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El trimestre económico

On-line version ISSN 2448-718XPrint version ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.87 n.345 Ciudad de México Jan./Mar. 2020  Epub Dec 09, 2020

https://doi.org/10.20430/ete.v87i345.1026 

Clásicos de la Economía

Distribución del ingreso y opciones de desarrollo*

Income distribution and development options

Pedro Vuskovic** 

**Economista y político chileno (1924-1993).


RESUMEN

El ensayo presenta una visión introductoria del modelo de desarrollo “concentrador e incluyente”. Más adelante, analiza algunos antecedentes básicos: 1) la tenencia de la tierra y la agricultura; 2) el sector primario-exportador y su impacto, y 3) las formas que asume el proceso de industrialización. En la tercera parte se examinan los rasgos medulares del modelo “concentrador y excluyente”: a) distribución del ingreso, composición del consumo global y pautas de producción; b) desequilibrios externos y extranjerización; c) formación de capital; d) ritmo de crecimiento, y e) el problema ocupacional. Finalmente, se exploran las opciones para el futuro.

Palabras clave: concentración-exclusión; heterogeneidad estructural; productividad; ocupación; inversión; crecimiento; industrialización

ABSTRACT

This essay presents an introductory perspective of the “concentrator and inclusive” development model. It analyzes some basic background: 1) the possession of land and agriculture; 2) the primary-export sector and its impact, and 3) the shapes that the industrialization process can adopt. In the third part, it studies the core features of the “concentrator and exclusionary model”: a) income distribution and composition of the global consumption and production patterns; b) external imbalances and foreignization; c) capital formation; d) the pace of growth, and e) the occupational problem. Finally, the options for the future are explored.

Keywords: Concentration-exclusion; structural heterogeneity; productivity; occupation; investment; growth; industrialization

Diversas investigaciones recientes coinciden en caracterizar el modo de funcionamiento de la mayoría de las economías latinoamericanas, particularmente la chilena, como determinante de un patrón de desarrollo necesariamente “concentrador” y “excluyente”, en el sentido de que lleva inevitablemente a una concentración creciente de los frutos del crecimiento en determinados estratos socioeconómicos y, como contrapartida, a la marginación de otros estratos de la población y sectores de la economía.

Las manifestaciones del fenómeno pueden apreciarse desde distintos ángulos. Uno especialmente significativo se encuentra en las características y las tendencias de la distribución del ingreso. Como es sabido, un sector pequeño de la población percibe una proporción muy alta del ingreso total en medida mucho mayor a la que se constata en los países capitalistas industrializados, en tanto que la participación de los estratos más pobres es extremadamente exigua. Para el conjunto de América Latina, los estudios de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) han señalado que 5% de la población más rica se apropia de 33% del ingreso (medido a nivel del ingreso personal, es decir, sin considerar las retenciones de las empresas) en tanto que a 20% de la población más pobre corresponde menos de 4% del ingreso total; todo lo cual supone una diferencia de ingreso por persona de 1 a 40 entre esos dos grupos extremos, y en términos absolutos una renta anual de apenas 50 dólares por persona para ese quinto más pobre de la población de América Latina. En el caso de Chile, esos rasgos generales son similares, con la particularidad de que la concentración en el 5% más alto no es tan pronunciada, pero, al mismo tiempo, la proporción que percibe el 20% de las familias más pobres es notoriamente inferior al promedio latinoamericano.

Por otra parte, las comparaciones entre países latinoamericanos, así como el análisis de la evolución en un mismo país a lo largo de un periodo significativo, ponen de manifiesto la ausencia de relaciones definidas entre el nivel de desarrollo o el ritmo de crecimiento económico y el grado de concentración en la distribución del ingreso. Dicho de otro modo, las formas actuales de funcionamiento de los sistemas económicos latinoamericanos no apoyan el concepto de que el crecimiento pudiera llevar más o menos espontáneamente a un mejoramiento en la distribución del ingreso; por el contrario, en condiciones de funcionamiento espontáneo del sistema parecen ser más poderosas las fuerzas “concentradoras” que los efectos positivos de ciertos cambios en la estructura sectorial de la economía. Buena parte de ello podrá explicarse por características inherentes al “régimen capitalista”, pero el grado mucho mayor de regresividad en comparación con las economías capitalistas industrializadoras sugiere que en las economías latinoamericanas operan factores adicionales que tienden a detener los cambios en la distribución del ingreso a niveles mucho más altos de concentración, e incluso a acentuar la regresividad. Sobre ello se tratará de esbozar una hipótesis interpretativa más adelante.

Otra manifestación importante del fenómeno de concentración y exclusión simultáneas se encuentra en las características de la diseminación del progreso técnico. Es bien conocido que la incorporación del progreso técnico no ha tenido en economías como la nuestra las características de un proceso generalizado que fuera alcanzando con intensidad variable, pero en todo caso importante a los distintos sectores y ramas de actividad económica. Más bien, la asimilación técnica ha tendido a concentrarse en determinadas actividades, sea la producción de bienes, de servicios o, incluso, la agropecuaria, en tanto que segmentos importantes de la economía han ido quedando al margen del proceso de tecnificación. Se ha venido generando así una pronunciada heterogeneidad en las estructuras económicas, con estratos claramente diferenciados tanto cuantitativa como cualitativamente, desde el punto de vista de su productividad.

Un grupo de esos estratos constituye lo que pudiera calificarse como un sector “moderno”, del que forman parte las unidades económicas que operan con formas relativamente eficientes de organización, productividad creciente y niveles tecnológicos y de dotación de capital por persona ocupada relativamente altos. En el otro extremo, subsiste un sector que pudiera calificarse como “primitivo”, constituido por unidades económicas que trabajan a niveles bajísimos de productividad, casi sin utilizar ningún tipo de mecanización, con una densidad insignificante de capital y en las que las tecnologías en uso son extraordinariamente atrasadas. Entre ambos extremos se sitúa un estrato “intermedio”, distinguible del anterior por sus niveles de productividad y su grado de integración en el mercado nacional, que tiende a distanciarse progresivamente de los patrones y las características del sector moderno.

Esta diferenciación entre estratos marcadamente distintos desde el punto de vista de la productividad es observable no sólo en el conjunto de la economía, sino también en cada uno de los principales sectores de actividad económica. Dicho de otro modo, no se trata sólo de que haya unos sectores cuya productividad media sea notoriamente inferior a la de otros; el problema es que, además, dentro de cada uno de estos sectores se marcan discontinuidades muy claras entre estratos con productividades muy diversas.

Se apreciará mejor la significación de esas discontinuidades a la luz de los resultados de algunas investigaciones empíricas recientes.1 En éstas se llega a estimar que, para el conjunto de América Latina, la proporción de empleo en lo que pudiera denominarse “estrato moderno” representa alrededor de un octavo de la población activa, y que en ese estrato se genera aproximadamente la mitad del producto. En cambio, es probable que alrededor de un tercio de la población ocupada corresponda al estrato primitivo en el que se generaría bastante menos de 10% del producto total. De aquí derivan diferencias intensas en las respectivas productividades de la mano de obra, que alcanzan relaciones de más de uno a más de 20 de un estrato a otro.

En el caso particular de Chile las relaciones no son muy diferentes: alrededor de 18% de la fuerza de trabajo estará incorporado al sector moderno, en el que se genera 54% del producto total, en tanto que casi un cuarto de la misma se emplea en actividades “primitivas”, en las que se genera menos de 4% del producto.

Desde luego, las dos manifestaciones que se han señalado -concentración del ingreso y de la incorporación del progreso técnico- no son independientes entre sí. Se influyen recíprocamente y son a la vez efecto y causa en un conjunto de relaciones que caracteriza al actual patrón de des arrollo, del que también forman parte con igual carácter otros problemas centrales, como la lentitud del ritmo de crecimiento, las bajas tasas de ahorro y de formación de capital, la insuficiencia de la economía para asegurar oportunidades de empleo productivo ante el incremento de la población en edad activa, las pronunciadas diferencias en el desarrollo regional interno, la tendencia al desequilibrio exterior y los factores que presionan hacia una creciente extranjerización de la economía nacional.

I. Las raíces del fenómeno

Los dos aspectos que se han destacado tienen raíces profundas que se sitúan en las particularidades de la formación histórica de las economías latinoamericanas. Sin ánimo de abordar siquiera superficialmente el tema, conviene anotar a este respecto algunas consideraciones, que de paso sirven para precisar diferenciaciones significativas en comparación con la experiencia histórica de los países industrializados.

a) En primer lugar, es bien conocido que el régimen de tenencia de la tierra contribuyó desde muy temprano a una fuerte concentración del ingreso agrícola. La herencia colonial, el despojo de tierras a los campesinos que siguió haciéndose posteriormente, los estímulos a la formación de grandes propiedades agrícolas que significó la etapa de fuerte crecimiento de las exportaciones y otros factores determinaron una pronunciada concentración de la propiedad agrícola.

El latifundio como característica dominante del régimen de tenencia de la tierra se tradujo a su vez en la apropiación de una alta cuota del ingreso agrícola por parte de un número relativamente pequeño de propietarios, y contribuyó al mismo tiempo a mantener una baja productividad en el sector agropecuario. Junto con los trabajadores dependientes de esas explotaciones, una masa considerable de minifundistas y una elevada proporción de población anual atada a una agricultura de subsistencia han determinado desde mucho tiempo que sea precisamente la mayoría de las familias agrícolas la que conforma los extremos de mayor pobreza en la escala distributiva. Como contrapartida, la cumbre de esa escala estuvo constituida por mucho tiempo por los grandes terratenientes, interesados más que nada en un tipo de explotación que permitiera conciliar el ausentismo y otros rasgos típicos de la explotación latifundaria con la obtención de un volumen de ingreso y, sobre todo, el sostenimiento de un volumen de consumo suficientemente altos.

La industrialización posterior influyó poco, al menos en sus primeras etapas, en la modificación de estos rasgos básicos, sobre todo al combinarse con los efectos que tuvo para el sector agrícola la crisis de comienzos de la década de los treinta. Esta última significó para el sector agropecuario una caída brusca de sus mercados internos y externos, y un prolongado descenso de sus precios relativos. De sus consecuencias pudieron resarcirse los grandes propietarios a través del deterioro de los ingresos reales de los trabajadores agrícolas, ya sea de los salarios o de las variadas formas de retribución no monetaria, así como su influencia sobre la política general para obtener diversos mecanismos de compensación (créditos, preferencias tributarias, financiamiento público de obras de infraestructura), lo que acentuó la regresividad de la distribución del ingreso que se genera en este sector.

Los esfuerzos de industrialización sustitutiva emprendidos a partir de la crisis tendieron a consolidar una situación desfavorable de los precios relativos agrícolas e involucraron una transferencia de excedentes de la agricultura a las nuevas actividades manufactureras, lo que debilitó las posibilidades de capitalización y tecnificación del sector agropecuario. Con ello se ensanchó rápidamente la diferencia de productividad entre las actividades agrícolas y no agrícolas, lo que conformó unas características de distribución sectorial del ingreso que no pueden menos que reflejarse en la distribución general: en Chile el producto por persona ocupada en la agricultura equivale a menos de un quinto del producto que se genera por persona en el estrato fabril de la industria manufacturera.

En este mismo país la producción agropecuaria dejó de acompañar siquiera a la expansión del mercado interno, lo que, sumado a la pérdida o la lenta expansión del mercado externo, la llevó a registrar un ritmo de crecimiento extremadamente bajo. Los sobrantes de población que esto supone debilitan la capacidad de lucha del campesinado por mayores remuneraciones, aunque sean fuertes los contingentes que emigran a los centros urbanos.

Ese panorama general no excluye el desarrollo de segmentos muy tecnificados y de productividad relativamente alta, apoyados principalmente en las inversiones públicas en obras de regadío, vías de comunicación, créditos y asistencia técnica, lo que extiende también al interior de la agricultura el fenómeno de “heterogeneidad estructural” que se registra a nivel de la economía en conjunto. Pero el proceso dista mucho de caracterizar al sector como un todo, y desde luego alcanza a una proporción bajísima de la población rural.

b) La producción primaria de carácter extractivo, que se desarrolla igualmente en la etapa expansiva de las exportaciones, tuvo características totalmente distintas que se tradujeron, sin embargo, desde el punto de vista que aquí interesa, en efectos similares. El hecho esencial es que surgió o fue absorbida rápidamente por empresas extranjeras, factor determinante tanto en el destino del ingreso que ahí se genera como en sus características técnicas y sus relaciones en el conjunto de la economía nacional.

Es suficiente recordar a este respecto la denominación de “enclave” con que se la ha caracterizado acertadamente. Como extensión complementaria de la actividad radicada en los centros más adelantados del capitalismo, recibe el trasplante de técnicas modernas, distanciadas en mucho del grado de desarrollo tecnológico nacional, pero desde ahí no se “irradia” ni estimula la modernización del resto del sistema interno. Los equipos, los insumos principales y hasta el abastecimiento de necesidades corrientes de consumo provienen del exterior, y hacia allá se dirige la materia prima para su industrialización ulterior. Por su naturaleza misma, queda muy concentrada incluso geográficamente, constituyéndose en una suerte de isla carente de vinculaciones económicas con el resto del territorio.

La población que ocupa es también relativamente pequeña en virtud del alto grado de tecnificación, y, en consecuencia, es pequeña la cuota de ingresos que corresponde directamente a la remuneración de factores productivos nacionales. Aunque los salarios son relativamente muy altos en comparación con los que recibe la gran mayoría de los trabajadores del país, la concentración del ingreso sigue siendo extraordinariamente elevada, con el agravante de que su mayor parte se transfiere al extranjero. La forma principal de retención termina por circunscribirse a la tributación, cuyos efectos sobre la distribución general del ingreso dependen del destino que se les dé a las entradas fiscales correspondientes. En el caso particular de Chile, probablemente la consecuencia más importante, además del financiamiento de obras de infraestructura que beneficiaron a distintos sectores empresariales, fue el relativo engrosamiento de “sectores medios”, merced a crecientes oportunidades de ocupación en el aparato de la administración estatal, y como principales destinatarios de la expresión de los servicios públicos, aunque sin duda contribuyó muy poco a mejorar la posición absoluta o relativa de los estratos de población de ingresos inferiores. Además, ha constituido tradicionalmente un factor de sostenimiento político de los intereses capitalistas internos.

c) Las fuerzas concentradoras evidenciadas en la expansión de los sectores primarios no pudieron ser contrarrestadas por el tipo de desarrollo industrial que comenzó a intensificarse posteriormente. Por el contrario, la forma que asumió este proceso significó la adición de nuevos factores de concentración, en los que se ponen de manifiesto diferencias sustanciales respecto del desarrollo de los países capitalistas adelantados, particularmente desde el punto de vista del carácter y las consecuencias del progreso técnico en un determinado marco institucional.

En los países industrializados las características de la creación y la incorporación de progreso técnico fueron respondiendo en su época a las exigencias inmediatas del sistema y se proyectaron con cierta simultaneidad, sobre todo en el aparato productivo; a pesar de rezagos temporales o diferenciaciones explicables de densidad de capital y productividad, motivadas por la naturaleza misma de las actividades correspondientes, el proceso de “modernización” fue relativamente generalizado y, en todo caso, “funcional” a las condiciones concretas de esas economías. Distinto es nuestro caso. Las modalidades de vinculación con el exterior y el sello de dependencia externa, bajo el cual tiene lugar nuestro desarrollo, suponen el trasplante automático de aquellas tecnologías a las nuevas iniciativas industriales, con la doble consecuencia de que no siempre se adecúan a nuestras condiciones propias -sobre todo si se considera la disponibilidad relativa de recursos de mano de obra y capital- y de que sólo se les puede absorber en determinados segmentos del aparato productivo. De ahí que la asimilación técnica nunca haya sido en países como el nuestro un proceso generalizado que se proyecte en alguna medida sobre todos los sectores de actividad y del que participen todos los estratos de la fuerza de trabajo. Desde el “enclave” exportador tradicional hasta la adición de nuevas unidades de producción industrial, por lo general la incorporación del progreso técnico ha representado una suerte de modernización circunscrita y limitada, que va conformando ese sector “moderno” al que se aludía inicialmente, cada vez más distanciado del resto de la economía en términos de la productividad que alcanza y del ingreso que es capaz de generar.

Ese proceso que se da en el plano de la tecnología encuentra una expresión paralela en el plano institucional y de la concentración del capital. Los países industrializados vivieron una etapa de activa competencia entre una multiplicidad de unidades productivas, que fue siendo sustituida progresivamente por formas monopólicas y oligopólicas que surgen como consecuencia del propio desarrollo de las fuerzas productivas, y a partir de niveles de productividad ya relativamente altos y generalizados en el conjunto del sistema. Entre nosotros, el proceso es distinto. El monopolio y el oligopolio se hacen presentes desde los primeros pasos de la industrialización, superponiéndose a condiciones productivas muy retrasadas. Como anota Alberto Martínez en su análisis del desarrollo industrial chileno, esas formas de competencia pasan a dominar el proceso desde muy temprano y no tanto por una desproporción entre el tamaño del mercado y la escala “eficiente” de las plantas; esta última, así como otros mecanismos de eliminación de competidores, resultan ser condiciones que facilitan la permanencia de estructuras concentradas, pero no son determinantes de la concentración del capital; por el contrario, dicha concentración resulta ser un prerrequisito para la incorporación de técnicas productivas modernas.

Se explica así que la industrialización, no obstante sus efectos sobre la estructura de la ocupación rural-urbana, entre otros elementos, no haya resultado ser un factor necesariamente positivo desde el punto de vista de la distribución del ingreso, y que en algunos casos tienda incluso a acentuar su regresividad. Para que se tradujera en efectos positivos, aquí se hubiera requerido o un esquema de industrialización sustancialmente distinto, o tasas de acumulación y crecimiento considerablemente mayores, de modo que la industria y otros sectores productivos hubieran sido capaces de incorporar a los estratos “modernos” una proporción rápidamente creciente del total de la fuerza de trabajo; pero eso resulta inconsistente con las limitaciones al proceso de acumulación inherentes al funcionamiento del sistema, por las razones que se discutirán más adelante.

II. El funcionamiento actual del esquema concentrador

Sirva todo lo anterior apenas para esbozar unos cuantos rasgos generales sobre el tipo de factores que desde hace mucho tiempo vienen configurando un alto grado de concentración del ingreso, así como marcadas disparidades en los niveles de modernización del aparato productivo. Lo que interesa ahora es señalar cómo, a partir de esas características en la distribución del ingreso, pueden identificarse con claridad consecuencias que van encadenándose y que llevan inexorablemente -en ausencia de cambios drásticos del sistema- a perpetuar o incluso agudizar esa concentración.

En rigor, se trata de relaciones que vinculan todo un conjunto de factores, con influencias recíprocas y reversibles, en que cada uno de ellos queda influido por los otros e influye a su vez sobre los demás. Precisamente por ese carácter circular de las relaciones que suponen, cualquiera de aquellos factores podría ser tomado como punto de partida para adentrarse en el análisis de las influencias recíprocas; en consecuencia, hay que reconocer desde ya cierto grado de arbitrariedad en el factor que se tome aquí como referencia inicial de la distribución del ingreso, no obstante que ello queda justificado por las consideraciones expuestas en los párrafos precedentes.

1. Distribución del ingreso, composición del consumo y estructura de la capacidad productiva

La primera asociación obvia se encuentra entre la distribución del ingreso y la composición de la demanda, y, consecuentemente, con la estructura de la capacidad productiva que tiende a conformarse.

Dada la distribución actual del ingreso, es obvio que para gran número de productos, sobre todo manufacturados, el mercado efectivo se limita a la población de mayores ingresos, cuya demanda va determinando la conformación de la capacidad productiva. Como se trata en general de una demanda restringida en cuanto a la población que la ejerce y a la vez muy diversificada, en virtud de los altos índices de ingreso por persona que registra ese sector, son poderosos los estímulos al desarrollo de una amplia gama de industrias productoras de bienes de consumo no esencial, aunque tengan que operar a escalas insuficientes y, por lo tanto, con bajos niveles de eficiencia.

En el resto de la economía los niveles de ingreso son tan considerablemente inferiores, que se los ve cada vez menos como un mercado siquiera potencial para ese tipo de productos industriales, aun a los precios más bajos que pudieran derivar de una extensión de las escalas de producción.

Todo ello se refleja, en primer lugar, en la estructura de la producción por sectores y su dinámica de crecimiento. Las industrias alimenticias, de vestuario popular y de artefactos de uso difundido alcanzan una dimensión absoluta relativamente pequeña, crecen con lentitud y pierden rápidamente importancia relativa en el conjunto de la estructura industrial. En cambio, ocurre lo contrario con las de bienes de consumo duradero, que corresponden a necesidades secundarias o francamente suntuarias, hacia las que se orientan los mayores esfuerzos de expansión, en desmedro no sólo de las anteriores, sino también del desarrollo de actividades productoras de bienes de capital e insumos básicos. El fenómeno se refleja incluso en las clasificaciones estadísticas que nos acostumbramos a manejar: industrias “vegetativas”, las que se orientan hacia el consumo básico de las grandes masas de población; industrias “dinámicas”, las que representan actividades que se encaminan a atender las demandas de los estratos de población de alto ingreso. Es decir, se da por descontada la perpetuación de la distribución actual del ingreso o incluso su concentración creciente, hecho difícil de justificar a la luz de la diferencia de “elasticidad-ingreso” de la demanda de uno y otro tipo de bienes en tanto persisten pronunciados déficits en el abastecimiento de alimentos y otros bienes de consumo esencial.

En segundo lugar, esa orientación de la capacidad productiva, inclinada más al consumo no esencial que al consumo básico o al fortalecimiento interno de la capacidad de producción de bienes de capital y encaminada más a responder a las demandas directas de los sectores de mayor ingreso que al aprovechamiento pleno y la industrialización de los recursos naturales, tiene necesariamente una expresión regional. Lo que interesa en ese esquema es la localización próxima a los mercados consumidores, y en consecuencia, es inevitable la tendencia a la concentración de la actividad económica en los centros urbanos mayores, lo que configura ese rasgo tan típico de nuestras economías de crecientes diferenciaciones en el desarrollo regional interno.

Y tercero, todo ello supone una concentración cada vez mayor de las unidades productivas y su propiedad. Como el crecimiento no ocurre tanto merced a una expansión de las unidades existentes, a la modernización de la base productiva ya instalada, sino principalmente a través de la superposición de nuevas unidades, rápidamente se configura un cuadro en que pasa a ser dominante la presencia de un número relativamente pequeño de grandes empresas, las cuales disfrutan de posiciones monopólicas u oligopólicas, lo que a su vez les facilita acentuar cada vez más ese carácter dominante. Encontramos así una de las variadas formas de relaciones reversibles en el modo de funcionamiento actual del sistema: la alta concentración del ingreso favorece la concentración monopólica, y ésta refuerza las bases de sustentación de una concentración todavía mayor del ingreso y la riqueza.

Tampoco resulta difícil apreciar la asociación entre esa estructura de la capacidad productiva y las modalidades de absorción técnica, que conducen a acentuar las diferenciaciones señaladas entre estratos “modernos” y “no modernos” de la economía, proceso que desde este ángulo puede verse como el resultado de la adición de nuevas unidades en el campo de las industrias “dinámicas” en tanto permanecen inalteradas o se deterioran las condiciones de funcionamiento de las actividades “vegetativas”. De nuevo el asunto termina por revestir la distribución del ingreso, puesto que, sea que se considere la distribución del ingreso por niveles, o por estratos socioeconómicos de la población, o según regiones o sectores de la actividad económica, las disparidades que en cada caso quedan de manifiesto están influidas en medida importante por las diferencias sustanciales de ingresos entre los sectores moderno y no moderno. Es a esa diferenciación básica que se suman los efectos de la inequidad en la distribución del ingreso entre propietarios y asalariados u otras distribuciones significativas. De allí también deriva buena parte de la explicación del “alargamiento” que se observa en la distribución del ingreso dentro del propio sector asalariado; de hecho, una fracción de éste ha sido incorporada al “sector moderno”, y aunque dentro de éste participe en una proporción muy baja del ingreso que genera, sus niveles absolutos de remuneración quedan muy por encima de los que recibe la población trabajadora que no ha tenido acceso al sector moderno.

2. La extranjerización y el desequilibrio externo

A partir de ese modo de funcionamiento del sistema y esas tendencias en la configuración de la capacidad productiva, se identifican fuerzas que llevan necesariamente a una extranjerización creciente de la economía nacional, proceso que en los últimos años ha alcanzado en los sectores industrial y financiero una dimensión sobre la que desafortunadamente se ha hecho poca conciencia pública.

De hecho, fueron las relaciones de dependencia respecto de otras economías las que motivaron la diferenciación inicial entre un sector que se modernizaba rápidamente, con vistas principalmente a la exportación, y el resto de la economía interna, a la que no llegaban a difundirse los frutos de ese progreso técnico. La transferencia de ingresos -sea directamente por las utilidades de empresas extranjeras o indirectamente por la vía del deterioro de la relación de precios de intercambio- debilitaban las posibilidades de una ampliación más rápida y generalizada de la capacidad productiva de las actividades no exportadoras. De esta manera, las economías nacionales iban acomodándose como complemento de las economías más adelantadas, y así concentraban su progreso en los núcleos relativamente pequeños que se vinculaban con el comercio exterior. Posteriormente, la industrialización sustitutiva significó nuevas formas de dependencia, principalmente de carácter tecnológico y para el aprovisionamiento de los equipos que requerían las nuevas actividades.

Hay dos aspectos de esta dependencia que tienen particular importancia desde el punto de vista que aquí interesa. En primer lugar, la asimilación técnica indiscriminada implica cada vez más no sólo la incorporación de determinadas formas de producir, sino también la imitación en cuanto a la gama de cosas que se producen. En las economías industrializadas de altos niveles de ingreso y consumo de masas es natural que la ampliación del mercado dependa cada vez menos del aumento de la demanda de los productos tradicionales y más del estímulo al consumo de nuevos bienes y servicios. Es pues esa diversificación creciente de la producción la que van incorporando las economías menos desarrolladas, pero en éstas una gama tan diversificada de bienes y servicios sólo puede ser accesible a una fracción de la población nacional, favorecida por su vinculación al sector moderno y por el alto grado de concentración del ingreso. Dicho de otro modo, una distribución del ingreso altamente concentrada y un distanciamiento cada vez mayor entre los estratos moderno y no moderno vienen a ser consecuencias de la dependencia tecnológica y de la ausencia de una política selectiva de absorción del progreso técnico.

La segunda consideración tiene que ver con la relación entre el tamaño de los mercados nacionales y las escalas de producción que exige la tecnología moderna. A este respecto, puede sugerirse la conclusión aparentemente paradójica de que los mercados internos de los países poco desarrollados se van haciendo relativamente más pequeños, no sólo porque las nuevas técnicas requieren operar con escalas mayores, sino también porque se van sustituyendo unos bienes y servicios que podrían producirse en los países menos desarrollados por otros que ya escapan a sus posibilidades inmediatas. Es decir, la incorporación de formas de vida comparables a las economías industrializadas envuelve exigencias cada vez mayores de importación de determinados tipos de bienes y servicios, lo que acentúa la dependencia.

Esto último lleva a poner en otro contexto el problema de la insuficiencia dinámica del comercio exterior como uno de los obstáculos principales al desarrollo de las economías más retrasadas. En efecto, hay un cambio notorio en la naturaleza de las raíces estructurales del problema. Durante mucho tiempo, el factor fundamental fue la distinta elasticidad de demanda de productos primarios y productos industriales, con los desequilibrios consiguientes y la tendencia al deterioro de la relación de precios de intercambio. Hoy en día, si bien esos factores siguen vigentes, la situación se ha tornado más compleja como consecuencia de algunos efectos adicionales del progreso técnico y de los modos de relación entre los países industrializados y los de la periferia.

Por una parte, por ejemplo, en las economías centrales no sólo se ha acelerado la sustitución de materias primas “tradicionales” por productos sintéticos, sino que, a la par, los últimos constituyen los ingredientes principales de las producciones características de las estructuras industriales más avanzadas. Por otro lado, la incorporación indiscriminada del progreso técnico en los países de la periferia los lleva, paradójicamente, a utilizar relativamente menos sus propios recursos naturales y a convertirse a menudo en importadores de los nuevos productos intermedios sintéticos que se crean en las economías industrializadas (tómese como ejemplo el desplazamiento de fibras naturales en beneficio de fibras artificiales).

En definitiva, las formas de desarrollo que ha tenido el sector moderno lo han ido alejando del resto de la economía interna y al mismo tiempo lo han ido identificando cada vez más con el extranjero, en sus formas de producción, en sus hábitos de consumo e incluso en los valores sociales y culturales que va haciendo suyos. De ahí a la extranjerización total hay sólo un paso, y éste se está dando en la medida en que la continuación del desarrollo del sector moderno enfrenta nuevos y mayores obstáculos, por la creciente complejidad técnica que involucra su expansión ulterior. Una vez cubierta la sustitución de importaciones de aquella gama de manufacturas en la que son menores las exigencias tecnológicas, comienzan a generalizarse los arreglos con empresas extranjeras para el suministro de asistencia técnica, procedimientos y marcas de fábricas a un costo directo que no es despreciable y con repercusiones indirectas difíciles de cuantificar. En una etapa más adelantada, el proceso ha llevado a una participación creciente de inversiones extranjeras directas en actividades orientadas hacia el mercado interno, sea mediante la formación de nuevas empresas o a través de la compra de los activos de empresas ya existentes.

La continuación de un esquema que tienda así a concentrar el crecimiento en un sector moderno de las características que se han señalado representa el principal vehículo de acentuación de la dependencia y de creciente “extranjerización”. No sólo se trata de la propiedad de las empresas correspondientes y el destino de sus utilidades, sino también del tipo de actividades a las que se orientan de preferencia. Es notorio, por ejemplo, cómo en algunos países latinoamericanos las inversiones estatales en actividades industriales, que fueron especialmente importantes en la década de los cincuenta, se dirigieron preferentemente a la producción de bienes de capital y productos intermedios de uso difundido (siderurgia, productos químicos), en tanto que las inversiones extranjeras posteriores se han vinculado principalmente a la producción de bienes de consumo duradero o de partes para los mismos (industria automotriz, artículos eléctricos para el hogar). Estas últimas han venido, pues, a acentuar las características del sector moderno como productor de bienes de consumo para atender la demanda de la población de altos ingresos incorporada al mismo sector, en lugar de atender de preferencia la producción de bienes de capital y productos intermedios para el conjunto de la economía.

3. Exigencias y limitaciones de la formación de capital

El mismo esquema, por otra parte, impone limitaciones a una elevación considerable de las tasas de formación de capital que, en principio, podrían contribuir a la absorción de una proporción creciente de fuerza de trabajo en los estratos modernos, de manera que a largo plazo ese patrón de desarrollo terminará por beneficiar a toda la población, así como por sentar las bases de una movilización de recursos internos capaz de detener el proceso de extranjerización.

Pero aquí surgen nuevas contradicciones entre esa posibilidad y las limitaciones que se plantean, desde los ángulos tanto de la movilización de ahorros monetarios como de la disponibilidad de los recursos reales que permitan transformar esos ahorros en inversiones efectivas.

Considérense los dos aspectos del problema. En primer lugar, las exigencias de sustitución de importaciones y el tipo de presiones que derivan de la demanda interna llevan a que buena parte de los recursos que se canalizan hacia el sector moderno se destinen a la expansión de la capacidad de producción de bienes de consumo, en desmedro de la de bienes de capital o de insumos básicos. Al mismo tiempo, los cambios consiguientes en la composición de las importaciones y las limitaciones a la expansión de las exportaciones a largo plazo han llevado a aquéllas a una estructura muy flexible, por la alta representatividad que han llegado a tener bienes “imprescindibles”, entre los que paradójicamente habría que incluir, por sus repercusiones sobre los niveles de actividad económica interna, la importación de bienes intermedios o partes para las propias industrias relativamente suntuarias. En consecuencia, la capacidad de inversión, como porcentaje del producto interno, muy probablemente ha declinado a largo plazo, puesto que la capacidad interna de producción de bienes de capital ha crecido lentamente y el margen disponible para la importación de ese tipo de bienes ha declinado. Así, pues, no sería suficiente acrecentar el ahorro, sin que simultáneamente se supere una u otra de esas limitaciones.

En segundo lugar, incluso el aumento del ahorro se hace más difícil en estas condiciones. Una vez que han llegado a establecerse determinadas capacidades de producción de bienes de consumo, es natural que haya presiones para que se las utilice con la mayor amplitud posible, lo que supone presiones para que aumente el gasto de preferencia sobre el ahorro. Éste es particularmente el caso de los bienes de consumo duradero, en que esas presiones suelen llevar al establecimiento de esquemas especiales de crédito para financiar compras que no podrían efectuarse con el ingreso disponible de inmediato. En términos más generales, las modalidades que han tenido el desarrollo y la distribución consiguiente del ingreso determinan que un sector de la población tenga niveles absolutos de ingresos por persona similares a los que han alcanzado los estratos más ricos de los países industrializados, lo que lleva naturalmente a que procuren reproducir las formas de vida de éstos. A su vez, ello supone una propensión muy alta a un tipo de consumo que en las condiciones actuales habría que calificar de suntuario, y al desaprovechamiento del potencial de ahorros que podría atribuirse al alto grado de concentración de los ingresos.

En resumen, viene configurándose un patrón de inversiones en el que se advierten varios rasgos preponderantes: una cuota apreciable de los recursos se canaliza con vistas a atender una demanda muy diversificada de la población de ingresos más altos, lo que involucra inversiones en inicio o ampliación de capacidades de producción de bienes de consumo en varios niveles generales de consumo; al hacerlo, se reproducen formas similares de producción y se asimilan técnicas productivas similares a las economías industrializadas, que se caracterizan, entre otras cosas, por una alta densidad de capital y escasa absorción de mano de obra; al orientarse principalmente hacia la demanda de la población de ingresos superiores, radicada en su mayor parte en los centros urbanos, contribuye a una mayor concentración regional de la actividad económica y a acentuar las disparidades de desarrollo regional. Es decir, se trata de un patrón de inversiones que tiende a concentrar el crecimiento en términos sectoriales y espaciales, y en torno a determinados componentes de la demanda.

En ese contexto, los dos problemas de movilización de recursos para la formación de capital se plantean en términos muy diferentes a lo que ocurriría en un esquema de desarrollo orientado preferentemente hacia las necesidades de la mayoría de la población y a contener la expansión del consumo suntuario. En un caso, el problema radica en aumentar sustancialmente la tasa de ahorros monetarios y en perfeccionar mecanismos de intermediación financiera que los canalicen hacia los usos y las inversiones más rentables, dados los actuales patrones de consumo y de distribución del ingreso, sin olvidar que esa orientación implica necesariamente que las relaciones producto-capital serán relativamente bajas y que en un margen no despreciable del “potencial de ahorro” se desviará hacia el financiamiento del consumo. En el otro caso, cuando menos una cuota mucho mayor del ahorro monetario estaría destinada a transformarse en inversiones efectivas, y éstas podrían asignarse a fines de mayor efecto y con repercusiones también mayores sobre los equilibrios sectoriales y la absorción de mano de obra.

Es notorio, por ejemplo, que en algunos sectores rezagados la relación entre inversión y ahorro es más directa; una alta cuota de la inversión está formada por construcciones y obras de diversa naturaleza, en cuyo caso buena parte del “ahorro” requerido puede quedar provisto automáticamente bajo la forma de contribuciones de trabajo, lo que puede ser particularmente significativo en la ampliación y el mejoramiento de la infraestructura agrícola. Otras formas de inversión corresponden al objetivo de mejorar las condiciones de producción, desde niveles muy retrasados a otros “intermedios”, para los que se requieren herramientas y maquinarias relativamente sencillas, así como la capacitación de la mano de obra, exigencias que pueden atenderse con recursos internos y sin requerir para ello mayor “ahorro” en forma de medios de pago al exterior; además, este tipo de inversiones se traduce, por lo general, en aumentos más o menos inmediatos de la producción y, en consecuencia, pueden involucrar un mínimo de presiones inflacionarias. Todo ello, a la par que aumentaría el volumen total de recursos, aseguraría la disponibilidad suficiente para atender al desarrollo selectivo de las actividades más tecnificadas a las que se atribuya mayor prioridad.

4. Magnitud y componentes del ritmo de crecimiento

Es natural que el conjunto de factores a los que se ha hecho referencia encuentre expresión en la magnitud del ritmo global de crecimiento y las dificultades para alcanzar y sostener tasas más elevadas. En primer lugar, porque mientras más ponderación tienen las inversiones del tipo que se ha comentado, menor resulta ser el producto que se genera por unidad de capital, de modo que se requerirían unos coeficientes de inversión mucho mayores a los relativamente moderados que se registran para que la tasa de crecimiento del producto aumente significativamente. En segundo lugar, están los problemas que derivan del lado de la demanda y hasta el significado mismo del ritmo de crecimiento.

En efecto, una tasa de expansión relativamente baja para la economía en conjunto -por ejemplo, 4 a 5% de aumento anual del producto global- puede involucrar ritmos relativamente altos -8% o más- de crecimiento del sector moderno, si éste concentra la mayor parte del esfuerzo del desarrollo. Y tratándose de un tipo de producción orientada principalmente a bienes de consumo relativamente suntuarios, con vistas a un mercado más bien restringido y constituido por la población de altos ingresos, así como considerando los otros factores que dificultan la formación de capital en ese sector, esa tasa de 8% o más representa probablemente unos límites difíciles de sobrepasar. En otras palabras, el problema no puede plantearse sólo en términos de que se registran ritmos bajos de desarrollo, sino también de que se logran tasas relativamente altas (y acaso próximas a un máximo en el contexto del esquema en que se alcanzan) en el sector moderno, y otras extremadamente bajas en los sectores no modernos, como sería el caso, para citar un ejemplo, de la producción de alimentos básicos para el mercado interno.

Iguales limitaciones sugiere, dentro de ese esquema, el comportamiento de la demanda. Ha sido típico el extraordinario dinamismo de la demanda de bienes de consumo duradero en las etapas en que van sustituyéndose las importanciones de ese tipo de bienes y cubriéndose las demandas acumuladas en virtud de anteriores restricciones cuantitativas a sus importaciones; pero ha sido también igualmente notorio su comportamiento mucho menos dinámico una vez que se completa la sustitución y se satisfacen las demandas acumuladas con anterioridad. A este respecto, la industria de fabricación o ensamblaje de automóviles constituye una ilustración quizá extrema, pero muy aleccionadora, en la experiencia de otros países latinoamericanos, de fenómenos de esta naturaleza. Las industrias comienzan a establecerse frente a un mercado cuyos reclamos no son capaces de satisfacer inicialmente, lo que lleva incluso a la proliferación de numerosas empresas; sin embargo, a corto andar se renueva parte del parque de vehículos “anticuados”, se satisface la demanda acumulada, se llega a la mayoría de la población de altos ingresos, y la demanda se hace rápidamente menos dinámica, lo que suele llevar a la consolidación o al retiro del mercado -con todos los costos sociales que ello involucra- de algunas de las empresas establecidas en la euforia inicial del desarrollo de estas actividades.

En cualquier caso, lo que parece sugerir todo esto es que resulta cuando menos suficiente limitarse a registrar la lentitud del ritmo global de crecimiento. En los hechos hay un segmento de la economía -el segmento “moderno”- en el que las tasas de expansión son relativamente altas, en tanto que otro sector exhibe ritmos de crecimiento muy inferiores a un franco estancamiento.

5. Origen y consecuencias de los problemas ocupacionales

En la conformación que ha tomado la estructura de la capacidad productiva, en la que destacan como elemento dinámico las actividades de menor capacidad de absorción de mano de obra; en el rápido proceso de extranjerización, que entre otras cosas significa la reproducción indiscriminada de otras formas de producción; en las limitaciones de la formación de capital, y en la lentitud del ritmo global de crecimiento, se encuentran sin duda las raíces de los problemas de desocupación y subempleo.

No está de más anotar de paso que, si bien estos problemas se han estado gestando en el curso de la evolución histórica, en los últimos años adquieren una dimensión que obliga a atribuirles mucha mayor importancia en la formulación de las políticas de desarrollo. Por ejemplo, con referencia a América Latina en conjunto, en el curso de las dos últimas décadas, la proporción de empleo en la agricultura ha descendido de más de 53% a alrededor de 42%; pero ese descenso relativo no se tradujo en aumentos significativos de la proporción de empleo en los sectores productores de bienes y servicios básicos no agrícolas, que era de 23.5% en 1950 y se mantiene hasta hoy por debajo de 25%. Incluso ha habido una ligera disminución en la proporción de empleo en la industria manufacturera, por el estancamiento en la cuota de ocupación en la industria artesanal. En estas condiciones, el descenso relativo de la ocupación agrícola tuvo su contrapartida en los sectores del comercio, las finanzas y los servicios diversos, que han llegado a absorber un tercio del total de la fuerza de trabajo. Las “actividades no especificadas”, que en lo esencial representan desempleo o empleo en servicios marginales de bajísima productividad, duplican con creces su representación entre 1950 y 1969 (de 2.3 a 5.6%), y la mayor parte de ese incremento tiene lugar desde 1960.

De ahí que, si bien no sean todavía manifiestos índices muy altos de desempleo abierto, la subocupación constituye un problema muy severo. Algunas estimaciones disponibles, de nuevo para el conjunto de América Latina, referidas a 1960, concluyen que el desempleo y el subempleo -este último expresado en términos de desocupación equivalente- representaban entonces más de 27% de la población activa total, es decir, 25 millones de personas. La agricultura concentraba la mayor parte de la desocupación, seguida por las actividades no especificadas y diversos servicios, con proporciones menores en la industria manufacturera y los servicios básicos.

Índices tan dramáticos reflejan en gran medida los resultados de la concentración del crecimiento en actividades muy capitalizadas, relacionadas directa o indirectamente con la producción de bienes y servicios de consumo duradero o suntuario. En tanto persista un esquema de esa naturaleza, resultará necesariamente limitada la capacidad de absorción de la población activa, tanto porque se reducen los recursos de inversión disponibles para otras actividades, como también porque el patrón de la demanda limita la expansión de estas mismas actividades. Se plantea así la contradicción entre unos ritmos altos de crecimiento de la fuerza de trabajo y un esquema de desarrollo que por su propia índole acrecienta lentamente las oportunidades de empleo.

Así, pues, resultan claras las vinculaciones entre la concentración del ingreso y los problemas ocupacionales. Pero se trata también de una relación reversible, puesto que las características del empleo se traducen a su vez en un factor más que tiende a perpetuar o a acentuar la regresividad en la distribución del ingreso. En primer lugar, la población desocupada o subempleada constituye una proporción importante de las familias que quedan situadas en los tramos más bajos del ingreso, las que, como se ha dicho, en el caso particular de Chile perciben una proporción del ingreso incluso notoriamente inferior a la que perciben en otros países latinoamericanos. En segundo lugar, la presencia de esa masa de desempleo y subempleo se constituye en una suerte de reserva de mano de obra, que debilita el poder de negociación y deprime la participación en el ingreso de los trabajadores ocupados, incluso de los que han tenido acceso al “sector moderno”.

De algún modo, se cierra el círculo que caracteriza el funcionamiento actual del sistema, en el cual puede visualizarse con claridad cómo, a partir de una concentración muy alta del ingreso, se genera una cadena de consecuencias que termina por reforzar necesariamente esta concentración. Queda claro al mismo tiempo que aquellos problemas que usualmente ponen de manifiesto los “diagnósticos” de desarrollo de países como el nuestro -la lentitud del ritmo de crecimiento, las bajas tasas de ahorro y de formación de capital, la insuficiencia de la economía para asegurar oportunidades de empleo productivo al incremento de la población de edad activa, los altos grados de concentración en la distribución del ingreso, las pronunciadas diferenciaciones en el desarrollo regional interno, la tendencia al desequilibrio exterior y la extranjerización creciente- no constituyen otros tantos factores más o menos independientes entre sí, que obedecen cada uno a sus propias causas, sino que por el contrario están todos interrelacionados y reconocen causas comunes.

III. Las opciones presentes

En ese proceso han llegado a plasmarse, entretanto, contradicciones muy profundas, de modo que si se considera la situación actual como punto de partida para encaminar esfuerzos futuros, no podrían ignorarse cuestiones que hoy son básicas.

Una de ellas está en el grado de diferenciación económica y desintegración social que ha llegado a registrarse. Las condiciones de marginalidad en las que queda una cuota significativa de la población y las diferencias sustanciales de nivel de ingreso y condiciones de vida entre distintos estratos de la población tienen incluso una expresión urbanística: la ciudad se organiza en torno a barrios residenciales que se identifican claramente con determinada posición en la escala distributiva, y que quedan dotados no sólo de un tipo de vivienda, sino también de servicios (de movilización, de disponibilidad de áreas verdes, etc.) en consonancia con aquellas posiciones. Además, la marginalidad ha dejado de ser un fenómeno exclusivo de los centros secundarios, fenómeno que se percibe con claridad en los últimos años. Por otra parte, los problemas ocupacionales y los bolsones de subempleo son de extraordinaria magnitud. El grado de extranjerización está ya muy avanzado, y los desequilibrios de otra suerte se han agudizado hasta límites difíciles de sostener.

Cabe preguntarse, pues, cuáles son las perspectivas y las opciones que quedan abiertas para el futuro próximo. Por supuesto, cualquier referencia a ello puede tener poco sentido en torno a una generalización sobre América Latina; conviene, por lo tanto, referirla en términos más específicos a la situación particular de Chile, y aun así sin más propósito que anotar superficialmente algunos aspectos generales.

En una caracterización gruesa del asunto, cabría interpretar la experiencia de la última década como indicativa de que es poco lo que puede esperarse de acciones parciales, encaminadas a corregir determinados aspectos particulares, sin adentrarse en lo esencial del funcionamiento del sistema. En otras palabras, que tendría poco que aportar un “esquema reformista”, y que a partir de la situación actual las opiniones son necesariamente extremas: o afianzar y reforzar el patrón general del crecimiento que ha tenido lugar, o modificar drásticamente el sistema y definir una estrategia de desarrollo sustancialmente distinta.

1. La prolongación del esquema actual y nuevos factores que pudieran facilitarlo

Pese a la intensidad de las contradicciones que ha desatado, no podría afirmarse que el esquema reseñado en páginas anteriores está necesariamente agotado. Lo que sí parece claro es que su prolongación supone como requisito que se acentúe aún más su carácter, al precio de una mayor concentración y extranjerización. Es de esa acentuación de donde puede derivar un dinamismo algo mayor, que aumente en alguna medida las tasas de la formación de capital, el ritmo de crecimiento y los niveles de ocupación. Su contrapartida inevitablemente sería un acrecimiento de la marginalidad y las diferenciaciones sociales y económicas que a su vez suponen una conducción política más fuerte, más conflictiva y, por lo mismo, más represiva.

Las “válvulas de escape” que pudieran conciliar -dentro de ese esquema- un crecimiento más rápido con algún cambio positivo en la distribución del ingreso parecen de dudosa viabilidad o eficacia.

Una de ellas se refiere a los efectos que pudiera tener una mayor diversificación de las exportaciones al mercado mundial, y conduce, por lo tanto, a la proposición de encauzar una cuota apreciable de los esfuerzos en fortalecer la capacidad exportadora del país en rubros significativos de la producción industrial. Cabe señalar que el propósito no es nuevo, sobre todo desde los primeros planteamientos discutidos en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), y corresponde a una aspiración bastante generalizada de los países subdesarrollados, que no logra, sin embargo, traducirse en resultados concretos. Aun dejando de lado los obstáculos externos, que tienen que ver principalmente con la apertura de mercados bajo alguna suerte de consideraciones preferenciales, están los que derivan de la estructura económica interna, en el sentido de que la baja productividad prevaleciente en la mayor parte del sistema difícilmente puede apoyar unas actividades eficientes de exportación de manufacturas. Para lograrlo, se requeriría no sólo concentrar en ellas buena parte de los recursos de inversión, sino además hacerlo en torno a unas iniciativas lo más autosuficientes posibles, en las que se incorporara la tecnología más moderna, y desvinculadas en todo lo posible del resto de la economía nacional. Es decir, reproducir en el terreno industrial el tipo de enclaves que caracterizó el desarrollo de las actividades extractivas de exportación. Ello contribuirá, sin duda, a mejorar la posición de balance de pagos y acrecentar la capacidad para importar, aspecto que en la coyuntura chilena de los últimos años ha distado mucho de ser un escollo al crecimiento interno, pero tendría escasos efectos sobre la ocupación y el mejoramiento de los ingresos reales de la mayoría de la población.

Otra posibilidad similar consistiría en apurar el financiamiento de los esquemas de integración económica latinoamericana, ya sea en el ámbito de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) o de la integración subregional andina. A este respecto, es también legítimo albergar más de una duda sobre la significación que pudieran tener esos esquemas en una estrategia de corto plazo para la economía nacional, a la luz de los escasos avances ocurridos desde que se pusieron en marcha los primeros esfuerzos, y teniendo en cuenta que no basta para ello la voluntad unilateral, sino que se requiere la decisión simultánea de países que enfrentan una diversidad de problemas. Pero más allá de ello está la cuestión de que, reconociendo los beneficios potenciales que encierra una mayor integración económica, sus resultados dependen mucho de la forma en que se la promueva y los instrumentos que se utilicen. Encauzada a través de esquemas más o menos “liberales”, no es una sospecha infundada que la integración pudiera quedarse en el plano de “integrar” y dar nuevo vigor y dinamismo precisamente a las actividades que se orientan hacia las demandas de consumo duradero de los sectores de alto ingreso, contribuyendo así a acentuar las disparidades internas ya existentes. También están las posibilidades -confirmadas por los hechos de los últimos años- de que en tales condiciones los beneficiarios más intermediarios de la integración sean las empresas extranjeras, abriéndose así un nuevo y poderoso vehículo para reforzar el proceso de extranjerización. Por último, no cuesta anticipar más de algún factor derivado de la integración que influirá negativamente sobre los niveles ocupacionales y la distribución del ingreso existente en el país.

En suma, ciertamente podría hacerse algo en una y otra dirección, pero difícilmente en una escala tal que llegara a colocarse como aspecto central de una estrategia de desarrollo a corto plazo. Aun si ocurriera así, es dudoso que sus efectos se tradujeran en contribuciones significativas a los problemas presentes, particularmente en materia de ocupación y distribución del ingreso. La única perspectiva segura sería, por lo tanto, la de una prolongación del “esquema concentrador” en sus variantes más descarnadas, con las consecuencias del caso no sólo en el plano económico, sino también en el social y en el político.

2. Una nueva estrategia de desarrollo

La alternativa se limita, pues, a un cambio sustancial del esquema de crecimiento, a la definición de una nueva estrategia de desarrollo, con todo lo que ello supone en términos de factores favorables y obstáculos, así como de requisitos y consecuencias políticas.

En esencia, esa estrategia podrá caracterizarse como un esfuerzo para provocar modificaciones drásticas en la concentración de la propiedad y en la distribución del ingreso; para reorientar el esfuerzo productivo hacia las necesidades básicas de la población, no asignando nuevos recursos de la población de bienes suntuarios, y aun reconvirtiendo en los casos en que fuera posible la capacidad ya instalada a otros fines; para levantar la productividad de los sectores más rezagados del sistema a través de una asignación de recursos que tienda a atenuar las disparidades sectoriales y regionales de modernización y eficiencia, y para ajustarse a una política más selectiva de nuevos desarrollos, orientados principalmente a la producción de bienes de capital, insumos básicos o determinados productos de exportación.

En un esquema de esa naturaleza, se concibe que las relaciones circulares descritas en páginas anteriores contribuirán a reforzar efectos positivos. La estructura de la capacidad productiva tendría que ir adaptándose progresivamente, en su composición sectorial y por tipo de actividades, a una composición de la demanda -reflejo de una distribución más equitativa del ingreso- en la que cobran dinamismo los sectores que hasta hoy se califican como “vegetativos”. Estos últimos se caracterizan en general por menores requerimientos de capital y mayor capacidad de absorción de mano de obra; en consecuencia, el levantamiento rápido de la tasa de ahorro y formación de capital deja de ser un requisito esencial para acelerar el ritmo global de crecimiento, lo que se ve fortalecido, además, porque en esas ramas de producción la economía chilena registra márgenes amplios de capacidad ya instalada y no utilizada plenamente. En esas mismas actividades en las que predominan los estratos “no modernos” del sistema, en consecuencia, canalizar precisamente hacia ellos una cuota bastante mayor de recursos significa un mejoramiento de los estratos en los que se ubica no sólo la mayoría de la población activa, sino especialmente aquella que configura los tramos más bajos de ingreso. El carácter de los sectores que cobrarían mayor dinamismo y el ritmo más alto de crecimiento económico global permitirían reabsorber los bolsones de desocupación y subempleo, lo que a su vez sentaría bases reales para acentuar una redistribución progresiva del ingreso.

Puesta así, parece una visión bastante simplificada del asunto, en la medida en que no se califica una serie de aspectos complementarios y no se hacen explícitos obstáculos y dificultades previsibles. Por ejemplo, es claro que de lo que se trata es de identificar dónde se concentrarían los mayores esfuerzos, lo que no significa preconizar que no se haga nada en aspectos ciertamente importantes como el comercio exterior y la integración latinoamericana, si bien con una visión distinta y consistente con otro esquema de funcionamiento del sistema económico nacional. De igual modo, la validez de algunos de los planteamientos fundamentales no es limitada y hay que apreciarla en la perspectiva de un periodo inmediato, a partir del cual podría ser necesario redefinirlos.

Este último es el caso de la tasa de acumulación de capital: a mediano plazo resultará indispensable su aumento para mantener un ritmo rápido de crecimiento, en tanto que a corto plazo los problemas se sitúan más en relación con el aprovechamiento de las capacidades de producción ya disponibles que con la acción de nuevas capacidades. Lo es también del sector externo: a largo plazo Chile necesita -incluso por el tamaño absoluto de su economía- un esfuerzo de especialización que le permita una integración eficaz en la economía mundial, pero a corto plazo se cuenta con una situación del sector externo relativamente favorable y suficiente para apoyar el fortalecimiento del conjunto de la economía interna. Respecto de una y otra cosa, un periodo intermedio en que predomine la atención dirigida al aumento de producción y productividad de los sectores más rezagados crearía condiciones básicas positivas para abordarlas con más fuerza en una etapa posterior: en efecto sería más fácil acrecentar la tasa de acumulación de capital en el contexto de un crecimiento rápido orientado a superar los déficits de abastecimiento de consumos esenciales de población, y será más fácil desarrollar líneas de exportación a partir de una mayor homogeneidad del sistema económico nacional.

Más de un obstáculo deriva del grado de distorsión al que se ha llegado ya y que no será fácil corregir. Un ejemplo muy ilustrativo de ello se encuentra en la estructura de consumo y la composición de la demanda. De atenerse a las tendencias que derivan de la “conducta espontánea” de los consumidores en los últimos tiempos, no resultaría del todo evidente que una redistribución progresiva del ingreso llevara automáticamente a disminuir la presión por bienes de consumo no esenciales o suntuarios y acrecentar la demanda de bienes y servicios básicos. Es notorio, por ejemplo, cómo en algunos estratos de la población ha operado en la distribución del presupuesto familiar una sustitución de parte de los gastos en alimentación -que la mantienen o la llevan a niveles insuficientes- por las cuotas que financian el automóvil particular. A partir de “perversiones” como ésa en las aspiraciones de consumo, cobran importancia especial modalidades redistributivas que de algún modo tiendan a corregirlas y reorientarlas, incluso un balance más racional -a nivel del ingreso medio de la economía chilena- entre formas de consumo individual y de consumo colectivo (una vez más, los automóviles constituyen una buena ilustración: mejor movilización colectiva o más vehículos de uso individual).

Todo ello supone una conducción económica, en sus orientaciones y el instrumental de política económica que resulta más relevante, bastante distinta de la que se ha caracterizado en la experiencia anterior. Además, está la cuestión esencial, entre muchos otros aspectos importantes, de la viabilidad política de una estrategia de esta naturaleza, lo que a su vez depende de los grados de contradicción y solidaridad entre distintos estratos de la población trabajadora que se ubican en diferentes partes del aparato productivo.

A este último respecto, es probable que hayan ocurrido en los últimos años, y continúen ocurriendo, cambios significativos que tienden a disminuir la importancia de las contradicciones entre sectores de asalariados y trabajadores por cuenta propia, y a acentuar en cambio lazos de solidaridad. Lo cierto es que el proceso de concentración va afectando intereses cada vez más extendidos. Por ejemplo, la concentración de los servicios de distribución en torno a grandes supermercados afecta a un número importante y creciente de pequeños comerciantes minoristas, para quienes, por lo demás, suele resultar bien difícil reorientar su trabajo a actividades distintas. De igual modo, los pequeños y medianos industriales se ven avasallados por la creciente concentración en grandes empresas y el grado cada vez mayor de monopolización de la producción. El mejoramiento de la posición relativa de los sectores medios constituidos por empleados de los sectores público y privado, que desde la década de los cuarenta tuvo como contrapartida un deterioro relativo de la posición de los trabajadores manuales, encuentra límites que no pueden sobrepasarse dentro del mismo esquema; por el contrario, en tanto no se afecte a los grupos de interés extranjeros y nacionales que hoy reciben el beneficio de la concentración, se verán confrontados a presiones tributarias cada vez mayores y les resultarán menos eficaces otros mecanismos que en el pasado facilitaron su acenso, como ocurre particularmente con la educación. A la proporción minoritaria de trabajadores que tienen acceso a actividades comprendidas en el “sector moderno” -donde obtienen remuneraciones absolutas considerablemente mayores al promedio general de salarios- les resulta cada vez más difícil defender sus niveles de ingreso real, frente a los índices crecientes de desocupación y marginalidad que se registran en el resto de la población trabajadora.

Es, probablemente, de la comprensión que llegue a tenerse de la naturaleza íntima de estos problemas de lo que, en definitiva, dependa la viabilidad política de una nueva estrategia de desarrollo.

1 Véase, por ejemplo, el Estudio económico de América Latina de 1968 (CEPAL [1969]. Nueva York: CEPAL), y los primeros documentos publicados por el Grupo Regional del Plan de Ottawa, de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

*Publicado originalmente en Cuadernos de la Realidad Nacional, núm. 5, septiembre de 1970. Estas notas recogen planteamientos formulados por el autor en un seminario sobre distribución del ingreso dictado en Escolatina en el primer semestre de 1970. Varios aspectos de la discusión se apoyan en los antecedentes contenidos en trabajos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL); asimismo, en conceptos desarrollados por diversos economistas, entre ellos Aníbal Pinto, Zigmund Slavinski, Charles Rollins, María C. Tavares y Carlos Matus, y en las investigaciones de Jorge Bertini y Óscar Garretón sobre el proceso de concentración en Chile, así como de Alberto Martínez y Sergio Aranda sobre la industria y la agricultura en el desarrollo económico chileno. [Resumen redactado por el Consejo Directivo.]

Recibido: 29 de Octubre de 2019; Aprobado: 12 de Noviembre de 2019

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