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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

versión On-line ISSN 2448-7554versión impresa ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.44 no.176 Zamora oct./dic. 2023  Epub 19-Ene-2024

https://doi.org/10.24901/rehs.v44i176.1013 

Reseñas

Crítica de la razón neocolonial. Por Enrique de la Garza Toledo (coord.). Buenos Aires: CLACSO, 2021, 196 p.

1Universidad de Guadalajara juanpiomtz@hotmail.com

Crítica de la razón neocolonial. de la Garza Toledo, Enrique. Buenos Aires: CLACSO, 2021. 196p.


Enrique de la Garza y sus colegas critican en este libro la teoría decolonial como forma de analizar la realidad social y como propuesta de una determinada praxis. En el breve espacio que deja una reseña esbozo la crítica para abrir la discusión.

En el Prólogo, Julio César Neffa alude explícitamente a Boaventura de Souza Santos cuyas tesis, dice, se analizan y critican en el presente libro, “porque el punto de partida de su ‘epistemología’ es una crítica del positivismo y en favor del relativismo, pero sin mayores fundamentos, reduciendo finalmente la objetividad a la retórica” (p. 14). Lo que no tiene mayores fundamentos, como ya veremos, es esa relación entre la propuesta epistemológica de Boaventura y el positivismo.

En la Introducción, Enrique de la Garza le atribuye a un complejo de inferioridad el hecho de que la teoría de “la poscolonialidad” reduzca las formas de dominación en el mundo a lo textual, por lo que este dominio sería fundamentalmente cognitivo. Se olvida, dice, que las luchas discursivas “hubieran sido insuficientes sin el poderío militar y tecnológico de los conquistadores”, y que falta discutir “las disputas acerca de lo científico y sus métodos que se han dado en los países centrales” (p. 19).

De la Garza amplía estas ideas en el capítulo I. Poscolonialidad y buen vivir: crítica epistemológica y de factibilidad. Cuestiona que “la realidad social” sea vista “como un sistema de signos y las antiguas luchas de liberación como combates lingüísticos en función del poder” (p. 24). Contrarios a las ideas de modernidad, progreso, crecimiento económico y ciencia occidental, los teóricos de la poscolonialidad proponen regresar a “los otros saberes, los que provienen de la tradición”. Mismos que son pensados, afirma el autor, “en una idealización de las comunidades tradicionales supuestamente caracterizadas por el predominio de la solidaridad y el amor” (p. 26). Los “poscoloniales” identifican racionalidad moderna con positivismo.

Aquí conviene adelantarnos al capítulo V. ¿Epistemologías del Sur? Crítica de Boaventura de Sousa Santos, a cargo también de Enrique de la Garza. En el que, entre otras cosas, afirma que la crítica más sistemática de Sousa Santos es al positivismo. Los poscoloniales, repite de la Garza, “confunden eurocentrismo con positivismo” (p. 180). Por eso le adjudica a Boaventura el ignorar “la disputa actual entre realismo y relativismo”. Para el autor, Boaventura no estudia, sólo es alguien que “acuña términos”, como “sociología de las ausencias”, “de las emergencias”, “pensamiento abismal (para referirse a la ruptura positivista desactualizada entre ciencia y no ciencia)”, “ecología de saberes”. Aquí no queda claro a qué se refiere de la Garza con “la ruptura positivista desactualizada entre ciencia y no ciencia” (p. 190). Y no queda claro porque de la Garza mismo no abunda sobre su comprensión del concepto de “pensamiento abismal”, sólo lo identifica como el famoso criterio de demarcación del positivismo, sin explicar tampoco a qué se refiere. Al autor le interesa subrayar que “no hay originalidad epistemológica” en Boaventura, y sí en cambio “mucha superficialidad y desconocimiento de las polémicas más importantes de esta disciplina” (p. 192).

Desde el capítulo I de la Garza llama la atención en “la mayor jerarquía de la ciencia en el sentido occidental sobre los saberes tradicionales” (p. 30). Algo que curiosamente tampoco explica es ¿por qué del término saberes tradicionales pasamos al de pensamiento cotidiano?, conceptos que de repente usa el autor como sinónimos. La distinción es importante porque acto seguido compara “las formas en que la ciencia y el pensamiento cotidiano conocen”. Se pueden complementar, dice, “pero si se acepta la mayor jerarquía de la ciencia en cuanto a forma de probar” (p. 32). En ese sentido, el problema que tanto posmodernos como poscoloniales le atribuyen a la modernidad “no es sino la subordinación de la ciencia al capital”, cuando según de la Garza “otra ciencia es posible, en el ámbito de otras relaciones de producción”. (p. 32). Así como otra industria que no atente contra la naturaleza y que no enajene el trabajo ni al trabajador. Una industria que, para resolver el problema actual del hambre y la miseria en el tercer mundo, debe producir en demasía. Porque “no basta con sólo establecer una mejor distribución de la riqueza”, se requiere poner el desarrollo tecnológico al servicio de los hombres, lo que implica “una transformación de las relaciones de producción y de apropiación de la riqueza” (p. 39).

De la Garza deplora que de nada de eso hablen “los poscoloniales”, por lo que califica al poscolonialismo como “una evasión discursiva de la liberación, que resulta muy funcional a las grandes corporaciones capitalistas” (p. 41). Las propuestas de retorno a los saberes indígenas le parecen una idealización de lo comunitario, incluso se mofa de “los poscoloniales” preguntándose si no estarán pensando en algún tipo de animismo. Si la naturaleza se ve como sujeto, se pregunta si se le puede atribuir conciencia a los animales o a la materia inanimada.

En el capítulo II. Teoría y práctica decolonial: un examen crítico, Ariel Petruccelli cuestiona que exista algo como una episteme intrínsecamente occidental. El colonialismo es milenario y transcultural, quizás también la colonialidad, lo cierto es que ambos existían en tiempos de Colón y de Moctezuma. Los conquistadores inculcaron “retóricamente concepciones que los benefician” gracias a “su poderío militar y económico”. Eso de la “episteme occidental”, la “retórica de la modernidad” o “lógica de la colonialidad”, para Petruccelli es “una verdadera ensalada conceptual, una bolsa de gatos en la que, además, todos los gatos parecen ser pardos” (p. 64). Toma, como “llamados oscurantistas”, la idea de desprendernos de una episteme occidental, sobre todo teniendo en cuenta que “sin la ciencia moderna no se habrían desarrollado las tecnologías capaces de someter económica o militarmente al mundo no-europeo”, y que, “si la ciencia moderna ha tenido la capacidad de producir tan indudables transformaciones, es porque, aunque su empleo político pueda tener contenidos opresivos o liberadores, epistemológicamente es potente” (p. 67). Al contrario, los escritos “decoloniales” carecen de una indagación detallada y meticulosa de los temas que trata.

Así, “la decolonialidad”, dice Petruccelli, “se nos presenta como un nuevo dogmatismo, plagado de tajantes afirmaciones nunca justificadas, contradicciones manifiestas, uso y abuso de la falacia de la descalificación ad hominem” (p. 80). Los conceptos utilizados en la teoría decolonial, “son términos cuya funcionalidad reside más en generar identidad” entre quienes asumen esa teoría “que en aclarar algún problema empírico o conceptual” y, agrega, “antes que conceptos de una teoría son la jerga de un grupo.” Los exponentes de la opción decolonial “ni son militantes en situación de riesgo; ni son intelectuales que aporten claridad o sofisticación a los debates. La opción decolonial, pues, tiene mucho de impostura” (p. 93).

En el capítulo III. Anibal Quijano y la colonialidad del poder, Andrea Barriga recuerda el mal comportamiento de los españoles en la conquista. Pero, para construir una nueva episteme, como propone Quijano, esta debe ser sensata y tener en cuenta la gran complejidad del proceso histórico. Así, la idea de raza supone que racistas eran los incas y los aztecas. Sobre la episteme eurocentrada de la que hablan los teóricos de la decolonialidad, a Barriga le parece que se idealiza el pasado americano “imaginando sociedades sin conflictos, con mejores ideales y valores que los europeos, dominados por la avaricia” (p. 122). Los europeos, afirma, “tenían superioridad sobre los pueblos americanos”, en particular en el saber científico o académico. Al final, dice la autora, “la ciencia no es ni mala ni buena: lo malo o bueno son los usos (y abusos) que hacemos de ella” (p. 125).

En el capítulo IV. Inconsistencias teóricas y políticas del giro decolonial, Miguel Ángel Urrego señala que una de estas inconsistencias es pedir que no se combata el eurocentrismo utilizando “a los pensadores ni a la ciencia europea”, sino “reivindicar el lugar de enunciación y volver a las epistemologías prehispánicas” (p. 142). Aunque el autor reconoce que “el giro decolonial es el lugar más avanzado y el único enfoque válido para realizar crítica en la actualidad”, apunta que para serlo “introduce sistemáticamente trampas en la argumentación” (p. 143). Como antimarxista que es, este giro ha construido un cuerpo conceptual: “colonialidad, eurocentrismo y lugar de enunciación”, con lo que “abre las puertas a quienes sugieren un retorno a las epistemes indígenas y al uso de los teóricos latinoamericanos” (p. 152).

La cuestión, dice Urrego, es que “para combatir efectivamente al capitalismo es necesario inscribirse en lo universal, no hay otro camino” (p. 161). Pero eso de inscribirse en lo universal, me pregunto, ¿No implica seguir eurocentrados? Según el autor, los conceptos de “democracia” y “ciudadanía” han sido resignificados, reapropiados y transformados según el lenguaje político. En cambio, abogar por un retorno “a las raíces más puras del pensamiento indígena”, genera una contradicción entre lo local y lo global, que “deja sin efecto la lucha contra el capitalismo, a pesar de los pronunciamientos contra la ‘hidra capitalista’” (p. 168). Por eso, finaliza Urrego, es “necesario” e “indispensable” discutir las experiencias del socialismo, porque la propuesta del giro decolonial “no puede menos que beneficiar a los proyectos políticos de extrema derecha, pues en la práctica coincide con su aversión a las diferencias sexuales y raciales y a las ideologías que considera ajenas a la nacionalidad” (p. 169).

Finalmente, en el capítulo V de la Garza le reclama a “la poscolonialidad” ir sólo contra la modernidad y no contra el capital. Así, tanto él como los demás autores, parecen soslayar que la teoría decolonial considera a la modernidad y al capitalismo como dos caras de una misma moneda: la primera como horizonte cultural y el segundo como sistema socioeconómico y político; lo ideológico y lo material, en relación dialéctica. Por eso, ahí donde ellos observan discrepancias yo veo complementariedad.

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