Of all the worlds created by man, the world of books is the most powerful.
Heinrich Heine
En la bibliografía del siglo XVIII existe un grupo de libros que circuló con bastante amplitud. Se trata de trabajos que se refieren al tema de las cárceles, las prisiones y los castigos, temas que quizá hoy en día no pensaríamos que pudieran ser de interés general. Sin embargo, estos escritos lo fueron. Una parte de ello se explica por el hecho de que la prisión no era una posibilidad tan lejana para la gente de la época, ni tampoco lo eran los castigos tremendos que en general se llevaban a cabo a la vista de todos en las plazas públicas, convirtiéndose en espectáculo y escarmiento al mismo tiempo. Al estudiar algunas publicaciones de la época que se centran en temas de justicia penal y su circulación, es posible conocer cuáles eran aquellos aspectos del Antiguo Régimen que se habían puesto en cuestión, tales como los alcances de la justicia real, la excesiva crueldad de los tormentos y la posibilidad de redimir a los delincuentes. Para entender el curso de algunas de estas ideas en el mundo americano, vale la pena estudiar dos grandes obras que circu laron en aquella época: el gran libro del Marqués de Beccaria sobre los delitos y las penas, cuya primera edición salió en 1764, y el Discurso sobre las penas del jurista americano Lardizábal, de 1782. Si uno reconstruye su historia puede entender un poco mejor cómo fue que los escritos constitucionales que se sancionaron décadas más tarde caían en un terreno abonado previamente por estas nuevas ideas.
Aunque muchos de estos escritos no llegaron de manera directa a manos de la gente (algunos fueron prohibidos y otros llegaban sólo a un público selecto), sus inquietudes impregnaron el ambiente y, por medio de obras más populares, piezas de teatro o folletos, empezaron a difundirse en muchos lugares.2 Desde luego, es imposible dar cuenta cabal de la recepción de estas publicaciones, sin embargo, vale la pena insistir en que en el periodo de la independencia muchas de sus propuestas se habían filtrado a las esferas cultas del virreinato, y también en los sentimientos de la gente. De otra manera no podríamos comprender con qué argumentos algunos defendieron sus derechos y no cedieron frente a las extorsiones de sus verdugos y cancerberos.3
Estos libros fueron escritos por intelectuales notables, algunos comprometidos con la impartición de justicia, y todos ellos imbuidos del deseo de buscar el bien común y la felicidad, convencidos de que estaban viviendo en una época de “fermentación general” en la que los príncipes, las corporaciones y los particulares se dedicaban con todo empeño a erigir por todas partes nuevos códigos que consideraban “monumentos ilustres a la humanidad, que harían eterna su memoria”.4 Estos autores habían abrevado de las fuentes más adelantadas de su época. Referente ineludible era para ellos El espíritu de las Leyes del Barón de Montesquieu; pero muchos no eran ajenos a la tradición inglesa representada por los escritos de Howard, aquel benemérito que visitó más de 100 cárceles, y dejó constancia de la necesidad de un trato más humanitario hacia los delincuentes y de los peligros que podrían resultar de las miserias de la vida carcelaria.5 Podría objetarse que las tradiciones españolas estaban cerradas por entero a estas posibilidades, sin embargo, la evidencia muestra que los intelectuales de la España ilustrada estaban en contacto con estos círculos, sin renegar por ello ni de su religión ni de sus tradiciones. Hay en todo esto más comunicación y mayor circulación de ideas de la que imaginamos.
Para entender esta interacción entre continuidad y cambio es necesario apreciar las polémicas de finales del siglo XVIII desde una perspectiva más amplia. Un panorama internacional que obliga a ver las dos orillas del Atlántico. La larga historia de las ideas en torno a la justicia y los derechos humanos comienza mucho antes pero se afianza en el contexto de las reformas del Duque de Toscana, de María Teresa y otros monarcas europeos, con la aparición de las declaraciones de Virginia y en los círculos de beneficencia estadounidenses, contemporáneos a la revolución constitucional.6 La España ilustrada tiene que vérselas con los sectores recalcitrantes que obstaculizan de mil maneras el ímpetu reformista, pero éste consigue al menos publicar algunas obras que a pesar de las restricciones impuestas por la censura aparecen y llegan a los lectores por distintos caminos.
Pero, ¿por qué dedicarle tanto espacio a estos escritos cuando la sociedad novohispana era víctima de la Inquisición y de muchos castigos arbitrarios, cuando el asunto de los derechos del hombre y de los acusados era algo tan lejano, al punto que todavía hoy sigue siendo un tema pendiente? Quiero poner un contrapeso a la amplia literatura que se ha ocupado de ello para darle una oportunidad a esta otra fuerza que constituye un impulso que como quiera que sea se abrió paso para formar parte de nuestras mejores tradiciones. Tradiciones que evocan el espíritu de unas luces que en términos generales se han visto como europeas, pero que encuentran un lugar en los documentos constitucionales de comienzos del siglo XIX, y desde luego en intelectuales americanos como Mariano Beristáin, Jacobo de Villaurrutia, Agustín Fernández de San Salvador, Carlos María de Bustamante, Lucas Alamán y José Joaquín Fernández de Lizardi. De no revisarlos, una parte importante de esta historia queda en la penumbra.
Dos obras entrelazadas
Entre la traducción al castellano de la obra Dei delitti e delle pene de Cesare Bonesana, Marqués de Beccaria7 (1774), y la publicación del Discurso sobre las penas de Manuel de Lardizábal y Uribe8 (1782) median ocho años. Ambas llegaron a las prensas españolas bajo el impulso de los ministros reformistas que deseaban establecer las bases para la regeneración y reforma de los códigos y legislaciones. Ellos estaban conscientes de que en el resto de Europa se vivía un fuerte debate en materia de justicia que había desembocado en temas fundamentales, como los alcances de la justicia del rey, la obligación del Estado de garantizar la seguridad, y la importancia de hacer proporcional al delito la administración del castigo. La preocupación por los asuntos penales llevó a Manuel de la Roda y otros a encomendarle a Lardizábal, un notable abogado nacido en la Nueva España y formado en la Península, la tarea de proyectar una reforma de las leyes del reino mediante la exploración cuidadosa de los códigos antiguos y su organización sistemática.9
Aunque la mayor parte de las reformas en materia judicial que planteó el programa carolino no se materializó en suficientes decretos, ni lo expresado se impuso con la contundencia que se esperaba, la existencia de varios de sus proyectos, sesiones, discusiones y trabajos dedicados a tales labores formó un sedimento sobre el cual se fueron tejiendo nuevas relaciones que hicieron posibles los cambios que trajo el siglo venidero. Ministros como el Conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla, el fiscal del Consejo, Pedro Rodríguez Campomanes, o el ya mencionado secretario de Gracia y Justicia, Manuel de la Roda, hicieron grandes contribuciones al tema, en ese periodo que algunos han denominado de incubación de cambios y de transformaciones.10 Como parte del programa carolino, se iniciaron también los trabajos para la elaboración del Nuevo Código de Leyes de Indias.11
Si bien cada uno de estos proyectos tuvo sus propios objetivos, es un hecho que estuvieron dirigidos por los mismos ministros que estaban colaborando en el diseño de las nuevas políticas, o por lo menos por los más comprometidos con la línea regalista de Carlos III. En conjunto, esas iniciativas tuvieron como propósito la redefinición de criterios para impulsar nuevas políticas en diversos temas específicos, como es el caso de la modernización de la justicia y la codificación.
El criollo tlaxcalteca Manuel de Lardizábal se integró a la junta especial encargada de revisar la Recopilación de Leyes de Indias, tarea de la que habría de resultar el primer libro del Nuevo Código de Leyes de Indias, que obtuvo la confirmación real en 1792.12
La publicación y aplicación de muchas de estas medidas sólo fue parcial y se optó por soluciones más conciliadoras y prudentes,13 lo que no quiere decir que las iniciativas se abandonaran del todo. España tendría que esperar hasta las constituciones de Bayona y de Cádiz para ver plasmadas muchas de estas ideas, y hasta el trienio liberal para establecer un Código Penal, en 1822.14 Sin embargo, en estos años de transición crecía inevitablemente el interés por leer y traducir las obras que sobre estos temas se publicaban en otras partes de Europa. Lo que es más, fue en esas circunstancias que en el seno del grupo gobernante surgieron las iniciativas para buscar que estos trabajos salieran a la luz y se conocieran por el público. Tal y como lo ha apreciado Robert Darnton al estudiar fenómenos semejantes en la Francia prerrevolucionaria, los libros aparecidos bajo la censura del Antiguo Régimen responden a tendencias que el mismo Estado está interesado en impulsar, de tal forma que interviene en ello y ayuda a que se difundan, como sucedió entonces con toda la literatura de orden jurídico penal que se ha revisado para este ensayo.15
La fenomenal acogida de la obra de Beccaria
Las ideas de Beccaria cundieron en muchos lugares como un reguero de pólvora mediante la publicación de una obra que pronto adquirió gran resonancia. Seguramente no pensaríamos que un escrito de esta naturaleza, referido a la impartición de justicia, la aplicación de castigos moderados, el final de la tortura y de la pena de muerte pudiera suscitar tan grande interés. Hablar de uno de los best sellers de su tiempo podría parecer exagerado, sin embargo, la lista de ediciones y traducciones de las que fue objeto nos hace recapacitar sobre ello.
Cesare Bonesana, Marqués de Beccaria, formaba parte de un grupo de jóvenes ilustrados que se reunía en la Accademia dei Pugni (Societá dei Pugni) de Milán. Seguramente las discusiones de este círculo de intelectuales lo impulsaron a sacar a la luz ese importante escrito que propuso poner fin a las formas de castigo corporal público que estaban vigentes en la Europa de la primera mitad del siglo XVIII. Casos sonados de la época, como el de Calas, defendido por Voltaire, por poner tan sólo un ejemplo, dieron lugar a que en muchos lugares surgiera una campaña que buscó la abolición de la tortura e incluso de la pena de muerte. La lucha a favor de los principios humanitarios y racionales que debían imperar en estos procesos se vio grandemente beneficiada por la aparición de una obra como Dei delitti e delle pene.
La edición original, de 1764, apareció sin fecha ni lugar de edición, pero es probable que se imprimiera en Mónaco (Ligure). No estaba dividida en parágrafos, como iba a ocurrir después, cuando apareció la segunda edición, en Livorno, en 1766, entonces sí dividida en 40 parágrafos e introducción. En esta segunda edición apareció la mentira de que había sido impresa en Harlem, e incluyó varias modificaciones que en ese par de años hizo el autor. Una tercera edición aparece en Lausana, con nuevos añadidos supuestamente en respuesta a algunas observaciones críticas del juicio de un célebre profesor. La sigue una más de Harlem (Livorno), en donde hay además un nuevo frontispicio. Hay una quinta, también de Harlem, y la siguiente, fechada en Buglione, que se cree impresa en Venecia, y a la que se añaden textos de otros autores (y que también aparece como sexta).16 Seguida de esta andanada de ediciones, a petición universal sale a la luz una vez más la obra, en el año de 1767, ahora con el famoso comentario atribuido a Voltaire que acompañará en lo futuro muchas de las ediciones de la que fuera la obra más celebrada de Beccaria.
De acuerdo con la Notizie de la magnífica impresión hecha en Milán por Muzzi en 1811, cuya edición fue curada por el hijo del autor, Giuglio Beccaria, la versión en italiano de la obra se publicó también en Nápoles en 1770; Londres (¿Venecia?), en 1774: Harlem (¿París?, con el dato de que hasta esa fecha había habido diez ediciones), en 1780; hubo otras posteriores en París, Venecia, Milán, Bolzano, Pavía, Plasencia y Brescia, todas en italiano. A la fecha de la publicación de la hermosa edición muzzina, Dei delitti había sido objeto de 28 reediciones en italiano, es decir, 28 ediciones en poco más de 40 años.17 Por otra parte, el listado que ofrece indica que había sido traducida a siete idiomas: francés, alemán, inglés, holandés, español, ruso y griego vulgar18 -buena parte de estas traducciones habían sido hechas de la primera al francés, obra del abate Morellet-, dando un total de 23 traducciones que aparecieron en diversas capitales del mundo, lo que suma 52 ediciones en distintos idiomas, incluido el italiano original.
Todavía esta suma puede ampliarse si tomamos en cuenta lo que las imprentas del Nuevo Mundo sacaron a la luz en aquellos años, ediciones que no fueron contempladas en la relación de Giuglio Beccaria, que sólo consideró entre las estadounidenses la de Filadelfia de 1778. En realidad, la edición original de 1764 apareció muy pronto en inglés en Charlestown (Carolina del sur), 1777, publicada por David Bruce. Luego saldrían impresas Bell en Filadelfia las ediciones de 1778 y 1779; otra en italiano en 1780, en Nueva York, y una más en Filadelfia, en 1793.19 Nueva Inglaterra fue el taller responsable de la gran difusión de estas ideas en el continente, ya que ahí se imprimía y se traducía con gran eficacia. A los talleres de Filadelfia les debemos la edición de 1823 que circuló en el México recién independizado, pero seguramente desde antes hubo manera de tener alguna comunicación con lo que salía de las prensas de Filadelfia si consideramos que muchos exiliados vivían allá de imprimir y traducir obras al español.20
La primera traducción de Beccaría al castellano apareció diez años después de la edición original. Francia la había traducido inmediatamente (1766) y un año después se publicaba en Londres por Almon, con el comentario de Voltaire, el mismo año que la traducción alemana en Ulm. En 1768 se publicó en Amsterdam. Son mucho más tardías las traducciones al ruso, 1802, y al griego, 1803.
La edición española tiene su propia historia.21 Juan Antonio de las Casas fue el encargado de traducirla y se publicó bajo el sello del impresor Joachim de Ibarra en Madrid, el año de 1774.22 Aparece con 47 parágrafos e incluye la respuesta a las notas de la observación crítica del padre Facchinei. Se añadieron además algunas notas introductorias en las que se advertía al lector que lo allí expresado no buscaba ofender a quienes no estuvieran de acuerdo, sino exponer las ideas de un autor para ilustrar al público sobre un tema importante.
En realidad, la obra fue saludada en los círculos políticos más influyentes y figuras como Jovellanos, Alfonso María Acevedo, Manuel de la Roda y el propio Lardizábal vieron en ella un apoyo para hacer avanzar la reforma de las leyes penales y la elaboración de un código criminal. Sin embargo, recibió la oposición abierta de los sectores más reacios, que se vieron representados por publicaciones como la de Pedro de Castro, canónigo de la catedral de Sevilla, en su Defensa de la tortura,23 y la de fray Fernando de Ceballos, que fue el autor de un voluminoso trabajo titulado La falsa filosofía o el ateísmo, deísmo, materialismo y demás nuevas sectas convencidas de crímenes de Estado cometidos contra los soberanos y sus regalías,24 que se convirtió en una obra de referencia para las generaciones posteriores opuestas a la difusión del movimiento ilustrado. Ambas, y otras con mayor solidez argumentativa, incluyen pasajes críticos acusando a Beccaria de vulnerar los fundamentos de la Monarquía española.25 La Inquisición se apresuró entonces a condenarla, lo que dio lugar a una situación paradójica pues la obra ya había sido publicada pero ahora estaría prohibida.26
Una serie de reacciones diversas llevaron la discusión hasta 1785, cuando el caso volvió a estudiarse. La intervención de figuras influyentes, como el Conde de Aranda hicieron posible que en la opinión hubiera más sensibilidad hacia el tema, de modo que se logró la autorización para que la obra transitara por lo menos en círculos restringidos. Entonces, a pesar de que la Inquisición la había condenado, la edición castellana pudo circular, lo que se añadía a la influencia de una obra que se conocía lo suficiente a través de las tantas ediciones y comentarios que había suscitado en otros lugares del mundo.
España y América en el contexto de las reformas penales
Este panorama adverso no impidió que las ideas igualitarias y las actitudes filantrópicas que se abrían paso en el mundo alcanzaran el espacio ibérico. Aspecto esencial que nutrió las transformaciones institucionales del siglo posterior, la discusión empezó a esbozar una ciencia de lo penal que décadas más tarde cobraría fuerza a través de academias, como la Academia de Ciencias Morales y Políticas en Francia, impulsada por Charles Lucas.27 Pensadores y hombres de acción abonaron en ese sentido, los escritos de Moreau de Saint Mery, La Rochefoucauld, Mathew Carey, William Cobbett y Benjamin Rush, y por supuesto las obras de Gaetano Filangieri, Jeremy Bentham, Benjamin Constant, Alexis de Tocqueville, que fueron muy conocidas en América.28 A la mayoría de estos pensadores les parece que la razón y la humanidad tarde o temprano tendrán que imponerse y por ello invierten buena parte de su actividad en proyectos de muy diversa índole: de codificación, de inspección, de creación de proyectos y asociaciones.
La reacción de algunos de los jefes de Estado, todavía monarquías de Antiguo Régimen, los anima a mantenerse en esa expectativa pues la tortura es abolida en la segunda mitad del siglo XVIII en Prusia, Toscana, Sajonia y Polonia. En 1756, se pone fin a la tortura en Ginebra, en 1768 en Rusia y en 1773 en Suecia. María Teresa y Luis XVI la suprimieron en Austria y Francia, en 1776 y 1780, respectivamente. De modo que son los déspotas ilustrados los que deciden tomar este rumbo pero sin abandonar sus propios derechos y prerrogativas, el principal, el de impartir justicia.29
Un folleto que circuló en francés a principios del siglo XIX se refiere con gran riqueza y profundidad a la utilidad y el derecho a imponer o no la pena de muerte a los condenados.30 En sociedades de Antiguo Régimen, la abolición de la pena de muerte -que es ya un tema muy avanzado- se basa en que, por encima de los debates de las asambleas, los monarcas ilustrados deciden hacer uso de su potestad para otorgar la conmutación de la pena de muerte en sus dominios. Es decisión y facultad suya, fruto de la “sabiduría real”, el que los condenados puedan tener la oportunidad de vivir para enmendar sus faltas.31
Es en particular interesante el caso de Pedro Leopoldo, real príncipe de Hungría Bohemia, Archiduque de Austria, gran Duque de Toscana, tan admirado por varios autores contemporáneos de Estados Unidos y de América Latina,32 que al acceder al trono planteó y llevó a cabo una reforma del sistema penal. Condujo tan lejos su intención de moderar los castigos que abolió la pena de muerte en Toscana, incluyendo cantidad de crímenes, aun el referido delito de lesa majestad. Pasó de la sentencia de conmutación a legislar en torno a la pena de muerte; eran iniciativas indudablemente radicales.33 Hay que decir, sin embargo, que ese mismo argumento, el de la sabiduría real y las determinaciones que podían derivar de ella, sirvió para que en otros lugares se decidiera revertir la medida. Así sucedió cuando Leopoldo de Bélgica, después de experimentar un incremento en la criminalidad, decidió, en 1832, restablecer la pena de muerte en sus reinos.
Como se ha venido señalando, España no era ajena a estos movimientos. Algunos observadores contemporáneos comentaban desde el otro lado del Atlántico que, aunque los españoles no se habían animado a suprimir la tortura, era cada vez más claro que deseaban hacerlo y que la tortura era “vista con desaprobación”. Les parecía que el hecho de que la apología de la tortura que había hecho el canónigo de Sevilla hubiera sido recibida con indignación ponía en evidencia la fuerte oposición que había hacia este tipo de ideas. Las dificultades que esa obra tuvo para alcanzar las prensas daban cuenta de la postura e influencia de los juristas que se habían inclinado en los últimos años en favor de la moderación de los castigos y las penas.34
En la asociación creada en Filadelfia para aliviar las penalidades de las prisiones públicas por grandes personajes como el científico y humanista Benjamin Rush, se comentaba lo siguiente:
En España se han hecho algunos avances bajo los auspicios del Conde de Aranda para estrechar la jurisdicción y humanizar el procedimiento de la Inquisición, y con tanto éxito que hace ya algunos años hubo bastante expectación pues parecía que había llegado el momento de que esta hidra que tanto habían condenado los filósofos al fin fuera destruida.35
Entonces, de acuerdo con la percepción que se tenía en otros lugares sobre la situación de la reforma penal en España, podemos decir que se entendía que había habido, en particular en 1783, como lo señalaban, esfuerzos muy valiosos para modificar las leyes criminales y algunos tribunales del reino. Pero que, desafortunadamente, diez años más tarde no estaba claro dónde habían desembocado tales esfuerzos. Ésta es la percepción que muestran folletos de la época que circulaban en otros lugares.36 ¿Es posible pensar que al aludir a estos esfuerzos los observadores externos estuvieran pensando también en la obra de Manuel de Lardizábal? No la mencionan expresamente, pero es indudable que en la percepción de lo que ocurría en aquellos años en España, estarían pensando en muchas de las iniciativas esperanzadoras que buscaban hacer cambios en materia de justicia penal.
El Discurso sobre las penas y su aparición en España
Después de lo acontecido en España con la obra de Beccaría, es presumible que el Discurso sobre las penas… planteara algunos asuntos con suma cautela. No tenemos evidencia de que el autor se lo hubiese propuesto, pero tampoco parece algo descabellado tomando en cuenta un contexto en el que algunos sectores se mostraban claramente adversos al espíritu de la Ilustración. Sea o no por esas razones, la obra de Lardizábal defendió la idea de que su obra expresaba las bondades de las más caras tradiciones españolas.
El Discurso sobre las penas contraído a las leyes criminales de España para facilitar su reforma fue publicado por primera vez en Castilla en 1782.37 La obra constituye una erudita disertación sobre las leyes, penas y prácticas criminales europeas, y principalmente sobre las aplicadas en la Monarquía. Tuvo como propósito dotar de mayores elementos al rey Carlos III para la regeneración y reforma de los códigos y legislaciones en esa materia, y sin duda se insertó dentro del concierto internacional de inquietudes y transformaciones que fue descrito en páginas anteriores.
La fuerza de la obra reside en su capacidad de introducir en España las ideas de moderación y humanización en el castigo, de proporcionalidad entre el delito y la pena, de separación entre las potestades temporales y espirituales. Su autor se manifiesta como partidario de la abolición de la tortura y de los castigos infamantes, no así de la supresión de la pena de muerte, que considera necesaria cuando la gravedad del crimen así lo amerite. A pesar de ser obra de un católico convencido, hombre de Antiguo Régimen, partidario de un orden corporativo, el Discurso sobre las penas… expresa su profundo compromiso con las luces de su época. Existe una confianza plena en la capacidad humana de regeneración y en la posibilidad de acceder a las luces mediante la educación.38
La obra representa un paso adelante en la difícil tarea de ir creando códigos unificados, tarea que no fue posible culminar en la España de la época pero a la cual hace un importante aporte. Lardizábal veía ese proceso como una “feliz revolución de los cuerpos de las leyes”, en la que nuevas leyes, “acomodadas a las actuales circunstancias”, irían reemplazando a las antiguas: “Las voluminosas compilaciones se reducen ahora a ordenanzas sencillas, claras y en poco número”. Por eso encomiaba los resultados de las tareas que habían emprendido en sus vigilias muchos particu lares, comprometiendo sus talentos y su instrucción para el “bien de la humanidad y felicidad de los pueblos”.39
Como para la mayoría de los autores de su tiempo, para Lardizábal el punto de partida era el concepto de ley de Montesquieu, pero en cambio entabló discusiones abiertas con Rousseau y con Beccaria, por su “libertad inmoderada”, como lo señala en varias ocasiones. Todo poder emana de Dios, en los términos de san Pablo, pues “no hay potestad que no venga de Dios”. Concebía además a la religión como un freno saludable para las sociedades. Dos cosas enteramente diversas y a considerar en toda legislación criminal eran el delito y el pecado, pues mientras que con el pecado se contravenía la ley divina interna o externamente, éste no perturbaba el orden y la tranquilidad pública del gobierno y los particulares, como sí ocurría con los actos externos de los delitos.
Un pensamiento impuro, por ejemplo, consentido interiormente con deliberación, es pecado, y pecado grave, pero no es un delito, ni está sujeto a las leyes humanas. Cualquiera mentira aunque leve, es pecado, y aunque sea grave, no es delito, si de ella no resulta perjuicio al bien público o a algún tercero.40
Pero el que Lardizábal se refiera a la potestad del monarca en materia de leyes, a que a él le pertenece la facultad suprema, la legislativa, porque el derecho de majestad dimana directamente de Dios,41 es un pensamiento que contrasta en definitiva con el de Rousseau y con el de Beccaria. El autor en consecuencia los refuta cuando defiende el orden estamental y el principio de que los castigos no pueden ser iguales para todos los individuos; de acuerdo con Lardizábal el noble que infrinja la ley debe ser castigado, pero no de la misma manera que un simple vasallo. Esta controversia deja muy en claro la postura del criollo americano y aleja la posibilidad de que pueda ser considerado discípulo de Beccaria.
Sólo tengo algunos elementos para precisar cuál fue el impacto de la obra en su momento, y me referiré a ellos un poco más adelante. Sin embargo, es necesario insistir en que habiendo sido publicada en 1782 no tuvo una segunda edición sino hasta el año de 1828, es decir, 40 años más tarde. La situación nos obliga a volver los ojos a la pérdida de ímpetu del proceso reformista en materia de justicia penal, el impacto en España de la situación política europea y las consecuencias de la muerte de Carlos III a finales de esa década. Los hermanos Lardizábal y otros de su grupo cercano padecieron el exilio motivado por sus diferencias con Godoy y, aunque mantuvieron una posición importante en círculos académicos prestigiados, dejaron de tener influencia en las decisiones políticas de la corona. Desterrados en la provincia española de Guipúzcoa, aunque ejerciendo labores intelectuales en la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Vergara, permanecieron alejados de las decisiones políticas hasta que el motín de Aranjuez los devolvió a las filas de los partidarios de Fernando VII.
Algunos autores han hecho notar que el Discurso sobre las penas… desmereció frente a la influencia de la poderosa obra de Beccaria. Creo que esto es indudable. Toda una generación quedó eclipsada por esa obra que es punto de partida de las grandes discusiones en materia penal. No se deriva de ello sin embargo el que Lardizábal pueda considerarse un discípulo del célebre integrante de la Academia dei Pugni.42 El esfuerzo del jurista tlaxcalteca consigue reconciliar y salvaguardar los principales valores de la cultura española, una circunstancia que abre puntos de gran controversia con el autor de Dei delitti e delle pene y que le da una gran originalidad y fuerza propia al Discurso.
Un interlocutor privilegiado del Discurso sobre las penas
En este conjunto de relaciones tan vasto entre las obras de la época, es menester resaltar la obra que fuera una de las más cercanas al Discurso. El diálogo que a lo largo de su vida sostuvo con su hermano, hace que no sorprenda el que uno de los primeros textos que recogen sus aportes sea precisamente la Apología por los agotes de Navarra, y los chuetas de Mallorca, con una breve digresión a los vaqueiros de Asturias, publicado por Miguel de Lardizábal en 1786.43 La voluminosa obra constituye una defensa de la igualdad natural del hombre, que no era lo mismo que la igualdad civil, así como de la tolerancia social y religiosa hacia los judíos y otros grupos afines con esas herencias culturales. Miguel era entonces miembro de la Real Academia Geográfico-Histórica de Valladolid. Como producto de la serie de discusiones que estaban teniendo lugar respecto a la renovación jurídico penal en la Europa del siglo XVIII, es dable decir que este libro es una disertación en la que se perciben los ecos y el contacto del autor con las ideas que se estaban desarrollando y discutiendo en la Francia de Luis XVI. Resulta esencial también el debate entre “el orden natural” y el orden “civil de la monarquía”, así como las propuestas del jesuita francés Yves Marie André, el fraile español Luis de León, y particularmente de su hermano Manuel de Lardizábal.44
Dejando de lado que muchos otros autores retroalimentaron la obra de Miguel, es importante mencionar que su trabajo tenía la finalidad de sentar las bases para terminar con el “injurioso ultraje y grandísima deshonra” que se cometía contra los agotes y chuetas por excluírseles de la sociedad como castigo motivado por sus orígenes heréticos. Su obra se oponía a la aplicación de penas infamantes de orden hereditario, pues explicaba que con su empleo, no sólo se atentaba contra estos dos grupos, sino contra la Naturaleza humana, la Justicia y el Derecho.45 Bajo el argumento del derecho e igualdad natural que debía existir en los hombres, el autor buscaba acabar con penas que ni si quiera habían sido producto de un delito y, al mismo tiempo, erradicar la “preocupación tirana” que persistía en contra de los agotes y chuetas, a quienes se infamaba y envilecía en “las más de las Provincias de España… [y principalmente en las capas bajas del] ínfimo pueblo de los necios”.46 De ese modo, además de constituir la defensa de grupos que injustamente habían sido marginados de hecho y de derecho por la propia corona y la sociedad, el Discurso también debe ser visto como la aportación de Miguel de Lardizábal a las reflexiones penales que estaban teniendo lugar en la Europa ilustrada de esos años,47 pero bajo la perspectiva de que su Discurso discurría únicamente sobre este tipo de penas y su serie de negativas consecuencias en la sociedad, la justicia, la religión, y el gobierno.
Cuando se publicó en 1786 la Apología… de Miguel de Lardizábal, sólo habían transcurrido cuatro años desde que en 1782 saliera a la luz el Discurso sobre las penas… de su hermano Manuel. Producto de dicha circunstancia, en ambas obras se sostuvo una discusión crítica pero enriquecedora sobre la naturaleza de las penas y de los delitos. Para el primero, lo fundamental era contrarrestar la injusticia que se hacía en contra de la dignidad del hombre y su naturaleza por las penas infamatorias de orden hereditario y religioso. Para el segundo, lo más importante era la analogía que debía existir en toda pena con su delito, su razonable moderación, así como en la anulación de cualquier clase de castigo vinculado con la tortura y los suplicios.
Dicha discusión, empero, sólo puede ser aprehendida por la serie de citas, comentarios e interlocuciones que Miguel hizo al texto de su hermano en su propia obra, así como por la serie de referencias que se encuentra en su trabajo. Según se ha dicho, todo parece indicar que el primer interlocutor que tuvo el Discurso sobre las penas… de Manuel, fue el propio Miguel de Lardizábal en su Apología por los agotes… Dejando de lado el que las dos obras estuvieran dirigidas al monarca, los hermanos estaban convencidos de la desigualdad civil que debía existir en los gobiernos monárquicos y en general en cualquier clase de gobierno, pero también creían que el rostro de la justicia en España debía cambiar y sensibilizarse. Sin embargo, éstos no son los únicos temas en los que estuvieron de acuerdo.
La medida y el alcance de los delitos, aspectos a los que me he referido en otros apartados, es lo que permitía distinguir entre distintos actos criminales. De hecho, todo acto delictivo debía partir de una intención razonada; sin ésta, cualquier sanción, además de ser inválida, debía ser considerada como injusta y arbitraria; ello sin importar la clase de gobierno, potestad, o príncipe del que se tratara. Desde la perspectiva de Miguel, ésta se definía como “la voluntad individual”, o simple y llanamente como el “libre albedrio”. Desde la perspectiva de Manuel, ésta se distinguía por las “intenciones de los actos” o la “moralidad humana”, que debía estar presente en los delincuentes y sus acciones.48
En virtud de la definición y medida del delito, Manuel y Miguel compartían la percepción sobre el empleo anacrónico, arbitrario e injurioso que tanto la potestad pública como los particulares seguían haciendo de la infamia hereditaria que pesaba sobre individuos que eran inocentes. Por ello sugerían al monarca la inmediata proscripción del castigo por infamia, pues coincidían en afirmar que ésta era “una pena terrible” porque quien la padecía estaba expuesto a “perder el buen nombre, reputación […] y toda consideración” de entre quienes le rodeaban. Era ésta una especie de “excomunión civil [que] rompe con todos los vínculos que le unían a sus conciudadanos [y dejaba] como aislado en medio de la sociedad” a quien la sufría.49 Los fines que debían perseguir tanto la aplicación de las penas como el Estado, también fueron temas en los que ambos hermanos encontraron puntos de unión en sus respectivos trabajos, y en los que hicieron notar la mala orientación de las políticas de la época en materia penal, así como lo incompatible de su actuar con respecto al resto de Europa. Siendo la pena el mal que uno debía padecer contra su voluntad, y siendo el Estado la autoridad que debía proteger la honra y bienes naturales de sus vasallos, señalan con toda justicia que: “a ninguno puede imponerse pena por delito que otro haya cometido”, y principalmente, que era “un agravio, una injuria atroz […] y una pena injusta” si ésta era dictada por cualquier institución del monarca.50
No obstante, y a pesar de la serie de avanzadas sugerencias que Miguel de Lardizábal dirigía al monarca y a su sistema penal, lejos se encontraba el novohispano de descartar el empleo de este castigo como medida para proteger a la sociedad de aquellos que por “un mal moral voluntario”, o principalmente por “un mal físico trascendente”, pudieran ponerla en peligro y serle perjudicial. En ese sentido, el autor creía que el empleo de los castigos de infamia sólo debía aplicarse a aquellos que incurrieran en el “envilecimiento de las costumbres” o cometieran cierta clase de “delitos de orden personal”. Sólo en esas circunstancias, pensaba Miguel de Lardizábal, no quedaría violentado el derecho natural ni el de gentes, garantizando la dignidad que le era consustancial a todo hombre. De lo contrario, infamarle y privarle de la sociedad bajo argumentos de orden hereditario o religioso constituía:
[…] una injusticia notoria porque es no dejarle usar del derecho que le dan su naturaleza y su Autor: es una crueldad, porque es privarle de los mayores bienes, y esclavizarle a los mayores males, que proceden de la comunicación con los de su especie, y de la falta de ella: es una tiranía, porque es abusar de la fuerza para oprimir injustamente a quien no puede resistirla: es una degradación de la Naturaleza humana, porque es abatirla y condenarla en aquel hombre inocente al estado de soledad propio de las bestias, o de los delincuentes: y si se hace por desdén y menosprecio, es una degradación indecorosa, un ultraje injurioso, y una deshonra grandísima, porque es vilipendiar la Naturaleza humana despreciando su alta dignidad con injuria de su Autor.51
Si bien es cierto que tanto Manuel como Miguel coincidían en señalar que la pena de infamia no debía pasar de aquel que delinquía, lo cierto es que en este punto el pensamiento de ambos hermanos divergió por sendas propias. Mientras que Manuel consideraba que el uso poco frecuente y proporcionado de esta pena en la sociedad podía ser “útil para reprimir cierto género de delitos” que se fundaban en el orgullo y fanatismo (Manuel, pp. 87, 97-100), Miguel, por su parte, no veía con suficiente claridad los beneficios que podía atraer a la sociedad y al Estado el empleo de este castigo, y antes bien, consideraba que la aplicación de cualquier clase de pena de infamia por motivos religiosos era un tema que sólo podía ser juzgado por Dios, y no por los hombres y sus instituciones, quienes al arrogarse esa facultad estaban cometiendo un acto “antievangélico”, el cual era opuesto a la religión católica.52
Como es posible apreciar, la discusión que promovieron los hermanos Lardizábal no era distinta de la que prevalecía en otros ambientes. Eran posturas avanzadas, que correspondían además con la labor que como jurista desempeñó Manuel en múltiples cargos durante ese periodo. Todavía los acontecimientos no se habían desbordado en la Península, como ocurriría con los cambios acelerados del periodo 1808-1823, cuando las transformaciones políticas y constitucionales hicieron fecundar las propuestas de aquellos años en torno a la falta de validez y de uti lidad de los castigos infamantes, de la pena capital, del estado de las prisiones, la posibilidad de reflexión individual y la enmienda de los criminales. Todo ello traería como resultado un mundo muy distinto para el siglo XIX. Ese mundo no sería comprensible sin la avanzada a veces cauta, contradictoria, de las iniciativas que impulsaron algunos personajes.
Epílogo. La resonancia del Discurso sobre las penas en la Nueva España
Sabemos que la obra de Lardizábal se conoció y circuló en la Nueva España muy pronto. El libro estaba a la venta en México en la tienda de don Joseph de Jáuregui por lo menos en 1789, según lo registra un anuncio de la Gaceta de México,53 y que costaba 10 reales. Este dato ayuda a explicar lo que puede suponerse cuando nos encontramos frente a múltiples citas y menciones que hicieron los autores novohispanos al referirse a ella en años posteriores.
Desde una perspectiva erudita, Mariano Beristáin y Souza apunta en su Biblioteca Hispano Americana que el Discurso sobre las penas es “aunque pequeño… como la uña”, suficiente para que a través suyo “la posteridad [conozca] la grandeza y nobleza de este León de la jurisprudencia española”.54 Toda la bibliografía jurídica posterior habría de reconocerlo.
La trascendencia de la obra de Lardizábal alcanzó también los ambientes literarios y de la opinión pública, desde donde se puso al alcance de un público amplio, incluso popular, que la evocó como asidero en el cual confiar en una época en la que los acontecimientos corrían con un torbellino de novedades. Piénsese si no en el trabajo de Lizardi que tuvo muy presente al gran jurista,55 o en Agustín Pomposo Fernández de San Salvador y Jacobo de Villaurrutia, que estaban entre los principales abogados de la Nueva España. Quienes lidiaron con la justicia tanto a nivel litigioso como en los debates de la opinión pública,56 quienes llegaron a las mazmorras y las cárceles, en más de una ocasión mencionaron a Lardizábal.
Cabe recordar como cierre de este ensayo, por la cercanía que guarda con los problemas tratados por el autor del Discurso sobre las penas, el pasaje en que Lizardi nos refiere el viaje del Periquillo al Oriente. Allí le toca al protagonista presenciar unos tremendos suplicios. Los jueces reunidos deliberando para ver si alguno de aquellos infelices era inocente, en tanto ellos eran cruelísimamente castigados: “unos empalados, otros ahorcados, otros más azotados y casi todos marcados en sus caras con fierros ardientes o con las manos derechas cortadas”. La obligada conversación de los viajeros los lleva después a reflexionar sobre la innecesaria crueldad de los castigos, la necesidad de hacerlos proporcionales al crimen cometido, en suma, la impartición de la debida justicia como garantía de la salud de la república, que es, como lo afirma el Periquillo, la suprema ley. Recordando a Lardizábal, Lizardi pone su confianza en los legisladores y concluye: “cada reino tiene sus leyes particulares y sus costumbres propias que no es fácil abolir, así como no lo es introducir otras nuevas”. Dejemos pues “a los legisladores el cuidado de enmendar las leyes defectuosas según las variaciones de los siglos […]”.57