En una entrevista decía Perla Ramos, escritora argentina, que una antología (aunque en este caso se refería a las antologías literarias) podía dar lugar a dos movimientos. Uno, evidenciar los patrones de repetición (incluso de los errores) y los recurrentes “trucos” de escritura -y en ese caso dejar al autor en evidencia ante el paso del tiempo condensado en una mónada, la antología, o segundo, dar luz sobre un mecanismo, una gramática autoral: la que funciona como una genealogía (no como una sedimentación), la que recurre a preguntas elegidas pero con trucos nunca transparentes, la que, en definitiva, compone obras que en la misma mónada, se evidencian fundamentales.1 Intentaré argumentar por qué este texto pertenece a este segundo grupo.
El libro consta de seis partes, 13 capítulos y un epílogo. Desde las modulaciones diferentes del subalterno en la historiografía crítica, pasando por las conformaciones disciplinares de espacio y temporalidad; casta, poder y género -una parte fundamental para comprender cómo se tejen los estudios de diferenciación y política junto con las premisas que delinean las nociones de género en la historia y en la antropología-, colonialismo, conversión y traducción (un segmento medular en la trayectoria de Saurabh Dube que le permitió pensar de qué manera es en los procesos de “traducción”, de producción impura de equivalencias y sentidos, donde por un lado se conforma la subjetividad moderna en India pero también se evidencia la parroquialidad y la inestabilidad del proyecto colonial), ley y legalidades (donde la norma aparece siempre como un referente prístino pero interdicto por las prácticas de la historia cotidiana), “modernidad e identidad” que recupera parte de la reflexión central de Dube sobre la eficacia de los mundos encantados, sobre la plena convivencia de la modernidad racional con los encantamientos de la diferencia; y la última parte sobre antropología y arte, que puede sonar bastante díscola respecto a las reflexiones anteriores dicho así, pero no lo es en absoluto. Centrada en textos sobre la obra de Savi Sawarkar, un artista amigo del autor, este último “compás” de la antología permite, si no un cierre, sí una pausa (y por eso me parece un acierto de edición que esté al final). Más allá del erudito análisis de Saurabh sobre los dalit (intocables) y de un repaso de su propio trabajo, hay en esta parte de la antología una especie de reflexión sobre los límites de la escritura y del lenguaje (disciplinar y académico) para “significar” la diferencia: las historias de opresión, exclusión y jerarquización. El arte de Savi no es nunca una “coda” del razonamiento ni tampoco una “ilustración a modo de ejemplo” de los poderes de casta. Es en todo caso una advertencia. Quizá la advertencia sobre la que escribió Michel de Certeau cuando analizó la palabra de la posesa: sólo existe el relato de lo mismo. Pero hay algo que está fuera de ese texto y que, sin embargo, se nota en él, impide su cancelación.2 Interrumpir ese texto, trabajarlo como ruina en permanente desmonte, es justamente lo que el arte de Savi parece producir para la propia obra de Saurabh, y es por eso mismo imprescindible su inclusión en la antología.
Para el autor la escritura no es, me parece, simplemente un ejercicio referencial (como no lo es para gran parte de las ciencias sociales y lo cual lo vuelve verdaderamente frustrante: esa idea de adecuar el lenguaje al mundo; desde la pragmática sabemos bien que el mundo es, ante todo, rebelde al lenguaje). Para Dube la forma de la escritura compone el mundo que quiere significar. Es interesante ver esa composición en la antología que recorre una obra de autor. Saurabh Dube escribe rimas, adjetivaciones superpuestas, contradicciones simultáneas, binarismos iterativos; las alegorías y un uso constante de la ironía conforman la poética de su predilección epistemológica: parece estar siempre rompiendo el contrato de complicidad con el lector. Cuando creímos entender la idea prístina que está atrás del opus monumento, el autor la derriba. Parece estar siempre exponiéndonos (y confrontándonos como lectores e investigadores) a la precaria duda sobre la que construimos las certeras voces de la razón, la modernidad, la historia, la tradición o la cultura. En la introducción y en una crítica sagaz a la noción de “lo humano” -muy a la Fanon3 pero con un giro historizante- dirá: “las invocaciones de una humanidad común solían contener la dialéctica de la raza y la razón, que servía, por ejemplo, para declararse en contra de la esclavitud, pero también para expresarse utilizando las categorías de “lo primitivo” y “lo civilizado” (p. 34).
Saurabh blande la idea de una “historia sin garantías”, quizá uno de los conceptos del autor al que más cariño le tengo porque tanto me ayudó a pensar. Como nos expone en el capítulo sobre historia y modernidad, una historia sin garantías apostaría por develar cuán difícil sigue siendo salir de lo que Bourdieu llamó “la razón escolástica”, la que vemos a menudo en quienes escriben sobre/por los subalternos siempre que éstos habiten el terreno imaginado de la pureza, el compromiso (unilateralmente entendido) y el retorno (como origen-garantía, siempre diferido de los horrores del mundo real). Y continuamos reacios a escribir para un conocimiento sin garantías, que intente dar cuenta de la contradicción que habita la práctica, del rito que desborda a la historia, de la performance que excede la interpretación o de las acciones cuya justificación del sentido sigue siendo, en gran parte, insubordinable a la razón (escolástica, instrumental e incluso crítica).
En su estudio sobre las legalidades populares, la construcción cotidiana del Estado en India y la forma-espejo en la que el imperio británico edificó (y sigue edificando) su imagen como Ley, Razón y Legislación, el autor nos recuerda, quizá de un modo más académico y refinado, cuánto seguimos en deuda con la tarea que nos consignó Fanon: abrirnos de una vez por todas a una escritura entrenada en registrar con humildad la diferencia irreductible con la que el mundo se nos abre. Asumir, mediante una idea de la historia sin garantías, el riesgo de una escritura sin garantías: sin pre-ocuparse tan rápido sobre el resultado de la acción, sobre el impacto (o no) en la estructura, abandonar la pulsión por decidir si un ritual, una reyerta pública, una ceremonia o un acto, resisten a los enunciados del Estado o colaboran con él. Los binarismos con los que operamos (mito historia, colaboración resistencia, religiosidad secularización, tradición modernidad) no son tan fáciles de descartar, justo porque en nuestro oficio, nos dice todo el tiempo Saurabh, son aquellos imaginados por la modernidad y su razón para “interpretar”. Spivak decía que no hay ninguna exterioridad entre las técnicas modernas de conocimiento y formaciones coloniales de poder (1997). Y nos guste o no, desde ahí seguimos pensando.
Dube construye a lo largo de su antología, y sobre todo en los prólogos de cada parte y en el epílogo, la noción de “escándalo” como algo que reclama en términos de la sensibilidad con los conceptos. ¿Cómo es posible que la idea de una modernidad inmaculada siga vigente hoy; que la noción de Estado moderno (unos modélicos y otros, siempre los “nuestros”, “fallidos”) siga moldeando la teoría política contemporánea y la noción teleológica de lo político?
A través de la idea de “escándalo”, el autor desmonta el problema de las negaciones constitutivas. Las propias vidas, pueblos e historias que la idea de progreso negó y sigue negando, el intrínseco espacio “transicional” de América Latina (o India) -nosotros siempre estamos en transición: transición a la democracia, a la paz, al estado “bien hecho”, al desarrollo- son producidos no “a pesar de” los discursos de Occidente y de nación (prestados, vueltos versiones vernáculas o en el mejor de los casos “alter-nativas” como les gusta decir a muchos de los teóricos locales sobre la modernidad o la nación mexicana. Habría Modernidad y “modernidades alternativas”). No son producidas “a pesar de”, sino justamente “por” esos discursos de nación y de Occidente.
Dirá el autor en un momento:
En este libro, los conceptos y proyecciones -de la conversión y la cultura, el progreso y el desarrollo, de la modernidad y la comunidad, del imperio y la nación, del género y la casta- [… ] no se plantean como simples objetos del conocimiento ni se tratan como simples aberraciones ideológicas en espera de su exorcismo inevitable en manos del entendimiento prístino. Más bien, anuncian con agudeza, exigiendo una articulación crítica, las condiciones para conocer y las entidades y coordenadas que apuntalan los mundos que habitamos (p. 58, énfasis mío).
En síntesis, lo importante no es “develar” que la modernidad es un invento (qué chiste a estas alturas) sino la enorme fecundidad como que esa invención sigue fabricando mundos.
Como buen narrador, no es al inicio, sino en el epílogo, donde el autor nos revela algunas claves. Dice:
[… ] consideré que establecer lo poscolonial como una perspectiva crítica permitiría cuestionar la persistente presencia en América Latina y en el sur de Asia de un Occidente magnificado, así como sus singulares representaciones, que vinculaban el imperio y la nación, la colonia y la poscolonia, la historia y la modernidad (p. 557).
En efecto, muchos de los alumnos que nos formamos con el autor, lo hicimos por nuestra fascinación con el discurso poscolonial, con eso que era novedosísimo a finales de los noventa al menos en México, y que apuntaba a señalar las modulaciones como el presente estaba (y está) habitado por síntomas, fantasmas, miedos, razones del discurso colonial, por sus prácticas de dominio, por la locura constitutiva de su instauración. Pero claro, cuando Saurabh ya muestra en parte la desilusión con la estructura de “marca” que adquirió el poscolonialismo. Muestra su propio “escándalo”, la forma en la que se había construido como episteme que asegura, que explica todo, que abarca la Experiencia completa. Algo llamado “imperio” daba la clave para comprender la estructura que subyace a la historia. Y para el autor esa explicación era no sólo insuficiente, sino errada. Al inicio de la antología, Saurabh dispara: “es de importancia igualmente considerable guardarse de adoptar y reproducir las varias corrientes superficiales de la retórica antiilustrada presentes hoy día” (p. 27). A lo largo de la antología, la ambivalencia que constituye la operación con los universales de justicia, democracia, estado, política, libertad, asociados a la Ilustración, son siempre tratados con la advertencia que hacía Chakrabarty, “inadecuados pero indispensables”, para pensarnos. La crítica es implícita primero y explícita después no sólo a ciertas vertientes del posoclonialismo, sino al giro o pensamiento decolonial latinoamericano: ¿qué urgencias hay con la historia pura del otro? ¿Por qué seguimos tan empecinados en buscar la diferencia talismánica, el espacio no tocado por el capital, por la modernidad, por el Estado? ¿Qué es esta reedición encantada de la comunidad, y en específico de la comunidad autóctona, indígena, como instrumento de salvación? ¿Qué sueños viejos de la antropología sobre la Tradición se reeditan con nuevos ropajes? ¿No son éstas unas (y cito al autor) “profundas faltas de respeto” (p. 7) a la experiencia de pueblos cuya existencia fue moldeada históricamente, políticamente, comprendiendo, sopesando y disputando los términos del Estado, el capital y lo moderno? ¿Descolonizar, después de todo, no sería derribar los sueños autoritarios escondidos en toda noción de “lo puro”?
Quizá como una práctica de honrar a los satnamis de Chhattisgarh con los que empieza su derrotero por el pensamiento, o como una ironía sobre el fondo de Pureza y Peligro (Purity and Danger), la gran obra de Mary Douglas4 (2002) sobre los espacios de la contaminación y la pureza, Dube insiste cada vez con más claridad en que justamente en su voluntad por distinguir y delimitar, por clarificar y desechar, el mundo no hace más que revelar su impureza: el carácter sucio de las ideas, sucio por habitado por la ambivalencia, por la contradicción y por la incertidumbre, patinado por la pertinaz vocación de apariencia que tienen las emociones, las afecciones y los placeres en el mundo aparentemente inmaculado de las escrituras de la Historia, las teleologías temporales, las estructuras sistémicas o las funciones.
Lo que importa destacar es la insistencia del autor en el ejercicio difícil y poco complaciente de interpretar sin rectificar, de argumentar sin crear taxonomías sociológicas, de historizar sin dejar de reflexionar sobre el proceso mismo de “producción de historia”; es la constante que se despliega en esta obra y es probablemente la advertencia más astuta y también el legado más impresionante de Saurabh Dube. Algunos tuvimos (y aún tenemos) la suerte de pensar caminando con él. Para muchos, afortunadamente, queda esta obra de largo alcance, con una edición preciosa y una traducción ejemplar, que hace justicia a un pensador a estas alturas fundamental para el sur global.