Antonio Carreira se ha destacado por sus numerosas investigaciones sobre la poesía española de los Siglos de Oro y especialmente por sus trabajos sobre Góngora. Es menos conocido, en cambio, su interés por la poesía española del siglo XX, un interés que se hizo evidente, si no antes, con la publicación en 1975-1976 de la importante edición que preparó, en colaboración con Carlos Blanco Aguinaga, de las Poesías completas de Emilio Prados. Durante los veinte años que siguieron a esta publicación, Góngora y la literatura áurea ocuparon toda su atención. Pero, a partir de los años noventa, el crítico ha retomado su pasión por la poesía española moderna, no sólo colaborando con Blanco Aguinaga en una segunda edición (muy corregida) de la obra de Prados, publicada en 1999, sino realizando estudios sobre la poesía del mismo escritor y sobre la de otros poetas exiliados en México. El presente volumen, A vueltas con el exilio, recoge un buen número de los escritos que corresponden a este otro campo de trabajo suyo.
Son seis los poetas estudiados aquí. En el primero de los dos ensayos que dedica a la poesía de Juan José Domenchina, “El gongorismo involuntario de Juan José Domenchina”, Carreira expone las limitaciones del nuevo lenguaje que el poeta madrileño forjó para sí mismo desde los principios de su carrera, al proponer, con poca fortuna, transformaciones léxicas que recordaban aquellas otras reivindicadas por Góngora en el siglo XVII; en el segundo, “La negra sombra de Juan José Domenchina”, demuestra cómo a pesar de esta obsesión suya con un lenguaje algo enrarecido, Domenchina se convirtió en “el mayor cantor -plañidor- del exilio” (p. 46), haciendo del exilio mismo el tema casi exclusivo de su poesía. Son cuatro los ensayos que Carreira le dedica a Luis Cernuda. En el primero, “Luis Cernuda, crítico”, se ocupa con mucha penetración de un aspecto central del pensamiento de Cernuda como crítico: su interés por explorar la relación entre visión y expresión poéticas. En “La obra maestra de Cernuda: Como quien espera el alba”, escribe una excelente introducción a uno de los poemarios de Cernuda que han sido más olvidados por la crítica: no sólo sitúa los poemas dentro de la obra del poeta, sino resalta tanto los logros de algunos frente a las deficiencias de otros. “Variaciones sobre tema mexicano y afines” pone este libro de poemas en prosa en relación -de similitud y contraste- con otras obras sobre México publicadas en los años cuarenta y cincuenta, mientras que “Luis Cernuda: «Hablando a Manona»” ofrece de este poema olvidado de Desolación de la Quimera (y no tan menor como a primera vista parece) una lectura minuciosa que constituye un verdadero tour de force crítico. En “Rasgos formales en la poesía de Max Aub” expone los motivos del escaso aprecio que siente por el autor del Diario de Djelfa (1944) y de la Antología traducida (1963): del primero lamenta su torpeza expresiva, mientras que de la segunda encuentra mucho más interesante “su montaje novelesco que su contenido poético” (p. 334). En “Manuel Altolaguirre: editor de las clásicos” se lanza a la dificilísima tarea de documentar y valorar los logros y las limitaciones del trabajo de Altolaguirre como editor de una muy larga lista de escritores clásicos, que van desde Diego Hurtado de Mendoza hasta Pedro Calderón de la Barca. En “Visita sin guía: alusiones recónditas de Gerardo Deniz”, ofrece aclarar algunas de las muchas alusiones que salpican la poesía de uno de los poetas españoles más brillantes que llegaron a México a raíz de la guerra civil, y también uno de los más herméticos. Finalmente, completan el libro unos ochos ensayos sobre Emilio Prados. Dada la excepcional importancia de estos trabajos sobre Prados, y en vista de la imposibilidad de ocuparme de todos los ensayos con la atención que merecen, he decidido dedicar el resto de esta reseña a comentar la detallada lectura que Carreira nos brinda de la poesía del poeta malagueño. Pero, primero, un par de observaciones sobre el talante muy singular con que Carreira se acerca a la literatura del exilio.
Si a lo largo del libro Carreira demuestra una admirable disposición para cuestionar los lugares comunes de la crítica, en ningún lugar se ve esta actitud ejemplificada con mayor claridad que en el primer capítulo, dedicado justamente a explicar lo que nuestro crítico entiende como “La literatura del exilio”. Porque, en efecto, más que ofrecer un listado de todas las obras que corresponden a tal clasificación, lo que Carreira nos ofrece aquí son sus propias reflexiones sobre los criterios que habría que emplear para clasificar una obra como “del exilio”, lo mismo que sobre los criterios que uno debe fijar a la hora de valorar dicha obra. Por una parte, cuestiona la idea de que toda literatura escrita por un autor exiliado tenga necesariamente que ser literatura del exilio, recordándonos que en la obra de varios poetas el tema del exilio apenas se menciona, o si se menciona, es únicamente en los primeros años. Así saca la conclusión, por ejemplo, de que “Prados salió de España en 1939, pasó en el exilio cuatro o cinco años, y se asentó en la soledad el resto de su vida” (p.10). Rechaza, y con mucha razón, la noción de que el destierro no haya traído más que sufrimiento a los escritores, argumentando que, si bien no todos supieron aprovechar la circunstancia, la experiencia les brindó a todos la oportunidad de asomarse a otras culturas y así enriquecer su propio mundo poético. Por otra parte, y cosa más importante todavía, señala la conveniencia de que, a la hora de acercarnos a esta literatura, nos libremos de la idea de que, por ser producto de un injusto sufrimiento humano, ya de antemano merezca toda nuestra estima. Es decir, se niega a dejar que el chantaje sentimental influya en su juicio crítico. Sus comentarios sobre el Diario de Djelfa, el poemario que Aub escribió en un campo de concentración en el Norte de África, ilustran muy bien esta actitud. En el capítulo introductorio del libro Carreira reconoce que “los poemas de Djelfa, con toda su torpeza, son una especie de Diario de Anna Frank, textos que muestran en directo cómo el dolor sin sentido, descargado en forma de improperios, sirve para conjurar la desesperación” (p.13); pero al mismo tiempo se muestra completamente reacio a reconocerles mayor mérito poético. En el capítulo dedicado a la poesía de Aub, su veredicto al respecto es contundente: “Si de la conjunción de musa aubiana con el desierto sahariano era poco esperable que saliese nada como Cántico o La voz a ti debida, también es verdad que el resultado se parece más a las coplas de Luis de Tapia que a la Balada de la cárcel de Reading” (p. 332). En fin, Carreira tiene una forma de situarse ante los poetas del exilo que resultará refrescante a algunos y escandalosa a otros. Desde luego, no le interesa ser “objetivo” si por “objetividad” se entiende una actitud sumisa ante lo políticamente correcto. En su ensayo sobre el pensamiento crítico de Cernuda, celebra que el sevillano no haya aceptado ningún tipo de conformismo: “una crítica así pacata y despersonalizada le habría aparecido una pérdida de tiempo” (p. 250). Y seguramente le ha de parecer así también al propio Antonio Carreira.
Los ocho ensayos sobre Prados están ordenados, no según la fecha de su redacción, sino de acuerdo con la aproximación que Carreira propone hacerle a la obra de este poeta. Los dos primeros ofrecen una excelente introducción general a su práctica poética (“Emilio Prados: poeta de la ausencia”), como también una aguda reflexión sobre los problemas que su poesía plantea para los críticos y los estudiosos (“Emilio Prados: límites de la poesía y limitaciones de la crítica”). Siguen otros dos trabajos que centran el análisis en la estructura de algunos de los libros que Prados escribiera en el exilio (“La construcción del libro y del poema en Emilio Prados”), así como en los criterios seguidos por el propio Carreira y por Carlos Blanco Aguinaga a la hora de preparar la segunda edición de las Poesías completas del malagueño (“La construcción del canon en la obra poética de Emilio Prados”). Finalmente cierran la serie otros cuatro trabajos, en los que nuestro crítico destaca algunos de los rasgos más distintivos del poeta maduro (“La etapa mexicana de Emilio Prados”), para luego analizar un aspecto decisivo de la primera colección del poeta escrita en el exilio (“La poesía órfica en Mínima muerte de Emilio Prados”), cotejar las dos ediciones del poemario considerado por muchos como el más importante del poeta (“Emilio Prados: las dos versiones de Jardín cerrado”), y finalmente, con el pretexto de unas cartas cruzadas entre el novelista Camilo José Cela y el poeta, asomarse a los últimos libros suyos, La sombra abierta, La piedra escrita y Signos del ser (“Prados-Cela: historia de una amistad epistolar”). Escritos entre 1990 y 2014, estos trabajos dan fe de un largo y apasionado esfuerzo por reivindicar la obra de un poeta que, pese a figurar en cualquier nómina de la generación del 27, ha quedado completamente marginado de las discusiones entabladas acerca de la poesía española moderna. Pero, por lo mismo, constituyen también un intento por construir (y justificar) una forma de aproximarse a esta poesía que no concuerda con las costumbres de la crítica actual y de esta manera conseguir más lectores para ella. Si bien los ochos ensayos nunca caen en la repetición, resulta evidente que cada uno de ellos, desde su propio ángulo, contribuye a la exposición de una misma hipótesis de lectura. Por lo mismo, en lo que sigue, más que destacar el interés de tal o cual trabajo suelto, quisiera, primero, hacer un resumen de esa hipótesis y, después, discutir sus alcances.
A diferencia de la mayoría de los estudiosos, Carreira comienza por reconocer que la poesía de Prados ofrece problemas muy grandes para su dilucidación. Y, en efecto, entre las muchísimas páginas que el poeta nos ha dejado, no escasean aquellas que parecen del todo impermeables al análisis racional. Y no es una cuestión ni del léxico del poeta, que resulta muy sencillo, ni tampoco de la sintaxis, que suele respetar la gramaticalidad. Se trata simplemente de que el poeta decide expresarse en un lenguaje notoriamente irracional, que nuestro crítico identifica, y con razón, con el simbolismo de un Mallarmé o de un Juan Ramón Jiménez, cuando no con los sueños visionarios de los románticos alemanes. Dicho esto, hay que reconocer que la poesía de Prados ofrece problemas incluso mayores que la de los otros poetas mencionados, en la medida en que el lenguaje que desarrolla resulta sumamente inestable. Y es que en sus poemas las connotaciones de las imágenes tomadas del mundo natural (“rosa”, “álamo”, “mano”, “aire”, etc.) no suelen ser fijas, ni siquiera al pasar de un verso a otro dentro de un mismo poema, de modo que resulta sumamente arriesgado querer atribuir al lenguaje figurado un valor conceptual inequívoco; asimismo el sentido de los conceptos abstractos (como ‘forma’, ‘eternidad’, ‘ser’, ‘espacio’ y ‘realidad interior’) tampoco se mantiene igual y, de hecho, dichos conceptos terminan por irradiar connotaciones tan contradictorias entre sí como las propias imágenes. El resultado de todos estos rasgos es una poesía anómala, tal y como nos la explica Carreira: “Prados parece hablar de este mundo y habla de otro. Parece usar la lengua común, y usa un idiolecto con reglas propias. Sus palabras, que son las del diccionario, aligeran la carga racional hasta casi extinguirla en ciertos contextos; y por ello las frases, construidas según las reglas sintácticas habituales, pero con aquellas palabras semivacías o demasiado llenas, adquieren en el poema una tonalidad inusitada” (pp. 150-151).
La justificación de una poesía hermética como ésta, nos explica Carreira, es que el poeta, fiel a su inspiración romántico-simbolista, pretende expresar “lo indecible de ciertos contenidos concretos” (p. 101), es decir, comunicar una experiencia que resulta a todas luces inefable. Y para ello va construyendo un lenguaje en que va importando cada vez más el sonido que el sentido: un lenguaje que por medio de la armoniosa disposición de sus recursos formales, va acercándose al mundo de la música. A la hora de explicar el sentido de esta propuesta musical, Carreira acude a la obra crítica de Albert Beguin, y sobre todo a su libro El alma romántica y el sueño, que como se sabe constituyó el primer estudio a fondo del importante papel que desempeñaron los románticos alemanes en el desarrollo de la poesía moderna. Apoyado en Beguin, nuestro crítico explica cómo Prados, al sumergirse en una especie de trance, o estado de “ausencia”, se deja llevar por las palabras, muchas veces sin entender él mismo el verdadero sentido de lo que está afirmando (de lo que está descubriendo o creando). Guiadas por el ritmo de la intuición más que por la medida prevista por tal o cual patrón métrico, las palabras comienzan a dialogar entre sí, estableciendo relaciones irracionales, que con su misterioso discurrir seducen al lector, ejerciendo sobre él una especie de magia o conjuro. Y es la música de esta magia verbal la que comunica la poesía de Prados, si es que algo comunica a su lector. Porque como concluye Carreira, en sus mejores libros “la poesía, aligerada del lastre conceptual, vuelve sobre sí misma para hacerse charme, es decir, hechizo, conjuro, música y magia a la vez en conjunción perfecta, y por tanto inasequible a los asedios estilísticos, antropológicos y psicoanalíticos” (p. 94).
Leer la poesía de Prados, entonces, no implica suplir los contenidos que el propio poeta no ha logrado racionalizar por su cuenta, sino más bien apreciar los recursos retóricos empleados por el poeta en su esfuerzo por asegurar la adecuada plasmación de su visión. Por lo mismo, varias de las páginas de Carreira tienen el propósito de identificar y valorar algunos de estos recursos. Así, entre otros elementos, analiza la manera en que la métrica y la rima, por ejemplo, colaboran para crear la característica tensión entre sonido y sentido. Estudia asimismo algunos procedimientos como los retruécanos, la paranomasia, la anáfora y el paralelismo, que también contribuyen a crear la estructura formal del conjunto. Porque como el crítico subraya: “Los juegos retóricos construyen el poema de la misma manera que la técnica musical permite componer una fuga, una sonata, o una serie de variaciones, desarrollando motivos y temas que cambian de tonalidad, se fragmentan, se contraponen o se superponen hasta llegar a una conclusión, clave del arco fabricado” (p. 209). Pero en este tipo de poesía la lectura propuesta no contempla únicamente la apreciación del ritmo de un poema aislado. Como para los simbolistas, para Prados cada poema se insertaba dentro de una serie mayor, que servía para poner en evidencia otros matices de su mensaje musical. Es decir, para leer bien un poema, hay que leer también la serie completa en que está inserto. Este tipo de aproximación se vuelve especialmente complicada, tal y como nos señala Carreira, cuando nos percatamos que, al preparar ediciones sucesivas de una misma obra, o incluso al publicar poemarios distintos, Prados a menudo colocaba un mismo poema en contextos diferentes, subrayando así, con nuevos títulos o subtítulos, el carácter multivalente de dichos versos. De este modo, hablando de Dormido en la yerba, la antología que publicó en 1953 con poemas entresacados de Jardín cerrado, su gran poemario de 1946, nuestro crítico nos comenta por ejemplo lo siguiente: “En resumen, entre 1946 y 1953 el poeta no sólo ha redistribuido buena parte de la materia poética de su Jardín cerrado, rompiendo a veces los nexos que parecían darle cohesión, sino que ha decidido que la mayor parte de aquellas «Nostalgias y sueños», veintitrés de las cuales se subtitulaban «nostalgias» de esto o de lo otro, ya no tienen que ver con tal sentimiento” (p. 144).
Para Carreira los poemas que le resultan más atractivos son los que el propio poeta llama “ausencias” o (ya hacia el final de su carrera) “transparencias”, es decir, poemas más bien breves que asumen la forma de una canción. La palabra “ausencia” la emplea el poeta, como ya hemos señalado, para referirse a la experiencia muy particular que inspira muchos de sus poemas. Pero es tal la ductilidad de la palabra que le sirve también, como nos advierte Carreira, para “designar como un subgénero lírico de imprecisa definición, que se aproxima a la música, a la canción pura, frente a otros poemas de carácter más conceptual” (p. 68). Si bien en un principio se asocia con cierta plasmación impresionista del mundo real, muy pronto pierde todo viso de objetividad para dar expresión a estados visionarios, en los que lo subjetivo se funde con lo objetivo, la emoción del poeta con la percepción del mundo a su alrededor. Pero, claro, no salta a la vista la razón por la cual Prados escoge esta palabra para denominar dicha experiencia. ¿Qué es lo que está ausente? ¿El mundo o el poeta? En realidad, argumenta Carreira, lo que articula esta poesía es la repentina aparición de una nueva relación del poeta con el mundo, una relación misteriosa que supone la pérdida del acostumbrado vínculo racional. Frente a la dificultad de verbalizar la naturaleza de esta relación nueva, el poeta la invoca (como Mallarmé, si bien por razones muy distintas) en términos de lo que se ha perdido, o negado, o en todo caso, en términos de lo que está ausente. “En carta de 1956 a un sacerdote amigo”, comenta Carreira, “dice Prados con lenguaje místico: «Siente uno la presencia ausente de Dios como el hueco que dejara el cuchillo al salir de las entrañas»” (p. 71). La cita está bien escogida, porque deja ver no sólo la profunda herida que esta experiencia le depara, sino también la forma en que lo despersonaliza (“Siente uno...”); por otra parte, ejemplifica muy bien cómo en esta poesía una intuición estética da pie a una visión de orden religioso o espiritual.
En algún momento Carreira sugiere que la obra de Prados “se parece a una cordillera cuyos picos más airosos visibles son unos cuantos poemas” (p. 180). Aquí, como en otros momentos, el crítico demuestra una clara preferencia por las “ausencias” y las “transparencias”, y de ahí la especial predilección que expresa, por ejemplo, por las “transparencias” de Circuncisión del sueño. Pero Carreira tiene muy presente (y nos lo recuerda una y otra vez) que esta modalidad de iluminación más o menos instantánea sólo representa una parte de la extensa y variada obra del poeta. La otra modalidad que más abunda en la obra de Prados es la del poema largo y meditativo, que si bien acompaña al poeta desde muy temprano en su carrera, llega a dominar su poesía en sus últimos libros: La sombra abierta y La piedra escrita, de 1961, y Signos del ser, de 1962. Son poemarios en que la dificultad del verso se vuelve, si cabe, más extremosa todavía. “No sólo los referentes se escamotean”, nos explica Carreira; “también los asideros gramaticales” (p. 238). Esta nueva etapa, en efecto, brinda poemas sumamente ásperos para el oído del lector y, sin embargo, Carreira insiste en que hay que aprender a ser sensible a su música insólita. “En La piedra escrita”, escribe por ejemplo, “el lenguaje es ya puro magma informe, caótico, de racionalidad aparente y engañosa: el sentido de las frases no se construye por adición sino por sugestión o choque. La poesía surge como descarga entre bloques nebulosos rodeados de campos magnéticos más que semánticos, cuyos polos verbales pueden quedar despojados del sentido habitual para conservar únicamente remotas connotaciones” (p. 237). En fin, si el disfrute estético está en relación directa con el tamaño del reto, Carreira nos da a entender que esta poesía última de Prados ha de descargar una enorme energía a quienes se dejen envolver en su misterio.
En resumen, estos ocho ensayos sobre la obra de Emilio Prados nos brindan no sólo una excelente introducción a su poesía, sino una propuesta de lectura muy sugerente, que desde luego se aleja notoriamente de las interpretaciones esotéricas y psicoanalíticas formuladas por un buen número de los estudiosos. “No estamos ante algo carente de sentido”, insiste Carreira, “sino ante otro modo de significar” (p. 163). Puesto que el fin último de esta poesía consiste en compartir una visión de mundo que finalmente rebasa toda lógica racional, es decir, puesto que su significado es de índole irracional, resulta inútil, asevera Carreira, pretender traducir en prosa lo que el propio poeta no ha logrado expresar en verso; al crítico le toca más bien analizar “el modo de significar”. Es decir, para nuestro crítico el significado de un poema no es algo distinto de los recursos empleados para expresarlo, así como el sentido de una sinfonía no es algo diferente de las notas y las estructuras formales que la articulan. Estamos ante una propuesta que seguramente sentará mal a quienes pretenden haber descubierto la clave del desconcertante simbolismo del poeta. Pero al poner en evidencia los muchos y muy diversos recursos formales que dan vida a esta poesía, Carreira seguramente ha hecho muchísimo más por acercar al lector a ella que las tesis que se limitan a competir en opacidad e irracionalidad con el discurso del propio Prados.
Ahora bien, no puedo cerrar la reseña sin mencionar una duda que me ha acompañado mientras he ido leyendo estos ensayos sobre Prados. Y la duda es de si Carreira, pese a todo, no habrá cargado su interpretación demasiado a favor de lo estrictamente formal. Si no habría que prestar cierta atención también a lo que el poeta evidentemente quiso decir en sus versos. Me parece muy acertada la relación que el crítico establece entre la poesía de Prados y la música. Y, sin embargo, la utilidad de este tipo de aproximación parece restringirse a las canciones. En los largos poemas meditativos, que ocupan una parte considerable de la obra poética de Prados, el poeta se pone a pensar y no a cantar, y por lo mismo la armonía formal queda relegada a un segundo plano, frente a los esfuerzos del poeta por conceptualizar su visión de mundo. La descripción que Carreira nos hace de la poesía meditativa de la última etapa de Prados, como acabamos de ver, parece confirmar las limitaciones de este tipo de aproximación. Pese a la extrema dificultad que supone, ¿no habría que prestar cierta atención también al valor denotativo de esta poesía?
Siguiendo por ese mismo camino, cabría preguntar asimismo si, incluso en el caso de los breves poemas líricos, no es pedirle demasiado al lector que deje de interesarse por el contenido de esta obra. Los comentarios de Carreira sobre las similitudes entre los poemas de Prados y la música, repito, me parecen muy iluminadores. Pero ¿cabe establecer una relación tan exacta entre las dos formas de expresión artística? ¿Es legítimo reducir la poesía a su pura calidad sonora? El propio Carreira parece reconocer que la poesía, a fin de cuentas, sí se distingue de la música en la medida en que “en esta la fruición equivale a la comprensión, mientras que en la poesía nos resistimos a identificarlas [la fruición con la comprensión]”. Más interesante aún, en el mismo pasaje, también toma en cuenta la instintiva resistencia del lector a apreciar la poesía como música pura: si bien, en el caso de la poesía, nos resistimos a identificar la fruición con la comprensión, agrega, es “porque nos parece imposible que el lenguaje se reduzca a magia o sortilegio, una vez desactivada o atenuada al máximo su carga semántica” (p. 211).
Son reconocimientos importantes, pero pese a ellos nuestro crítico insiste en la necesidad de que el lector cierre los ojos ante los rasgos referenciales de esta poesía para así gozar mejor de su ritmo. Pone como ejemplo “Sitio de la hermosura”, una de las canciones de Mínima muerte: “Si uno se empecina en seguir los vericuetos de su imaginería (el agua es vida de luz, aunque sin luz, pero es la luz de la vida, y la vida es luz, y la luz es vida en el agua, etc.)”, comenta Carreira, esta lectura “produce el mismo mareo que sufriría quien pretendiera fijarse en los detalles del entorno mientras gira en un tiovivo. Hay que abandonarse a la melopea fónico-semántica que va acunando la mente hasta hacerla admitir como buena su peculiar falta de lógica. Dicho de otra forma: para evitar el mareo, nada mejor que la borrachera” (p. 212). La propuesta resulta muy persuasiva, pero sigo con la misma inquietud: ¿no habría una manera de incorporar a la espléndida lectura formal que Carreira nos propone un examen del contradictorio valor denotativo de los versos? Es decir, ¿no habría una manera de reconciliar la música con la referencialidad y así salvar al lector de uno y otro extremo, de la borrachera lo mismo que del mareo?
Esta inquietud, como se ve, es más una duda que una discrepancia y de ninguna manera resta méritos a los textos comentados aquí. Los ensayos son un verdadero alarde de comprensión poética y de pericia filológica, y desde luego, junto a los estudios de Carlos Blanco Aguinaga y de Francisco Chica, figuran entre los más inteligentes y más penetrantes que se han publicado sobre la poesía de Prados. Es de esperarse que, al ser reunidos ahora en un volumen, lleguen a ejercer un efecto muy positivo sobre los futuros estudiosos de la obra de este poeta. Al igual que los demás textos recopilados en este libro, los que versan sobre Prados demuestran no sólo una perspicacia crítica muy poco común, sino también, y sobre todo, un espíritu de independencia a prueba de fuego. Carreira no teme nadar contra la corriente las veces que sea necesario, y es sobre todo esa fidelidad suya a sus propias intuiciones lo que presta a sus escritos su fuerza y su originalidad.