Historia mínima de la inquisición es el libro más reciente de Gabriel Torres Puga sobre el Tribunal del Santo Oficio. Se publicó en 2019, bajo el sello editorial de El Colegio de México, como parte de la colección Historias Mínimas. La obra consta de 18 capítulos, cuenta con dos mapas, una cronología, y una lista de libros y artículos especializados. Es una síntesis bibliográfica bien lograda, con interpretaciones novedosas bastante sólidas, producto de años de reflexión, conversaciones entre pares e impartición de cursos y conferencias, con trabajo de archivo y una extensa lectura de temas que van más allá del Santo Oficio los cuales exploran, en términos amplios, la intolerancia institucional en el Antiguo Régimen. Esto último sobresale en el diálogo que entabla con la historiografía inquisitorial clásica y reciente, en la recuperación de argumentos y problemas historiográficos diversos, así como en la formulación de discusiones con las obras escritas por H. Charles Lea, H. Kamen, C. Ginzburg, D. Moreno, S. Schwartz, F. Soyer, J. Martínez Millán, J. Chuchiak, A. de Zaballa, M. Lourenço, S. Alberro, S. Bastos, J. Amelang, F. Bethencourt, R. Darnton, D. Muñoz Sempere, F. Martí Gilabert, A. Cicerchia, E. La Parra y M.A. Casado, entre otros.
La obra explica el surgimiento, funcionamiento, actividad, consolidación y desenlace de los sistemas inquisitoriales de las monarquías católicas entre los siglos XIII y el XIX. En consecuencia, ésta rebasa por mucho la historia local de la Inquisición española y su tribunal en Nueva España. En contraste con los libros y artículos previos del autor, pienso en Los últimos años de la Inquisición en la Nueva España, Opinión pública y censura en Nueva España, “Inquisidores en pie de guerra”, o “El último aliento de la Inquisición de México”,1 esta obra supera los enfoques locales de sus trabajos y nos recuerda que, debido a la intolerancia religiosa existente durante esos siglos, la inquisición fue un oficio de carácter universal y una institución compleja que cubrió prácticamente todos los espacios geográficos del orbe católico y, en casos excepcionales, hasta protestante. Bajo esa lógica, tanto en el tiempo largo como en el corto, y en ocasiones empleando perspectivas comparadas, el trabajo da cuenta de los tribunales que instauraron los monarcas entre los siglos XV-XVI, con la anuencia de los pontífices, en España, Portugal, Roma, y de los que estuvieron del otro lado del Atlántico y hasta en Asia, con los de México, Lima, Cartagena y Goa, este último dependiente del gobierno Lusitano.
De acuerdo con el autor, la inquisición o Inquisición fue una institución de carácter local y un oficio de naturaleza apostólica que le dotó de un carácter universal, el cual funcionó en ambos lados del Atlántico y perduró hasta finales del siglo XVIII e inicios del XIX. Esta doble particularidad le permitió formar parte de un sistema propio de Inquisición, ser fiel a un monarca, y contar con reglas y estructuras particulares, pero también le brindó la posibilidad de vincularse con la cabeza de la Iglesia, hermanarse con otros tribunales y, siempre que fue necesario, cooperar entre sí en cualquier parte del mundo con el fin de conservar la unidad religiosa y política en el orbe católico. A la postre, tras dictarse las pautas del catolicismo renovado de Trento, esa particularidad le permitiría fortalecer el modelo confesional de los monarcas católicos y, al mismo tiempo, en virtud de su autoridad apostólica, ejercer vigilancia sobre sus fieles y el clero de manera independiente a la jurisdicción episcopal. Sin embargo, esto no quiere decir que la Inquisición fuera un tribunal real, ni que estuviera sujeto a las órdenes del rey, como lo han señalado otras historiografías. Por lo menos, hasta mediados del siglo XVIII, esta institución buscó mantener la integridad de sus procedimientos y su carácter eclesiástico, con lo cual no toleró la herejía y protegió el sigilo de sus actuaciones, mecanismos mediante los cuales buscó resarcir las ofensas a Dios, evaluar su cooperación con otras instituciones, y proteger su autonomía derivada de su jurisdicción apostólica.
Una virtud de la obra está en su claridad expositiva, sobre todo en varios mitos y malentendidos que siguen presentes en la historiografía. El principal, desde mi perspectiva, que la actividad e institución inquisitorial no funcionó durante tanto tiempo por la crueldad, libertad, o autonomía de los inquisidores. Su larga presencia se explica por el modelo de intolerancia religiosa arraigado y compartido por la sociedad, la corona y la Iglesia, el cual rebasó las fronteras de los ámbitos católicos y también estuvo presente en el mundo protestante. Durante ese periodo, no obstante las expresiones de tolerancia hacia otros credos que también se desarrollaron dentro del orbe católico, los sistemas de vigilancia religiosa, reformista o contrarreformista, operaron bajo el amparo de los estados confesionales, donde el rey asumió la responsabilidad de proteger a la religión oficial de sus reinos, la Iglesia difundió el ideal de intolerancia y odio al hereje, y la sociedad formó “comunidades de violencia” (p. 30) que codificaron el rechazo mediante practicas intolerantes que estigmatizaron a la otredad social y religiosa.
Bajo esa lógica, la Inquisición fue una actividad e institución cambiante, según su región o reino, dependiente del apoyo de su red de ministros y dependientes, así como de la estructura de la Iglesia. Estuvo sujeta a los acuerdos y necesidades políticas y religiosas de los monarcas y pontífices, lo que explica el incremento, disminución, eficacia, parálisis o desaparición de sus actividades. En ese sentido, se desarrolló en función de la tolerancia o de la intolerancia que ambas potestades desplegaron contra las disidencias y minorías religiosas. Esto significa que la herejía, que en el siglo XIII comenzó persiguiendo a la disidencia religiosa de los cátaros en el suroeste de Francia, se extendió territorialmente a lo largo del orbe católico entre los siglos XVI y XVII, cubriendo para entonces también a Austria, los Países Bajos, la península italiana, América, África y Asia, y se volvió un concepto que con el tiempo abarcó a los judíos, a los conversos, a los cristianos viejos y nuevos, a los moriscos, a los luteranos, a los alumbrados, a los científicos, a los libros prohibidos, a sus comunidades eclesiásticas y de fieles, entre éstas las poblaciones indígenas que en América quedaron sujetas a los obispos en materia de fe, pero también a los negros y mulatos, a los mestizos, a las brujas, hasta que entre los siglos XVIII y XIX se expandió hacia el mundo ilustrado, indagando a académicos, funcionarios de la corona, grupos masónicos y disidentes políticos, entre los que se contaba a los insurgentes americanos.
El condicionamiento de la actividad inquisitorial provocó serias tensiones entre reyes, papas e inquisidores, sobre todo a partir del siglo XVIII. Durante ese periodo, la “razón católica de Estado”, su defensa, expansión y protección en las monarquías ibéricas, dejó de ser el centro de la política estatal, y la necesidad o utilidad económica, comercial e internacional comenzaron a tener un peso importante en las determinaciones de los monarcas. Esta situación supuso cambios en la política religiosa de las coronas que pronto impactaron en los sistemas inquisitoriales y contrarió a los tribunales de Inquisición por la repentina tolerancia que debían mostrar hacia los herejes. Ese cambio se hizo evidente con el fin de la Guerra de Sucesión Española y la Paz de Utrecht (1701-1713). Desde entonces, la Inquisición tuvo que asimilar que el ideal de unidad religiosa en España era falible porque Gibraltar, controlado por Inglaterra, se convirtió en un puerto con una suerte de tolerancia religiosa sin presencia inquisitorial, lo que posibilitó que después de siglos volvieran a residir en territorio peninsular cristianos nuevos y comunidades judías.
Pese a ello, no se cuestionó la utilidad de los sistemas inquisitoriales. Tanto el rey como sus ministros los consideraron necesarios para la conservación de la unidad religiosa y la estabilidad política y social de la Monarquía, situación que en diversas ocasiones mostró la eficacia del tribunal ante revueltas y conspiraciones contra la corona, pero también evidenció los inconvenientes que podía generar que los inquisidores se involucraran demasiado en asuntos de Estado y confrontaran a la potestad civil en defensa de sus procedimientos y autoridad apostólica. Por esa razón, tanto en España como en la península italiana y Portugal, en un contexto de creciente regalismo de los monarcas y sus ministros, se promovieron reformas en los sistemas inquisitoriales, sobre todo tras los conflictos que tuvieron con los pontífices y la expulsión de los jesuitas de sus reinos, entre 1759 y 1767.
De ese modo, lejos de desaparecer a la Inquisición, las monarquías católicas buscaron actualizar los acuerdos con Roma con el fin de que éstas les fueran más útiles ante los desafíos que presentaba la renovación intelectual de la Ilustración en Europa. Alejados de los planteamientos franceses en favor de la libertad religiosa, críticos de la intolerancia y tendientes al universalismo religioso, en el mundo ibérico e italiano los sistemas inquisitoriales coadyuvaron a limitar la producción intelectual y la ilustración de sus ministros, sobre todo en su vertiente radical, aunque no se opusieron a sus tendencias católicas ni moderadas de renovación y hasta reforma de la Iglesia. Mediante la Inquisición se trató de frenar el anticlericalismo del pensamiento francés en España, Portugal y la península italiana. Quizá el cambio en sus actividades hizo pensar que desde el siglo XVIII entró en un estado de decadencia que se prolongaría hasta el siglo XIX, con su “muerte natural”. Sin embargo, el autor sostiene que esa modificación le permitió moderar sus actos de fuerza, extender sobre la sociedad su sistema de vigilancia con mayor discreción y, sobre todo, ser más selectiva en sus castigos y autos de fe.
No fueron la revolución ni las ideas ilustradas las que provocaron su colapso institucional porque pese a las reformas en los sistemas inquisitoriales el principio de intolerancia religiosa que sostenía la institución seguía vigente en las monarquías católicas. En realidad, lo que provocó su crisis y colapso definitivo fue el golpe que Napoleón Bonaparte dio a los sistemas inquisitoriales en 1808 y, sobre todo, las determinaciones de la revolución liberal española contra esa institución entre 1813 y 1821. Con la supresión definitiva de los sistemas de Inquisición, tuvo lugar el fin de una época. Ésta provocó el colapso del sistema monárquico y el surgimiento de Estados confesionales que no compartieron el principio de unidad religiosa que durante siglos forjó la relación del Altar y el Trono entre monarcas y pontífices. En adelante, las nuevas sociedades católicas caminaron por la senda de la secularización sin la presencia de un sistema universal que las controlara y penalizara. La libertad de las repúblicas católicas, no obstante su confesionalismo, garantizó a sus ciudadanos la libertad de prensa y a la postre de culto.
Después de lo señalado, es difícil poner reparos a una obra tan sólida como la reseñada. Sus virtudes son demasiadas. Desde el diálogo y la discusión con la historiografía clásica y reciente de temas inquisitoriales, la explicación del procedimiento inquisitorial mediante un proceso de herejía del siglo XVIII, hasta las noticias sobre el fin que tuvieron varios de los archivos de la Inquisición. En ese sentido, la obra nos recuerda que la Inquisición cuenta con una historiografía bastante sólida que permite conocer toda su periodicidad y, como lo muestra el autor, buena parte de su historia en las posesiones de las monarquías católicas. Por ese motivo, considero, Historia mínima de la inquisición en adelante será un referente de los estudios inquisitoriales en términos amplios y no sólo del tribunal de México. Otra de sus virtudes está en la serie de recomendaciones metodológicas que ofrece a los interesados que buscan acercarse a los documentos inquisitoriales, así como los enfoques, temas y perspectivas a partir de las cuales éstos pueden abordarse. De ese modo, los retos para la historiografía inquisitorial siguen siendo varios y la agenda de investigación tiene pendientes que quizá se irán abordando conforme las nuevas generaciones de historiadores se acerquen a ellos.
Puesto que este libro se convertirá en un referente esencial para el estudio de los sistemas y actividad inquisitorial, como los trabajos de Bethencourt, Escudero o Kamen,2 pienso que la incorporación de un glosario de terminología inquisitorial hubiese enriquecido enormemente la obra. Una suerte de versión actualizada de lo que elaboró Juan Antonio Llorente en su Historia crítica de la Inquisición.3 Una lista de términos técnicos del oficio inquisitorial hubiese complementado mucho los mapas, la cronología y la bibliografía mínima. Más que una crítica, pienso que esta observación podría considerarse para una reedición posterior de la obra, en la que de paso se corrijan las erratas de las pp. 200 y 289. Hubiese deseado que el autor explicara algo sobre la “Inquisición del mar” y ahondara con mayor detalle en la institucionalidad de esos tribunales durante la primera mitad del siglo XVIII. Sobre todo, que reflexionara algo sobre los 200 años de la abolición definitiva de la Inquisición de México. Asimismo, me llamó la atención que en un contexto donde buena parte de la historiografía se ha preocupado por dar una perspectiva global a sus trabajos, el autor haya rehusado emplear esos acercamientos y en su lugar señalara que los sistemas inquisitoriales poseían un carácter mundial. Por lo demás, en realidad no tengo mayores observaciones críticas y, antes bien, celebro la aparición de la obra.