Los resultados de investigación aquí presentados forman parte de la tesis de doctorado que desarrollé para obtener el grado de doctor en ciencia social con especialidad en sociología, por El Colegio de México (2018). La tesis tuvo como objetivo central analizar las relaciones clientelares y los juegos de poder que articulan los encuentros cotidianos entre políticos profesionales, funcionarios municipales, dirigentes vecinales y vecinos, como un modo de construcción de Estado, es decir, se trató de un estudio de los modos en que la gente, ubicada en distintas posiciones, representa al Estado, y cómo esto tiene efectos en sus prácticas sociopolíticas cotidianas. La investigación se desarrolló en la comuna de Avellaneda,2 nombre ficticio como el de nuestros informantes clave, para resguardar su identidad.
En este artículo reconstruyo la dimensión del trabajo de campo referida al análisis de los contactos rutinarios entre concejales y ciudadanos,3 en las oficinas de los primeros, durante las denominadas “sesiones de atención a público”. En ellas, los concejales desarrollaban “prácticas de asistencia”, es decir, escuchaban y atendían problemas individuales o colectivos de los vecinos para después ensayar algún mecanismo de solución. De esta manera, presencié cinco sesiones de atención al público a cargo de Ramón, concejal de la Democracia Cristiana (DC), y seis de Óscar, concejal de la Unión Demócrata Independiente (UDI).4 Elegí estos dos concejales porque sus oficinas, durante los días de atención al público, eran las más concurridas, situación que se explica porque dentro de Avellaneda tanto la DC como la UDI son partidos bien posicionados a escala local: los alcaldes han sido de uno u otro partido, y para el periodo de trabajo de campo ocupaban ambos la mayor parte de los espacios para concejales (tres para la DC, y tres para la UDI, de diez espacios).
La estrategia metodológica consistió en situarse dentro de la oficina, observar y registrar interacciones con el objetivo declarado de elaborar una tesis de sociología abocada a entender los problemas del barrio.5 El análisis fue complementado con conversaciones espontáneas y entrevistas semiestructuradas a la totalidad de los concejales, otros representantes políticos o sus asistentes, funcionarios municipales y vecinos solicitantes de ayuda fuera de las oficinas.6 En suma, ofrezco los siguientes hallazgos como problemas para seguir explorando, más que como aciertos definitivos.
El artículo se divide en tres apartados. En el primero presento el marco teórico del análisis, la antropología del Estado, en el que delineo los principales autores y corrientes que articulan este enfoque. El segundo está dedicado a mostrar los resultados de investigación, mientras que en el tercero analizo los hallazgos en relación con el marco teórico, además de señalar mi aportación al campo y algunas líneas de investigación futuras.
Problematización teórica
Bajo distintas rúbricas, la antropología del Estado ha partido de una crítica general en el estudio del Estado, en el que éste se concibe como una entidad coherente, unificada, con voluntad y autonomía propias separada de la sociedad. Este enfoque no constituye una teoría unificada, sino un conjunto de sugerencias analíticas multidisciplinares (Estrada, 2019). ¿Qué plantean? En primer lugar, la apuesta va encaminada al estudio de las representaciones sobre el Estado. Para esta perspectiva, el fenómeno de “lo estatal” no opera con independencia de las creencias, percepciones y expectativas de los agentes sociales, por lo que resulta útil indagar en lo que significa para estos últimos el Estado a partir de la interrelación entre aprendizajes, prácticas y discursos, en los que además circulan distintas “materialidades” asociadas a su poder: leyes, documentos, agencias, monumentos, etcétera (Das, & Poole (eds.), 2004; Hansen, & Stepputat (eds.), 2001; Joseph, & Nugent (comps.), 2002; Sharma, & Gupta (eds.), 2006).
Invitar al estudio de las representaciones implica, para este enfoque, concentrarse en un tema que para sus partidarios no ha recibido la suficiente atención en los análisis del Estado: la cultura. Entendiéndola como un conjunto de rituales, símbolos e interpretaciones, escudriñan la manera en que el Estado (sus jerarquías, clasificaciones y ordenamientos sociales) se reproduce en lenguajes, gestos de autoridad, identidades y subjetividades. No obstante, esta reproducción no implica asumir que los agentes sean pasivos o que estén subsumidos en un proceso coherente o monolítico. Por el contrario, resulta contingente, fluido y precario, en el sentido de que el poder del Estado debe negociarse constantemente. Por ello, muchas reflexiones en este marco argumentan en favor de los procesos creativos y subversivos en la implementación de las políticas públicas (Agudo, 2015).
En segundo lugar, opera una apuesta por el estudio de la vida cotidiana del Estado, esto es, la manera en que se vuelca hacia la vida mundana de la gente a través de sus distintos representantes: líderes políticos, asistentes sociales, profesionales de la salud, policías, jueces, bomberos (Fassin et al., 2015; Yang, 2005). En las interacciones cotidianas entre actores estatales y no estatales, según esta visión, el Estado se hace concreto, se construye (Gupta, 2015). De aquí que se busque realizar una “micropolítica del trabajo estatal” (Sharma, & Gupta (eds.), 2006), o se estudie el quehacer rutinario de las “burocracias”, entendidas como agencias en que se manifiesta lo público, las cuales cumplen un rol nodal que proyecta sentidos sobre el significado, alcances y límites de la intervención estatal (Lipsky, 2010 [1980]).
Es en esta vinculación entre lo cotidiano, lo cultural y material del Estado donde se definen las principales tareas para la antropología del Estado. Metodológicamente, lidian no sólo con el estudio de interacciones, sino también de documentos, archivos y otros “artefactos”, entendidos como mediadores de la acción estatal. Además, tienden a privilegiar el estudio de las trayectorias y genealogías de los actores, los procesos por los que los problemas públicos se conforman, así como el tejido de las relaciones y comprensiones locales que actualizan la división entre sociedad y Estado, es decir, lo “mistifican” como una fuerza coherente y unificada a pesar de la disgregación y descoordinación de sus procesos (Mitchell, 1991).
Especialmente relevante para esta literatura es el estudio de la relación entre emociones y Estado (Graham, 2002). Si bien son populares las imágenes de la burocracia como una entidad fría e impersonal, para estos aportes las relaciones políticas cotidianas, así como los procesos de construcción de Estado, se forjan centralmente con elementos afectivos y morales. Resultan relevantes, así, algunos estudios que visibilizan las formas en que la población busca comprometer a burócratas y agentes estatales, e invocan la idea del Estado como una fuente provisora de bienes y servicios que protege y cuida a su población (Nuijten, 2003).
En América Latina disponemos de algunas traducciones de obras relevantes en este enfoque (Abrams; Gupta, & Mitchell, 2015; Joseph, & Nugent (comps.), 2002; Lagos, & Calla (comps.), 2007), así como de una producción propia. Las discusiones atraviesan cuestiones teóricas y análisis empíricos en México (Agudo, 2015; Agudo, & Estrada (eds.), 2011; Saldívar, 2008), Bolivia (Wanderley, 2009), Colombia (Buchely, 2015; Jaramillo, & Buchely (comps.), 2019), Argentina (Ferraudi, 2014; Quirós, 2011; Manzano, 2013; Perelmiter, 2018) y Chile (Rojas, 2019). En ellos observamos que no sólo la frontera entre el Estado y la sociedad, sino la de lo público/privado, formal/informal, política del clientelismo/política de la protesta colectiva y beligerante pierden su pretendida “solidez” y se vuelven sujetas a negociación rutinaria.
De estos aportes, profundizaré en aquellos que sitúan como problemática central las prácticas de asistencia social desarrolladas entre lo que Lipsky denominó burócratas “a nivel de calle” (Lipsky, 2010 [ 1980] ) y la población local (Dubois, 2020; Fassin et al., 2015, 2003; Perelmiter, 2018; Rojas, 2019; Shijman, & Laé, 2010; Zapata, 2005). A partir del estudio del funcionamiento de diversas agencias de asistencia estatal (aquellas que habilitan permisos de estadía para inmigrantes, proveen subsidios familiares o ayudas financieras urgentes, gestionan necesidades barriales, lidian con la pobreza), se ha hecho hincapié en los recursos, habilidades y capacidades con que la población busca alcanzar diversos beneficios en interrelación con los mecanismos de lectura y control social que los burócratas desarrollan sobre los asistidos.
Estos “detalles” de la vida burocrática se empalman con marcos de interpretación más generales, de modo que se conjuga el estudio de los criterios de justicia y merecimiento puestos en juego para la asignación de recursos con estilos de gobierno, transformaciones de la política social, la relación entre afectos, neoliberalismo y bienestar social, y el modo en que recurren a conceptos como compasión, piedad, caridad, economía y subjetividad morales para mostrar aquellas formas de gestión de lo estatal desde las prácticas asistenciales. Así, este enfoque nos aproxima a cómo se construye la realidad sociopolítica a partir del ensamble precario de distintos plexos y niveles de análisis.
El contexto general de estudio
La comuna de Avellaneda es predominantemente urbana, con una población que ronda los 300 000 habitantes. Su tasa de pobreza por ingresos es de 15.42, más alto que el nivel regional (10.08) y nacional (10.41).7 Muchos de los problemas asociados a la urbanización (alumbrado público, agua potable, regularización y zonificación de las viviendas) no están resueltos, pues la comuna posee una zona central consolidada en la provisión de bienes y servicios urbanos, y una gran zona periférica que incluye pronunciadas pendientes y carece de alguno o más de estos servicios.
En este escenario, la mayoría de los concejales desarrollaban durante el trabajo de campo “sesiones de atención al público” una vez a la semana, por la mañana o por la tarde, en sus oficinas provistas por la municipalidad. Son actividades a las que no están obligados por la legislación,8 aunque asumidas como parte de sus tareas políticas cotidianas. No sólo los concejales participan en ellas, también lo hacen funcionarios municipales y del gobierno regional a cargo de tareas de “asistencia social”,9 así como diputados y senadores.10 El que los representantes políticos dediquen un tiempo de su agenda a escuchar y atender problemas individuales de los vecinos tiene una larga data en la historia contemporánea de Chile, pues ya en los años de 1970 la mencionaba Arturo Valenzuela (2016 [1977]). En Avellaneda, los dirigentes barriales de mayor edad refieren que esta práctica existe desde antes de la transición política en aquel país (1989).
Tales acciones poseen como trasfondo que mucha de la legitimidad que los concejales pueden amasar en sus trayectorias políticas depende del grado en que se muestren eficaces para resolver problemas de los vecinos y proveer bienes y servicios, de modo que cada concejal en Avellaneda se mostraba “especializado” en un campo específico de actuación: el concejal Óscar, de profesión abogado y extrabajador de un área de asignación de vivienda dentro del gobierno regional, se constituía públicamente como el concejal que podía, con mayor eficacia que la de sus competidores, orientar sobre temas jurídicos y especialmente de vivienda, mientras que Ramón, extrabajador del municipio, señalaba que su “especialidad” era el funcionamiento de la municipalidad y la aceleración de sus procesos, puesto que “conocía” a mucha gente ahí.11
Debido a lo anterior, el trabajo implicado en poner un sello distintivo para capitalizarse políticamente se traducía en este contexto en hacer gala de contactos, recursos y capacidad de influencia para intermediar soluciones dentro del Estado o resolver problemas directamente, temas que han evidenciado estudios sobre vínculos políticos a nivel local en Chile y América Latina (Hurtado, 2013; Pérez, 2016). De este modo los concejales, en un contexto más amplio, son actores cuyos vínculos sociopolíticos con la ciudadanía están menos estructurados por factores partidarios o político-programáticos y más por una atención cotidiana a la urgencia y necesidades de los vecinos, a diferencia de actores políticos situados en escalas mayores de agregación (diputados, senadores). Por lo anterior, cuando un vecino salía de la oficina con una respuesta a su problema, podía señalar, en un tono festivo, que el concejal era un “jugado” o “paleteado”, es decir, muy generoso, que otorga muchos favores, que cumple lo que promete. Con ello, hacían patente las valencias positivas que circulan en estos escenarios.
Por el lado de los solicitantes de ayuda en las oficinas, normalmente eran actores que ocupaban un rol de liderazgo como “dirigentes” de lo que en Chile se denomina, desde la institucionalidad formal, organizaciones territoriales y funcionales: juntas de vecinos, clubes de adulto mayor, clubes deportivos y centros de madre. Son organizaciones barriales abocadas a la articulación entre necesidades de los vecinos y las estructuras del Estado (municipio, gobierno regional). Poseen una orgánica interna y pueden postular, mediante concurso, a los fondos del Estado, que van desde la dotación de alumbrado público hasta vestimenta folclórica para celebración de actividades culturales.12 Desarrollan algunas celebraciones durante el año, como el Día de la Madre o Día del Niño, organizan paseos turísticos (sobre todo para la población de adultos mayores) y recolectan dinero o insumos para apoyar tanto la gestión de necesidades barriales (construcción de una escalera en un espacio público con pendiente pronunciada, por ejemplo) como a vecinos carenciados.
La ayuda que solicitaban era de tipo particular o colectiva. De entre las personales, solían buscar asesoría jurídica, orientación en la postulación a subsidios y apoyos estatales, solicitud de disminución de la cuenta de agua o luz, disminución de multa de la policía, agilizar procesos dentro de la municipalidad, permiso para ejercer el comercio ambulante, búsqueda de trabajo o una ayuda económica en caso de urgencia.
Entre aquellas ayudas a título colectivo, destaca la solicitud de envío de algún camión de la municipalidad para el retiro de basura o desmalezamiento en algún vecindario, así como de “cooperaciones” o “donaciones” para alguna festividad denominada “solidaria”, encaminadas a buscar la provisión de insumos o dinero en efectivo,13 que sufragaran parte de actividades como bingos, “platos únicos”, “completadas” o “tallarinatas”.14 Su objetivo era apoyar financieramente a algún vecino en situación de alta carencia o necesidad social (se encontraba sin empleo, había sufrido algún accidente que lo dejó incapacitado para ganarse la vida, su casa había sufrido alguna catástrofe, necesitaba pagar una costosa operación médica) o la realización de celebraciones a lo largo del año como los ya mencionados Día del Niño o de la Madre. 15
Los actores sociales, al nombrar los bienes que circulaban como donación o cooperación, sugerían que su provisión estaba motivada por fines altruistas y no de “aprovechamiento político” (esto es, obtener votos a partir de la gestión de las necesidades sociales), además de que la cantidad provista no podría resolver la totalidad de la necesidad social que originaba la solicitud, sino sólo una parte, cuya cantidad dependía de la buena voluntad del provisor. Puesto que las ayudas financieras otorgadas por los concejales y otros representantes políticos para asistir a los vecinos eran de origen privado, es decir, no disponían de un fondo para la dotación de recursos derivados de su cargo de representación, la idea de cooperación y donación sintonizaba bien con que la cantidad a proveer era algo incierto. En correspondencia, además, los concejales argüían que su trabajo en la oficina era un “servicio social de verdad”, por usar las palabras del concejal Ramón, lo que se entiende como la atención de las necesidades de los más carenciados. Además, hacían hincapié con los vecinos en que las respuestas constituían favores, esto es, eran posibles gracias a redes de amigos y familiares, “con mucho esfuerzo” y, aunque de poco valor monetario, “de corazón”.
Aunque muchos vecinos compartían la apreciación de que las cosas entregadas eran algo incierto, solían enmarcar la atención al púbico en el lenguaje de los derechos, esto es, algo que debería ser estable. Si bien la literatura académica ha destacado que la “política de los favores” tiende a contraponerse a la “política de los derechos” (O´Donnell, 1996), con el argumento de que en la primera la asignación es incierta, individual, y no busca resolver las desigualdades estructurales de la sociedad, a diferencia de la segunda (su asignación es estable, a colectivos más que a individuos, y busca resolver las desigualdades estructurales), en Avellaneda muchos vecinos esgrimían que la atención al público debería ser “sagrada”, es decir, incondicional, debido a que habían “votado” por el concejal de quien buscaban asistencia, o que “los concejales eran representantes de la comunidad”, y por tanto estaban obligados moralmente a atender y escuchar los problemas de los vecinos constantemente.
Las oficinas de los concejales estaban ubicadas a unos pasos de la plaza principal de la ciudad, y fuera de ellas se disponían sillas para que los vecinos aguardaran sentados. Los concejales Ramón y Óscar atendían los martes desde las 10 de la mañana hasta las 3 de la tarde, acompañados por dos asistentes. La espera por su atención podía demorar hasta tres horas, y a diferencia de otras ventanillas del Estado para acceder a beneficios sociales, donde la gente comparte información y conversa entre sí en las salas de espera (Auyero, 2011), en Avellaneda las oficinas, entendidas como un lugar para tratar problemas socioeconómicos y donde los vecinos experimentaban angustia, llevaba a que esperaran en silencio y con vergüenza de señalar qué dificultad los apesadumbraba. Incluso frente a los concejales procuraban bajar la voz para que los demás no escucharan sus apuros, incluido yo como investigador.
Desarrollar este tipo de prácticas de asistencia no estaba exento de controversias sobre su carácter legal, legitimidad y efectos políticos. Para distintos representantes políticos y vecinos, asistir al otro y proveerle de favores, así como de recursos, indicaba preocupación y cuidado. Para sus detractores, por el contrario, señalaba “clientelismo”, es decir, una forma de cooptación en que los recursos entregados (vistos como pequeños y que no contribuyen a modificar estructuralmente la calidad de vida de los carenciados) se traducían en votos o apoyo político, lo que generaba en los beneficiarios pérdida de autonomía y de una “cultura cívica”. Las cosas entregadas así, constituían para ellos algo que degradaba la relación política y la hacía ilegítima en la medida en que participaban del imaginario de la asistencia social como “asistencialismo”, en que se estigmatiza a los pobres por la supuesta dependencia que los vincula con el Estado (Dubois, 2020). De este modo, señalaban que la política no debía estar enfocada en asistir individualmente a los vecinos y “resolverle sus problemas”, sino en promover autonomía (no dependencia del Estado), así como políticas programáticas, es decir, que beneficiaran a todos.
No obstante, para el caso de los concejales, aquellos que para muchos vecinos y dirigentes barriales representaban la puerta más cercana para acceder al Estado, la denuncia o crítica no necesariamente conducía a negar la ayuda en caso de solicitarse: las expectativas que sobre su rol se depositaba como personajes que debían ser generosos provisores de asistencia a los ciudadanos los llevaba a experimentar tensiones, e igual proveían recursos, pues no ayudar podría significar falta de empatía y sensibilidad por las necesidades del vecino. Al respecto, Fabián, el concejal del Partido Comunista, esgrimió una vez: “A veces uno tiene que hacerlo (donar o cooperar) porque se te rompe el corazón, te vienen y te cuentan una tremenda historia y, bueno, si uno tiene la posibilidad en ese momento, lo hace (da dinero)”. En el caso de políticos ubicados en mayores niveles de agregación, por otro lado, los vecinos encontraban más difícil recibir cooperaciones y donaciones.16
De esta manera, sobre controversias respecto de la legitimidad y los intercambios en política, así como de la sanción formal a que podrían dar lugar, es como se construía el trabajo en las oficinas de manera semipública: si bien cualquier ciudadano podía ir y presentarse con los concejales, sólo podían hacerlo en calidad de actores que buscaban solucionar un problema a través de su mediación, y cualquier observador externo era visto con suspicacia.
El trabajo dentro de la oficina
En las oficinas, de estilo austero, los concejales disponían de dos escritorios para atender a los vecinos, una computadora, sillas y un sanitario. En ellas no escatimaban en colocar las “muestras de cariño” de los vecinos en agradecimiento a su labor constante al proveer favores e intermediación política, las cuales podían ser diplomas, banderines o reconocimientos.17 De esta forma sugerían a los visitantes una imagen de eficacia en los terrenos de la asistencia social, además de cercanía y confianza con sus asistidos. Igualmente, indicaba el alto contenido afectivo y moral en las relaciones entre representantes y representados, pues los regalos significaban para los vecinos agradecer a los concejales su constante disposición por “afectarse” de los problemas ajenos y actuar para resolverlos. En suma, así como en el trabajo de las burocracias de calle de Michael Lipsky (2010 [1980]), donde los uniformes de los policías llamaban la atención hacia la ubicación del poder y facilitaban las expectativas de los ciudadanos, en las oficinas de los representantes políticos en Avellaneda se usaban diplomas y otros artefactos para mostrar la sede de la intermediación eficaz y donde se podían depositar anhelos de asistencia, protección y cuidado.
La forma de organizar los encuentros de los vecinos con los concejales recuerda una analogía eficaz en lo que transcurre dentro de un consultorio médico: primero el “afligido” llega, se sienta, proporciona sus datos (nombre, edad, antecedentes), expone sus síntomas y espera alguna solución. Por lo anterior, Matías, un secretario del concejal Ramón, se valía continuamente de la relación estrecha entre sufrimiento y atención dentro de las “ventanillas del Estado” cuando preguntaba a algunos vecinos con quienes tenía la confianza de bromear, al momento de entrar a la oficina: “Y dígame, ¿qué le duele?”. Se les atiende con paciencia para escuchar sus dolencias. La otra cara de la paciencia era el control. Un martes de atención al público en la oficina de Óscar, una vecina entró intempestivamente reclamando los largos tiempo de espera. El concejal se levantó y, elevando el tono de voz, dijo que si había un reclamo más dejaría de atender. Todo con el propósito de generar el rechazo del público a la vecina. Cuando ella salió, Óscar dijo a su secretario: “Sigamos el orden, hagamos todo de nuevo”.
De este modo, la posición diferencial entre “población que padece” y representantes políticos que pueden hacerse cargo de los problemas de los vecinos en general, marcaba la marcha asimétrica en el encuentro. Para Eric Wolf (2001, p. 80): “el poder decide quién puede hablar, en qué orden, por medio de qué procedimientos discursivos y acerca de qué temas”. En este sentido, eran los “poderosos” concejales quienes marcaban la pauta en la interacción: hacían las preguntas; indicaban, al ponerse lentamente de pie, que era momento de despedirse, y a diferencia del vecino, podían “distraerse” al atender su teléfono o hablar con sus asistentes mientras el vecino aguardaba la oportunidad de recapturar la atención del concejal.
El performance en el espacio público
En la exposición de necesidades por los vecinos, y de soluciones por los concejales, ambos tipos de actores escenificaban sus encuentros como parte de una relación social intensa y continuada en el tiempo que demanda de ellos un trabajo performativo. Definido como un “proceso mediante el cual los actores, individualmente o en conjunto, exhiben para otros el significado de su situación social” (Alexander, 2005, p. 19), el performance implica actitudes corporales, gestos, tono de voz y otros recursos lingüísticos para escenificar una situación como “creíble”.
De esta manera, vecinos y dirigentes vecinales se hacían eco de lazos de cercanía y familiaridad para invocar una comunidad de relaciones solidarias en aras de movilizar el apoyo de los concejales. Así, antes de iniciar su solicitud, mencionaban al concejal que lo conocían desde niño o a algún amigo de él, que iban de parte de algún dirigente o barrio que sabían que el concejal conocía, que eran familiares de alguno de sus conocidos, preguntaban si se acordaba de ellos, por ejemplo. De igual forma, hacían uso de las jerarquías socioestatales (llamarle al concejal por su cargo precedido de un “don”) o llamarle por su nombre en diminutivo. Todos estos elementos, oscurecidos por un análisis centrado simplemente en lo que las demandas dicen, denota la centralidad de lo que, desde el punto de vista del solicitante, constituye el componente moral y afectivo que, usado a modo de recurso señala, desde su punto de vista, una solicitud con mayor probabilidad de respuesta favorable.
La movilización de afectos por los vecinos sugería que mostrar preocupación, cuidado, atención por el otro y placer del contacto, importaba más que las cosas entregadas (las donaciones o cooperaciones para la realización de festividades, por ejemplo), y desplazaba hacia otro lugar (los afectos) la mirada sobre los encuentros que, de otro modo, se articularían a partir de una esporádica búsqueda de beneficios económicos. Los vecinos preguntaban por el estado de salud de los concejales o de su familia entre una solicitud y otra, indicando que, ante todo, la situación estaba definida como la actualización de un vínculo de interconocimiento.
Junto a los afectos y la moralidad asociada a la invocación de un representante legítimo en tanto provisor generoso, los vecinos solían movilizar la “molestia” por estar ahí para solicitar cosas. Al iniciar con un “disculpa que te moleste, pero mi situación es”, manifestaban timidez (bajaban el tono de voz y hablaban poco), lo que indicaba incomodidad al mostrarse dependiente, al tiempo que representaba un recurso para comprometer la atención en términos de un deber hacia quien se encuentra insatisfecho con su situación y busca cambiarla.
Como último recurso del que echaban mano para dar más fuerza a sus demandas, los vecinos señalaban que si recibían los apoyos del concejal, ellos también “los apoyarían”, es decir, votarían por ellos o los respaldarían políticamente. También los concejales, después de haber hecho una gestión, solicitaban a los vecinos que los “apoyaran” en las próximas elecciones municipales18 (que se votara por ellos, dado que se postularían para reelegirse en el cargo), o les decían “no me olvide”, “no me deje”, también como eufemismo de una expectativa de retorno político. La ambigüedad con que ambos actores delinean los efectos políticos de la asistencia social tiene la función de borrar el uso de la coerción (Scott, 2016, p. 78) y representa el medio más cómodo de hablar sobre estas cosas que se sobreentienden: lo no dicho abiertamente, que puede interpretarse en uno u otro sentido, según sea el caso, puede desmentirse de manera verbal si es necesario.
Las peticiones de los vecinos eran también justificadas en términos de necesidad y merecimiento social. Sobre el primer factor, esperaban que sus demandas fueran escuchadas si hablaban en nombre de una carencia altamente sentida, especialmente si se trataban de necesidades de niños y adultos mayores, población entendida como la más necesitada. Estas necesidades no sólo podían ser materiales, sino de capital social, como una vecina esgrimió ante el concejal Ramón en una ocasión: “Uno no tiene muchas amistades, es muy difícil para uno entrar a un trabajo”. De esta manera, las historias que la gente contaba a los concejales evocan lo que Shijman, & Laé (2010) llamaban, basándose en las peticiones vecinales a burócratas en un barrio de vivienda social de París, los “accidentes de la vida, las pequeñas y grandes injusticias” (p. 81). Sobre el segundo factor, los vecinos señalaban que pedían porque ya se estaban esforzando por solucionar sus problemas y que sólo hacía falta un “empujón”, algo “pequeño pero muy valioso”. Desde el punto de vista de los vecinos, los favores recibidos podían entenderse como un “premio al esfuerzo”, al tiempo que buscaban abaratar los costos de cooperación de las autoridades para hacer más probable su dotación.
Los concejales, por su parte, también hacían gala del afecto en sus encuentros con el vecino: si éste tenía dificultades para caminar debido a problemas asociados a la edad, el concejal se ponía de pie y lo ayudaba para tomar asiento, podía arreglar el cuello de la camisa de algún asistente, preguntaba por su estado de salud en el caso de alguna complicación manifiesta (tenía problemas para respirar, por ejemplo), saludaba o se despedía efusivamente según la cercanía con el asistido. El afecto, en este escenario, legitimaba algo que podía interpretarse de poco valor monetario (una ayuda minúscula) al tiempo que participaba de la construcción de la oficina como un espacio que, al buscar legitimar la política, la humanizaba, es decir, le otorgaba rostro de calidez y cercanía. Este proceso se exhibe claramente cuando los concejales, ante la queja de algún vecino de que lo habían tratado “mal” en alguna oficina del Estado (la municipalidad, principalmente), denunciaban a los aparatos burocráticos como un todo y señalaban que, en su supuesta impersonalidad y frialdad, permanecen “sordas” a las necesidades de los vecinos. No deja de ser paradójico, así, que humanizar la política implica construir un otro no humanizado (la burocracia) del que, al mismo tiempo, se valen para asistir al vecino. Así, al recuperar los aportes del antropólogo Clyde Mitchell (1980), en Avellaneda hacerse eco de una relación “personal” fundada en el interconocimiento estabiliza expectativas de rol que siguen siendo fundamentales en sociedades supuestamente más anonimizadas como las modernas occidentales.
Ante la demanda del ciudadano, los concejales podían dar una solución directamente u ofrecer intermediación. Este último proceso consistía en llamar por teléfono, frente al mismo vecino, a algún funcionario estatal o empresario local (en el caso de los vecinos que solicitaban al concejal los contactara con alguna fuente de trabajo), exponerle el problema y esperar algún tipo de respuesta. En el caso de las llamadas a las oficinas municipales, los concejales llamaban a los burócratas por su nombre, usaban apelativos cariñosos y, entre una solicitud y otra, intercambiaban información sobre temas más “íntimos”, como el estado de salud. Para justificar la atención del vecino ante el burócrata enlazado, además de exponer necesidad y merecimiento social, los concejales mencionaban que intermediaban a nombre de “su tía”, “un amigo” o “una prima”, para sugerir así que se extendería hacia el vecino el círculo de solidaridad entre concejal y burócrata con base en un parentesco imaginado. Al colgar, el concejal indicaba al vecino a qué oficina tendría que ir, por quién preguntar, y señalar ahí que iba de parte del concejal. Con esta ruta, indicaban que los recibirían más rápidamente, y solicitaban que después les llamaran para saber si los habían atendido bien o mal.
Este tipo de performance sugería al vecino que el concejal representaba “la conexión correcta”, posible por su conocimiento sofisticado de las tramas estatales y la capacidad de movilizar recursos (interconocimiento, afectos, confianza) para acelerar procesos. De igual modo, la familiaridad va estrechamente ligada al proceso de entrada al Estado (de ahí que también los vecinos buscaran replicarla con los concejales) y que, como recurso escaso, había que “ganárselo” con base en el inicio y la actualización de un vínculo social.
Representantes políticos, asistencia social y Estado. Hacia una contribución al campo socioantropológico
En este artículo se busca rebatir la imagen del Estado como “cosa”, es decir, como un dispositivo de reificación del poder independiente de relaciones y situaciones sociales. Al recurrir al análisis de los contactos cotidianos entre representantes políticos y ciudadanos en que se dirimen beneficios en torno a la asistencia social, la tesis por la que se apuesta aquí es la que indica que mediante las interacciones se practica cotidianamente un modo de construcción de Estado, pues en aquellas se definen y disputan roles, identidades, subjetividades y sentidos asociados al poder y a la intervención estatal. Este tipo de apuesta metodológica se ha desarrollado en la antropología del Estado (Fassin et al., 2015; Sharma, & Gupta (eds.), 2006; Gupta, 2015), y ha promovido nuevas vías para el estudio y la comprensión del día a día de las burocracias.
Los representantes políticos no han sido la preocupación central en el estudio de las “burocracias de calle”, y la relación entre representación política y asistencia social ha concitado poco interés en la sociología y la ciencia política en Chile y en la región (para una excepción véase Arriagada, 2013; Hurtado, 2013, y Pérez, 2016). Lo primero, porque los representantes no son propiamente funcionarios del gobierno, mientras que lo segundo se debe a que el estudio de la política se ha asociado típicamente a lo “público” (la toma de decisiones, la acción colectiva y el liderazgo, el conflicto, por ejemplo). Los escenarios e interacciones de asistencia uno a uno entre representantes y representados, si no estigmatizados como “clientelismo”, se han entendido como una política espuria o ilegítima, pues denota una relación vertical entre el Estado y los sujetos cruzada por intereses materiales.
Sin embargo, los concejales aquí observados calzan bien con la definición que se hace de los burócratas a nivel de calle (Lipsky, (2010 [1980]): su acercamiento al rol de “asistentes sociales”, esto es, que distribuyen bienes y servicios con un alto contenido discrecional, pero asociado a criterios de asignación entendidos como “justos”, con base en una lógica de necesidad y merecimiento en que participan del tratamiento de “problemas sociales”, en particular de gestión de las desigualdades y la vulnerabilidad social, que evoca una atención próxima, cercana y con un fuerte componente emocional (Dubois, 2020; Perelmiter, 2018; Rojas, 2019), los vuelve sujetos analizables con base en las herramientas de la antropología de la asistencia social.
Así, una primera contribución de este artículo consiste en señalar que la observación de un caso (Avellaneda) permite mejorar nuestro conocimiento de la vida más invisible de la representación política y de sus interacciones “privadas”, es decir, en espacios semipúblicos y relaciones informales, sobre todo en un país como Chile, el cual, para muchos observadores, constituye una “excepción latinoamericana” en cuanto a que, a diferencia de la región, en aquel país la transparencia, aplicación de la ley e institucionalidad formal tienen mayor presencia en la vida pública (Jaksic, & Ossa, (eds.), 2017).
Por lo anterior, se ha buscado señalar los modos en que los concejales participan, en sus encuentros con los vecinos, de la cristalización precaria e inestable de imágenes asociadas al Estado. De esta manera, afirmo que en sus interacciones cotidianas construyen la figura de un poder opaco al cual sólo se accede gracias a su mediación, que es discrecional, pues se le puede pegar una mascada si se toca la puerta adecuada, de manera ordenada y coherente, dado que a la hora de explicar al vecino con quién acudir y qué decir, se delinea una cadena clara de mando hacia arriba y hacia abajo. Con distintos subterfugios se busca, de este modo, concretar la división entre el Estado y la sociedad, una de las principales preocupaciones de la antropología del Estado (Estrada, 2019; Hansen, & Stepputat (eds.), 2001) cuando exhiben y movilizan sus capitales sociales, políticos y económicos para marcar una diferencia entre ellos: los que conocen el mejor y más rápido modo de acceder al Estado, versus los otros, los vecinos, los que por desconocimiento o cansancio de transitar infructuosamente por la burocracia para atender sus demandas, buscan sumarse a las filas de atención al público.
Luego, la cristalización de estas imágenes encuentra eco en los vecinos-solicitantes cuando estos últimos enarbolan la estrategia de tratar problemas individual y personalizadamente que hace gala de cooperación y negociación, en lugar de una vía colectiva, rupturista y contestataria: el asistido, ante las asimetrías del poder y capitales que percibe, junto con la experiencia de la “mediación política personalizada” (Auyero, 2001; Arriagada, 2013), encuentra eficiente el vínculo uno a uno, la búsqueda del intermediario capaz de proveer una solución (Nuijten, 2003).
Dicha cristalización se estabiliza, no obstante, con tensión y ambigüedad: ¿son los concejales representantes políticos o asistentes sociales? Cuando atienden al vecino, ¿ejercen un rol público o privado? Justamente ambas cosas, y es en esta dualidad de sus identidades como los concejales -así como las madres comunitarias que retrata Lina Buchely (2015) en su etnografía de los Hogares Comunitarios del Bienestar en Colombia- utilizan de forma instrumental su condición de frontera entre lo público y lo privado: participan de un imaginario que hace de la representación política un lugar para la escucha y la atención de problemas sociales que les permite insertarse en el terreno de las necesidades sociales, a partir de las cuales inician o actualizan relaciones con los vecinos para pedirles una “ayuda” cuando buscan reelegirse en su cargo. Por esta razón, la construcción de capitales en distintas esferas (la educación, el empleo) se moviliza en política para crear lazos sociopolíticos, de modo que el espacio de la representación política no puede sostenerse sin ese cúmulo de trabajo invertido en esferas más íntimas.
Del mismo modo, se presentan y hacen gala de sus distinciones dentro del Estado (el espacio de lo público) para granjearse autoridad en las oficinas y movilizar demandas, pero dándoles fuerza al aludir relaciones familiares, de parentesco imaginado, donde abundan los apelativos cariñosos y nombres en diminutivo: el ámbito de lo privado asociado a lo moral, lo afectivo y lo personal se traduce aquí en la aceleración de procesos dentro del Estado, que supuestamente estaría subsumido a la universalidad e impersonalidad de las reglas de asignación de bienes y servicios. Así, las fronteras entre lo público y lo privado se vuelven porosas y sujetas a negociación cotidiana.
Una segunda forma en que se muestra el carácter tenso y ambiguo de la cristalización de imágenes asociadas al Estado en la oficina consiste en visualizar que implica jerarquías y también negociación. Ya otras antropologías de la asistencia estatal han señalado los factores que los vecinos movilizan en sus encuentros con burócratas para avanzar en demandas, entre las cuales destaca la invocación de la necesidad y el merecimiento con base en el esfuerzo (Fassin, 2003; Quirós, 2011; Perelmiter, 2018; Rojas, 2019; Shijman, & Laé, 2010). Esta mirada aumenta nuestra comprensión de cómo la gente -a través de qué recursos, habilidades y capacidades- busca resolver sus problemas cotidianos, en especial los modos en que plantea y legitima públicamente sus quejas. Las estrategias que despliega, si bien menos confrontativas y visibles que otras expresiones de lo político, no por ello resultan menos interesantes para observar cómo se hace política desde lo cotidiano.
Una tercera forma radica en la ambigüedad con que se construye el rol del representante político y la jerarquía dentro de las oficinas, así como, de forma más general, entre el Estado y la sociedad. Como vimos en el apartado anterior, los concejales se construyen como autoridades que, en virtud de su investidura, buscan controlar la situación de interacción y el marco de posibilidades de los clientes al tiempo que los tratan como “amigos”, esto es, al escenificar relaciones horizontales con contenidos afectivos. En este contexto, ¿dónde empieza la horizontalidad y termina la jerarquía? Según varias antropologías de la asistencia social (Perelmiter, 2018; Rojas, 2019), la proximidad, cercanía, vínculo afectivo y antielitista son elementos que estructuran la asistencia social contemporánea, observaciones congruentes en el caso de Avellaneda. Estos elementos, según sus aportaciones, no borran las jerarquías sino que las suponen. Esto quiere decir que una autoridad, si se comporta próxima y cercana, despierta interés y valoraciones positivas justamente porque es una autoridad (no forma parte del ejercicio de su rol, asociado a un estatus social superior), y mientras más próxima se escenifique su relación con el vecino, más legítimo será su dominio. Este artículo abona a entender la relación entre dominación y afectos, escasamente considerada en los análisis centrados en la función disciplinaria de la burocracia (Saldívar, 2008).
Por las razones anteriores, estudiar el Estado desde sus manifestaciones concretas no conduce a señalar su reificación a partir de procesos empíricos observables. Por el contrario, la difuminación entre lo público y lo privado, la jerarquía y la horizontalidad, la confusión que experimentan los vecinos sobre qué puerta tocar para acceder al Estado, denota que no sólo los actores reproducen o sostienen la idea del Estado, sino que la socavan, por ejemplo, al minimizar las jerarquías socioestatales para invocar familiaridad y cercanía, o convertir el espacio público en un lugar para la actualización de relaciones de afecto e interconocimiento bajo la pretensión de acercar el “poder” del Estado a la comunidad. El proceso de construcción de Estado no implica, así, consolidación, sino la conformación contingente de un marco de interacción en que participan actores que disputan incluso el sentido mismo de las instituciones gubernamentales (Agudo, & Estrada, (eds.), 2011).
Otra preocupación central de la antropología del Estado consiste en preguntarse a través de qué procesos el Estado regula a sus poblaciones, esto es, qué efectos tiene a nivel de identidades, subjetividades y formas de organización con la intervención estatal (Agudo, & Estrada (eds.), 2011; Jaramillo, & Buchely, (comps.), 2019). En este marco, conviene señalar qué tipo de sujeto político se construye desde las representaciones y prácticas asociadas a ser asistido. En el escenario de la asistencia social se crea un sujeto de la asistencia autorregulado en sus demandas, es decir, que busca abaratar los costos de la provisión de bienes y servicios con la idea de que esto le dará más probabilidades de ser atendido, que se esfuerza por superar su condición social, que expresa incomodidad por mostrarse dependiente del Estado, pero que, en distintas formas, busca reflejarse como alguien digno y capaz de negociar e intercambiar al poner en juego sus propios recursos: afecto, apoyo político y respeto por las jerarquías socioestatales. Para solucionar problemas, este sujeto busca crear capital social mediante la construcción de una relación moral con el Estado (Perelmiter, 2018; Rojas, 2019; Shijman, & Laé 2010; Yang, 2005).
Esta construcción convoca, en primer lugar, una imagen del asistido como ser sufriente, alguien cuya condición de privación tiene efectos en su psicología y, por lo tanto, necesita ser escuchado “con todos sus dramas”, por utilizar una vez más la frase de san Lucas. La política social contemporánea, de acuerdo con varias antropologías de la asistencia, toma como asidero la vinculación del Estado con los pobres en la que se multiplican los lugares de escucha para las poblaciones “problemáticas” (delincuentes, pobres, drogadictos), y donde se entiende que muchos de sus problemas tienen un carácter moral, de ahí que sea fundamental la intervención terapéutica para aliviar su sufrimiento (Dubois, 2020; Fassin et al., 2015; Rojas, 2019). Es en esta individualización de los tratamientos donde el Estado se articula con las poblaciones a partir de sentimientos y se toman decisiones “patéticas”, por usar la noción de Didier Fassin (2003), esto es, se otorgan recursos escasos en un contexto de espectáculo o discurso del sufrimiento. Así, el buen pobre, el que merece la protección del Estado, es el que auténticamente sufre desde el punto de vista de un otro (el intermediario o representante del Estado).
Además, el esfuerzo convoca a la transformación contemporánea de las políticas sociales en que la autonomía (entendida como no dependencia del Estado) se asocia a empoderamiento, participación de la sociedad civil y descentralización (Vommaro, 2011), y se articula con directrices gubernamentales que pretenden hacer a las poblaciones “corresponsables” de sus propios destinos (Agudo, 2015). El neoliberalismo chileno, de un calado sin parangón en América Latina, no sólo se expresa en la perspectiva de que los actores, para ser incluidos en el Estado, deben estar haciendo algo por ellos mismos, sino en que acuden uno a uno (atomizados) con los concejales, compiten por su atención y dan lugar, como efecto estructural, a la reproducción de formas de gestión social que priorizan la desresponsabilidad del Estado en materias de bienestar social y atención a la emergencia. Estas observaciones serían consistentes con aquellas que plantean que las políticas sociales en Chile, vía la focalización de las organizaciones barriales, producen atomización social y competencia (De la Maza, 2004).
Por la razón anterior, si bien los espacios abiertos por la asistencia estatal generan inclusión, resulta precaria, no sólo porque es incierto para el vecino si el concejal proveerá (aunque la expectativa de muchos vecinos sigue siendo que los bienes y servicios asignados deberían ser estables), sino porque está en constante disputa y depende de las competencias, recursos y habilidades que sea capaz de movilizar en sus encuentros con los burócratas (Buchely, 2015; Shijman, & Laé, 2010; Perelmiter, 2018).
Este proceso da pie a recuperar la relación entre formación de derechos, inclusión y asistencia social: si miramos las solicitudes de vecinos y dirigentes vecinales, llama la atención que, desde el punto de vista del solicitante, prácticamente no hay límites en cuanto a la capacidad de actuación de los concejales: pueden intervenir en procesos de decisión dentro de las empresas (de suministro de agua o luz) o diversas áreas del Estado (desde la policía hasta el ejercicio del comercio ambulante). De igual manera, que estos representantes políticos pueden conocer las tramas estatales y agilizar lo que, de otro modo, costaría más tiempo.
Por lo anterior, las expectativas y solicitudes de los vecinos pueden verse como un efecto de Estado (Mitchell, 1991), pues es sobre ellas donde se construye la creencia de que estos actores políticos son necesarios para acceder al Estado y sus tramas (Auyero, 2001; Nuijten, 2003; Yang, 2005). Así, a diferencia de la antropología del Estado enfocada en la asistencia social que destaca la búsqueda de los burócratas a nivel de calle de reducir entre los vecinos las expectativas sobre su capacidad de actuación dentro del Estado (Perelmiter, 2018), en Avellaneda los actores político-partidarios buscan ampliarlas debido a que se encuentran en un clima de competencia política.
De esta manera, el “derecho” al acceso al Estado, según esta versión emic, se habilita a partir de la construcción de relaciones estables en el tiempo en que, en correlato, circulan bienes y servicios. Como trasfondo, opera un aumento de expectativas sobre el rol de los representantes políticos/intermediarios del Estado que hace eco de la asistencia social para legitimar el vínculo en política. Se puede pensar que estas formas de construcción de derechos animan a considerar una agenda de trabajo a futuro.