Edward P. Thompson inició el ensayo ya clásico La economía “moral” de la multitud en Inglaterra del siglo XVIII con una advertencia sobre el uso impreciso del término “motín”. Él señalaba que “esta simple palabra de cinco letras puede ocultar algo susceptible de describirse como una visión espasmódica de la historia popular” (Thompson, 1995, p. 213). Para el historiador marxista, en esta visión los sectores populares no eran reconocidos como sujetos con agencia, al contrario, sus acciones emergían como irrupciones ocasionales y compulsivas como respuestas a estímulos. En la actualidad, algo similar podría decirse sobre ciertos usos del término “linchamiento”. En este caso, tras el horror de su violencia parece ocultarse algo susceptible de describirse como una visión espasmódica de la acción de los sectores populares frente a la inseguridad civil, lo que en muchas ocasiones implica una representación “primitivista” de los mismos a través de representaciones “biologicistas” y “culturalistas”.
En la literatura sobre violencia e inseguridad en América Latina y México, la representación distorsionada de la acción popular que opera comúnmente bajo el término “linchamiento” no sólo se restringe a las formas específicas de acción que podemos definir con éste. La figura del linchamiento suele ocupar, en distintos discursos, posiciones particulares en la representación y significación de las formas de acción popular frente a la inseguridad.
Por una parte, encontramos un desborde semántico del término hacia distintas acciones populares “justicieras”, “vigilantes” o de “derechos alternativos”; por la otra, en no pocas ocasiones los “linchamientos” aparecen, discursivamente, como la única acción activa popular frente a la inseguridad, que oculta una amplia diversidad de formas de acción y mecanismos de protección. Siguiendo a Žižek (2001), se podría plantear que en no pocos discursos el linchamiento parece conformar el caso “típico” que, siendo un fenómeno particular, se constituye en el soporte fantasmático de la noción universal sobre la acción popular frente a la inseguridad y hegemoniza sus sentidos y significados.
Esta nota de investigación tiene dos objetivos: realizar una crítica a la visión espasmódica que se oculta bajo la figura de los linchamientos y que sutura los sentidos y significados de las violencias populares frente a la inseguridad, y explorar algunas posibilidades explicativas y analíticas de la noción de economía moral de la violencia.2
La exposición se encuentra dividida en tres partes. En la primera muestro la concepción de la violencia que sostiene la imagen espasmódica de los linchamientos y señalo los procedimientos de exclusión e invisibilización que le son indispensables, y la articulación de esta concepción con distintas representaciones poscoloniales sobre los sectores populares. Posteriormente, presento algunas investigaciones que han criticado la visión espasmódica y elaboro distintos argumentos explicativos. A pesar de los diferentes aportes que estas aproximaciones realizan, destaco una ambigüedad, más o menos generalizada, en el tratamiento de las lógicas de las violencias en los linchamientos: la desfiguración de su heterogeneidad. Finalmente, enmarcando las violencias dentro de economías morales, señalo cuatro dimensiones de análisis poco estudiadas que considero indispensables para entender los linchamientos: la construcción social y cultural del sentido de agravio; los lazos sociales en la reacción colectiva violenta; la función de la representación del “criminal” como elemento que legitima la violencia que se le infringe, y la posición del sujeto “criminal” victimizado por linchamiento en relaciones de poder simbólico y social.
Retornos de ruido y furia
Peter Imbusch, Michel Misse y Fernando Carrión (2011), en su amplia revisión de la literatura sobre violencia en América Latina, tras referir un contexto de criminalidad, violencia e impunidad que tiene como trasfondo la incapacidad y corrupción de la seguridad pública en la región, realizan la siguiente descripción:
…aquellos que pueden solventar los gastos, prefieren emplear servicios privados de seguridad, mientras otros pertenecientes a las clases medias se atrincheran detrás de altos muros o cercas con alarmas y viven en casas con barrotes en las ventanas y las puertas, sofisticados sistemas de alarma o grandes perros guardianes. […] En las áreas pobres de América Latina la justicia del linchamiento se ha convertido en un instrumento rutinario para aquellos que no pueden contar ni con la protección de la policía, ni con el castigo al perpetrador por un sistema de justicia rebasado […] (p. 102).
En diversos estudios de la región se destaca que, en efecto, los casos de linchamientos han aumentado en décadas recientes (Gamallo, 2015, pp. 183-184). Pero sorprende que en este párrafo, donde se refiere a los mecanismos privados (mercantilizados o sociales, pero alternativos a la seguridad pública) a través de los cuales distintos sectores de la población latinoamericana enfrentan cotidianamente la inseguridad y criminalidad, no se mencione para los sectores populares otra forma de acción que los linchamientos. Sin embargo, sectores sociales sujetos a condiciones de exclusión estructural (económica y política), en distintos contextos de inseguridad, violencia e impunidad, responden de formas diversas y heterogéneas a las violencias criminales que conforman su experiencia cotidiana (Maldonado, 2013; Auyero y Kilanski, 2015). Entre estas respuestas se encuentra un amplio repertorio de acciones individuales, pero también colectivas o apoyadas en redes sociales, con diferentes características organizativas, que suelen hacer uso de mecanismos físicos y simbólicos, con diferentes relaciones con medios violentos y no violentos a través de las cuales los sectores populares buscan (y muchas veces logran) producir condiciones de protección.
Así, en la cita quedan invisibilizadas tanto las múltiples estrategias de evitación y confinamiento que, al igual que las clases medias y altas, también despliegan los sectores populares como otras formas de protección que, sin ser linchamientos, implican la intermediación de la violencia (Huggins, 1991). Por ejemplo:
Queda en la oscuridad el reconocimiento de la organización de distintos grupos vigilantes (Schubert, 2015) como las “rondas campesinas” en el norte de Perú que analiza Orin Starn (1999); de individuos justicieros, como Cabo Bruno de quien nos habla Heloísa Rodrigues (1991), o, más recientemente, las autodefensas de Michoacán, México (Guerra, 2017).
Tampoco se hace visible la manera en que se conforman condiciones de seguridad para los sectores populares en la medida en que éstos se vinculan o quedan vinculados (a partir de afectos territoriales) a grupos violentos (bandas y pandillas) que extienden ciertas condiciones de “seguridad” al vecindario en el que están arraigados (Rodgers, 2007; Zubillanga, 2009; Sonnevelt, 2009, y Moser y McIlwaine, 2004).3
De igual forma se desconocen los distintos procesos de construcción de instituciones de seguridad y justicia en las comunidades indígenas (Sieder, 2011).
En el espectro amplio de estrategias que despliegan los sectores populares, los linchamientos se revelan sólo como una acción más, y no la única ni tampoco la más obvia, y, además, su emergencia, incluso cuando se vuelve recurrente, resulta más esporádica que el uso de otros recursos.
Por otra parte, la cita presentada es significativa porque ilustra otro fenómeno también extendido. Aquel que para satisfacer la explicación de los linchamientos baste con enunciar unos pocos elementos: algunas condiciones de criminalidad, una ansiedad social creciente sobre la inseguridad y la ausencia de mediación estatal -un “vacío” dejado por las instituciones del Estado en la prevención, persecución y castigo del crimen. (Evidentemente, esta explicación frugal se encuentra ligada a la ausencia de reconocimiento de las formas alternativas de acción popular que antes mencioné.)
El problema con aceptar estos elementos causales mínimos, como suficientes para la explicación de fenómenos como los linchamientos, no radica sólo en la exclusión de distintas dimensiones explicativas necesarias para dar cuenta de acontecimientos tan complejos como los que nos conciernen, sino en el hecho de que los elementos causales mínimos sean apuntalados por presupuestos soterrados que de manera tácita articulan la conformación de sentido y sostienen su validez. En este caso, los soportes de su explicación parecen situarse en la representación de la violencia como una respuesta “natural”, una forma de acción que explota, mecánicamente, frente a estímulos como la ira, la desesperación, el hastío. Con ello se reproduce la mirada del sentido común que considera “la violencia como una entidad esencial, universal, sociobiológica o psicobiológica, un residuo de nuestros primates y prehistóricos orígenes evolutivos como una especie de cazadores-asesinos” (Scheper-Hughes y Bourgois, 2004, pp. 2-3).
No obstante, pese al carácter esencialista de esta concepción respecto al ser humano, esta representación de la violencia es dúctil para vincular los linchamientos (con su expresión particular de violencia, aparentemente sin mediaciones) con supuestas características “atávicas” que dan razón de posiciones específicas en el proceso de “civilización”, de formas de ser “primitivas”, “premodernas”, dominadas por las pasiones, que no hacen uso recurrente de la racionalidad, entendida ésta en la forma abstracta de la racionalidad ilustrada. De este modo, la representación de los linchamientos como expresiones de furia, de rabia desbocada, reproduce cierta representación dominante (y su violencia simbólica) sobre los sectores populares: el actuar mecánico e impulsivo, sujeto a emociones antes que considerar la reflexividad y la razón, inclinado por la violencia (una violencia indómita) sobre otros medios. Y, dentro de estas formas de representación, tampoco llama a asombro el que en América Latina los linchamientos sean “indigenizados” (Krupa, 2009, p. 30), es decir, explicado como parte de tradiciones y costumbres indígenas. Esta visión reproduce el imaginario colonial racista (prevaleciente también en los discursos sobre el mestizaje) para el que lo indígena, aunque sea sujeto de cierto reconocimiento y valoración, al mismo tiempo no deja de constituir una otredad “inferior, primitiva y culturalmente degradada” (Leal, 2016, pp. 543-544).
Respuestas críticas y un amasijo de violencias
En distintas investigaciones esta representación espasmódica y primitivista de la acción popular ha sido confrontada. Uno de los elementos desmontado por diversos autores es la vinculación de los linchamientos con tradiciones y costumbres indígenas (véase Fuentes y Binford, 2001; Handy, 2004; Godoy, 2004; Binford y Churchill, 2009; Krupa, 2009; Sieder, 2011). Al mismo tiempo, algunos de estos investigadores y otros (Goldstein, 2005; Santillán, 2008) han mostrado que los linchamientos “no son erupciones espontáneas de furia expiatoria” (Godoy, 2004). Como las otras distintas acciones a través de las cuales la gente construye condiciones de seguridad, los linchamientos se encuentran inscritos en procesos históricos y culturales. Y aunque no son fenómenos nuevos, su crecimiento en años recientes da cuenta de procesos de transformación y, sobre todo, de crisis contemporáneas.
Por ejemplo, Daniel M. Goldstein (2005) ha argumentado que los linchamientos ocurridos en Bolivia en la década de los noventa y principios de este milenio se pueden entender como una forma neoliberal de violencia, no sólo porque su proliferación en esos años parece una respuesta a procesos político-económicos de transformación estructural, sino porque además encuentra que esta forma de acción está “profundamente moldeada por, y es expresiva de, ciertos principios básicos del neoliberalismo” (p. 391): privatización, flexibilización, auto-ayuda y responsabilidad individual. Es decir, esta respuesta a las condiciones de inseguridad civil, en un contexto de crisis en la relación con las instituciones estatales, se inserta en el contexto de “violencia neoliberal” y de transformaciones en las formas culturales de subjetividad. Con cierta cercanía a este argumento, con relación al caso de Ecuador, Alfredo Santillán (2008) señala que los linchamientos coinciden en muchos sentidos con la lógica de la “Seguridad Ciudadana” que ha favorecido el crecimiento de mecanismos privados de protección. En la interpretación de estos autores, el Estado no tendría propiamente el papel del sujeto “ausente”, pues su presencia está en parte en la promoción, a través de sus discursos y prácticas, de cierta racionalidad y lógica de la acción.
Por otro lado, Angelina S. Godoy (2004), a propósito de los linchamientos en Guatemala, argumenta en contra de la idea de considerar que éstos se vinculan a una herencia histórica “pre-moderna” que encarnarían las poblaciones indígenas actuales. Señala que “las comunidades en las que ocurren linchamientos se encuentran completamente insertas en la economía política globalizada de la modernidad avanzada. […] Más que un remanente de prácticas tradicionales, los linchamientos son evidencia de su erosión” (p. 631). De esta forma, Godoy se aleja del enfoque estatocéntrico, pues en su explicación no resulta suficiente reconocer alguna “ausencia” de la seguridad pública sino que nos orienta a mirar hacia la desestructuración de otras formas de organización y acción popular frente a la inseguridad, en este caso ligadas a concepciones de “justicia” asociadas a pueblos indígenas, más vinculadas a la restitución que a la venganza. De manera muy similar Jim Handy (2004, pp. 558-561) argumenta sobre la importancia de la fractura, desestructuración y crisis del derecho consuetudinario a partir de la década de 1980 en Guatemala como uno de los elementos explicativos del crecimiento de los linchamientos en los años noventa en ese país.
Investigaciones como las anteriores alumbran de distintas formas nuestro conocimiento sobre el linchamiento y permiten reconocer en la violencia de su despliegue a sujetos complejos invadidos por pasiones, pero también conformados por procesos históricos y culturales. Además, en la literatura referida se suele señalar los linchamientos como formas asertivas, aunque perversas, de agencia e interlocución con la política popular. Se ha destacado que se trata de acciones expresivas y comunicativas (transversales y horizontales) que pretenden, a través de su mensaje, garantizar un orden.
Sin embargo, en distintas interpretaciones aparece un límite analítico recurrente. En los estudios sobre linchamiento se suele categorizar como expresiones de un mismo fenómeno usos sumamente heterogéneos de violencia. De forma general, la definición de linchamiento presente en las investigaciones coincide con la siguiente: episodios públicos de violencia física que pueden ocasionar la muerte o no, cometidos por un grupo de ciudadanos cualquiera contra uno o más individuos acusados de haber cometido ofensas criminales (Binford y Churchill, 2009, p. 302). Así, se sitúa uno al lado del otro y se funden en un solo amasijo distintas acciones inflingidas a sujetos acusados de un acto criminal: 1) una golpiza colectiva; 2) una detención colectiva violenta para entregarlo a la policía; 3) una detención colectiva violenta para herir y humillar públicamente, y 4) una detención violenta colectiva para acabar con su vida.
Ciertas fronteras entre estas diferentes acciones pueden traspasarse durante los hechos violentos, además de que entre ellas hay distintas características compartidas. No obstante, al mismo tiempo entrañan diferencias significativas que parecerían difíciles de soslayar. La forma en la que comúnmente se les unifica termina por ocultar la existencia de diferentes usos y lógicas de uso de la violencia que las constituye. Además, al definirse todas como “linchamientos”, término que tanto históricamente como en la actualidad se encuentra asociado a la representación de la ejecución mortal, la heterogeneidad de sentidos y significados de las acciones populares quedan subsumidas dentro de un concepto que si bien es particular (y proporcionalmente minoritario), construye la noción “universal” de estos fenómenos, es decir, ocupa la hegemonía de su representación, conforma su noción ideológica (véase Žižek, 2001, pp. 187-193).
Al ocultar la heterogeneidad, dicha subsunción facilita nuevamente la representación de la violencia popular colectiva como una irrupción ciega y desbocada. El ocultamiento de la heterogeneidad, entre otros efectos, desconoce las características específicas de cada violencia y de las posiciones subjetivas populares sobre la legitimidad e ilegitimidad de usos diferenciados de violencia, así como la producción de dicha legitimación, lo que no es el resultado mecánico de la desprotección estatal.
Economías morales de las violencias de la multitud
La legitimidad, como una dimensión integrante de la acción popular en un contexto de desesperación, nos remite a E. P. Thompson y a lo que, a partir de él, pero más allá de él, podemos entender como economía moral de la violencia. Apoyándome en el planteamiento de Didier Fassin (2018), en su discusión con los trabajos de E. P. Thompson, James Scott y Lorraine Daston, lo que entiendo con este término es que las acciones violentas, como otras formas de acción social, se encuentran en parte enmarcadas por “la producción, el reparto, la circulación y la utilización de las emociones y los valores, las normas y las obligaciones en el espacio social” (Fassin, 2018, p. 196). Es decir, hay marcos culturales y significados que conforman las violencias y establecen los lindes de su consentimiento y rechazo, de su (i)legitimidad (Hamilton, 2011).
Entender los linchamientos conformados pese al carácter transgresivo de la violencia por economías morales, abre distintos puntos de interrogación y conceptualización.
El primero se vincula con la construcción social del sentido de agravio. Desde la idea de la economía moral de la violencia las emociones se piensan como desnaturalizadas, es decir, se les conciben como expresiones mediadas socialmente. Como señalan Scheper-Hughes y Bourgois (2004): “No existe tal cosa como pasiones y emociones naturales sin mediación, porque sin nuestras culturas apenas sabríamos cómo o qué sentir” (p. 15). En nuestro caso, al vincular los sentimientos con los valores y las normas, quedamos convocados a preguntarnos sobre la construcción simbólica del sentido de agravio y de las reacciones afectivas al daño. En tanto, como señala Žižek (2009): “La realidad en sí misma, en su existencia estúpida, nunca es intolerable: es el lenguaje, su simbolización, lo que la hace tal” (p. 86), entonces cabe preguntarse sobre los procesos de simbolización que hacen intolerables ciertas agresiones, y no otras. ¿Qué acciones, a qué víctimas?
En segundo lugar, otro punto de interrogación lo encuentro en torno a los lazos sociales que estructuran la reacción colectiva violenta. En su investigación sobre linchamientos en México, Gamallo (2015) destaca que los protagonistas de linchamientos suelen tener relaciones sociales previas. Este aspecto da cuenta de las formas fragmentadas de distribución y circulación social de emociones, y también de respuestas violentas a través de la conformación de identidades categoriales afectivas. Es decir, la colectividad violenta no está conformada por un agregado contingente de individuos que comparte una indignación y hastío ante la presencia (o el rumor) de una agresión aleatoria sino que está mediada por vínculos sociales e identidades colectivas previos también afectivos y que median las respuestas emocionales frente a distintas agresiones. Además, el análisis de Gamallo permite pensar que las respuestas violentas no sólo responden a cierta construcción de un “nosotros” sino también a la preexistecia de vínculos de reciprocidad y obligaciones mutuas (Karandinos, Hart, Montero Castillo y Bourgois, 2014).
Los elementos señalados nos remiten a marcos culturales (y estructuras de sentimientos (Williams, 1980)) que dan cuenta de distintas características de las violencias colectivas que se agrupan bajo el término de linchamientos. Se trata de marcos que de distintas maneras organizan y dan forma a la violencia, tanto en su aparición como en su despliegue y que en diversas formas le infunden legitimidad, mientras que otras expresiones de violencia aparecen como ilegítimas. Podemos pensar en múltiples dimensiones necesarias de ser indagadas en la producción de legitimidad de los usos de violencia y sus características particulares: sus perpetradores, sus formas, sus magnitudes, sus objetivos.
En este sentido, el tercer aspecto por problematizar es la representación social del “criminal” y la función de esta representación en la legitimación de la violencia de los linchamientos. Siguiendo a Michael Taussig (1984), considero que para explicar el terror que encontramos en la violencia de los linchamientos más coordinados y ritualizados, que terminan con el asesinato de su víctima (o la procuran), es indispensable analizar los procesos de construcción cultural de la “maldad” (p. 479) y su “encarnación”, a través de narraciones y la producción ideacional de imágenes y emociones (p. 494), en determinados “otros”, en este caso, en los “criminales” victimizados.
La construcción categorial del “criminal” como una otredad amenazante y radical, irreductible, irredimible, irreconciliable y eliminable no es exclusiva de los linchamientos. Se trata más bien de una imagen que circula en distintos discursos globales contemporáneos. Su enunciación más poderosa en los últimos años sin duda ha estado vinculada a la “guerra contra el terror” impulsada por Estados Unidos. Pero esta articulación cristaliza y alimenta un paradigma securitario, punitivista, extendido globalmente que, como señala Goldstein (2007, 2010), antepone lo que se ha entendido como “seguridad” en los discursos sobre los derechos humanos. Además, los discursos maniqueos sobre la seguridad que construyen la identidad de los sujetos categorizados como “criminales”, como pura negatividad, como encarnaciones del “mal”, exteriores a la comunidad política-social, no son nuevos en América Latina. Por el contrario, imágenes similares han sostenido y sostienen una multiplicidad de prácticas estatales de violencia extrajudicial: torturas, asesinatos y desapariciones (Vicente, 2013).
Así, es necesario recuperar la vinculación realizada por Huggins (1991) en la introducción a su compilación sobre el vigilantismo en América Latina y señalar el lazo entre la violencia de estos linchamientos y distintas violencias estatales (Fuentes y Binford, 2001) también argumentan en esta dirección). Encontramos que estos linchamientos de violencia homicida no pueden representarse simplemente como una ruptura con la lógica de la violencia y la “justicia” estatal (a no ser que nos alienemos exclusivamente a su imagen normativa fetichizada), por el contrario, en muchos casos reproducen, aunque con cierta refracción, elementos comunes a una economía moral de la violencia que se extiende en el espacio social, más allá de los ámbitos y los actores locales.4
Aunado a lo anterior es fundamental recuperar la crítica de Krupa (2009, p. 27) a las aproximaciones a los linchamientos en América Latina: mientras ha habido un importante esfuerzo por explicar los linchamientos desde los linchadores, poca atención se ha dado a los sujetos que son linchados, como si su cuerpo fuera sólo un dispositivo neutral para algún mensaje y no el mensaje. Esto representa el cuarto punto a problematizar. Preguntarnos por los sujetos y los cuerpos linchados nos aleja de la figura abstracta del “criminal” para acercarnos a sujetos concretos con posiciones específicas en las estructuras sociales y las relaciones de poder. Nos orienta a inquirir por los órdenes de poder y las desigualdades estructurales, pero también coyunturales, y su entrelazamiento material y simbólico. En este sentido, nos obliga a pensar también en la economía de la violencia (a la par de las valoraciones morales); es decir, en ciertos posibles cálculos sobre la vulnerabilidad de las víctimas (los “criminales” victimizados), como su lugar en entramados de jerarquías simbólicas y las características y las cualidades de sus capitales sociales.5 En otras palabras, en su lugar en relaciones de poder (véase Clark, 2011).
Comentario final
En este texto he querido conjurar una visión de la violencia popular que, arraigada en el sentido común, acecha y logra filtrarse en análisis y estudios. Destaqué que esta visión hace eco de una representación dominante que degrada a los sectores populares. Además, fue reconocible también que el Estado participa en los linchamientos de forma más compleja que como un leviatán ausente. Despejar ciertos presupuestos por los que respira dicha visión parece una tarea necesaria para aproximarnos a la violencia popular de forma más comprensiva, sin ser ajenos a la multiplicidad y heterogeneidad de sus formas y lógicas. En este sentido, de manera exploratoria he mostrado distintas dimensiones analíticas ligadas a la noción de economía moral de la violencia: la construcción social y cultural del sentimiento de agravio y la reacción colectiva, los elementos que conforman las legitimidades de las violencias y las especificidades de los cuerpos sociales de las víctimas. Aunque esta noción se muestra fecunda para la investigación, falta aún poner a prueba su potencial explicativo, que permitirá reconocer sus alcances y límites.