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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.65 n.3 Ciudad de México Jan./Mar. 2016

 

Crítica de libros

El jefe político1

Marco Palacios* 

*El Colegio de México. México.


El sismógrafo mexicanista registrará como un gran hecho la aparición del esperado libro de Romana Falcón. Plantea, desarrolla y resuelve un problema del que es reconocida pionera: el papel social e institucional que desempeñaron los jefes o prefectos políticos en las comunidades rurales en tanto y en cuanto fungieron de intermediarios de un poder central cada vez más concentrado en pos de integrar la nación moderna conforme a los estándares internacionales del estado liberal decimonónico. De estos, uno decisivo para las élites mexicanas fue individualizar la propiedad. Aunque las jefaturas ocuparon una posición estratégica en el mapa de la dominación política, la historiografía no lo apreció de ese modo y de ahí el empeño de Falcón en investigarlas.

En el plano institucional, formal, los jefes eran, ni más ni menos, los responsables del buen gobierno y de mantener la tranquilidad y el orden público; de procurar el avenimiento entre pueblos y vecinos con el fin de evitar litigios o que los conflictos tomaran las vías de hecho. Por esto los nombraban Gobernadores, salvo en 1865-1867, cuando Maximiliano desempeñó esa función; más adelante, después de 1884, Porfirio Díaz metió baza e impuso sus hombres de confianza aun contra los Gobernadores. Los jefes acumularon poderes personales y discrecionales apoyados en redes de amistad y compadrazgo clientelista, base de caciques y caudillos; de pactos siempre provisionales, de “inestables equilibrios laboriosamente construidos” (p. 482). Nada más natural entonces que esos jefes “rindieran culto a la cúspide jerárquica del Estado y al líder carismático. De ahí los regalos, la adulación, las cartas cortesanas, las fiestas de cumpleaños, las ayudas personales y familiares y toda la red de favores y apoyos propios de los dominios patrimonialistas” (p. 592).

En sucesivos balances Falcón matiza las imágenes contrapuestas que conciben al Jefe Político ora como señor de horca y cuchillo, ora como negociador genuinamente interesado en comprender y solucionar demandas surgidas desde abajo. Hubo casos en que apoyaron demandas para mejorar las condiciones de vida y trabajo en haciendas y fábricas. Lo habitual en las trayectorias de un mismo funcionario era el empleo alternativo de garrote y zanahoria. Aparecen, empero, contrates notables como en los casos de Manuel Cárdenas en la década de 1880 y Mariano Padilla en la siguiente, cuando atendieron sucesivamente una larvada disputa de repartimiento entre pueblos del municipio de Amatepec (pp. 359-367). Mientras “el primero favoreció el acaparamiento de recursos dentro de los pueblos”, el segundo “optó por una política contraria” (p. 360). Más allá de esto, Falcón subraya el efecto político del desgaste de las jefaturas a la hora del ocaso porfirista. Por esto no debió ser difícil que en 1914, pero sobre todo en la Constitución de 1917, se las aboliera en lo que ya es una fórmula ideológica de nuevo cuño y para una nueva época, apta para justificar a posteriori la Revolución con mayúsculas.

Acompañan al texto unas 100 imágenes -fotografías, grabados, mapas- cuidadosamente seleccionadas; distribuidas con acierto, ayudan al lector a restablecer un sentido histórico en los detalles de la considerable masa de información que proviene principalmente del Archivo General de la Nación y la Secretaría de la Defensa Nacional; de los Archivos del Estado de México y del Poder Judicial del Estado de México; de los archivos municipales de San Vicente Chicoloapan, Toluca, y Texcoco, así como del Archivo Benito Juárez-Manuscritos de Juárez que guarda la Biblioteca Nacional. También debe destacarse la importancia que cobran en la investigación las consultas al Archivo Mariano Riva Palacio y a la Colección Porfirio Díaz, en la Universidad Iberoamericana.

Pero Falcón advierte sobre las dificultades de alcanzar el objetivo de “historización” por el “grado de intratabilidad” de esas fuentes, es decir, por “el poder de la escritura” que subyace a “la prosa oficial” o, más todavía, por “el poder de la prosa de la contrainsurgencia” (pp. 43-44). De no atender la opacidad de los documentos oficiales, el historiador podría entramparse y terminar de mero escriba de los gobernantes (pp. 44, 335). Opta entonces por “exponer voces múltiples para ofrecer puntos de vista diversos sin tratar de reducirlos a un principio general explicativo” lo que hace con destreza y paciencia a lo largo de 700 páginas, incluidas unas 100 de anexos esmerados, extraordinariamente útiles: cronología, listado de principales prefectos y jefes; síntesis de las atribuciones de estos; estadísticas básicas de población, producción agraria, extensión geográfica; formatos de adjudicaciones de tierras y mapas. En una próxima edición, bien valdría añadir al índice analítico el geográfico onomástico.

El texto, que entabla un diálogo permanente con la rica bibliografía mexicana, incluida la más reciente en la que da su lugar a tesis de grado, muchas dirigidas por la autora, se desenvuelve en seis capítulos, unitarios en tema y tiempo. Cada uno se coloca en un punto de perspectiva desde el cual Falcón saca la lupa, averigua, discierne, compara y concluye o remata, como prefiere decir.

Así pues, en la efervescencia de las guerras entre liberales y conservadores y de las intervenciones extranjeras quedó enmarcado un “proceso dialéctico” cuyos relieves resaltan cuando se lo enfoca como el conjunto de prácticas de gobierno que en el día a día conjugaban demandas institucionales centralizadoras y reacomodos y resistencias de los pobladores, en cierto modo inerciales e informales, apremiados a defender, o a inventar creencias, valores, autonomías y usos y costumbres. “Proceso” porque no se trata de un conjunto de incidentes, unos tras otros, sino de incidentes fuertemente entretejidos en una misma historia y “dialéctico” porque conflicto y negociación son dos elementos centrales del proceso que solo adquieren sentido cuando se relacionan entre sí. Lejos de ser un problema abstracto, el libro examina rigurosamente un juego pragmático de toma y daca en el enmarañado laboratorio que pudo constituir el Estado de México en el arco que va de la Revolución de Ayutla, 1854-1855, a la revolución maderista de 1910-1911.

En esos dos momentos “gran cantidad de campesinos de la entidad se montó sobre la ola de los acontecimientos nacionales lo que tuvo un efecto doble: potenciar sus agravios específicos y afianzar la marejada rebelde más allá de su comarca” (p. 585). Valga subrayar aquí la advertencia inicial de la autora: no ofrece una historia agraria, ni una historia estatal o de la cultura jurídica y, mucho menos una historia del “progreso” liberal (pp. 14-19). Estos grandes temas entran oblicuamente al meollo: la negociación cotidiana del dominio en que “cada rincón vivió una historia muy específica” (p. 325), puesto que el dominio o hegemonía es temporal, contingente, relativo; no es algo dado y fijo. “[…] ni siquiera los más poderosos jefes políticos, gobernadores y caciques, podían controlar todas las variables del poder y tanto ellos como un hacendado o un pueblo comunero estaban en posibilidad de inscribirse en una dialéctica de apoyo y a la vez de rechazo, es decir, de participar en la negociación del poder” (p. 145). De este modo se reabrió un amplio abanico de regateos que comprometió a toda la pirámide social: a las élites civilizadoras, a los eslabones intermedios (jefes políticos, apoderados de los pueblos, jueces auxiliares, gobernadores indígenas, jueces conciliadores, síndicos procuradores) y al pueblo llano que, en medio de una pasividad aparente, intervino mediante componendas, rechazos e incluso, en casos extremos, con violencia; que “se resistió” no porque rechazara “ser moderno” sino porque calibró su amalgama con la modernidad; del proceso dialéctico consiguió que la “modernidad agraria y en la justicia no tuviera un carácter claro y expedito […] sino un ritmo lento, caótico e inacabado” (p. 595).

Si la negociación permanente estuvo pautada por divisiones facciosas entre los grupos de políticos y funcionarios que manejaron el Estado mexicano desde el ápice, o entre quienes lo representaron en los estados y particularmente en los niveles locales, también convulsionaron los entresijos de las mismas comunidades colocándolas en peculiares pugnas de unas contra otras. Por ejemplo, “una tensión habitual se derivó de la difícil relación entre antiguos pueblos “sujetos” y pueblos “cabeceras” que desde la colonia se disputaban facultades, propiedad y administración de bienes” (p. 339).

Falcón comienza por la geografía del Estado de México, heredero de la Intendencia de México, unos 115 000 km2 que fue perdiendo a manos del Distrito Federal (1824, 1873, 1874) y en particular con la creación de los estados de Morelos e Hidalgo (1869). Este capítulo da cuenta somera de la hidrografía, la orografía y las consiguientes regiones naturales; de la importancia de estar localizado en el centro del país, de milenaria civilización, cerca de la ciudad de México; del crecimiento económico, manifiesto en la construcción y funcionamiento de nuevas vías de transporte moderno, sobre todo los Ferrocarriles Nacionales y regionales, o en el desarrollo de la minería de exportables, elementos e iconos del progreso porfiriano que, entre otras cosas, produjeron el auge minero en el Oro, base suficiente para que en 1902 fuera erigido en Distrito.

Pone el acento en la geografía sociohistórica: las densidades de población, superiores a la media nacional; las tendencias demográficas, en particular la urbanización que, de un lado, implicó cambios en las estratificaciones sociales de las ciudades y, del otro, afectó las relaciones con las pequeñas comunidades de campesinos y artesanos (de menos de 2 500 habitantes) en que vivía 75% de la población total del estado y que, en 86%, hablaba español, aunque seguía siendo apreciable el empleo del náhuatl, otomí, mazahua. Pero no se adentra ni en los fenómenos sociolingüísticos, como el bilingüismo extendido, ni en los del funcionamiento y estructura de la economía, como por ejemplo en la valorización de la propiedad agraria y urbana que sugiere el cuadro 8 de la p. 660, o en el probable aumento de la productividad agrícola y pecuaria para abastecer una creciente demanda urbana de alimentos y materias primas que puede colegirse del somero cuadro 9 de las pp. 661-667 que, acaso por la dificultad de encontrar fuentes idóneas, no incluye la situación de los pueblos comuneros. Con todo, el libro puede ser un punto de partida de investigaciones de esos aspectos que, sin duda, brindarán nuevas claves a la antropología y a la historia económica o cultural.

Considerada cierta inestabilidad de la organización territorial de distritos, partidos, juzgados de paz, municipalidades, municipios, Falcón emprende un recorrido por cada uno de los 15 distritos en que estaba dividido el Estado de México en 1885. De este ejercicio subrayo sus primeros esbozos que prestan atención a la tenencia de la tierra, al peso relativo de haciendas o ranchos tanto en el Estado como de los distritos entre sí y que recoge en el cuadro III (p. 86). No obstante, me parece que si sumamos los ranchos de más de 500 ha al grupo de haciendas, cambiarían las situaciones en Toluca, Chalco, Jilotepec o Texcoco. Quizá con buenas razones, producto de su manejo y concepción de las fuentes, Falcón mantiene distancia frente a cifras y cuantificaciones y se atiene más a las filigranas que puedan advertirse alrededor de las relaciones étnicas, agrarias y políticas como lo plantea en sus descripciones preliminares y sintéticas de los Distritos de Texcoco, Chalco (pp. 106-118) o Tlalnepantla (pp. 125-127).

Parece que las fuentes son menos intratables cuando se examinan las disputas políticas “desde las alturas”. Pero aun allí los conflictos se entienden mejor al reconocer la dimensión étnica aunque se halle “diluida en los archivos oficiales” (pp. 55-56). Por ejemplo, considerando que la población “blanca” era abrumadoramente minoritaria en el Estado y que los “mestizos” ya rondaban por 36% (pp. 58-60), podrían comprenderse mejor los márgenes de negociación política frente a las comunidades indígenas abiertamente discriminadas en la ideología dominante. Acaso pueda explicarse el grado de intensidad y frecuencia de las disputas locales por la jurisdicción territorial con variables étnicas, en el sentido de Bonfil Batalla, difíciles de registrar porque “escasamente se corresponden con los registros y censos de la época” (p. 55). Esto sugiere que historias de desigualdad básica “en un abigarrado mosaico de diversidades, contrastes y antagonismos”, pese a la dificultad de documentarlas, daban sentido a los constantes realineamientos políticos característicos de la segunda mitad del siglo XIX mexicano.

Sobre este asunto quizá sea oportuno mencionar la bibliografía reciente sobre “desigualdad horizontal” (étnica, económica, de género, profesional…) que, con nuevos conceptos y técnicas cuantitativas, aborda la naturaleza de los antagonismos entre los de abajo. Esa bibliografía, que sale de la rica veta de la economía política propuesta por Frances Steward, puede enriquecer nuestras formas de captar las lógicas económicas en la acción social de “los de abajo” que pueden explicar de forma más adecuada los criterios implícitos o explícitos en las clasificaciones estatales y, al mismo tiempo, las estratificaciones sociales y los sentidos de identidad en las comunidades, el zigzag, la violencia, las limitaciones.2

Las desigualdades verticales y horizontales parecieron manifestarse desde “la desastrosa guerra con Estados Unidos”, cuando Toluca cayó en manos de las tropas invasoras (1848) y los poderes constitucionales hubieron de darse la vuelta por Sultepec y Metepec antes de poder regresar a la capital del estado. A partir de esa guerra la política por arriba estuvo marcada por el conflictivo ascenso del liberalismo mexicano en sus versiones monárquica o republicana; juarista o porfiriana; individualista o “comunitaria”. Dentro del mosaico de liberalismos Falcón nos deja ver el pragmatismo representado en figuras como Mariano Riva Palacio o José Vicente Villada (pp. 197-217), gobernadores y ellos mismos centro de extendidas redes clientelistas y de patronazgo “desde arriba” y “desde abajo”. Reformista y juarista, Riva Palacio pasó por el Imperio sin romperse ni mancharse como predicaban los catecismos de la Purísima Concepción de María. La trayectoria de este hombre político revela la tenacidad del proyecto liberal, al menos en el aspecto de la progresiva implantación de la propiedad privada y el absolutismo jurídico de una ley codificada y “sacralizada”, levemente atenuado en “el interludio imperial” como sugieren los apartes del libro que entreabren esa “fantástica ventana hacia la historia social” (p. 335) que recoge el fondo Junta Protectora de las Clases Menesterosas del Archivo General de la Nación.

Precisamente en un entramado de disputas políticas se emitieron las leyes de 1868, “año de reorganización política, agraria, legal y administrativa” (p. 77). Esas normas definieron con la máxima precisión posible las funciones de los Jefes Políticos, incluidas las concernientes al ceremonial público, cívico, que la autora llama teatro del poder, el “oropel” que, sin embargo, funciona como un potente medio de auto legitimación. Aparte del mantenimiento del orden público, la mencionada legislación les dio atribuciones en los campos de fiscalidad y hacienda; de formación de cartografías y estadísticas; de instrucción y salud públicas y, la más temida quizá, la leva de campesinos, o la de poner en prisión a quien no pagara impuestos. En materia de asignación de derechos sobre tierras, montes, bosques, aguas, esas leyes dejaron al Jefe Político la potestad de “conceder o negar licencia para litigar a los ayuntamientos, municipios, pueblos” (p. 433). Este último punto, me parece, sigue la inercia colonial del indígena como menor de edad, una especie de capitis diminutio, contraria a la idea central de la igualdad ciudadana. Y cuando el porfiriato se deslizaba hacia su final, les encomendó detectar y controlar huelgas obreras, función que algunos ejercieron “con mano dura” en las fábricas de Chalco y Tlalnepantla (pp. 464-468). Por supuesto que de la década de 1870 en adelante se legisló para controlar los abusos sistemáticos de las jefaturas (pp. 232-234), ante cuyas providencias no bastaban los juicios de amparo (cuadro IV, p. 231), y hasta se erigieron Visitadores para contenerlos.

El rendimiento neto de los Jefes Políticos en proporcionar la información requerida para “conocer y controlar” fue bajo. De ahí que para el Estado mexicano las diversas clases de tierras comunales, sus formas de propiedad, posesión o usufructo, así como sus producidos, fueran durante todo el periodo analizado “zona gris” plagada de “vacíos y antinomias”; mundo insondable invadido de “muchas excepciones” (pp. 254-255), pese, por ejemplo, al “giro copernicano” del magistrado de la Suprema Corte de Justicia, Ignacio Vallarta, cuando en 1882 decidió negar a los actores colectivos reconocimiento de personas jurídicas (pp. 266-267).

* * *

La geografía sociohistórica es como un lienzo en gran formato para encuadrar el mundo rural. Ahora bien, si la ideología jurídica del liberalismo decimonónico enalteció las virtudes del sistema tributario y fiscal con base en derechos absolutos de propiedad individual y no de derechos contingentes de propiedad comunitaria, estuvo lastrado en la práctica por “el reducido monto de tierras susceptibles de fiscalización” gracias en gran parte al sistema prevaleciente de excepciones tributarias (pp. 286-287) así como por el formalismo y la ineficiencia, las dificultad del recaudo (p. 299) o las trampas de evasión de los municipios después de 1880 consistente en llevar una doble contabilidad (p. 314). Así, la práctica legal, catastral y tributaria en las localidades muestra la persistencia del rompecabezas casuístico, el “nudo gordiano” que los liberales mexicanos (jacobinos, al decir de François-Xavier Guerra) se empeñaron en superar a toda costa. La negociación incrementó, paradójicamente, el poder discrecional y personalista reconocido a los Jefes políticos, sumidos en el fárrago legal y procedimental, en un laberinto de conflictos culturales, sociales o económicos que, además, oponían pueblo contra pueblo, subsidiariamente, pueblo contra hacienda como se sintetiza en el cuadro VI sobre la situación en 1871 (p. 447).

La atención se concentra en las negociaciones que implicó la desamortización y en las luces que puede arrojar en el discernimiento del dominio político sobre el mosaico de pueblos independientes de “agricultores, pescadores, productores de carbón, vigas, cal, zacatón o sal […] preponderantemente indígenas que, temporalmente vendían su fuerza de trabajo como asalariados”, y que disminuyeron ligeramente durante el porfiriato: de 607 en 1870 a 588 en 1910 (pp. 323-324). En este punto sería interesante aludir a Colombia donde el radicalismo desamortizador alcanzó un grado tan intenso como el mexicano. Mientras que en México esta fase de la desamortización republicana comprende dos subconjuntos, el civil y el eclesiástico, en Colombia se llama desamortización a la eclesiástica pues la civil se conoce como “disolución de los resguardos”. A diferencia de México, en Colombia “el asalto liberal a las tierras indias” fue un proceso localizado habida cuenta de la baja densidad demográfica de las comunidades indígenas, hispanizadas lingüísticamente desde el siglo XVII. Por esto fue un proceso político y legal más sencillo y expedito de la década de 1835-1845 que no tuvo sello liberal anticlerical como la expro piación de los bienes de la Iglesia en las décadas de 1860 y 1870. Pero el tema de los resguardos reaparecerá en 1890 cuando un gobierno conservador y ultramontano reconoció los derechos de las comunidades indígenas abriendo un capítulo de historia colombiana que aún prosigue.

Sin desatender otros aspectos de la dialéctica conflicto/negociación, que puede ser ciencia y arte, la autora subraya el de la asignación individualista del derecho sobre diversas modalidades de propiedad/ posesión/usufructo colectivos como ejidos, bienes de común repartimiento; propios y arbitrios de los pueblos. Desamortizándolos, las élites gobernantes soñaron en unificar el derecho y el país de ciudadanos con base en preceptos supuestamente universales en torno a las ventajas naturales de la propiedad privada. Aquí Falcón comenta y recorre sumariamente las narrativas historiográficas (pp. 324-335) desde “clásicos agraristas” como Molina Enríquez, a trabajos “revisionistas” como los de Emilio Kourí y sobre lo que volveremos adelante. Por ahora destaco del apartado su opción por la vías matizadas, “los múltiples tonos de gris”, gracias al reciente “influjo de la historia social inglesa, de la resistencia y de la corriente de la subalternidad” (p. 333) y, los retos metodológicos que enfrentan los investigadores, de los que subraya las dificultades para precisar los tipos de tierras de pueblos y municipios; el contrapunto que debe establecerse entre la desamortización en el papel y la desamortización real, donde se mezclaban leyes con usos y costumbres; los diferentes significados de conceptos como comunidad, campesinos, indígenas, pueblos, señoríos, gente del común.

La flexibilidad negociadora del estado liberal representado en las jefaturas esconde su insolvencia técnica y financiera para establecer una agrimensura, un catastro y unas estadísticas agrarias a la altura de los requerimientos de la legislación formal que buscaba seguridad jurídica a los propietarios y una base de información adecuada para el recaudo fiscal. En este sentido parece improbable que pueda adelantarse un debate como el de Chayanov vs Lenin (el primero explícitamente descartado por Falcón en la p. 32) en relación con el “desarrollo capitalista” en el campo. Este exige de entrada el insumo de estadísticas económicas extraordinariamente detalladas en el nivel de cada unidad productiva que consiguió armar el estado zarista por la misma época en que maduraba el régimen del general Porfirio Díaz.

Punto que se refuerza al considerar las situaciones en torno a topógrafos, técnicos agrimensores y a la picaresca de “peritos” en falsificar títulos coloniales para presentarlos en los procesos de reclamos o de linderos. O a la “osadía de algunos pueblos” arguyendo que “tenían el derecho de disponer de su propiedad privada como quisieran, incluso de manera comunal.” (p. 502). A lo largo del texto abundan perlas de casos legales. Cito in extenso uno que ilustra la usual combinación de astucia e ignorancia simulada y que resalta las dificultades prácticas en la aplicación del derecho nacional en las comunidades.

Tres lustros después de la Ley Lerdo y la Constitución de 1857, el prefecto de Uruapan (Michoacán) elevó una consulta en torno a seis bloques de cuestiones que le parecían confusas: “primero, si los bienes de los indígenas que se poseían pro indiviso estaban sujetos a denuncia y adjudicación y se usufructuaban personalmente; segundo, si lo estaban también los bienes de comunidad dados en arrendamiento para beneficio de las necesidades comunes; tercero, si los arrendatarios o inquilinos estaban en capacidad de “subrogar” a las comunidades para pedir adjudicación; cuarto, cuando las fincas se hubieren arrendado con posterioridad a la ley de 1856, ¿las denuncias corresponderían a estos arrendatarios? Y, si pasados los seis meses que la ley dictaba, ¿los arrendatarios debían tomarse como simples denunciantes? Quinto, si los terrenos que los indígenas poseían personalmente pro indiviso, cuyo valor era de más de doscientos pesos, eran denunciables por terceras personas y adjudicables a las mismas según la circular del 9 de octubre de 1856. Y, por último, si los terrenos que tenían un valor menor a estos 200 pesos y no hubiesen sido solicitados para su adjudicación podían subsistir en tal estado, o bien eran denunciables y adjudicables a terceros.” (p. 354).

* * *

El tipo de eslabonamiento político que interesa a Falcón reviste extraordinaria importancia en la historiografía y las ciencias sociales no sólo de México y América Latina. El desplazamiento de los escenarios nacionales por los regionales y locales lleva más de medio siglo como un fenómeno claramente observable en la historiografía latinoamericana. La operación ha requerido la recepción de nuevos mecanismos de análisis y la apropiación de teorías intermedias y de nuevos temas que han florecido por todas partes en ese lapso. Destaco entonces el entronque de los problemas que plantea Falcón con corrientes de la sociología histórica o de la antropología y sociología jurídicas.

La obra invita al diálogo con estudios en otras latitudes del mundo y la historiadora lo hace al señalar con modestia algunos casos latinoamericanos. El ejercicio se facilita por el corpus conceptual, ya presente en obras anteriores suyas, de autora única o de coautora (con Raymond Buve) y que enriqueció mediante su participación en un proyecto de gran calado sobre la desamortización civil en México, orientado por Antonio Escobar.3 Tiende así puentes con corrientes muy diversas que enfocan aspectos del poder local, la acción social y política de los de abajo, o las formas de control estatal en la época del liberalismo. Por ejemplo, sobre el caciquismo, asunto del que la autora ha producido un par de libros importantes. En El Jefe Político nos recuerda que al fin y al cabo “el clientelismo es un aceite que hace funcionar la maquinaria del dominio y buena parte del aparato político formal” (p. 29). Por esto vale considerar los eslabonamientos políticos en contextos “no indígenas” pero fuertemente rurales como el italiano o el español. En España el caciquismo atormentó a la generación del 98 según subrayó Carr quien lo llamó “la infraestructura política” de la España entre los siglos XIX y XX, ora monárquica, ora oligárquica.4 En este campo es imposible no citar el clásico brasilero Victor Nunes Leal sobre el coronelismo y recientes elaboraciones conceptuales de Jose Murilo de Carvalho, cuya obra es más conocida en México, sobre coronelismo, mandonismo, clientelismo.5

Una línea de investigación sobre elecciones locales en la segunda mitad del siglo XIX mexicano permitiría quizá refinar y aclarar las hipótesis sobre los grados de asimetría en la relación patrón-cliente observando con detalle si, al igual que otros campos de la acción social, el pueblo llano supo regatear y negociar sus votos en medio de las “telarañas de lealtades” (pp. 192 y ss.) y, de haber sido así, cómo pudo hacerlo. Todo un reto por la dificultad de acceso a fuentes apropiadas.

Volviendo al registro brasilero acudo a la sociología de Maria Isaura Pereira de Queiroz.6 En su vasta obra hay mucho margen para la acción social de las capas campesinas y pobres dentro de las estructuras; en su sociología política buscó descifrar la reproducción de la estructura total a partir del dinamismo de los parentescos y del reconocimiento de una forma específica que asumió en Brasil la dominación portuguesa, muy diferente de la española. Desde los inicios coloniales el municipio rural brasilero estuvo dominado por el latifundista local, por el gran señor de ingenio, patriarca de una familia que, además, era “familia política”, jerarquizada internamente y extendida geográficamente formando así jerarquías de familias en red.7 En Hispanoamérica, pese al poder de las haciendas, el sistema de dominación fue diferente. Para simplificar, en las ciudades residía el principal conjunto de miembros de la élite de poder: altas autoridades político judiciales y religiosas; grandes comerciantes y mineros; encomenderos y luego terratenientes; equipos de letrados. El mundo rural se regía por reglas del pluralismo jurisdiccional, muy atenuadas en las urbes. El limitado poder político de los hacendados, al menos en el caso del Estado de México, subyace en la narrativa de Falcón y de ahí, me parece, se ve precisada a redefinir el concepto de dominio o hegemonía que Gramsci había establecido en las coordenadas de clase social y “fabricación del consenso” después de un análisis de la “correlación de fuerzas” (Maquiavelo viene en su bagaje) entre “sociedad política o estado” y “sociedad civil”. Pero ni en México ni en Brasil las solidaridades, conflictos, acuerdos, pasaban explícitamente por el meridiano de las clases sociales dado el entrecruce con otras líneas mayores, étnicas, localistas, religiosas, y menos de las clases a la francesa. Aunque sean diferentes las teorías y métodos de las autoras que comentamos, lo mismo que sus respectivas disciplinas académicas junto con las bases materiales y las trayectorias históricas de sus respectivos países, ambas apuntan a una dialéctica de modernidad y tradición; a la tensión permanente que despedaza el simplismo de la dicotomía estática de la modernización. Las capas populares, y los campesinos en particular, aparecen insospechadamente dinámicos frente al coronelismo o incluso frente a la ciudad industrial, concluye Pereira de Queiroz, y de paso nos deja una gran lección para repensar la relación ciudad-campo.

El Jefe Político debe considerarse en ámbitos amplios. Las relaciones que sistemáticamente establece algún tipo de organización o autoridad “superior” con comunidades que busca encuadrar, circunscribir, controlar, explotar, o todo junto, es asunto antiguo, sea en Occidente o en la vasta historia de China con su temprano “estado centralizado”. En la llamada tradición jurídico política occidental esta idea de organización política, o acaso toda una ideología, parece provenir del supuesto de Aristóteles según el cual la ciudad estado es la “comunidad política más perfecta”. A partir de ahí, Tomás de Aquino elaboró una jerarquía más comprensiva que de las familias iba ascendiendo a caseríos, parroquias o abadías; pueblos, ciudades, reinos e imperios que, si bien debían ser “subsidiarios” unos de otros, ubicó dentro de una escala que va de lo “inferior a lo superior”. La “subsidiaridad” era un reconocimiento del sistema plurijurisdiccional que solían adoptar los reinos e imperios “imperfectos” de este mundo, puesto que el único reino perfecto, el de Dios, está en el cielo.8

No en vano en muchos pasajes del Jefe Político se vislumbran las “antiguas” formas de dominio y legitimación en territorios de lo que habría de ser el Estado de México, al menos a partir de la catastrófica reorganización de jerarquías y espacios políticos que representaron la conquista española y las primeras décadas de consolidación del dominio. Entonces los señoríos fueron incorporados a la soberanía de la corona, primero por medio de la encomienda que, hasta donde se sabe, implicó una forma de control, explotación y gobierno por medio de caciques (curacas o kurakas en los Andes centrales) que desvertebró la autoridad prehispánica y arrasó su sistema de jurisdicciones. De otro lado fue una transacción que resultó en el pluralismo jurisdiccional que, con fuertes modificaciones, pautadas en parte por dinámicas demográficas, atravesó todo el periodo de dominación hispánica y en todo caso fue anatema en el credo liberal de siglo XIX latinoamericano. El asunto, central en la concepción del libro, desborda, sin embargo, sus marcos cronológicos. Para comprenderlo a cabalidad quizá habría que tender un arco multisecular como el de Corrigan y Sayer para Inglaterra.9 Y, añadir la perspectiva irlandesa con base en la larga historia de sometimiento al colonialismo inglés.

Ahora bien, si nos limitamos realistamente a la proyección de las revoluciones constitucionales de Filadelfia, las francesas de la Revolución y la de Cádiz, podemos convenir con Falcón que el encadenamiento jerarquizado de territorios a cargo del estado central puso en fuerte tensión las comunidades, aldeas, caseríos, definidos por la ecología pero sobre todo por la “tradición inmemorial” heredada de la época colonial, y la comunidad administrativa que el estado nacional delimitó una y otra vez como unidad básica en función de sus propios fines de control: fiscales, militares, electorales o de mera preservación de la tranquilidad. Con frecuencia la comunidad natural coincide con la administrativa, como por ejemplo bajo la figura de “municipalidades, municipios y pueblos”, de matriz gaditana (p. 156) pero aun así el piso es movedizo. Ya desde el documento de Cádiz, si no un poco antes, los “pueblos de indios” dejaron de tener pertinencia al establecerse un criterio de vecindad que facilitó a criollos y mestizos convertirse en notables y ricos locales, acaparando tierras y posiciones administrativas y de representación política (pp. 157-159; 357-359; 368 y ss.) Es sabido, además, que para distintos fines (fiscales, militares, electorales, de procuración de justicia, de notariado y registro de la propiedad) el Estado suele establecer diferentes unidades territoriales básicas.

Acaso los gobernantes del México agrario, minero y bastante pre industrial comprendieron los límites de su intervención: que, en últimas, las comunidades se organizan a sí mismas, y que las rurales, donde habitaba la abrumadora mayoría de la población, pueden ser autosuficientes; por tanto, que maximizar el control político o la exacción fiscal llevaría a “rendimientos administrativos decrecientes”. Este pragmatismo parece recorrer la historia universal de los estados. En esta veta el libro de Falcón deja comprender por qué en diferentes historias estatales aparece un personaje que bien puede llamarse mandarín (guan) corregidor, prefecto, jefe político, sheriff inglés, alcalde, alguacil (nótese el origen árabe de estas palabras) o los actuales prefectos que cita expresamente y que son de elección popular en Francia, Japón, Ecuador y Bolivia (p. 13). Al respecto emplea la metáfora del jefe político como “llave de paso” en el flujo de normas del poder central hacia municipios y ayuntamientos, pari pasu con la dominación personal y clientelista de las prefecturas y jefaturas políticas sobre los avecindados en barrios, rancherías, ranchos, pueblos, reales mineros.

Falcón demuestra el enorme poder desplegado por estas llaves de paso en la asignación de derechos de propiedad en el Estado de México, como lo estudia en sumo detalle con cuatro casos en tierras de común repartimiento: Texcoco y los valles de Lerma, Toluca, Huixquilucan y Acambay (pp. 372-399). Valga recordar que la propiedad es en sí misma un poder: el del propietario (individual o colectivo) sobre la cosa. Es decir, el poder de impedir que otro tenga el mismo poder. De ahí se originan las disputas y entonces la relación binaria se vuelve de tres: aparece el estado: jueces, nuestro jefe político y en ocasiones sus superiores jerárquicos. En este punto conviene distinguir entre el “derecho continental” y el Common Law angloamericano. En el primero la propiedad asume una condición legal y se diferencia de entrada de la posesión, que es un hecho. El segundo tiende a disolver la dicotomía de jure/de facto simplificándose el proceso judicial y administrativo. De modo que no fue solo en México -desde los inicios coloniales- en donde se desarrollaron ad nauseam hábitos de pleitear en los que solía haber astucia y mala fe sustantiva y procesal: “un arma de negociación de todos los estratos sociales consistía en el uso de fragmentos de leyes anteriores” (p. 305). El estado liberal mexicano los alentó de varias formas como “dar marcha atrás, y cancelar los derechos del primer adquirente” en los repartos, “constante que se puede comprobar en varios puntos de la república.” (p. 366).

Sobre la ley en acción Falcón trae a colación a Francia, paradigma del derecho privado nacional, ideal de la cultura jurídica de las élites mexicanas del siglo xix. En efecto, en el Reino de Francia fueron débiles los intentos centralizadores de implantar una sola ley escrita y un procedimiento uniforme y ganaron las resistencias tradicionalistas a todo lo largo de los siglos XVII y XVIII. La Revolución, por el contrario, pareció más exitosa en unificar, nacionalizar y secularizar (aparte del sistema de pesas y medidas) el disperso cuerpo jurídico compuesto por leyes escritas y costumbres. Más debatible puede ser el individualismo a ultranza, atribuido al Code Civil de 1804 habida cuenta de los compromisos con el derecho del Antiguo Régimen que hizo Bonaparte, emperador de los franceses, o más precisamente, caudillo y dictador, como es claro en los asuntos de la familia.10

La revolución francesa liberó la propiedad de la tierra de las últimas trabas feudales pero no hizo una “reforma agraria” a pesar de los intentos de la facción Montagnard y la fuerte presencia local y aun regional de levantamientos campesinos autónomos entre 1789 y 1794.11 Los bienes nacionales, esto es, las tierras confiscadas al clero, a la monarquía y a la nobleza emigrante, se transfirieron masivamente a distintas capas burguesas, incluidas las industriales, aunque la historiografía sigue debatiendo la proporción que pasó a los campesinos, según localidades y regiones. Durante los primeros diez años de la Revolución, 1789-1799, las facciones legislaron copiosamente en direcciones contradictorias, atrapados, al parecer, en una dialéctica republicana de individualismo/comunitarismo. Pasadas las tormentas, durante un periodo que varió según lugares, los campesinos protegieron sus sistemas comunales de producción, entre otros, los derechos de pastaje y el acceso comunitario a bosques y aguas, en medio de conflictos en el interior de las comunidades o entre estas. Marcharon en contravía del individualismo agrario teorizado por los fisiócratas, punto que ya habían expresado en sucesivos levantamientos.12 Del mismo modo, la abolición de usos y costumbres de clan, de la familia extensa en relación con la producción y transmisión de la propiedad entre generaciones produjo movilizaciones; pero en algunos valles de los Pirineos, donde el problema fue más álgido, se emplearon la duplicidad y la falsedad en contratos y testamentos que, no pocas veces, involucraba a los notarios.13

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Podría ser fructífero establecer un paralelo más explícito entre la Francia decimonónica y las perspectivas que ofrece Falcón, en particular la sección “De la Ley Lerdo al derrumbe porfirista” (pp. 259-278). Y en este punto parecen cobrar sentido los combates historiográficos, siempre sujetos a los vaivenes de la historia presente, como las interpretaciones “revolucionarias” vs las “revisionistas” en torno a la misma revolución mexicana y al papel de los campesinos (pp. 327-332). Una comparación con la Francia revolucionaria y decimonónica se facilitaría usando lo que ya es moneda corriente: la revolución por arriba, de estirpe constitucionalista y legal, y la revolución abajo, precisada a negociar la “modernidad” frente a grandes movilizaciones campesinas indígenas, acaso más localistas que nacionalistas, que defendieron viejos derechos, usos y costumbres ante el asedio político legal y la presencia de nuevos empresarios. Claro que después del ejercicio aparecerá la pregunta: ¿y en dónde quedó la economía política? En cualquier caso, pocos historiadores tan calificados como Romana Falcón para traspasar el umbral de 1911 que traza El Jefe Político y abordar de lleno la revolución mexicana y lo que siguió, en la perspectiva de su generación, cimbrada por la matanza del 2 de octubre de 1968 y, mucho después, por el levantamiento zapatista del 1º de enero de 1994.

Desde otro ángulo, el caso francés resalta las dificultades de los desamortizadores liberales de México por las que ya habían pasado sus antecesores borbónicos. Al igual que sus pares latinoamericanos eran legatarios de una rica tradición de derecho escrito y cultura jurídica y universitaria que, en lo referente a los derechos de propiedad en las “repúblicas de españoles”, provenía del derecho romano vía Las Siete Partidas. Pasada la independencia, la tacharon de derecho metropolitano, impuesto por la Monarquía española. En esta tesitura la adopción voluntaria de diferentes versiones del código francés (y no exclusivamente de este como parecen constatarlo las fuentes que citó Justo Sierra en sus proyectos de Código Civil14) a tono con la revolución constitucionalista atlántica, se presentaba no solo como si hubiera sido plenamente legitimada por el conjunto de la nación mexicana, sino como el momento de extirpar cualquier influencia española en la nueva cultura jurídica “nacional”.15 Se proclamó entonces que, a diferencia del derecho novohispano, el “nacional” formaba parte integral del constitucionalismo moderno y en particular de la tridivisión del poder público que, sin embargo, en América Latina estuvo cruzada por lo que Falcón denomina patrimonialismo y clientelismo.

Habremos de indagar mejor cómo fue que, aparte de abandonar vetas muy ricas de la cultura jurídica novohispana, claramente estatista en el siglo XVIII, las élites liberales, proclives al formalismo legal forjaron una herramienta de dominación social con el ardid de la libertad política. Una y otra vez Falcón constata que de haber sido así, “la dialéctica de apoyo/adaptación/rechazo” de las capas populares consiguió frenar y en casos revertir las prácticas convencionales del dominio “conforme a derecho”. El síndrome pudo ser más extendido si se tiene en cuenta que una cultura jurídica no se borra de la noche a la mañana. Pese a la codificación nacional, inevitablemente desfasada de la independencia política, durante medio siglo abogados, tinterillos y jueces, posiblemente siguieron escribiendo contratos y testamentos, litigando linderos y emitiendo sentencias dentro del marco conceptual y cultural novohispano, aunque con barniz “moderno”.

Pueblos y capas populares no actuaron como meros receptores del derecho estatal, ni fueron conglomerados pasivos ni, mucho menos, víctimas. Por el contrario, demostraron ser “actores creativos, informados, aptos para pactar y adaptar desde pormenores -las formas adecuadas de medición de terrenos según las leyes en boga, por ejemplo- hasta descalificaciones y palmetazos a los anhelos y leyes que guiaban la nación” (p. 333). Con esto no se desconoce ni minimiza que, “en muchos casos, campesinos comuneros de los pueblos perdieron parte de sus bienes y de sus derechos durante el último tercio del siglo XIX, lo que afectó profundamente sus condiciones de vida y su confianza en el futuro” (p. 408).

Los dos últimos capítulos exponen las acciones y estrategias populares. Presentan, por ejemplo, el conjunto de acciones pacíficas propias de la vieja cultura jurídica en torno de “tener títulos de posesión o de propiedad adecuados”, a solicitar “excepciones” y “prerrogativas” en la explotación de los bienes naturales y de ahí pasa a los usos estratégicos de la violencia, real y simbólica, desde amenazas hasta rebeliones en forma, pasando por las estaciones intermedias de los tumultos y revueltas. Sus ricas aunque breves descripciones confirman una vez más que cada pueblo, acaso cada familia, se movió según su propia conveniencia y que no fueron para nada uniformes las respuestas ante el embate modernizador del liberalismo en torno a la privatización de los bienes raíces. En estas polifonías los de abajo inventaban constantemente tradiciones que podían ser meros disfraces de sus propios anhelos modernos.

“Último recurso”, la violencia popular empezó produciendo miedos mediante amenazas abiertas o veladas, incluidos los lenguajes corporales y los tonos de voz. La mecánica gubernamental de crear miedos pudo unificarse en un Leitmotiv: el horror que provocó la “guerra de castas” en Yucatán. A partir de ahí, toda acción popular autónoma se podía clasificar a discreción de peligrosa, máxime cuando muchos tumultos estallaban y se disolvían “de repente”, siendo, realmente, producto de preparaciones concienzudas y detalladas. La revuelta más sangrienta del periodo estudiado, tanto en su ejecución como en la feroz represión gubernamental, fue la de los indígenas de Zincatepec, que estalló el día de muertos de 1873 y no abrió con el esperado grito agrarista sino con un “¡Mueran los protestantes!”. El asunto era la jura legal que debían hacer los miembros del ayuntamiento de defender las leyes secularizadoras de Reforma y la Constitución de 1857 (pp. 532 y ss.).

Esta obra exigente concluye con dos episodios de vio lencia, alejados entre sí en tiempo y espacio pero más acordes con el tema central: el protagonismo de los jefes políticos en contener los desórdenes, organizando hacendados, pueblos, vecinos, autoridades locales y administrando la fuerza. Esto fue claro en el tratamiento de los focos insurreccionales de Sultepec y Temascaltepec en la década de 1890, arriba referido, y más enfáticamente frente a las rebeliones de los pueblos de Chalco en 1867-1868, acaudilladas por Julio López Chávez, que la autora llama “irregulares”, “fuera de lo común”, por su intento de superar los ámbitos comar cales y proyectarse bajo una luz agrarista de cuño universal y por ser, de lejos, la más organizada. La memoria debió quedar, pues en 1910 muchos campesinos de esos pueblos, y de Tenango y Tenancingo, tomaron las armas al llamado de Madero y luego secundaron a los vecinos morelenses acaudillados por Zapata.

Romana Falcón sobresale por su insistencia en recuperar voces, acciones, estrategias de acomodo y resistencia de los “de abajo”; en traerlos a la corriente central de la historia y la historiografía de un México que hace no mucho tiempo era eminentemente agrario, campesino e indígena, centro gravitacional de grandes convulsiones políticas, constantemente reinterpretadas. Eso queda claro en su libro México Descalzo. Estrategias de sobrevivencia frente a la modernidad liberal (2002) que en esta nueva obra avanza con la descripción y análisis de la “infrapolítica” popular. Si bien se puede estar de acuerdo con su interpretación del “dictum de Abrams” de que el gran secreto del estado nacional es que en realidad no existe (p. 591), otra dirección que podría enriquecer la investigación sobre el dominio o hegemonía sería partiendo del jefe político hacia la cúpula estatal para observar, con el mismo detalle, las estrategias ocultas de los que mandan y descifrarlas a partir de las prácticas concretas de gobierno, institucionales, alianzas familiares, patrimoniales, de amistad. Desde diferentes concepciones teóricas, Abrams, Gupta, Bourdieu et al., enfocan el tema de las prácticas concretas de la élite del poder a la Wright Mills y el efecto abajo. De algún modo trabajos de sociología histórica y antropología política señalan esas posibilidades para el estudio de México.16

Resumo, El Jefe Político, de Romana Falcón, es un hito en la historiografía contemporánea de las estrategias de negociación del pueblo llano frente a las de quienes representaron el poder. Es de celebrar y agradecer un libro en que son evidentes la disciplina, la integridad intelectual, el dominio de un tema medular trabajado arduamente a lo largo de años. Precisamente por afectar tantos campos del conocimiento pide la crítica rigurosa y más, exige el desarrollo en tantas direcciones posibles como las que encuentre el lector atento. En este comentario apuntamos algunas.

1Romana Falcón, El Jefe Político. Un dominio negociado en el mundo rural del Estado de México, 1856-1911, México, El Colegio México, Centro de Investigaciones y Estudios Sociales en Antropología Social, El Colegio de Michoacán, 2015, 744 pp. ISBN 978-607-462-738-1

2Frances Stewart, Horizontal inequalities and conflict: understanding group violence in multiethnic societies, Palgrave, Macmillan, Basingstoke, Inglaterra, Nueva York, 2008.

3En El Jefe Político son centrales los conceptos weberianos de clientelismo y dominación patrimonial; de economía moral de la historia social inglesa; de infrapolítica del politólogo James Scott; de dominio, hegemonía, de Marx y Gramsci y, cercano a estos, el de subalternidad (Chabakrabarty, Duha, Dube); además, los conceptos de mistificación y absolutismo jurídico (Rossi, Congost) y muy en particular el de mistificación y ocultamiento del estado de Abrams y sus continuadores. El texto paradigmático de Abrams ha sido publicado recientemente en español: Philip Abrams, Akhil Gupta, Timothy Mitchel, Antropología del Estado, México, Fondo de Cultura Económica, 2015, pp. 17-70.

4Raymond Carr, Spain, 1808-1939, Oxford, Oxford University Press, 1966. Entre sus continuadores, véase José Varela Ortega, Los amigos políticos: partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración, 1875-1900. Madrid, Alianza editorial, 1977. También debe citarse el número especial de la Revista de Occidente, 127 (oct. 1973).

5Victor Nunes Leal, Coronelismo, enxada e voto. Rio de Janeiro, Revista Forense (1948). José Murilo de Carvalho, “Mandonismo, Coronelismo, Clientelismo: Uma Discussão Conceitual”, Dados [online], 40: 2 (1997) http://www.scielo.br/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0011-52581997000200003&lng=en&nrm=iso. Consultado el 17 de mayo de 2013.

6La obra de esta socióloga, crecientemente reivindicada, tiene por ejes el cambio social y la cultura brasilera: los sitiantes o pequeños propietarios en diversos contextos socioeconómicos e históricos; los movimientos mesiánicos, el cangaço (los bandidos de honor) el folclor, los carnavales, el “catolicismo rústico”, la religiosidad popular.

7Maria Isaura Pereira de Queiroz, O mandonismo local na vida política brasileira. (Da Colônia à Primeira República) Ensaio de Sociologia Política. São Paulo, Instituto de Estudos Brasileiros, 1969.

8Véase Nicholas Aroney, “Subsidiarity, Federalism and the Best Constitution: Thomas Aquinas on City, Province and Empire”, en Law and Philosophy, 26: 2 (2007), pp. 161-228. en http://www.jstor.org/stable/27652614. Consultado el 12 de marzo de 2010.

9Philip Corrigan y Derek Sayer, The Great Arch: English State Formation as Cultural Revolution, Oxford, Blackwell, 1985.

10Jean-Louis Halpérín, L’Impossible Code civil, París, Presses Universitaires de France, 1992.

11Para una síntesis, véase Florence Gauthier, «Une révolution paysanne ou Les caractères originaux de l’histoire rurale de la Révolution française», en Révolution Française.net, septembre 2011 http://revolution-francaise.net/2011/09/11/448-une-revolution-paysanne, consultado el 9 diciembre de 2014.

12Florence Gauthier, “Political Economy in the Eighteenth Century: Popular or Despotic? The Physiocrats against the Right to Existence”, en Economic Thought, 4: 1 (2015), pp. 47-66 http://et.worldeconomicsassociation.org/files/WEA-ET-4-1-Gauthier.pdf consultado el 11 de mayo de 2015.

13Sobre las resistencias de la familia extensa, se puede consultar el estudio monográfico de Christine Lacanette-Pommel, La famille dan les Pyrénées. De la coutume au Code Napoléon: Bérn, 1789-1840, Universatim, PyréGraph, 2003.

14José Ramón Narváez Hernández, “Crisis de la codificación y la historia del derecho”, en Anuario Mexicano de Historia del Derecho, Revista Virtual, Universidad Nacional Autónoma de México, XV (2003), en http://www.juridicas.unam.mx/publica/rev/hisder/cont/15/cnt/cnt9.htm consultado el 20 de mayo de 2005.

15Véase por ejemplo la interpretación de Diego Eduardo López Medina, Teoría impura del derecho. La transformación de la cultura jurídica latinoamericana, Bogotá, Universidad de los Andes, Legis, Universidad Nacional, 2004, pp. 135-145.

16Por ejemplo, Fernando Escalante Gonzalbo, Ciudadanos imaginarios: memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana en el primer siglo de su historia; tratado de moral pública, México, El Colegio de México, 1991. Claudio Lomnitz, Deep Mexico, Silent Mexico. An Anthropolgy of Nationalism, Minneapolis, Minn., University of Minnesota, 2001.

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