Para Gabriela Nava, in memoriam
Este siglo XXI ha sido sumamente favorable para el rescate de la obra de Eugenio de Salazar. Ya contamos, por fin, con la edición crítica de las primeras tres partes de su Silva de poesía (2019), tarea magna de la que se ocupó el destacado estudioso Jaime J. Martínez Martín. Además, hay dos ediciones recientes de la Navegación del alma1 (2011 y 2018) y una de la Suma del arte de poesía (2010). Actualmente realizamos una antología anotada de su poesía religiosa, que en el pasado fue algo ignorada por la crítica; en dicho proyecto se forman estudiantes interesados en trabajar los poemas de devoción del autor2.
Este panorama es muy distinto del que se observaba hace unos veinte años, cuando Salazar era un escritor relativamente poco estudiado. Aun así, claro está que hubo investigaciones muy importantes llevadas a cabo en las últimas décadas del siglo pasado que allanaron el camino para el desarrollo del presente boom, por llamarlo de alguna forma, en los estudios sobre Salazar y su obra. Uno de los pioneros es Víctor Infantes (1993), para quien Salazar fue un autor muy representativo de su época: “Pocos escritores cumplieron tan bien con su siglo como el madrileño Eugenio de Salazar; con su pluma y con su ingenio rindió merecido tributo al horizonte cultural y literario que le tocó vivir… su obra dibuja buena parte de los modos y las modas de la España del siglo XVI” (p. 529)3.
En efecto, Salazar cumple con las métricas, los temas y los modelos obligatorios de su momento. La división en partes de la Silva, y en partes de partes, en virtud de sus contenidos, me parece una clara muestra de su empeño por insertarse en las tradiciones literarias vigentes de su época. La primera parte contiene su poesía amorosa, que está dividida en dos -obras pastoriles y poemas en metros diversos (sonetos, canciones, octavas reales, etc.)-; la segunda, sin subpartes, alberga las “obras que el autor compuso a contemplación de diversas personas y para diversos fines” (ca. 1600, f. 181r), es decir, poesía de ocasión o de circunstancia; la tercera contiene “las obras de devoción del autor” (f. 313r), y está dividida en tres subpartes: obras de devoción pastoriles, poesía religiosa “en metro castellano” (f. 339r), además de “sonetos y líricos y salmos y otras obras” (f. 413r). Asimismo, las cartas satírico-burlescas, que conforman la cuarta y última parte de la Silva, también lo inscriben en una tradición literaria, quizá no obligatoria para un poeta del siglo XVI, pero que muestra la flexibilidad de nuestro autor para transitar con facilidad y seguridad entre géneros. Me refiero a la tradición de la carta jocosa, que data, según explica Enrique Martínez Bogo (2009, p. 160), del siglo XV, y que después cultivarían también los grandes autores barrocos de obra satírico-burlesca4.
Cabe mencionar que los frutos de la labor epistolar de nuestro autor fueron los primeros en ser rescatados y ofrecidos al público lector: en 1866, la Sociedad de Bibliófilos Españoles publicó las cinco cartas de la cuarta parte de la Silva de poesía bajo el título Cartas de Eugenio de Salazar, vecino y natural de Madrid, escritas a muy particulares amigos suyos. Ahora bien: es verdad que publicar juntas las cinco cartas implicó no atender la petición que hizo Salazar en su “testamento literario”5, un documento de tres folios de su puño y letra, sin numerar, que se encuentra al principio del manuscrito de la Silva, y en el que especifica los requisitos a seguir en la preparación de su obra para la imprenta. Ahí pide que, si ésta se publicara algún día, se incluyan sólo tres de dichas cartas:
Las tres cartas -la de la corte, la de la milicia y la de la mar- se pueden imprimir, porque parece traen alguna utilidad común. La de los catarriberas ni la de Asturias ni otra alguna no se impriman porque, aunque tienen agudeza y erudición, son cartas de donaires y no se puede sacar otro fruto dellas más que el gusto de las razones (2011, p. 259).
Aun así, podemos considerar afortunada la decisión de la Sociedad de Bibliófilos Españoles de publicar íntegra la cuarta parte de la Silva de poesía, la primera labor de rescate de la obra de nuestro autor, para ofrecer al público lector las cinco cartas completas. En el presente artículo me enfocaré particularmente en las tres que Salazar pidió que se publicaran -las de la corte, de la milicia y de la mar-, pues son las que el autor favoreció en su “testamento literario” por su “utilidad común”. En ellas podemos hallar abundantes pasajes que muestran algunos de los patrones principales por los que se guía nuestro autor para lograr sus burlas y sus veras, que dependen en gran parte de su uso de juegos léxicos, retóricos y de sentido.
Para mí, la “utilidad común” de estas cartas radica sobre todo en la crítica que hace el autor, mediante el tratamiento satírico, de las instituciones que retrata. Como explica Gabriela Nava en el contexto de “Los diversos rostros de las víctimas de la risa”:
El temor hacia el poder (divino o humano) desaparece cuando los mandamientos y las prohibiciones pierden validez. Durante el proceso de perder el miedo tiene lugar una desacralización de los miembros del mundo oficial: se crea una antiimagen irrisoria de ellos, lo cual pone de relieve los aspectos (éticos, físicos) que se desvían del modelo establecido por la sociedad (2012, p. 48).
En las tres cartas en cuestión, Salazar desacraliza los mundos oficiales de tres instituciones de poder: la corte, la milicia y el viaje transatlántico. Considero que el carácter oficial de las primeras dos no requiere mayor explicación, y el del viaje transatlántico lo explicaré en su momento. Primero quiero comentar brevemente por qué habría sido deseable para Salazar dejar testimonio de su actitud crítica hacia estos mundos oficiales, sobre todo considerando la conciencia de posteridad del autor. Después haré una reflexión sobre los grados de la risa en Salazar para mostrar que, a diferencia de la risa empleada en sus versos, por ejemplo, en los que dedica a su esposa, de carácter inocuo, pues no tiene el objetivo de censurar, la de sus cartas tiene mayor malicia, por así decirlo, porque con ellas pretende poner en evidencia los defectos del mundo oficial retratado en cada caso. De ahí entraré en el análisis de algunos de los recursos retóricos que utiliza Salazar para potenciar el carácter satírico de sus críticas, pues es precisamente el género “festivo” (en el sentido de “chistoso, agudo, y que tiene gracia para dar gusto y placer”, Dicc. Aut.) lo que le permite desarrollar las censuras. Como explica Nava,
En el mundo ordinario, los representantes de lo oficial se encuentran en un plano alto, sacralizado, separados del resto de la sociedad debido a las invisibles barreras impuestas por las normas del sistema. Pero al instaurarse el paréntesis de lo festivo, la violencia verbal se dirige hacia ellos para atraerlos al plano de lo familiar… [lo cual] lleva implícita la pérdida del respeto y el miedo que imponen estos personajes durante la vida cotidiana (2010, p. 16)6.
Por último, en las conclusiones, consideraré por qué las otras dos cartas de la Silva pueden no haber parecido tan importantes a Salazar para la imagen de sí mismo que quería proyectar al futuro, pues, entre otros factores, no contienen un pronunciamiento del autor sobre instituciones tan influyentes como las otras tres.
Salazar y su conciencia de posteridad
Bien sabemos que Salazar no era, en ningún sentido, un autor descuidado; todo lo contrario: fue sumamente riguroso cuando de su obra escrita se trataba, y me parece que ello se debe a que creía en la posibilidad de que sus escritos llegaran algún día a la imprenta. Además del ya citado “testamento literario” al principio de la Silva, texto detallado con requerimientos para la publicación de la obra, está, como otro testimonio de su extremo cuidado editorial, su amplia anotación de la Navegación del alma en la que se ocupa de definir los términos náuticos que emplea, así como de explicar quiénes son los personajes mitológicos que menciona y de dar otros datos aclaratorios. Y en cuanto a su cuidado en la actividad literaria, además de la ya mencionada división de la Silva en partes y subpartes según sus contenidos y géneros de escritura, está su Suma del arte de poesía, ni más ni menos que una preceptiva literaria de calidad teórica, como escribe Tenorio:
A excepción de Herrera, anterior a Salazar, y de López Pinciano, posterior, los tratados españoles se caracterizaron por su pobreza doctrinal y su escasa originalidad, por ello resalta la poética de Salazar: en comparación, por ejemplo, con Sánchez de Lima7, dedica más espacio a las reflexiones teóricas, su exposición es más ordenada, metódica y alcanza mayor altura (2010a, p. 26).
Y además de dejar estos testimonios de su rigor en lo literario y en lo editorial, Salazar ofrece una imagen de sí mismo como funcionario leal a la Corona con una trayectoria larga y fructífera, y como escritor prolífico. Esto es particularmente evidente en su testamento legal; en la cláusula 11 entra en el tema de su servicio a los reyes de España: “declaro yo, el dicho doctor Eugenio de Salazar, que desde el principio del año de mil y quinientos y cincuenta y ocho he servido continuadamente a las majestades de España en oficios de justicia” (en Maldonado Macías 1995, p. 106) y nombra todos los cargos que ha ocupado. En la 13 enumera los libros que escribió; primero, sus trabajos jurídicos en latín, después la Silva y la Navegación, y luego otros dos: un libro en castellano sobre el buen gobierno de las Indias y uno en latín, De peculiaribus curiarum Novi Orbis (pp. 112-114).
Estas cláusulas me parecen pertinentes para comprender lo que Salazar consideraba importante mostrar sobre su desempeño como servidor de la Corona y como autor, imagen que se complementa perfectamente con una afirmación que hace en su “testamento literario”. Ahí explica que no quiso publicar la Silva en vida “porque aunque (si no me engaño) tiene obras que pueden salir a luz, temí, por causa de mi profesión y oficio, no tuviesen algunos a desautoridad mía publicar e imprimir obras en metro castellano”, y pide que, si su Silva tuviera la posibilidad de publicarse en algún momento, que se publiquen primero sus “puntos de derecho” y después la Silva, “pues habiéndose visto mis trabajos jurídicos, no se presumirá que gasté mi tiempo en hacer metros” (2011, p. 257). Con esto indica claramente que quiere que primero lo recuerden por su trabajo profesional y después por su labor como escritor; pero eso no es todo: muestra, de manera general, que tiene, si no la convicción, por lo menos la esperanza de que su memoria pase a la posteridad. Y uno de los motivos por los que me parece que Salazar prefiere las tres cartas antedichas es porque coinciden, por un lado, en la información que aportan sobre mundos oficiales de los que ha formado parte y, por otro, en el ingenio de su pluma. Así, en una prosa irrisoria, expone los defectos que encuentra en estos mundos, con lo cual, al burlarse de ellos, tal vez haya querido mostrarse libre de tales deficiencias.
A veces ligero, a veces grave: los grados de la risa en la obra de Salazar
Para aludir brevemente a los grados del humor en Salazar, así como para indicar por qué creo que Salazar emplea la prosa y no la poesía para criticar satíricamente dichos defectos, uso un ejemplo tomado de sus versos para mostrar los diversos tipos de humor que se encuentran en su obra. Se trata de la serie de quince sonetos “al cuerpo y facciones de su Catalina”, con la cual evoca y se inscribe en la tradición del retrato petrarquista, e introduce algunas innovaciones. Para empezar, estos sonetos -como toda la primera parte de la Silva- son novedosos en cuanto están inspirados en una musa que, lejos de ser una dama desconocida e inalcanzable, es su propia mujer. También en ellos el autor se permite algunos toques de humor risueño, por llamarlo de alguna manera. En la barba de su Catalina, por ejemplo, escribe que hay “un lunar con siete hilos de oro / de quien está mi corazón pendiente” (Silva, f. 113r); en “A las manos”, nos relata que Amor, “viendo lo mucho que hacer tenía”, buscaba unas manos para ayudarse, a lo cual Venus “le dijo: «hijo, para tanto efeto / manos del cielo abajo no hay, sin duda, / fuera de aquellas que el Eugenio canta: / éstas procura para tu ayuda»” (f. 113v). En el soneto a las narices, vuelven a aparecer Amor y Venus, pues en la nariz de Catalina “Amor, amigo de causarnos lloro, / obró con arte y gala dos troneras / por do sus flechas tira más certeras, / como garrochas del tablado al toro: / de ahí Amor y su madre están mirando” (f. 111v).
Este humor es ligero; es burla con cariño, podríamos llamarlo. Pero no es éste el humor que veremos en las cartas de Salazar. A mí me parece muy claro que, a diferencia de poetas que lo seguirían en el siglo XVIi, Salazar opina que el lugar para las burlas más duras y las críticas más agudas es su prosa. Los versos son más sagrados para él; no son aptos para lo satírico, lo grotesco ni lo escatológico, que son, precisamente, y en el sentido figurado con el que usamos el término hoy en día, prosaicos. Emplea el humor escatológico muy explícitamente, por ejemplo, en su “Carta de la mar”, como veremos más adelante, pero cuando él incursiona de nuevo en el tema náutico en su poema Navegación del alma, por las características épicas de la obra, el tono necesariamente debía ser otro; los versos en terza rima con que relata el viaje alegórico del alma humana imponían más bien un tono moralizante.
Me parece que, tomada en conjunto, la obra de Salazar es muy representativa de los rasgos que Emilio Carilla atribuye al Renacimiento artístico europeo: “clasicismo. Equilibrio, armonía. Ideal heroico. Tendencia a la ejemplificación y al didactismo” (1996, p. 419)8. Pienso que, en el caso de nuestro autor, los primeros aplican sobre todo a su obra propiamente poética -sus composiciones amorosas, de circunstancia y religiosas-, mientras que la última tendencia mencionada por el estudioso es más palpable en sus cartas en prosa: como veremos en lo que sigue, la crítica social que contienen, a veces realmente sarcástica y áspera, se logra mediante la ejemplificación de los valores que Salazar cree que deben promoverse y de los defectos y vicios que para él han de ser censurados; los ejemplos y la enseñanza que encierran constituyen la “utilidad” de estas cartas9.
Claro está que hay en ellas diferentes grados o niveles de burla. Es decir, nuestro autor puede ser realmente despiadado en sus críticas satíricas, pero también es capaz de hacer burlas menos resentidas10. Por ejemplo, aunque de tono no tan ligero como en los sonetos a su mujer, la salutatio de la carta al capitán Mondragón, llamada “Carta de la milicia”, es una burla un tanto cariñosa en forma de reclamo de amistad, en vista de la falta de comunicación que ha habido entre los dos. La intención, sí, es censurar el comportamiento de su amigo, pero no ridiculizarlo ni denigrarlo. El tratamiento jocoso del “silencio” de Mondragón podría concebirse como una especie de vejamen de un ser querido que no merece trato áspero (que, por ejemplo, sí merecería -y merecerá, como veremos más adelante- la institución de la corte). Y nuestro autor no se exenta a sí mismo de la burla en sus cartas: como también veremos, en su “Carta de la mar”, se mofa, aunque claramente de forma irónica, de su propio uso del lenguaje marino, el que aprendió, por lo menos en parte, en el transcurso de su viaje transatlántico. Salazar, pues, es muy capaz de hacer juegos y chistes sin mayor malicia, incluso sobre sí mismo.
En general, las instituciones reciben un trato más crítico; tal es el caso de la corte, de la milicia, y del viaje transatlántico que consideraré una especie de institución, como explicaré más adelante. En el caso de las tres cartas, la institución tratada es blanco de una censura aguda y de una sátira a veces implacable. En lo que sigue veremos algunos de los mecanismos retóricos a los que recurre Salazar con cierta frecuencia para lograr sus burlas; entre ellos están, principalmente, diversas formas de comparaciones (analogía, metáfora11, alegoría y símil), la enumeración y la acumulación12, los paralelismos conceptuales y sintácticos, la hipérbole y la ironía, los juegos de palabras, además de la paronomasia y el calambur, y algunos otros complementarios que potencian más los recursos principales.
La “Carta de la corte”
Salazar escribió esta carta “a un hidalgo amigo del autor llamado don Juan de Castejón, en que se trata de la corte”. Para Álvaro Alonso Miguel, es la carta más explícita en su crítica: “el tono… es de una dureza y una seriedad que no vuelve a encontrarse en las Cartas” (1984, p. 151). Se podría pensar que el carácter radical de la crítica puede corresponderse con la magnitud e importancia de la institución en la que concentra su atención, pues la corte constituye el mundo oficial por excelencia en la época de Salazar. Como escribe John Adamson,
Of all the institutions affecting the political, religious and cultural life of early modern Europe, there was probably none more influential than the court… For in the period between the Renaissance and the French Revolution, the court defined not merely a princely residence -a lavish set of buildings and their pampered occupants- but a far larger matrix of relations, political and economic, religious and artistic, that converged in the ruler’s household (1999, p. 7, apud Gómez-Centurión 2003, p. 5).
Para Salazar, la corte no sólo es una institución influyente en la sociedad en general, sino una que también tuvo consecuencias en su propia vida, ya que él mismo fue pretendiente en ella. Como sabemos, la “Carta de los Catarriberas… la escribió en 1560, en Toledo, estando allí la corte, y él pretendiendo una vara de corregidor” (Gayangos 1866, p. 12). A partir de la conclusión de sus estudios en Leyes en la Universidad de Sigüenza, cuya fecha exacta desconocemos, Martínez Martín supone que “Lo más probable es que… se dedicase a seguir a la Corte a la espera de conseguir algún encargo oficial” (2002, p. 12), y que, estando en Toledo, “Salazar debió intentar ingresar en la administración del Estado, para lo cual tuvo que soportar la dura vida de los numerosos pretendientes que por aquel entonces residían en la Corte a la espera de un puesto” (p. 13). Entonces, parece lógico que, de haber padecido ese tipo de experiencia en tal institución, nuestro autor tenga el derecho y la intención de opinar sobre ella, así como las herramientas adecuadas para hacer burla del ambiente que se vivía ahí en aquel entonces. Hacia el final de la carta, resume su disgusto por el entorno que ha descrito: “Aquí quisiera acabar, si vuestra merced me da licencia, que paso ha sido este último para dejar mi pluma más que cansada, y aun mi estómago más que revuelto” (1866, p. 10).
En esta misiva no son necesariamente los representantes reales en sí quienes reciben la censura más burlesca, sino ciertos personajes que forman parte de toda la maquinaria que es la institución de la corte, toda esa “matriz de relaciones, políticas y económicas, religiosas y artísticas” que mencionó Adamson. Salazar alude a ello al principio de la misiva, al explicar a grandes rasgos que “la gente es mucha, los tratos y las negociaciones muchas; las pretensiones y pretendientes muchos; los amores muchos, y muchos más los dolores” (1866, p. 2)13. De ahí, describe en qué consiste esa compleja “máquina”, como él mismo la llama, y la crítica se va centrando sobre todo en las personas que rodean a los representantes de la autoridad14:
El henchimiento y autoridad de la corte es cosa muy de ver, porque está tan llena de las personas reales, de prelados, de dignidades, de sacerdotes, de religiosos, de señoras, de caballeros, de justicias, de letrados, de escuderos, de negociantes, pleiteantes, tratantes, oficiales y menestrales que es cosa de admiración. Y como no todo el edificio puede ser de buena cantería de piedras crecidas, fuertes y bien labradas, sino que con ellas se ha de mezclar mucho cascajo, guijo y callao15, así en esta máquina, entre las buenas piezas del ángulo, hay mucha froga y turronada de bellacos, perdidos, facinorosos, homicidas, ladrones, capeadores, tahúres, fulleros, engañadores, embaucadores, aduladores, regatones, falsarios, rufianes, pícaros, vagamundos, y otros malhechores, tan amigos de hacer mal (id.).
Alonso Miguel sostiene que “Algunos rasgos de estilo parecen destinados a destacar justamente la mayor gravedad de esta carta con respecto a las otras” (1984, p. 151); podríamos decir que estos rasgos sirven a nuestro autor en parte para señalar los defectos censurables de la corte, lo que sería, además, un aspecto de la utilidad de este escrito. Para el estudioso, tales rasgos incluyen, por ejemplo, “las agrupaciones de tres sustantivos o adjetivos sinónimos” (id.), que podríamos también denominar enumeración acumulativa (véase supra, nota 12); además, observa en ellas “una cuidadosa disposición paralelística” y el isocolon (loc. cit.)16. En la cita de la carta que acabo de reproducir, hay un excelente ejemplo del uso del isocolon, que consiste precisamente en la enumeración, en estructuras paralelas, de las personas y profesiones por lo menos aparentemente respetables que hay en la corte, por un lado, y los “malhechores, tan amigos de hacer mal”, por otro. Vemos, además, que hay una ingeniosa metáfora de por medio: “Y como no todo el edificio puede ser de buena cantería…”. En esa metáfora también vemos un ejemplo de las agrupaciones de tres adjetivos o sustantivos que observa Alonso Miguel que están en contraste: “piedras crecidas, fuertes y bien labradas” y “mucho cascajo, guijo y callao”.
Nuestro autor sigue con la crítica de los que rodean a los funcionarios por la costumbre que tienen éstos de llevar consigo muchos subordinados, lo cual, se da a entender, desvirtúa la autoridad de quienes los llevan:
Unos en esta corte se sirven a la española acompañándose de tantos criados, que cuando van por la calle parecen hombres que llevan a ajusticiar, según van rodeados de gente de pie. Otros tienen en esto más regla y moderación, como lo solían hacer los extranjeros, llevando consigo un solo lacayo que tenga el caballo, si se apeare, y un paje que le acompañe donde entrare. Y otros se sirven conforme al primer uso de nuestros primeros padres, mandando a sí mismos lo que les conviene. Y aun tengo yo a éstos por los mejor librados, pues no tienen que lidiar con tan capitales y desapiadados enemigos, como son los criados y mozos de esta corte; de los cuales di tú, famosa bellaquería, glotonería, embriaguez, impiedad, infidelidad, ingratitud, desconocimiento, descomedimiento, descuido, tahurería, rufianería, sisa y latrocinio, lo que sabes; que yo de estos crueles azotes de los hombres de bien, caribes que tragan gente humana, gusanos que comen las carnes de los cortesanos, y landres que Dios envía a la corte por los pecados de la corte, no tengo lengua para hablar, ni pluma que quiera mojarse en tan necia, ruin y bellaca tinta (1866, pp. 4-5).
Son, pues, blanco de censura bastante inclemente por su vileza y mezquindad, realmente descaradas. Al escribir Salazar que Dios los envía a la corte “por los pecados de la corte”, se entiende que la crítica va dirigida, de manera general, a toda la máquina oficial que ésta representa. En el párrafo que acabamos de citar, tenemos una comparación que consiste en distinguir los diferentes tipos de funcionario en cuanto al número de criados de los que se suelen rodear; luego, hay dos enumeraciones de sustantivos con las que se potencia el efecto que ridiculiza la representación de los pajes, una que comienza con “bellaquería” y termina con “latrocinio”, y la otra, con “azotes de los hombres de bien”, para concluir con “landres que Dios envía a la corte”. También tenemos, como en el pasaje anteriormente citado, un ejemplo de la agrupación de tres adjetivos que nota Alonso Miguel en “tan necia, ruin y bellaca tinta”, que en sí constituye una metáfora para el grupo al que critica.
El recurso de la metáfora encuentra quizá su máxima expresión hacia el final de la carta, donde hay varias metáforas unidas en una anáfora17: “la corte es… o de otra manera, la corte es…”, etc. Veamos el siguiente pasaje:
Y si vuestra merced quiere bien entender qué cosa es la corte, cerrando esta carta se la definiré: que la corte es unas escuelas donde se enseñan y ejercitan todas las facultades, buenas y malas. O de otra manera, la corte es monte de tres tabernáculos: uno, templo suntuoso y devoto de la religión cristiana; otro, receptáculo del mundo y la carne; y el otro, chiquero donde se ceban y engordan los siete puercos mortales; o de otra manera, la corte es acogida y estanque de los sucesos del mundo, presa de mentiras y navegación, donde siempre la aguja toma por norte al particular interés del navegante (1866, pp. 10-11).
En este pasaje hay metáforas dentro de metáforas, por ejemplo, en “la corte es monte de tres tabernáculos”; los tabernáculos, por su parte, son “templo suntuoso”, “receptáculo del mundo y la carne” y “chiquero donde se ceban y engordan los siete puercos mortales”. Esta última referencia es, en sí, otra metáfora: los “puercos mortales” son los pecados capitales que se practican en el chiquero que es la corte.
También en la referencia a los tabernáculos, tenemos ejemplos de los recursos de la enumeración y del isocolon, que de nuevo están entrelazados: “uno, …, otro, …, el otro, …”. En esta cita se observan además estructuras paralelas en la disposición de dos sustantivos o verbos, por ejemplo, después de preposición o de adverbio: “del mundo y la carne”, “donde se ceban y engordan”, “de mentiras y navegación”; asimismo, hay disposición en dos en la metáfora de la última oración: “la corte es acogida y estanque”.
En esta carta, entonces, tenemos una dura crítica de los defectos de la corte, los cuales merecieron para nuestro autor ser descubiertos y comentados. Pienso -reitero- que estos objetivos pueden responder tanto a la experiencia de Salazar en la corte como al deseo de advertir al lector de la época qué clase de faltas morales caracterizaban a la sociedad cortesana. Su señalamiento de tales faltas puede interpretarse como un aspecto de la utilidad de esta misiva, así como lo sería también la información que proporciona, entre broma y broma, sobre algunas peculiaridades del funcionamiento (o quizá, mejor dicho, del mal funcionamiento) de las estructuras de poder en la institución de la corte.
Ahora pasaré a la segunda carta que el autor favorece en su “testamento literario”, en la cual se verá, definitivamente, una censura menos superlativa y un tratamiento menos ridículo de la temática descrita. Se trata de la ya mencionada “Carta de la milicia” que, como escriben Carriazo Ruiz y Sánchez Jiménez, es una “composición que satiriza la peculiar organización de las defensas canarias y que muestra el interés de Salazar por el lenguaje soldadesco” (2018, p. 14); el propio autor avisa que esta carta “Es útil para la noticia del lenguaje militar y algo del orden de la milicia” (1866, p. 35). También pienso que la utilidad de esta carta radica, como en la de la corte, en las declaraciones que hace sobre la institución que describe.
La “Carta de la milicia”
La “Carta escrita al capitán Mondragón, en que se describe la milicia de una isla” fue redactada por Salazar en Tenerife, después de haber sido nombrado gobernador de Tenerife y La Palma en las Canarias en 1567. Lleva fecha del 10 de noviembre de 1568, que, quizá curiosamente, es la fecha que da Alejandro Cioranescu para el bautizo de su hija Eugenia (apud Maldonado 1995, p. 107)18. En esta misiva, la institución militar de la isla y los integrantes que la conforman son el blanco de las críticas de nuestro autor. De todo se burla Salazar, empezando por su destinatario, aunque, como ya comenté, éste no recibe un trato tan duro:
Muchos días ha que no he visto carta de vuestra merced: no sé si lo han causado las militares ocupaciones en que su Majestad le emplea de ordinario, o tenerme por hombre del otro mundo después que estoy fuera de los términos y promontorios de España. Si lo causa la primera causa, no me parece que en buena amistad es bastante descargo, que, pues, la pluma no embota la lanza, tampoco la lanza debe desjarretar la pluma. Y pues Julio César, en el mayor fervor y conflicto de sus guerras y batallas, escribía de noche todos los sucesos del día, bien podría vuestra merced alguna noche escribir una letra a quien tanto la desea, y por obligación de amistad antigua la debe. Y si esta remisión la ha causado la segunda causa, paréceme -con perdón de vuestra merced- menos causa. Pues quien trae, como vuestra merced, tan delante los ojos la muerte, y quien en los recuentros, escaramuzas y asaltos anda cada día casi a brazo partido con ella, no hay para qué deje de tener memoria de los que están en el otro mundo (1866, pp. 13-14).
El reclamo inicial al capitán por su incomunicación lleva a Salazar a una reflexión irónica sobre las causas que pudieron haber impedido que su destinatario le escribiera. La reiteración de la palabra causa en la forma de una disimilitud19 aumenta en cierto grado su sentido cómico; recordemos que Henri Bergson afirma que la repetición es, precisamente, uno de los “usuales artificios de la comedia” (2011, p. 27). Asimismo, se establece una comparación en forma de analogía irónica para aludir burlonamente al resentimiento que le causa su destinatario incomunicado, al compararlo con Julio César y señalar que, si éste, a pesar de todas sus ocupaciones, podía tomarse el tiempo de escribir por las noches, su amigo, que muy probablemente no se encontraba tan ocupado, que digamos, como Julio César, debía hacer tiempo para escribirle. Esta burla, en sí, puede representar una especie de desacralización de la figura oficial del capitán y del poder que representa.
A ello siguen algunos juegos de palabras; el primero se inserta en esa misma línea del tema de las ocupaciones militares del capitán: “pues la pluma no embota la lanza, tampoco la lanza debe desjarretar la pluma”, con lo que insinúa e insiste en que las ocupaciones de su amigo no deberían de incapacitarlo para escribirle algunas palabras. El segundo consiste en una especie de doble sentido de la frase “otro mundo”: “Pues quien trae, como vuestra merced, tan delante los ojos la muerte… no hay para qué deje de tener memoria de los que están en el otro mundo”. Según creo, aquí juega con el concepto de “otro mundo” como el lugar adonde va uno después de la muerte, por un lado, y como el que está “fuera de los términos y promontorios de España”, por otro, como la Isla Tenerife desde la que Salazar escribe esta carta. El capitán tenía “tan delante los ojos la muerte” por los peligros inherentes a su profesión y a la vida en altamar, pues “en los recuentros, escaramuzas y asaltos anda cada día casi a brazo partido con ella”. Sin embargo, Salazar opina que una persona que está de manera constante tan cerca de la muerte como su amigo debería ser más consciente de la ausencia de los que se han ido, ya sea al más allá o, simplemente, a otras partes del imperio español.
De ahí entra en materia, empezando por describir al general de la milicia y a los maestres de campo que encabezan los tres tercios en los que está dividida, a quienes hace objeto de una chistosa paronomasia al decir que más bien son “maestros del campo, porque saben harto más del campo natural que produce los frutos para el sustento de la vida humana que del campo militar que los gasta y consume” (1866, p. 15). Así se burla de la ineptitud de los maestres de campo de Tenerife, la cual procede a describir explícitamente, pues dice que saben mejor cómo labrar la tierra que “cómo se ha de juzgar a la gente de guerra… ni cómo se ha de escaramuzar, arremeter, retirar, ni otra cosa alguna que al oficio de maestre de campo incumba” (id.). De nuevo, hay una enumeración acumulativa, no de sustantivos y adjetivos que vimos en la “Carta de la corte”, sino de tres verbos seguidos, con lo cual se aumenta la mofa que hace respecto de la incompetencia de los maestres de campo.
También son blanco de burla los capitanes de infantería, cuya designación da pie a otra paronomasia, recurso por el cual hay particular predilección en esta carta. De nuevo, Salazar usa el concepto de los “capitales enemigos” (paronomasia capitanes-capitales)20, aparecido ya en la “Carta de la corte”. Aquí los describe así:
Capitanes de infantería hay quince o veinte, a los cuales algunos soldados no llaman “capitanes” sino “capitales enemigos”, porque les hacen pelear sin sueldo con las cepas de sus viñas al tiempo de la cava y poda, en lo cual trabajan y sudan harto más que si peleasen con crueles contrarios. Pues los alféreces de estas capitanías, para plegar y desplegar las banderas, arbolarlas, ponerlas sobre el hombro izquierdo con gran bizarría, entregarlas al viento que se las tienda y haga tremolar y campear, y escondérselas cuando convenga, defenderlas hasta la muerte, perder las vidas de los cuerpos antes que las banderas de las manos, bien hay entre ellos quien lo haga, y mayormente ahora que las banderas todas están nuevamente lucidas y renovadas como sambenitos, lo cual no era en años pasados… porque estaban muy rotas y maltratadas de largas guerras que con los ratones habían tenido (pp. 15-16).
Salazar se burla de los capitanes que se aprovechan de los soldados para las labores de la cava y poda sin pagarles21, e hiperboliza el cuidado que tienen los alféreces con las banderas a su cargo, quienes están obligados a “defenderlas hasta la muerte, perder la vida de los cuerpos antes que las banderas de las manos”.
En la última oración del pasaje hay dos disociaciones22 que se emplean, como es evidente, con sentido cómico. La primera parte de una analogía: “las banderas todas están nuevamente lucidas y renovadas como sambenitos”: con probabilidad, no esperábamos que el autor comparara las banderas militares de Tenerife con los sambenitos, hábitos penitenciales usados por la Santa Inquisición23 para sancionar, aunque sí tienen un elemento en común: la figura de la cruz de san Andrés24. La segunda disociación ocurre al final de la oración: las banderas estaban “muy rotas y maltratadas de largas guerras que con los ratones habían tenido”. Como pasa en el caso del sambenito, nos viene de sorpresa, podríamos decir, la última frase, pues, suponemos, las banderas militares podrían estar rotas o maltratadas por las guerras, sí, pero no como consecuencia de las que habían tenido con ratones por falta de uso. Pero esto en sí puede ser irónico, ya que sabemos que durante todo el período de expansión y desarrollo del imperio español, las islas Canarias estuvieron en constante peligro a causa de diversos ataques navales25.
A propósito, en esta carta Salazar toca el tema de la invasión de “moros sobre una isla comarcana” (pp. 13-14), a raíz de la cual se decidió, nos relata, que se hiciera “un consejo de guerra, donde se tuvo un consejo de tanto peso e importancia que era digno de perpetua estampa” (p. 18). De por sí, este tratamiento superlativo de la envergadura del consejo es cómico; pero el autor, para evidenciar aún más la ironía lanzada, remata el pasaje explicando que, en parte, tal asamblea consistía en que los capitanes y médicos dieran consejos sobre remedios caseros “para que no nos tomasen durmiendo”, los cuales incluían tomar “un filonio romano o un zumo del opio”, o lo que dice otro médico: “polvos de castóreo o pimienta rociados con vinagre… [pues] yo fío que si toman el filonio o el opio… que duerman tanto que puede ser hallar, cuando recuerden, pasada su era, y mudado el cuño de la moneda como los siete durmientes” (id.).
La burla sigue, ya no del “consejo” en sí, sino de los regidores, a los que se ha referido nuestro autor como “sabios en las suertes de la malicia (digo de la milicia)” (p. 16; otra paronomasia). Cuando salen del consejo, escribe Salazar, “juntáronse luego los regidores en otra casa a reír de las cosas que habían dicho los maestros de la guerra nueva y vieja” (p. 21), y aquí es donde vemos al autor realizar burlas empleando el propio lenguaje militar. Por ejemplo, mediante una dilogía (o equívoco), Salazar hace mofa de la ignorancia de los regidores sobre el concepto de batir (‘golpear o asolar’) un fuerte: “Pues ¿no estuvo muy donoso (dice otro) el término de batir la fortaleza? como si fueran huevos para freír en tortilla” (p. 22). Concluye esta parte de la carta de la siguiente manera:
Así hacen conversación los sabios regidores de lo que proponen y tratan los expertos maestros de la guerra nueva y vieja; y pasa el negocio de tal manera, que los capitanes de la guerra vieja murmuran de los soldados de la guerra nueva; los soldados de Italia escarnecen a los fronteros de Berbería; los regidores mofan de los unos y de los otros; el pueblo ríese de todos; y el mundo puede murmurar, escarnecer, reír y mofar de todo este pueblo y ejército (p. 24).
De nuevo, están las enunciaciones acumulativas, primero en quiénes escarnecen a quiénes y después en el listado de las maneras de burlarse del pueblo que enumera Salazar. Por último, hacia el final de la carta, Salazar retoma los juegos de lenguaje basados en la terminología militar, con el fin de recordarnos que para él la utilidad de esta carta se halla, en parte, en su empleo lúdico de dicho lenguaje:
Una fortaleza hay sobre el puerto, que si no hay más fortaleza en los pechos de la gente de la isla, en breve rato ella mostrara poca que en sí tiene. Tratose en días pasados de hacerle una barbacana26, y muchos lo contradijeron, diciendo que no eran menester viejos con barbas canas para defender la fortaleza, sino buena gente, moza y recia. Tratose también de hacer una fortificación delante de ella a manera de trinchea de céspedes27, y muchos lo contradijeron, diciendo que qué resistencia habían de hacer los céspedes, pues el fuerte Céspedes no se pudo defender de los morillos de Granada (p. 32).
Se burla de la ignorancia de aquellos cuyas “contradicciones” denotan que no conocen los significados de los términos empleados (ignorancia que trasciende la del vocablo para convertirse en obstinación, que no deja más fortaleza en el puerto que la de los pechos de sus habitantes). Específicamente, emplea un calambur -barbacana/ barbas canas- y un juego de palabras, que podría constituir otra disimilitud, de céspedes con el apellido del famoso capitán Alonso de Céspedes28. Como en el caso de la “Carta de la corte”, Salazar usa el humor para retratar la institución de la milicia que constituye el blanco de sus burlas, y así conocemos un poco sobre sus actividades y sobre el lenguaje aprendido ahí, y también -lo que creo que Salazar realmente quiso resaltar- sobre los aspectos censurables en el comportamiento de los miembros de esa sociedad oficial.
Veamos ahora la “Carta de la mar”, donde el autor acudirá de nuevo a bromas relacionadas con el uso del lenguaje especializado, entre numerosas otras. Será precisamente en el tratamiento del tema del lenguaje, junto con la descripción jocosa del viaje transatlántico, a veces grotesca y escatológica, en el que radiquen aspectos tanto del carácter lúdico como de la utilidad crítica de esta misiva.
La “Carta de la mar”
Probablemente sea la más conocida, cuyo epígrafe reza de la siguiente manera: “Carta escrita al Licenciado Miranda de Ron, particular amigo del autor, en que se pinta un navío, y la vida y ejercicios de los oficiales y marineros de él, y cómo lo pasan los que hacen viajes por la mar”. En ella se hiperbolizan (¿o no tanto?) varios momentos del viaje transatlántico que el autor hizo con su familia desde Tenerife hasta Santo Domingo. Antes de examinar los recursos de la risa con que Salazar elabora su crítica de la institución del viaje, explico el fundamento sobre el que baso el concepto del viaje como tal. En primer lugar, el viaje transatlántico puede concebirse metafóricamente como un mundo oficial cuyos representantes no son de una “jerarquía nobiliaria (emperadores, reyes, condes, duques, marqueses y príncipes, entre otras figuras del poder)” (Nava 2010, p. 15), como en la corte, sino de una jerarquía naval que, en el siglo XVI español, representaba una extensión del poder monárquico y que ejecutaba la empresa de la expansión de ese poder29. En segundo, recurriendo a la sucinta primera definición que da el Dicc. Aut. para institución (“establecimiento de alguna cosa”), podemos decir que la empresa de expansión y de evangelización en el siglo XVI implicaba precisamente el establecimiento del poder y de la religión de la Monarquía en los territorios pertenecientes y por pertenecer al imperio español30. Los pasajes que citaré en este apartado pueden aclarar todavía más el concepto del viaje como mundo oficial y como una institución con reglas, actividades y lenguaje propios.
Salazar describe el navío como una especie de mundo en una metáfora continuada, a partir de su comparación con un pueblo o una ciudad, y en esta alegoría general hay múltiples metáforas y símiles empleados para describir diferentes aspectos del barco y del viaje. El autor explica que, al salir de la camareta, “vi que corrimos en uno que algunos llaman caballo de palo, y otros rocín de madera, y otros, pájaro puerco, aunque yo le llamo pueblo y ciudad, mas no la de Dios que describió el glorioso Augustino” (1866, p. 37). A partir de esta introducción, se desarrolla la alegoría ya mencionada; el barco
Es un pueblo prolongado, agudo y afilado por delante y más ancho por detrás, a manera de cepa de puente; tiene sus calles, plazas y habitaciones… Hay aposentos tan cerrados, oscuros y olorosos que parecen bóvedas o carneros de difuntos… Los aposentos parecen senos de infierno (si no lo son)… Los hombres allí dentro parecen pollos y capones31 que se llevan a vender en gallineros de red y esparto. Hay árboles en esta ciudad, no de los que sudan saludables gomas y licores aromáticos, sino de los que corren contino puerca pez y hediondo sebo. También hay ríos caudales, no de dulces, corrientes aguas cristalinas, sino de espesísima suciedad: no llenos de granos de oro como el Cibao32 y el Tajo, sino de granos de aljófar más que común, de granados piojos, y tan grandes que algunos se almadian y vomitan pedazos de carne de grumetes (p. 38).
En esta alegoría, tenemos una comparación a modo de símil (“a manera de”) mediante la cual se equipara la forma del navío con una cepa de puente, y otros dos símiles con “parecen” de los aposentos con bóvedas o carneros de difuntos y con senos de infierno, y de los hombres que los habitan, con pollos y capones. Luego, tenemos dos metáforas mediante las cuales se describen los mástiles o palos del navío (los “árboles en esta ciudad”) y el agua que entra y corre dentro del navío (sus “ríos”). En esta segunda metáfora, también hay un ejemplo de paronomasia (granos, granados, grandes), así como una hipérbole: piojos “tan grandes que algunos se almadian y vomitan pedazos de carne de grumetes”. Asimismo, vemos la tendencia a lo escatológico, sobre la cual ahondaré más adelante, en la referencia a los “granos de aljófar más que común” (que pueden ser excrementos) que corren por los “ríos… de espesísima suciedad”. Y aquí también vemos el empleo de términos propios de la navegación (mástiles, grumetes); más adelante en la carta, el autor se concentrará con mayor énfasis en esta terminología. En un principio, Salazar expondrá tal terminología en voz de los navegantes, para de ahí hacer burla de sus propios conocimientos y usos de dicho lenguaje.
En la descripción del piloto y de las órdenes tenemos un muy buen ejemplo de la enumeración de términos marinos -el lenguaje oficial de este mundo- mediante la cual Salazar muestra, en parte, su propio registro mental de cada uno de ellos33:
si el piloto dice: “¿ah de proa?” vereislos [a los marineros] al momento venir ante él saltando como demonios conjurados; y están los ojos en él puestos y las bocas abiertas esperando su mandado; y él con grande autoridad manda al que gobierna, y dice: “botá; no botéis34; arriba, no guiñéis35; goberná la ueste [oeste], cuarta al sueste [sudeste]; cargá sobre el pinzote, que no quebrara el grajao [grajado]36; …guindá el joanete37; amainá el borriquete38; izá el trinquete39; no le amuréis al botaló40; enmará un poco la cebadera41; levá el papahígo42; empalomadle la boneta”43 (p. 40).
En este pasaje, que en realidad es mucho más largo de la selección que reproduzco aquí, Salazar emplea la enumeración acumulativa para mostrar la gracia con que se debieron de escuchar las instrucciones del piloto. Al mismo tiempo, da evidencias de que anotó mentalmente el lenguaje utilizado en dichas órdenes, el cual, como vimos en algunas notas usadas aquí para aclarar los términos, empleó en su Navegación del alma. Claro está, entonces, que cuando Salazar se refiera un poco más adelante a su propia comprensión de dicho lenguaje, lo haga jugando:
Harto es que haya yo aprovechado tanto en esta lengua [marina] en cuarenta días como el estudiante de Lueches44 en cuatro años que estudió la lengua latina en la universidad de Alcalá de Henares que, yendo a iniciarse u ordenarse de prima tonsura45, le preguntó el arzobispo de Toledo: “¿qué quiere decir Dominus vobiscum?”, y él respondió construyendo la oración: “Do, yo doy, minus, menos, vobiscum, a los bobos”. “Así hago yo (dijo el arzobispo): idos a estudiar, que cuando hayáis bien acabado de aprender la gramática que ignoráis, se os iniciará la corona que pedís” (pp. 42-43).
Mediante un símil, Salazar se compara con el estudiante de Lueches, quien, al parecer, en cuatro años de estudiar latín, no aprendió absolutamente nada. Al burlarse de la ignorancia anecdótica del estudiante de latín, también alude a su propia ignorancia del lenguaje marino, lo cual, sabemos, es irónico, dados los conocimientos que Salazar adquirió de esta jerga. Su burla de sí mismo, disfrazada de falsa humildad, continúa mediante más juegos de palabras en los que muestra, según hizo en la “Carta de la milicia” -aunque ahí en boca de otros, no de él mismo-, cómo usa tal lenguaje para hacer bromas:
No es de maravillar que yo sepa algo en esta lengua, porque me he procurado ejercitar mucho en ella, tanto que en todo lo que hablo se me va allá la mía. Y así…, si pido una servilleta digo: daca el pañol. Si llego al fogón digo: bien hierven los ollaos. Si quiero comer o cenar en forma digo: pon la mesana (p. 43).
Salazar recurre a su predilecta paronomasia para jugar con términos marinos que, en cuanto a su sentido, no se relacionan en lo absoluto con el empleo jocoso que hace de ellos. Claramente conoce la terminología náutica (“no es de maravillar que yo sepa algo en esta lengua, porque me he procurado ejercitar mucho en ella”); tanto, que sabe jugar ágilmente con los términos. Me parece claro, además, que en la exposición de su conocimiento de dicho lenguaje y en su uso radica otro aspecto de la utilidad de esta carta.
Había comentado arriba que la “Carta de la mar” también evidencia su propensión a lo escatológico. En un pasaje en particular, se cumple lo que Gabriela Nava observa en su tratamiento de “la risible imagen del mundo… [y] una imagen ridícula de la realidad”: “Lo escatológico, lo grotesco y lo fantástico se entremezclan para crear un universo de connotaciones jocosas” (2012, p. 52). A mi parecer, esta combinación encuentra cabida en el siguiente pasaje:
nos metieron en una camarilla que tenía tres palmos de alto, y cinco de cuadro, donde en entrando la fuerza del mar hizo tanta violencia en nuestros estómagos y cabezas, que padres e hijos, viejos y mozos quedamos de color de difuntos, y comenzamos a dar el alma (que eso es el almadiar), y a decir baac, baac; y tras esto bor, bor, bor, bor; y juntamente lanzar por la boca todo lo que por ella había entrado aquel día y el precedente, y a las vueltas, unos fría y pegajosa flema, otros ardiente y amarga cólera, y algunos terrestre y pesada melancolía (1866, p. 36).
Aquí Salazar nos pinta una verdadera escena en que la presencia de lo escatológico y de lo grotesco es obvia, y lo fantástico radica precisamente en la capacidad de las palabras de transmitirnos esa escena y permitir imaginárnosla46. En ella tenemos el calambur almadiar ‘sentirse mareado’ (“dar el alma”) y una estructura paralela tripartita en la que cada una de las tres partes contiene dos adjetivos que califican los humores vomitados por los pasajeros después de vaciar sus estómagos de lo comido ese día y el anterior, los cuales evocan la teoría de los humores de Hipócrates: flema, cólera (bilis amarilla) y melancolía (bilis negra) (López Huertas 2016). Sólo faltó sangre, pero recordemos: Salazar gusta de las enumeraciones en tres y, además, sería poco razonable pensar que los pasajeros estuvieran vomitando sangre por estar mareados.
Conclusiones
En este recorrido por las tres cartas de Salazar que para él tienen “utilidad común”, hemos visto que el autor pone en práctica numerosos recursos retóricos para satirizar, con humor, ingenio y agudeza, las instituciones que retrata. Vale, a mi parecer, considerar por un momento la importancia del hecho de que las incluyó en su Silva de poesía: creo que no es ninguna incongruencia que aparezcan en un manuscrito en su mayoría poético, puesto que él mismo daba a estas cartas -y, he de decirlo, no a otras; Salazar era un ávido escritor de epístolas en prosa, pero incluye sólo éstas, escritas “a muy particulares amigos suyos” (f. 303r)- un lugar privilegiado dentro de su obra, aunque sólo quisiera que se imprimieran las tres que vimos aquí. Consideremos el porqué del privilegio que reciben tales cartas al ser incluidas en su más extenso conjunto poético.
Opino que hay una clave para esta reflexión sobre la presencia de las cartas en el cuarto capítulo de la Suma del arte de poesía. Ahí, nuestro autor enumera los elementos de estilo que “conviene saber y entender el que quisiere ser buen poeta” (2010, p. 115). En su lista hay, según vemos, esa tendencia a insistir en el buen gusto de los versos: da prioridad a “el henchimiento y majestad…, la gracia…, la gala y flor… [y] la dulzura y donaire” en los lugares del primero al cuarto de estas “partes” del estilo, como él las llama (id.). En quinto lugar, escribe lo siguiente: “quinta parte es la agudeza, que es un decir vivo y agudo” (p. 116). Ahora bien: está refiriéndose a la poesía, no a la prosa. Pero recordemos: éstas son “partes que conviene… entender el que quisiere ser buen poeta” (las cursivas son mías), que, podríamos decir, para muchos constituiría ser, sin más, un buen escritor. Como explica Tenorio, “la poesía era oficio de letrados, sin importar su ocupación. Es más: la poesía era el crisol donde se criaba el verdadero letrado. Se concebía como la síntesis enciclopédica de todos los saberes: científico, histórico, mitológico, emblemático, retórico, literario, etc.” (2010, t. 1, p. 420). Por deducción lógica, si Salazar creía que para ser buen poeta se requería de “agudeza…, un decir vivo y agudo”, y la poesía era la forma de escritura más preciada entre los escritores de la época, entonces podemos pensar que para Salazar estas “partes” del estilo que son fundamentales para el buen poeta también lo serían para llegar a ser un gran autor en general.
Ahora bien: falta explicar por qué, a mi parecer, sólo quiso que se imprimieran las tres cartas aquí estudiadas y las otras dos no. Para empezar, no olvidemos que él mismo escribió que estas últimas “tienen agudeza y erudición”, pero que “son cartas de donaires y no se puede sacar otro fruto dellas más que el gusto de las razones” (Salazar 2011, p. 259; las cursivas son mías). Esto puede llevar a inferir que para él lo que es únicamente un donaire (“gracia y agrado en lo que se habla… el chiste y gracia que se dice para atraer las voluntades de los que escuchan”, Dicc. Aut.), sin que se le pueda sacar algún provecho, no debe tener la misma trascendencia que algo de lo que sí se puede sacar “fruto”.
Pensemos ahora en la temática de las otras dos cartas. La primera, que se conoce como la “de los catarriberas”, es un texto escrito a su amigo don Juan Hurtado en el que da noticias, por petición del destinatario, del “estado de [sus] negocios” (Salazar 1866, p. 59), y en que se ocupa de burlarse de los que pretenden en la corte. El tema es personal, aunque lo emplea también para quejarse burlonamente de las actividades que realizan él y los demás pretendientes; parecen, escribe, amigos porque son “diversos en profesión” pero “unos en pretensión” (p. 61). Primero, la burla no se centra directamente en los defectos de una institución, sino en las molestias y pormenores de una ocupación. Segundo, el final de la carta puede quizá darnos otra razón por la que el autor no la consideraba tan provechosa para su imagen, pues lo vemos de cierta forma como un hombre decepcionado y desesperado, no exitoso, como sería en el futuro, ni en la posición de censurar lo que está viendo:
Días ha que viendo que no nos puede venir socorro de parte alguna, vamos acortando las raciones… Hecha tengo la cuenta, y si el sustento me llega a otro mes, será todo lo del mundo. Determinado estoy que si en todo este mes, con que se cumplirán seis meses de mi residencia en corte, no me saliere alguna suerte, volverme a mi casa, porque para tan corta vida como los hombres ya vivimos, basta ser medio año necio (pp. 78-79).
Esto, pienso yo, no cuadra con la imagen que él querría ofrecer a sus futuros lectores, porque no ofrece nada a favor de dicha imagen. Y el caso de la carta llamada “de Asturias” es, quizá, menos desesperanzador, pero aun así presenta razones por las que Salazar no habría deseado tanto que formara parte de su obra conocida. De nuevo, el tema es de cierta forma más personal, pues el autor describe la villa de Tormaleo donde en ese momento residía, desempeñando, como explica Infantes, el cargo de juez pesquisidor (1993, p. 530); la descripción, pues, es de un lugar, no de un mundo oficial, y se burla de los habitantes y de las costumbres de ese lugar. Una vez más, estamos ante un texto, sí, que da gracia, y del que nos podemos reír y aprender algo sobre la villa que describe, pero no es la descripción de un mundo oficial de trascendencia política o sociohistórica, ni muestra la censura de Salazar. Y, de nuevo, al burlarse de un pueblo y sus costumbres, vemos a un Salazar no necesariamente ejemplar.
A mí me parece bastante claro por qué Salazar privilegió las otras tres cartas por encima de estas dos: tienen mayor trascendencia tanto por los mundos que satiriza como por el recuerdo que proyectan de su autor. Reflejan, además, momentos de su vida en los que interactuó con el mundo de poder descrito en cada una, y en cada caso se dio el lujo de desacralizar a varios miembros de las jerarquías retratadas. Podríamos considerar estas cartas, a grandes rasgos, como ejemplos de lo que Nava denomina la “relativización y desjerarquización de todo modelo establecido” (2010, p. 11), lo que en la literatura satírico-burlesca del período áureo habría resultado, sin duda, más valioso, o más interesante y atrevido, que los lamentos satíricos de un catarribera o las burlas de un juez pesquisidor.