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Convergencia

versión On-line ISSN 2448-5799versión impresa ISSN 1405-1435

Convergencia vol.15 no.46 Toluca ene./abr. 2008

 

Estudios

 

Construyendo y reconstruyendo las fronteras de la tradición y la modernidad. La Iglesia católica y el Movimiento de Renovación Carismática en el Espíritu Santo

 

Luis A. Várguez Pasos

 

Universidad Autónoma de Yucatán / vpasos@uady.mx

 

Envío a dictamen: 23 de agosto de 2006.
Reenvío: 12 de julio de 2007.
Aprobación: 19 de septiembre de 2007.

 

Abstract

The objective of this paper is to reflect on the Catholic Church's answer to modernity through the Movement of Charismatic Renewal in the Holy Ghost; appearing in the years following Vatican Council II, this movement is represented by the catholic hierarchy as a modernization sign of the Church. However, in the practice it is not more than a new form of preserving the ruling tradition in Catholicism. In this exercise I use the boundary category to point out that threshold which joins and not the limit which divides.

Key words: boundary, religion, modernity, tradition, charismatic renewal.

 

Resumen

El objetivo de este documento es reflexionar sobre la respuesta que la Iglesia católica da a la modernidad a través del Movimiento de Renovación Carismática en el Espíritu Santo. Surgido en los años inmediatos del Concilio Vaticano II, este movimiento es presentado por la jerarquía católica como signo de la modernización de esta Iglesia. Sin embargo, en la práctica no es más que una forma novedosa de preservar la tradición que rige al catolicismo. En este ejercicio recurro a la categoría frontera concebida como el umbral que une la tradición y la modernidad, y no el límite que las divide.

Palabras clave: frontera, religión, modernidad, tradición y renovación carismática.

 

Introducción1

En un trabajo anterior (Várguez, 2000a) señalaba que, a pesar del amplio uso del concepto frontera en la literatura antropológica, éste todavía presenta problemas para su definición. De manera semejante al trabajo referido, en el que ahora presento la frontera es un "espacio" definido no por sus condiciones físicas ni por causas político-administrativas, sino por las múltiples convergencias tanto reales como posibles que en él coinciden en un determinado momento. Entre ellas, son de vital importancia los individuos que las habitan, pero sobre todo la red de relaciones sociales que establecen y la trama de significados que, a partir de esta red, elaboran para representarse ese espacio. Conviene destacar esta diferencia y no dejarla en el plano de lo declarativo. En una concepción fisicista y aun en una visión político-administrativa, dicho concepto aparece ante esos individuos como algo dado e inclusive permanente, pues su configuración no depende de ellos sino de quienes tienen el control de ese espacio. Lo mismo sucede con esa red de relaciones. Por lo tanto, aquellos individuos juegan un papel pasivo. A diferencia de esta concepción, una concepción de la frontera apoyada en esa multiplicidad de convergencias, tanto reales como posibles, conduce a considerar a esos individuos como sujetos actuantes capaces de determinar sus límites, simbolizarla, definir el tipo de relaciones que los une, fijar su extensión y establecer los distintos tiempos que en ella se sintetizan.

La inclusión en el análisis de un individuo perteneciente a alguna frontera permite comprender cómo esta categoría adquiere distintos significados, funciones y dimensiones, que nos revelan diferentes perspectivas de la vida social o de su construcción. Bajo estos términos, la frontera es una categoría de pensamiento (Durkheim, 1992) que encierra un universo de realidades, y cuya construcción es un proceso que va de lo imaginado a lo experimentado y de lo experimentado a lo imaginado nuevamente. Sobre todo en el caso de los migrantes (Odgers, 2001), quienes perciben de diferente manera la línea fronteriza y se enfrentan a realidades muy distintas a las que imaginaron en sus lugares de origen. Por ejemplo, la negación total o parcial de sus derechos. Para unos puede significar la oportunidad de emular a sus paisanos que burlaron a la migra y con el tiempo obtuvieron su residencia en el otro lado. Para otros representa trasponer su miseria y atisbar la opulencia. En este caso, la frontera aparece ante ellos como la diferencia entre mantenerse en la pobreza o aspirar a un empleo que le redituará dólares, con los que adquirirán aparatos electrónicos e inilusive un automóvil. No obstante, independientemente de sus imaginarios, ambos coincidirán en que la frontera establece la diferencia entre la vida y la muerte. Es decir, implica la asunción del riesgo entre vivir o morir.

Como recurso metodológico, esta categoría exige dos condiciones estrechamente relacionadas entre sí. Una es la ubicación del objeto particular de estudio en las coordenadas tiempo y espacio, y la otra es la delimitación, o mejor dicho la objetivación de las representaciones concretas de estas coordenadas. En este mismo sentido, igualmente alude a posibilidades, a proyectos de los individuos concurrentes en esafrontera y a los del observador que los analiza. Téngase en cuenta que la frontera no existe por sí misma, es una construcción intelectual del observador que alude a hechos y procesos, individuos interactuando, sus productos y otras categorías en movimiento, como tiempo y espacio, a las que aquél recurre para explicar la porción de la realidad de la que se ocupa.

Concebida en los términos anteriores, el concepto frontera le permite al observador, teniendo como punto de partida las dimensiones micro y macro, pensar y ordenar la realidad social (Zemelman, 1997), sus actores y el resultado de sus interacciones como una totalidad cambiante. Sobre todo, le permite inmergirse en esa realidad y ser parte de ella, de esos actores y de esas interacciones.

En este plano interpretativo, religión y modernidad2 constituyen una frontera que se antoja indisoluble. Aunque originalmente surgen como conceptos opuestos por su significado, hoy en día la Iglesia católica hace un esfuerzo para unirlos con el fin de legitimar la tradición, a través de los cambios que emprendió después del Concilio Vaticano II. Como se verá, a lo largo de este texto utilizo el concepto frontera bajo dos interpretaciones. Una es a la manera de la geopolítica. Es decir, la línea que establece los límites donde termina y empieza un territorio o "algo", y en este sentido los separa. La otra, la que privilegio, es en los términos ya expuestos. O sea, ese "umbral" socialmente construido que une y hace posible una realidad diferente a la que existía antes. En el caso de la Iglesia católica, esta representación de frontera es, a su vez, el resultado de su confrontación con la modernidad. El Movimiento de Renovación Carismática en el Espíritu Santo es muestra tanto de ese afán de la jerarquía de la Iglesia católica por unir la tradición con la modernidad, como de su confrontación con esta última. Bajo estas condiciones, en el presente documento planteo que este movimiento, no obstante su surgimiento como parte de la modernización de la Iglesia católica, es usado más para reproducir antiguas formas y prácticas del catolicismo, que para introducir a sus miembros a esa modernidad que proclamó el Concilio Vaticano II. Dicho de otro modo, la Iglesia católica ha recurrido a la renovación carismática, que emergió como expresión de su modernización, para recuperar formas y prácticas tradicionales, con el fin de reproducirlas entre su membresía. En contra de lo que suponen algunos estudiosos de este movimiento,3 fue una estrategia de la jerarquía de dicha Iglesia para reducir la frontera entre la tradición y la modernidad. Las evidencias empíricas que soportan este planteamiento proceden de los resultados de una investigación que realicé en diferentes parroquias de Mérida durante distintos momentos de los últimos diez años (Várguez, 2000b y 2002b).

 

Religión y modernidad

Religión y modernidad son conceptos que por mucho tiempo, y por no pocos intelectuales, se han considerado como antagónicos que por definición se repelen. A quienes así lo sostienen, no les falta razón. Mientras la religión, por ejemplo el cristianismo, hace referencia a la tradición,4 a lo que permanece y no cambia, a lo eterno, a lo que siempre ha sido, es y será; la modernidad se refiere a lo que sí cambia, a lo que permanentemente se transforma y, aun, lo que puede ser efímero. Para algunos teólogos cristianos, Dietrich Bonhoeffer por ejemplo, si bien dichos conceptos no son totalmente antagónicos, al menos presentan ciertas tensiones entre sí (Cogley, 1969). Es decir, existe una frontera que delimita sus respectivos ámbitos y en consecuencia las separa.

No obstante, la relación entre ambos conceptos, y las realidades que implican, es mucho más compleja. Por lo cual esta frontera aparece difusa y presenta problemas para su comprensión. O mejor dicho, aparece transfigurada, por lo que es preciso redefinirla bajo criterios diferentes. Como muestra de esa complejidad, en unos casos, según señala Berger, "...la modernización no sólo ha dado origen a la secularización, sino que por el contrario ha servido para una reafirmación de la religión" (Berger, 1992: 43). La visión de Bonhoeffer sobre el cristianismo es otra muestra. Para este teólogo protestante, "si la fe ha de tener un sentido ahora debe experimentársela de una nueva manera secular y estar integrada en la vida diaria [...]. Si el cristianismo ha de mantener un sentido para la vida humana, decía, hay que replantear sus misterios con el lenguaje filosófico, científico y cultural del momento" (Cogley, 1969: 159-160). En otros casos, la modernidad fue una reacción contra el oscurantismo que trajo el férreo control de las ideas y de la acción por la jerarquía cristiana; pero también, en sentido inverso, dio lugar al resurgimiento de la religión y el misticismo en general en contra del industrialismo, el desarrollo tecnológico y de las ideas y conductas en ellos subyacentes (Blancarte, 1993: 36).5

En su esencia, la religión alude a la divinidad que por su sacralidad está más allá de todo tiempo y demás categorías que el hombre ha creado para explicar el universo que lo rodea y explicarse a sí mismo. Por ejemplo, las categorías de bondad o las de espacio y materia. En este sentido, todo tratado de teología nos dice que, principalmente en el caso de la tradición judeocristiana, la divinidad, lo santo, lo sagrado es eterno, no cambia, antes bien permanece. Por ser creadora de todas las cosas, siempre ha existido, aun antes que el cosmos al que dio origen. Su esencia misma hace que esté fuera de toda operacionalización temporal.6 Por ello, no es posible aplicarle a la divinidad esta categoría para pensarla y comprenderla. Mucho menos para concebirla y representarla físicamente (Durkheim, 1992).7

Por el contrario, el tiempo, o mejor dicho la división temporal en días, semanas, meses, años, etcétera, igual que las demás categorías del entendimiento, tiene su origen en el pensamiento religioso (Durkheim, 1992). En torno suyo, los individuos organizaban sus actividades laborales, lúdicas y de ocio. Por encima de ellas, estaba la religión que, por una parte, le daba sentido a sus vidas y, por la otra, organizaba las relaciones que estructuraban la sociedad a la que pertenecían. En este orden, la vida transcurría entre el tiempo de la religión, el del trabajo, el de la fiesta y el del descanso. La repetición cíclica de estas actividades, pero sobre todo de los tiempos que las contienen, dio lugar al surgimiento de las tradiciones; las cuales, a su vez, sirvieron para legitimar ese orden, la organización de sus actividades y la estructuración de su sociedad. Más todavía, las tradiciones expresaban la memoria colectiva en torno a la religión y los diferentes tiempos que regían las vidas de los individuos y las formas en que éstos se relacionaban con los demás, fueran o no sus iguales e independientemente de que se identificaran o no con ellos.

Hasta el advenimiento del Humanismo, y posteriormente la modernidad temprana, en el mundo occidental no existía frontera alguna entre lo religioso y lo secular. La religión era la rectora del tiempo, tanto sagrado como profano (Eliade, 1979),8 que a su vez regía la vida colectiva de los hombres. A medida que la racionalización, componente indispensable de la modernidad diría Touraine (Touraine, 1994), se fue apropiando de la vida social del hombre, la religión empezó a perder la centralidad que tenía hasta entonces. Consecuentemente, surgía una frontera entre la religión y la vida social del hombre. Las ideas que le daban sustento a la religión, como la misma idea de Dios, del alma, de lo sagrado, de la salvación, etcétera, y las tradiciones que las encarnaban, pasaron a segundo plano. Hoy en día, aunque el tiempo ya no tiene el mismo sentido que tenía en ese origen, continúa rigiendo la vida cotidiana de numerosos individuos.

Si bien es cierto que la modernidad, a medida que avanza, destradicionaliza las sociedades, también lo es que surgen nuevas tradiciones que sustituyen a las anteriores (Giddens, 1997). Para el caso que nos concierne, la modernidad ha dado lugar a tradiciones que han venido a sustituir las que el cristianismo había creado a lo largo de su historia y en las que sustentaba sus mitos, ritos y pensamiento. A través de ellas, se revelan nuevas formas de memoria colectiva, de relaciones entre los individuos, de la estructura que la sociedad adopta y del sentido que le dan aquéllos.

El derrumbe de las monarquías absolutistas y su reemplazo por regímenes civiles abrió la frontera entre lo religioso y lo secular. El nuevo orden quebró el monopolio de la verdad y la justicia que asistían al monarca y al obispo. Ambos perdieron el derecho de juzgar a sus vasallos, de administrar sus vidas y de exigirles la tributación que engrosaba sus respectivas arcas. Las leyes de inspiración divina fueron sustituidas por la legislación de las nacientes repúblicas, que eligieron la democracia como sinónimo de igualdad y libertad. Igualmente, estas leyes dejaron de legitimar la superioridad del monarca sobre sus súbditos. La ciudadanía, y luego el trabajo, permitió borrar esa diferencia. Impotentes, las jerarquías terrenales y eclesiales contemplaron el surgimiento del ciudadano en sustitución del siervo. El nuevo régimen, el de la modernidad, no significó la perdición del individuo, por el contrario, significó su salvación de las tinieblas que lo negaban para adentrarse en las luces de su humanización (Touraine, 1994).9

Conjuntamente con la secularización de la sociedad, la modernidad trajo consigo la secularización de la conciencia (Berger, 1971). Este fenómeno produjo un doble efecto que sólo por motivos de exposición me atrevo a dividir. Uno fue la pérdida que sufrieron las jerarquías eclesiásticas del control de las ideas de sus feligreses. Sobre todo en los casos de quienes tenían mayores niveles de escolaridad. Para éstos, la Biblia dejó de ser la fuente de las ideas que explicaban el cosmos, la divinidad, la propia jerarquía eclesiástica, el hombre y su relación con la jerarquía, la divinidad y el cosmos referidos. En esos casos, la razón y la observación constituyeron la fuente de todo conocimiento. A partir de ellas, aquellos individuos tuvieron los elementos necesarios para discernir entre lo que conocían y lo que creían.

Alentados por los nuevos descubrimientos geográficos, físicos, astronómicos, biológicos y la Reforma de Lutero, ese tipo de creyentes, segundo efecto, pudo resignificar lo hasta entonces aprendido y optar por otro sistema de pensamiento que coincidiera con los dictados de la razón y la observación. Unos lo encontraron en las nuevas corrientes de pensamiento que se fueron acuñando en la Iglesia católica; otros lo hallaron dentro de la religión, pero en una Iglesia o grupo religioso diferentes a los que eran suyos. En otros casos, lo encontraron fuera de la religión, por lo que se apartaron de ella. En todos esos casos, la secularización de la conciencia significó para dichos individuos la libertad de pensar y cuestionar la divinidad, su Iglesia y decidir la aceptación o el rechazo de una y otra. El resultado ulterior fue el pluralismo, ya fuera ideológico, en general, o religioso, en particular. La frontera entre lo religioso y lo secular se ensanchaba.

En el tránsito hacia el pluralismo ideológico, la Iglesia católica que había tenido la exclusividad de las ideas, se vio enfrentada con las Iglesias resultantes de la Reforma luterana que predicaban una forma diferente de interpretación de los textos bíblicos y de las tradiciones religiosas, de organización eclesiástica y de socialización de la religión. Pero, sobre todo, predicaban una nueva forma de relacionarse con la divinidad y una nueva ética que orientara su relación con la naturaleza y los hombres.

América siempre ha sido el continente de la esperanza para la Iglesia católica. Desde su llegada en el siglo XVI vio en este continente la instancia para reproducir los espacios que perdía en Europa a causa de la modernidad y la secularización de la conciencia. A pesar de la derrota de los árabes por los reyes de España a fines del siglo XV, el islamismo seguía siendo un peligro. Ni qué decir del judaísmo y de la Reforma protestante que vendría poco después. Apoyada por las armas de los conquistadores militares y de la estructura civil e ideológica que se erigió, la Iglesia católica se constituyó como una institución hegemónica en los siglos posteriores. Durante este tiempo, a diferencia de Europa, en América, prácticamente, no existieron fronteras entre lo religioso y lo secular. Éstas se habrían de instaurar con las ideas y los hechos que originaron la independencia de las colonias americanas de España.

A partir de este momento, la Iglesia católica ya no pudo contener los embates modernistas y secularizantes. En especial, aquellos problemas que amenazaban directamente su poder. En el caso de México, estos problemas fueron políticos e ideológicos. Por el lado del orden político, estrictamente hablando, los problemas más relevantes que enfrentó fueron la Constitución de 1857, las leyes promulgadas por el presidente Juárez y el infeliz desenlace de la aventura de Maximiliano de Austria. Por el lado del orden ideológico, el liberalismo emergente fue el problema más agudo que enfrentó. Ambos casos representaron la pérdida para la Iglesia de los poderes relativos a estos órdenes e inclusive su extensión al orden económico. La pérdida del poder político por parte de la Iglesia fue más patente en la educación. A partir de entonces, la educación dejó de ser un acto de fe para transformarse en un acto de la razón.

Antes de concluir el siglo XIX, la Iglesia católica se enfrentó a la apertura de una nueva frontera. Ésta fue el pluralismo religioso. A pesar de la independencia de México de España, la Iglesia había mantenido el monopolio de las ideas religiosas. El triunfo del ejército trigarante y de las ideas de Agustín de Iturbide mantuvieron la religión que predicaba la Iglesia católica como la oficial para todos los mexicanos. Más todavía, la legislación resultante excluía cualquier otra. Sin embargo, tras la Constitución de 1857 y las leyes juaristas, impotente, vio la penetración de misioneros protestantes en México y toda América Latina. En algunos países, como Perú, contó con las leyes del Estado para mantenerse como la religión oficial. Pero en otros, como México, no. Poco a poco, las Iglesias protestantes pasaron a ser una amenaza para la hegemonía de la Iglesia católica.

 

La Iglesia católica frente a la modernidad

La Iglesia católica no tuvo más remedio que enfrentar su nueva situación en el mundo y responder a la modernidad y a la secularización de la conciencia que la agobiaban en diversas partes del globo terráqueo. Ante esta situación el objetivo que perseguía era la reformulación de las fronteras que delimitaban su acción y restringían su poder. Antes de que concluyera el siglo XIX replanteó su relación con la sociedad y su organización frente a ésta. La modernidad trajo consigo nuevos actores, por lo que la Iglesia igualmente replanteó su relación con ellos. Su alianza ya no sería con las antiguas monarquías y noblezas europeas, sino con las burguesías emergentes (Canto y Pastor, 1997). Posteriormente, esta alianza se ampliaría a las clases trabajadoras que ganaban espacios políticos. Frente a la transformación de la sociedad, la Iglesia decidió adaptarse a las nuevas condiciones. Con el fin de contrarrestar la influencia de los trabajadores pidiendo participación política, educación y mejoramiento de sus condiciones laborales y económicas, respondió con lo que en el siguiente siglo se conocería como doctrina social de la Iglesia. Las encíclicas de León XIII, específicamente la Rerum Novarum, fueron la brújula que orientó el nuevo camino que emprendería la Iglesia. El socialismo era la alternativa de las clases trabajadoras, por eso creó sus escuelas, sus partidos y sus sindicatos (Canto y Pastor, 1997).

El avance de la modernidad en el siglo XX hizo más ancha la frontera entre lo religioso y lo secular. Junto con el siglo, surgieron nuevos avances tecnológicos e ideologías que confirmaban la muerte de Dios proclamada por diversos pensadores un siglo antes (Armstrong, 1996).10 La reorganización de la sociedad y sus instituciones, luego de la segunda gran guerra, aceleró la pérdida de la centralidad que todavía tenía la Iglesia. México y América Latina no estuvieron al margen de este impacto. El efecto más inmediato fue el incremento del pluralismo religioso que, en nuestro país, se había iniciado a fines del siglo XIX. Las Iglesias protestantes que se instalaron en México en las últimas décadas de ese siglo, sufrieron un aumento explosivo a lo largo de la primera mitad del siglo XX. Paralelamente hicieron su aparición Iglesias pentecostales y nuevos grupos religiosos que ampliaron dicho pluralismo. Su auge fue tal en la segunda mitad del siglo XX que hicieron que la Iglesia católica se enfrentara a una situación inédita en su historia. Durante esas décadas, y hasta la fecha, su jerarquía contemplaba cómo el número de pastores de estas Iglesias y ministros de esos grupos aumentaba en tanto que el de sus sacerdotes disminuía.

Tras el aggiornamento de Juan XXIII, el Concilio Vaticano II11 constituyó el esfuerzo más serio de la Iglesia católica para renovar sus acciones, su magisterio, su discurso, su culto, sus tradiciones y su estructura interna, y así responder a los grandes problemas que enfrentaba. Es decir, fue el camino que la Iglesia católica emprendió para mirar a su interior, replantear las fronteras de su pensamiento, de sus acciones y de sus relaciones con sus integrantes para modernizarse y modernizar las representaciones de sus fieles, en torno a la divinidad que predica y las formas como se relacionan sus fieles entre sí y con la divinidad. Con ello, buscaba no sólo ofrecer a sus feligreses nuevas formas de pensar y actuar en torno a la religión, sino también ofrecerles estas formas para mantenerlos en su seno. Así, a la vez que adelgazaba las fronteras que se habían creado entre ella y el mundo de vida (Schütz y Luckmann, 1977) en el que sus fieles actuaban, les daba alternativas para evitar su deserción.

La reunión conciliar fue pródiga en documentos que aportaron las nuevas acciones que emprendería la Iglesia católica para los fines referidos. A estos documentos, posteriormente agregaría las encíclicas y cartas pastorales de Paulo VI, que delineaban la Nueva Evangelización que encabezaría, poco más tarde, Juan Pablo II. En esta corriente modernizadora, en la segunda mitad de los años sesenta, surge en la Iglesia católica el Movimiento de Renovación Carismática en el Espíritu Santo12 o, como es referido por sus integrantes y simpatizadores en general, la renovación carismática.

La introducción de la renovación carismática en México estableció una frontera entre la tradición y la modernidad de la Iglesia católica. Las misas con cantos, música con instrumentos eléctricos y ritmos caribeños y de rock and roll, movimientos con estos ritmos, cantos y música, palmadas, oraciones espontáneas, aplausos y alabanzas en voz alta constituyen la muestra fehaciente de la modernización de un ritual que para la mayoría de los asistentes resultaba anquilosado, sin atractivo y aburrido. Las homilías de los sacerdotes en las que privilegiaban la idea de un Dios vivo, la presencia del Espíritu Santo que traía la paz a los ahí reunidos, el cumplimiento de las promesas bíblicas, la esperanza de recibir alguno de los dones del Espíritu Santo y la evidencia empírica de que los enfermos sanaban movidos por su fe hicieron que los jóvenes se identificaran con esta nueva forma de religiosidad, que los templos fueran insuficientes para contenerles y que el movimiento de la renovación carismática creciera por todas partes. El entusiasmo que despertaba era tal que los sacerdotes entrevistados sostenían que este movimiento "era lo que le faltaba a la Iglesia para detener el avance de las sectas".

La renovación carismática, siguiendo nuestro horizonte de interpretación, hizo que la misa adquiriera una morfología y un sentido distintos a los que los sacerdotes que la celebran y los fieles que en ella participan le imprimen habitualmente. En este movimiento, la misa es un evento festivo al que los fieles acuden tanto para rezar como para recrearse bailando y cantando, para encontrarse con sus amistades, para hacer nuevos amigos, para olvidar los problemas cotidianos que los agobian o simplemente para distraerse un rato. Dicho de otra manera, para religarse con la divinidad, pero también con los demás.

Concebida como fiesta, la misa se transfigura en la frontera que une lo sagrado con lo profano. Aunque teórica y empíricamente lo sagrado y lo profano pertenecen a espacios diferentes, e inclusive opuestos, durante su celebración ya no se presentan como ámbitos separados y antagónicos, sino como uno solo y complementarios.13 Por ejemplo, en las misas de la parroquia Cristo Rey convergen simultáneamente elementos propios de la liturgia católica como elementos que no lo son. Entre los primeros se incluyen las partes de estas ceremonias, las oraciones y la conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, y entre los segundos, además de los cantos, ritmos, música y aplausos señalados líneas antes, la instalación, en el mismo espacio, de mesas en las que se venden imágenes de diversos santos y vírgenes, rosarios, medallas, velas, agua bendita, himnarios, libros de oraciones y diversos objetos religiosos que los asistentes adquieren para utilizar durante la ceremonia o para que el sacerdote los bendiga al final. Así, lo que antes pertenecía a la divinidad y a los hombres, respectivamente, aparece como una unidad indisoluble que pertenece mutuamente a ambos. Desde esta visión, la liturgia adquiere otra expresión al imprimirle los asistentes las manifestaciones de su cultura popular. En esta transfiguración, la misa se desvela como la instancia en la que aquéllos no sólo se pueden relacionar con Dios, expiar sus culpas, sanar de sus enfermedades y recibir la gracia divina, sino también relacionarse con los ahí presentes y junto con ellos regocijarse con los cantos, música, baile y demás eventos que integran dicha celebración. Por ejemplo, agitar banderitas de papel o globos, gritar porras a Jesús, al Espíritu Santo y a María y, en sentido opuesto, emitir expresiones de repudio contra Satanás.

En este mismo sentido, a través de la fiesta se establece una frontera que sintetiza el tiempo de lo sagrado y el de lo profano en el tiempo del rito reconfigurado por los feligreses. El paso de la duración temporal ordinaria al tiempo sagrado que refiere Eliade (1979), en los términos anteriores, significa la conjunción del tiempo de lo sagrado con el tiempo de lo profano en uno solo. Al inmergirse los creyentes en el tiempo de lo sagrado, lo hacen llevando consigo, e imprimiéndole, los elementos simbólicos, valorativos, conductuales, actitudinales y cognoscitivos que corresponden al tiempo de lo profano; los cuales tienen su origen en la cultura popular que dichos creyentes portan. Visto así, los acontecimientos sagrados que se celebran en la misa, se reactualizan y resignifican con la incorporación que aquéllos hacen de las manifestaciones populares, que actualmente componen su cultura. Con ellos, tales manifestaciones se integran a la fiesta y pasan a ser parte de ella. Con lo cual, la misa adquiere un sentido más inmediato para quienes participan, pues ha pasado a ser parte de su cultura.

Una idea más que quisiera agregar sobre esta forma de concebir la misa es que mediante su participación en ella, los creyentes se inmergen en dicha frontera y con ello trascienden del tiempo enmarcado por el presente histórico a un tiempo que "en ciertos aspectos, puede equipararse a la Eternidad" (Eliade, 1979: 64). Desde mi perspectiva, éste es el tiempo que marca la identidad o mejor dicho la metaidentidad que establece el creyente con la divinidad.

En conjunto, las misas carismáticas rompían violentamente el esquema tradicional de la misa tridentina, pero no por ello significaba la extinción de su modelo que prevalecía entre sacerdotes y feligreses. La frontera que separa la tradición de la modernidad persistió. Así, si bien cuando surge la renovación carismática en México a fines de los años setenta, en cumplimiento con las reformas conciliares, ya se habían introducido en las misas coros con guitarras e instrumentos de percusión, la mayoría de los párrocos las omitían en sus ceremonias y sólo permitían su celebración con el oficiante de frente a los asistentes y en el idioma de estos últimos. Hasta entonces no hubo problema, no así cuando algunas parroquias introdujeron ese movimiento. Los fieles que habían sido educados en la tradición de la Iglesia católica no tardaron en protestar en defensa de lo que creían que era la forma auténtica de celebrar la misa. En Mérida, sede de la arquidiócesis de Yucatán, el arzobispo de entonces, Manuel Castro Ruiz, continuamente recibía a personas que, de manera individual o en representación de algún grupo de esas parroquias, iban a manifestarle su inconformidad por lo que consideraban no sólo una alteración a esa forma auténtica, sino también lo que de acuerdo con su concepción de la religión era un sacrilegio. En respuesta, el arzobispo nombró al presbítero Fernando Rodríguez para que coordinadora el Movimiento de la Renovación Carismática en la arquidiócesis. En su opinión, el padre Rodríguez era un hombre que había entendido lo que era este movimiento y sabría conducirlo correctamente y sin excesos. A la fecha, este sacerdote sigue en su mismo cargo tras su ratificación por el actual arzobispo, Emilio Berlie Belauzarán.

El nombramiento del padre Rodríguez significó el control de la renovación carismática por las autoridades eclesiales. Como si fuera una especie de guardián de la ortodoxia, este sacerdote ha mantenido ese movimiento al interior de las actividades y de los grupos apostólicos de las parroquias, con lo cual evitó el surgimiento de líderes fuera de estos espacios que puedan darle otra orientación. Hasta ahora ha cumplido con su encomienda, pues no se han dado casos de conflicto como los que Elizabeth Juárez (1997) reporta en Zamora, Michoacán. Del mismo modo, la decisión tomada por el arzobispo Castro Ruiz significó insertar la renovación carismática entre las formas pedagógicas a las que ha recurrido la Iglesia para transmitir su doctrina a sus fieles, sobre todo los que integran las clases populares que son las mayoritarias y adolecen de altos niveles de escolaridad. Como si fuera un auto sacramental en tiempos de la Colonia, la renovación carismática quedó incluida en las formas tradicionales de catequización de la Iglesia católica. La estrategia complementaria fue el adosamiento de la religión popular a dicho movimiento. Sobre este punto volveré más adelante.

El control de la jerarquía católica sobre la renovación carismática no es privativo de las parroquias de Mérida que estudié, lo mismo ocurre con los casos que María Cristina Díaz de la Serna (1985) analizó. En ambos, San José del Altillo y la comunidad Espíritu y vida, la jerarquía tenía una fuerte incidencia en la dirección y supervisión de las actividades de este movimiento. En el primero, un equipo de cuatro sacerdotes estaba a cargo del desarrollo de esas actividades, en tanto que en el segundo giraba en torno a un sacerdote. Esto hacía que cuando se ausentaba, el entusiasmo de los participantes en las ceremonias decaía. En ambos casos, la intervención de los sacerdotes igualmente incidía en la forma que adoptaba la renovación carismática. Lo mismo podríamos decir de la investigación que Miguel Hernández (1999) hizo en Zamora y en la que incluye este movimiento. En su libro Dilemas posconciliares señala que la "cautela para prevenir 'desviaciones' en que pueda incurrir la RC se ha objetivado en dispositivos pedagógicos y de control para las asambleas de oración. Los preceptos que el obispo Robles emitió en el Sínodo de 1987 para regir al movimiento de RC no son muy diferentes de los que operan en otras diócesis del occidente" (Hernández, 1999: 319).

Otra muestra del uso de la renovación carismática para retornar a la tradición fue la que se dio en medio de las transformaciones de este movimiento en la década de 1990. En esos años los sacerdotes carismáticos incluyeron en sus homilías y mensajes y en sus ceremonias, elementos que los pastores pentecostales utilizaban en sus servicios religiosos. La justificación que daban, como uno de ellos me dijo,14 era la búsqueda de "cosas novedosas" que pudieran despertar a los asistentes a sus eventos y motivarles para que sean, en sus palabras, sal de la tierra. Al momento de la entrevista con ese sacerdote ya habían pasado 20 años desde que la renovación carismática se iniciara en Yucatán y un lustro más desde que surgiera en los Estados Unidos, por lo que consideraba que era necesario mantener viva la llama del Espíritu Santo. En este contexto, hacia mediados de la década de 1990, el padre Carrillo, igual que otros sacerdotes simpatizantes con ese movimiento, incorporó uno de los elementos que caracterizan lo que algunos estudiosos denominan neopentecostalismo (Wynarczyk, 1993; Frigerio, 1994). Éste es la noción de guerra espiritual o guerrilla espiritual' (Wynarczyk, 1995; Várguez, 2002a).15 Es decir, la representación simbólica de la pugna que el demonio y Dios sostienen entre sí. El primero para llevar las almas de los hombres al infierno y el segundo para impedirlo a través de su plan de salvación. En suma, la representación del eterno conflicto entre el bien y el mal.16 O para decirlo en términos de Durkheim (1992), de la lucha entre las fuerzas bienhechoras y los poderes malvados e impuros que caracterizan toda idea de lo sagrado. De esta manera, la noción de guerra espiritual se añadía a la idea de sanación, la glosolalia y el bautizo en el Espíritu Santo que caracterizó la renovación carismática en su primer cuarto de siglo. En ambos casos, estos elementos fueron tomados del pentecostalismo norteamericano.17

Los sacerdotes de la renovación carismática trataron de deslindar la idea de guerra espiritual de su versión pentecostal y revestirla con los elementos propios del catolicismo. Para la consecución de estos fines recurrieron a dos figuras emblemáticas de la tradición de la Iglesia católica. Éstas fueron la Virgen María y San Miguel Arcángel. De acuerdo con el simbolismo que le imprimen a sus homilías, la Virgen María es la reina del Ejército azul y del Ejército de soldados consagrados al corazón inmaculado de María, y San Miguel es el príncipe de las milicias celestiales; por lo que conminan a sus feligreses a sumarse a las filas de esos "ejércitos" para derrotar a Satanás y encadenarlo para siempre. Como ocurre con las fuerzas armadas de todos los países, los integrantes de esos "ejércitos" poseen un manual que les guía en sus combates contra las fuerzas diabólicas. Así, en sus páginas leemos lo siguiente: "La lucha del cristiano es la de una milicia, nuestra lucha es, contra las fuerzas malignas, contra el príncipe de este mundo que ha sido vencido por Jesús [...] Para ganar esta victoria debemos consagrarnos al Corazón Inmaculado de Nuestra Madre y hacer nuestra la salvación de su Hijo amadísimo Jesús" (Ceja y Abullarade, 1998: 5).

Bajo el simbolismo que orienta esta lucha, el cristiano se enfrenta a enemigos espirituales, y para derrotarlos posee las armas, igualmente, espirituales que la Iglesia le da. Para ello dispone del yelmo de la salvación, el escudo de la fe, la coraza de la justicia y la espada de la palabra de Dios (Celayeta, 1998). En términos semejantes un sacerdote promotor de la renovación carismática, al ser entrevistado, señaló que estas armas son la palabra de Dios contenida en la Biblia, los sacramentos, la oración y María.

El énfasis que los sacerdotes de la renovación carismática le dieron a la participación de la figura de la Virgen María en la guerra espiritual, hizo que esta imagen se convirtiera en uno de los ejes centrales de ese movimiento.

A la ya tradicional veneración de que había sido objeto, se le agregaron formas de percibirla que la hacen aparecer estrechamente vinculada con Jesús y con el Espíritu Santo. Aunque los sacerdotes vinculados con ese movimiento en sus ceremonias pretenden sustentar esta percepción de María en la Biblia, especialmente en el Nuevo Testamento, la figura que promueven es esa visión conservadora del catolicismo que tiene sus puntos de apoyo en: a) la imagen guerrera que animó a los españoles en la conquista de las tierras reclamadas por los reyes católicos y no en la imagen de liberadora que enarbolaron Hidalgo, San Martín, Belgrano y Bolívar en sus batallas por la independencia de sus pueblos en el siglo XIX;18 b) los dogmas de su Inmaculada concepción y de su Asunción corporal a los cielos;19 y c) su rol de madre. Este rol de la maternidad de María cumple una doble función. Por una parte articula la noción de guerra espiritual, y por ende a la renovación carismática, con la religión popular en México y América Latina, y, por la otra, junto con esa imagen guerrera, hace más comprensible esa figura de la Virgen María que dichos sacerdotes promueven. No así los dogmas referidos que aluden a una tradición del catolicismo que cada día se vuelve más añeja, pierde significado y resulta difícil de comprender por las generaciones jóvenes.

Los sacerdotes de la renovación carismática no solamente adoptaron la guerra espiritual que ya utilizaban los pastores pentecostales en sus ceremonias, sino también su conducta, sus actitudes, sus movimientos desde donde predicaban, y parte de su discurso que expresaron en la celebración de las misas y demás eventos rituales que presidían. Todos estos elementos se conjugaron para que las misas se transfiguraran en los campos donde se escenificaba esa batalla. En varios eventos carismáticos —misas, congresos, Sitios de Jericó— a los que asistí en Mérida, los sacerdotes insistían en que en ese evento se desarrollaría una gran batalla contra Satanás y su legión de ángeles caídos.20 Por lo que para derrotarlos era necesario invocar la ayuda de la reina del Ejército de soldados consagrados al corazón inmaculado de María y del príncipe de las milicias celestiales, y esgrimir contra esas fuerzas malignas las armas "con las que Cristo nos ha redimido y su Santísima madre nos protege". En una de estas ceremonias celebradas en la parroquia Cristo Rey, su párroco repartió a los asistentes rosarios y pequeñas estampas de San Miguel Arcángel y les pidió, llegado el momento, que las levantaran y le pidieran al demonio, "en nombre de la preciosa sangre de Cristo", que se retirara para siempre. A la vez que les pedía "gritos de guerra", decía en voz alta y visiblemente excitado que Satanás estaba huyendo dando gritos de alarido y retorciéndose de dolor porque no soportaba escuchar que se mencionara la sangre de Cristo. Por su parte, los feligreses gritaban ¡Jesús!, ¡Jesucristo, ayer, hoy y siempre! y ¡María, María, María!

La adopción de la guerra espiritual tuvo la intención de reducir, aún más, la frontera entre la tradición y la modernidad que se había establecido con la introducción de la renovación carismática y su expansión por todo México. Sin embargo, en ese afán de los sacerdotes carismáticos por darle un significado propio a dicha categoría que correspondiera con la tradición de la Iglesia católica, la frontera se amplió de nuevo. Es más, las prácticas tradicionales asociadas al culto a la Virgen María y a los ángeles se reforzó entre los adultos y cobró auge entre los jóvenes que asistían a las misas y demás eventos de la renovación. Desde mi perspectiva, la proliferación de tiendas en las que se ofrecen, entre otros artículos, libros, figuras e imágenes de ángeles protectores ha contribuido para que los jóvenes, y aun los adultos, acepten la idea de su participación en la guerra espiritual. Vista así, la ideología que subyace a esta categoría tiene como apoyatura la religión popular21 y la cultura popular que portan los seguidores de la renovación carismática.

La religión popular, llamada también piedad popular y teología popular (González, 1988) por la jerarquía católica, jugó un papel importante en la conformación que actualmente posee la renovación carismática, pero más que nada en la configuración de la frontera que hoy existe entre la tradición y la modernidad en la Iglesia católica. Su relevancia en el catolicismo actual está fuera de duda. En ella están contenidos las ideas, el lenguaje, los símbolos, el conocimiento, la conducta, las costumbres y el pensamiento que los fieles han elaborado sobre la divinidad y sus representaciones. En su conjunto, constituye el acervo cultural, heredado de padres a hijos, sobre el que descansa el catolicismo de las clases populares. De ahí que la jerarquía de la Iglesia católica haya comprendido la importancia que tiene este tipo de religión para la mayoría de sus fieles, y decidido recuperarla y promoverla entre esas mismas clases con el fin de establecer una frontera que la una con las formas modernas que igualmente promueve. Las oraciones, cantos de alabanza, música, homilías, velas, agua bendita, ex votos y la actitud de los sacerdotes y los fieles durante las misas carismáticas y el rezo del rosario, la celebración de novenas, la instalación de altares domésticos como parte del culto al Niño Dios, Divino Niño, María, San José, San Miguel y otros santos, la colocación de pedazos de palma bendita detrás de las puertas de la vivienda y la formación de nuevos gremios, entre otros elementos, objetivan esa frontera en el inicio del siglo que vivimos.

Los resultados de la investigación que realicé en varias parroquias de Mérida muestran cómo los sacerdotes que promovían la renovación carismática alentaban, a la vez, el ejercicio de antiguas prácticas religiosas. Así, en sus homilías y mensajes durante las misas y demás eventos relacionados con este movimiento, animaban a sus feligreses a rezar el rosario y el Angelus, instalar altares domésticos, usar escapularios, agua y velas benditas, ofrendar flores a la Virgen María en el mes de mayo, organizar gremios,22 realizar novenas23 a determinadas imágenes, practicar la devoción a los santos, ángeles protectores y arcángeles, y visitar al Santísimo. La obediencia y fidelidad a los sacerdotes, a los obispos y al papa, se incluye en esta recuperación y promoción de prácticas religiosas anteriores al Concilio Vaticano II.

Los feligreses respondieron al llamado de sus sacerdotes, porque todas esas prácticas convergían con sus creencias y prácticas propias de ese catolicismo sincrético, que se incubó en el pasado colonial, y del cual eran portadores. De tal modo, continuaron, por ejemplo, llevando a las parroquias y capillas sus imágenes, envases con agua y aceite, rosarios y otros objetos para que el sacerdote los bendijera; poniendo tras sus puertas pedazos de palma bendita para proteger sus hogares; llevando ex votos a los altares de San Judas Tadeo u otro santo en cumplimiento con lo prometido, y asistiendo a las peregrinaciones de la Virgen de Guadalupe en diciembre en agradecimiento y petición de múltiples favores. En los casos de quienes habían migrado de los pueblos del interior de Yucatán a Mérida y tenían familiares en ellos, continuaron asistiendo a la fiesta del santo patrón de su pueblo; participando en las ceremonias religiosas asociadas a la agricultura, al culto a la tierra, a los montes, a los seres que los habitan, a los muertos, y sometiendo a sus hijos a ritos de iniciación vinculados con la cultura maya. Creencias relacionadas con la vida, la muerte, la salud y la enfermedad, las formas en que la divinidad se expresa o manifiesta su gracia y los sistemas de relaciones que se derivan de estas hierofanías también se incluyen entre las ideas y prácticas religiosas que persisten entre los seguidores de la renovación carismática. Sobre todo, entre los de ascendencia indígena.24

Alguien podría pensar que los seguidores de la renovación carismática, por asistir a las ceremonias, aplaudir en las misas, seguir con el cuerpo el ritmo de los cantos, invocar a la Virgen María contra Satanás, impartir la comunión e imponerle las manos a los enfermos para transmitirles el espíritu Santo, participaban de la modernidad de la Iglesia católica. Sin embargo, no es así. A la vez que obedecían las instrucciones de los sacerdotes, mantenían esas ideas y prácticas que aprendieron en la niñez como resultado de su socialización religiosa, y de concebir a la divinidad y de relacionarse con ella. En todo caso, reestructuraron su catolicismo popular al incorporarle los fundamentos de la renovación carismática.

Una última evidencia del problema que he venido comentando es la que muestra cómo los sacerdotes que impulsaron la renovación carismática en sus parroquias y capillas asumieron el control de la participación de los fieles en este movimiento. Como ya sabemos, el Movimiento de la renovación carismática surgió al margen de la jerarquía eclesial. A diferencia de otros movimientos que son fundados por algún sacerdote, religioso o religiosa, éste se caracterizó por la intervención directa de un grupo de laicos en su organización, realización y promoción de sus actividades, e inclusive en algunas tareas que son parte de las labores de dicha jerarquía. Hoy en día, la investigación realizada en Mérida nos indica que esta participación, tanto en cantidad como en cualidad, depende del párroco. De cualquier manera, los fieles de las iglesias en donde existe este movimiento son más participativos que los de aquellos templos en los que lo hay. Desde el horizonte de interpretación de este trabajo, dicha participación marca una frontera divisoria entre la tradición y la modernidad de la Iglesia católica.

Antes del Concilio Vaticano II, la línea fronteriza que delimitaba las actividades litúrgicas en las que los laicos podían participar era muy clara. De acuerdo con la tradición de la Iglesia católica toda la misa corría a cargo del sacerdote, su posición de espalda a los fieles y el uso del latín para leer las oraciones del misal excluían al pueblo de la ceremonia y lo relegaban como simple espectador. La reunión conciliar abrió las puertas para que los laicos participaran de manera activa en la misa y pudieran realizar, en casos excepcionales y previa preparación, algunas de las funciones de los sacerdotes. La Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia,25 producto de esa reunión, fue la llave que permitió dicha participación. A partir de entonces, los laicos no sólo asumieron las nuevas responsabilidades que la Iglesia jerárquica les confería, sino que también pasaron a ser actores protagónicos. Más todavía en el caso de las mujeres cuya marginación era mayor. Actualmente las laicas, previa preparación, pueden dar la comunión en la misa o llevársela a los enfermos, antes no. En este orden de cosas, la línea que excluía a la feligresía se transformó en una frontera que ahora la incluye. El documento recién presentado por Benedicto XVI en el que autoriza la misa en latín de manera opcional, posibilita el cierre de esa puerta y el restablecimiento de esa frontera divisoria (Diario de Yucatán, 8 de julio de 2007).

Las condiciones anteriores permitieron que los seguidores de la renovación carismática, especialmente quienes más se identificaban con este movimiento, además de su participación en la misa como pueden hacerlo el resto de los católicos e independientemente de que sean hombres o mujeres, impartieran la comunión, transmitieran el Espíritu Santo a los demás mediante la imposición de las manos, oraran para interceder ante la divinidad por quienes tenían algún problema, e inclusive sanaran a los enfermos y expulsaran demonios. Sin embargo, lo que parecía ser signo de la modernización de la Iglesia católica se revistió de las formas tradicionales que practicaban tanto su jerarquía como su feligresía. Esto se debió al recelo de no pocos sacerdotes hacia la renovación carismática. A pesar de que atrajo a muchos católicos desde su penetración en México, no todos los sacerdotes la adoptaron en sus parroquias. Inclusive, no obstante su aceptación por parte de Paulo VI y Juan Pablo II, no pocos sacerdotes mantuvieron su desconfianza hacia ese movimiento. Unos lo incluyeron entre sus actividades parroquiales, pero bajo su control; en tanto que otros prefirieron omitirlo y continuar promoviendo su pastoral por demás tradicional, o mejor dicho conservadora. De esta manera, en ambos casos, los sacerdotes decidían quiénes y cómo participaban en las decisiones sobre la vida de la parroquia, en la misa y en las demás ceremonias que fueran o no de ese movimiento.

De acuerdo con los sacerdotes entrevistados, todas esas acciones eran "cosa seria", cuya ejecución requería de personas que tuvieran formación espiritual para que comprendieran su verdadero significado y pudieran transmitirlo a los demás. Para ello, organizaron sesiones de estudio, una vez a la semana por la noche, a cargo de ellos y de otros sacerdotes a quienes invitaban para impartir un tema y dirigir la sesión que les correspondiera. Además de su asistencia a estas sesiones, los laicos debían dar testimonio de ser personas responsables, no tener adicciones ni "desviaciones homosexuales", estar casados, "tener a Cristo como eje" de su vida familiar y cumplir con lo establecido por la Iglesia católica para sus fieles. El cumplimiento de estos requisitos y su buen desempeño durante las sesiones no garantizaba a los participantes la asunción de alguna responsabilidad en la parroquia, la decisión quedaba en manos de los párrocos, ellos eran quienes seleccionaban a los que les conferirían esa responsabilidad. Por ejemplo, ser Ministro de la Eucaristía, lector durante la misa o dirigente de alguno de los grupos apostólicos parroquiales.

A pesar de esas formas de control a la que acudieron los sacerdotes de la renovación carismática, resulta alentadora la insistencia de algunos de sus seguidores por mantener vigente la frontera que articula la tradición y la modernidad de la Iglesia católica, al participar activamente en aquellos rituales cuyo ejercicio no implica una confrontación abierta con el sacerdote. Por ejemplo, orar por un enfermo, leer la Biblia a los demás y predicar la doctrina de Jesús.

 

Queriendo concluir

Lo visto a lo largo del trabajo expuesto nos dice que hablar de religión hoy en día, específicamente de la católica, conlleva a referirnos a diversas fronteras que en unas ocasiones une y sintetiza en una misma realidad múltiples realidades, representaciones, identidades, mundos de vida, acciones y problemas, pero en otras las separa. Pero, sobre todo, conlleva a referirnos a múltiples individuos que la construyen y reconstruyen permanentemente. Aunque la modernidad, en su sentido más general, supone la renovación profunda de las instituciones, modos de vida, sistemas de pensamiento y formas de actuar y de hacer las cosas, que se acuñaron a través del tiempo y dieron lugar a tradiciones que se consideran válidas por una determinada sociedad, no siempre es así. El Movimiento de la renovación carismática lo confirma. En el mundo católico, emergió como la frontera que sintetizaba las tradiciones, dogmas, pensamiento y ritos que la Iglesia católica acuñó a lo largo de su historia y las innovaciones que al respecto introdujo a partir del Concilio Vaticano II. Pero al momento presente, marca la frontera que divide la posición conservadora de la dirigencia de la Iglesia de la modernidad que esta reunión intentó darle a esta institución. Después de todo, el aggiornamento al que dio lugar este concilio no la transformó en lo esencial ni a su doctrina; en todo caso, sirvió de escenario tanto para repensarse ante un mundo que sí se transformaba en su esencia como para plantear las estrategias y alternativas requeridas para enfrentar los problemas y retos que le significaba la transformación del mundo. Para la Iglesia esta decisión no era algo nuevo. Cinco siglos atrás la había llevado a la práctica con los mismos propósitos que ahora. Antes de finalizar el siglo XV, decidió enfrentar el mundo moderno de la época adoptando los valores fundamentales de la Edad Media (Blancarte, 1993). Es decir, los valores de la Antigüedad.

En este horizonte de reflexión, lo expuesto en páginas anteriores sugiere que hoy en día es difícil mantener la idea sobre la pertenencia de la renovación carismática al ámbito exclusivo de la modernidad. O dicho de otro modo, la idea de que este movimiento, como sostienen los sacerdotes que la promueven, representa la modernidad de la Iglesia católica. La realidad se ha encargado de poner en jaque esta idea. Así, si bien es cierto que surgió como resultado del Concilio Vaticano II, al momento presente tiene su fundamento en la tradición que constituye la doctrina de la Iglesia católica y las prácticas y formas tradicionales que conforman la religión popular. Si a esto le añadimos que en la actualidad la renovación carismática tiene en las clases populares al mayor número de sus adeptos, resulta comprensible que la jerarquía católica haya incorporado esas formas y prácticas a este movimiento. Sobre todo que las resoluciones conciliares le dieron los fundamentos para esta incorporación. Con ello, la Iglesia ha recuperado antiguas prácticas que habían caído en desuso entre los jóvenes por el avance de la modernidad, con el fin de mantener a su feligresía en sus filas y hacer más accesibles las enseñanzas del catolicismo a ésta. El objetivo se ha cumplido parcialmente; aunque dicho movimiento sigue atrayendo multitudes, no ha podido evitar que la Iglesia católica continúe perdiendo miembros y que sus integrantes tengan un conocimiento muy elemental de su religión.

La respuesta que han dado los seguidores de la renovación carismática al llamado de los sacerdotes por poner en práctica antiguas creencias y formas ceremoniales denota, por una parte, su voluntad de someterse a la autoridad que representan los sacerdotes, y, por la otra, su proclividad hacia la tradición. La ausencia de conflictos en los que se cuestionen ese llamado y la autoridad de los sacerdotes refuerzan esta idea. Eso sí, a pesar de que no es posible dar cifras exactas, la actitud que asumieron algunos responsables de las parroquias de Mérida en las que existe ese movimiento, originó descontento entre determinados fieles que les ayudaban en la organización y realización de los eventos carismáticos que se efectuaban en sus templos. Unos decidieron asistir a otra parroquia, pero otros prefirieron adscribirse a alguna de las Iglesias pentecostales cercanas a sus casas. A mi juicio, estos disidentes se mantuvieron en la frontera de la modernidad y la tradición, pues en estas Iglesias igualmente coexisten formas religiosas modernas y tradicionales, entre ellas rituales flexibles y la autoridad de los pastores, respectivamente.

La vuelta al tradicionalismo no es un fenómeno privativo del catolicismo ni del cristianismo. Ahora se extiende a todas las religiones y sociedades. Lo mismo en Oriente que en Occidente, el resurgimiento de la religión26 es evidente. En ambas sociedades aparece con nuevas manifestaciones. En unos casos, los fieles son quienes orientan este fenómeno, pero en otros son las jerarquías quienes se encargan de ello. En uno y otro caso, la racionalidad de los actores que orienta la construcción y reconstrucción de la frontera de la tradición y la modernidad es diferente. En el caso de los fieles está orientada hacia la esperanza de una realidad inmediata mejor, en el de las jerarquías hacia el otorgamiento de una explicación de esa realidad basada en la fe en la divinidad que predican. En aquél subyace la posibilidad de crear nuevas formas de religión acordes con los tiempos y espacios en los que transcurre la vida cotidiana de sus actores, en tanto que en éste lo subyacente es la reproducción de las viejas formas de este relacionarse con Dios y la perpetuación del poder de quienes se abrogaron su representación en la tierra.

 

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Fuente hemerográfica

Diario de Yucatán

16 de agosto de 1998 y 8 de julio de 2007.

 

Notas

1 Agradezco a Guadalupe Reyes sus acertados comentarios a una versión preliminar de este trabajo.

2 Creo prudente señalar que modernidad, modernización y modernismo no son sinónimos; no obstante, algunos autores se refieren a estos conceptos de manera indistinta y les confieren diferentes significados. En este trabajo utilizo la categoría modernidad para referirme a esa etapa de la historia en la que el individuo organiza su sociedad a partir de la razón y al margen de las instituciones religiosas. Aunque la literatura al respecto es abundante, el lector podrá acudir a Solé (1976) y a Touraine (1994).

3 María Cristina Díaz de la Serna dice que, al menos en uno de los casos que aborda, la Renovación se conceptúa "como un proceso de evangelización moderna que tiene por objeto concienciar y educar a los fieles" (1985: 80).

4 Cuando en este documento hablo de tradición de la Iglesia católica, lo hago para referirme al conjunto de ideas, ritos y prácticas religiosas que la jerarquía de esta Iglesia ha delineado y que conforman su magisterio. Para una comprensión más amplia de este concepto véase Rahner y Ratzinger (2005).

5 Al respecto, Roberto Blancarte (1993: 36) señala: "el término modernidad es bastante ambiguo, pues representa en sí una manifestación del mundo moderno, pero a la vez es una reacción contra ciertas manifestaciones del mismo".

6 La frase que utilizan católicos y pentecostales: "Jesucristo: ayer, hoy y siempre", resume lo dicho.

7 Sobre este problema, Durkheim (1992: 22) nos dice que lo sobrenatural es una de las nociones que caracterizan lo religioso, entendiéndose por tal "todo orden de cosas que vaya más allá de nuestro entendimiento; lo sobrenatural es el mundo del misterio, de lo incognoscible, de lo incomprensible".

8 Respecto al tiempo profano, Mircea Eliade (1979: 64) dice que la fiesta "es el tiempo creado y santificado por los dioses a partir de sus gesta".

9 "Por eso, la modernidad que destruye las religiones, libera la imagen del sujeto, vuelve a apropiarse de ella, pues hasta entonces era prisionera de las objetivaciones religiosas, de la confusión del sujeto y de la naturaleza, y transfiere el sujeto de Dios al hombre" (Touraine, 1994: 228).

10 "Ludwig Feuerbach, Karl Marx, Charles Darwin, Friedrich Nietzche y Sigmund Freud propusieron filosofías e interpretaciones científicas de la realidad que no dejaban lugar para Dios" (Armstrong, 1996: 399).

11 El Concilio Ecuménico Vaticano II fue inaugurado por el papa Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962, y clausurado por su sucesor Paulo VI, el 8 de diciembre de 1965 (Ampudia, 1998). Dos fechas que marcan los antecedentes de este concilio son el 25 de enero de 1959, cuando Juan XXIII anuncia su intención de llevarlo a cabo, y el 25 de diciembre de 1961, cuando, en medio de gran solemnidad, lo convoca (Carrillo, 1986).

12 El antecedente de este movimiento se encuentra fuera de la Iglesia católica. Su origen tiene lugar entre los episcopales estadounidenses en los primeros años de la década de 1960. Sobre este origen y su introducción en la Iglesia católica véanse Carrillo (1986) y Ranaghan (1971).

13 Mircea Eliade plantea en la introducción a su obra Lo sagrado y lo profano que "la primera definición que puede darse de lo sagrado es la de que se opone a lo profano" (1979: 18).

14 Este sacerdote era Álvaro Carrillo Lugo, responsable de la parroquia Cristo Rey.

15 Otros elementos que caracterizan el neopentecostalismo, y que en diferentes proporciones han adoptado los sacerdotes de la renovación, son las ideas de prosperidad y liberación, la concepción de un Dios poderoso y el uso de los medios electrónicos de comunicación como forma de propaganda.

16 En 1998, el papa Juan Pablo II, en su homilía correspondiente a la misa celebrada con motivo de la fiesta de la Asunción de María, dijo lo siguiente: "Mientras exista el mundo, la historia será siempre un escenario para la colisión entre Dios y el diablo, entre el bien y el mal, entre la gracia y el pecado, entre la vida y la muerte" (Diario de Yucatán, 16 de agosto de 1998).

17 Diversos analistas sostienen que el origen de la categoría guerra espiritual está entre las Iglesias que surgen de la tercera ola de la expansión del neopentecostalismo (Várguez, 2002a). No obstante, el sacerdote anglicano John Henry Newman es el primero que la utiliza en diversos documentos que escribió en las décadas de 1830 y 1840. Newman recurre a ella para referirse a la lucha que sostiene consigo, con el fin de discernir entre permanecer en la Iglesia anglicana de Inglaterra o convertirse a la Iglesia católica, apostólica y romana. Newman renunció al anglicanismo el 8 de octubre de 1845, el 30 de mayo fue ordenado sacerdote en Roma, en mayo de 1879 recibió el capelo cardenalicio de manos de León XIII y, finalmente, murió el 11 de agosto de 1890. Hoy se encuentra en proceso de beatificación. Paradójicamente, es un ilustre desconocido entre los sacerdotes de la renovación carismática; a quienes pregunté no lo conocen.

18 Sobre la imagen guerrera de la Virgen María en la conquista e independencia de los pueblos de América Latina, véase González Dorado (1988).

19 El primer dogma fue declarado por Pío IX en 1854, y el segundo por Pío XII en 1950.

20 En febrero de 2007, las Iglesias pertenecientes a las Asambleas de Dios en Yucatán organizaron, en un estadio de futbol, una cruzada de oración y sanación para la cual invitaron al predicador argentino Carlos Annacondia y a otros dos. En ambas noches insistió en que "el pueblo de Dios" ahí reunido sería testigo de un hecho grandioso, porque Satanás sería expulsado de Mérida. Tras invocarlo en nombre de Cristo, de Dios Padre y de Dios Espíritu Santo, decía: "Yo te expulso de esta ciudad y la libero de todo mal... Miren hermanos, Satanás está corriendo desesperado, no sabe a dónde ir, ahí va, está chillando porque se siente derrotado". El coro y el conjunto musical no cesaban de cantar y tocar, los asistentes —no más de tres mil— bajaron de las gradas, se reunieron cerca del estrado donde Annacondia predicaba y gritaban: ¡Aleluya!, ¡Cristo!, ¡Gloria a Dios!, en señal de triunfo. Mientras tanto, a varios kilómetros de distancia, muchos más se arremolinaban en el Paseo de Montejo y las calles del centro de la ciudad para presenciar los desfiles del carnaval, y participar en la "guerra" que las empresas cerveceras y de comida rápida sostenían para atraer más clientes.

21 La literatura sobre la religión popular es por demás extensa. No obstante el lector podrá acudir al viejo trabajo, pero siempre actual, de Pedro Carrasco (1976) y a los de Alberto M. Cirese (1979), Gilberto Giménez (1979), Manuel M. Marzal (2002) y Cristian Parker (1993).

22 Los gremios son organizaciones religiosas derivadas de las antiguas cofradías y talleres artesanales que se formaban alrededor de una imagen a la que se le tenía como santo patrón. Robert Redfield (1944), en su ya clásico estudio sobre Yucatán, señala que los gremios de los santos patrones eran una de las formas en torno a las cuales los habitantes de esta entidad se organizaban.

23 Las novenas son oraciones que se hacen a determinada imagen durante nueve días. Generalmente, estas oraciones consisten en el rezo del rosario, oraciones específicas destinadas a la imagen a la que se le dedica la novena, letanías y cantos.

24 Para una visión del sincretismo religioso entre los mayas peninsulares, véanse Redfield (1944) y Villa Rojas (1978). Una mirada sobre este mismo tema para el caso de América Latina se puede encontrar en Marzal (1988). En Yucatán este fenómeno no es exclusivo de los católicos de ascendencia indígena, Enrique Rodríguez (2005) nos muestra que igualmente se presenta entre la población pentecostal de una comunidad maya de Yucatán.

25 Véase particularmente el capítulo cuarto de ese documento.

26 Gilles Kepel (1995) utiliza la categoría revancha de Dios para referirse al resurgimiento de la religión en forma explosiva, a partir de la segunda mitad del siglo XX. La cual viene a corroborar el incumplimiento de las profecías de los sociólogos decimonónicos de la modernidad y el acierto de Émile Durkheim sobre el futuro de la religión. El Movimiento de Renovación Carismática en el Espíritu Santo se ubica en este resurgimiento. Si el lector no tuviera acceso a esta obra, puede consultar a Samuel Huntington (1998).

 

Información sobre el autor

Luis A. Várguez Pasos. Antropólogo social por la Universidad Autónoma de Yucatán, doctor en Sociología por El Colegio de México, profesor investigador de la Facultad de Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma de Yucatán. Sus líneas de investigación son: identidades religiosas y subjetividades laborales. Sus publicaciones más recientes son: "La devoción al Divino Niño como consumo cultural entre los feligreses de la parroquia Cristo Rey", en Globalización y consumo de la cultura en Yucatán (2007); "La guerra espiritual como discernimento espiritual: ¿Ser sacerdote o estar en el mundo?, en Relaciones. Estudios de historia y sociedad (2006).

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