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vol.62Erik Velásquez García, Morada de dioses. Los componentes anímicos del cuerpo humano entre los mayas clásicos. México: Fondo de Cultura Económica, 2023, 632 pp. con ilustraciones (Sección de obras de Antropología). ISBN 978-607-16-7285-8.Maricela Ayala Falcón (1944-2023) índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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Estudios de cultura maya

versión impresa ISSN 0185-2574

Estud. cult. maya vol.62  Ciudad de México  2023  Epub 30-Ene-2024

https://doi.org/10.19130/iifl.ecm/62/000xs00146w14 

Reseñas

Erik Velásquez García, Morada de dioses. Los componentes anímicos del cuerpo humano entre los mayas clásicos. México: Fondo de Cultura Económica, 2023, 632 pp. con ilustraciones (Sección de obras de Antropología). ISBN 978-607-16-7285-8.

Mario Humberto Ruz1 

1 Centro de Estudios Mayas, Instituto de Investigaciones Filológicas. Universidad Nacional Autónoma de México.

Velásquez García, Erik. Morada de dioses. Los componentes anímicos del cuerpo humano entre los mayas clásicos. México: Fondo de Cultura Económica, 2023. 632p. con ilustraciones, Sección de obras de Antropología, ISBN: 978-607-16-7285-8.


Desde el momento mismo de la creación, en el tiempo sin tiempo, los dioses decidieron habitar en los mayas; una presencia primigenia y atemporal de la que busca dar cuenta el nuevo libro de Erik Velásquez García, Morada de dioses. Los componentes anímicos del cuerpo humano entre los mayas clásicos, el cual, como su subtítulo anuncia, se centra en los conceptos y representaciones del periodo Clásico.

Comienzo confesando que soy consciente de la temeridad que conlleva el intentar dar cuenta de un texto tan profundo y extenso en el modo más bien somero que caracteriza a una reseña, pues se trata, de entrada, de un escrito que hace patente no sólo una gran erudición, sino, al mismo tiempo, una singular capacidad de reflexión por parte de su autor, que -a modo de hilo de Ariadna- nos ofrece a los lectores una fila continuada de mechones de luz para conducirnos, de inicio, por las galerías de un entramado cuasi laberíntico de datos, que, a la vez que exponen una peculiar construcción sociocultural tan compleja como la imagen de la persona, que conceptuaron los mayas del Clásico, nos iluminan acerca de aquellos aspectos que los hermanan a las concepciones de los mayas de hoy, e incluso a algunas de las nuestras, como si se buscara validar la sentencia de Bartolomé de Las Casas: “Uno es todo el género humano”.

Y apunto “entramado de datos” porque, si bien Erik Velásquez asienta, desde la introducción misma, que sus fuentes “son principalmente las inscripciones jeroglíficas y las escenas silentes del arte maya clásico”, conforme nuestra mirada se posa en capítulos, párrafos y líneas descubrimos, con agradable sorpresa, que sobre la urdimbre de esas fuentes tenidas por “principales”, se urdieron muchas otras, que hacen de éste un verdadero estudio multidisciplinar, donde apreciamos continuas referencias a códices, fuentes históricas, arqueológicas, iconográficas, de lingüística histórica y etnográficas, a más de otras, todas las cuales el autor tejió con fineza para ofrecernos, incluso, consideraciones transdisciplinares; consideraciones que, en ocasiones, desbordan el ámbito maya para venir a insertarse, acertadamente, en el contexto mesoamericano.

Ya que es el área disciplinar que mejor conozco, me permito felicitar al Dr. Velásquez por haberse aproximado a la analogía etnológica (tan cara al maestro Alfredo López Austin, a quien evoca a menudo en su texto) a través de la revisión que hizo de no pocos estudios etnográficos que dan buena cuenta de cómo, en el amplio y diverso mundo maya moderno y contemporáneo, designaciones, atributos y funciones varían, y vienen a conformar una prodigiosa constelación donde pueden confluir, entre otros, conceptos como ch’ulel, wayjel o kulel, ik, altzil o altsil, alientos vitales, mutil ko’tantik, ool, ánma, tucul, lab, sombra, , uaay, nombre, pixán, cuxaan, kinam, jelol, slok’ol y otros más, cuyos intentos de definición han llenado muchas páginas en la literatura de la disciplina, a menudo interesadas en encontrar equivalencias a lo que la tradición cristiana denomina alma o -en una concepción más cercana a Agustín de Hipona que a Tomás de Aquino- a una visión tripartita de cuerpo/alma/espíritu que permite distinguir mejor las distintas funciones cognitivas, sensoriales, volitivas y emocionales.

De la acuciosa revisión del autor y de su análisis, en verdad propositivo, se desprende con claridad cómo los conceptos son distintos y cambiantes a lo largo del tiempo y los ámbitos mayas. Basta con comparar lo asentado acerca de la concepción del cuerpo y la persona en las numerosas monografías que han dedicado apartados amplios al tema, en especial para los denominados Altos de Chiapas, donde los estudiosos de Harvard y Chicago atendieron inicialmente aspectos asociados con esa temática en la década de 1960, de donde surgieron no pocas publicaciones, en particular sobre comunidades tsotsiles y tseltales; textos hoy considerados obras clásicas de la etnografía chiapaneca.

Otro tanto ocurrió décadas más tarde, cuando surgieron estudios igualmente valiosos y con diversas perspectivas, entre los cuales destacan los concernientes a los mayas peninsulares, abordados tanto por William Hanks (1993), como los realizados por el equipo que coordina Ella Fanny Quintal (2013), y los relativos a los tseltales de Cancuc, debidos a Pedro Pitarch (1996; 2003), que complementaron de manera particularmente valiosa, poco después, los escritos de Helios Figuerola (2010), que permiten insistir en el cuerpo y la persona como construcciones socio-culturales. Y me remito a ello porque fue un aspecto que alentó la factura de su libro, como señala Velásquez ya desde el primer capítulo, interesado en trasvasar a nuestra comprensión, irremediablemente occidental, la manera en que los mayas del Clásico aprehendían y domesticaban su entorno, comenzando por el propio cuerpo, en modos que a veces nos resultan incomprensibles y hasta inimaginables, pero que por otro lado nos auxilian a los etnólogos a apreciar las raíces de tal o cual concepto o práctica.

Muestra de ello -apenas una- es la aseveración hecha por el autor de que incluso lo que consideraríamos componentes anímicos y espirituales en una persona “no son estrictamente elementos metafísicos, pues también están hechos de materia, pero se trata de sustancias etéreas, ligeras o sutiles, casi imperceptibles para los sentidos humanos, semejantes al aire, la brisa, el aroma, la luz, las sombras, el sonido, el humo y otros elementos parecidos de consistencia gaseosa…”. Una reflexión de la cual se desprende que ese “imperceptible” para los sentidos humanos aplica en particular a los vivientes, ya que son justamente ese tipo de sustancias sutiles y casi etéreas las que, se asegura, perciben los muertos en las comidas, bebidas, flores, incienso, tabaco y otros elementos que se les ofrendan, por ejemplo, en ocasión del hanal pixan. Apunta el autor que la consistencia de esos elementos parecería ser análoga a la de otros seres divinos o imperceptibles para el hombre, lo que invita a interrogarse acerca de la verdadera naturaleza de espíritus protectores, dioses y guardianes, y su inclusión dentro del clasificador túul en maya yucateco.

Cuerpos densos los humanos, etéreos los otros, incluyendo los de los lab, que a juzgar por los antiguos vocabularios tseltales, fueron inicialmente concebidos como elementos externos y terminaron por “incorporarse” literalmente a la persona a lo largo de la época virreinal, diferenciándose de lo que plantean algunos autores para el periodo prehispánico.

Así, por mencionar un ejemplo, en los primeros diccionarios tseltales, que redactó Domingo de Ara hacia 1560 (1986), el término lab alude a algo digno de admiración en tanto que sobrenatural (como un agüero, un presagio o una visión); esto es, un elemento cuya manifestación podía provocar sorpresa y hasta espanto dada su naturaleza maravillosa,1 lo cual ayuda a explicarse por qué la raíz lab figura en las voces que designan una “mala visión”, a la manera de un ser de apariencia monstruosa, un muerto u otra cosa que cause turbación, un milagro o algo en cierto modo enojoso y hasta abominable. Y de dichos vocabularios se desprende que -al menos para Ara- en tanto chulel comporta una carga positiva (que le sirve hasta para designar a los “bienaventurados”), lab conlleva una valencia negativa, acrecentada en la mente del dominico por asociarse a antiguas creencias gentiles. Pero se trataba de una negatividad externa al cuerpo, ajena a él (Ms., y 1986). Y el que, al traducir lab, los frailes asociasen en un mismo campo semántico a difuntos, visiones, monstruos y milagros, como vemos se registra también en vocabularios antiguos del kaqchikel (Coto, 1983: 443) no resulta extraño si recordamos que, etimológicamente, se ha vinculado la voz monstra con monere, advertir, y con monstruo, “signo precursor de un acontecimiento funesto” (Lecouteux, 1999: 134-135).

Buena muestra de cómo se modificó el concepto durante la Colonia es que hoy, entre los tseltales de Cancuc, de quienes nos hablan Pitarch y Figuerola, el lab adopte formas que van desde fauna americana, pasan por un imaginario “mestizado” (serpientes acuáticas con cabezas de instrumentos o rayos que disparan con mosquetes), y vienen a rematar con una galería de personajes de procedencia europea, donde desfilan diversos eclesiásticos como los pále (padres) vestidos con hábitos dominicos; unos clérigos gordos y ciertos vispo (obispos) “panzudos” con atavíos color morado o violeta, al lado de unos escuálidos jesutas (jesuitas); las monjas o pále-mujer, que cocinan para ellos, a la par de civiles como el porvisor, el skiribano y el temido nompere o “nombre”, que al designar a alguien le provoca enfermedad. Heredero claro de la explotación civil y eclesiástica colonial, el lab terminó por convertirse, pues, en un componente de la persona capaz de infligir daño a otras, y que hasta puede heredarse al morir, de preferencia a un enemigo, para que termine lastimándolo.

En este y en muchos otros puntos las reflexiones del autor nos proveen de una nueva boya, en este caso precolombina, que nos ayuda a trazar el fluido recorrido de voces y conceptos desde la época Clásica hasta la actual. Ejemplo diáfano de ello son sus inapreciables aproximaciones a otros dos componentes humanos, o’hlis y wahyis, a los cuales dedica capítulos particularmente elaborados en los que no me voy a detener, pese a que contienen, sin duda, algunas de las aportaciones más relevantes del texto (en especial sobre la primera, que conceptúa como “la entidad anímica esencial o coesencia en primer grado”). Y no lo hago, ya que son temas a los que presta atención Mónica Chávez en su propia reseña (adjunta), quien sin duda está más calificada que yo para su abordaje.

Apunto, apenas, que encontramos incluso datos que nos hablan de cambios en la manera de percibir el mundo hasta en pequeñísimos detalles, como es el caso de la serpiente ix hun pedz kin, “la mortal”, que vemos aparecer en el Ritual de los Bacabes, y en la que se detiene el autor al hablar de los “amarres de serpiente”, ilustrando con espléndidas imágenes (como la del vaso estilo códice K1653) a esa portentosa “aplastadora”, que en la cosmovisión yucateca actual heredó su nombre y capacidad dañina a una simple lagartija, que se asolea en las albarradas, la Xhumpedzkín, a la que, se asegura, le basta morder la sombra de la cabeza de una persona para provocarle terribles cefaleas y hasta la muerte (Pacheco Cruz, 1958).

Ya que no me es posible, en el marco de una reseña, ahondar en aspectos tan complejos como los tratados en los capítulos centrales, me limitaré a unas someras consideraciones acerca de los dos últimos capítulos; los titulados, respectivamente, “La creación y la noche” y “Concurrencia o personificación ritual”.

Llamaron mi atención, en el primero, las observaciones acerca del difrasismo ch’ahbis­ahk’abis, que, nos explica el autor, alude “al poder ritual de génesis y ordenamiento del cosmos que se creía tenían en el cuerpo los gobernantes mayas”, considerado además como “una parte íntima e inalienable”, y que, se añade, denotaría “un elemento regulado por la voluntad y discernimiento divinos”. A través de dicho poder de génesis, señala Velásquez, los mandatarios mayas se arrogaban el papel creador propio de los dioses; repitiendo el arquetipo de la creación cosmogónica; actitud que, más allá de lo simbólico, resulta claro que comporta profundas connotaciones sociopolíticas. No en balde vemos aparecer el difrasismo en contextos de victorias militares, como documenta Velásquez, por citar un ejemplo, en el caso del gobernante de Tikal, Jasaw Chan K’awil, con alusiones al jaguar bélico Un’n Bahlam Chaahkanal; sentándose incluso el gobernante en el palanquín del dios.

De que se trata de íconos de muy antigua data, lo muestra el dintel donde vemos a Pájaro Jaguar IV y su sahal portando garras de jaguar a manera de cetros, los cuales abonan en el sentido de la “felinización” de los gobernantes prehispánicos -estudiada con detalle por Valverde (2004) - y de lo cual vamos a encontrar ecos hasta la época virreinal en rituales estilados por kichés, kaqchikeles y tz’utuhiles, e incluso en ciertas danzas en las que dichas representaciones pasaron a vincularse con los festejos de los santos patronos de los pueblos o de los barrios, que más temprano que tarde fueron incorporados a la mitología local como antepasados sacros (Ruz, 2010).

En este sentido, no está de más recordar que, en el periodo prehispánico, se trataba de gobernantes que podían, en otros contextos, figurarse hasta como “padres-madres” de las divinidades, al hacerlas nacer en el plano del universo, a través de invocaciones y ritos cuya meta final era reactualizar el antiguo orden “y evitar la desorganización o envejecimiento del mundo”, como acota Velásquez, citando en su apoyo al recién desaparecido maestro Enrique Florescano.

Visto desde una atalaya etnológica, resulta difícil no asociar el tema con los totilmeil, padres-madres, tenidos aún hoy por guardianes y protectores en numerosas comunidades de Tierras Altas (y asociados a menudo, por cierto, con el nagualismo), los cuales sobrevivieron a la larga noche del periodo virreinal, y en particular en el oscuro periodo republicano, que fue en varios sentidos generador de más inestabilidades, desequilibrios y despojos para las comunidades indígenas que su predecesor.

Mientras que en el capítulo acerca de la noche figura -entre otras consideraciones de particular interés sobre gestos y actividades penitenciales- el uso del hollín como pintura corporal, en el siguiente se remite al atavío (indumentaria, máscaras, penachos) que empleaban los soberanos en ciertas actividades rituales; atavío a guisa de seres sobrenaturales, como si los personificasen, tornándose de hecho en su “presencia corporal”; “encarnándolos”, como explica con detalle el autor al analizar la frase u­baah­il a ɂ n, para después referirse a las danzas, algunas de ellas relacionadas con figuras de jaguares.

El tema resulta de interés dados sus nexos con numerosas danzas estiladas tanto en la época virreinal como en la contemporánea. De las primeras menciono -apenas un ejemplo entre muchos- la llamada Catum, que denunció en 1687 el cura de Cahabón que realizaban sus feligreses k’ekchís, “untados todos de betunes negros, colorados y amarillos”, “pintados de tigres y culebras”. Y ya que se nos recuerda que los rituales de personificación baahil a ɂ n se asociaban “con ceremonias ígneas o de lumbre”, cabe señalar que el cura precisó que los danzantes, a los que, como era de esperar, vinculó con el demonio, se exhibían, “llenos de llamas del Infierno, que a la vista parecían condenados” (Ruz, 2010).

Buena muestra de la persistencia de algunas de esas danzas de personificación a las que alude con gran detalle Velásquez, es la llamada Ko’Šal, que se celebra en Aguacatán, en el occidente guatemalteco, la cual tiene como objetivo permitir a los familiares difuntos regresar al mundo de los vivos al menos una vez al año, conforme al día propicio del calendario maya que indique el especialista ritual (mam), el cual invoca a los fallecidos y les pide enviar incluso enfermedad y hasta muerte (simbolizadas por animales y elementos asociados con el Inframundo, lugar donde residen los occisos, como en varios de los ejemplos citados por el autor), a quienes se nieguen a participar en la danza y, así, mantener la costumbre. Ataviados con los trajes antiguos, permiten a sus antepasados abandonar “su prisión”. Bajo los trajes que porten sus descendientes saldrán a bailar a la luz del día. De allí que el especialista los convoque:

Padre, ahora todo va bien,

Sus hijos están ante usted.

Salga de entre los muertos

Salga de su prisión

Salga del cepo

Salga

Salga a la luz del día

Porque ya vienen sus vestidos

Sus trajes ya vienen

Salga un poco a los rayos del sol.

(McArthur, 1977: 13-14).

Para cerrar, me gustaría resaltar que el análisis de los componentes o’hlis y wahyis le permite al autor considerar que, en el cosmograma que constituye la noción del cuerpo maya -auténtico cuerpo-mundo, universo texto-, ambos son “un tipo de dioses encerrados en el cuerpo”, cuyas sustancias quedaron contenidas en los continentes corpóreos de las creaturas que ellos mismos crearon, envueltas, enclaustradas, a modo, por así decirlo, de embriones divinos contenidos en crisálidas. Embriones que, nos explican los biólogos, evolucionan a pupas, larvas y alcanzan finalmente el estado de imago, cuando el insecto o la mariposa podrá emprender el vuelo, liberada de su continente, protector a la vez que opresor. La idea de imago ciertamente invita a recordar lo que, se asegura, hizo el Dios cristiano al crear al hombre “a su imagen y semejanza”. Pero es también una noción que, adoptada y adaptada, puede apreciarse en diversas concepciones mayas actuales, que apoyarían el aserto del autor.

Así, don Sebastián Cruz, un reconocido especialista ritual o chimán de Ixtahuacán, Guatemala, en alguna ocasión en que le pregunté sobre el animal compañero o espíritu auxiliar, kulel en lengua mam, me señaló que éste es “dado por Dios”, y queda indisolublemente ligado a la o el recién nacido, pues comparten “el alma”. El alma, pero no el espíritu (seub’aj), ya que si bien todos los animales, sean kulel o no, poseen “un espíritu de Dios”, éste no es igual al humano, pues el espíritu que nosotros recibimos con la primera bocanada de aire es el propio Dios, “porque somos Dios nosotros”, me dijo textualmente. Como le pedí que me explicara más, puntualizó:

Primero sólo había el mar abajo, y de ahí sacó la tierra, y luego Dios se dijo:

“Y ahora, ¿cómo voy a gozar, pues, de mi trabajo, como el campesino, pues, que desde que sembró su maíz tiene la alegría de comerlo? Lo voy a hacer mi casa.”

Así, hizo un muñeco de barro, y él se metió dentro

(Ruz, en dictamen).

Aquí concluyo. Confío en que, aunque expuestas a vuelapluma, estas consideraciones hayan estimulado a leer el texto y, asimismo, hayan dejado constancia de la admiración que me suscitó la lectura de éste que, más que un libro, es un auténtico Thesaurus, sin ninguna duda destinado a convertirse en un verdadero clásico.

No resta, pues, más que agradecer a Erik Velásquez por permitirnos atisbar en las multifacéticas imágenes y el complejo pensamiento de esos dioses, que hicieron del cuerpo maya su morada.

Autores citados

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1 Algo similar a lo registrado con la voz griega thauma, que nos ha llegado a través de vocablos como taumatúrgico, la cual “wich can refer both to objects wich cause wonder and astonishment…” (Lightfoot, 2021, p. 3).

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