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Revista de historia de América

On-line version ISSN 2663-371X

Rev. hist. Am.  n.163 Cuidad de México Jul./Dec. 2022  Epub Feb 27, 2024

https://doi.org/10.35424/rha.163.2022.1209 

Documentos

“Trascender el encierro de la historia nacional y abrirse al estudio”. Entrevista a José Carlos Chiaramonte4

*Universidad Nacional de Entre Ríos, Entre Ríos, Argentina, Correo electrónico: l.al.escobar@gmail.com


Introducción

José Carlos Chiaramonte es un reconocido historiador argentino, investigador Emérito del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina (conicet). Profesor Honorario de la Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina. Premio Bernardo Houssay a la Investigación Científica y Tecnológica, 2005. Doctor Honoris Causa de la Universidad del Centro de la Provincia de Buenos Aires, de la Universidad Nacional de Salta, de la Universidad de Concepción del Uruguay, de la Universidad Nacional de Misiones, de la Universidad Nacional de Jujuy y de la Universidad Nacional de Rosario. Director de la Colección Historia Argentina y Americana de Editorial Sudamericana. Desde 1986 a 2012 dirigió el Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Además, ha sido Investigador Nacional en el Sistema Nacional de Investigadores, Secretaría de Educación Pública de los Estados Unidos Mexicanos; así como profesor de grado y posgrado en destacadas universidades en Argentina y en el extranjero.

Nació en Arroyo Seco, un pueblo del sur de la provincia de Santa Fe, en 1931. Segundo hijo del matrimonio conformado por Berenice E. T. Buonocore y Cayetano J. Chiaramonte. Su padre, de labor comerciante, pero aficionado a la literatura y a la política -en el Partido Demócrata Progresista-, falleció cuando tenía 10 años, lo que llevó a la familia a trasladarse a la cercana ciudad de Rosario (Santa Fe). Allí continuó sus estudios primarios y secundarios en la Escuela Normal Nacional de Maestros N° 3, “Mariano Moreno”, institución de la cual fue, posteriormente, profesor, Vicedirector y Rector. En 1949 ingresó en la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de Rosario, perteneciente, por entonces, a la Universidad Nacional del Litoral, egresando en marzo de 1956. Según Chiaramonte, “con una fantasía propia de la adolescencia, decidí que, por razones metodológicas, antes de hacer la carrera de Historia, tenía que hacer la carrera de Filosofía. Entonces, rendí varias materias que eran comunes a las dos carreras y terminé Filosofía”.

Luis Alberto Escobar (LAE): ¿Cómo llega a la idea de estudiar historia, desde dónde?

José Carlos Chiaramonte (JCH): Bueno, no debería confesar esto en público, mi afición por la historia empezó con la historia de las momias de Egipto, en un manual de historia antigua muy malo que tenía mi hermana. Ahí empezó mi interés por historia antigua, cuya lectura continúo y a veces alterno con novelas policiales, con lectura de literatura general o historia antigua.

Hoy la historia antigua se estudia cada vez menos. No hay lugar diríamos para esta área, dado que los conocimientos históricos han avanzado tanto que, en algunos países, como México, por ejemplo, se discutía si suprimir o no la historia antigua de los planes de estudio escolares. Lo cual es una lástima, porque de alguna manera, la historia grecolatina daba un panorama general de la política que servía de base para la formación.

LAE: Podría mencionar cómo y dónde comienza su vida como profesor universitario.

JCH: Me recibí en marzo de 1956, en la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de Rosario, que por entonces tenía cuatro carreras: Filosofía, Letras e Historia, en la sede de Rosario, y Ciencias de la Educación, en la ciudad de Paraná, como homenaje a su tradición pedagógica, pero que era dependiente de Rosario y, a su vez, de la Universidad Nacional del Litoral (UNL). Al año siguiente se llamó a concurso interno para graduados para cubrir interinatos en las cátedras de Paraná de Ciencias de la Educación. Si bien yo tenía pocos antecedentes, como algún artículo publicado, obtuve la cátedra de “Historia de la Cultura Argentina y Americana”, que después se llamó “Historia de la Cultura Argentina”, una cátedra que era común en todas las carreras del país. Después, la carrera de Ciencias de la Educación, al separarse de Rosario, fue una nueva unidad académica dependiente de la UNL, de manera que tuve entonces cátedras en Paraná y Santa Fe.

Recuerdo que viajaba en auto, daba clase en Santa Fe y en una hora tenía que cruzar la isla para llegar a dar clases en Paraná, donde dormía. Esta ciudad era por entonces un oasis de tranquilidad, antes del túnel subfluvial, sobre todo. En Santa Fe conocí a Hugo Gola, a Juan José Saer y amigos de ellos; en Paraná visitaba a Juan L. Ortiz.

LAE: ¿Cómo organizó su primera cátedra?

JCH: En el caso de “Historia de la Cultura Argentina”, ya tenía lecturas, y elegí, como tema predominante, la etapa inicial de la Revolución de Mayo y los antecedentes ilustrados. La Ilustración se convirtió en mi tema de investigación, desde esa cátedra en adelante, durante bastantes años. La idea era explicar los conflictos del pasado, sobre todo en un momento en que aún influía el clima intelectual de la segunda posguerra, la lucha contra el fascismo y contra el nacionalismo de derecha. En parte lo veía como una forma de indagación de fuentes intelectuales de la política del momento. Pero mi prevención era hacerlo sin pagar tributos a los prejuicios, fuera cual fuera el resultado. En relación a esto, hice un posgrado en Buenos Aires con José Luis Romero, de quien conservo una muy buena impresión; era un hombre muy amable y generoso. Si bien era medievalista -su principal libro trata de la edad media y la formación de la burguesía-, tiene, entre otros, un libro de artículos, Argentina: imágenes y perspectivas, que no son buenos porque simplifica todo diciendo que la revolución de mayo nace de la Enciclopedia, pero lo confiesa en el prólogo, exponiendo “son artículos militantes”; la confesión habla muy bien de él, pero no del contenido de su libro.

Volviendo a la organización de la cátedra, hice el programa a partir de lo que quería enseñar. Resultaba difícil conseguir bibliografía en 1957, además, usaba libros que hoy ya están olvidados, como cosas del pasado. La Generación del 37 la estudié mucho por la floración de ediciones que hubo debido a un aniversario del fallecimiento de Esteban Echeverría. Los estudiaba todo con resúmenes, son cosas que se perdieron cuando los militares en 1975 allanaron mi casa en Bahía Blanca; me tuve que ir a México y se perdió un archivero completo y su contenido, todos los papeles de la cátedra de Paraná se fueron allí. La cátedra fue bastante improvisada, yo llegaba y exponía un resumen de mis lecturas frente a los alumnos que tomaban notas, no era una clase muy activa, no empleaba recursos didácticos; como siempre tuve complejos de tener una letra espantosa, debido a que en cuarto grado de la escuela primaria tuve que rendir caligrafía, entonces ni usaba el pizarrón. Y, sin embargo, los alumnos opinaban que las clases eran buenas.

Luego llega un segundo momento, en que la facultad renueva su estructura y se convierte en departamental, y ahí me asignan tres cátedras, es decir, una que ya tenía, pero transformada en “Historia de la Cultura Argentina” a secas, y otras dos, “Sociología Argentina” e “Historia de la Ciencia”. De esta última aprendí mucho estudiando para dar las clases, no era algo a lo que yo me hubiera presentado. Y “Sociología Argentina” era un gran problema, pero me salvó una colega más joven que yo, de la cual tengo un recuerdo buenísimo, que fue la primera esposa de Juan Carlos Torre, ya fallecida, Celia Durruty. Un día se presenta Celia Durruty en Rosario buscando trabajo y le conseguí una adjuntía en mi cátedra, ella me organizó “Sociología Argentina”, era más bien una historia sociológica, empezamos con un trabajo de Halperin sobre el Río de la Plata a fines del siglo XVIII.

Otra persona que me pidió trabajo fue David Viñas, le hice organizar un seminario especial, él tenía unos cien alumnos y yo quince (risas). Ahora, era un irresponsable imperdonable, cuando consiguió otro trabajo abandonó todo, dejó a los alumnos sin nota, tuve que perseguirlo para conseguir algo que no conseguí y la facultad me echaba la culpa a mí. Era una vedette, una vez me invitaron de un teatro independiente en Paraná a conversar con él, me colé un poco sin darme cuenta, Viñas comienza a hablar y, de repente, pega un salto, toma una silla y se ubica en el escenario y de ahí le habla a los demás (risas); eso lo pinta entero.

Yo no era pedagogo, y en general tenía cierto prejuicio, pero un prejuicio a veces bien fundado y otras no, sobre esa parafernalia pedagógica. Entonces, desde el punto de vista docente yo no era un buen ejemplo (risas).

LAE: ¿Y qué era, para ese entonces, “historia cultural”? ¿En qué tipo de enfoque historiográfico se fundamentaba?

JCH: Historia cultural era una historia de la evolución del pensamiento. Una historia de las ideas, como solía ser llamada, después empezaron otras denominaciones, pero sustancialmente era eso. Se trataba de algo que costó trabajo reemplazar por algo distinto. Me ocupé de esto en un libro, Fundamentos intelectuales y políticos de las independencias. Nota para una nueva historia intelectual de Iberoamérica, subtítulo pretencioso. Pero en general trato de ver qué es, qué tipo de enfoque de la circulación de las ideas, de los conceptos, y, sobre todo, llamando la atención a que, si bien, esquematizando mucho, nos hemos ocupado de los grandes nombres, sus grandes ideas, hemos descuidado que las sociedades tienen un trasfondo cultural profundo que no siempre es cambiado por las modas del día. Y notas, en la historia concreta, que hay personajes que recitan los autores de la época, por un lado, y actúan después con criterios que vienen de siglos anteriores. El que mejor describió eso fue Paul Valéry, en su “Prólogo a las Cartas Persas”, cómo una noción profunda va guiando la conducta de los hombres sin que sean conscientes de ello. Yo lo he transcripto y comentado varias veces en diversos trabajos. Te leo un resumen del prólogo de Valéry, “una sociedad se eleva desde la brutalidad de tal orden, para ello se hacen necesarias fuerzas ficticias, el orden exige la presencia de cosas ausentes, compromisos y obstáculos imaginarios que tienen efectos bien reales, poco a poco lo sagrado, lo justo, lo legal se graba en las mentes y se cristaliza, y todo ello subsiste por el poder de las imágenes y de las palabras. Tan natural como la naturaleza nos parece, entonces, el mundo social al que solo la magia sostiene, un edificio de encantamientos basado en escritura, en palabras acatadas, promesas mantenidas, imágenes eficaces, costumbres y convenciones observadas, ficciones puras todo ello que la costumbre hace que nos parezca tan estable, tan espontaneo, como el mundo físico. La vida del pueblo organizado está tejida con lazos múltiples que en su mayoría se pierde en la historia y saludan los tiempos más remotos, nadie sabe ya cuáles fueron sus decursos y pueden seguir su sabor amargo”. Es notable, lástima que luego de esto, el final es tan pesimista. Además de poeta, es un notable ensayista que vale la pena leer.

LAE: En relación al punto de materiales bibliográficos, y considerando las ciudades de Paraná, Rosario y Santa Fe donde se movía a mediados de los cincuenta y los sesenta, comentaba que era dificultoso conseguir libros, ¿cómo era la circulación de libros y revistas?, ¿cómo se articulaba esa circulación en la región?

JCH: Estamos en 1957, no existían computadoras, no existía correo electrónico, no existía digitalización, aunque sí fuentes microfilmadas, pero pocas. De manera que los recursos bibliográficos consistían en el uso de bibliotecas y la compra de libros y, sobre todo en las cátedras, en el uso de fotocopias. De lo que tengo un buen recuerdo es que aparece el primer libro de Hobsbawm en el país, Las revoluciones burguesas de ediciones Guadarrama -en realidad el nombre original es La era de las revoluciones-, y me vino como anillo al dedo para la cátedra, e inclusive hicimos reproducciones en mimeógrafo. Recuerdo que la primera vez que estuve con Hobsbawm en Buenos Aires, luego de su conferencia, pedí hablar a solas con él, y le mostré muy contento… ¡las pirateadas!, para él eran pirateadas (risas), además le conté que todo eso, luego del golpe de Estado de Onganía, lo habían quemado las intervenciones de la Facultad de Ciencias de la Educación.

LAE: ¿Y Usted tenía, o circulaban, catálogos referenciados de historiografía, por ejemplo?

JCH: No, en el caso de historia, había bibliografías dispersas, existían, por ejemplo, muchas fuentes publicadas por distintos organismos del Estado, pero ignoradas. Publicaciones del Archivo General de la Nación, publicaciones de la Biblioteca del Congreso de la Nación, publicaciones de la Biblioteca Nacional, ediciones del Instituto Ravignani, etc. Muchas de esas fuentes estaban ignoradas por falta de una adecuada organización de su difusión. Las visitas a los archivos -que eran costosas, si el acervo no estaba en la ciudad del investigador- se hubieran podido evitar consultando las fuentes editadas. La más conocida para historiadores era la que había publicado Emilio Ravignani, Asambleas constituyentes argentinas, pero había también fuentes de otros organismos, como los que cité, que también hubieran sido útiles.

LAE: ¿Y los catálogos de editoriales como Fondo de Cultura Económica, Paidós, Ariel, estaban disponibles en la región?, ¿eran utilizados por el público universitario local?

JCH: Claro, esas editoriales eran conocidas, por ejemplo, lo que ya te cité de la primera obra de Hobsbawm editada por una editorial española, así como después vino La era del capital, entonces eso lo utilicé mucho en cátedras. Después el uso de material de bibliotecas más que nada, o, por ejemplo, en Paraná la biblioteca de la facultad no era muy bien provista, en ese caso como yo vivía en Rosario, utilizaba la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras.

LAE: Y acerca de las revistas, ¿se utilizaban en las cátedras? ¿Y qué tipo de revistas, de corte cultural y/o de perfil más académico?

JCH: En la universidad cada uno consultaba por separado, de acuerdo con sus gustos, no había una organización, que recuerde, de la circulación de revistas. Ahora, además, qué revistas existían, dependía de la especialidad, para historia había y no eran muy buenas. De manera que no recuerdo haber usado demasiadas revistas para la cátedra, sí utilizaba obras de bibliotecas de historia de la cultura, historia de la filosofía, etc. o trabajos monográficos sobre la Ilustración, sobre todo, ese tipo de materiales.

LAE: ¿Podría nombrar algunos de los textos básicos que sus estudiantes tenían que leer?

JCH: La de Hobsbawm fue una de ellas. Después, libros que pasaron de moda, porque se convirtieron en viejos. Libros que ya están completamente anticuados, Epifanía de la libertad de Ruiz Guiñazú, salió en un momento en el que no había mucha bibliografía, si bien a partir de la segunda posguerra comenzó a acelerarse la producción bibliográfica en todo el mundo. Décadas después se generó un problema distinto, que fue la excesiva cantidad de ediciones, yo siempre utilizaba esta metáfora, cuando me había recibido de maestro en 1948, que ya era muy lector, reservaba un poco de mis ingresos para una vez por mes ir a comprar libros, y era difícil encontrar un libro interesante, un poco más de veinte años después el problema era que sobre un mismo tema había excesiva cantidad de libros y se necesitaba una orientación. Esa es una época en que ahora recuerdo utilizábamos, por ejemplo, una historia económica argentina de un historiador tucumano abandonada hace mucho tiempo, Del Virreinato a Rosas. Historia económica argentina, de Horace Bliss; en “Historia de la Cultura Argentina” los textos de Francisco Romero, de Ángel Virasoro, de Alejandro Korn que era uno de los autores más leídos, las historias de Mitre, Historia de Belgrano e Historia de San Martín. También un libro de un historiador norteamericano, Thomas McGann, Argentina, Estados Unidos y el sistema interamericano. Bueno, uno se manejaba con retazos de libros, muchos de los cuales son actualmente bibliografía anticuada. De Juan Agustín García, Obras Completas, retomaba algo sobre la civilización; Introducción al estudio de las ciencias sociales en Argentina y La ciudad indiana, por ejemplo, constituían fuentes de información.

Cuando tuve que organizar “Sociología Argentina”, utilizaba obras de la colección de Hachette de la cultura argentina. Asimismo, Escritos filosóficos de Rivarola, Evolución de las ideas argentinas de José Ingenieros -también ya es un objeto histórico no una fuente, aunque tenía unos fragmentos que todavía siguen siendo buenos. Otra obra que recuerdo es de un historiador panameño, Ricaurte Soler, El positivismo argentino, sobre las ideas de la cultura del positivismo, del cual escribí alguna reseña bibliográfica; años después conocí al autor en México.

LAE: En Paraná publicó sus primeros dos libros Ensayos sobre la ‘ilustración’ argentina y Problemas del europeísmo en Argentina ¿Cómo fue la historia de esas publicaciones, desde la propuesta inicial a la edición definitiva?

JCH: Ensayos era una escritura para las clases. Pero la edición original debió ser distinta, ya que yo decidí suprimir una parte, porque consideré que no estaba bien acabada, es decir, lo que publiqué fue el apartado cultural de historia de las ideas, pero había una primera parte de historia social del Río de la Plata, que decidí no publicarla porque a mi juicio no estaba bien fundada, debido a algo que era complicado para mí como lo es la historia económica. Entonces, quedó la parte de historia de las ideas y la polémica contra las ideas de Guillermo Furlong, tomadas de otros autores, de que las independencias hispanoamericanas se debieron a las influencias del populismo jesuita del teólogo Francisco Suárez del siglo XVI. A principios de este año, hubo una polémica en el diario La Nación, entre el provincial de la Compañía de Jesús, la máxima autoridad de la Compañía y un escritor a quien ayudé a hacer su tesis, Loris Zanatta. Los dos retoman el concepto de populismo jesuita, Zanatta ataca y el sacerdote jesuita contraataca con otros argumentos, pero los dos parten del hecho de que populismo es una palabra condenatoria, peyorativa. Hay toda una corriente a comienzos del siglo XX, en la que Rómulo Carbia en Argentina, Salaberry, un uruguayo, Stoetzer, un argentino-alemán, a quien conocí en Estados Unidos, y otros, sostenían la influencia de Suárez y el populismo, como cosa positiva. Te estoy hablando de lo que me estoy ocupando en estos días de una historia del término populismo por qué pasó de ser positiva a convertirse en negativa.1 Entonces, en Ensayos sobre la ilustración argentina hay una polémica con Furlong, que también la hace Halperin en Tradición política española e ideología revolucionaria de mayo.

Y después, algo que me apresuré quizás a publicar, aunque a mucha gente le fue muy útil, era Problemas de europeísmo en Argentina, también publicado en Paraná. Y ahí tengo un complejo de culpa, porque sin aún estar todavía ejercitado en las artes de la edición, no le di crédito al diseñador de las tapas, un artista plástico rosarino muy bueno, Rubén Naranjo, quien fue el autor de ambas tapas, novedosas para la época, y que la Facultad seguiría utilizando.

LAE: ¿Cómo se distribuían sus libros?, ¿cómo y dónde circulaban?

JCH: Creo que se difundieron bastante, porque mucha gente me conocía a través de Ensayos de la ilustración. Cuando yo ya estaba en México, a partir del ‘75, me escribió el director de la Biblioteca Ayacucho, Ángel Rama, pidiéndome hacer un volumen sobre el pensamiento de la ilustración, basado en que conocía el librito de Ensayos. Me solicitó que hiciera un ensayo introductorio para acompañar unos documentos íntegros, que fue uno de los volúmenes que se llama Pensamiento de la ilustración. Otra vez, por ejemplo, recibí una carta de alguien que recién después conocí en su visita a México, Carlos Altamirano, que dirigía una colección en el Centro Editor de América Latina (CEAL), pidiéndome la reedición de Ensayos sobre la ilustración, al cual le agregué el capítulo sobre los iluministas italianos que había publicado en la revista dirigida por Franco Venturi, la Rivista Storica Italiana. El librito se llama, La crítica ilustrada de la realidad, que era el título que me propuso Rama para el texto sobre la ilustración, y que los editores lo cambiaron por Pensamiento de la Ilustración, entonces lo dejé como título de la introducción a Pensamiento de la Ilustración y lo usé como título para el libro del CEAL.

LAE: Continuando en la temática editorial, la colección Historia Argentina, editada por Paidós y dirigida por Tulio Halperin Donghi, tiene mucha presencia de la facultad de Rosario de aquel momento, dado que es una colección en la que intervienen varios autores que participaban de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación.

JCH: Están Rex González, Halperin, Cortés Conde, de Córdoba Beato y Assadourian. En primer lugar, a Halperin lo conocí después del ‘55 y sobre todo a partir de la formación de la Asociación de Historia Económica y Social de 1963 y de mis viajes periódicos a la cátedra de José Luis Romero, para hacer el posgrado. Halperin firmó un contrato para hacer esa Historia Argentina en fascículos, y le pide a gente joven alguna participación. A Halperin le gustó el capítulo mío, entonces me ofreció hacer el de la Revolución de Mayo, pero yo en Rosario tenía mucha escasez de fuentes de información y, además, no me atreví a hacerlo, no tenía tiempo, tenía otro trabajo que cumplir. Entonces a esa parte la hizo Halperin, más la siguiente, que es el tomo de él. Fue error mío, quizás no para el lector porque lo hizo Halperin.

LAE: Y cómo confluye Usted en una edición junto a Assadourian y Beato, ¿cómo llega a esta colección?

JCH: Carlos Assadourian se había formado con un buen profesor de historia económica de Córdoba, Ceferino Garzón Maceda, los dos, Assadourian y Beato, habían sido ayudantes, y Halperin les propuso a ambos participar en los fascículos, cuando aún estaban bajo la égida de Garzón Maceda.

El proyecto original era parte de ediciones eudeba (Editorial Universitaria de Buenos Aires), que, con el golpe de Onganía de 1966, se pospuso y luego lo retomó editorial Paidós. El proyecto original era publicar pequeños fascículos, por ejemplo, mi texto sobre la Ilustración, del siglo XVIII, iba a ser un tomo separado, y luego Paidós unió dos trabajos en el primer tomo y tres en el segundo, donde estaba el mío. Al producirse el golpe de Estado, y al desaparecer eudeba, en algún momento Paidós compró los derechos y armó esa edición, agrandó la letra y puso un papel grueso, muy bueno. Y algunas cosas incongruentes, como ilustraciones absurdas -mi trabajo está tratando, por ejemplo, de las poblaciones indígenas de aquí y ponen como modelo un indio de una estatua griega (risas)-, armaron como pudieron las publicaciones. Me acuerdo de oírlo a Butelman, el segundo de Bernstein al frente de Paidós, censurar a Halperin por dejarlo todo desordenado, Butelman tuvo que organizar todo para editar eso, Halperin ya estaba en Estados Unidos.

LAE: Y, transcurrido el tiempo, ¿cómo evalúa esa colección?

JCH: Esa obra tuvo mucha difusión, se envió mucho a las cátedras universitarias.

LAE: Pareciera que había una intención expresa, de parte de Halperin, de presentar una nueva generación de historiadores.

JCH: Puede ser, o también puede ser que simplemente se apoyara en quienes él tenía clara noción de que lo seguían o que tenían influencia de los Annales.

LAE: ¿Se puede decir que es la primera colección de renovación de la historia argentina en perspectiva de historia social?

JCH: Sí, evidentemente sí, porque Halperin venía de su experiencia de trabajar con Braudel, la influencia de la llamada escuela de los Annales, aunque muchos historiadores dicen que no era una escuela, sino un conjunto de historiadores, reunidos en una revista. Es decir, la influencia de la concepción de la historia, como historia económica y social, muchos de los participantes estaban también imbuidos por lo mismo. En mi caso, había recogido toda esa información en la cátedra de Romero, en contacto con mucha gente, inclusive con Ruggiero Romano, que viajó varias veces a Argentina, con quien hice dos seminarios y después terminamos siendo amigos. Por ejemplo, Reina Pastor y Haydée Gorostegui de Torres habían estado doctorándose en la Escuela de Altos Estudios, en contacto con Pierre Vilar, con Braudel.

También es extraño, porque no era una obra muy comprensiva, se trató de pequeños trabajos reunidos, pero de todas maneras era la primera fuente importante de información sobre las nuevas orientaciones de la historia.

En relación con esto, destacaría mi último artículo sobre Halperin, publicado en Prismas, para mí, uno de los trabajos de mis últimos años que más me gustan, porque voy más allá de los elogios que merecidamente ha recibido y descubro algunas pautas de sus objetivos historiográficos.2 Descubro que, en Revolución y guerra, pese a que el subtítulo es “Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla”, la Argentina no existe y los argentinos menos. Halperin comete el error de poner a la Argentina como existente en el título, pero como buen historiador, cuando tiene que hacer lo que tiene a la vista, no hay ninguna Argentina. Entonces, ¿con qué la reemplaza?, con qué reemplaza a los argentinos que no existen: con los criollos. Los criollos son los protagonistas de las primeras décadas del siglo XIX. Y cuál es la unidad política que sustituye a los que debería haber sido la Argentina -es un vicio que tenemos todos todavía y yo tampoco me lo puedo desprender-, el Río de la Plata. Y el Río de la Plata qué es, una región geográfica, pero no un Estado, aunque esa expresión nos permite suponer la existencia de un Estado.

El problema que preocupa a Halperin y que considera haber resuelto en Revolución y guerra, es cómo no repetir el error en el que cayó Braudel con el tercer tomo del Mediterráneo -que para sus críticos es la peor parte de El Mediterráneo-; es decir, cómo integrar una historia política en una historia social, cometido en el que Braudel fracasó.

De todas maneras, Halperin fue muy importante para todos nosotros, porque nos introduce en la lectura de los historiadores de los Annales y por el talento que despliega en su producción historiográfica.

LAE: Entonces, volviendo sobre lo relatado, si tuviera que hacer un corte de una primera etapa, un punto de cierre en su formación, ¿cuándo pondría ese primer corte?

JCH: A partir de la asistencia a la cátedra de José Luis Romero, el contacto con historiadores de otros ámbitos me empezó a abrir la perspectiva. En función de eso, el descubrimiento sobre la polémica de proteccionismo y librecambio se fue organizando en función, entre otras cosas, de la influencia de esta corriente de Historia económica y social. Siempre cuento que cuando llegué a la cátedra de Romero a principios del ‘61, no me esperaban, nadie me prestó atención en ese momento, la gran boga era la historia económica y, sobre todo, la historia cuantitativa; yo solía decir, quien no contaba cueros o vacas no era científico. Cuando, a partir de los primeros avances de lo que sería Nacionalismo y liberalismo, armé un estudio sobre la crisis económica de 1866 y lo publiqué en el Anuario de la Escuela de Historia de Rosario, al volver en el ‘63 me recibieron con los brazos abiertos, había pasado a ser historiador científico, había cuadros, estadísticas y demás. Ahora, ahí hay una cosa, yo no daba clases en Rosario, pero estaba vinculado después de la renovación de la facultad de 1956 con el Instituto de Historia, que primero dirigió Boleslao Lewin y, después, Nicolás Sánchez Albornoz, otro de los historiadores que estaban en la cátedra de Romero, y los dos me invitaron a publicar. Durante la gestión de Boleslao Lewin publiqué dos trabajos sobre Ilustración y, durante la de Sánchez Albornoz, el trabajo sobre la crisis de 1866. Con lo cual conseguí patente de historiador científico. Boleslao Lewin era un judío polaco exiliado escapado del fascismo, que “corría la liebre”, como decía él. En Buenos Aires a veces buscaba un amigo que le pagara un café con leche, y José Luis Romero, con mucha generosidad, lo apoyó y lo hizo nombrar director interventor del Instituto de Historia en Rosario. El colegio de graduados de Filosofía y Letras, que estaba en manos de la derecha católica, desató una campaña en su contra; recuerdo el título de los diarios de la tarde en Rosario: “judío y comunista, director del Instituto de Historia Argentina”. El hombre era más bien anarquista, nada que ver con el comunismo. Cuando se abrió el concurso de la dirección del Instituto, como era muy orgulloso y no tenía título universitario, no quiso presentarse para evitar ser manoseado. Ese cargo lo ocupó Sánchez Albornoz.

Y retomando la pregunta, añadiría que también fue a partir de los trabajos con un grupo de Rosario sobre el archivo de Corrientes, con un subsidio del SCRC pedido desde México, con el que pagué ayudantes en Rosario para que fueran al archivo a buscar información. La elaboración, a partir de esos relevamientos, de Mercaderes del litoral me permitió descubrir un nuevo mundo, y comenzar a esbozar una nueva interpretación de la historia argentina del siglo XIX, basado en esa figura del Estado provincial, que al principio no me atreví a llamar Estado, o no me había dado cuenta cabal de que eran soberanos e independientes. Entonces, ahí podría poner una tercera etapa: la redefinición de los grandes temas de trabajo, que sigue hasta hoy.

LAE: ¿Es el momento cuando se empieza a asumir, definitivamente, como un historiador?

JCH: Diría primero, sobre la base de mis lecturas, que culminaron con Ensayos sobre la Ilustración argentina, porque prácticamente en Rosario no tuve maestros, fue una formación de autodidacta. La facultad era de muy mala calidad, había uno que otro profesor rescatable. Además, yo era alumno libre, no iba a clases porque trabajaba, salvo a una clase para conocer al profesor, alguna vez que me escapaba del trabajo. Pero desde el tercer año del secundario en 1946, cuando compré mi primer tomo de Vidas paralelas de Plutarco, desde entonces me formé leyendo, autodidácticamente, obras de literatura griega, y también española, sobre todo textos de literatura más que de historia. Al comenzar la facultad, me inscribí en Filosofía, para luego hacer Historia, pero cuando terminé Filosofía abandoné la facultad; siempre solía decir que en realidad me quedé con muchos huecos de información histórica, los tuve que rehacer por no haberlos estudiado en la facultad. Solía decir que en realidad de la época de Luis XIV y el cardenal Richelieu, no estoy seguro si lo que sé era por algún manual de historia o por Los tres mosqueteros (risas)… más bien, creo que, por Los tres mosqueteros (risas). Entonces, mi primer contacto intelectual fuerte, fue un poco con Héctor Agosti, cuando todavía yo estaba en el Partido Comunista, que abandoné en 1963, y después con el grupo de Juan Carlos Portantiero de Buenos Aires.

LAE: Hay algo que lo ha mencionado de alguna manera en entrevistas y que empieza a hacerse notorio en ese contexto de los cincuenta-sesenta: América Latina contemporánea como objeto de estudio, y un objeto en disputa por una renovada sociología y una nueva élite intelectual autoproclamada como “cientistas sociales”, pero también por los propios historiadores en ese campo. ¿Cómo empieza a intervenir y cómo se discute ese objeto en contexto?

JCH: Hay una vieja tradición de intento de organización panamericana, hubo congresos inclusive en el siglo XIX, es una fantasía unir a los distintos grupos dirigentes de cada uno de estos países, Mariano Moreno ya lo había pensado y expuesto: los mexicanos no van a querer saber nada. Yo conocí en México a un panameño que hizo un libro sobre el tema -Idea y cuestión nacional latinoamericanas-, es más, me pidió que revisara el texto antes de publicarlo y le hice varias observaciones, Ricaurte Soler. Incluso yo había publicado una nota bibliográfica de su libro sobre el positivismo argentino, una recensión para Cuadernos de Cultura, que me sugirió hacer su director, Héctor Agosti. Soler expone la tesis de una Hispanoamérica unida, cito textual: “la apropiación de la historia de América se realiza en función de una patria continental, la de los españoles americanos, concebida como unidad totalizadora”, esa era la idea que defiende, “hacia un proyecto nacional hispanoamericano, nuestra América y la cuestión nacional en la democracia liberal”. Es una idea, pero insostenible.

LAE: Pero a mediados del pasado siglo se relanza y revisa América Latina como objeto de estudio, en particular desde la sociología, pienso en el ya clásico Dependencia y desarrollo, hay una importante relectura sobre ese objeto...

JCH: Tratando de encontrar notas comunes de identidad que existen. Suponer que el mismo idioma, la misma tradición cultural, en síntesis, la idea de que las naciones se forman por identidad cultural es una pauta ideológica que desarrolla el romanticismo. A comienzos del siglo XX, y después, las naciones se forman, si no es por efecto de guerras y conquistas, por cálculos racionales. Para mí son posturas sumamente ideológicas.

Hay otra cara del problema, que para los historiadores es imprescindible, el estudio comparativo con otros países de América Latina, es decir, trascender el encierro de la historia nacional y abrirse al estudio de América Latina como de otra región, es una cosa; otra es pensar la existencia de una América Latina.

LAE: Y considerando todas las experiencias y etapas que está relatando, ¿cómo podría definir, pensándolo desde hoy, el vínculo entre docencia e investigación?

JCH: Bueno, es evidente que los mejores especialistas en el tema sostienen, y tienen razón, que tienen que estar unidos. Acabo de escribir un trabajo que es una reelaboración de algo que una vez presenté como informe señalando que el sistema científico argentino es, digamos, un residuo de experiencias organizativas fracasadas, pero que igual funciona, porque los investigadores investigan.3 A ver, durante el gobierno de Raúl Alfonsín la línea política científica fue todo el apoyo a la investigación en la universidad, el conicet financiaba la investigación hecha en la universidad. A partir del gobierno de Carlos Menem, en la gestión de la ministra Susana Decibe y de Juan Carlos del Bello, resolvieron la supresión del conicet que sería reemplazado por un sistema de financiamiento por proyecto. Investigación por proyecto, una cosa racional, es decir, en vez de tener que gastar plata en una carrera a sueldo, donde hay gente que es muy valiosa y otra que no tanto, se financian los proyectos válidos, que se juzgan a través de una institución que se llama Agencia Nacional de Promoción de la Investigación Científica. Yo suelo decir que amigos de Menem, que estaban en el conicet, lo convencieron de no suprimir la carrera. Lo cual no está mal, no por ellos, sino por otras razones, es decir, la carrera es útil por otras razones. Entonces hoy subsisten financiamientos a la investigación, como en caso de la Universidad de Buenos Aires, por ejemplo, con los proyectos ubacyt, el financiamiento de la investigación en el conicet con proyectos PIP y otros, y el financiamiento de investigación por la Agencia, proyectos de pict. Toda una superposición, que vista así es absurda, porque con una sola forma bastaría. Pero bueno, son distintas formas de financiación que, al final, se suman. Quizás el presupuesto no esté del todo bien invertido, que haya exceso de gastos no necesarios, pero…

La carrera es útil porque, de alguna manera, el investigador necesita tiempo de maduración entre investigación e investigación, entonces si le financian un proyecto y se acabó el proyecto de qué vive después. Y ahí viene el problema, puede vivir si es catedrático, puede vivir de su cátedra de la cual debería estar obligado, creo que los sistemas de concurso, después que se reformaron en Argentina, lo exige así, hacer docencia e investigación. Es decir, me costó trabajo hacer entender que los institutos son incoherentes porque no reclutan a sus investigadores, los institutos reclutan a los investigadores seleccionados por el conicet, entonces son institutos que no pueden fijar una política de investigación, a lo sumo pueden rechazar si alguna designación no les parece correcta. El instituto es un residuo de aquella época en que, siguiendo a Alemania -Houssay lo recogió en algún escrito-, se decía que la investigación es el centro de la universidad, y hay que apoyarla de todas maneras, desembarazando a los investigadores de la carga docente y concentrándolo en el instituto. Una línea contraria a la que luego viene, y el mismo Houssay sostiene en otro trabajo, que el centro de la universidad debe ser el docente investigador. Cosas que hay en casi todas las universidades, bueno no voy a generalizar tanto, pero en muchas de las universidades de Estados Unidos es así, el investigador es un docente y depende de su investigación.

LAE: ¿La docencia potencia la investigación, la investigación fortalece la docencia, hay vínculos o es, más que nada, una relación meramente económica?

JCH: Creo que la experiencia de investigación hace que el docente pueda comprender mejor los trabajos de otros historiadores de distintas especialidades, que debe utilizar para la enseñanza. Es imprescindible esa experiencia de la investigación para que un docente pueda, digamos, comprender lo que describen los historiadores. La pregunta era si al docente le es necesaria la investigación, la respuesta es sí; al investigador le es necesaria la docencia, bueno, primero transmitir el saber ayuda a elaborarlo mejor, de manera que la experiencia es útil para la investigación, y segundo, es una obligación de transferencia que el investigador debe cumplir.

Bibliografía complementaria y/o ampliatoria

Chiaramonte, José Carlos, “José Carlos Chiaramonte - Bibliografía”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, núm. 45, 2016, pp. 264-273.

Chiaramonte, José Carlos, “Reseña autobiográfica”, Ciencia e Investigación, Tomo 1, núm. 4, 2013, pp. 31-42.

Devoto, Fernado, “Comentarios al artículo de Eduardo Míguez-Unas palabras sobre José Carlos Chiaramonte”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, núm. 45, 2016, pp.160-163.

Di Stefano, Roberto y Fradkin, Raúl, “Entrevista a José Carlos Chiaramonte”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, núm. 45, 2016, pp. 218-239.

Marichal, Carlos, “Entrevista a José Carlos Chiaramonte”, Anuario del IHES, núm. 10, 1995, pp. 13-25.

Míguez, Eduardo, “Homenaje a José Carlos Chiaramonte. Formas de pensar la historia”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, núm. 45, 2016, pp. 137-150.

Referencias

Chiaramonte, José Carlos, “Acerca del vocablo populismo y su recorrido histórico”, Revista Ñ Ideas [https://www.clarin.com/revista-enie/ideas/acerca-vocablo-populismo-recorrido-historico_0_UFtzKx3U8.html, Fecha de consulta: 14 de diciembre de 2021]. [ Links ]

Chiaramonte, José Carlos, “Reflexiones sobre la obra de Tulio Halperin”, Prismas. Revista de Historia Intelectual, vol. 23, núm. 1, 2019, pp. 119-140. [ Links ]

Chiaramonte, José Carlos, “Relaciones entre investigación y docencia en la Universidad”, Espacios de Crítica y Producción (publicación de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires), núm. 23, Buenos Aires, 1998. [ Links ]

1 Chiaramonte, José Carlos, “Acerca del vocablo populismo y su recorrido histórico”, Revista Ñ Ideas, [https://www.clarin.com/revista-enie/ideas/acerca-vocablo-populismo-recorrido-historico_0_UFtzKx3U8.html, Fecha de consulta:14 de diciembre de 2021].

2 Chiaramonte, José Carlos, “Reflexiones sobre la obra de Tulio Halperin”, Prismas. Revista de Historia Intelectual, vol. 23, núm. 1, 2019, pp. 119-140.

3 Chiaramonte, José Carlos, “Relaciones entre investigación y docencia en la Universidad”, Espacios de Crítica y Producción (publicación de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires), núm. 23, Buenos Aires, 1998.

4*La entrevista fue realizada en dos encuentros virtuales, el 20 de agosto y el 23 de septiembre de 2021, a través de la plataforma Meet de Google; tanto el entrevistado, José Carlos Chiaramonte desde Buenos Aires, como el entrevistador, Luis Alberto Escobar en Santa Fe, se encontraban en sus domicilios particulares. La trayectoria biográfica del entrevistado permitió articular el diálogo, que se centra, de forma principal, en la etapa 1956-1975, correspondiente a sus primeros períodos laborales e investigativos.

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