Introducción
Hace algo más de una década que falleció Antonio Cabezas y dejó una valiosa labor pionera en cuanto a traducciones y ensayos de literatura japonesa, así como a estudios sobre las relaciones históricas hispano-japonesas. En 2014, con motivo del 400 aniversario de la llegada de la embajada Kenchō a la corte de Felipe III, se publicó el libro Ensayos en honor del profesor Antonio Cabezas, editado por la Universidad de Estudios Extranjeros de Kioto (Bando y Cid Lucas 2015), en homenaje a la contribución del profesor a la japonología moderna.
Más recientemente, se celebró otra efeméride, el 150 aniversario de las relaciones diplomáticas y comerciales entre Japón y España (1868-2018), lo que nos sitúa en un buen momento para revisar, con la perspectiva del tiempo, los avatares de los estudios sobre Japón en España. Esperamos que el lector encuentre en este artículo-reseña una referencia útil, pues toma como punto de partida el mencionado libro en homenaje a Antonio Cabezas, que, aunque de escasa circulación, contribuye a entender el papel que tuvo la generación a la que pertenecía este profesor onubense en la larga pero intermitente historia de los escritos sobre Japón en castellano.
Vicisitudes históricas
Los textos en castellano sobre Japón han experimentado un desarrollo intermitente con luces y sombras, y un sonado retraso en el último siglo respecto a otros países europeos, pese a que los contactos ibéricos con Japón fueron los más antiguos de Occidente. Los primeros contactos comenzaron con las misiones portuguesas desde 1543. La unión de las coronas española y portuguesa se produjo entre 1580 y 1640, y durante el llamado “siglo ibérico de Japón” (1543-1643) aparecieron documentos históricos que aportaban información de primera mano sobre la sociedad y la cultura japonesas, además de China, Filipinas y otras partes del Sudeste Asiático.1 Entre estos documentos se encuentran importantes testimonios de viajeros, comerciantes, diplomáticos y, sobre todo, misioneros que, a diferencia de otros visitantes, convivieron con su gente y aprendieron la lengua y sus manifestaciones culturales y artísticas.
La cristianización se inició en 1549 y, sin duda, la mayor contribución al conocimiento empírico de Japón en esa época la hicieron los jesuitas, una orden plurinacional cuyo poder estaba centralizado en Roma y que operaba en Asia Oriental, principalmente bajo el sistema imperial portugués (Rubiés 2003, 446). No obstante, la unión de las coronas española y portuguesa no implicaba compartir el sistema imperial. Portugal, que tenía el monopolio sobre Japón a través de Nagasaki -además de China, Camboya y Molucas-, se resistía a la influencia castellana. Pese a todo, aunque había reticencias respecto a los misioneros procedentes de Manila, irónicamente las primeras misiones fueron lideradas por influyentes jesuitas procedentes de Castilla, como el navarro Francisco Javier y el cordobés Juan Fernández, y del reino de Aragón, el valenciano Cosme de Torres y, más tarde, el napolitano Alejandro Valignano, que llegó a Japón en 1579 y se convirtió en el principal impulsor de la misión jesuita en ese país hasta 1603.
Los primeros textos sobre Japón pertenecen precisamente a Valignano, que escribió en castellano desde su primer informe Sumario de las cosas de Japón (1583) (Valignano 1954).2 Debemos tener en cuenta que el uso de la lengua en estas cartas, crónicas, ensayos e informes era una cuestión pragmática y no de afiliación nacional. Valignano redactó en castellano, pero también hubo jesuitas castellanos que escribieron en portugués (Rubiés 2003, 446). Los escritos continuaron incluso después del inicio de las persecuciones a cristianos decretada por Toyotomi Hideyoshi en 1587. A los textos de Valignano hay que añadir los de jesuitas lusitanos como Luís Fróis (1585, 1588) y João Rodrigues (1603, 1604).3 Con ellos, los portugueses adquirieron un conocimiento más exacto de la realidad de Japón y crearon una historiografía más sólida que la castellana, más centrada en Filipinas (Rubiés 2003, 447). A las tensiones entre portugueses y españoles hay que añadir la rivalidad con otras órdenes -dominicanos y franciscanos- dispuestas a encontrar fallos en los métodos jesuitas (Rubiés 2003) aunque llegaron a Japón más tardíamente y en menor número. Muchos de ellos lo hicieron desde la base castellana en Filipinas a partir de 1593, como el franciscano Marcello de Ribadeneira4 o los dominicos Diego Aduarte -hechos de 1637 a 1669 completados por Baltasar Santa Cruz (1693)-5 y Jacinto Orfanell -relato de hechos de 1602 a 1620 expandido y publicado por Diego Collado.6
Esta primera generación de misioneros estaba abierta a un intercambio cultural, en sincronía con la perspectiva de Valignano, cuyos objetivos eran eminentemente prácticos: acercarse a la gente, involucrarse con las élites locales y establecer puntos de encuentro que favorecieran la cristianización a partir de la identificación de lo que era compatible con el cristianismo católico y la separación de lo que no lo era. No obstante, en sus descripciones de lo observado se muestra en general un genuino interés por conocer la cultura (Barlés 2003). De esta forma se articuló una “literatura de encuentros” (Rubiés 2003, 420) de importante valor etnográfico, en la que el problema no era tanto la legitimación empírica sino el apoyo institucional y el interés propagandístico de las órdenes religiosas enfrentadas entre sí, que condicionaban lo que se publicaba.
Los métodos de adaptación cultural más radicales aplicados por los jesuitas en Japón, China e India -donde los límites de la tolerancia a la diversidad estaban en la idolatría- diferían significativamente de los aplicados en el continente americano, donde las misiones fueron la avanzadilla del proyecto colonizador. En cierta medida, la adaptación cultural surge precisamente porque Valignano no creía en la conquista de Japón. Por ello, este método tenía una naturaleza ambigua: permitía un diálogo calculado dirigido a expandir la influencia de la misión, pero también daba importancia a las costumbres locales siempre y cuando fueran inofensivas desde un punto de vista teológico. Como señala Rubiés (2012, 37), intolerancia y acomodación no fueron incompatibles, sino dos aspectos complementarios. No obstante, esta actitud en general, abierta a la cultura local practicada por los primeros misioneros, trajo problemas a los jesuitas dentro de la Iglesia y acabó siendo reprimida desde Roma a finales del siglo XVI.
Por otro lado, el cristianismo pronto se vio como un factor desestabilizador en Japón, y esta primera fase de contactos europeos quedó interrumpida tras la implantación del sakoku o política de aislamiento implantada por los shogunes Tokugawa desde 1633. Cómo se conectan estos primeros documentos del periodo ibérico de Japón con la historia de la japonología todavía es un tema abierto. En general, los estudios de área -y en particular los estudios japoneses- son una concepción moderna desarrollada en el siglo XX. No obstante, en ese periodo de encuentros surgieron los primeros diccionarios de japonés, inicialmente en portugués, como el editado por João Rodrigues en 1603 (traducido al castellano en 1630), aunque ya existía un vocabulario portugués-japonés y una gramática de lengua japonesa realizados por Duarte da Silva en 1564, un diccionario trilingüe latín-portugués-japonés de 1595, y, en castellano, el Rakuyoshu de 1598, el primer diccionario de kanji en lengua occidental.7 En 1632 se publicó el diccionario japonés en latín y castellano, así como la gramática japonesa, escritos por el dominicano Diego Collado.8 Para hacernos una idea de lo temprano de estas iniciativas, el primer diccionario español-portugués no se publicó hasta 1634, y el primer vocabulario español-alemán hasta 1670 ( Jacinto García 2004, 79-80). Se puede decir que se sentaron las bases para el desarrollo de un campo de conocimiento que, sin embargo, acabó fracasando (Falero 2006).
Pese a estos primeros contactos, y a ser un país vecino por medio de la frontera con Filipinas, Japón volvió a ser un país exótico y mitificado tras la apertura del periodo Meiji (1868-1912) en una España sumida en una grave crisis interna en el siglo XIX y en declive como imperio mundial sin fuerza para establecer lazos significativos. La situación se agravó todavía más tras la guerra con Estados Unidos de 1898, cuando España abandonó su dominio colonial en Asia. La presencia de españoles en el archipiélago japonés fue mínima y se limitó a la representación diplomática y a algunos religiosos. Se volvió a escribir sobre las misiones cristianas en Japón, que habían empezado a llegar desde 1858. Principalmente eran jesuitas españoles que restaurarían la antigua misión en Japón en 1908, pero también había dominicos, claretianos y otros. Además, se publicaron algunas visiones más generales sobre la historia, la geografía, la economía o la política del país, como las escritas por Enrique Dupuy de Lome (1895) y Francisco de Reynoso (1906).9 A esto hay que sumar las crónicas de algunos viajeros, literatos y aventureros que aportaron un retrato subjetivo del país, como las de Juan de Lucena de los Ríos (1893) o Vicente Blasco Ibáñez (1924). No obstante, lo escrito por autores hispanos llegó más tarde y en menor número que lo hecho por ingleses, alemanes o franceses.10 Estos textos no guardan vínculos con las experiencias pioneras de los siglos XVI y XVII, a diferencia de la japonología alemana o británica, que se inspiró en intercambios del XVII. Se puede decir que España tuvo que comenzar de cero, sin apoyo institucional para los estudios sobre Japón, que tuvieron que desarrollarse mediante fuentes secundarias o traducciones al castellano (Falero 2006).
Aunque en la primera mitad del siglo XX se desarrollaron con firmeza los estudios hispánicos en Japón por medio de sociedades académicas, no se puede decir que se formara realmente una japonología en España durante ese periodo. Aunque Cataluña tuvo un papel destacado en las iniciativas culturales vinculadas al japonismo que llegaba principalmente desde Francia (Falero 2006), no hubo en España ninguna institución que ofreciera estudios de lengua y cultura japonesas (Barlés 2003). Los conflictos internacionales a partir de la década de 1930, la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial -pese al acercamiento breve de los primeros años del franquismo (Rodao 2002)- entorpecieron cualquier oportunidad de desarrollar una japonología española hasta los años cincuenta. Recordemos que, como consecuencia del aislamiento internacional al régimen franquista, España sólo pudo entrar en las Naciones Unidas hasta 1955. En esa década fueron publicados escritos de José Luis Álvarez-Taladriz (véase Rodrigues Tsûzu 1954) o Alesandre Cirici Pellicer (1949) y Noel Clarasó (1954).11
Sin embargo, el japonismo en sentido moderno no surgió en España realmente hasta la década de 1960, liderado por una nueva generación de intelectuales que llegaron a Japón como misioneros, entre los que se encontraba el profesor Cabezas y el mencionado Álvarez-Taladriz. Pese al proverbial retraso respecto a otros vecinos europeos, estos autores consiguieron una gran formación académica dentro y fuera de Japón a través de las estructuras de las órdenes religiosas a las que pertenecían, sobre todo jesuitas, aunque muchos experimentaron un proceso de conversión inverso y dejaron los hábitos posteriormente.
Los jesuitas recuperaron a principios del siglo XX el papel histórico que habían tenido en Japón y en 1913 fundaron la prestigiosa Universidad de Sofía (Jōchi Daigaku) en Tokio, que se convirtió en la plataforma para muchos japonólogos españoles en la segunda mitad del siglo XX. Tras la Segunda Guerra Mundial, dicha universidad necesitaba atraer docentes bien preparados. En ese contexto, bajo la influencia del conocido Pedro Arrupe, superior de la provincia jesuita de Japón desde su creación en 1958, llegó la nueva generación de misioneros que escribieron con rigor académico sobre la cultura nipona. Puesto que su objetivo inicial eran las labores pastorales y docentes, se entregaron al estudio de la lengua japonesa hasta dominarla, lo que les permitió consultar fuentes originales y alcanzar un conocimiento mucho más completo y profundo que todos sus antecesores.
Entre estos intelectuales destaca el grupo denominado los “Siete Samuráis” (Almazán 2015, 21-32), que tuvo una gran repercusión en los primeros estudiantes dedicados a temas japoneses, pues adelantaron en cuatro décadas la primera generación de profesores universitarios que dedicaron sus investigaciones y docencia a Japón (Almazán 2015). Entre ellos se encontraba el profesor Cabezas, que llegó a Japón en 1957 después de estudiar filosofía en Irlanda. Cabezas fue secretario de Arrupe mientras era profesor de español y latín en la Universidad de Sofía. Fue ordenado sacerdote en 1964, aunque abandonó los hábito sólo tres años más tarde, cuando empezó a trabajar como profesor de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kioto. Otros de estos “samuráis” participaron en los Ensayos en honor del profesor Antonio Cabezas: Federico Lanzaco Salafranca, Fernando Rodríguez Izquierdo, Fernando García Gutiérrez, Javier Martínez Herreros y Ángel Ferrer Casals.
A ellos se sumaron investigadores de las siguientes generaciones: David Almazán, Fernando Cid y el hispanista Noritaka Fukushima, quienes destacan las labores precursoras del profesor Cabezas en la traducción literaria, así como sus prólogos y sus textos sobre literatura e historia japonesas. Éstos y otros autores (Barlés 2003; Falero 2006) coinciden en considerarlo un japonólogo en sentido completo, pues maneja fuentes originales gracias a su conocimiento de la cultura y la lengua, clásica y moderna, y a su espíritu crítico. Incluso se ha señalado que su peso en la japonología española equivaldría al de Donald Keene en Estados Unidos (Falero 2006). Sin embargo, a diferencia de Estados Unidos y otros países europeos, esta japonología no tuvo continuidad en los estudios japoneses entendidos como disciplina académica, que sólo empezaron a entrar en algunas universidades españolas a partir de la década de 1970 -aunque las primeras tesis doctorales, asociaciones y congresos se vieron hasta los años ochenta, y los grados en estudios japoneses no surgieron en España hasta 2003-. Cabezas no trabajó en la universidad española, y, como la mayoría de los de su generación, no tuvo la opción de desarrollar los estudios japoneses como disciplina universitaria en este país. Como consecuencia, la siguiente generación de investigadores universitarios, formados principalmente gracias a becas japonesas, como las de Monbusho y Japan Foundation, no tuvo oportunidad de estudiar bajo la tutela de estos especialistas.
Estructura del libro
Ensayos en honor del profesor Antonio Cabezas es, como su título indica, una colección de textos en homenaje al maestro, pero también sirve para reconocer el papel que esta generación de japonólogos ha jugado en esta historia de acercamientos españoles a Japón. El libro está dividido en nueve capítulos. Los dos primeros son una introducción a la figura del profesor Cabezas contados por dos personas que lo conocieron bien, Ángel Ferrer Casals y Javier Martínez Herreros, compañeros de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kioto, adonde Cabezas se trasladó después de trabajar en la Universidad de Sofía. En el primero, Ferrer Casals narra vivencias con él durante varias décadas como compañeros de trabajo, entre las que destacan encuentros con personalidades como el rey emérito Juan Carlos o el director de la Real Academia Española, Lázaro Carreter. En el segundo se relatan aspectos de Cabezas que Martínez Herreros fue conociendo desde los años setenta como su compañero de despacho. Si bien Cabezas continuó y actualizó la tradición jesuita del “estudio de las misiones” en su libro El siglo ibérico en Japón. La presencia hispano-portuguesa en Japón (1543-1643), Martínez Herreros señala aspectos significativos que lo separan de los misioneros anteriores en Japón. El capítulo explica que Cabezas no guardaba buenos recuerdos de su época como religioso y rechazaba categóricamente que sus hijos siguieran esos pasos.
Por otro lado, Martínez Herreros destaca el carácter precursor del trabajo de Cabezas como traductor de poesía en los años ochenta, para la cual no había editores en España; logró publicar sus primeras traducciones sólo por intermediación del conocido escritor y presentador Fernando Sánchez Dragó.12 Martínez Herreros lamenta las críticas, a menudo de periodistas españoles que no sabían japonés, pero que ponían en duda la fiabilidad de la traducción o proclamaban la inutilidad del esfuerzo de Cabezas por dar a conocer lo mejor de la literatura nipona al mundo hispánico, bajo premisas esencialistas erróneas, como la convicción de que la estética y la espiritualidad japonesas eran únicas e incomprensibles para los extranjeros, ideas apoyadas institucionalmente en la época por el nacionalismo del primer ministro Yasuhiro Nakasone (1982-1987). Martínez dedica gran parte de su capítulo a contrarrestar las críticas que sufrió Cabezas y a revalorar su obra -introduciendo valores como wabi (simplicidad y quietud), sabi (elegancia), mono-no-aware (empatía con lo efímero)-, con lo que demostró en el ámbito español que esta singularidad no era inaccesible al extranjero.
Respecto al trabajo de Cabezas como historiador, Martínez Herreros y David Almazán resaltan El siglo ibérico de Japón (Cabezas 1994) por ser una rigurosa obra apoyada en una sólida base bibliográfica al alcance de muy pocos. El libro se beneficia de la cercanía de Cabezas a los archivos de la Compañía de Jesús y ha ayudado, en trabajos más recientes, a redescubrir este episodio de la historia de Japón con España y Portugal que había quedado olvidado (Rubies 2003, 2012; Valor Bravo et al. 2019; López 2019).
En el tercer capítulo, Almazán contextualiza la obra de Cabezas en general, y revela la utilidad que tuvo para los investigadores españoles en un momento de escasez de publicaciones en castellano en esta área. Salvando las distancias, se entiende por qué Almazán equipara al grupo de los “Siete Samuráis” con los primeros jesuitas de los siglos XVI y XVII, como Valignano o Fróis, en el sentido de que practicaban una evangelización presidida por el aprendizaje. Almazán valora las traducciones que Cabezas realizó desde los años setenta de obras clásicas casi desconocidas para los lectores españoles, como Ise Monogatari (1988), Senda de Oku (Bashõ 1993), la poesía haiku de Matsuo Bashō (1993), la novela Hombre lascivo y sin linaje de Ihara Saikaku (1982), además de obras modernas de Ishikawa Takuboku (1976), Yukio Mishima (2006; traducción en colaboración con Magdalena Ruiz Guiñazu) y obras de teatro Nō (Zeami 2002). Asimismo, Cabezas publicó La literatura japonesa (1990), que Almazán elogia por ser uno de los escasos estudios en castellano sobre este tema, aunque ya hay tratados de literatura (Rubio 2007) y antologías de haiku (Haya 2004) más recientes.
Los siguientes cinco capítulos repasan la obra de Cabezas y analizan sus traducciones. En el cuarto capítulo, Fernando Rodríguez-Izquierdo comenta la traducción poética de Cabezas en Jaikus inmortales, de 1983, una antología de 400 haikus japoneses escritos entre el siglo XII y el XX. Aunque Cabezas fue criticado por ciertas prácticas, como usar la “j” para palabras normalmente transcritas con “h” y respetar la pauta métrica de 5/7/5 silabas, pese a que las palabras en castellano suelen ser más largas que las japonesas, Rodríguez-Izquierdo defiende estas decisiones porque otorgan a la traducción un ritmo adecuado. Además, se embarca en un análisis concienzudo de los procedimientos operados sobre el significante (onomatopeyas, repeticiones, homonimia y otros efectos sonoros) y el significado (recursos léxicos, neologismos, creaciones léxicas por analogía), con lo que demuestra los aciertos de las traducciones. Las marcas dialectales de Cabezas (procedentes del andalucismo onubense) son más difíciles de justificar, aunque Rodríguez-Izquierdo parece asociarlas al personal sentido del humor del traductor.
En el capítulo quinto, Fernando Cid Lucas demuestra cómo Cabezas trató de acercar Japón a España poniendo la literatura y la cultura japonesas en relación con la española, y desde la experiencia personal explica cómo La literatura japonesa (Cabezas 1990) inspiró a los jóvenes estudiosos en su época. Esta obra abarca desde el nacimiento de las letras niponas con Man’yōshū de 760 hasta 1988 con las obras de Abe Kōbō. Cid destaca que el libro convirtió a Cabezas en una referencia, pues hasta ese momento era quien más había escrito en España sobre el Nō, Man’yōshū, Heike Monogatari y la literatura de la generación Meiji, y que además lo hacía con conocimiento de causa, pues, ciertamente, a menudo hablaba a partir de sus propias traducciones del japonés. Este trabajo sentó las bases para decenas de artículos publicados en España sobre el Nō en las últimas dos décadas; años después apareció una nueva traducción de Heike Monogatari (2009), pero su Manioshu: colección para diez mil generaciones (1980) sigue siendo la traducción de referencia en español.
Los siguientes dos capítulos permiten visualizar el efecto de Cabezas en las nuevas generaciones de japonólogos. En el sexto, Cid se une a los esfuerzos de los autores anteriores por redescubrir el valor de las traducciones de Cabezas a partir de los tankas de Ishikawa Takuboku que aparecen en el libro Un puñado de arena (Ishikawa 1976). Lo que otros autores criticaron, como los silogismos entre el tanka japonés y la seguiriya española propuestos por Cabezas, es reevaluado por Cid, quien, desafiando la antigua crítica española, da valor a esta aproximación como puro ejercicio de literatura comparada.
En el capítulo séptimo, Noritaka Fukushima, también profesor de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kobe, recuerda que el auge de la traducción de la literatura japonesa en lengua española de los últimos años no habría sido posible sin las aportaciones de Cabezas. A partir de cuatro de las traducciones de éste -Un puñado de arena (Ishikawa 1976), Cantares de Ise (1988), Hombre lascivo y sin linaje (Ihara 1982), y Senda de Oku (Bashõ 1993)-, Fukushima se une al esfuerzo de Rodríguez-Izquierdo y Cid por redescubrir el valor de la obra del onubense. El capítulo defiende que los errores de Cabezas no deben eclipsar sus aciertos, y demuestra lo certero de sus traducciones al compararlas con otras, muchas de ellas realizadas posteriormente.
Los últimos dos capítulos se desvían del objetivo del libro: el homenaje a la figura de Cabezas. Aunque tienen relevancia en la medida en que están escritos por otros autores de la misma generación “samurái” del japonismo en España, Federico Lanzaco Salafranca y Fernando García Gutiérrez, quizá hubieran funcionado mejor como un anexo. A partir del libro Hoshigaranai wakamonotachi [La joven generación no desea tener cosas], de Taku Yamaoka (2009), Lanzaco Salafranca renueva la visión pesimista sobre la juventud japonesa tras la burbuja estudiada en términos de generación perdida o en relación con actitudes antisociales, como los hikikomori, pues señala otros cambios en la nueva generación que denomina cool, light o tranquila, en la que observa una revitalización de valores clásicos como el rechazo a lo material y al consumismo y la preferencia por la vida simple y austera.
En el último capítulo, García Gutiérrez contribuye a actualizar la imagen del siglo ibérico de Japón, uno de los temas estrella de Antonio Cabezas, al analizarlo desde la perspectiva del arte. Recontextualiza la influencia de los jesuitas entre los artistas japoneses que desarrollaron el arte namban. Recuerda asimismo las figuras de los primeros misioneros que dieron cursos de arte europeo a artistas japoneses, como Giovanni Nicolao, maestro de pintura en Nagasaki entre 1613 y 1614; o las escuelas jesuitas de arte occidental, como la de Shimabara, donde trabajó Luís Fróis. Finalmente, demuestra la importancia de estos artistas japoneses que, aunque no produjeron obras de importancia para la historia del arte japonés, tienen la virtud de haber iniciado una escuela que aceptaba una forma de arte desconocida en Japón, con influencias incluso de la Escuela Flamenca.
Como conclusión, pese a que los escritos en castellano se adelantaron a la mayoría de los producidos por países europeos, la historia de los intercambios entre España y Japón acabó siendo desigual y discontinua. La relevancia histórica de estos primeros contactos no evitó el tardío desarrollo español de la japonología y los estudios japoneses académicos contemporáneos. Aunque este retraso se ha ido revirtiendo en las últimas décadas, se ha hecho sin mirar atrás y sin hilar una tradición que potencialmente se podría remontar a los prematuros contactos del siglo XVI o a los japonólogos modernos de la segunda mitad del siglo XX.
Ensayos en honor del profesor Antonio Cabezas se publicó, precisamente, en un momento en el que, para desarrollar los estudios japoneses en España, las nuevas generaciones empezaban a dotarse de una actitud autorreflexiva y necesitaban que la disciplina tuviera una perspectiva histórica que hasta entonces no había tenido. El libro, más allá del homenaje concreto, es en gran medida resultado de este contexto. Redescubrir figuras como la de Antonio Cabezas se torna esencial para entender de manera crítica los avatares históricos que han ido caracterizando acercamientos españoles a la cultura japonesa, así como para evaluar con perspectiva la posición de los investigadores contemporáneos.