And the end of all our exploring /Will be to arrive where we
started / And know the place for the first time.
T. S. Eliot, IV. Little Gidding
Una historia, no del derecho internacional, sino de la “imaginación legal”. Así define Martti Koskenniemi el contenido de su última gran empresa: To the Uttermost Parts of the Earth, un libro de proporciones delirantes que se inscribe al llamado giro histórico en el estudio del derecho internacional como un subgiro de pretensiones narrativas, tendiente a instaurar un espacio1 en espera de ser habitado por las más diversas y deformantes lecturas --eximiéndose entonces de ese recurso culpable a la exageración que, como ha admitido Hofstadter, se vuelve necesario al presentar ideas heterodoxas en un trabajo histórico interpretativo-.2 El mismo Koskenniemi ha aceptado sin reservas dicha caracterización,3 un tanto inapropiada, de To the Uttermost… como “storytelling”.4 Valéry lamentaba que hoy en día sólo se esfuerce aquello que puede abreviarse, y es cierto en ese sentido que Koskenniemi evoca el actuar paciente de los narradores de antaño, que asimila el lento asentamiento de causas sucesivas y semejantes en la naturaleza.5 Narrar es, sin embargo, todo menos referir un hecho histórico en sí, por su valor en datos. En Heródoto, por ejemplo, es inteligible la unidad de intención que asume el narrador al reconocer en el destino al guía de sus historias.6 Y lo que narra el cronista en el medievo evoca así el cauce inescrutable del tiempo escatológico por virtud del cual cobra sentido su relato. Incluso el narrador profano haría exégesis del acontecimiento desde su concepto del progreso natural y del curso de la historia.7
El aspecto ingenuo de la memoria que es el recuerdo, la reminiscencia; cumple en la narrativa una función eternizante8 de aquello que podría perecer sin más. Es decir, se olvida --pues mnemosyne se compone también de olvido- aquello que daría sentido al fin de algo si no fuera presa del disimulo novelesco. Ello es crucial para entender, no tanto el método que ordena To the Uttermost..., sino, en su lugar, las estrategias de lectura que han permitido a los “hombres ambiciosos” que pueblan sus más de mil páginas, escapar de la inmanencia normativa, al tiempo que aseguraban las bases conceptuales para la solidificación del moderno carácter de imperio en que se consuman las estructuras de propiedad y soberanía, identificadas por el autor como el “yin y el yang” del pensamiento político en Occidente.
En aparente oposición a un método estrictamente contextual,9 una crítica del derecho internacional históricamente consciente se ha concebido viable únicamente en el atrevimiento de tender anacronismos,10 de reconocer, como célebremente hacía Reinhart Koselleck, la contemporaneidad de lo no contemporáneo. Las bondades de este punto de partida son muy evidentes, y puede vincularse incluso con el más amplio proyecto de deslegitimar el presente, inteligible en la historia conceptual realizada a lo largo del siglo XX por los críticos de la modernidad secular y su teología inmanente, como han sido, en distintos sentidos, Carl Schmitt, Karl Löwith y el propio Koselleck.
Pero lejos de cualquier elaboración historiográfica posterior, se encuentra, indeleble, una escisión original entre historia y normatividad, por la cual la forma legal misma se afirma cada momento en la negación del cambio histórico. Que nomos y chronos se excluyan recíprocamente,11 sin embargo, no supone que los juristas se hayan desentendido alguna vez de ejercer la memoria histórica. Es difícil discernir el carácter distintivamente jurídico en lo que Koskenniemi llama “imaginación legal”. En la consciencia medieval, de donde emerge el discurso de los protagonistas de To the Uttermost..., no cabe la noción de innovación ligada a la idea contemporánea de imaginación como fuerza superior del intelecto, sino que el genio se atribuye siempre a una memoria prodigiosa.12 No hay nada nuevo bajo el sol.13 En el medievo, decir el derecho suponía recordarlo. La ley natural, como apunta Gurievich, “no podía ser objeto de innovación: existía desde el comienzo... no se le elaboraba ex novo, sino que se le «buscaba» y se le «encontraba»”.14 Y desde una concepción del tiempo distintivamente normativa, la esencia misma del presente es de una imperfección incurable.15 El presente es siempre insuficiente y, por tanto, denota injusticia. El jurista buscaba entonces actualizar el orden jurídico según los dictados de la razón, que en el pasado se han acercado a remedar un modelo justo de leyes. Pero esta labor, como práctica social efectiva, estaba lejos de ser una indagación puramente jurídica.
La misma “imaginación legal” disimulaba cualquier inconsistencia en esa variedad indiferenciada de acontecimientos que es dominio de objetos de la historia; con un relato de continuidad que elabora una “mitología de origen” (Ursprungsmythologie)16 al servicio del poder temporal que busca reproducirse.
La atrofia del concepto de eternidad que marca el fin del modo de narrar antes descrito17 fue más bien oportuna para consolidar el artificio narrativo que colapsa el “tiempo del universo” (Der Zeit des Universums) con el “tiempo de la ciudad” (der Zeit der Stadt);18 que racionaliza la violencia ejercida en el pasado mediante el recurso selectivo al olvido.19 Son las facultades eternizantes de la memoria al servicio del continuo genealógico que reviste incesantemente al presente con la “sacralidad del origen” (Heiligkeit des Ursprünge), como una temporalidad que se encuentra ya en curso, que siempre ha comenzado ya.20
Paradójicamente, la modernidad se justifica después en simultáneamente producir y destruir las imágenes de la tradición de las cuales busca diferenciarse. En articular el pasado a conveniencia: sea ocultando la variación que demuestra la posibilidad de disrupción o de ruptura; pero también exagerando su diferencia con el periodo que le antecede, y en cuya superación pretende legitimarse, como la consciencia civilizatoria, que inclusive sitúa lo premoderno en sincronía con las categorías de la barbarie que definen el presente no occidental.
[T]ime only becomes truly historical through a political-theological tear that inaugurates a new “age” -a tear that thereby defines the relation of world and time-, and that paradoxically occupies a transcendent position by virtue of banishing transcendence. In this way, periodization becomes its own logic, a self-identity that, through rupture rather than through presence, supplies the necessary platform for a claim to sovereignty.21
El derecho moderno se define así en el gradual desprestigio de toda condición normativa trascendental, más allá de lo estrictamente social. Los protagonistas de To the uttermost… idearon un artificio de sustitución que opera al interior de nomos como simulacro de normatividad trascendente. Quiero entender por simulacro el artificio de una imagen interpuesta que, como doble, media (casi frustrando) toda remisión al fenómeno real que imita: pienso en el ius gentium de la segunda escolástica, como simulacro de normatividad trascendental que se experimenta como verdad recibida de Dios. No es precisamente simulacro el complejo institucional en que el derecho cobra vida materialmente, sino el poder simbólico que evoca como imagen mental. Este concepto se justifica así en la posibilidad de concebir el artificio de sustitución, que reestructuró la consciencia católica del medievo tardío con respecto a lo jurídico. Desde esta perspectiva, la violencia aparece por fin enteramente racionalizada bajo el orden temporal de la civitas terrena.
Ya en Roma el ius gentium significó no sólo un orden sucesivo al natural (après la nature), sino la negación definitiva de la naturaleza como condición trascendente de su fuerza, dictada por la necesidad contingente de la guerra, la toma de la tierra, la abolición de lo común y de la libertad, etcétera.22 Y acaso la operación más determinante ideada entonces por los juristas romanos haya sido la inversión artificial que inscribió en el estrecho ámbito del derecho a la naturaleza misma, incluso como un orden posterior.23
Así, en Suárez, por ejemplo, hay nuevamente una oposición radical entre la realidad del derecho natural, ahistórica, objetiva e inmutable, y el reino de la contingencia que es, propiamente, la historia del mundo temporal, con sus situaciones extralegales y su economía de necesidades.24 El ius gentium salamanqués se sitúa entonces en el medio de ambos planos, como un dúctil simulacro del derecho natural que permanecerá entre paréntesis mientras sea inaplicable.
La ley de Dios, aparentemente invencible en la consciencia cristiana, fue puesta a dormir bajo el siguiente razonamiento, que por demás hace cierto sentido desde su propia teológica. El derecho natural es invariable. Sin embargo, como destaca Koskenniemi, de ser praeceptio, después de La Caída ha pasado a ser concessio. El derecho natural rige entonces negativamente, en no prohibir su contrario. De ello se desprende, por ejemplo, que el común dominio de la Tierra, pues por principio todo era común (a principio mundi omnia erant communia), no implique ya la prohibición de la propiedad privada.
El ius gentium, pragmático como es, se vuelve así la condición finita de su propia posibilidad, que vincula por ser provisionalmente necesario en un mundo devastado por el pecado y la toma de la tierra. Y ello así en detrimento de la proyección teleológica y de los contramodelos que el derecho natural opone a una realidad dada, en este caso, configurados en la visión cristiana de un paraíso trascendente, en donde, reitero, todo es común. Como canta la Pasión según San Mateo de Bach: “¡Jesús mío, buenas noches!”.
Es así que una de las mayores virtudes de la obra -que descubro en su estructura espirante y por momentos, incluso, repetitiva- es la aprehensión del proceso inacabado y reiterativo en que el momento constitutivo del derecho se renueva sin culminar plenamente, permitiendo al autor reiniciar en cada nuevo capítulo un relato cuasi-mítico en ocasión de una fisura histórico jurídica en que el orden es notablemente inestable.25 Alguno de sus defectos tiene que ver, por otro lado, con esa incapacidad de adiestrar el arte de la lítote, el arte de omitir: pues el silencio es poco sugestivo, los blancos no cobran fuerza.26 ¿Qué quiero decir? Que nuevamente fracasamos (tal vez intencionalmente) en capturar el genio de la Europa precolombina y luego de Occidente a la luz del momento decisivo de su historia, en que la ciudad, que siempre superpone su propia imagen como retrato del mundo, se encuentra con un reflejo donde no logra verse y por tanto reconoce la presencia de algo más: al interior de sí, un mundo, quizás en verdad inabarcable.