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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

On-line version ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.2 n.3 Ciudad de México Jan./Jun. 2016  Epub Apr 09, 2021

https://doi.org/10.24201/eg.v2i3.5 

Artículos

Reforma agraria: representaciones de género y política de tierras en Colombia1

María Fernanda Sañudo Pazos1 

1Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana


Resumen

A través del análisis de los procesos de negociación para la incorporación del género en la política de tierras en Colombia, en específico de la Ley 30 de 1988 y de la Ley 160 de 1994, se evidencia cómo operaron las representaciones de género que encarnaron diferentes agentes (organizaciones campesinas mixtas, organizaciones de mujeres campesinas, funcionarios y funcionarias estatales), en el posicionamiento de los intereses de las mujeres rurales frente al acceso a la tierra y en los logros que alcanzaron. De manera más precisa, se visibiliza cómo las construcciones y elaboraciones simbólicas sobre los roles de hombres y mujeres campesinos que los agentes encarnan han sido determinantes en el tipo de reconocimiento, formal y de hecho, del derecho a la propiedad de la tierra. Desde una perspectiva bourdiana se considera que quienes intervinieron en la negociación están constituidos por habitus, de los que las representaciones de género son expresiones. Éstas, además de estar estrechamente conectadas con la ubicación socioeconómica y cultural de los sujetos, se configuran como uno de los recursos mediante los cuales los agentes dotan de significado a la realidad social. Y son, también, guía de la percepción y de las acciones que se realizan en un campo específico: el de la política de tierras. En el marco del estudio, dicho campo corresponde a la red de instituciones con prácticas y discursos específicos cuyo objetivo, en momentos coyunturales, ha sido el de regular el acceso a la tierra y los conflictos aparejados a éste.

Palabras clave Género; Propiedad de la tierra; Políticas públicas; Mujeres rurales

Abstract

This article analyses the role and operation of gender representations regarding, on the one hand, the definition and allocation of women’s interests in relation to access to land processes and, on the other, their actual achievements in this respect. For this purpose, it examines the gender representations displayed by peasants’ organizations, women peasants’ organizations and civil servants during the negotiation processes for including a gender perspective into the Colombian land policy. In this regard, special attention is given to Law 30 of 1988 and Law 160 of 1994. More specifically, the article argues that the symbolic constructions of the role of peasant women and men have significantly determined the kind of formal and de facto recognition of land ownership rights. From a Bourdieun perspective, it is maintained that those participating in the land policy negotiation where constituted by habitus, of which gender representations are expressions. Besides being closely connected to the socioeconomic and cultural location of the subjects, such representations function as one of the resources whereby agents provide meaning to social reality. In this sense, the article reads the land policy in Colombia as a Bourdieun field where gender representations guided both the perception and the actions taking place there. Such field is organized into a grid of institutional practices and discourses seeking to circumstantially regulate land and land conflicts.

Key words Gender; Land ownership; Public Policies; Rural Women

Introducción

En opinión de los más importantes estudiosos de la cuestión agraria de Colombia, entre ellos Kalmanovitz (2009), Machado (2009), Jaramillo (1998), la historia del país ha sido influenciada, en gran parte, por la evolución del patrón de distribución de la propiedad de la tierra, que tradicionalmente ha sido bimodal.2 Tal modelo ha dado lugar a una serie de conflictos que se manifiestan con fuerza entrados los años treinta del siglo XX y que perviven hasta hoy. La presencia de disputas ha sido definitiva para que el Estado constituya y formalice escenarios para la negociación de las problemáticas que emergen en relación con la configuración de la estructura agraria.

Si bien tanto los hombres campesinos como las mujeres campesinas han ocupado históricamente una posición marginal en este modelo, es a los varones a quienes en general se ha privilegiado como sujetos negociadores y, por ende, como los sujetos del derecho a la tierra. Es de señalar que tanto la configuración de éstos como sujetos interlocutores del Estado como la capacidad que tienen para integrar los escenarios de negociación son cuestiones mediadas por la lógica androcéntrica (Bourdieu, 2000a). La jerarquía de lo masculino sobre lo femenino -es decir, de lo productivo sobre lo doméstico, de lo público sobre lo privado, etcétera- opera para que ellos tengan mayores oportunidades de adquirir los capitales3 (en términos bourdianos) necesarios para participar en los espacios de negociación, posicionar y alcanzar sus intereses.

Al respecto, las mujeres han estado habitualmente al margen de las negociaciones y de los logros alcanzados a través de éstas. Y digo habitualmente porque aun siendo reconocidas como sujetos de derecho en el marco de las últimas leyes de reforma agraria, enfrentan discriminación y una serie de factores que les impiden ejercer de forma efectiva sus derechos. Cuando son tenidas en cuenta (como agente negociador y sujeto de beneficios), es porque son percibidas (y también se autoperciben) según las representaciones que se ajustan a los significados y sentidos que lo femenino adquiere bajo la lógica androcéntrica.4

En relación con lo anterior, cabe destacar que es durante la década de los ochenta cuando en Colombia, como en otros países de la región, los estados auspician la participación de las mujeres en la formulación de la política de tierra.5 Este proceso está directamente conectado no sólo con la incorporación del enfoque de género en la planificación del desarrollo rural, sino además con el favorable panorama político nacional que, bajo la tutela de las directrices emitidas por instancias de cooperación al desarrollo, perfila la situación y problemáticas que enfrentan las mujeres rurales como aspectos que deben incorporarse a la agenda política.

En este contexto surge un agente que en los años siguientes será clave en las negociaciones de las leyes de reforma agraria y en la incorporación de las medidas de género como ejes transversales de las decisiones y acciones que enmarca la política. Hablamos de la Asociación de Mujeres Campesinas, Negras e Indígenas de Colombia (ANMUCIC), en la que confluyen mujeres campesinas de todo el país que, como parte de organizaciones campesinas mixtas que reivindican su derecho a la tierra, no encontraron los espacios para posicionar sus problemáticas particulares o no eran reconocidas como actores políticos. A través del apoyo estatal y de alianzas establecidas con femócratas,6 la ANMUCIC va adquiriendo paulatinamente una serie de capacidades (capitales) que le permiten articularse a los espacios de negociación y avanzar en el posicionamiento de los intereses particulares de las mujeres con respecto a la propiedad de la tierra.

Sin embargo, en este proceso la asociación enfrentó una serie de obstáculos. De acuerdo con Deere y León (2000), Meertens (2000) y Villarreal (2004), los obstáculos tienen que ver, en gran medida, con la existencia de esquemas de significación que basados en la interpretación de la diferencia sexual orientan los comportamientos, las expectativas, las valoraciones, las percepciones y representaciones de -y sobre- hombres y mujeres.

Bajo este orden, se considera que tanto el debate como la formulación de la política de tierras en Colombia deben ser procesos entendidos como el producto de la negociación entre una serie de agentes que encarnan tipos de representaciones de género según su lugar en el marco de la estructura de clases, de su pertenencia étnica, de su rango etario y de su configuración de sujetos con género. En este sentido, se propone pensar que las representaciones influyen en los contenidos que se plasman en la política y se relacionan directamente con las posibilidades que tienen hombres y mujeres campesinas de acceder de manera progresiva a la propiedad de la tierra.

Lo anterior se evidencia a través del análisis de los procesos de negociación de dos leyes de reforma agraria que, además de ser producto de la articulación de las mujeres como agente negociador, incorporaron medidas de género -tema en el que este estudio pone el foco del análisis-: la “Ley 30 de 1988” y la “Ley 160 de 1994”.7

En este sentido, el objetivo principal del presente artículo fue el de comprender cómo la serie de significados y sentidos sobre lo femenino y lo masculino intervienen no sólo en la negociación que llevan a cabo dichos agentes, sino también en el posicionamiento de los intereses que persiguen frente al acceso a la propiedad de la tierra y en los logros que alcanzan.

Bajo la perspectiva bourdiana, los agentes que intervinieron en la negociación de las leyes (funcionarios y funcionarias públicas, representantes de las organizaciones campesinas mixtas, representantes de la Sociedad de Agricultores Colombianos (SAC), representantes de la ANMUCIC, entre otros) están constituidos por habitus8 cuyas expresiones son las representaciones de género. Éstas, además de estar estrechamente conectadas con la ubicación socioeconómica y cultural de los agentes, se configuran como los recursos mediante los cuales los agentes dotan de significado a la realidad social. Y son, también, guía de la percepción de los otros y otras y guía de sus acciones, en un campo específico -en este caso, el de la política de tierras- en el que se persigue un fin particular.

En relación con lo anterior se propone definir a la política de tierras como campo,9 es decir, como red de instituciones gubernamentales con prácticas y discursos concretos, cuyo objetivo es regular el acceso a la propiedad de la tierra y los conflictos que emergen en relación con este aspecto. Dicho espacio debe ser considerado como un escenario en permanente construcción, donde se dirimen una multiplicidad de representaciones y en el que se articulan agentes con intereses específicos sobre la tierra y con tipos de capital diferenciado en relación con la clase social a la que pertenecen, al género y a los habitus que encarnan.

La propuesta de indagación se sustentó en el uso de información de segunda mano que complementada con información de primera mano (entrevistas semiestructuradas, principalmente) ayudó a la identificación y caracterización de la serie de factores que propiciaron la institucionalización del campo, además de condicionar las concertaciones entre agentes. De forma paralela, se indagó en aspectos relativos a la configuración de los agentes (habitus, representaciones de género y capitales), su posicionamiento en los espacios de negociación, las estrategias que desplegaron, los intereses que perseguían y los logros obtenidos.

Bajo esta propuesta se privilegió una técnica de investigación de carácter cualitativo: la entrevista semiestructurada a profundidad. Para la selección de este instrumento se consideró su utilidad para “visibilizar la trama argumental mediante la cual los sujetos sociales explican los eventos vividos o imaginados; el discurso político moral mediante el cual juzgan, valoran, proponen, se organizan o revelan” (Uribe, 2002: 15). Bajo un enfoque de género, el uso de esta herramienta permitió indagar no solamente sobre los significados y las representaciones que las y los entrevistados encarnan (como parte de un género, una clase social), y que pusieron en escena cuando se articularon en el campo para debatir sobre sus intereses, sino también contribuyó a visibilizar cómo la lógica androcéntrica determinó la interpretación de la realidad, de las formas de constitución de la alteridad y del “yo”, y de las necesidades particulares frente a la tierra, entre otros aspectos.

En total, se efectuaron 20 entrevistas a mujeres y hombres, quienes participaron directamente en los procesos de negociación de las leyes referidas; 17 de ellas se realizaron en Bogotá y tres más en España, dado que algunas personas clave en el proceso se encuentran exiliadas10 en ese país. Entre los agentes a los que se entrevistó se cuentan mujeres pertenecientes a la ANMUCIC y a organizaciones campesinas mixtas como la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos-Unidad y Reconstrucción (ANUCUR); hombres de las organizaciones campesinas mixtas y de la Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria (FENSUAGRO); representantes de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC); y funcionarios y funcionarias del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA), del Ministerio de Agricultura y del Instituto Interamericano de Cooperación Agrícola (IICA).

Como punto de partida para el desarrollo de este artículo se precisarán las cuestiones conceptuales en las que se ancló el estudio. A continuación, se evidenciarán los aspectos contextuales más importantes que delimitaron las negociaciones de las leyes referidas. Por último, se presentarán las principales conclusiones del estudio.

Aproximaciones conceptuales a las representaciones de género

La producción de significados que socialmente se aceptan como válidos, y que sustentan las interpretaciones que se hacen del deber ser de hombres y mujeres, es una cuestión “mediada por la compleja interacción de un amplio espectro de instituciones económicas, sociales, políticas y religiosas” (Lamas, 2003: 23), lo que sumado a prácticas y discursos configuran lo que Teresa de Lauretis (1989) ha denominado tecnologías de género. De acuerdo con la autora, el género debe considerarse como el producto y resultado de una variedad de “tecnologías sociales y de una serie de discursos institucionalizados, de epistemologías y de prácticas críticas” (1989: 8) que inciden y afectan los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales; y, en un sentido amplio, son determinantes “del campo de los significados sociales” (1989: 13). Éstas tienen como finalidad crear, normalizar y naturalizar las representaciones sobre la sexualidad para que sean asumidas sin mayores resistencias y restricciones por los sujetos sociales. Mediante su puesta en marcha, además de la producción de los cuerpos y las subjetividades, se provoca y ratifica la diferencia sexual.

Por otra parte, y siguiendo a Bourdieu (2000a), la configuración de las representaciones de género es el resultado de un “prolongado trabajo colectivo de socialización de lo biológico y de biologización de lo social” (2000a: 14), proceso que ha contribuido a que tanto el género como el sexo se constituyan en construcciones sociales naturalizadas, es decir, en “esquemas inconscientes de percepción y de apreciación”, que bajo la impronta de “las estructuras históricas del orden masculino” se han incorporado en la subjetividad y en la materialidad de los cuerpos.

Mediante las comprensiones y explicaciones del mundo que devienen de esta lógica, los sujetos y la sociedad producen y organizan la realidad como una estructura en la que se opone lo masculino y lo femenino. Así, “la división entre los sexos parece estar ‘en el orden de las cosas’, como se dice a veces para referirse a lo que es normal y natural, hasta el punto de ser inevitable” (Bourdieu, 2000a: 21-22 ). En este sentido, lo social funciona como una “inmensa máquina simbólica” que, además de producir los sentidos y significados sobre lo femenino y masculino, construye y naturaliza el cuerpo como una realidad bidimensional: biológica y cultural, es decir “como una realidad sexuada y como depositaria de principios de visión y de división sexuales” (Bourdieu, 2000a: 24).

La producción social de la diferencia entre hombres y mujeres, en tanto dos esencias sociales jerarquizadas, se afianza en el tipo de relaciones que de esta diferencia se proyectan: “relaciones sociales de dominación y de explotación instituida entre los sexos”, las que a su vez se refuerzan a partir de la existencia de “principios de visión y de división que conducen a clasificar todas las cosas del mundo y todas las prácticas” (Bourdieu, 2000a: 45). De esta manera, los campos de la significación y de la acción se encuentran mediados por tal oposición y por la naturalización de la relación entre dominador y dominado. En este sentido, las representaciones de género no sólo son el producto de tal división, sino también una manera de naturalizar la diferencia y la dominación, a través de su circulación.

De acuerdo a lo anterior, las representaciones facilitan que los principios de visión y de acción androcéntrica sean asimilados en las estructuras sociales e incorporados de manera duradera en los cuerpos.

Representaciones de género y acceso a la tierra

La relación entre el acceso a la tierra y el género es una cuestión mediada, en gran parte, por la red de significaciones que en torno a lo femenino y lo masculino se han configurado en contextos particulares. De acuerdo con Córdova (2003: 180), lo anterior puede ser explicado en tres vías. En primera instancia, llama la atención sobre la incidencia que tiene “la percepción dicotomizada de la división sexual del trabajo y de los papeles de género”; en segundo lugar, ubica a la manera como se configuran los “sistemas de parentesco”, en específico lo que tiene que ver con la residencia, la conyugalidad y la herencia; y, en tercer lugar, las ideas circulantes sobre que las mujeres “son incapaces de controlar eficientemente el proceso de producción agrícola”, lo que implica “la imposibilidad de ejercer un control efectivo sobre la tierra” (2003: 180).

Con respecto a la división sexual del trabajo, la autora establece que ésta, además de definir y prescribir los ámbitos de las actividades femeninas y masculinas, tanto en lo que respecta a la reproducción como a la producción, legítima la pertenencia de los sujetos a espacios específicos “instituyendo con esa exclusividad un estado recíproco de dependencia y complementariedad que se funda en el orden genérico” (Córdova, 2003: 181). En cuanto al parentesco, Córdova establece que, sin generalizar, la tendencia es que las mujeres, después del matrimonio, se muden a los lugares de habitación de los maridos, aspecto que tiene marcada importancia a la hora de heredar la tierra, por ejemplo.

Por otra parte, el imaginario sobre la incapacidad de las mujeres para el desarrollo de actividades productivas y el control de los recursos tiene su anclaje en los procesos de socialización que se desarrollan en los ámbitos rurales. La familia como institución, estructura grupal personificada, red de relaciones internalizadas, lugar donde se estructura primariamente el ser social, se constituye en el modelo para el desarrollo de comportamientos tipificados tales como la oposición entre los géneros y los roles que se deben cumplir. Al respecto, Medrano y Villar (1998: 5) establecen que: “En la familia se cimentan estas relaciones, se reproducen las categorías definitorias de papeles sociales en torno a lo masculino y lo femenino. En la familia se moldean estos esquemas y se reproducen para permitir el funcionamiento de la estructura social.”

Es tanto por lo anterior como por la conceptualización y valoración que se hace del rol de las mujeres ligada al ámbito reproductivo, que existe una clara depreciación e invisibilización de su papel en la dinámica económica. Según Campillo (1994), esta situación tiene que ver con la concepción del trabajo en el marco del capitalismo. Así, tanto en el ámbito doméstico como en el ámbito productivo, la contribución femenina carece de valorización monetaria en relación con lo que se admite como trabajo. Frente a ello la autora resalta que “una es la economía de los bienes, la que se concibe ‘la economía propiamente dicha’; y por otro lado, la economía oculta, invisible, la economía del cuidado. Lo que la diferencia es que el trabajo en la segunda no es remunerado, no se contabiliza y sobre todo es realizado principalmente por las mujeres, sin distinción de edad, raza o etnia” (Campillo, 1994: 327).

Por otra parte, en el imaginario es común que se piense que los hombres participan más activamente en el espacio productivo, situación que ha implicado “un aprendizaje o una adquisición de conocimientos específicos de roles ligados al desempeño del individuo, dentro de ciertos espacios institucionales, que surge de la distribución social del conocimiento y de la división social del trabajo” (Campillo, 1994: 330). Lo anterior es el efecto y la causa del tipo de significados institucionalizados que se establecen sobre lo masculino (hombre- comercializa, hombre-negocia, hombre-siembra, hombre-participa).

Para Wolf (1971), la construcción de roles llamados “tradicionales” en las sociedades campesinas corresponde a la forma en como se ha diferenciado el trabajo en monetarizado o no, según la relación que establecen con el Estado en calidad de proveedores y/o consumidores. En opinión del autor, la formación de los Estados modernos está ligada a concepciones patriarcales donde el hombre juega un papel fundamental frente al Estado y a su familia (pretendido espejo del Estado), como proveedor y mediador entre el ámbito privado (familia) y el ámbito público (Estado). Su participación en los espacios públicos es reconocida, visibilizada y, por ende, monetarizada. Por el contrario, las actividades en el ámbito privado no se valorizan en términos monetarios, son intangibles: no existen porque no aportan. De esta manera, el hombre se entroniza dentro del imaginario como el sujeto cierto que existe por su actividad, mientras que a la mujer se le toma como sujeto ambiguo, de existencia ligada a la reproducción, aspecto necesariamente entendido como privado.

A este respecto se puede añadir que, culturalmente, las sociedades agrarias establecen la supremacía masculina como principio organizador de la distribución económica y social de recursos (Bourdieu, 2000b). Romany (1997: 102) invita a considerar que “mediante el funcionamiento de ésta [la organización económica basada en la supremacía masculina], las mujeres se ubican en la parte más baja de la escala económica y social, una posición que alcanza legitimidad en las formas concretas en que las actividades culturales y sociales caracterizan las diferencias de género”.

Representaciones de género y la política de tierras

El campo de la política de tierras corresponde a un espacio estructurado y jerarquizado de posiciones, es decir, la serie de escenarios en el que los agentes, mediante el poder que le otorga el detentar ciertos tipos de capitales, entablan una lucha por posicionar y alcanzar sus intereses frente al acceso a la tierra y ubicar las representaciones que encarnan. En este sentido, los intereses no sólo gravitan en torno a la consecución de beneficios materiales, sino también beneficios sociales y simbólicos, mediante los cuales ratifican su posición en el campo y en la sociedad en general.11 En éste, además, se produce y refuerza la dominación masculina. Los agentes que encarnan esquemas de percepción y disposiciones acuñadas bajo la impronta androcéntrica, interactúan para afianzar inconscientemente un orden social jerárquico, al tiempo que se ubican y posicionan en los espacios sociales desde los esquemas y disposiciones que revisten.

Siguiendo a Arango (2002), la propuesta de campo ofrece elementos clave para comprender cómo opera la relación entre la dominación de clase y la dominación sexual. Clase y género son categorías relacionales, es decir, constituyen “posiciones dentro de una estructura de relaciones de poder” (Arango, 2002: 102). Su entrecruce es determinante en las posibilidades que los agentes tienen de ubicarse en un campo y de alcanzar sus intereses. La autora reconoce que si bien las mujeres, en relación con la clase a la que pertenecen, pueden acceder a un volumen considerable de capital, este acceso se ve limitado por el hecho de haber sido definidas y conceptualizadas bajo los principios androcéntricos, recalcando que “de este modo, la transformación de la división sexual del trabajo mediante el acceso de las mujeres a profesiones y oficios tradicionalmente masculinos, no basta para modificar la relación de fuerzas simbólicas entre hombres y mujeres” (Arango, 2002: 103).

Representaciones de género y negociación de la ley de reforma agraria “30 de 1988”

Género y mujeres: un espacio en la política

Una de las innovaciones de la segunda fase, a finales de los ochenta, del programa Desarrollo Rural Integrado (DRI)12 en Colombia, fue el diseño y puesta en marcha de estrategias dirigidas a mejorar la situación de las mujeres campesinas (DNP, 1984). Entre éstas se formuló la Política para la Mujer Rural de 1984 en la que se trazan los siguientes objetivos: a) reconocer y potenciar el papel de las mujeres en la producción de alimentos; b) resolver su situación de inequidad; y c) incorporar a las mujeres a la planificación del desarrollo rural y en las acciones estatales para dinamizar la economía agropecuaria.

Suárez (2009) señala que el surgimiento de la Política para la Mujer Rural tuvo que ver principalmente con la conjunción de tres factores: 1) los datos sobre la dinámica del sector rural evidenciaron la importancia de la mano de obra familiar en las economías campesinas y el aporte de las mujeres rurales al Producto Interno Bruto nacional;13 2) la presencia en cargos de decisión de femócratas de procedencia urbana, clase media, cualificadas, con una importante trayectoria institucional y con una estrecha relación con las mujeres rurales, quienes coadyuvaron no sólo en el posicionamiento del género como eje transversal de las acciones estatales, sino también en el fortalecimiento organizativo de las mujeres como un actor que, mediante su participación activa, comenzaría a incidir en la formulación de las políticas rurales; y 3) la formulación y despliegue de medidas en el plano nacional, construidas con base en las recomendaciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Mujer (UNIFEM).

Por otra parte, se habían dado las condiciones institucionales para que el enfoque de género comenzara a situarse como un eje de la planificación del desarrollo rural. En el ámbito del Ministerio de Agricultura, principal entidad para la gestión de los objetivos de la segunda fase del DRI, se creó la Oficina de Mujer Rural, instancia que además de estar encargada de dirigir los programas destinados a las mujeres de este sector, jugó un papel fundamental en el diseño y aplicación de la política referida. Esta instancia se constituyó en un puntal para que estatalmente se tomara en serio la incorporación del género en el desarrollo rural.

Es de señalar que si bien en el marco de la política no se consideraba el impulso a procesos organizativos como objetivo principal, sí se explicitó la necesidad de fomentar la participación de las mujeres “dado que el logro de los objetivos previstos no podía ser sin la existencia de una fuerza coherente que promoviera y presionara por su cumplimiento” (Villarreal, 2004: 248). Bajo este paraguas, el del fomento de la participación, el impulso de procesos organizativos “era tácitamente considerado indispensable dado que el logro de los objetivos previstos no podía ser sin la existencia de una fuerza coherente que promoviera y presionara por su cumplimiento” (2004: 248).

La ANMUCIC, agente clave en la negociación de la política de tierras

Fue en este contexto, por influencia de UNIFEM y con el apoyo del Ministerio de Agricultura ― específicamente de la Oficina de Mujer Rural―, que en 1984 se crea la ANMUCIC. Al comienzo, la asociación no tuvo mayor acogida entre las mujeres, los hombres, las organizaciones campesinas y las instituciones que tienen que ver con el sector; sin embargo, paulatinamente fue reconocida como un interlocutor clave en las negociaciones sobre la propiedad de la tierra. Las mujeres que confluyeron en esta organización venían de previos procesos organizativos, encarnando capacidades organizativas, las que se reforzaron a través de estrategias estatales.

En el ámbito nacional contaban con el apoyo, como se dijo con anterioridad, de mujeres que desde las instancias estatales, principalmente en el Ministerio de Agricultura y el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (INCODER), ayudaron a promover y fortalecer la organización de las mujeres rurales. Este aspecto es explicitado por una de las entrevistadas:

Nosotras contábamos con el apoyo de algunas mujeres que en el Ministerio y en el INCORA sobre todo, venían hablando en serio del derecho a la tierra y que vieron en el apoyo a procesos organizativos una vía pa’ que nuestras demandas particulares tuvieran un espacio. Ellas fueron aliadas importantes para que pudiéramos sacar adelante a la organización (entrevista a lideresa de la ANMUCIC. Bogotá, octubre de 2013).

Al principio la organización no tuvo mayor acogida entre las mujeres, los hombres, las organizaciones campesinas y las instituciones. Sin embargo, poco a poco fue adquiriendo reconocimiento por parte de diversos actores, fortaleciéndose y constituyéndose en el escenario que aglutinó a miles de mujeres rurales. A ello se debe sumar que, por su participación en procesos organizativos, las líderes de la asociación adquirieron capacidades políticas, mismas que se vieron reforzadas a través de estrategias que el propio Estado, bajo la tutela de las femócratas y de funcionarios sensibles al género, implementó con el fin de impulsar tal proceso.

Las estrategias se enfocaron fundamentalmente al fortalecimiento organizativo de la ANMUCIC y contribuyeron a la construcción de los discursos y prácticas reivindicativas de las mujeres. Un ejemplo de lo anterior corresponde a la relación que se estableció, por un lado, entre el acceso a la tierra y el bienestar familiar y propio, y, por otro, con respecto a la significación del acceso a la tierra como mecanismo de empoderamiento. En torno al primero, de acuerdo con Deere y León (2000), la propiedad es, para las mujeres, fundamental en las zonas rurales, en la medida en que permite la seguridad alimentaria y posibilita la generación de ingresos alternativos. En cuanto al empoderamiento, de manera habitual se especifica que el acceso contribuye a que las mujeres adquieran poder de negociación no sólo en el ámbito familiar, sino también comunitario. Este aspecto puede ser corroborado por lo manifestado en una de las entrevistas:

Me preguntas sobre qué sentido tenía reivindicar la tierra pa’ las mujeres. En ese momento, te digo así, porque veo que las cosas han cambiado un poco, nosotras pensábamos que si teníamos tierra pues podíamos tener mejores ingresos y pues platica [dinero] pa’ el mercado, pa’ la educación de los hijos, la salud. Es decir, podríamos sembrar, tener animales y poder tener un ahorrito para cualquier eventualidad que se presentara. Pensábamos que nos daba más seguridad. Por otro, también veíamos que la titulación conjunta o la titulación individual, nos ponía en una mejor situación que si no la teníamos (entrevista a lideresa ANUCUR. Bogotá, octubre de 2013).

La negociación y su contexto

A mediados de la década de los ochenta existía en Colombia “una estructura con altos índices de concentración de la propiedad, una fuerte fragmentación del minifundio, y la mediana propiedad había iniciado un breve ascenso con el desarrollo de la agricultura comercial” (PNUD, 2011: 224). A este panorama había que sumarle la consolidación del narcotráfico y con ello la emergencia e institucionalización de los grupos paramilitares.14 Es en este marco que el presidente Virgilio Barco (1986-1990) declara en su Plan de Gobierno la urgencia de diseñar e implementar políticas con perspectiva redistributiva, incorporándose la reforma agraria como eje fundamental de su plataforma electoral.

Fue así que para la negociación de la reforma se constituyó, a comienzos de 1987, la Subcomisión Agraria, en la que convergieron los siguientes agentes: organizaciones campesinas mixtas (ANUC-UR, FENSUAGRO, Coordinación Nacional Agraria ―CNA― y Federación Nacional de Cooperativas Agropecuarias ―FENACOA―), organizaciones indígenas (Organización Nacional Indígena de Colombia ―ONIC―), gremios (SAC), organizaciones de mujeres rurales (ANMUCIC), funcionarios y funcionarias del Ministerio de Agricultura (Unidad de Desarrollo Social, Oficina Jurídica), funcionarios y funcionarias del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INCORA).

Representaciones de género, agentes y negociación

●Los varones campesinos y sus organizaciones

La mayor parte del campesinado organizado percibía a las mujeres principalmente como sujetos con una identidad ligada al cuidado y, a los hombres, como los agentes productivos por excelencia. Villarreal (2004) señala que los líderes hombres de las organizaciones campesinas argumentaban que las mujeres no debían tener una organización propia porque, en primera instancia, su lucha particular difuminaría la lucha del campesinado como clase. En segundo lugar, estaban convencidos que los procesos organizativos femeninos conllevarían al abandono de los hijos y a la crisis de los valores tradicionales. Por último, se argüía que las mujeres, por razones biológicas, estaban hechas para cuidar de las familias, no para tomar decisiones:

‘Las mujeres a la cocina’, nos decían los hombres de las organizaciones. No creían que nosotras teníamos la capacidad de liderar cambios. Pensaban también que si se nos daba tierra, pues nosotras íbamos a dejarlos y los hogares iban a entrar en crisis. Además que si estábamos en la política, íbamos a descuidar nuestros hogares (líder de la ANMUCIC. Bogotá, 2013).

Lo anterior se constituye en la expresión del “dominio de la ideología patriarcal que considera legítima la jerarquía masculina y con base en ello es que se busca el control del pensamiento y de la acción de las mujeres” (Villarreal, 2004: 258). En este sentido, el impulso a una organización autónoma de mujeres se vislumbraba como una cuestión que retaba al sistema patriarcal. Además, un proceso organizativo de tal envergadura implicaba “la constitución de las mujeres campesinas como sujeto político independiente del varón. Esta posibilidad iba en contravía de la ideología de género que predominaba” (Villarreal, 2004: 260).

●Los terratenientes y sus gremios

Con respecto a los gremios, representados por la SAC, es de destacar que han sido una instancia generalmente ocupada por varones, razón por la cual, en el imaginario del sector, el sujeto con autoridad y legitimidad para hablar de tierras y de productividad, y con capacidad para participar en los escenarios de negociación, debía ser el hombre. A las mujeres, por el contrario, se les percibía como sujetos de reforma agraria por ser cuidadoras, tal como se refiere en una de las entrevistas:

Las mujeres son esenciales para que las familias campesinas se mantengan cohesionadas y ellas, a diferencia de los hombres, piensan más en las familias. Nosotros veíamos que sí oíamos sus demandas podíamos de alguna manera lograr que la vida de las familias mejoraran en su bienestar. Que tengan la propiedad de la tierra les daba mejores condiciones para que ellas y sus familias estuvieran mejor. Además, si ellas siempre habían sido productoras, porque no darles lo que a los campesinos en general se les daba o se les reconocía (ex presidente de la SAC. Bogotá, 2013).

●Los actores institucionales

En cuanto a los agentes institucionales es de resaltar que el presidente Barco no fue especialmente sensible al género, pero sí contó con un equipo de femócratas cercanas a la ANMUCIC, quienes incidieron en la configuración de nuevas representaciones sobre las mujeres rurales.15 En este contexto, se ratificó el imaginario en torno a que la población femenina tenía una participación activa en el ámbito productivo, lo que ayudó a que se definiera como un sujeto clave de las políticas.

Lo anterior muestra la manera en la que se comienza a demandar, en este grupo poblacional, la adquisición de las destrezas necesarias para avanzar y posicionarse en el mundo público, construido e institucionalizado para hombres y por hombres. Queda claro que el tipo de mujer que se quiso articular como sujeto de intervención fue aquella a la que se quiso dotar de las condiciones, que a los hombres les habían sido útiles, para consolidarse como el paradigma del sistema productivo.

La manera de operar de las representaciones de género

Hasta la formulación de la Ley 30 de 1988, apreciaciones específicas sobre al acceso a la propiedad de la tierra desde una perspectiva de género, no habían sido consideradas para la construcción de las leyes agrarias. El que los agentes reconocieran a las mujeres como sujetos de reforma agraria no trajo como resultado inmediato una toma de conciencia sobre la importancia política que este asunto tenía. Por el contrario, fue gracias a la presión ejercida tanto por la ANMUCIC como por las femócratas que se incorpora el tema en la agenda política. Sin embargo, la presión supuso que participaran de la negociación apelando a las ventajas que para las familias y las comunidades suponía el que las mujeres fuesen propietarias o compartieran la titularidad conjunta. En este sentido, algunas de las líderes reivindicaron el derecho a la tierra, convencidas de que el motor de su lucha era el mejorar sus condiciones de vida como una posibilidad para mejorar la de sus familias.

Nosotras, las que estábamos a la cabeza y las que manteníamos más relación con las del ministerio y con la gente del INCORA, sabíamos que debíamos ir más allá en lo que decíamos, pero no se podía hablar tan alto porque [de lo contrario] perdíamos el apoyo. Entonces mejor hablar con las palabras que ellos querían escuchar (entrevista con la ex presidenta de ANMUCIC. Valencia, enero de 2014).

Por otra parte, en el ámbito de la negociación, se debe reconocer que la incorporación del género en la Ley referenciada, no sólo dependió de representaciones ligadas a su papel como “cuidadoras” y responsables del bienestar de sus familias, sino también dependió de la capacidad de negociación que tuvo la ANMUCIC en el proceso. Gracias a la capacitación y fortalecimiento de las que había sido objeto por parte del Ministerio de Agricultura, ésta adquirió capacidades de negociación no sólo frente al Estado, sino también frente a otras organizaciones mixtas y gremios.

Es interesante resaltar, sin embargo, que el reconocimiento hacia las líderes de ANMUCIC opera bajo la lógica masculina de lo que se entiende y valora como liderazgo. En este sentido, las líderes de la organización se reconocieron como actores con potencial para influir en la Ley, en la medida en que se revestían con características masculinas en su actuar organizativo, razón por la cual siguieron apelando, “estratégicamente”, a la representación de mujer que los campesinos y campesinas ―y otros― reconocían como válida. Sólo así podían ser escuchadas sin mayores restricciones: hablaban como los líderes varones que, sin embargo, defendían causas femeninas tal y como un varón las quisiera defender.

Con respecto a las representaciones de género que los representantes de la SAC encarnaban, llama la atención que éstos no recelaran de la lucha de las mujeres por el acceso a la propiedad de la tierra. Lo anterior se explica dado que la percepción que los representantes tenían de la mujer correspondía a la de alguien con unos roles particulares ligados al cuidado y a las labores correspondientes de compañera de varones, y no al “sujeto de la emancipación” con derecho a la tierra. En este sentido, el agente definido como “problemático” fue el varón campesino.

En lo que respecta a los funcionarios y funcionarias públicas que no formaban parte del grupo de las femócratas, la mujer era un actor con potencial para la dinamización del agro, concepción que no se distanciaba de la que tenían las mujeres del Ministerio y del INCORA, aliadas a las líderes de ANMUCIC, quienes, finalmente, lograron concertar con los diferentes agentes de la negociación varias cuestiones que se plasman en la Ley:

  1. Titulación conjunta a la pareja de carácter obligatorio sin importar el estado civil y la priorización de las mujeres jefas de hogar como sujetos de reforma agraria, principalmente de tierras baldías de colonización (Artículo 12).

  2. Con respecto a aquellas mujeres que no estuviesen casadas o que tuvieran a cargo a su familia, se les denominó como “potenciales beneficiarias”, es decir, como sujetos con posibilidad de acceder a la tierra siempre y cuando las otras (jefas de hogar y casadas) estuviesen ya beneficiadas (Deere y León, 2000).

  3. El derecho a heredar una parcela, la que haya sido adjudicada al compañero mediante otros procesos de reforma agraria (Artículo 33).

Representaciones de género y la ley de reforma agraria “160 de 1994”

La Ley 160 de 1994 se constituye en la segunda norma mediante la que se incorporan medidas relativas al género en los procedimientos para el acceso a la propiedad de la tierra de campesinos y campesinas. A través de la nueva ley se introduce el principio de igualdad como eje transversal para los procesos de titulación y se establece que el Estado debe promover la participación equitativa de las mujeres rurales en la planeación de los programas de desarrollo rural.

Es de destacar que la Ley se formula en un contexto de cambios y transformaciones del modelo de desarrollo rural. Con las nuevas reglas de neoliberalismo, el sector agropecuario enfrentó la reducción de las intervenciones estatales. Es en este marco que el gobierno de César Gaviria (1990-1994), bajo asesoría y apoyo del Banco Mundial, propone un borrador de ley de reforma agraria vía mercado de tierras. Es decir, la adquisición de predios (por compra, no por extinción) por parte del Estado para parcelación, así como el otorgamiento de subsidios de reforma agraria a campesinos y campesinas que cumplieran con algunos requerimientos (ser mayor de 16 años, tener vocación agrícola, ser jefe o jefa de hogar).

El campesinado rechaza este proyecto e inicia un proceso de concertación entre diversas organizaciones rurales e indígenas, agrupadas en el Consejo Nacional de Organizaciones Agrarias e Indígenas (CONAIC), para la elaboración de un proyecto alternativo de ley para presentar al gobierno y al que denominó Proyecto Campesino.

En este contexto, el nombramiento, en 1993, de José Antonio Ocampo como ministro de Agricultura, facilitó el avance de las negociaciones con el Estado. Tanto organizaciones como el gobierno coincidieron en la necesidad de crear el Sistema Nacional de Reforma Agraria y Desarrollo Campesino, un mecanismo efectivo de planeación, coordinación, ejecución y evaluación de las tareas de dotación de tierras a los campesinos y campesinas, y la prestación integral de servicios para su desarrollo.

Fortalecimiento organizativo y su impacto en los procesos de negociación

A comienzos de los noventa, la ANMUCIC era una organización reconocida y legitimada políticamente como consecuencia de los siguientes factores:

  1. A través de lo promulgado en el artículo 8º de la Ley 30 de 1988 se habilitó su participación en escenarios territoriales de toma de decisiones. En dicho artículo se estableció que la organización debía ser parte de la Junta Directiva del INCORA, adquiriendo con esto una mayor capacidad de decisión en lo público. Asimismo, se instituyó su participación en los Consejos Consultivos Nacionales y Regionales, espacios creados para el debate con las comunidades, sobre sus necesidades y problemáticas en materia de crédito, tierras y apoyo estatal.

  2. La asociación se articuló a los debates que el movimiento social estableció para definir las rutas de la Constitución de 1991. En este escenario, estableció coaliciones con otras organizaciones de mujeres, aspecto que les fue útil en la lucha por el reconocimiento de sus derechos en la nueva Carta Magna. Las alianzas permitieron el intercambio tanto de experiencias sobre problemáticas que enfrentan los diferentes sectores de mujeres como de discursos y prácticas feministas. Es clave destacar, en dicho proceso, que la incorporación de la cláusula de igualdad como eje de la nueva Carta Magna supuso para la Asociación un nuevo argumento para hablar de sus derechos a la tierra. Esta cuestión llevó a una ampliación no sólo de las representaciones de género, sino también de los intereses a perseguir.16

En los debates para la Constitución, en las Mesas de trabajo y otros espacios que se conformaron, ya no se hablaba en términos de pedir algo al Estado por su buena voluntad o para el bienestar de nuestras familias, sino que ahora se estaba hablando que todos y todas teníamos derechos en razón de la igualdad. Esto nos servía para pensar los derechos de las mujeres rurales como una cuestión de igualdad (expresidenta de la ANMUCIC. Bogotá, 2013).

  1. La formulación de la Política para la Mujer Rural de 1994, que es el resultado de los compromisos asumidos por el Estado colombiano para cumplir con el Plan de Acción de la FAO para el apoyo a la mujer Rural (VI Conferencia Regional para la mujer rural de 1991); y del programa de Acción regional para las mujeres de América Latina y el Caribe 1995-2001. En el marco de esta política se establecieron directrices para que en el ámbito nacional y regional se construyeran estrategias para “dar respuestas más permanentes a las demandas diferenciadas de hombres y mujeres” (1991: 101). Entre las respuestas se estipuló la promoción del acceso de las mujeres rurales a los factores de producción (entre ellos, la tierra), estímulos a la participación en la planificación del desarrollo rural y el fortalecimiento de organizaciones campesinas, entre otros.

Los aspectos referenciados no sólo modificaron los principios de visión y acción de las integrantes de la asociación y de los otros agentes con quienes interactuaron, sino además les permitieron acceder a capitales de tipo social y político, que les fueron altamente útiles en los procesos de negociación de la Ley referida.

Las representaciones de género y la negociación

En primera instancia cabe destacar que tanto en la propuesta elaborada por el Estado como en el documento denominado Proyecto Campesino, los logros alcanzados en la Ley 30 de 1988 fueron omitidos. Lo anterior se debió a las siguientes razones: 1) en el marco del movimiento campesino, la asociación no alcanzó la legitimidad suficiente debido a que las prácticas y discursos reivindicativos que encarnaban eran percibidos, por los líderes varones, como una lucha particular contraria a la del campesinado como clase; 2) sí bien tanto dentro del Ministerio de Agricultura como del INCORA se estableció como directriz la incorporación del enfoque de género en todas las acciones relativas a lo rural, éste no se incorporó de manera efectiva dada la poca sensibilidad de género de funcionarios y funcionarias (Sañudo, 2015); 3) a lo anterior se añaden los obstáculos que, para las acciones en pro de la mujer rural, emergieron por las limitaciones presupuestales en el escenario de implementación de políticas neoliberales. En este contexto se consideró urgente el diseño y la puesta en marcha de programas y proyectos para la atención a población afectada directamente por el conflicto armado (Villarreal, 2004); y 4) en las comunidades rurales que apoyaban la formulación del Proyecto Campesino se percibía las reivindicaciones de la ANMUCIC como contrarias a los principios familiares y sociales.

Sin embargo, y con el objetivo de no dejar por fuera del proyecto las reivindicaciones de las mujeres, las representantes de la asociación junto a sus aliadas femócratas llevaron a cabo negociaciones particulares tanto con la CONAIC como con el Estado.

En cuanto a la primera instancia, si bien gran parte de los líderes de las organizaciones rurales habían participado en reuniones y escenarios constituidos para validar la importancia de incorporar el género en la planeación del desarrollo rural, éstos no experimentaron la transformación de sus representaciones de género. Los varones del movimiento campesino continuaban percibiendo a las mujeres como cuidadoras y esposas. A pesar de que con la Ley 30 de 1988 se abrió el campo de significados en torno al género, mediante ésta también se reforzaron y reprodujeron sentidos y significados de orden patriarcal sobre lo femenino y se fortaleció el tipo de relaciones que de esta diferencia se proyecta: mujer cuidadora/hombre productor, mujer complemento del varón, entre otros. Así, tanto el campo de la significación como el de la acción, se encontraron mediados por la oposición diferencial y por la naturalización de la relación entre dominador y dominado.

Cabe destacar, por otra parte, que las representaciones de género que los líderes varones encarnaban se constituyeron en el eje de varios temores que emergieron entre ellos. Uno fue sobre cómo la titulación conjunta y el derecho de las mujeres de heredar del cónyuge tendría efectos sobre el poder de los varones. Es decir, el poder de decisión sobre aspectos que tienen que ver con la pareja y la familia y el uso de los recursos económicos. Otro de los temores se relaciona con las capacidades de decisión que las mujeres, por su calidad de propietarias, detentarían a través del acceso a créditos u otros recursos. En torno a las mujeres, los miedos masculinos se traducían en esperanza, pues la apuesta por ser dueñas de la mitad del predio les otorgaría poder y les permitiría ubicarse en una mejor posición en el hogar y en la comunidad. No obstante, es importante matizar lo anterior:

Es que unas y otros leían contrariamente lo que estaba pasando. Mientras que para las mujeres era una opción para transformar su situación y condición, para los hombres significaba un retroceso en sus privilegios (ex funcionaria del Ministerio de Agricultura. Bogotá, 2013).

En cuanto a los actores estatales, la negociación se hizo directamente con el ministro de Agricultura de la época ―1994―, José Antonio Ocampo, y su equipo de colaboradores. Es de rescatar que éstos fueron altamente receptivos a las demandas de las mujeres, entre otros motivos, porque las reivindicaciones no suponían cambios radicales frente a lo que se incorporó en la Ley 30. Solamente se querían introducir algunas innovaciones, como la de la participación en los procesos de planificación del desarrollo rural, y la ampliación del sujeto de derechos de reforma agraria a aquellas mujeres viudas y víctimas de la guerra, sujeto que había sido reconocido de forma previa a través de una resolución emitida por el INCORA en 1991.17 En este contexto, para las líderes de la ANMUCIC resultaba más fácil interpelar al Estado bajo la representación de víctima, que bajo una perspectiva feminista o de derechos. Lo anterior implicó que otras identidades de mujeres quedaran al margen del reconocimiento como sujetos de reforma agraria (mujeres pobres campesinas sin hijos ni compañero, por ejemplo). El resultado fue entonces que sólo era posible acceder a la tierra si se cumplían unos requisitos identitarios fijos y limitados.

En este sentido, y dada la tendencia neoliberal del gobierno, se consideró que la incorporación del género se constituiría en una estrategia para la atención a una población determinada, la que estaba experimentando los impactos causados por la implementación de las políticas neoliberales y el deterioro del conflicto armado. Bajo esta lógica las representaciones de género que encarnaban las y los agentes institucionales evidencian una innovación. Así las mujeres rurales cobran particular importancia por dos cuestiones: por ser sujetos que enfrentan mayores niveles de pobreza, desigualdad y vulnerabilidad, y por ser reconocidas como factor fundamental para el desarrollo económico y para la producción agrícola nacional. Frente a este último aspecto cabe considerar que el Estado vio en el empoderamiento de las mujeres, a través del acceso a la tierra (sea individual o de titulación conjunta), una de las posibilidades para activar la productividad del sector rural.

En cuanto a las demandas de la asociación para participar en los espacios de planeación del desarrollo rural, éstas fueron el resultado de innovaciones en los principios de visión y de acción, que fueron experimentadas en relación con la incorporación de las mujeres en espacios de incidencia política y pública.18 Su articulación en escenarios de toma de decisiones en el ámbito extra comunitario y organizativo promueve transformaciones tanto de la subjetividad como del ámbito objetivo. Éstas se manifiestan en un incremento tanto de la autoestima como de mayor capacidad política, que no sólo son adquiridas por las líderes, sino también por aquellas que conforman las bases de la asociación. Al respecto, una de las entrevistadas refiere:

Muchas de nosotras y de las que militaban en la organización, ya no éramos lo que éramos cuando comenzamos. No sólo sabíamos cómo meternos en lo institucional pa’ que nuestros derechos se garantizarán, también sabíamos hablar y hablamos consistentemente con quien sea. No nos daba miedo, nosotras ya no éramos las de antes y creo que en parte eso hizo que no nos amedrentaran cuando quisieron omitir nuestros derechos en la propuesta de la Ley 160 (ex presidenta ANMUCIC. Valencia, 2014).

Es así como los discursos reivindicativos de la ANMUCIC experimentan una mayor estructuración en la medida en la que las líderes y las mujeres que hacen parte de la asociación aprehenden e interiorizan conceptos más complejos que proceden de las teorías feministas y de género. Bajo nuevos referentes explican sus necesidades y problemáticas. La participación en reuniones con femócratas y organizaciones feministas contribuye a ampliar los términos en los que interpelan al estado y al mismo movimiento social sobre sus derechos. Conceptos como el la igualdad y no discriminación, el empoderamiento, la autonomía, entre otros, permean la construcción de sus reivindicaciones.

Sin embargo, es de aclarar que estos referentes no fueron utilizados en las negociaciones debido a que las mujeres fueron conscientes de que interpelar a los diferentes actores desde el género o desde el feminismo podía ser contraproducente para el logro de sus intereses. Entonces les era más funcional hablar desde la victimización o desde el papel de cuidadoras, que desde su ser como sujetos de derechos. Este aspecto es posible intuirlo en una de las entrevistas:

Nosotras entramos en un proceso bien interesante después de lo que hicimos para la Constitución. Con las de la Red Nacional y otras organizaciones, nos comenzamos a formar en lo de la perspectiva de género, en derechos humanos y también en el feminismo, pero esto sabíamos que era para nosotras para fortalecernos nosotras, pero no para hablarles a los compañeros o a los hombres en general, porque sabíamos que esto nos iba a dividir con ellos y no nos iba a unir (ex presidenta de ANMUCIC. Bogotá, 2013).

Por otra parte, la demanda de la ANMUCIC de participar activamente en los escenarios en los que se planea y define el desarrollo rural generó grandes tensiones con los varones de las organizaciones. Esto se debió no sólo a que para ellos resultaba difícil cambiar la percepción tradicional, sino también porque consideraban que estas capacidades minimizan su poder de decisión y de acción, no sólo dentro del movimiento y las bases, sino también con respecto a su interlocución con el Estado.

Finalmente, a través de la concertación de la Ley entre la ANMUCIC y los actores referidos se ratifica con mayor vigor el derecho de las mujeres rurales a la tierra. Así, la Ley 160 de 1994 recoge los avances formulados en el texto de la Ley 30 de 1988 ―a la que deroga―, mediante el Artículo 111, sobre la equidad de género, constituyéndose en un puntal para avanzar en el reconocimiento de los derechos de las mujeres rurales. Asimismo, con la nueva Ley se reafirma la titulación conjunta, la priorización de las mujeres jefas de hogar en el acceso a la tierra y a los recursos productivos; se postula la participación equitativa de las mujeres rurales como clave para la planeación de los programas de desarrollo rural; y se establecen medidas afirmativas para la promoción del acceso de las mujeres rurales a la tierra y a los recursos productivos.

Conclusiones

Tanto el acceso a los capitales (económico, político, social, cultural y simbólico), como las posibilidades de participar y ganar, en los ámbitos de la negociación, los agentes dependen de cómo los sujetos han sido configurados bajo la impronta de la lógica androcéntrica. En este marco, la realidad, los cuerpos, los objetos, las subjetividades, las maneras de interpretar y actuar sobre el mundo devienen de esquemas inconscientes de percepción y de apreciación, que bajo la impronta de “las estructuras históricas del orden masculino”, se han incorporado en la subjetividad y en la materialidad de los cuerpos (Bourdieu, 2000a).

Bajo esta lógica, los sujetos y la sociedad producen y organizan la realidad como una estructura en la que se opone lo masculino a lo femenino y en la que, por lo general, el primero ocupa el lugar privilegiado. Tal oposición media en la valoración de hombres y mujeres y, por ende, en sus posibilidades de ser reconocidos como sujetos de reforma agraria. De esta manera, las representaciones de género se constituyen no sólo en el producto de tal división sino también en una manera de naturalizar la diferencia a través de su circulación.

Lo relatado a lo largo del documento evidencia el cómo las mujeres rurales en general han tenido menos posibilidades de acceder a capitales, primero porque se les dispone a ser mujeres en un mundo en el que el privilegio lo tienen los varones; y segundo, porque han hecho parte de una clase social ―el campesinado― que ha ocupado históricamente una posición marginal en la estructura de la tenencia de la tierra. Esta doble posición ha condicionado el que las mujeres rurales, en los espacios de negociación, cuenten con menores capacidades y posibilidades para ubicar sus intereses en la agenda política. Sin embargo, es de considerar que para incrementar sus capacidades de negociaciones, es decir, “para jugar el juego correctamente”, debieron desplegar varias estrategias tanto discursivas como prácticas:

  1. Apelaron a representaciones de género tradicionales, es decir, a imágenes y significados de lo femenino aceptados y legitimados social y culturalmente (cuidadoras, madres, mujeres vulnerables) por los diversos actores implicados en la política de tierras. En este sentido, el que se convocara las identidades tradicionales de género tuvo como objetivo lograr el posicionamiento de la asociación en espacios masculinos, de los que tradicionalmente habían sido excluidas.

  2. Establecieron diferentes niveles de alianzas (femócratas, organizaciones de mujeres, organizaciones mixtas, funcionarios y funcionarias sensibles al género), cuestión que además de permitir la ampliación y estructuración de sus reivindicaciones frente al derecho a la tierra, contribuyó a incrementar los apoyos necesarios para permanecer en los espacios y participar en las negociaciones. En este sentido, las alianzas se traducen en un aumento de capitales sociales fundamentales para el posicionamiento y logro de sus intereses.

En cuanto a las representaciones que los diferentes agentes encarnaron, éstas transitan en dos niveles relacionados entre sí. Por un lado, es evidente la generalizada identificación de las mujeres como cuidadoras y vulnerables; en este sentido, la valoración social y económica de las actividades que realizan las mujeres rurales es casi nula, si éstas no se encuentran referidas a su papel como cuidadoras. Por el otro lado, en un contexto de modernización del agro ―propiciado, sobre todo, con la implementación de las políticas neoliberales en los noventa― se privilegia a la mujer como sujeto de reforma agraria en relación con su papel como productoras. Así, se considera clave implementar cambios legales y de política pública para que puedan acceder a los insumos para la producción. Tal acción no tiene otra intención que el de constituirlas en sujetos eficientes para el modelo neoliberal. De esta manera, la tendencia ha sido la de promover la ampliación de los roles de las mujeres en el ámbito productivo, pero sin dejar de lado los roles tradicionales ligados al cuidado.

En este contexto, el reconocimiento del derecho la tierra de las mujeres rurales se constituye en una estrategia para producir tipos de sujetos, cuyas características o rasgos les permitirán ser funcionales al sistema.

Al poner en circulación, a través de la intervención, nuevas representaciones de género ligadas a la capacidad de las mujeres para ser productivas y aportar al desarrollo rural, se propicia la asimilación de una serie de imágenes y representaciones “convenientes” sobre los sujetos y su papel en el nuevo modelo. Como señala de Lauretis (1989: 25), “la construcción de género prosigue hoy a través de varias tecnologías de género y de discursos institucionales con poder para controlar el campo de significación social y entonces producir, promover e implantar representaciones de género”.

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1 Este artículo es resultado del proyecto de investigación “Representaciones de género y acceso a la propiedad de la tierra en Colombia”, que realizó la autora para obtener el título de doctora del programa “Estudios Feministas y de género” de la Universidad Complutense de Madrid, llevado a cabo entre 2013 y 2014.

2La propiedad de la tierra puede ser unimodal, es decir, que la propiedad está distribuida entre medianos propietarios; o bimodal, en la que la mayor parte de las tierras está en manos de pocos grandes propietarios y una pequeña parte de las tierras, en manos de muchos pequeños propietarios.

3Corresponde a los medios, capacidades, recursos, etc., que un agente tiene para participar en un campo, el posicionarse y avanzar conforme a sus intereses.

4Facio (1992) observa cómo en el marco de las políticas sociales, por ejemplo, “las mujeres son tratadas explícitamente a propósito de la familia o la sexualidad, es decir de ámbitos propios de lo privado” (1992: 45).

5Como política de tierras se define la serie de decisiones que el gobierno toma para dirimir los asuntos y conflictos relacionados con la estructura de la tenencia de la tierra en Colombia, así como las acciones concretas (leyes, políticas públicas, programas) para dar vía a estas decisiones.

6En este estudio definimos como femócratas a las mujeres, feministas o sensibles al género que, siendo parte del Estado, trabajaban por impulsar la incorporación del enfoque de género a la planeación del desarrollo rural.

7En este artículo se presentan las referencias de las leyes haciendo alusión al número y año en que fueron sancionadas porque éstas no se han denominado con título específico.

8Se define como la serie de estructuras socialmente estructuradas, “porque implica el proceso mediante el cual los sujetos interiorizan lo social”, y estructurantes, “porque funciona como principio generador y estructurador de prácticas culturales y representaciones” (Rizo, 2006: 1); además de estructura estructurada, el habitus es estructura estructurante, base a partir de la cual el agente construye sus prácticas y representaciones del mundo.

9Éste corresponde al escenario en el que se enfrentan unos agentes que encarnan habitus desiguales y que tienen “medios y fines diferenciados según su posición en la estructura del campo de fuerza” (Bourdieu, 2004: 111).

10Las tres personas entrevistadas y que se encuentran en el exilio en España salieron de Colombia hace más de una década por causas asociadas al conflicto armado: en relación directa con el papel que han jugado en la lucha por la tierra fueron amenazados por grupos paramilitares.

11Uno de los planteamientos que distancia a Bourdieu (1993: 27) del pensamiento marxista, es su propuesta sobre el hecho de que los espacios sociales no se constituyen únicamente en escenarios de lucha económica sino que además se instituyen en campos de enfrentamiento simbólico entre los agentes, es decir, lugares donde se “ponen en juego nada menos que la representación del mundo social”.

12Responde a un conjunto de estrategias encaminadas a facilitar el acceso por parte del pequeño productor a crédito, investigación, difusión y transferencia de tecnología.

13Refiere Ospina (1998: 60) “los resultados de diversos estudios a comienzos de los ochentas y auspiciados por el Ministerio de Agricultura, según las cuales era evidente que las mujeres, en un alto porcentaje, eran las principales productoras de alimentos para el autoconsumo y para los mercados locales”.

14En palabras del PNUD (2011: 224): “Fue en esta coyuntura en la que el conflicto armado, de la mano de los paramilitares y narcotraficantes inició un proceso de contrarreforma agraria que consolidaría definitivamente la alta desigualdad en la estructura agraria.”

15Esto no significa que la totalidad de quienes formaban parte de los procesos en el ámbito institucional, encarnaran cambios significativos en sus modos de percibir y actuar sobre la realidad.

16Cabe destacar que esta convergencia dio lugar a que, en el seno de la ANMUCIC, se posicionara una visión feminista de la diferencia que contribuyó a la toma de conciencia sobre el hecho de que la diversidad también existía al interior de la organización, reconocimiento que debía comenzar a permear las reivindicaciones.

17En esta Resolución se privilegia a las mujeres que estén en “estado de desprotección como resultado de la situación de violencia característica del país, lo que incrementaba los casos de viudez y abandono” (Deere y León, 2000: 243).

18En algunos departamentos las líderes conformaban varias instancias de planeación. Este proceso que fue habilitado por la Ley 30 de 1988.

Recibido: 16 de Abril de 2015; Aprobado: 08 de Septiembre de 2015

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