Con espíritu comparativo, quisiera empezar este artículo retomando una idea que articula el teólogo Bill Cavanaugh en su libro sobre el papel de la Iglesia chilena en la guerra sucia de la década de 1970. Es decir, la relación entre la eclesiología -la teología de la Iglesia- y el Estado. Cavanaugh argumenta que, para hacer frente a la dictadura militar, la Iglesia chilena primero tuvo que suprimir una eclesiología antigua, en la que se concebía, dentro de la imaginación del Estado-nación, como soporte del mismo. Después, aprendió a replantearse como el cuerpo de Cristo y a entender esta corporalidad de manera particular, como extensión de los cuerpos de los chilenos victimizados por el gobierno, sacrificados como otros Cristos. Si la tortura era un rito perverso del Estado, la eucaristía serviría como contrarito, marcando la existencia de una comunidad cristiana y de un cuerpo místico, que excluían los miembros de un régimen que se decía católico. Los oficiales de la dictadura que no se arrepintieran de su participación en la tortura quedarían excomulgados.1 A partir de una reflexión eclesiológica, en fin, se llegó no solamente a una nueva manera de hacer política, sino de ser Iglesia.
Hago estas observaciones porque creo que, a grandes rasgos, algo parecido sucedió, o empezó a suceder, en la Iglesia mexicana durante la rebelión cristera. Frente a unas circunstancias políticas extremas, cuando no mortalmente peligrosas,2 la Iglesia se sometió a un proceso de reflexión interna sobre su forma y naturaleza. Esta reflexión, de haber culminado en lugar de interrumpirse por la celebración de los arreglos de julio de 1929, pudo haber tenido implicaciones eclesiales de trascendencia. Complica, en todo caso, la historia de la rebelión cristera, al mostrar cómo la laicización agresiva que pretendía el gobierno callista no se tradujo en una secularización simple, sino tal vez en la fragmentación y diversificación de identidades católicas, entre ellas, las laicas.3
¿En qué consistió esta reflexión? Acordemos, primero, que la Iglesia mexicana de los años veinte enfatizaba a grandes rasgos un concepto jurídico-orgánico-místico de sí misma: por un lado, era una “sociedad perfecta” -es decir, una institución jurídicamente completa y autónoma del Estado- y, por otro, era el “cuerpo místico de Cristo”-es decir, un organismo jerárquico encabezado por Cristo y gobernado, en primera instancia, por su clero. Los fieles, a todas luces, ocupaban una posición subordinada.4 El problema, sin embargo, era que el anticlericalismo posrevolucionario, sobre todo tras la expulsión del episcopado del país en 1927, podía desarticular una Iglesia tan vertical, y no sólo como sistema de gobierno pastoral sino como aparato sacramental básico. Por lo mismo, y para no dejar a los fieles en el limbo, el clero tomó la decisión difícil de ceder facultades eclesiásticas o “extraordinarias” a los laicos, para que suplieran a los sacerdotes en la administración de los sacramentos (los matrimonios, bautizos, comuniones, y viáticos, sobre todo). Es más, algunos sacerdotes llegaron a conceptualizar en lenguaje teológico esta Iglesia que de repente se abría a la participación de los laicos como cocelebrantes de los cultos, cuando no como poseedores de un sacerdocio propio.
En este sentido, mientras los dirigentes del episcopado entablaron un diálogo triangular con el gobierno y con Roma,5 otros sacerdotes exiliados -teólogos, liturgistas, historiadores- volvieron a las fuentes primitivas, históricas, o doctrinales de la Iglesia en busca de inspiración de otro tipo. En 1928, por ejemplo, el padre Cuevas termina su historia providencialista de la Iglesia mexicana, dedicándola a los mártires de Cristo Rey.6 Otros sacerdotes encuentran en su lectura de la teología tomista una manera de justificar la defensa armada frente al Estado, con base en la doctrina del tiranicidio.7 En el terreno litúrgico, por otra parte, es el padre Amado Pardavé quien irá a Roma en 1928 y después abogará por una reforma litúrgica profunda, fundada en la Iglesia primitiva, que les daría un papel más activo a los laicos en la celebración del culto. Según Pardavé, un laicado más involucrado nunca hubiera permitido la llegada al poder de un comecuras como Calles; Pardavé incluso quiere que en la liturgia de la Iglesia se incorporen los gritos piadosos que hagan de manera espontánea los laicos, tal y como se hacía en los primeros años de la Iglesia.8 No estaba tan lejos, tal vez, del catolicismo carismático de nuestros tiempos, o de las reformas litúrgicas del segundo concilio Vaticano.9 Por último, hubo durante la guerra cristera una reflexión teológica en que se repensó, o más bien se pretendió enfatizar, el carácter propiamente sacerdotal del laicado. Aquí, sin duda, el personaje clave fue el sacerdote michoacano Luis María Martínez (1881-1956), futuro arzobispo de México (1937-1956), pero a la sazón obispo titular de Anemurio10 y auxiliar de Morelia (1923-1937). Como veremos, fue Martínez quien, en el curso de los ejercicios espirituales que celebraba en Morelia y en la correspondencia espiritual que mantenía con sus muchas dirigidas espirituales, afinaba lo que él llamaba el “sacerdocio de los fieles” (y, otras veces, “el sacerdocio místico de los fieles”).11 En fin, aunque cada quien operaba desde su respectiva catacumba, y no hubo un esfuerzo en común, puede decirse que durante la rebelión cristera algunos sacerdotes vanguardistas dejaron constancia de un deseo de remodelar la Iglesia y hasta de tocar sus cimientos conceptuales mediante una revalorización del laicado.12 Por su parte, Martínez empezó a concebir teológicamente una Iglesia menos estamentada (clero/fieles) y más íntegra (compuesta de sacerdotes ordenados y fieles sacerdotes), la que en algunos aspectos se aproximaba al concepto eclesial de la Iglesia posconciliar. En este sentido, la historia religiosa de la Cristiada debe invitarnos también a matizar la recepción que tuvieron en México las innovaciones teológicas introducidas, no sin controversias, por el segundo concilio Vaticano. Tenían, tal vez, una carta de naturalización archivada.13
Para mostrarlo, vendrá primero una exploración tentativa de la idea del sacerdocio laico en manos de Martínez; luego, en la segunda parte del artículo, mostraré cómo algunas católicas laicas vivieron este sacerdocio en el contexto de la rebelión cristera y dejaron constancia de ello en su correspondencia con el obispo Martínez.
LUIS MARÍA MARTÍNEZ Y EL SACERDOCIO MÍSTICO DE LOS FIELES
Luis María Martínez fue durante muchos años la mano derecha del arzobispo en turno, Leopoldo Ruiz y Flores (1912-1941), por lo que tuvo un papel importante en el gobierno de la sede moreliana, sobre todo durante el exilio que vivió éste debido a la rebelión cristera (1927-1929).14 A Martínez a veces se le conoce por pragmatico, pensando que fue el arquitecto real del modus vivendi entre la Iglesia y el Estado posrevolucionario, el cual se estableció (dice Blancarte) entre 1938 y 1950.15 Esta actitud cautelosa parecería contradecir el hecho de que Martínez también fuera, más de 20 años antes, en 1915, el fundador de la “U”, o Unión de Católicos Mexicanos. Esta sociedad secreta se radicalizó durante la Guerra Cristera y tuvo una participación importante pero discreta en la misma, luego fue suprimida por Roma al terminar la Cristiada.16 No obstante, la contradicción entre Martínez el revolucionario y quien acomodaría el Estado priista en los años cuarenta es más aparente que real, ya que probablemente su postura en términos políticos no varió tanto como puede creerse a primera vista. La fundación de la Unión, por ejemplo, y el intento de hacer con ella una defensa de Penélope de los derechos de la Iglesia en lugar de buscar un enfrentamiento directo con el Estado, hablan más de continuidad que de ruptura. De ser así, la búsqueda de acuerdos y la presión indirecta fueron los constantes en la actitud política de Martínez. En este sentido, también hay que acordarnos de que Martínez nunca perteneció a la generación de obispos intransigentes egresados del Colegio Pío Latino en Roma, quienes involucraron a la Iglesia en el conflicto religioso de los años veinte. Más bien, se educó en el seminario moreliano de San José -institución fundada por el arzobispo “liberal” Árciga-, no en el jesuítico Pío Latino. Como seminarista, sintió la influencia intelectual de Francisco Banegas Galván, egresado de la misma institución, y quien abogaba contra una actitud radical de la Iglesia contra el Estado. De joven, Martínez también se inspiró en el catolicismo liberal de Henri Lacordaire.17
Si es que Martínez acusó cierto radicalismo precoz, fue más bien en materia teológica, donde enfatizaba lo que él llamaba el “sacerdocio de los fieles”. El concepto en sí es complejo y múltiple. En algunas ocasiones, por ejemplo, Martínez precisa que dicho sacerdocio tiene un carácter eminentemente místico, ya que se trata de una participación misteriosa de los fieles en el sacerdocio primordial de Cristo. Es decir, los fieles se unen al sacrificio que Cristo ofreció a Dios por medio de la inmolación propia, siendo a la vez víctimas y sacerdotes. En este sentido, dice Martínez:
El sacerdocio de Jesús comprende su propio Sacrificio y el sacrificio de toda la humanidad incorporada a Él. Todos, absolutamente todos los cristianos, tenemos que completar el sacrificio de Jesús, que inmolarnos con Él […] [por consiguiente] el sacerdocio místico es la plena participación que todos los fieles pueden tener en el Sacrificio y en el Sacerdocio de Jesús.
Esta posibilidad se abre teológicamente gracias al bautizo, en que todo fiel se hace partícipe del sacerdocio de Cristo. Martínez enfatiza, a la vez, que esta idea no es nueva sino antigua: encuentra sus raíces en la Biblia (en San Pablo: “ofrecer vuestras personas como hostias vivientes […] a Dios”; o en San Pedro, cuando afirma que todos los cristianos son un “sacerdocio regio”) y en Santo Tomás (cuando habla del imprimátur sacerdotal del bautizo), y en algunos documentos recientes, tales como Miserentissimus Redemptor (1928), la encíclica que escribió Pío XI sobre la reparación al Sagrado Corazón.18 De hecho, enfatiza Martínez, la doctrina del sacerdocio laico tiene una relación íntima con la devoción al Sagrado Corazón, ya que esta devoción significa en el fondo una reparación sacrificial que los fieles realizan y ofrecen a Dios en unión con el corazón ensangrentado de Cristo.19 Todas estas son las ideas que encontramos, a grandes rasgos, en los discursos religiosos que Martínez ofrecía como parte de las tandas de ejercicios espirituales que celebraba con frecuencia en Morelia y otros lugares durante las persecuciones. Estos discursos se transcribieron verbatim y se editaron de manera póstuma, pero hasta el cierre del segundo concilio Vaticano, en 1966.20
Sin embargo, aquí entra una duda, ya que a veces Martínez también afirma que el sacerdocio de los fieles consiste en “la ayuda eficaz que los fieles pueden prestar con sus oraciones y sacrificios a los sacerdotes”, lo cual nos lleva a la idea de un sacerdocio laico auxiliar, más práctico, pero diferente al de los sacerdotes ordenados.21 Lo que es más, la idea de que las personas que no hubieran recibido las órdenes sagradas pudieran acceder en forma distinta o paralela al pleno oficio del sacerdocio, cuando no consagrar por cuenta propia, también fue un tema que Martínez tomó en cuenta. En manos del joven Martínez, en particular, la doctrina del sacerdocio de los fieles podía ser algo radical. Podemos ver cuán radical en la correspondencia espiritual que mantuvo, para dar solo un ejemplo, con María Angélica Álvarez Icaza. Ella era una religiosa mexicana, de la Visitación de Santa María, que Martínez conoció en Morelia en el curso de la revolución carrancista en 1915. Fue Álvarez Icaza, dice el biógrafo de ambos personajes, quien le abrió los ojos de Martínez a la idea “dolorista” de querer convertirse en un retrato vivo de Cristo sacrificado, para poder entrar en plena comunión con Él, cuando no transformarse en Él como víctima.22 En la abundante correspondencia que intercambió desde España con Martínez, quien sería su director espiritual de 1915 a 1956, Álvarez Icaza relató una serie de hechos fuera de serie. Siendo el 31 de octubre de 1916, por ejemplo, y estando con sus hermanas en el refectorio del Segundo Convento Visitacionista de Madrid, Álvarez Icaza experimentó una gracia irresistible que llamó una transformación divina, es decir, su transformación en Cristo mismo. Sintió una infusión divina tan profunda, escribió, que era como si -o era que- Cristo literalmente viviera o vivía en ella, “como si yo no viera, sino Jesucristo en mí”. En el momento, Álvarez Icaza se levantó de la mesa y consagró vino y pan, usando para tal acto la fórmula latina para la consagración de la misa: Hoc est enim Corpus meum (“Este es mi cuerpo”). Por si fuera poco, luego comió y bebió los elementos consagrados, diciendo: “Ahora, Padre mío, ahora eres juntamente glorificado con tu Hijo y el Espíritu Santo”. Aunque Álvarez Icaza solo experimentó esta transformación divina una vez, siguió consagrando día y noche, por creer que su alma se revestía de tanta pureza que podía tocar el cuerpo y la sangre de Cristo. La gracia o la facultad para consagrar, dijo, era fruto de su matrimonio espiritual con Cristo; o como se lo dijo a Martínez con sencillez en la carta que a la postre le envió para darle noticia de los hechos, “Jesús me enseñó a consagrar”.23
Es muy interesante la respuesta que le dio Martínez, quien recibió esta gran noticia por correo cuatro meses después, en febrero de 1917. Primero consideró que se trataba de una locura de Álvarez Icaza, y luego una locura perpetrada por ella y por Cristo. Pero mientras más lo pensó, más se dejó convencer hasta creer (a la hora de contestarle a Álvarez Icaza en abril) que la consagración mediante sus manos, aun siendo mujer, era “lo más natural del mundo”. ¿Por qué Cristo no podía repetir el milagro de la Última Cena en una mujer, si los sacerdotes a diario lo replicaban con todos sus defectos? Al ver cómo el mundo moderno se hundía, Cristo había actuado por ella, y vía ella, para ofrecerle a Dios un nuevo sacrificio capaz de redimir a la humanidad. Por su pureza, había escogido a Álvarez Icaza como el instrumento digno para esta operación redentora de Cristosacerdote. Martínez siguió la idea hasta su conclusión lógica, al afirmar que el sacerdocio femenino no era ilógico ni hereje, sino consecuencia del amor de Cristo:
Cuando vean los hombres que la unión de amor, que la transformación en Jesucristo ha hecho de una mujer una sacerdotisa, y del refectorio de un convento un nuevo cenáculo; podrán vislumbrar algo de las maravillas del amor y se dirán: luego no son vanas aquellas palabras de San Pablo: Vivo, iam non ego, vivit vero in me Christus (No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí).24
Aquí, explícitamente, Martínez habló de Álvarez Icaza como sacerdotisa. Más atrevido, luego afirmaría que esta gracia lo había obligado a replantearse su concepto del sacerdocio. Si el sacerdote era otro Cristo y tenía la obligación de ser santo, ¿no tendrían las almas que eran tan santas como otros cristos la vocación, también, de ser sacerdotes?
Sacerdos, alter Christus. El sacerdote es otro Cristo dice la tradición cristiana, y así es en verdad. El gran acto de Cristo es su Sacrificio […] y este acto es acto sacerdotal. Sin duda que en todo cristiano hay algo de sacerdote, pues todos estamos asociados o debemos asociarnos al Sacrificio de Cristo. Pero la más perfecta participación en el gran acto de Cristo es sin duda el Sacerdocio propiamente dicho. Yo he procurado estudiar el Sacerdocio, porque soy sacerdote y Dios ha querido que intervenga en la formación de sacerdotes.25 Muchas veces he entrevisto este pensamiento: nosotros que somos otros Cristos por el carácter sacerdotal debemos serlo también por la santidad de la vida y el amor del corazón. Pero jamás se me había ocurrido que pudiera deducirse la consecuencia inversa: que los que son otros Cristos por la santidad y el amor pudieran por la virtud del amor llegar a ser otros Cristos ejerciendo funciones sacerdotales.26
Esta idea del sacerdocio laico era radical, como se ve si la comparamos con la idea del “apostolado laico”, que era el principio rector de la Acción Católica Mexicana en aquellos años. Solo que este apostolado en la práctica era un concepto restringido y de segundo plano, mero complemento del apostolado sacerdotal y cien por ciento sujeto a la supervisión eclesiástica.27 El concepto de Martínez rebasa incluso la postura de quien fuera tal vez el teólogo del laicado más renombrado hasta el segundo concilio Vaticano, el dominico francés Yves Congar.28 Finalmente, notamos la cercanía entre las ideas de Martínez y la espiritualidad mexicana de la cruz, formulada en esos mismos años por la potosina Concepción Cabrera de Armida, en el sentido de que todos los fieles tenían la obligación de convertirse no solo en víctimas, como Cristo, sino en sacerdotes, ofreciendo su sacrificio a Dios con Cristo-sacerdote.29 Allí está la diferencia conceptual clave entre el modelo que plantea Martínez y el “dolorismo” francés que tuvo tanto impacto en el orbe católico.30 Tampoco es coincidencia, entonces, que Cabrera y Martínez se hayan conocido en 1923, ni que en adelante ella fuera dirigida espiritualmente por el obispo. Sea como fuere, en la visión de Martínez, se admitía la posibilidad de un sacerdocio laico, en que se admitirían no solamente a los hombres sino a las mujeres santas.31 En términos concretos, este concepto ganaría cierta vigencia en el curso de la persecución religiosa de la década de 1920. Con sus leyes, los anticlericales mexicanos pretenderían mostrar que la Iglesia la formaban los sacerdotes, y que sin sotanas, todo el edificio caería por tierra; de ser posible, Martínez haría lo contrario, demostrando que toda la Iglesia eran sacerdotes.
LAS CATÓLICAS EN LAS CATACUMBAS
Entre 1926 y 1929, la persecución religiosa creó un problema eclesial gravísimo ya que imposibilitó la vida religiosa de muchos católicos, por lo menos en su aspecto público y sacramental. Tan era así que obligó a la Iglesia mexicana a repensarse, hasta cierto punto, como entidad laica: como lo dijo el arzobispo de Durango en una carta pastoral de 1926, ahora tocaba a los fieles desempeñar “funciones casi sacerdotales” por falta de pastores;32 en Jalisco, se dispuso que los laicos rezaran el rosario cada domingo para suplir la misa.33 Así en todas partes. En este apartado, seguiré este proceso en la arquidiócesis de Morelia, enfatizando el papel que tuvieron algunas mujeres laicas. Ellas fueron, en buena medida, quienes leyeron las “misas blancas” en los templos, fomentaron vocaciones y centros de catequesis, y organizaron redes eucarísticas clandestinas en sus casas. En fin, fueron ellas quienes sustituyeron al clero en muchos aspectos de la vida religiosa: y si la tendencia era histórica, ahora se daba en terrenos tan importantes como el custodio del Santísimo y la dirección pública de los cultos. En todo caso, la cuestión de una nueva identidad laica, más allá del género, es la central, ya que había grupos varoniles, como la Adoración Nocturna, que realizaron actividades similares, aunque tenían una ética más militar que mística (una guardia real eucarística) y menos presencia.34 En el caso de muchas mujeres, aunque no de todas, el concepto de sacerdote místico resultó ser importante porque facilitó y justificó su entrada en terrenos religiosos nuevos. No se trata de un caso de simple “feminización religiosa”, sino de una concientización laica que se vivió de manera diferente entre mujeres y hombres. Diría, incluso, que muchos hombres asumieron este papel como un cargo o deber social, a veces con renuencia por creer que carecían de la autoridad necesaria;35 mientras que las mujeres más cercanas a Martínez interpretaron su actividad pastoral y litúrgica desde una perspectiva altamente religiosa, como la extensión o el florecimiento de un desarrollo espiritual interno.36
La correspondencia abundante que dejan muchas mujeres en comparación con los hombres, y que se resguarda en el archivo arquidiocesano de México, avala lo dicho.37 Notamos de paso esta paradoja: esta voluminosa correspondencia espiritual existe gracias a la persecución y a la imposibilidad de que estas mujeres vieran en persona a su director espiritual, por lo que tuvieron que escribirle. Nuestra fuente, en fin, consiste en diálogos espirituales y recuentos de almas, accidentalmente preservados en forma epistolar.38
Como cualquier fuente, tiene vicios y virtudes. Por el lado positivo, permite estudiar los pensamientos, acciones, y religiosidad de unas mujeres que tuvieron una participación destacada en la vida de la Iglesia en un momento crítico. Ilumina a la vez el culto eucarístico del periodo y nos aleja de reductivismos en cuanto al “fanatismo” no pensante de la beatería mexicana. Los escritos acusan, más bien, una reflexión y una autocrítica casi obsesivas. Son, además, fuentes de gran intimidad; muchas mujeres externaron a Martínez deseos o sufrimientos que no revelaron a nadie más: “es U[sted] el único a quien puedo abrirle mi corazón y decirle mis intimidades”, escribió una correspondiente en 1927, y el sentimiento era general.39 Por el lado negativo, escuchamos la mitad del diálogo nada más: no sabemos qué les dijo Martínez a sus dirigidas, ni en qué medida las palabras de ellas reflejaban las del obispo. Por lo mismo, es difícil saber hasta qué punto los relatos hayan sufrido posibles apropiaciones a manos de Martínez, o qué elementos introdujeron las mujeres. Otro problema consiste en separar la historia de la retórica. ¿Son documentos realmente históricos, o meras representaciones textuales de un discurso genérico de su época? Una limitación más es que estamos ante un grupo selectivo, en tres sentidos. Primero, el del género. Segundo, se trata de mujeres que tenían relaciones preferenciales con el clero, ya que evidentemente sabían cómo hacerle llegar sus cartas a Martínez.40 Se trata, tercero, de un grupo autoseleccionado, deseoso de contar sus experiencias por creer que tenían algo excepcional que contar. En fin, es probable que los fenómenos espirituales que describen las cartas fueran minoritarios y que sus autoras provinieran de un medio social e intelectual restringido. En resumen, escuchamos a una élite religiosa. No pocas eran profesoras católicas.41
Colectivamente, los testimonios muestran claramente el papel rector que tuvieron las mujeres en la celebración del culto público, una vez que los sacerdotes se retiraron de los templos el 31 de julio de 1926. Vemos, además, cómo muchas católicas improvisaron actos litúrgicos nuevos. Antes de la Semana Santa de 1927, por ejemplo, Victoria Silva -secretaria de la Asociación de María Auxiliadora en Morelia y “a cuyo cuidado est[aba] encomendado el culto en el templo anexo al Colegio Salesiano”- escribió al secretario de la arquidiócesis para preguntar si podía solemnizar la Pascua mediante la colocación de una eucaristía alegórica (“ya sea un ángel teniendo en la mano un cáliz con hostia, o un cáliz grande con una hostia de lienzo, poniendo detrás un crucifijo que se vea al travez [sic], o un cordero”) y unas lecturas piadosas, entre ellas unas meditaciones de Luis de Granada y otras sobre “la institución del Smo. Sacramento.” También quería dirigir un viacrucis el Viernes Santo y leer las siete palabras de Cristo, “con cánticos, como se hacía en Catedral, supliendo la lectura la palabra del sacerdote”. Quería saber, además, si podía tocar las campanas, si podía rezar la misa desde el presbiterio o el púlpito, y si podía leer el Evangelio, “con explicación en un libro, escrito por el Il[ustrísi]mo Sr. Claret”.42 En fin, Silva quería que la arquidiócesis la autorizara a leer homilías y evangelios, presidir una eucaristía simbólica improvisando un altar, y repetir las siete palabras de Jesús en la cruz, cosas que de ninguna manera hubieran sido posibles un año antes.
En otros casos, intuimos que la confianza religiosa que motivaba tales solicitudes tenía una raíz mística. El caso de otra profesora, María Reynoso, es muy sugerente. Para marzo de 1927 (cuando caería la Semana Santa), Reynoso le confesó a Martínez que ya sentía desesperación por la falta de misas. Después, se puso a celebrar actos de culto público en algún templo por cuenta propia -precisamente, ofrecía tandas de ejercicios espirituales para mujeres-, no obstante que Martínez le hubiera prohibido estrictamente hacer tal cosa. Para justificarse, Reynoso invocó la autoridad masculina de su párroco (“me dijo el P. Contreras que les diera los Ejercicios a las madres de familia, y yo por no decirle [al Padre] que [Su Señoría] me había dicho que no diera ejercicios, se los dí”). Sin embargo, se ve que su desobediencia tenía otras explicaciones: Contreras usaba su casa como tabernáculo, y estando él allí, tenía ella un acceso privilegiado al Santísimo que no quería perder (“me hace favor de dejarme estar con mi Jesús algunos días un ratito y porque nos da la Sagrada Comunión y nos mandó un Diácono para que nos la dé, todos los días”).43 Al mismo tiempo, se intuye que su autonomía religiosa se fundaba en una especie de carisma propio. En otra carta, fechada después del día de la Resurrección, reportó una poderosa y estática identificación con Cristo, la cual había experimentado por primera vez cuando empezó a dar sus ejercicios en el templo:
Cuando hago mi oración, pero algunas veces, no siempre, si así fuera sería dichosa, siento Jesús cerca de mí, palpo su presencia, parece que lo veo junto a mí y es desconocido lo que por mí pasa, no había experimentado jamás; en estos momentos me abrazo de la cruz de Cristo y quisiera que sus llagas fueran mías; me desahogo, contándole mis penas, y con la resolución firme de no volver a pecar.
Tristemente, este éxtasis -viéndose completar el sacrificio de Cristo al lado de él- se le iba, y luego María sentía “desaliento, tedio, fastidio”. En estos momentos, “me parece que Jesús ya me ve con repugnancia, no me oye […] Además de esto, padesco [sic] una tristeza terrible […] el trabajo me cansa, en ninguna parte encuentro consuelo ni paz ¡sufro tanto!” Tenía que combatir la soberbia, su “pasión dominante”, y soportar sus penas tanto como sus deleites, porque todo venía de Jesús, en palabras de Martínez.44 En todo caso, lo más interesante está en la afinidad que podemos notar entre estas tres cosas: una profunda identificación con el sacrificio de Cristo; la coparticipación de María en el sacrificio, y finalmente, la decisión que tomó de asumir un papel nuevo en el templo.45 Es decir, la actuación religiosa de María se ceñía al menos en parte a un concepto renovado del laico como copartícipe en el sacrificio divino, de acuerdo con la idea del sacerdocio místico que hemos discutido anteriormente. Esta cristología la distinguía de las muchas católicas que hacían simples votos para que los sacerdotes volvieran a decir misa.46
Otra católica que pidió que Martínez la autorizara celebrar ejercicios espirituales en el templo (“indicándome Ud. Cómo lo debo hacer, y lo que puedo hacer cada día”) fue María Luisa Aguilera.48 En su caso, el hambre eucarístico santificaba, ya que la ayudaba a compartir los sufrimientos de Cristo y a convertirse ella misma en sacrificio. Gracias a la suspensión del culto público, escribió en 1927, había aprendido a “gustar la acibarada copa deliciosa que Él gustó en el Calvario, copa deliciosa que el mundo desprecia y se niega a gustar”. Y aunque el hecho de no poder comulgar la dejaba “desposeída de amor”, había prometido “a mi buen Jesús llevar gustosa la cruz”. De esta manera, el dolor que experimentaba por la ausencia de Cristo le revelaba con mayor claridad su “Amor Divino”. Su dolor ahora era “un dolor que solo mi alma comprende, y que quizá sea el dolor sagrado del amor”. “Lo que yo comprendo, Sr.”, concluyó, “es que lo que me conviene es sufrir; pero para sufrir necesito amar á ese dulce Jesús que se esconde y me deja sola […] ahora comprendo la falta que me hace la comunión diaria, porque es la única dicha que tengo en la vida”.48 Desafortunadamente, Aguilera no ofrece descripciones detalladas de las obras que realizó en el templo, pero no es difícil creer que este proceso de reflexión le hubiera preparado el terreno. Más aún, al parecer fue necesario que hiciera un trabajo espiritual preparativo para confirmar su cercanía a Cristo como cosacrificio, antes de asumir un cargo público en el templo. En otros casos también, las directoras del culto no se seleccionaron al azar, sino que surgieron de los rangos de las virtuosi formadas por Martínez. Pasaron, en fin, por un proceso interior de santificación, que no era nada fácil y que a veces resultó fallido y otras exitoso, como se verá en los testimonios que dejaron tres mujeres: Lucila Macouzet, Concepción Dorrenzaín e Inés Sánchez.
LUCILA MACOUZET
Buen ejemplo de la tendencia fallida fue Lucila Macouzet, burguesa moreliana que reportó fuertes pero fugaces experiencias místicas en 1926 y 1927. Sin embargo, nunca pudo convencerse de que la compenetración sacrificial con Cristo que sentía por ratos fuera más que una sensación momentánea, tal vez inducida. Macouzet registró una primera experiencia mística el día de Cristo Rey de 1926 (“de imborrables recuerdos para mi”),49 y otra en enero de 1927 que luego narró a Martínez con gran detalle. “Después de pasar muchos días en el estado tan penoso de que le hablé a Su Señoría”, escribió,
[…] se operó en mi interior un cambio completo. Yo misma no sé explicar lo que sentí; pero si le puedo asegurar a Su Señoría que las impresiones del día de Cristo Rey fueron nada en comparación de los goces que tuve ahora, pues entonces las tuve durante la oración y ahora puedo decir que se prolongaron durante todo el día y me parece que también el siguiente, aun cuando no con la misma intensidad. Desde el 19 de enero empecé a notar este cambio, pero el 20 sobre todo se acentuó mucho más. Sentí un amor por Nuestro Señor, pero un amor tan fuerte, tan profundo, como nunca llegué a imaginar que se pudiera sentir. Unido a ese amor se apoderó de mi un deseo vivísimo de mortificación, de vencimiento. Ese día me tocaba la disciplina, y en lugar de la repugnancia que siempre había experimentado, sentí como ansias de que se llegara ese momento.
Martínez le había dicho cómo mortificarse en este caso, y fue así que recitó avemarías, el rosario y una oración titulada “Bendita sea su pureza”. En la noche, leyó un capítulo sobre la subida de Cristo al Calvario, sobre el cual meditó la mañana siguiente, “logrando recogerme con toda facilidad”. El mismo día “procuraba conservar la presencia de Dios, repitiendo constantemente jaculatorias y haciendo muchas comuniones espirituales”. Hizo también el ejercicio llamado “Las tres horas de amor”, y sintió un deseo fuerte de amarrarse el cilicio al hacerlo. Al final, sin embargo, reconoció que no podía prolongar la sensación de unión con Cristo, y se le iba, dejando un sentimiento de culpa:
¡Cuántas veces he pensado en lo que Su Señoría ha repetido con frecuencia! Pues cuando se ha gustado la dulzura del amor de Nuestro Señor, ya nada de este mundo satisface y las penas y las contrariedades pierden mucho de su amargura, sabiendo que ellas nos acercan más y más a Jesús, él, dueño de nuestro corazón. En esos días felices, en los que conocí lo que era amor, ¡vi la vida distinta! El porvenir me pareció menos sombrío y las penas más llevaderas.
Aunque recordaba la enseñanza de Martínez sobre el “secreto de la santidad”, y que consistía “únicamente en unir nuestra voluntad a la voluntad amorosísima de Dios”, se desesperaba y se distraía en la vida profana, en sus tertulias y partidos de tenis.50 Ya no logró vencer sus dudas. “Mi corazón no lo cerraré a la acción amorosa de Dios, por el contrario, hoy más que nunca deseo esos consuelos dulcísimos de que Su Señoría me habla”, escribió en mayo de 1927. Su sueño era que “Dios Nuestro Señor me conceda algún día poder disfrutar en toda su plenitud”.51 En junio confesó depresión por el conflicto religioso (“las tristes circunstancias por las que atravesamos”), que impidieron que mandara celebrar sus misas de costumbre, aunque sí tuvo “el inmenso consuelo de poder comulgar” el jueves de Corpus.52 En agosto, se quejaba de problemas familiares (su relación con su padre, una fiebre); aunque se había ido varias veces a la casa de las Hermanas de la Cruz, en donde renovó su voto a la Virgen, una vez más intuimos que dudaba del llamado al sacrificio.53 La incapacidad que tenía de comulgar “vino a aumentar la amargura” de la existencia durante el otoño. Había orado “varios días (no todos)” y ahora solo a veces sintió “vivamente la presencia de Dios” en su corazón:
[…] me pareció oír en mi interior su voz dulcísima, pidiéndome le sacrificara cierto deseo que me altragaba. Al principio no quise oír, alejé en seguida ese pensamiento pero cada vez más me asaltaba con mayor insistencia y ya se entabló en mi corazón una verdadera lucha. Al fin, haciendo un esfuerzo, ofrecí desde lo íntimo de mi corazón el sacrificio que se me pedía y quedé tranquila y contenta. Varias veces he creído escuchar esa misma voz, más o menos clara; pero no siempre he obedecido. Ahora tengo cierto temor de oírla, pues me siento muy poco generosa para el sacrificio y por otra parte me asusta el no corresponder a la gracia.
Aunque aún estaría dispuesta a “sacrificarlo todo” si tuviera la certeza de ser sujeta a “la voluntad de Dios”, le asediaba la duda: “¿No serán únicamente preocupaciones de mi exaltada imaginación?”, escribió a principios de octubre;54 al final del mes, se preguntó, “¿Será posible que algún día llegue a apoderarse de mí, ese amor que tanto he deseado? ¿Empezará Nuestro Señor a mostrárseme aun cuando muy discretamente?”.55 A veces ya se le olvidaban sus rezos, y en lugar de abrazar el sufrimiento lo apartaba. La gracia que había sentido, no podía ser real, siendo ella indigna; le atormentaba el no haber obedecido la voz que había escuchado antes.56 A finales de diciembre, confesó que su oración (“si tal puede llamarse”) estaba muy deteriorada, y sugirió que Martínez aumentara el uso del cilicio, que solo tenía puesto tres horas a la semana.57 Escribió a Martínez durante 1928, aunque el tono se volvía más frustrado. En su última carta, dijo que finalmente había entendido que todas sus penas eran una forma de purificación espiritual (“Jesús no me quiere apegada a nada, y por eso poco a poco me está desprendiendo de todo”) y para la fiesta de Cristo Rey prometió “renovar de todo corazón mi voto […]” en la espera de que su “Jesús” le mandara otro “consuelito”.58 En el fondo, sin embargo, su caso muestra cuán difícil era cambiar el concepto del laico a otro terreno, de acuerdo con el método seguido por Martínez. Sus sufrimientos le pesaban, y no podía dar el salto conceptual que pedía Martínez, pues éste no era fácil: en vez de sentirse víctima, sentirse íntimamente unida con Cristo como víctima, hasta verse como oficiante de un sacrificio mutuo. Por lo mismo, el aprendizaje de Macouzet quedó en un misticismo privado e infructífero.
CONCEPCIÓN DORRENZAÍN
Al contrario, María de la Concepción Dorrenzaín -quien mantuvo con Martínez una intensa correspondencia entre febrero y mayo de 1927- llegó a sentir una infusión divina tan profunda que creía que era una con Cristo. A la vez, tuvo un papel destacado en la vida oculta de la Iglesia, siendo su hogar un foro eucarístico que acogió a centenares de católicos morelianos. Como en el caso anterior, se trata de una católica de cierto rango social, probablemente de joven o mediana edad. Si era casada o no, o ejercía algún oficio, no lo sabemos. Sin embargo, sabemos la fecha de su unión mística con Cristo, porque lo señaló: el domingo de Ramos de 1926, cuando “sintió mi alma [por] primera vez la presencia vivísima de Jesús”, acontecimiento que recordaba como “el más grande de mi vida”.59 Por un tiempo vivió deprimida por la suspensión del culto público (esta “terrible pena por la que atravesamos”) y se creía incapaz de resistirla (“largos me han parecido estos días, en que he vivido sin mi Jesús Sacramentado, me falta esa fuerza que me da vida, me falta Él”). Sin embargo, a principios de 1927 Martínez había aparecido en su camino para salvarla “en medio de tanta lucha”: a principios de febrero, se recogió tres días, en los cuales “tuve uniones hermosísimas con mi Jesús, palabras amorosas, caricias, cosas que son para sentirse, imposibles para describirse”. Tras esta luna de miel, empezó a canalizar sus penas. “En esta semana”, escribió el 12 de febrero, “Nuestro Señor se me ha presentado en diferente forma, pues si bien es cierto que no me abandona, también es que me ha retirado sus consuelos, siendo nuestra unión puramente dolorosa”. Deseaba aniquilarse y pidió que Martínez la sometiera a una “disciplina un poquito fuerte”, ya que “yo siento y creo que ya es tiempo de que me destruya por el amado de mi alma”. Hasta le costó escribir: “Mi dolor crece y es tan intenso que creo es lo que me domina en estos instantes, al grado de tener temores de ofender a Dios, pues no pongo un dique a este sufrimiento […]”.60 Una semana después, habló de “las penas que torturan mi alma” y decía que no quería vivir sino irse con Jesús. Sentía “arranques de un corazón enamorado, dispuesto a sacrificarse hasta el martirio”. Quería transformarse en Cristo, sacrificarse con Él: cuando oraba el 20 de febrero, dijo, “Nuestro Señor me dijo que desde que me había hecho su esposa, me había introducido dentro de su alma, en su corazón, que allí vivía en unión íntima con Él”.61 El día 23, sin embargo, estaba contenta: tenía la certeza de que “Jesús es mi corazón, lo siento con toda claridad, y este pensamiento de que todo un Dios está en mí, me enloquece, me llena de una dicha incomparable”. Y no solo eso: “ya le dije a mi Jesús, en una unión muy fuerte que tuve con Él, que yo no quiero que remedie mis amarguras, que las aumente, que tengo hambre de sufrir por Él”.62
En otro momento, confesó que se había acercado a Cristo el día de carnaval sin atreverse a levantar los ojos: “me lo aserqué [sic] y me puse a sus pies y me abrase [sic] de sus rodillas, entonces sentí con toda claridad que me levantó y me estrechó contra su corazón, me miró y me besó con sin igual ternura, yo también lo besé, pero permanecí á sus pies hasta que recibí la absolución”. Estaba atemorizada y no sabía cómo conceptualizar sus sentimientos (“¿cómo está Jesús en mí?”, preguntó: “¿cómo debo verlo? Yo lo siento vivo, lo siento como cuando lo recibo en la Sagrada Comunión, pero yo sé que no es así, que Jesús está en nosotros unos minutos y después se va […] es lo que quiero que U[sted] me explique”.63 En marzo, se encerró frente al Santísimo en la casa de las Religiosas de la Cruz, lo que una vez más hace patente la influencia de esta congregación. Reportó un día cómo Cristo “se une tanto a mí que parece que agonizo entre sus brazos, me acaricia y lo acaricio y quisiera gritar que siento que me ahogo”. Solo aguantaba este “martirio” porque era la voluntad del Señor; en sus rezos, pedía dos cosas, que Cristo hiciera cada día más santo a Martínez en su “encierro” y acabara con la persecución.64
Fue a partir de este momento, también, que Concepción asumió un papel en la vida religiosa de la ciudad. A mediados de marzo, informó que había hecho una especie de protesta en el templo de la Compañía, al ver cómo fue profanado por un grupo de revolucionarios. Éstos celebraron una “fiesta” que según Concepción dejó “impresionada vivamente mi alma”, y en que hicieron “una recitación que se titula ‘Ya no vendrá Jesús’”. Esta parodia, dijo, “fue para mí terrible [y] me arrodillé ante mi Dueño Adorado y con arranque de inmenso amor le abrí mi pecho, lo estreché contra mí”.65 A la vez que interrumpió esta misa burlesca, se arriesgó abriendo su casa como templo clandestino. En la Semana Santa, por ejemplo, un sacerdote dio unos ejercicios espirituales, hubo un retiro para las Hijas de María, y se celebraron “casamientos, bautismos, primeras comuniones[;] pero lo más bonito [fue] que el Viernes de Dolores, comulgaron como 500 personas”.66
Toda esta militancia iba a la par de una creciente identificación con el Sagrado Corazón de Jesús. El 21 de marzo, al celebrar una hora santa la noche del jueves,
[…] sentí dentro de mí al Espíritu Santo, traía un corazón muy pequeño, el que introdujo dentro de mí, también traía una cinta como de oro y con ella unió aquel corazón con el mío, esta unión produjo en mí tan grandes emociones que me dejaron sin vida, cuando volví en mí tenía un dolor en el corazón y me faltaba la respiración, llegó la hora de acostarme pero imposible, mi corazón se había convertido en una herida, el dolor no me dejaba, entonces mi Jesús, mi Dueño adorado, me abrió sus brazos, me reclinó en su pecho y me quedé dormida.
Según ella, esta interpenetración simbolizó su “unión completa con mi Esposo” y con su corazón “herido de muerte”.67 Así vivía, como un sacrificio vivo clavado en Cristo, entre deleite y dolor: una noche en abril, se quejó porque Jesús se iba, “entonces me acercó a su pecho y apretándome fuertemente me dijo: ‘me voy de ese sagrario, pero de tu alma, que también es mi sagrario, jamás me ausentaré’ ”. Concepción se asustó por esta ternura, y solo la “fe ciega” que tenía en los consejos de Martínez, quien le aseguraba que sus experiencias no eran trampas, la hizo creer.68 “Mis penas han cambiado”, escribió a finales del mismo mes de abril: sufría con Cristo, en Él, pero a la vez pidiendo “con toda mi alma […] a mi Esposo adorado, que remedie esta situación tan tremenda, pues ya las almas déviles [sic] como la de su miserable esposa ya no la pueden resistir”.69 La última carta de Concepción, fechada en mayo de 1927, apunta a una gracia final. Un día, dijo, “me puse a hacer mi oración, y oí la voz de mi Jesús, que me desía [sic], ‘déjame obrar en ti lo que yo quiero’, [y] llena de amor me entregué a Él”. Después comulgó y “sentí claramente que me introdujo mucho más adentro de su corazón y que el Espíritu Santo nos unía con mucha más fuerza”. Concepción resultó herida: le parecía, “y no solo me parese [sic] sino que así es”, que de la llaga del Sagrado Corazón brotaba todo el fuego de Cristo, abriendo una nueva llaga en su propio corazón (“penetra en mí”). Llaga contra llaga, se fundió con Cristo: “siento que con esa llaga amorosa lo amo yo, que ella nos ha hecho una sola, de tal manera que ya no lo amo con amor mío sino con su mismo amor ya [que] de por mí no tengo nada, ya soy Él ”. Esta unión violenta, con sus tintes sacrificiales y éroticos, la aniquiló y la confundió. “¿Cómo se quedaría mi alma después de todo esto?”, preguntó. Pero no se asustaba, le dijo a Martínez, ya que “Usted lo entiende todo”.70
INÉS SÁNCHEZ
Si de acuerdo con el ideario de Martínez el sacerdocio místico consistía en la autoinmolación en Cristo, Concepción Dorrenzaín lo experimentó plenamente, aun cuando recurría a referentes propios (el Sagrado Corazón, una relación conyugal con Cristo) a la hora de describir su holocausto. Al parecer, su aventura mística fue también el sostén de una actividad religiosa importante, puesto que organizó una congregación clandestina en su casa. Sin embargo, había también mujeres para quienes el sacerdocio laico no era sola, ni tal vez esencialmente, un concepto místico o metafórico. Entre ellas, la zamorana Inés Sánchez. En su caso, la mística de Martínez coronaba una gran vocación pastoral y social que venía desarrollando desde mucho antes de la rebelión cristera, y a la vez permitió que se realizara plenamente como católica. Su caso muestra que, para algunas mujeres, el conflicto religioso, aunque trágico, en cierto sentido era la oportunidad de una vida. No era tanto que la actividad religiosa fuera una salida secundaria para su energía política y social, como a veces se argumenta para las católicas, sino todo lo contrario.71
Inés ya era conocida en círculos católicos. De hecho, la encontramos por primera vez en 1922, cuando el arzobispo Ruiz y Flores recomendó ante el arzobispo de México a la profesora María Inés Sánchez, quien quería permiso para abrir “una Escuela Normal para maestras” de la que saldrían “muy pronto elementos para las escuelas de nuestros pueblos”. Ruiz y Flores habló elogiosamente “no solo de su moralidad, sino también de su piedad y [el] espíritu recto que la anima en esta empresa”.72 No se equivocó en cuanto a su dinamismo. Además de docente, conferencista de la Sociedad de San Vicente de Paúl (ssvp), fundadora de escuelas e indigenista, Inés era catequista e Hija de María, pescadora de vocaciones y soporte material del clero. Tenía un carácter tan práctico como espiritual, y era también capaz de hacer que Lázaro Cárdenas (gobernador de Michoacán, 1928-1932) apoyara sus proyectos pedagógicos. Durante la Cristiada, finalmente, Inés se encargó de la vida religiosa alrededor de Tacámbaro en ausencia del clero y dirigió actos de culto en los ranchos. No era, por lo mismo, una persona meramente empírica; la acción social la edificaba, de acuerdo con el modelo vicenciano, y se nutría de un anhelo de santidad. 73“Me resta, padre mío, ser humilde pues que en esa virtud baso el grande edificio de mi santificación”, escribiría a Martínez en su primera carta en julio de 1927 -sólo que le preocupaba “cierto fondo de orgullo” que tenía su alma;74 “quiero ser santa pero no santa a medias sino grande santa”, escribiría dos años después.75 De allí, sin embargo, la gran energía con la que pretendía remediar los problemas sociales del campo; también la creencia de que el concepto vicenciano de la pureza, fincado en el servicio, la dignificaba para el ejercicio de funciones religiosas, tal vez el sacerdocio. Como Álvarez Icaza, Inés se quería consagrar como sacerdotiza, y en su correspondencia con Martínez así se lo decía. Otro factor que la motivaba, tal vez, era su propia pobreza: a diferencia de Macouzet y Dorrenzaín, Inés no tenía, o había regalado su fortuna (“Dios solo quiere que tenga para comer”). Para completar este retrato, sabemos que también hablaba purépecha, por lo que tenía familiaridad con el mundo indígena. Para 1926, ya vivía jubilada, lo que hace pensar en una mujer de 40 o 50, ya que tenía 30 años trabajando.
Es de suponer que Inés y Martínez se conocieran de manera epistolar y en el contexto de la rebelión cristera: si no fuera así, carece de sentido el que haya narrado su biografía en sus primeras cartas al obispo, desde el día que fundó su primera escuela en la década de 1890. Sin embargo, es probable que Inés conociera las ideas de Martínez de antemano, ya que dijo que sintió emoción al saber quién sería su director espiritual. En julio de 1927, en su primera carta, Inés hasta comentó que los labios de su obispo director eran “los mismos de Cristo” en cuanto a las verdades que enunciaban. Toda su vida había querido estar en manos “de un sacerdote lleno de amor de Dios, que fuera para mi el horno que al acercarme a él, me quemara”. Y ahora que Dios la había puesto en manos de aquel hombre, no solamente la había “dejado en una libertad absoluta para que no me ocupe en otra cosa más que en servirle a las personas de mis prójimos”, sino que le daba una modesta jubilación monetaria para facilitar esta empresa.76
La vida religiosa de Inés puede dividirse en tres categorías, casi de manera concéntrica. En primer lugar, realizaba una fuerte acción social, la cual seguía una línea todavía más caritativa vincenciana que católica social, aunque también se concibió como una herramienta para catolizar las obras sociales del gobierno. En 1927, por ejemplo, logró que los celadores de la penitenciaría de Morelia, donde “ya hacía mucho que no me dejaban entrar”, le dieron permiso a socorrer a los reos otra vez. Tomando en cuenta la escasez de la época, el balance era positivo, ya que pudo hacerles ropa a 94 presos, “que están desnudos”, y darles comida y desayunos a todos, que eran 980. Además, repartía medallas religiosas escondidas en cajas de cigarros, con la ayuda del dueño de la fábrica y el obispo Navarrete. Evidentemente, Inés conocía a élites económicas y eclesiásticas; pero en el fondo, dijo, todo era obra de San Vicente: “Todo lo ha hecho él, que ha sido mi padre desde niña. A él le debo mi educación, y espero que también mi santificación, pues cada vez que leo su vida veo que es un santo tan grande por su humildad y caridad”.77
Inés también buscaba ampliar su radio de acción mediante el aprovechamiento de recursos oficiales, a veces con la complicidad del gobierno. En otra carta, fechada en diciembre de 1928, dijo que otro conocido suyo, también llamado Luis Martínez (este era uruapense), se le apareció providencialmente. Por ser Martínez amigo del gobernador, Inés le explicó su deseo de hacer algo para ayudarle al gobierno, y prometió que podía trabajar de manera independiente, sin recibir sueldo oficial. Precisamente quería hacer un centro industrial para mujeres, y a la vez “un centro de moralidad”, para que las mujeres al salir de las escuelas industriales oficiales tuvieran dónde trabajar y no tuvieran que caer en la prostitución. Quedó Inés de formar un proyecto y presentarlo personalmente a Cárdenas en enero del año entrante. “Anoche solo con mi Jesús comencé a formarlo”, le escribió al obispo Martínez, a partir de un plan que había hecho antes para una escuela libre. “Le pido a Dios, Padre mío, que si no es para su gloria que no se arregle nada, que vea [Ud.] que si me lanso [sic] al mundo otra vez saliendo de la dulce calma en que me dejó con la jubilación.” Al mismo tiempo, aprovechó la celebración de un congreso pedagógico en Morelia para adoctrinar a unas maestras de la sep. Viendo que casi todas las maestras del estado estaban en la capital para tomar clases sobre nuevos sistemas educativos, platicó con algunas, entre ellas varias normalistas, y les dio clases de religión (“Espero que le daré mucha gloria a Dios llevándolo a los almas a ayudarles a su salvación”).78
Es interesante su recolección del encuentro con Lázaro Cárdenas en enero de 1929; cita que consiguió, dice, gracias a la intervención de San Vicente. Al parecer, Cárdenas e Inés se entendieron (“Me recibió en momentos [en] que pude hablarle sola y con entera libertad, pues él mismo quiso que fuera a una hora en la que nadie lo esperara”) y el gobernador recibió con entusiasmo su idea para fundar un taller industrial para mujeres:
Personalmente le leí el proyecto y al terminarlo me dijo que estaba muy bueno pero que él pensaba ampliarlo más y que me iba a manifestar su idea para que le diera mi opinión. Pienso, me dijo, ya que nadie se ha preocupado por la mujer para que reciba una enseñanza realmente industrial de tal modo que sepa luchar por la vida, formando un internado con todas, si es posible, las huérfanas del estado, siendo en su mayoría las hijas de indios y de la tierra caliente por ser los pueblos más atrasados en todos los sentidos.
Inés habrá sido más convincente aún, ya que Cárdenas quería que organizara una escuela para 500 almas, y dentro de un mes prometió darle o el seminario antiguo o el hospital militar como sede, así como los fondos necesarios. Inés estaba eufórica:
Padre mío, yo no sé lo que sentí en ese momento, en la educación de los indios he pensado toda mi vida. Ese deseo me lo infundió el Sr. Cázares,79 por saber yo el tarasco. Él me mandó a la sierra así a fundar asilos [diciéndome] “La carga inmensa que siento en mis espaldas por la responsabilidad de la salvación de los indios, la pongo en sus manos”. Desde entonces ví, Padre mío, la necesidad de que los indios se eduquen. Su buena voluntad es para todo lo bueno. El señor Cázares fue el apóstol de esos pueblos, que en el año de 1894, época en que yo fui a trabajar, muchos estaban casi en estado salvaje y si no se hubiera muerto quizás hubiera alcansado [sic] a ver la completa sivilización [sic] de la sierra que correspondía al obispado de Zamora. Querrá Dios, Padre mío, que yo ayude a la regeneración de la mujer india y también a la de la tierra caliente, pues [Cárdenas] quiere que de las dos partes sean las alumnas que ingresarán a la escuela.
No deja de ser llamativo el nivel de complicidad existente entre una militante católica y el gobierno cardenista, aunque probablemente era más común de lo que se cree en el campo de la educación. Tampoco el trasfondo providencialista que Inés percibía con nitidez: ¿era posible que “Dios se valdrá de sus enemigos para hacer grandes cosas”, y de pobres instrumentos como ella misma?; ¿qué hacer si Cárdenas impidiera su conformidad con la providencia, prohibiendo que educara “cristianamente” a las indígenas? Este pensamiento la atormentaba (“Padre mío, por amor a esas almas me va a decir qué hago”); pero deja ver, tal vez, que aun cuando trabajaba en un campo social, Inés no dudaba de que sus esfuerzos tenían una función salvífica en relación con las almas de otras mujeres.80
Esta potencialidad marcó la segunda acción religiosa a la que Inés se dedicaba: la pesca de vocaciones sacerdotales y la santificación de sacerdotes. De hecho, podemos preguntarnos si la constante identificación que hacía Inés de sí misma con Santa Marta (sirvienta bíblica de los discípulos) no fuera una especie de vocación sacerdotal vicaria. Los tiempos que corrían demostraban como nunca “la grande necesidad de que todos los sacerdotes sean santos, y los males que hace un sacerdote malo”. Por lo mismo, Inés quería que sus oraciones fueran una “Betania” para los sacerdotes, es decir, una especie de refugio donde podían vivir con Jesús.81 Le entristecía sobremanera ver que se estaban perdiendo vocaciones por falta de recursos, por lo que puso manos a la obra. Con la ayuda de San Vicente, iba a comprarle todo el atuendo y ornamentos sacerdotales a un joven que se iba de ordenar, “sobre todo su cáliz en donde será ofrecida la sangre preciosa de mi Jesús”. A la vez, un religioso de México le había dado la comisión de buscar vocaciones para una casa que se iba a abrir en la capital, y para tal propósito animó a los muchachos que tenía en su escuela. En el mismo sentido, le envió a Martínez dos pesos para misas con la intención de la santificación del clero. Oraba de manera especial a san Vicente por Martínez porque como rector del seminario “tiene bajo su responsabilidad a los que han de salvar el mundo”.82 Como se ve, Inés asumía una lista de obligaciones prosacerdotales, o vivía el sacerdocio de manera asociativa.
En otra carta, fechada en agosto de 1928, vemos su laboriosidad. Habla de un joven zitacuarense, Jesús, en quien tenía depositada mucha fe, por creer que descubría una vocación. Sin embargo, tenía dudas en cuanto a la juventud, la indecisión y el carácter “tan reservado” de su hijo predilecto, y pidió a Martínez su parecer: si el joven era bueno para cura, lo ayudaría “hasta el sacrificio […] proporcion[ándo]le la plata para su caliz para que ofresca [sic] la sangre de Jesús todos los días”. Por otro lado, tenía miedo de forzar vocaciones donde no las había, o de vivir a través de los muchachos. Confesó que cierto deseo propietario que sentía en torno a Jesús la cegaba:
Lo quiero querer sin compromisos, con entera libertad sin que me preocupe su recuerdo y menos que me haga perder la paz de mi alma… Hasta hoy lo he visto como una cosa mía que Dios me mandó para que viera sus necesidades y las remediara en cuanto pueda y siento que el afecto que le tengo es para que lo que hago lo haga con más voluntad, pero esa caridad no la veo toda de Dios, según las reglas de mi amado San Vicente, que jamás la caridad se haga impulsada por un afecto natural sino fundado únicamente en el amor a Dios y por el celo de la salvación de las almas.
Más bien, temía que el “sagrarito” de su alma se hubiera llenado “de amor de una criatura sucio”. A final de cuentas, creía, era mejor no cuidar a un aspirante al sacerdocio, ya que su corazón se volvería “loco” y acabaría amando demasiado al muchacho.83 Le habrá dolido cuando, unos meses después, llevó a sus alumnos al Salto de Enandio, cerca de Zitácuaro, “viendo allí las grandezas de Dios”, y encontró al aspirante Jesús “remontado en un rancho con sus hermanos” y más perdido que nunca. Ahora el joven le dijo que no sabía qué hacer, que estaba desheredado y que, en palabras de Inés, “no cuenta con nadie, parese [sic] un mendigo”, por lo que Inés, conmovida, le compró ropa y sombrero. Sintió a la vez decepción, “pues yo propuse ayudarlo en caso de que fuera a hacerse sacerdote y no como seglar”, y se resolvió a ayudar en adelante sólo a quienes “verdaderamente tienen vocación”. Sin embargo, no podía desistir de reclutar jóvenes. Primero se presentó un militar que quería una formación religiosa para su hijo, aunque éste parecía “parvulito” por criarse en tierra caliente, “donde había vivido remontado como animalito”.84 Luego se presentó otro muchacho, José Rivera, con “vocación decidida de ser sacerdote”, por lo que Inés pensó otra vez en poner su miniseminario en casa (su “Betania de Jesús”).85
Con todo, Inés sentía insatisfacción como hacedora de sacerdotes y de obras edificantes. “Padre mío, cada día tengo más anhelos, más aspiraciones, quisiera ser espada, rayo, fuego, no sé que”, escribió a Martínez en agosto de 1928: “Quisiera estar tranquila en mi casa pero no lo estoy pues creo que debo hacer algo en bien de mi prójimo y nada puedo hacer”.86 ¿Qué más quisiera hacer, pensando que para 1928 Inés ya pescaba vocaciones, daba doctrina en el seno de la sep, y tenía escuela y obra de caridad? Su primera carta, de julio de 1927, tiene la pista más sugerente: en este texto, la vemos orando de madrugada ante Cristo, en reparación por la persecución. Pero “hay veces que no puedo dormir”, confiesa, cuando “me levanto para desagraviar a Nuestro Señor por las ofensas que está recibiendo a esas horas y que son tantas”. Asegura que eso no lo hace por penitencia tipo masoquista (“pues que no tengo permiso de hacerlo y además que no siento ningún sacrificio, al contrario, alegría”) sino por otra razón:
También yo quiero salvarle muchas almas, quisiera ser hombre para ser misionero y consagrar muchas hostias para dárselas a millones de almas para que lo amaren. Ilustrísimo Señor, soy muy inclinada a la vanidad, hoy me veo no sé por que llena de atenciones y les tengo miedo por el fondo de soberbia que he tenido. Padre mío, yo quiero hacer el bien sin que nadie lo comprenda más que solo por quien lo hago, y que Ud. lo sepa para que lo bendiga y me dé permiso de hacerlo, pues que soy muy voluntariosa y yo no quiero tener voluntad propia.
Aunque lo viera como una “vanidad”, y le diera miedo, hacer el bien con y para Cristo, sin importar la condición de quien así hiciera, era para Inés un sacerdocio.87 Lo más probable es que este deseo de redimir mediante la Eucaristía haya empezado con la llegada del Santísimo a su hogar y la conversión de su casa en centro eucarístico. Como sucedió en otros casos, este privilegio dejó una fuerte impresión en quien tuviera acceso libre al sacramento. En la misma carta, Inés dejó mayor constancia de esta emoción:
Hoy no solo ha venido [Cristo] a mi corazón sino también a esta su casa, sí, esta es su Betania, aquí solo él reina, se le ha consagrado para que descanse, quiero que duerma y que nadie interrumpa su sueño, yo quiero velar su sueño, quiero ser su Magdalena para amarlo en el silencio y su Marta rogándole por sus sacerdotes.88
Un año después, sin embargo, pidió que Martínez le dejara tener al Santísimo en su casa el 15 de septiembre, para rezar con Cristo a favor del país durante la noche de sus fiestas patrias. Ahora pensaba en un acto de culto colectivo.89 En la primavera de 1929, le dijo lo siguiente a una monja que se quedó un tiempo en su casa: “Que hoy el mundo necesita de mujeres de acción que sean capaces de arrastrarlo todo en medio de los peligros y de las ocasiones pero que en sus brazos nada nos pasará”. Para esta fecha, ya había empezado a dar clases de religión entre las normalistas, invitándolas a comulgar en su casa:
De acuerdo con ellas buscamos medios de aliento y cuál mejor que Jesús Sacramentado y un Director que les forme su espíritu. Le pedí a Dios que me iluminara a quién le hablaría y providencialmente me encontró a un padre Augustino y él vino, después de hablarle sobre el particular y de la necesidad que había de ayudar a la salvación de esas pobres muchachas […] Vino a esta su casa y las confesó y el Viernes Primero comulgaron y el domingo fue la primera clase […].90
Para estas fechas, ya circulaba la noticia de que Cárdenas había solicitado licencia para ausentarse de su gobierno, a fin de poder combatir a los cristeros en persona, por lo que no había podido concretar el plan de la escuela industrial. Inés tomó la noticia con simple resignación (“no siendo yo otra cosa más que el instrumento de las operaciones [de la Providencia]”) aunque en el fondo parece que tenía sus ojos puestos en otro tipo de empresa. Para empezar, muchas personas ya frecuentaban su casa para visitar al Santísimo, a veces hasta la medianoche (“Todo el día [Cristo] se ha estado conmigo acompañada de otras almas, pero se acaban de ir y me quedé solita con él […] que hermoso es estar a solas con Jesús sin quien nadie se interponga en nuestra unión íntima”). Segundo, oraba para que Martínez designara su casa como centro eucarístico durante la Semana Santa.91
Sin embargo, en esta ocasión un sacerdote que necesitaba que lo ayudara en la lectura de misas en el campo y en la celebración de actos de adoración eucarística la llamó. “He estado muy contenta pero más contenta”, le confió a Martínez,
[…] porque me ha llevado el Sr. Cura a todos los ranchos que tienen capilla para desirles misa por primera vez. Sería imposible decirle lo que sentí al ver una multitud de rancheros a caballo viniendo a encontrarlo a más de una legua con aquel respeto y al llegar las mujeres con sus hijos gritando que Viviera Cristo Rey. Se me figuraba la entrada a Jerusalén. Toda la noche se veló a Nuestro Señor con cantos y lágrimas. En uno, preparé un grupo de primera comunión y mientras el Sr. Cura confesaba yo arreglaba el grupo de catequistas dándoles las instrucciones necesarias para la enseñanza del catecismo. En uno, le llamaron [al cura] urgentemente de Tacámbaro, y me dejó a mí para establecer el catecismo. Me estuve cinco días a petición de los rancheritos para que les enseñara a oír misa y a rezar el rosario.
Es un rancho que tiene más de mil habitantes regados por los cerros, cada uno con sus propiedades. Entre semana bajaban pocos a oír la enseñanza de la misa y del rosario, pero el domingo bajaron muchos con sus hijos al Catecismo que se estableció por primera vez. Padre mío, cuánto bien se puede hacer en estos lugares. Ver a esa gente tan sencilla, tan dispuesta para recibir la Palabra de Dios regándola con sus lágrimas. Yo de buena gana pasaría mis últimos días entre esa gente si tuviera a mi Jesús, pero no, sin él no se puede vivir. Todos me decían que me quedara, que ellos me mantenían quedando de volver cuando me vaya a Morelia. El Sr. Cura ya no quiere que me vaya y me dice que nomás vaya a dejar todo lo de mi casa asegurado, y me vuelva. No sé cuál será la voluntad de Dios, necesito ir para que su Señoría Ilustrísima me lo diga.
A fines del mes pensaba irse porque creía que era la voluntad de Dios que pasara sus días “en mi casita de Morelia a los pies de mi Jesús solita con él, sin quien interrumpa la unión íntima que tendré con él, pues no he dejado de trabajar para conseguir que el sagrarito de mi corazón quede vacío, limpio, calientito, y hermoso”. Sin embargo, tal vez temía extralimitarse, porque no pudo desistir de poner a la carta una larga pd, que vale la pena citar íntegra para cerrar el ensayo:
Padre mío, en un ranchito que se llama Oricoteo, cada casa es un jardín de distintas flores hermosísimas. La capillita está en construcción y para que se pudiera decir misa la taparon con tejamanil. Estaba adornada con tirados de pino y flores. En el suelo una alfombra de pino y lo forma el atrio puros pinos. Este rancho se encuentra en el declive de un cerro y abajo un hermoso valle regado por caudal[osos] ríos que riegan aquellas tierras sembradas de diferentes cereales. Allí en medio de aquel oasis se encontraba mi Jesús. Allí sentí más grande su amor, pues no se encontraba bajo las suntuosas bóvedas de lujosas catedrales en donde brilla el oro y pedriería [sic] sino bajo el humilde techo de tejamanil y por adorno las flores obras de su bendito amor. Qué hermoso, qué grande lo ví allí; padre mío, rodiado [sic] de aquella gente tan llena de fe, en lugar de haberse muerto se avivó más. Dichosa persecución, que hizo que tuviera mi Jesús el gusto de ver el amor de sus criaturas que estoy cierta las ama con más ternura por tener estas virtudes que agradan tanto a su corazón. Y dichosa también yo, que me hizo participante de sus triunfos y de las delicias de su corazón. Qué noches tan felices pasé en esas velaciones. Como se ensanchó mi corazón al verme en libertad de hacer y de decir lo que yo quiero y siento.92
Tras esta declaración de libertad, ya no firmaba “indignísimamente, Inés”, como en otras ocasiones, sino simplemente “su hija Inés”.93
CONCLUSIONES
Entre otras cosas, la persecución religiosa presentó la Iglesia mexicana con un problema eclesiológico; privada de obispos y de muchos de sus sacerdotes, evidentemente no pudo haber sobrevivido en su forma habitual, clerical y jerarquizada, sin correr el riesgo de verse decapitada. Por lo mismo, fue necesario que cambiara la manera de practicar la religión, dando latitud a los laicos en ausencia de los sacerdotes. En muchas partes de Michoacán, se volvió común asistir a misas blancas dirigidas por mujeres laicas como Inés Sánchez, o tomar la comunión en centros eucarísticos dirigidos por gentes como Concepción Dorrenzaín. Es difícil ahora, pero necesario, hacer un salto mental para poder captar la emoción que sintieron estas mujeres, así como los hombres que hicieron lo mismo,94 al levantarse a decir una misa en el templo, al recibir y custodiar al Santísimo en su casa, o al improvisar una liturgia con palabras propias. Estas cosas hoy día serían más aceptadas, pero no así hace noventa años, cuando los fieles (ni se diga las mujeres) ocupaban una posición subordinada en la Iglesia y su papel, siendo ovejas en peligro de descarriarse, era seguir y obedecer a sus pastores. Sin embargo, pronto se topó con el problema de que era difícil cambiar la forma de la Iglesia sin teologizar el cambio. Para que los laicos se comportaran de otra forma, tendrían que concebirse como otros, es decir, como actores salvíficos propios. Entre todas las diócesis mexicanas, Morelia estuvo muy a la vanguardia en el sentido de que hubo un intento claro de parte del obispo auxiliar de afinar un nuevo concepto de sacerdocio laico, y de crear en paralelo un cuerpo de santos laicos que llevarían las riendas de la Iglesia en público mientras durara la crisis. Elementos de este discurso tienen eco en los distintos testimonios de las mujeres que hemos seguido de cerca, los cuales nos ofrecen una perspectiva nueva sobre la participación de la mujer en el periodo cristero. Claro que quedan interrogantes, entre ellas ¿por qué Martínez no abogó con mayores bríos para la institucionalización del sacerdocio laico, siendo arzobispo de México pocos años después del conflicto?, ¿por qué resultó tan fácil para la jerarquía católica desautorizar tales prácticas a la hora de concertar los arreglos con el gobierno en 1929? En fin, fue difícil crear una teología más propia de la época del segundo concilio Vaticano con las herramientas del primero, sobre todo en el contexto de una convulsión social tremenda. Así, puede afirmarse que la maduración del laico como actor religioso fue un aspecto clave de la historia de la guerra cristera. Tan era así que muchas michoacanas, aunque deseaban la paz, no querían que se volviera al statu quo religioso. Dejamos la última palabra a “Carmen”, quien le escribió al obispo Martínez dos días antes de concretarse los arreglos de junio de 1929: “Voy a pedirle a Ud. una gracia y es ésta: que si terminando el mes de junio, aún puede Jesús permanecer en las casas […] pues si no fuera por Él, ya me habría dominado la desesperación”.95