Introducción
La memoria requiere, para reconstruir el pasado social, de los marcos que le dan significado a los acontecimientos de la vida. La memoria individual y la colectiva constituyen un punto de referencia crucial para interpretar el presente dándole un sentido y una forma en relación a procesos de identidad. La temporalidad identitaria y la memoria como proceso de constante reconstrucción del presente y del pasado son elementos sustantivos que permiten la asunción de ciudadanías adscritas al contexto en el cual se expresan, lo que Feierstein (2012) reconoce como procesos de memoria y Peralta (2013) como la temporalidad de la identidad. La postura liberal, de manera muy general, entiende a la ciudadanía desde el reconocimiento del individuo, de sus derechos y deberes en relación al Estado y a sus conciudadanos. En este trabajo, se analizará la relación existente entre los Derechos Humanos, la memoria colectiva y la identidad y cómo en realidad el reconocimiento y el desconocimiento de ciertos derechos son el resultado de diferentes conflictos más que una mera asignación por decreto. Se abordará la ciudadanía como realidad política que implica la diferenciación social, los procesos de reconocimiento de identidades, la contraposición entre multiculturalismo y el individualismo liberal y la conformación de subjetividad que todo ello implica. El análisis de la violación de los derechos humanos en México y en Latinoamérica nos permitirá determinar el papel de la memoria en la construcción de una ciudadanía comprometida y sensible a las injusticias y a la violación de derechos humanos, lo cual nos llevará a una reflexión final con respecto a la situación actual en el contexto del cambio de administración en Estados Unidos.
Antes de entrar en el tema que se ha propuesto, se requiere una introducción somera sobre la violencia como asunto nodal. Es éste un asunto que no se ha agotado en muchos siglos ni se agotará en las ciencias sociales, y no sólo en ellas. Los planteamientos sobre la violencia abarcan desde un pesimismo originario en la naturaleza humana, cuyos rastros se pueden seguir en la obra de Hobbes y en otros autores, hasta la postura inversa sobre la bondad natural del hombre, presentación más paradigmática pertenece a Rousseau y otros pensadores del Siglo de las Luces.
En el siglo XIX se producen importantes novedades en su estudio, primero con la introducción de nuevas disciplinas como son la antropología, etnología, psicología etc. y ya en el siglo XX con la biología con figuras como Kamin y Dawkins y con la etología, ésta última dada a conocer por Karl Lorenz. Por su parte, el marxismo surgido también desde el siglo XIX, pone énfasis en factores externos a la naturaleza humana como causa de la violencia y, aunada ésta, con el surgimiento del estado y con la aparición de la propiedad.
La idea cierta es que todo ser humano tiene algún grado de agresividad como queda demostrado en la obra de Eibl -Eibesfeldt, Guerra y Paz. Sin embargo, del mismo autor queda reflejado que cuanto más simple y sencilla es una sociedad más contenida es ésta. Por su parte los biólogos genetistas, de orientación marxista como Kamin, niegan incluso su existencia como tal.
Por tanto, creemos que podemos ver la violencia como una forma exacerbada de agresividad desencadenada por factores externos a la biología humana y con carácter social, dentro de una sociedad más compleja que la de cazadores recolectores. Hoy vemos el surgimiento de una violencia mediática o directa ligada al problema de los nuevos ciudadanos, los excluidos y los migrantes, que nos debe hacer reflexionar sobre estos conceptos.
El doble carácter de la ciudadanía
Constructos sociales como democracia y ciudadanía, es siempre mejor atenderles así, como vocablos que no son fijos, que tienden a transformarse en términos de la realidad histórica a la que refieren y a las interpretaciones mismas que los evocan con capacidad explicativa de la sociedad. Las discusiones entre el liberalismo y el multiculturalismo son una muestra de ello. Constituir el ser y deber ser de un régimen político es importante, como lo es con una democracia (Sartori, 2008). Es importante ya que así se pretende guiar una serie de relaciones sociales que, en la modernidad, se han mostrado como ideales para una supuesta comunidad política integrada, con derechos y obligaciones que le hacen partícipe de la sociedad a la cual se adscribe. Desde la antigüedad en occidente, es que estos constructos se han planteado, ya sea para explicar lo que se ve, o bien para construir y constituir un deber ser (Sabine, 1994). Es en la modernidad, durante la construcción de los Estados-nación, que la democracia y la ciudadanía se convierten en elementos centrales para entender y dar forma a las relaciones sociales de poder que las sociedades europeas asumieron en contra del régimen monárquico, entendido cómo conformación política que negaba a nuevos sujetos sociales, a un supuesto nuevo individuo que pudiese ser libre, autónomo y al cual se le debiesen reconocer sus derechos como parte de dicha comunidad donde el centro presupone ser un poder equilibrado y representativo. Hablar pues hoy día de ciudadanía es sin duda muy distinto a como lo fue en el occidente antiguo, o bien en distintas regiones del mundo cuando los regímenes democráticos y el liberalismo se consolidaron durante todo el siglo XIX más allá de Europa y los Estados Unidos de Norte América, así como también a través del siglo XX (Wallerstein, 2002).
Con toda la variabilidad semántica o de significado que, en términos históricos y contextuales, el constructo ciudadanía contiene, sin embargo, es posible encontrar elementos empíricos que le hacen un concepto que pudiese ser usado para explicar procesos sociales concretos y particulares de la vida política de una sociedad. En términos de teoría fundamentada, entendida también como la construcción de un cuerpo teórico que obedece directamente a la observación de procesos y dinámicas sociales (Strauss y Corbin, 2002)1 la ciudadanía es en sí un constructo que obedece a dinámicas en la vida cotidiana, sobre todo aquellas que se asumen como democráticas. Hoy, por ejemplo, la ciudadanía se vuelve un tema de relevancia en países como México y el resto de América Latina debido a los procesos que las distintas relaciones internacionales han venido manifestando y generando a raíz del acenso a la presidencia de Estados Unidos del presidente Trump. Es un gobierno joven, pero que, desde su candidatura, prometió desarrollar toda la política social y económica, tanto nacional como internacional, para hacer de su país y el de sus “representados”, “la gran nación que presuponen fue”. Las políticas migratorias que el partido republicano mostró en su candidatura a la presidencia en el 2016, son el reflejo de lo que los Estados Unidos también es como sociedad como afirmaremos al final.
Aunque ya desde el gobierno de Barack Hussein Obama las políticas migratorias tendieron a ser relativamente más excluyentes en dicha nación, considerando que desde su gobierno se ha venido consolidando una tendencia de expulsión migrante (Ackerman, 2015), el discurso de exclusión de su sucesor se ha venido caracterizando por estar rodeado de expresiones xenófobas. Reconociendo los grandes logros que en términos de reconocimiento ciudadano han conseguido en esta nación a través del conflicto y la lucha, grupos raciales como la comunidad negra, o bien los migrantes latinos, así como de las tendencias y políticas de inclusión que todos aquellos nativos estadounidenses y de origen generacional de mucha data han experimentado, logrando que el racismo no sea ni siquiera comparable a lo que fue durante el siglo XIX y hasta la segunda mitad del siglo XX, ciertamente estas dinámicas de exclusión no han sido erradicadas del todo. La candidatura de su actual presidente es una muestra. En términos procedimentales, aunque la mayoría se haya expresado a través del colegio electoral y no con la misma fuerza desde la ciudadanía votante directamente a favor de la candidatura republicana en el 2016, ciertamente hay grupos que se vieron representados y que dieron el triunfo a Trump. Éste, no como individuo sino como sujeto social, es una expresión de una serie de procesos sociales muy complejos que van de hecho más allá de lo político (Mead, 2009): los diferentes contextos internacionales, una crisis económica capitalista mundial, las tendencias de los bloques capitalistas a reorganizarse para superar dicha crisis y de su consecuente reorganización de la correlación de fuerzas en la lucha de clases; dicho gobierno es la expresión de estas contradicciones en la particularidad concreta que es Norteamérica.
Se hace alusión a una ciudadanía, digamos, de integración fuerte como de exclusión exasperada (de la Fuente, 2013). En el discurso oficial de la presidencia estadounidense, se reconoce que hay derechos que los gobiernos han venido a desatender, como el derecho al trabajo y a un salario decoroso, por ejemplo, y que se protegerán, atenderán y reconocerán a quienes sean considerados dignos de dichos derechos por ser ciudadanos originales y originarios de dicha nación. A lo que se está tratando de llegar, es al hecho de que la ciudadanía tiene un referente empírico, que en la realidad, en la cotidianidad, es evocada una y otra vez para hablar de quién se es y quién no se es, de quién pertenece y tiene derechos o debe ser reconocido, y quienes no; que esto sucede, es real, y que el concepto hace sentido tanto en quienes lo usan como estandarte político, como propio de su lenguaje cotidiano, o como categoría de diferenciación social también lo es.
Empírica e históricamente, este reconocimiento de pertenencia, de ser ciudadano con derechos, obligaciones, en términos del liberalismo (Sartori, 2008), o bien como integrado, tal cual presupondría una especie de nuevo republicanismo (Camps, 2010; Dobson, 2010), no sólo se expresa en la definición de un pueblo original, como un mito de origen y esencia del ser y ante un Estado (Lapierre, 2003), sino que, en el interior mismo de una nación, tiende también a mostrarse bajo esta dinámica de inclusión-exclusión y darle sentido a las relaciones que mantiene todo sujeto dentro de las estructuras de poder en su respectivo contexto.
En México durante el periodo del llamado autoritarismo, se hizo un llamado constante a la unidad por medio de un nacionalismo que presumía ser la continuación de la revolución y sus ideales. La nación, presuntamente, se edificaba en los logros que la lucha armada de principios del siglo XX había conseguido y propuesto. Se presumía de democracia y se integraban a distintos sectores como ciudadanos mexicanos con ciertos derechos laborales y sociales. La constitución de 1917 contemplaba todos esos derechos y obligaciones que los mexicanos portaban por serlo. Se educó en el civismo para ello y las instituciones fungieron como protagonistas. El Estado aludía a la pertenencia y reflejaba lo anterior a través de distintas prácticas instituidas que caracterizaron el régimen político mexicano de la época. El corporativismo, el paternalismo y el asistencialismo fueron los mecanismos más importantes de la integración política, ya que la consolidación del régimen y su continuidad se sustentaban sobre ellos. Las prácticas políticas que daban vida a la ciudadanía mexicana se recreaban en estas tendencias a través de prácticas legales e ilegales, por medio de las instituciones y en la corrupción por fuera de ellas, en los procesos electorales y en los partidos políticos de real y falsa oposición, así como por medio de políticas sociales y clientelares (Durand, 2010). Esta integración al régimen también implicó una exclusión hacia quienes menos participaban, sobre todo en los espacios rurales y a aquellos en extrema pobreza, de lo cual es muestra la mucha apatía a la participación y a la asunción de la ciudadanía del periodo, como de múltiples expresiones de movilización social hacia los distintos gobiernos posrevolucionarios (Casanova, 2013). Hoy día, la llamada democratización mexicana (Ackerman, 2015), aunque tendencialmente excluyente (Figueroa, 2014), hace alusión a una integración mínima a través del llamado a la ciudadanía, aunque sea sólo entendida en su expresión procedimental y electoral a través de los partidos políticos. Como se ha desarrollado, en México la ciudadanía sigue teniendo sentido empírico y la exclusión al interior reflejada en un régimen que no considera las condiciones de vida como derechos propios de una democracia, reflejan su tendencia excluyente.
Hablar de ciudadanía como constructo social y como realidad empírica, permite abarcar el uso que históricamente se le da. No hay ciudadanía sin exclusión ni en la democracia más incluyente, por lo menos en los Estados-nación y en el supuesto de una democracia sin problemas de representación, corrupción y de una integración real y de reconocimiento de derechos por parte del Estado a todos los colectivos que le integran; la ciudadanía es usada para diferenciar, ya que toda integración ha implicado la exclusión. Es una dualidad que le da sentido (Aquín, 2011). Desde lo griegos atenienses, la democracia se construía sobre el entendido de quiénes podían tomar partido en el ágora y quienes no, de quién era ciudadano y sus requisitos para serlo, y de quién no tenía ese reconocimiento (Sabine, 1994). Bajo esta dialéctica de inclusión-exclusión, es que Aristóteles, citado por Gonzalez (2017, mayo 16) recomendaría a Alejandro Magno: “[…] a los griegos trátalos como ciudadanos, y a los bárbaros como animales o como plantas”
Toda diferenciación tiene claros efectos en toda subjetividad. Toda identidad se construye a través de la diferenciación (Peralta, 2013). El trabajo de Tajfel y Turner han confirmado la importancia que tienen los procesos de diferenciación (González, 2001), y pudiesen aportar a explicar cómo es que la inclusión-exclusión es un factor coadyuvante y concomitante a la constitución de identidades sociales. Si la ciudadanía es entendida como un proceso, inicialmente, de inclusión-exclusión y por ello un entramado de relaciones entre Estado y sociedad, pudiesen generarse explicaciones sobre procesos de identidad que suelen ser acompañados de determinados conflictos por el reconocimiento de dicha pertenencia (Tamayo, 2010). Recibir ciertos servicios como derechos de todo ciudadano, ha sido la pugna de grupos raciales y migrantes en países como Estados Unidos. En México, los programas sociales, las escuelas, los servicios públicos, los centros de salud, las parcelas abandonadas, la migración, el crimen organizado, etc., son formas en el espacio de la ciudadanía que se moldean en términos de cómo distintos grupos son reconocidos, negados o en conflicto. Los movimientos por la diversidad no sólo han sido contra la discriminación, sino también para que el Estado les reconozca derechos civiles, a lo que Rodríguez (2008) llamó una “ciudadanía sexual”. El multiculturalismo, como veremos más adelante, refiere precisamente a cómo la identidad y la diversidad se han enmarcado en procesos de reconocimiento, respeto y ejercicio de derechos.
La dinámica exclusión-integración de la ciudadanía se presenta entonces dentro de los conflictos sociales y es una manifestación de la relación entre sociedad y Estado. Habrá grupos que tendrán una relación diferente, digamos, más reconocida por el Estado, pero, aunque dicho reconocimiento de pertenencia implique que sea dirigido desde éste, esto no quiere decir que no sea consecuencia de distintos procesos históricos de lucha. La ciudadanía cubre un rol de construcción de identidades, de las cuales, en el reconocimiento, se desprenden procesos de memoria que organizan la subjetividad de distintos colectivos en base al sentido que estos mismos se dan en relación a la pertenencia y a su relación con las estructuras políticas (Arciga y Olivarez, 2012). Los procesos de olvido social son la manifestación de estos procesos de inclusión-exclusión. El Estado construye discursos y prácticas que pretenden instaurar memorias históricas que determinan la identidad de los colectivos reconocidos por éste, como del mismo modo, demuestra también discursos y prácticas que pretenden invisibilizar a otros. El olvido social es precisamente hacer silencio de aquellos y su historia que le son incomodos al poder (Mendoza, 2012; Mendoza, 2013), y la ciudadanía funge como relación social funcional para ello.
Por todo esto es que la ciudadanía tiende a ir acompañada de actos de violencia, tanto simbólica por medio de procesos de olvido social, es decir, desconociendo el origen e identidad del diferente, del incómodo, del no moderno o del que protesta; como material, en el entendido de que se desconocen derechos sociales, civiles y políticos de ciertos grupos. Marshall (1998), en su ya clásica obra “Ciudadanía y clase social”, describe cómo es que la consolidación de los derechos civiles, políticos y sociales fue un proceso histórico donde la diferenciación cobró sentido desde la inclusión-exclusión y envuelta en conflictos específicos en el Reino Unido. Por ello es que la ciudadanía, entendida como constructo, es decir, observada no sólo desde el ideal de la democracia y el ciudadano libre en una sociedad igualitaria, sino y sobre todo como una realidad empírica, más que ocultar los conflictos los evidencia (Mead, 2009), ya que, como discurso y relación social, da muestra de las distintas contradicciones que toda relación de poder engendra. La discusión entre el multiculturalismo y a la postura liberal de la ciudadanía, es un ejemplo de lo anterior. Ir más allá del individuo y asumir que los colectivos, desde sus distintas identidades, constituyen procesos de diferenciación, de exclusión e integración a través del metadiscurso de los derechos.
Ciudadanía y multiculturalismo
Will Kymlicka defiende un reconocimiento a favor de los grupos desfavorecidos o minoritarios que luchan por sus derechos culturales o colectivos frente la cultura dominante que los oprime y no le reconoce el derecho a la diferencia, el derecho a ser diferentes. El Estado moderno que surge a raíz de las guerras de religión, no puede aplicarse actualmente para resolver el problema acuciante de las minorías culturales. Como señalan Alain Renaut y Silvie Mesure,
“Es imperativo hacerse cargo del hecho de que actualmente existen 200 Estados independientes en el mundo, y que estos Estados contienen más de 6000 grupos lingüísticos y 5000 grupos étnicos: muy raros son de hecho los países en los cuales podamos decir que sus ciudadanos comparten la misma lengua y pertenecen al mismo grupo etnocultural” (Renaut, Mesure, 1999: 196).
Como indica acertadamente Daniel Weinstock, en su ensayo titulado “La problemática multiculturalista”, el multiculturalismo puede ser comprendido en conexión con el debate entre liberales y comunitaristas.
Los comunitaristas, en contra de los efectos corrosivos del individualismo, resaltan los deberes del ciudadano con respecto a su comunidad. Para los comunitaristas, el valor más importante no es la justicia sino el bien que permite restablecer y preservar los vínculos de identidad del sujeto con su comunidad y su cultura. Charles Taylor presenta su “política del reconocimiento” como una variante más hospitalaria del liberalismo: “El desarrollo del concepto de identidad hizo surgir la política de la diferencia (…) Cada quien debe ser reconocido por su identidad única” (Taylor, 2009: 70).
El concepto de “comunidad”, que tratan de recuperar los comunitaristas como Sandel, MacIntyre, etc., se opone a los valores individualistas del mundo moderno que se hacen cada vez más notorios con el liberalismo imperante. La necesidad que siente el hombre moderno de pertenecer a una comunidad no desaparece del todo con el triunfo del liberalismo y de la proclama de los derechos individuales. La modernidad, desde su ideología global, es definida por Louis Dumont, como el triunfo del individualismo: “La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano adoptado por la Asamblea constituyente durante el verano de 1789 marca en un sentido el triunfo del individuo”. (Dumont, 1983: 120).
Los individuos, desde la revolución francesa en adelante, sienten que la ley que los gobiernan ha sido creada por ellos mismos a partir de su propia libertad. La ciudadanía moderna no surge como en el mundo antiguo en base únicamente a las leyes de la ciudad y a la participación del ciudadano en la vida pública. El ciudadano moderno es un sujeto de derechos inalienables y adquiere el estatus de ciudadano en la medida en que se le reconocen sus derechos fundamentales:
Sin derechos humanos reconocidos y protegidos no hay democracia; sin democracia no existen las condiciones mínimas para la solución pacífica de los conflictos. Con otras palabras, la democracia es la sociedad de los ciudadanos, y los súbditos se convierten en ciudadanos cuando se les reconoce algunos derechos fundamentales. (Bobbio, 1991: 14).
Los derechos humanos no pueden realizarse perfectamente en la historia, pero adquieren un sentido universal desde el momento en que son proclamados, y aunque poseen un sentido histórico indiscutible, su sentido universal consiste en superar los particularismos de las culturas y de las comunidades que pueblan el mundo, con el fin de alcanzar verdades eternas e inmutables: “La Declaración Universal de los Derechos del Hombre comienza con estas palabras: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. (Bobbio, 1991: 37-38). A pesar de su carácter universal y aspiración a las verdades eternas, los derechos humanos surgen en una época concreta de la historia de la humanidad: “Los derechos humanos son históricos. Nacen al inicio de la Edad Moderna, junto con la concepción individualista de la sociedad. Se convierten en uno de los indicadores históricos del progreso histórico”. (Bobbio, 1991: 14).
El tiempo de los derechos permite describir a los tiempos modernos por su carácter individualista. La subjetividad moderna permite pensar al hombre individual como un ser distinto y separado de la sociedad a la que pertenece. Según Michael Sandel, en su obra El liberalismo y los Límites de la Justicia, no es suficiente la subjetividad entendida como razón y sentimiento para que podamos hablar en serio de una comunidad en el sentido fuerte de la palabra. El idioma propio de la “comunidad”, como señala Sandel, es la identidad que mantiene unidos a los hombres por unos vínculos más fuertes que la razón y el sentimiento. Los hombres deciden vivir juntos aceptando las cargas y los deberes sociales hacia el estado y la comunidad. Sandel defiende un sentido de la identidad colectiva o comunitaria que no corresponde al racionalismo ni al voluntarismo de Rawls, quien apela a la voluntad de cooperación de los individuos para el buen funcionamiento de la sociedad como un todo: “Por oposición a las concepciones instrumental y sentimental de la comunidad, podemos describir esta perspectiva fuerte como concepción constitutiva”. (Sandel, 2000:189).
A pesar del auge imparable del individualismo moderno que socava los lazos de unión entre los hombres, la necesidad humana de formar parte de un grupo o de una comunidad no desaparece en ningún momento de la historia. El sentido de pertenencia a unas formas de vida (tradicionales) que conforman unos valores compartidos por una comunidad no desaparece del todo en las sociedades avanzadas donde predomina el individualismo que socava las virtudes cívicas y el espacio público. Los hombres, en todos los tiempos, han sentido la necesidad de vivir juntos y de participar en las decisiones políticas, aunque el mundo moderno empuja a los hombres cada vez a una vida solitaria y desvinculada de la sociedad o del bien común. El hombre moderno que sólo busca satisfacer sus necesidades y sus intereses privados parece caracterizarse por su capacidad de desvincularse de la vida social, de las preocupaciones cívicas y políticas, convirtiéndose de este modo, y de manera explícita con el liberalismo, en un ser egoísta y asocial.
Según Taylor, el liberalismo favorece una concepción atomista de la sociedad, que se interpreta a sí misma en base a la idea de un contrato social entre los individuos para establecer y defender sus derechos particulares. Esta concepción atomista e individualista de la sociedad destruye y socava, según Taylor, el sentido de pertenencia a una comunidad y los deberes que asume el individuo al formar parte de una comunidad. Los comunitaristas acusan al liberalismo de contribuir a la destrucción de los valores de la comunidad y al deterioro de la vida pública.
El pluralismo cultural que defienden los autores comunitaristas2 (también algunos autores liberales como Kymlicka) ha dado lugar al concepto de “multiculturalismo”. Nos centraremos en el concepto de ciudadanía multicultural de Kymlicka, y en la Política del Reconocimiento de Charles Taylor. El multiculturalismo resalta la presencia en el seno de una misma sociedad política de una multitud de culturas minoritarias que se convierten en un problema para la justicia liberal, la cual hace abstracción de las diferencias culturales.
Taylor, al igual que Kymlicka, no rechaza del todo los principios del derecho y de la justicia. Sin embargo, para estos autores, la noción de derechos colectivos es más apropiada para defender una concepción sustantiva del bien que la noción liberal de derechos individuales. Kymlicka, en su intento por hacer compatibles los derechos colectivos con los derechos individuales, propone la siguiente concepción de los derechos colectivos en base a una ciudadanía diferenciada: “Según la interpretación natural, el término “derechos colectivos”, alude a los derechos acordados a y ejercidos por las colectividades, donde estos derechos son distintos de- y quizás conflictivos con- los derechos otorgados a los individuos que forman la colectividad”. (Kymlicka, 2000: 71-72).
El multiculturalismo que defiende Taylor no garantiza que las diversas concepciones del bien y la diversidad irreductible de las culturas contribuyan a acuerdos racionales o bien a posturas razonables acerca de las reglas de la vida en común y el común respeto entre las personas, lo cual, según Renaut en su obra Liberalismo polítique et pluralismo cultural podría desencadenar una verdadera “guerra de los dioses”, o lo que también puede denominarse “la guerra entre las culturas”. (Renaut, 1999). El multiculturalismo puede conducir al encierro de las comunidades en sí mismas sin ningún vestigio de un universalismo ético o de una comunicación dialógica entre las diferentes culturas.
Rafael del Águila prefiere el término de “interculturalismo” al concepto de “multiculturalismo”: “Una apuesta por el interculturalismo crítico y mestizo antes que por el multiculturalismo conservador y aislacionista. Ciertamente, todo interculturalismo debe ceder zonas al no mestizaje (zonas sin las que no podríamos hablar de diferencia) Pero el acento intercultural está puesto en el cambio y la apertura, mientras que el multicultural busca la estabilidad y el cierre”. (Águila, 2002: 17). Por otra parte, el concepto de derecho colectivo es duramente criticado por Habermas desde el punto de vista del derecho procedimental que presupone la racionalidad y la universalidad de la justicia que permite superar las diferencias insuperables entre las culturas: “No se necesita, por tanto, que la coexistencia en igualdad de derechos de los distintos grupos étnicos y sus formas de vida culturales se asegure por medio de derechos colectivos, que llegarían a sobrecargar una teoría de los derechos cortada a la medida de las personas individuales”. (Habermas, 2014: 2010).
Diversos autores, entre ellos Edward Said, han resaltado los aspectos negativos de la modernidad que ha desencadenado la deshumanización del hombre, la pérdida de la memoria y la desintegración de un mundo humano compartido, y consiguientemente, la emergencia de una violencia sin precedentes que ha cristalizado en los mayores males de la modernidad: Colonialismos, Imperialismos y Totalitarismos. Los países poderosos legitimaron sus conquistas y el poder de dominio sobre las demás culturas con la convicción de su superioridad espiritual y tecnológica sobre las demás culturas.
Las guerras y las revoluciones han dejado grandes secuelas en la Historia. Una de las constantes de la historia de la humanidad es que los más débiles, los menos favorecidos, los oprimidos por poderes demasiado fuertes e inquebrantables, han sufrido el silencio y la invisibilidad a causa de regímenes totalitarios y autoritarios que no dejan margen alguno para la libertad. En los países que han sufrido la colonización sigue presente en la memoria colectiva los abusos de carácter violento y sangriento de la conquista y de la colonización Europea.
Ahora bien, ¿cómo es que estos procesos de reconocimiento y desconocimiento colectivo y a lo diferente puede expresarse en la experiencia actual de los Estados Unidos y en relación con México y América Latina en General? Se procurará regresar ahora al gobierno de Trump como un ejemplo empírico en este ensayo para concluirle, que para continuar con la argumentación de que la ciudadanía implica no sólo el reconocimiento de determinados derechos, sino también, el hecho de la diferenciación y como proceso concurrente a la conformación de identidades políticas en base a las relaciones sociales que el mismo implica.
Para una idea del triunfo de Trump.
El mencionado triunfo de Donald Trump en la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica, nos debe hacer reflexionar en base a lo anterior, sobre los planteamientos que se traslucen tras ésta, para muchos, inesperada victoria. Es muy difícil discernir la actitud de los votantes, de los principios que fueron expuestos por Huntinggton en su obra Choque de civilizaciones. Para él las civilizaciones son: “el agrupamiento cultural más elevado y el grado más amplio de la identidad cultural” (Huntington, 2005:50-51).
El mundo contiene varias civilizaciones en disputa, sin que exista como afirman algunos una Civilización Universal, el universalismo de hecho es una ideología de occidente. De esta forma el sentimiento comunitarista e intercultural aparece como algo erróneo y hasta peligroso. En su caso la de Estados Unidos es la Occidental, que el autor de forma arbitraria llama Noratlántica (Huntington, 2005:56).
La gente busca seguridad e identidad. Busca raíces y conexiones para defenderse de lo desconocido (Huntington, 2005:167). En éste contexto los representantes de otra civilización cuyos valores son diferentes amenazan a los norteamericanos, este es el caso de México, es por ello que afirma: “los resultados de la expansión militar estadounidense en el siglo XIX podrían verse amenazados por la expansión demográfica mexicana en el siglo XXI” (Huntington, 2005:276).
Es decir, la emigración representa un peligro, aunque no en un sentido racial, cómo se ha puesto de manifiesto de manera pueril, sino cultural. Son los valores culturales diferentes los que amenazan a una determinada sociedad. De ésta forma: “Muchos más importantes…son los problemas de decadencia moral, suicidio cultural y desunión política”. (Huntington, 2005:413)
De la misma forma los valores occidentales son exclusivos de la civilización occidental y por tanto no pueden ser exportables, estos valores se asientan sobre una memoria histórica transmitida de generación en generación y por tanto no exportables a otros contextos. De esa manera, las guerras y conflictos para promocionar loa democracia occidental parten de un enfoque erróneo y por ello están condenadas al fracaso.
Así pues, el triunfo de Trump se basa en estas dos ideas, la primera que los emigrantes destruyen las fuentes de la prosperidad, la libertad y la democracia al mantener principios extraños y contrapuestos, en especial en el caso de los musulmanes, pero también los latinoamericanos. Esto mismo es la destrucción de la identidad nacional del ciudadano, que está siendo socavada por un grupo pequeño pero influyente de intelectuales multiculturalistas. Para Huntingtton, mucha civilización en un país equivale a no tener ninguna, además que los comunitaristas o multiculturalistas, desde Sandel al mismo Kymlicka, sustituyen los derechos de individuo por los de la etnia o grupo. Al final de forma lapidaria enfatiza que: “El rechazo del credo y la civilización occidental supone el final de los Estados Unidos de América tal y como lo hemos considerado: también significa realmente el final de la civilización occidental” (Huntington, 2005: 417).
En segundo lugar, que los norteamericanos no deben inmiscuirse en conflictos exteriores que no le atañen, defendiendo unos principios que en contra de lo que se afirme no son universales. No se trata pues de crear violencia, sino de limitarla dentro de una sana separación entre las esferas culturales, (Huntington, 2005: 431). Con esto las proposiciones de la Declaración de los Derechos del Ciudadano y las actitudes del liberalismo tipo Bobbio quedan fuera de lugar y la discusión irrelevante fuera de su propio contexto occidental. Sin embargo, lo que puede propiciar es lo contrario, las luchas y enfrentamientos en el seno de un mismo país cuando un grupo se ve rechazado en sus aspiraciones de mantener su memoria.