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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 n.4 Ciudad de México Apr./Jun. 2022  Epub Apr 04, 2022

https://doi.org/10.24201/hm.v71i4.4088 

Reseñas

Sobre Cornelius Conover, Pious Imperialism: Spanish Rule and the Cult of Saints in Mexico City

Nancy Farriss* 

*University of Pennsylvania

Conover, Cornelius. Pious Imperialism: Spanish Rule and the Cult of Saints in Mexico City. Albuquerque: University of New Mexico Press, 2019. 296p. ISBN: 978-0-8263-6026-7.


Pious Imperialism entrelaza dos temas en la historia política y religiosa del México colonial y republicano temprano. El tema principal busca los orígenes de la relación entre la religiosidad cristiana y la lealtad a la monarquía española a partir de la veneración de los santos, mientras que la otra línea de investigación examina el culto fomentado a nivel local de un hijo nativo, san Felipe de Jesús.

Conover argumenta que la corona desempeñó un papel clave en la difusión y el desarrollo del culto a los santos. Y es una historia fascinante, relatada con todo detalle y sustentada en una gama de fuentes primarias que dejan al descubierto las maniobras y cálculos políticos que subyacían tras la devoción religiosa pública. Esta devoción es un bien estrictamente limitado en términos de tiempo y dinero y, por ende, siempre ha inspirado una feroz rivalidad, primero por los medios y la influencia que se requieren para la canonización y, después, por la aún más escasa mercancía del espacio en el calendario eclesiástico. Del siglo XVI al XVIII, la corona española dominó Roma, por lo que la mayoría de las canonizaciones de ese periodo fueron otorgadas a candidatos de nacionalidad española. El año 1622 fue excepcional, pues fue testigo de la canonización de cuatro santos españoles en un mismo día. Este éxito se tradujo en un santoral cada vez más abarrotado a lo largo y ancho del imperio y en una presión cada vez mayor para crear días festivos específicos en el año litúrgico.

Las principales fiestas de temporada, como la Navidad, también ocupaban grandes porciones del calendario anual, junto con las celebraciones religiosas de hitos tales como cumpleaños reales y victorias militares. Todas estas fiestas se sumaban a la saturación y generaban, inevitablemente, una fuerte competencia entre las diversas circunscripciones, con la intervención, en una u otra capacidad, de papas, reyes, prelados, capítulos de catedrales, cabildos y gremios, entre otros actores. Conover describe la contienda por el espacio litúrgico para un recién canonizado como si fuera una campaña electoral moderna, con búsqueda de votos y recaudación de fondos de campaña, alianzas forjadas entre gremios (léase sindicatos) y otros patrocinadores influyentes, biografías exageradas, e incluso panfletos impresos con el retrato del santo.

La tesis principal del libro es impecable: la corona española, argumenta, apoyó activamente la devoción a los santos, en particular a los de origen español, como un medio para destacar la asociación entre Dios y la monarquía ante los ojos de los fieles. Si bien esta afirmación sorprenderá a pocos estudiosos de historia colonial, el libro la desarro lla de manera clara y convincente, además de que ofrece numerosos detalles sobre la mecánica particular de esta política: sobre cómo la influencia política y el apoyo financiero para la canonización eran utilizados en Roma, y sumados al generoso respaldo de elaborados festivales locales. Toda esta liturgia, en la que los escudos de armas competían en importancia con los símbolos religiosos, estaba diseñada para hacer alarde del vínculo entre el dominio imperial español y el culto cristiano. A decir verdad, separarlos después de la independencia no fue nada fácil.

Si el apoyo de la corona alimentó el culto a los santos, el estudio deja igual de claro el efecto de su retiro. Conover presenta un resumen bien documentado de los ataques borbónicos a la expresión religiosa desde varios frentes: desde la restricción de los días festivos que interferían con el trabajo, hasta la eliminación de subsidios reales para las procesiones. Ante todo, y aquí la narración quizá no logra darle a este factor su debida importancia, destacaba la confiscación de los recursos locales que los propios colonizadores utilizaban para respaldar el culto. Ante la pérdida de donaciones e ingresos para las capellanías, las obras pías y las cofradías, las otrora fastuosas celebraciones para los santos no sólo disminuyeron en número, sino también se volvieron mezquinas y frugales. El efecto negativo del cambio político se aceleró tras la independencia, lo cual trajo como resultado una mayor reducción del número de días festivos y, en particular, de la atención prestada a los santos españoles. Más aún, en las devociones que quedaban, la pompa y las imágenes militares comenzaron a sustituir al ceremonial religioso en tanto plataforma para el alarde patriótico.

La forma en que la relación causal operó en la dirección contraria queda menos clara. Es ciertamente plausible que el culto a los santos ayudara a mantener al imperio español, pero aún quedan por explorar el alcance de dicha ayuda y su funcionamiento exacto. Podría no ser posible argumentar gran cosa más allá de una correlación entre ambas. De igual manera, a medida que se acercaba la independencia, una disminución en la lealtad a la corona acompañó los cambios litúrgicos, aunque éstos parecen haber sido más un barómetro del cambio político que un agente causal; en el mejor de los casos, tuvieron un papel pasivo. Más que socavar activamente al imperio, el declive del ceremonial religioso privó al régimen de un útil soporte que podría haber servido para contrarrestar las nuevas fuerzas de inestabilidad que emanaron desde el otro lado del Atlántico.

De cualquier forma, es posible que el sistema de apoyo mutuo haya estado confinado sobre todo a la ciudad de México, donde el patrocinio de la corona y el ritual de tema imperial eran más prominentes, y a los escalones superiores de la iglesia colonial y las élites políticas, que promovían cultos particulares y organizaban su expresión material. Este estudio es, en buena medida, un panorama desde la cima. Ofrece una valiosa exposición de los motivos y las maquinaciones de esta minoría política, pero dice muy poco sobre lo que podía estar ocurrien do a nivel parroquial o, menos formalmente, entre la población en general, y ni siquiera toca el resto del virreinato. Sabemos que el culto a los santos era un fenómeno cultural vibrante en todo el México colonial, pero que respondía a una plétora de impulsos e influencias locales de mayor o menor ortodoxia. Incluso la difusión del culto más exitoso basado en la capital, el culto a Guadalupe, procedió lenta y erráticamente, mientras que algunas devociones locales, como las de Izamal o Hool en Yucatán, o las de Juquila y La Soledad, en Oaxaca, gozaban de un ferviente apoyo, con escasa referencia a los acontecimientos en la ciudad de México, y menos aún a la corte española. En un nivel más bajo, es posible que el culto a los miles de santos de pueblo basado en cofradías locales haya funcionado de manera totalmente independiente de la reciprocidad del “imperialismo piadoso” desplegado entre los altos rangos de la sociedad colonial, aunque también padecía la confiscación de bienes e ingresos.

En la propia ciudad de México, la participación popular en el sistema también parece haber seguido sus propios preceptos. Resulta difícil estimar el alcance de esta independencia a partir del presente estudio, dado que el culto particular que las élites locales intentaban fomentar, y que constituye el tema secundario del libro, estaba tan mal dotado que no lograba inspirar veneración. Es difícil concebir un candidato menos prometedor para la devoción masiva que San Felipe de Jesús, y Conover ha rastreado de manera tan asidua la información disponible sobre la historia del santo, que es igualmente difícil imaginar que puedan salir a la luz más pruebas que demuestren lo contrario. Felipe era un joven franciscano de la ciudad de México que había llevado una vida muy poco edificante hasta que fue martirizado “por error” en Japón, en 1597, luego de haber sido incluido por accidente en un grupo de misioneros franciscanos locales elegidos para ser crucificados. Felipe no tiene ni un solo milagro en su haber; obtuvo la beatificación y la canonización sólo como parte del grupo de “mártires de Nagasaki”, y su récord posterior a la beatificación es igualmente insustancial. Con todo, algunos miembros de las élites en la ciudad de México invirtieron mucho dinero y esfuerzo buscando un lugar prominente para Felipe en el santoral local, con muy poco éxito duradero, salvo su actual designación como santo patrono oficial de la ciudad, y con un impacto aún menor en la devoción popular.

La campaña de san Felipe puede verse más como un contrapunto que como un ejemplo del tema del imperialismo piadoso. El apoyo de la corona fue tibio, y los otros dos ingredientes -importancia política a nivel imperial y atractivo popular- estuvieron del todo ausentes. La incapacidad para inspirar la devoción popular se ha atribuido en repetidas ocasiones a la ausencia de milagros en el historial del santo. Aquí, de nuevo, se ofrece una correlación plausible, ahora entre milagros y popularidad, para explicar un fenómeno en el que la relación causal es poco clara y podría incluso estar invertida. Los milagros no ocurren en el vacío ni al azar, sino en el contexto de un aura ya existente de favor divino y, por lo menos, de un conjunto de expectativas, si no es que de llamados específicos. Si bien el texto que nos ocupa no examina las fuentes de este tipo de atribución, es un excelente estudio de caso sobre lo que ocurre en su ausencia, sobre la futilidad de intentar fomentar entre las masas una devoción a un santo que no ha generado un sentido de carisma, sin importar que los milagros fluyan de la devoción o viceversa. Este fracaso particular no parece haber desalentado intentos posteriores por crear cultos a otros santos locales, como Juan Diego o los “mártires de Cajonos”, también confinados en gran medida a los reducidos círculos clericales que aseguraron su canonización.

1Traducción de Adriana Santoveña

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