales, ambivalentes y situacionales. El ser violento se justifica con razonamientos basados en universos emocionales tanto positivos como negativos dependiendo del contexto cultural, así como del espacio y tiempo en el que se ejerza la agresión. La violencia se puede colocar tanto dentro como fuera de la cultura. Se coloca fuera si los actos violentos son efectuados por el sujeto, por ejemplo, el estado anímico de la ira, que se encuentra en una de las acepciones del ser violento, nos deja entender que la palabra violencia en sí misma está cargada de un universo emocional negativo al que se le ubica en el dominio de la naturaleza, de lo irracional y de lo animal, por lo que es reprobada y castigada por la sociedad. Con estos ejemplos puedo sostener que los actos de violencia son antecedidos no solo por extrañamiento y alteridad, sino por la ausencia de identidad con el otro o los otros, y, eventualmente, me atrevo a denominar esta ausencia como un estado de doble desidentificación: por parte del sujeto que ejerce la violencia y también por la sociedad que lo juzga. Es en la doble desidentificación donde podemos visualizar la anomia (Durkheim 1973).
Por otro lado, la violencia puede sustentarse en universos emocionales positivos que la justifican; por ejemplo, otra de las acepciones del término la ubica en el lado de la cultura, ya que la violencia implica el uso de la fuerza, física o moral, lo que la coloca en un lugar privilegiado para el sostenimiento del orden social y que legitima la política y el uso del poder. Sin embargo, justificar la violencia mediante la justicia, la moral, la ética y la política o el poder no implica quitarle la investidura de los universos simbólico-emocionales que fundamentan toda la violencia: la furia, el enojo, la ira, la venganza, el rencor, la crueldad, el desprecio, los celos, tan solo por mencionar algunos, que posibilitan un proceso necesario en todo acto de violencia: la desidentificación con el otro.
Imaginarios míticos contemporáneos: representaciones sociales de emociones y violencia en una canción
La relevancia de esclarecer los vínculos entre lo emocional y las narrativas de los cantos se puede avistar remontándonos al importante trabajo que en 1921 escribió Marcel Mauss sobre el análisis de los rituales funerarios en las sociedades australianas. En este texto el autor resalta la importancia de la transmisión de los cantos y los gritos, de su efecto comunicativo y de la función social de estas expresiones orales que reflejan dolor, cólera y miedo, y que son socialmente reglamentadas (Mauss 2001). En este último apartado expondré una parte de mi investigación mayor, que incursiona en el estudio de diversas formas de expresión, producción, transmisión y reproducción de la violencia y de los universos simbólico-emocionales en los que se sustenta y fundamenta.
A continuación, presentó un ejemplo que me permite pensar la narrativa de una canción como imaginario mítico contemporáneo asociado con la violencia o con los actos violentos. Entiendo por imaginario la dimensión por medio de la cual los sujetos representan, significan y dan sentido a sus distintas prácticas cotidianas, en las que se establecen diversas identidades y se reconocen las diferencias (Nieto 1988). A continuación, intentaré ejemplificar cómo los mitos contemporáneos tienen su asidero en el sentido común, que es lugar privilegiado del estudio de las representaciones sociales.
Como muestra de una canción violenta seleccioné “El buen ejemplo”, interpretada por el grupo Calibre 50. Esta canción fue compuesta por José Antonio Barba Orozco (AllMusic.com ca. 2019; Los Compositores 2019) y fue una de los primeros temas grabados por el grupo sinaloense intérprete de música regional norteña mexicana en 2012. Ese mismo año, esta canción “llegó a situarse en el Top 7 del chart regional mexicano de Billboard”. Su autor, José Antonio Barba Orozco, es “originario de San Ignacio Cerro Gordo, Jalisco. Desde hace 13 años vive en Detroit, donde dirigiendo su propia banda, Reto Norteño, canta, toca la guitarra y, sobre todo, compone” (Sesac 2012). Por su parte, Calibre 50:
[…] es una banda originaria de Mazatlán, Sinaloa, México, creada en el año 2010 […] Calibre 50 es la bala que ningún blindaje logra detener […] Su estilo se define como una fusión de instrumentos característicos de su estado, la tuba, la guitarra doceava, integrando el acordeón y la batería […] la producción “El buen ejemplo” hizo que se consolidaran como uno de los grupos más sobresalientes del género regional mexicano […] es una banda que ha adquirido una amplia notoriedad en la escena, con más de once discos en su haber, ha obtenido una notable cantidad de reconocimientos en su carrera” (Buena Música ca. 2019).18
Hasta agosto de 2020, el video de la canción “El buen ejemplo” ha sido reproducido 51.4 millones de veces en YouTube, mientras que en la plataforma musical Spotify cuenta con 14.5 millones de reproducciones (Calibre 50 2012). A continuación, transcribo la letra de dicha canción.
Hijo viene tu cumpleaños,
Mi niño adorado, ¿qué vas a pedir?
Es tu sexto aniversario,
Qué has imaginado, ¿me puedes decir?
Tal vez será juego de video,
Tal vez, quizá, un tour europeo,
Puedes pedir lo que te imagines
Que por los billetes no hay que discutir.
Deja, traerme una Buchannan’s,
Con una libreta para organizar,
La fiesta de mi muchacho,
Muchos invitados, la banda sonar.
Sabes, mi niño, que yo te quiero
Sabes también que por ti me muero,
Puedes invitar a tus amiguitos,
Dígame, mi niño, te quiero escuchar.
[ Entra la voz de un niño ]
Yo te doy gracias, mi papi,
Yo tengo de todo y quiero algo más,
Algo que yo tanto admiro,
Me gusta tu estilo [entra voz de adulto] Pues tú me dirás.
[ Continúa voz de niño ]
Quiero un chaleco antibalas,
Un cañón lanzagranadas,
Escuadra, jalarle al cuerno [arma AK-47, conocida como cuerno
de chivo]
Como tú lo haces para festejar.
[ Entra la voz de adulto ]
Yo sentí una puñalada
Que hasta una tortura pudiera aguantar.
Al ver el maldito ejemplo
Que le doy a mi hijo me puse a llorar.
¿Qué le espera de su vida
Con esa mente suicida?
Me retiro compadrito,
Aunque de los lujos me deba privar
Mañana busco un trabajo
Engordando marranos, Cargando mezcal.
Hay que parar la violencia,
No más delincuencia,
El ejemplo hay que dar.
Prefiero levantar botes
A levantar un cristiano.
Ya no más cuerno en la mano,
Larga vida a mi hijo le quiero brindar.
Se despide el exnarquillo,
Me voy pa’ otras tierras con niño y mujer.
Quiero empezar nueva vida,
Ya le expliqué al jefe
Y me logró entender.
Me dio billete y abrazo
Me dijo: “Suerte, muchacho,
Tienes más valor que todos.
Es un buen ejemplo, que te vaya bien”
(José Antonio Barba Orozco, 2012)
Hasta aquí la narrativa. Se puede apreciar que la elección de la canción porta una primera elaboración de un sentido común inserto en un imaginario social en el cual se visibiliza la opulencia económica de los narcotraficantes.19 Propongo que los procesos de objetivación y anclaje, fundamentales para las representaciones sociales, contienen universos simbólico-emocionales. Siguiendo a Moscovici (1979), la objetivación se puede apreciar en el hecho o en el acto de la selección de la canción y su relación con la violencia que hacen los informantes. La violencia puede verse como un esquema conceptual, como una trama o una red conceptual, ya que añade a la palabra violencia un imaginario que conlleva a su materialización con una narrativa emocional que constituye una parte fundamental de la canción; en ese momento se hace natural o común lo que dice la narrativa, ya que las emociones se expresan y se reconocen en su contexto cultural.
Mi informante es una mujer joven de treinta años, actualmente se dedica al hogar, ya que tiene un bebé, tiene estudios universitarios y radica en el Estado de México. Seleccioné su testimonio debido a que durante varios años he construido con ella una relación de confianza. Su experiencia laboral y su biografía le han permitido vivir en diversos estados del norte y del Pacífico de la República Mexicana, donde los índices de violencia han aumentado considerablemente durante los últimos años.20
La letra de esta canción, a decir de mi informante, es violenta:
[…] más que nada por el ejemplo que le da al niño, que festeja con un cuerno de chivo para echar tiros al aire, y para matar. El niño no ha visto que maten, pero sabe para que lo usan. Es la herramienta que se usa para violentar. El niño no quiere para su fiesta de cumpleaños ni un pastel, ni un brincolín.21 Quiere la herramienta para violentar.
Las emociones que contiene la letra nos llevan a pensar en los protagonistas, en personas que se encuentran sumergidas en la trama afectiva de un relato que expresa, por un lado, alegría y emoción por parte del niño que desea celebrar como lo hace su padre, y por el otro, frustración y decepción del padre, quien se torna consciente del proceso de identificación que su hijo tiene con él. La entrevistada explica:
Por parte del niño es la alegría, es emocionante lo que le pide a su papá. El padre cuando escucha lo que quiere su hijo se entristece y se siente desgarrado, porque al escuchar lo que el niño quiere se da cuenta [de] que es ajeno a lo que para el padre deben ser las expectativas del niño y de lo que es correcto en la sociedad. El niño quiere lo que ha visto en su entorno familiar, quiere cosas de grandes. El padre siente frustración y decepción hacia sí mismo por el ejemplo que le dio a su hijo; se da cuenta del medio en el que se desenvuelve. En ese momento le cayó el veinte, razona; por un lado, está haciendo todo por tener a su familia económicamente bien, pero la forma en la que lo está haciendo está mal. Piensa: “no quiero que el niño sea como yo” y dice: “voy a ser un hombre de bien”.
Este imaginario del niño que sorprende al padre revela la investidura de los universos simbólico-emocionales que fundamentan la violencia y el exterminio como su última consecuencia: el ser asesino lo involucra en la desidentificación con el otro, pero también lo pone en falta con la sociedad a la que pertenece. Coincido en el postulado de Durkheim que afirma que las representaciones colectivas traducen la manera en que el grupo se piensa en sus relaciones con los objetos que lo afectan. Los símbolos bajo los cuales se piensa cambian según la sociedad. En este caso, la sociedad mexicana condena los modos de conducta de los grupos de narcotraficantes porque ofenden, a decir de Durkheim (2001, 23), “sus sentimientos fundamentales”.
En ese contexto se entiende que los sentimientos que experimentó mi informante como escucha fueron de decepción y tristeza por el sentido de realidad que porta la letra, pero también porque la confronta con lo cercana que puede estar esa violencia a su propia realidad.
Yo no conocía la canción, cuando la escuché, fue decepcionante. Me pregunté ¿esto es lo que se escucha? Fue decepcionante que las personas estén escuchando esto. Al escucharla recordé a mi primo de la ciudad de Lázaro Cárdenas, en Michoacán. Él piensa que como los narcos tienen todo y ganan mucho dinero, son un ejemplo para los niños: los narcos tienen lo que quieren, tienen casas. Recuerdo que mi primo le preguntaba a su sobrino de cuatro años: “¿Qué quieres ser cuando seas grande?”, y el niño le respondió que quería ser narco.
Conozco otros casos en los que los padres esperan de sus hijos que sean narcos porque así los hijos les podrán dar dinero. Esta canción es algo decepcionante, me entristece porque es real y sí pasa. Esta canción es de arrepentimiento. Lo malo es que solo una persona reacciona y las otras no lo hacen.
En la reflexión anterior se hace evidente el cumplimiento de un deseo de cambio que expresa el protagonista de la canción. Ese deseo es compartido por mi informante, quien se lo apropia, pero también es un deseo social. Consiste en que los narcos dejen de serlo, ese es el deseo latente en el imaginario social; sin embargo, a esa ilusión imaginaria se le impone un sentido de realidad revelador: aunque la letra de la canción describe una situación potencialmente posible, la realidad es diferente. Mi informante abunda:
Por un lado, la letra de la canción sí se ajusta a la realidad, pero muchos ya estando dentro de negocio del narco ya no pueden salir. La canción no es real. Mi experiencia con las familias del estado de Guerrero corrobora que la realidad es diferente a la letra de la canción. Por ejemplo, los niños heredan el negocio y nadie puede dejarlo, lo más común es que maten al papá y, si está involucrada, a la mamá, a ella también la matan. Desgraciadamente eso no termina hasta que los lideres matan a toda la familia. No se pueden salir nunca del negocio. El hijo siempre es el sucesor. Con respecto a los matrimonios, si el padre de la novia se dedica al narco, busca que los hijos e hijas se casen con quien es su escolta o con el hijo o la hija de un compadre que también se dedica a eso. Cuando los niños quedan huérfanos, cuando crecen hay de dos: o buscan la venganza, o siguen en el negocio. La excepción puede presentarse solo en caso [de] que los parientes del niño huérfano, el tío o los abuelos, no se dediquen a cosas ilícitas, solo así los menores pueden salvarse.
De lo anterior, podemos deducir la existencia de dos imaginarios antagónicos, el de los grupos de narcotraficantes y el de la sociedad.22 Mi informante piensa que los efectos de las canciones deben ser positivos, pero no cree que entre los narcos que habitualmente escuchan este tipo de música se logre un cambio:
Por ejemplo, en los narcos que escuchan estas canciones, no tiene ningún efecto positivo. Normalmente, la gente que está en ese ambiente escucha las canciones con las que más se identifica. No creo que el escucharlas los haga reflexionar. Para mí sí fue impresionante escuchar la letra, y al final me dije: “al menos hay un mensaje, no está tan mal porque el protagonista de la canción ha aceptado que estaba haciendo mal que va a cambiar, va a ser un hombre de bien. Al menos entre todo lo malo salió algo bueno”.
La representación aparece aquí como principio organizador que permite la posibilidad de identificación (Jodelet, 2000) o de alteridad. Mi informante piensa que el mensaje que transmite la narrativa de la canción deja un margen para lo positivo y bueno, para lo moralmente correcto en la sociedad:
Nosotros sí damos el ejemplo a nuestros hijos, somos un referente. Olvidamos los valores por el dinero. No está bien lo que estaba haciendo el protagonista de la canción. El hijo aprende todo. Todo lo que hagas lo aprende el hijo. Por eso nosotros debemos de tener cuidado con la educación de los hijos, hay que inculcarles los valores de la familia, el respeto.
Lo anterior nos permite revalorar a Durkheim cuando señala que las representaciones colectivas son el producto de una cooperación extendida en el tiempo y en el espacio: una multitud de espíritus diferentes han asociado, mezclado y combinado sus ideas y sentimientos para elaborarlas; amplias series de generaciones han acumulado en ellas su experiencia y saber. Las representaciones colectivas concentran un capital intelectual particular (Durkheim 1980, 14). Este capital no solo es intelectual, pues en la medida en que es social, ético y moral, es también un capital afectivo, ya que difunde valores por medio de los universos simbólico-emocionales que promueven los lazos sociales opuestos a la anomia, a la entropía y, por ende, a la violencia.
En estas representaciones sociales el proceso de anclaje se visibilizó en el momento de la entrevista en el cual la informante evoca lo que significaba la narrativa de la canción; en ese instante se hizo consciente de lo que invocaba la canción como imagen violenta que provoca sentimientos. En ese proceso existen tiempos en los que lo manifiesto de la canción se dota de significado y se torna latente al ser nombrado lo afectivo que ella evoca (Freud 1993a). En este caso, el anclaje queda plasmado cuando la informante ubica su identidad y su diferencia con respecto a los otros, a los narcos. La red de significaciones alrededor de la violencia contiene universos emocionales que posibilitan un primer intento de formular las conexiones existentes entre los imaginarios de la violencia y el medio social. Con la narrativa del mito contemporáneo podemos visibilizar un complejo afectivo inserto en los valores de referencia del grupo al que pertenece mi informante, en el que se aprecia y se regenera una idealización positiva de lo que es bueno para la sociedad.23
Los mitos contemporáneos, como las telenovelas, los corridos, la producción cinematográfica y las letras de las canciones, se encuentran insertos en imaginarios sociales; sus narrativas están sostenidas, fundamentadas e inmersas en universos simbólico-emocionales que tienen valores, prohibiciones y prescripciones. Las representaciones sociales inscritas en las narrativas de estos mitos contemporáneos permiten adentrarnos en parte de la dinámica social.
El papel que tienen las canciones en las sociedades contemporáneas es similar al que tienen los mitos en las sociedades que estudiaron los científicos sociales. Ambos poseen elementos que permiten observar una estructura codificada en la sociedad y nos permiten visualizar la construcción de sentido. Podemos observar que ambos funcionan de manera similar. Mientras las canciones se replican de la misma forma y las variaciones de su contenido dependen de la diversidad de representaciones sociales de los sujetos y los grupos, en el caso de los mitos las representaciones sociales permiten observar las variaciones de los narradores, pero al analizar la estructura de las transformaciones míticas se puede corroborar que portan los mismos elementos, es decir, los mitemas.
La letra de la canción evoca los universos emocionales simbolizados del protagonista, que van de la felicidad social al goce individual; desde la abundancia de recursos para la planeación de un festejo y la celebración de la vida, hasta el dolor que le provoca el sentido de la realidad social y lo real no simbolizado hasta ese momento. Es esta simbolización la que provoca o produce el hacer consciente la inminencia de la muerte propia y la muerte de su hijo en el futuro. Este proceso de simbolizar despierta el sentimiento de culpa por el goce suicida que el menor le refleja al padre (Lacan 2000). Al analizar la frase que dice “Yo sentí una puñalada”, metafóricamente remite a que algo lastimó al padre, lo desgarró, lo dañó, en términos de su dimensión emocional; sintió un gran dolor provocado por una puñalada que su hijo le dio: metonímicamente, su hijo lo mató y mató al narcotraficante.24
A manera de conclusión
Inicié este texto formulando el cuestionamiento ¿existe algo que vincule las canciones con el comportamiento de los sujetos y con sus prácticas sociales? La respuesta es que la relación de las narrativas de estos mitos contemporáneos con el comportamiento individual, las prácticas sociales y la acción de los sujetos se encuentra en los universos simbólico-emocionales presentes en las representaciones que circulan en los imaginarios sociales, grupales, familiares e individuales.25
Las canciones, en las narrativas de quien las escucha de manera voluntaria en un México que vive el miedo, la incertidumbre, la zozobra, la tristeza y la angustia por el clima de inseguridad y violencia que propicia el narcotráfico, pueden ser realizaciones de deseo; al analizar lo que representa una letra aparentemente insignificante, esta se torna de gran importancia porque condensa muchos elementos. Las canciones, en ese sentido, cumplen el mismo papel que las formaciones del inconsciente, particularmente de los recuerdos encubridores.26 Indudablemente, no todas las canciones implican para todos los sujetos realizaciones de deseos, pues aun cuando todos los sujetos son deseantes, tanto los deseos como su realización dependen de su constitución psíquica, de los universos simbólico-emocionales de los sujetos, de su cultura y de su contexto. Las narrativas condensan elementos que dan un sentido y que constituyen un significado valioso para un sujeto particular que proviene de una familia, de un grupo, de un contexto, de una clase y de una cultura particular.27
Al decir “yo sentí una puñalada”, los sujetos expresan algo que, de otra manera, al ser expresado y hablado de manera cotidiana lastimaría o literalmente mataría al destinatario provocando un conflicto. Sin embargo, al ser un producto de otro, de un ausente o extraño en su vida, no se reconoce como propio lo que dice; sirve al oyente y a los fines de su inconsciente. Los sujetos que escuchan y reproducen estas palabras develan o expresan lo que se encuentra como prohibido en la cultura; en el nivel de la realidad mi informante no puede matar al narcotraficante, ni puede decir en público que quisiera matarlo; sin embargo, al escuchar la canción, y debido al carácter público de la narrativa violenta, a ella no le provoca ni le significa algún conflicto. Así que al no reconocer como propio lo que escucha y reproduce, no solo se da un proceso de repetición sino de reelaboración en el nivel de lo psíquico, es decir, al tener la vivencia y la experiencia desde el anonimato, y gracias al proceso de simbolización, se liberan los conflictos internos sin la censura propia del lenguaje común y sin llevar al terreno de la acción la violencia.
Podemos apreciar que estas narrativas míticas contienen también esta especie de realización de deseos comunes, es decir, que sería deseable la muerte del narcotraficante para el bien social, pero, en la realidad, tal como lo dice mi informante, es poco probable que se logre porque quienes entran al narcotráfico o a la realización de actividades ilícitas y violentas no tienen escapatoria.
He querido hacer evidente que las representaciones sociales de los imaginarios míticos contemporáneos revelan un complejo sistema de plurideterminación entre ellas y ciertas prácticas sociales que podríamos denominar rituales contemporáneos. Este texto es tan solo un primer intento de análisis que, en gran parte, como muchos otros, aspiran a ser concluidos en el futuro (Abric 2001).