En el imaginario colectivo, Medio Oriente suele pensarse como una región profundamente religiosa, poco tolerante e incluso violenta. Esa percepción se sustenta en la inestabilidad que comenzó en los albores del siglo XX, y en el surgimiento de grupos islamistas que recurren al terrorismo para asegurar su presencia política. Sin embargo, y a pesar de una historia más o menos común, creer que los casi 20 países que conforman la zona son homogéneos es a todas luces erróneo. Sus poblaciones se componen de manera diversa; cada uno alberga adscripciones religiosas y convicciones políticas variadas y sus marcos jurídicos difieren ostensiblemente. Entonces, ¿cómo gestionar la pluralidad en una región en la que el Estado laico es más bien una excepción?
El objetivo en este artículo consiste en mostrar el fuerte vínculo entre política y religión que impera en Medio Oriente a partir de los conceptos de secularización y laicidad, así como la heterogeneidad de dicho lazo en los países que se ubican en esa zona geográfica, problematizando la percepción generalizada de que el islam es poco compatible con la democracia, la tolerancia o el ejercicio de derechos por parte de la ciudadanía. Bajo esa lógica, la exposición se divide en cuatro secciones:
En la primera se ofrece una breve discusión sobre la importancia social de la religión, y se introducen los conceptos de secularización y laicidad. b.
La segunda tiene como propósito esbozar las condiciones históricas que condujeron a la inestabilidad política en la región.
En la tercera se procura analizar algunos casos específicos, a partir de los cuales se muestra la heterogeneidad de la zona respecto del proceso de secularización y el marco de laicidad.
Por último, se añaden algunas reflexiones sobre el modo de entender el acontecer político en Medio Oriente a partir de los conceptos antes referidos.
Convicciones personales, consecuencias sociales. La importancia de la religión y los intentos por gestionar la diversidad
En muchas ocasiones y a partir de múltiples disciplinas se ha discutido la trascendencia de las religiones. Así, por ejemplo, desde la teología se ha reflexionado sobre la existencia de la divinidad y sus manifestaciones en el orden terreno; en la filosofía se ha argumentado a favor y en contra de las religiones institucionalizadas para el desarrollo personal; y la historia se ha ocupado de la evolución de creencias, prácticas y modos de organizar las comunidades de creyentes (Martin y Wiebe, 2012).
Aunque aquí se reconoce la vasta e interesante producción realizada en otros campos, este artículo se construye exclusivamente a partir de una visión sociológica. En otras palabras, la religión será entendida como un hecho social cuyas manifestaciones pueden observarse en la colectividad. Esto implica dejar de lado cualquier consideración en torno a la veracidad, la pertinencia o la valía espiritual de las creencias que dan sustento a las religiones. Y es que, si bien la devoción puede dar esperanza a las personas en momentos de crisis o guiar sus acciones individuales, lo cierto es que la religión es ante todo un fenómeno colectivo (Durkheim, 2014).
A grandes rasgos, las religiones pueden definirse como un cúmulo de creencias y de prácticas a partir de las cuales se interpreta la realidad social mediante el establecimiento de criterios de distinción entre lo bueno y lo malo. Esto no significa que la feligresía sea pasiva, y mucho menos que piense y actúe de manera homogénea. No obstante, vale la pena considerar que las religiones proveen de certidumbre y de un sentido de pertenencia a una comunidad de fe.1
Sin menoscabo de la pluralidad en las sociedades premodernas, y como han sostenido varios autores seminales de la sociología, la religión tuvo un papel predominante en la organización social por varios siglos (Durkheim, 2014; Weber, 1983; Berger, 1969; Hervieu-Léger y Champion, 1986; Casanova, 1994; Dobbelaere, 1994; Inglehart y Norris, 2004; Beaubérot y Milot, 2011). A partir de ella se definió el poder político, el comportamiento económico, la producción artística y las dinámicas familiares, tan solo por mencionar algunos aspectos. Esa lógica se modificó posteriormente mediante la secularización, un concepto ampliamente extendido en la sociología de la religión y que con frecuencia se usa de manera errónea en el habla cotidiana.2
Para efectos de este artículo, y en consonancia con autores como José Casanova (1994) y Roberto Blancarte (2012), la secularización se define como el proceso a través del cual la religión pierde su centralidad en la organización social, y con ello su capacidad para definir al resto de las esferas sociales. A diferencia de lo que se pensó en algunos estudios pioneros, ahora parece claro que la secularización no es un proceso lineal e irreversible.3 Como se expondrá en otro apartado de este artículo, la revolución islámica iraní de 1979 contribuyó en buena medida a cuestionar algunos supuestos subyacentes en las primeras aproximaciones a este proceso. A partir de entonces, los análisis sobre secularización en contextos distintos del europeo han llevado a interesantes observaciones y aportes en torno a ella. Aquí se considera primordial subrayar cuando menos cuatro:
La secularización no es un proceso teleológico, lo que implica que no todas las sociedades habrían de transitar por este o cuando menos no de la misma forma. Los países del Medio Oriente ilustran bien este argumento: la sociedad iraní experimentó un proceso de secularización que luego se revirtió; la religión no ha sido desplazada como eje de organización en Arabia Saudí, a pesar de su modernización y de su bonanza económica; y en Turquía la secularidad no ha reducido el número de creyentes ni las manifestaciones públicas de religiosidad. Estos casos demuestran que las primeras conjeturas sobre el proceso de secularización eran erróneas, puesto que en ellas se asumía un modelo único basado en el camino recorrido por algunos países europeos.
La secularización no conduce a una clasificación binomial de las sociedades a partir de un estricto contraste entre los adjetivos secular e integrista (o no secular). En tanto que se trata de un proceso complejo, observable en varios niveles y en más de un aspecto, parece más pertinente hablar de grados de secularización que de sociedades seculares. Esta consideración permite romper con la idea de que un sistema social transita de una a otra categoría de modo automático y evidente, así como con la falsa noción de que se trata de un atributo estático.
El proceso de secularización no es homogéneo al interior de una sociedad, y por ese motivo cabe advertir la posibilidad de coexistencia entre grupos que operan con una lógica secular y otros que lo hacen con una integrista. La convivencia entre personas, grupos e instituciones que funcionan con lógicas disímiles da pruebas de la complejidad social, pero también de la multidireccionalidad del proceso. Además, es necesario señalar que la secularización no es transferible entre niveles sociales. Así, por ejemplo, el hecho de que una institución haya atravesado por ese proceso no siempre significa que la totalidad de quienes la administran o participan en ella perciban el orden social a partir de un razonamiento secular.
La secularización no es sinónimo de laicización, y es común que exista un desfase entre ambos procesos. La laicidad es un atributo jurídico que resulta del proceso a través del cual el Estado adquiere su autonomía respecto de las creencias, normas, autoridades e instituciones dogmáticas (Blancarte, 2008). Esa transición ha ocurrido de maneras distintas en función del contexto sociopolítico en el que se desarrolla y, por consiguiente, de necesidades históricamente situadas. Mientras que en México y en Francia la laicidad resultó de una feroz lucha entre el Estado y la Iglesia católica, en virtud de su hegemonía y de su influencia en el espacio público, en países como Alemania, Bélgica o los Estados Unidos se formuló más bien a raíz de la diversidad religiosa y de la necesidad de crear un marco de convivencia pacífica (Tschannen, 1991). En ese orden de ideas, y en tanto que cada proceso se desarrolla de forma independiente, existen Estados laicos con poblaciones poco secularizadas4 y Estados confesionales cuyos habitantes manifiestan mayoritariamente una lógica secular.5
El desfase entre secularización y laicidad contribuye a explicar las aparentes contradicciones en países con marcos jurídicos autónomos respecto de las doctrinas religiosas. En este punto debe admitirse que las leyes son ante todo la materialización de ciertos ideales, a partir de los cuales se espera incidir en las formas de convivencia social (Conte, 1994). Sin embargo, y a despecho de juristas o de una visión desde las ciencias sociales, la existencia de un sistema legal no garantiza que los sujetos respeten sus disposiciones. Prácticas como el homicidio, el robo y el secuestro no han desaparecido a pesar de su clasificación como delito en todos los sistemas penales del mundo. De manera similar, y con la dificultad adicional de que se trata de un concepto mucho más complejo, el hecho de que un Estado se defina jurídicamente como laico no se traduce en que sus habitantes piensen y actúen a partir de una lógica secularizada.
El paso de un Estado confesional a uno laico es un proceso planeado, que puede ocurrir de manera paulatina o abrupta, dependiendo de las necesidades políticas en un contexto en particular. La secularización, en cambio, no puede calcularse ni regularse,6 puesto que corresponde a un proceso social complejo y multisituado en los términos antes discutidos. De hecho, la heterogeneidad en el proceso de secularización es quizá uno de los elementos más significativos para explicar por qué el principio de laicidad no se adapta de manera inmediata en todas las instituciones estatales.
En efecto, las instituciones no son entes racionales con vida propia. Están integradas por sujetos que posiblemente mantienen visiones distintas sobre lo que la moral religiosa puede aportar al bienestar público. Esta condición explica que los avances en materia de derechos ocurran de manera diferenciada incluso dentro de un mismo país. En este artículo se sostiene que ello se debe en buena medida a que quienes diseñan leyes y políticas públicas se insertan en contextos sociales con grados de secularización divergentes. Tales distinciones son observables en el discurso de gobernantes7 y gobernados,8 a veces apelando explícitamente a la divinidad y otras mediante el uso de una retórica supuestamente laica.
La experiencia en Medio Oriente parece corroborar este argumento. Son pocos los Estados de la región que se definen jurídicamente como laicos, y aun en ellos coexisten distintos grados de secularidad. Por otro lado, es indispensable considerar que modernidad,9 secularidad, laicidad y democracia son conceptos que resultan de procesos distintos, y que no necesariamente vienen aparejados.10 De ese modo, aquí se propone que todo análisis sobre laicidad habría de considerar su indisociable vínculo con la secularización, sin perder de vista la necesidad de comprender cada caso tomando como punto de partida sus particularidades políticas y sociales. En las siguientes páginas se procurará presentar un breve panorama sobre algunos países del Medio Oriente a partir de esa premisa.
Del imperio otomano a la autonomía política. El islam como referente de identidad frente a la occidentalización
El imperio otomano fue uno de los más poderosos y longevos de la historia. Fundado en 1299 por la dinastía osmanlí, llegó a ocupar un vasto territorio en el que se incluyen el norte de África, Medio Oriente y la península balcánica (Barkey, 2005). No debe olvidarse que el imperio se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX, pues su caída definitiva data de 1923, aunque para entonces su poder político y económico se había reducido considerablemente.11
Durante poco menos de 700 años los otomanos edificaron un Estado confesional cuya religión oficial fue el islam sunni12 (Barkey, 2005), y en ningún period de su existencia se planteó la necesidad de transitar hacia la laicidad. Así como en Occidente la unidad política y religiosa se garantizó a partir del derecho divino de la familia real, en el imperio osmanlí la figura del califa se legitimó mediante la pertenencia a la línea sucesoria del profeta Muhammad. En su calidad de fundador del islam, este personaje cumplió con una función doble: (a) la de profeta, dedicado a recibir y transmitir el mensaje de Allah13; y (b) la de líder de la naciente comunidad musulmana, que en sus orígenes fue objeto de persecuciones. En ese sentido, parece lógico que tanto Muhammad como quienes le sucedieron representen la unidad entre lo político y lo religioso.
De manera similar a sus contemporáneos europeos, los otomanos consideraron que su expansión territorial llevaba aparejada una responsabilidad de difundir la religión verdadera. Empero, y a diferencia de otros casos, ello no impidió que operara un principio de tolerancia respecto de quienes decidieron conservar su identidad judía o cristiana (Ye’or, 1985). Es cierto que existía un trato diferenciado entre musulmanes y dhimmi,14 pues los últimos debían pagar impuestos adicionales o incorporar a uno de sus hijos al ejército.15 No obstante, estos podían decidir entre convertirse voluntariamente al islam o mantener sus creencias sin que ello significara la marginación social. Contrario a lo que pudiera pensarse, y a pesar de la supremacía de quienes abrazaron el islam, al abrigo de la administración otomana la convivencia pacífica entre judíos, cristianos y musulmanes fue usual durante varios siglos (Baraz, 2010).
En términos generales puede decirse que el imperio atravesó por cuatro etapas: (a) una de auge, que va desde su fundación en 1299 hasta la conquista de Constantinopla, en 1453;16 (b) una de esplendor, que se extiende hasta 1566, con la muerte de Solimán el Magnífico;17 (c) un periodo de estancamiento, que culmina en 1828 con la guerra contra Rusia;18 (d) y el declive, que se consolidó en 192319 (Finkel, 2007).
Profundizar en cada una de esas fases es una tarea complicada, y que no puede desahogarse en este artículo. Sin embargo, vale la pena destacar que en todas ellas se mantuvo un Estado confesional, a pesar de los procesos de secularización que indudablemente ocurrieron en el territorio osmanlí. Quizás el más evidente de ellos es el que dio vida a la organización política Jóvenes Turcos, que llevaría a Mustafá Kemal (Atatürk20) a la presidencia en 1923. Volveremos a este punto más tarde. Por ahora basta con reconocer que el imperio otomano fue un Estado confesional que, sin embargo, albergó una multiplicidad de etnias, idiomas, creencias religiosas y convicciones políticas.
Como es de esperare tras un periodo de existencia tan prolongado, la decadencia osmanlí ocurrió de manera paulatina y puede explicarse por varias causas. La escasa autoridad de los últimos sultanes, la imposibilidad de administrar el amplio territorio, y las aspiraciones políticas de algunos líderes locales contribuyeron sin duda al declive del imperio. A ello se agregaron las ambiciones expansionistas de las potencias europeas, que se evidenciaron con el inicio de la Primera Guerra Mundial.
El conflicto bélico involucró a más de veinte países que se congregaron alrededor de dos grandes bloques: (a) las potencias centrales, encabezadas por Austria-Hungría, Alemania y el imperio otomano; y (b) los aliados, dirigidos por Gran Bretaña, Francia, Rusia, y más tarde EUA (Craig, 1965). Con la guerra se desataron también algunos enfrentamientos locales, como el genocidio de armenios a manos de los Jóvenes Turcos21 y la Revuelta Árabe auspiciada por el imperio británico.22
Al finalizar el enfrentamiento, el bloque vencedor redactó un conjunto de tratados de paz, en los que se formalizaba la rendición de las potencias centrales al tiempo que se establecían sanciones políticas, económicas y territoriales. Así, la Gran Guerra habría de transformar para siempre la geopolítica de Europa y de Medio Oriente.
El imperio otomano, de por sí débil antes del conflicto armado, experimentó una partición territorial a raíz de su derrota militar. Desde entonces la región quedó dividida en mandatos franceses y británicos, con dos únicas excepciones: (a) Turquía, que para 1923 se convertiría en una república laica; y (b) Hiyaz (actualmente Arabia Saudí), una monarquía absoluta y confesional que sostuvo buenas relaciones con los aliados.
Además de las modificaciones en su división geográfica, bajo el control de Francia y Gran Bretaña la zona fue objeto de profundos cambios en lo que respecta a la organización política, económica y jurídica. Ese proceso no estuvo libre de malestares durante la década de 1920: los árabes se manifestaron en contra de la política británica que favorecía la migración de judíos hacia el territorio palestino; en Irak se libró una guerra santa entre los musulmanes shií y la autoridad sunni apoyada por Gran Bretaña; en Siria se experimentó un periodo de inestabilidad ante la expulsión de la familia Husayn; y la indefinición de las fronteras provocó un conflicto armado de tres años entre Grecia y Turquía (Cleveland y Bunton, 2016).
Tras casi siete siglos de organización política a través de un Estado confesional tolerante a la pluralidad religiosa, los países que resultaron de la disolución del imperio osmanlí fueron escenario de luchas entre grupos que combinaron intereses políticos, orígenes étnicos y convicciones religiosas. Estos enfrentamientos resultaron sobre todo de la doble función que cumplía el califa; que el imperio se hubiera derrumbado no necesariamente significaba que esta figura hubiese perdido su autoridad política y religiosa. Pero la ocupación europea puso en vilo ambas funciones y con ello provocó varios conflictos entre quienes eran leales al califato central, quienes desconocían la legitimidad del califa en una de sus dos acepciones y aquellos que optaron definitivamente por la autonomía (Ardic, 2012).
Sea como fuere, la presencia europea que se mantuvo hasta la década de 1950 provocó un rechazo y un sentimiento de nacionalismo que se extendió por igual entre monárquicos, republicanos, integristas, seculares, y laicistas. No es casualidad que precisamente en la década de 1920 surgieran grupos políticos como la Hermandad Musulmana, una organización islamista23 sunni que apostó por construir Estados regidos por la sharía.24 Bajo la consigna de no modernizar el islam, sino islamizar la modernidad, la propuesta de sus fundadores consiste en generar un modelo político y social con base en la religión. En sus orígenes, los Hermanos Musulmanes impulsaron levantamientos armados para expulsar a las potencias europeas de Medio Oriente. Sin embargo, la Hermandad no despareció con las independencias de los países de la zona, y opera todavía en la actualidad (Lampridi-Kemou, 2011).
Aunada a la presencia política, económica y militar extranjera, la inestabilidad regional ha conducido al nacimiento de grupos islamistas cada vez más radicales, tanto en el ámbito local como con pretensiones internacionales (Malthaner, 2011). Entre ellos destacan el Partido de Liberación (1953), la Organización para la Liberación Palestina (1964), Takfir Wal Hijra (1969), al Gama’a al Islamiyya (1970), la Organización de la Yihad Islámica (1975), Harakat Amal (1974), Hezbollah (1985), Al Qaeda (1988) y Daesh (2014).
Este último, también conocido como Estado Islámico, ha tenido una fuerte presencia mediática sobre todo a raíz de su uso de la violencia y del reclutamiento de conversos americanos y europeos (Awan, 2017). Más allá de sus estrategias, resulta llamativo que Daesh se declare abiertamente antisecularista, antilaicista, antiliberalista, anticomunista, y antioccidentalista, entre otras características. Además, el grupo propone crear un Estado islamista de cohorte wahabí25 que se extienda en la península ibérica, el norte de África, la península balcánica, el Medio Oriente y Asia Central (Sanjuan, 2016). En opinión de quien escribe estas líneas Daesh constituye una manifestación radical del interés por crear un modelo político y social propio, con el objetivo de rescatar la gloria de los califatos que sucedieron al liderazgo de Muhammad. Con un abierto rechazo a la ocupación europea en la región, Daesh promueve el desprecio por la modernidad occidental. Esto último incluye otros procesos que en Europa ocurrieron en paralelo: la democratización, la secularización y la laicización.
Si bien su presencia es importante en los sistemas políticos de los países que se ubican en la región, las organizaciones islamistas radicales no constituyen en modo alguno un atributo formal, puesto que operan al margen del Estado. Pero estos actores no son los únicos que permiten problematizar la complejidad que entrañan los conceptos de secularización y laicidad. El siguiente apartado tiene como propósito rescatar el segundo en los marcos jurídicos de Turquía, Arabia Saudí e Irán, tres países que se han elegido porque ejemplifican procesos radicalmente opuestos.
Laicidad y confesionalismo en Medio Oriente
Hasta ahora se ha discutido la importancia social de la religión, retomando los conceptos de secularización y de laicidad para comprender su desarrollo en la región de Medio Oriente. Por supuesto, la aproximación vertida en estas páginas no es sino un breve esbozo del vínculo entre dichos elementos en el imperio osmanlí y en el periodo inmediatamente posterior a su desaparición. A pesar de ello, y con independencia de la riqueza histórica que conllevan ambos momentos, aquí interesa destacar que la lógica que permeó al Estado otomano se modificó de manera abrupta como consecuencia de los resultados de la Primera Guerra Mundial.
Es claro que la división territorial y la ocupación europea generaron una profunda inestabilidad en la zona, que desde entonces ha sido escenario de múltiples confrontaciones armadas y semillero de grupos radicales.26 En cuanto a los procesos que nos ocupan en este artículo, debe señalarse que la complejidad con la que estos han ocurrido es comprensible solo en la medida en que se reconoce la diversidad de la propia región.
Para mostrar esa heterogeneidad, en este apartado se ofrece un breve análisis sobre tres casos particulares: (a) Turquía, que adoptó un régimen republicano liberal a principios de la década de 1920; (b) Arabia Saudí, donde se instituyó una monarquía absoluta que se rige por los principios del wahabismo; y (c) Irán, que transitó de la monarquía a la república y de la laicidad al confesionalismo.
Turquía: los Jóvenes Turcos y el tránsito al modelo occidental
Como sede del califato central del ya extinto imperio otomano, resulta sorprendente que Turquía sea el país que experimentó más transformaciones en su modelo estatal. Además, estas se impulsaron de manera acelerada, se consignaron en el texto constitucional y se materializaron tanto en el entramado institucional como en el diseño de políticas públicas.
No hay duda de que los cambios que condujeron al sistema político turco hacia la occidentalización se implementaron de modo acelerado. Pero estos no ocurrieron de manera espontánea; habían estado gestándose durante un par de décadas, en el seno de la organización política conocida como Jóvenes Turcos. Con el nombre oficial de Comité de Unión y Progreso (CUP), esta organización reunió desde 1889 a universitarios adeptos al liberalismo que se oponían al gobierno del sultán Abdülhamid II.27 Por ese motivo, sus miembros fueron objeto de persecución y muchos de ellos huyeron a Europa.
En este punto es necesario recordar que el imperio otomano atravesaba por una profunda crisis desde 1830.28 En un intento por recuperar la legitimidad de su dinastía, el entonces sultán recurrió a medidas desesperadas: (a) contrajo deudas para saldar el fracaso de las reformas administrativas impulsadas por sus predecesores; (b) hizo caso omiso de la constitución liberal de 1876; (c) ordenó al ejército reprimir todo movimiento de oposición política; y (d) con la esperanza de obtener apoyo internacional estableció alianzas con algunas potencias europeas, lo que eventualmente conduciría al derrumbe del imperio otomano tras su derrota militar en la Primera Guerra Mundial (Deringli, 2009; Yasamme, 2013).
Ninguna de esas estrategias dio resultados favorables. La crisis del sistema político otomano era evidente, por lo que algunos grupos comenzaron a pensar en modelos de gobierno alternativos. El caso del CUP es especialmente interesante, no solo por su eventual éxito, sino porque representó una ruptura absoluta respecto de la tradición. En ese sentido, es importante advertir que el golpe de Estado que precipitó la dimisión de Abdülhamid II no fue consecuencia de una simple disputa por la persona, dinastía, o grupo que habría de ocupar el poder, sino del proyecto político a partir del cual habría de replantearse el orden social.
Con una fuerte influencia liberal, el CUP se autodefinió como positivista, nacionalista y centralista (Hanioğlu, 1995). Aquí se propone entenderlo como resultado de un proceso de secularización marginal en un grupo de la sociedad otomana, que impulsó un proyecto de Estado laico en un sistema social poco secularizado en esa época. En otras palabras, y de manera muy similar al caso de México, en Turquía la laicidad estatal no ocurrió a la par de un proceso de secularización generalizado ni derivó de la heterogeneidad confesional, sino de un proyecto fincado en fuertes ideales políticos.
Para 1923, el golpe de Estado que rompió con el modelo político y social que había estado vigente por casi siete siglos llevó al poder al más prominente miembro del CUP. Mustafá Kemal, también conocido como Atatürk, fue el primer presidente de la recién creada República de Turquía (Hanioğlu, 1995; Georgeon, 2005). A partir de entonces se impulsaron reformas radicales pensadas para modernizar el país. En términos de los temas que aquí interesan, (a) se declaró la supremacía estatal por encima de cualquier otra autoridad; (b) se abolió el califato, y con ello la legitimidad política de los descendientes de Muhammad; (c) se aprobó la Ley de unificación de la enseñanza, que subordinó el currículo educativo al Ministerio de Educación y derivó en el cierre de las madrazas;29 (d) se eliminaron todas las referencias al islam en el marco jurídico, se creó un código civil y se cerraron los tribunales religiosos; (e) se proclamó la igualdad política y jurídica entre hombres y mujeres; (f ) la oficialidad del islam se eliminó en 1928; y (g) para 1931 se declaró la laicidad del Estado turco. (Georgeon, 2005)
Las reformas impulsadas por Kemal pueden calificarse de ordinarias o usuales en el contexto internacional actual. Pero estas fueron radicales en su época, sobre todo si se piensa en la longevidad del Estado confesional en el imperio otomano y en la sacralidad de la que estuvo revestida la autoridad del califa. De ese modo, y como es de esperarse en sociedades desigualmente secularizadas, los opositores de la administración kemalista cuestionaron la pertinencia de dichas decisiones con argumentos tanto tradicionalistas como religiosos.
Durante sus primeros años como república Turquía experimentó varios conflictos por ese motivo. Así lo demuestran (a) la rebelión del Jeque Said, quien se opuso a la adopción de un modelo occidental que relegara al islam a una posición marginal (Olson, 2000); (b) la creación del Partido Progresista Republicano, que se escindió del CUP por su desacuerdo respecto del modelo económico y del principio de laicidad, y del Partido Liberal Republicano, que se opuso al segundo (Karpat, 2010); (c) un intento de asesinar a Kemal, planeado por partidarios del califato (Emre, 2010); y (d) la insurrección de un grupo islamista y fundamentalista en la provincia de Menemen (Brocket, 1998), entre otros.
Como se ha discutido ya, la laicidad es un atributo jurídico de y desde el Estado, y sobre el que puede tenerse cierto control a pesar de no ser automático ni homogéneo. No ocurre lo mismo con la secularización, cuyo desarrollo escapa de la acción gubernamental por tratarse de un proceso social. La oposición a las reformas kemalistas puede explicarse en parte por el desfase entre laicidad y secularización, pues la mayoría de las críticas en torno a ellas partió del argumento de que el islam habría de definir la organización política y social turca. Y aunque el CUP no intervino directamente en el proceso de secularización, es viable afirmar que lo impulsó por medio de algunas políticas públicas. Prueba de ello son la eliminación de la obligatoriedad de usar velo (para el caso de las mujeres) y fez (para el de los hombres), la adopción del alfabeto latino y el calendario gregoriano, y el apoyo a un fuerte sistema de educación pública en el que el islam no tuvo lugar (Kavas, 2015).
El caso de Turquía parece ajustarse al modelo occidental, en el que secularización, laicidad, modernización y democratización ocurren de manera más o menos paralela. Sin embargo, y a diferencia de las premisas en las que se basaron los primeros estudios sobre secularización, el gobierno kemalista nunca asumió que la religión se privatizaría o que perdería su fuerza. La laicidad turca estuvo pensada para redefinir la fuente de legitimidad del poder político, pero nunca para frenar la importancia o la influencia de lo religioso (Georgeon, 2005).
Atatürk conservó la presidencia hasta su muerte, en 1938. La laicidad estatal y el proceso de secularización impulsado a través de las políticas estatales se mantuvieron, con independencia de otras transformaciones a nivel nacional. En 1945, y como una clara consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, el sistema político turco cambió del unipartidismo al multipartidismo (Karpat, 2010). A partir de entonces los ejercicios electorales abrieron la puerta a la alternancia, no solo en la cabeza del ejecutivo, sino en otros puestos gubernamentales.
Resulta interesante que, si bien la laicidad ha perdurado como un principio fundamental en el marco jurídico del país, los partidos políticos islamistas gozan de amplias bases de apoyo y han obtenido la victoria en varias ocasiones. El ejemplo más claro es el de Recep Tayyip Erdoğan, presidente en el momento en que se escriben estas líneas y que llegó al poder como candidato del AKP.30 Esto de ninguna manera significa que la laicidad o la secularización estén revirtiéndose en Turquía; sin embargo, permite problematizar el segundo concepto y poner de manifiesto que una misma sociedad alberga grupos con distintos grados de secularidad.
Arabia Saudí: modernización económica e integrismo fundamentalista
El caso de Arabia es de interés analítico por motivos exactamente opuestos a los de Turquía. Este territorio, que nunca formó parte del imperio otomano a pesar de su proximidad,31 ha logrado una modernización económica32 que no va acompañada por un proceso de secularización acelerado y tampoco por un Estado laico.
Por ser el lugar de nacimiento del islam, la península arábiga ha tenido desde siempre una fuerte influencia de esa religión. Su territorio formó parte de los califatos omeya y abbasí;33 sin embargo, durante el periodo de expansión y consolidación del imperio osmanlí la península se mantuvo al margen (Ochsenwald, 1984). Arabia no estuvo unificada bajo un régimen político único, sino que se organizó a partir de varios emiratos. El más significativo para el tema que aquí se discute es el de Diriyah, fundado en el siglo XVIII (Anischenkova, 2020).
Muhammad bin Saud, el primero en la dinastía que actualmente gobierna Arabia Saudí, consolidó su poder mediante la creación de Diriyah en 1744 (Anischenkova, 2020). Igual que en el resto de los emiratos, en este se estableció un Estado confesional islámico. Pero el tipo de islam que se oficializó en Diriyah lo hace distinto de todos los demás. El wahabismo, que nació en la misma época, es una corriente impulsada por Muhammad ibn Abd-al-Wahad, quien argumentó que la religión debía retornar a sus orígenes a partir de una interpretación literal del Corán (al-Dakhil, 2009). Aunque el emirato se disolvió después de una guerra con el imperio otomano, en 1818, la dinastía Saúd mantuvo su poder con la creación de un nuevo régimen en Najd (Anischenkova, 2020).
La unificación territorial de lo que comprende hoy en día Arabia Saudí abarca más de un siglo. No obstante, esta se logró en buena medida como consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Con el imperio otomano como enemigo común, especialmente tras la aprobación de un ferrocarril alemán que habría de conectar Siria con La Meca, los británicos negociaron con el gobernante de la segunda, Husayn ibn Ali, para hacerse del apoyo de los árabes (Teitelbaum, 1998).
Ante la promesa de un reino árabe unificado,34 Ali propició una rebelión de dos años que puso en jaque a un ejército otomano que enfrentaba al mismo tiempo la Gran Guerra. Pero la victoria de las potencias aliadas no derivó en la concreción del pacto; en cambio, se establecieron mandatos europeos35 y la ciudad de La Meca fue invadida por las fuerzas saudíes (Almana, 1982). Una vez anexado ese territorio, la dinastía Saúd comenzó un periodo de expansión geográfica que culminó en 1932. Ese año se fundó el Reino de Arabia Saudí, que perdura hasta la actualidad y mantiene su modelo político original.
Así pues, Arabia Saudí es una monarquía absoluta, con un Estado confesional cuyas instituciones, leyes y políticas públicas se definen con base en el wahabismo. Puesto que dicha corriente del islam es fundamentalista, (a) el rey cumple con una función política y además se le considera guardián de los lugares sagrados; (b) su legitimidad está dada por la pertenencia a la dinastía Saúd; (c) la educación es gratuita pero no obligatoria, y sus contenidos están supeditados a los principios del Corán; (d) el islam wahabí es la base del código legal, por lo que los castigos físicos y la pena de muerte por decapitación, crucifixión y lapidación está permitida, y se sujeta a la interpretación de los jueces sobre la sharía; (e) no existe igualdad política ni jurídica entre hombres y mujeres, y la homosexualidad está terminantemente prohibida; (f ) el wahabismo es la única religión que se permite, por lo que el resto de las prácticas o creencias espirituales son duramente sancionadas; la magia, la brujería, la blasfemia y la apostasía se castigan con la pena de muerte; y (g) el cumplimiento cabal de las condiciones anteriores está a cargo de la Muttawa, un cuerpo policiaco islámico cuyo objetivo consiste en vigilar que las prácticas sociales se ajusten a las normas del wahabismo. El control social a través de este cuerpo de vigilancia y sanción es crucial, y quienes lo integran han sido objeto de numerosos señalamientos en virtud de la violación de Derechos Humanos (Vogel, 2000, Voll, 2009).
Por tratarse de un régimen restrictivo, en realidad es poco lo que se sabe sobre la sociedad saudí. Es lógico suponer que esta no ha experimentado un proceso de secularización profundo, en tanto que el código legal, el sistema educativo, e incluso la producción artística y cultural están controladas por un gobierno adverso a cualquier expresión que no se adapte al modelo integrista que impulsa. No obstante, el surgimiento de manifestaciones públicas de rechazo a este modelo sugiere la existencia de grupos secularizados en mayor o menor medida. Por desgracia el régimen Saudí conlleva una dificultad analítica, pues cualquier tipo de oposición, secular o integrista, es neutralizada de manera inmediata.
Los ejemplos son vastos: en 2012, y tras dos décadas de trabajo para dar a conocer los Derechos Humanos, los activistas Abdullah Al Hamid y Muhammad al Qatani fueron detenidos y condenados a pasar 11 años en prisión (Amnistía Internacional, 2020); ese mismo año, Raif Badawi publicó en su blog ideas que se calificaron de insultantes contra el islam, por lo que recibió una condena de siete años de cárcel y 600 latigazos (Amnistía Internacional, 2020); en 2017 Ahmad al Shamri fue decapitado por cargos de ateísmo y blasfemia tras publicar en sus redes sociales una crítica hacia el islam y su profeta (Amnistía Internacional, 2020); y en 2018 un grupo de 13 mujeres que abogaban por la obtención de derechos como conducir o salir a la calle sin un acompañante masculino fueron encarceladas (Amnistía Internacional, 2020), tan solo por citar algunos casos.
Además de las personas que el régimen considera disidentes, algunos miembros de la Casa Saúd parecen tener una perspectiva menos radical en términos del modelo social integrista. El príncipe heredero, Muhammad bin Salmán, ha instaurado un par de reformas en ese sentido desde que se integró a la administración pública en 2016. Estas transformaciones incluyen el reconocimiento del derecho a conducir para las mujeres, su presencia como parte de la audiencia en un estadio de futbol por primera vez en la historia, y su incorporación al mercado laboral (Ulrichsen y Sheline, 2019).
Bin Salmán impulsó también una reforma a partir de la cual se restringieron las atribuciones de la policía religiosa. Hasta 2016, los integrantes del Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio tenían la facultad de detener e interrogar a toda persona que no cumpliera con los preceptos morales del Corán.
Aunque aún se les permite vigilar y hacer observaciones, ahora su función se limita a informar a las autoridades pertinentes (El País, 2016)
Es importante aclarar que el hecho de que el príncipe heredero apoyara tales cambios no significa que sea progresista, o que apueste por un cambio en el modelo político confesional, monárquico, y absolutista. No quiere decir tampoco que exprese un discurso secularizado, o que niegue la importancia del wahabismo para definir el orden público. Empero, en comparación con quienes le preceden puede decirse que Muhammad bin Salmán expresa una visión menos cerrada respecto de la interpretación literal del Corán.
A diferencia de Turquía, el caso de Arabia Saudí contribuye a cuestionar la premisa de que modernidad, secularidad, laicidad y democracia son procesos que ocurren conjuntamente, de manera progresiva a irrevocable. En un interesante esfuerzo por comparar 73 países, Inglehart y Norris estudiaron la secularización a partir de la idea de que esta motiva una reducción de la religiosidad en la medida en que se alcanza el desarrollo económico (Inglehart y Norris, 2004). El razonamiento de fondo es que las personas que ven satisfechas sus necesidades materiales habrían de recurrir menos a referentes espirituales, por lo que lo religioso perdería influencia en el sistema social en su conjunto.
El caso que aquí nos ocupa muestra que dicha conjetura estaba errada; Arabia Saudí es uno de los países con mayor PIB per cápita (Urquidi, 2005), y la división funcional del trabajo es un fenómeno innegable. Empero, ello no ha reducido en lo más mínimo la importancia de la religión, y mucho menos ha trastocado el absolutismo o el carácter confesional de la monarquía. Así pues, parece plausible que la religiosidad cumple con una función que va mucho más allá de brindar un refugio espiritual a quienes tienen necesidades materiales; las religiones proveen también de sentido, certidumbre, identidad y cohesión social. Por supuesto, para el caso de Arabia Saudí es complicado definir el grado de religiosidad y de secularización que abraza la población, en virtud de la obligatoriedad impuesta por el Estado.
Irán: revolución islámica, nacionalismo y democracia
A pesar de que la mayor parte de sus habitantes profesan el islam, parece claro que Medio Oriente es una zona profundamente diversa en cuanto a su composición religiosa, étnica, y política. Hasta ahora se han discutido dos casos que contribuyen a repensar en los conceptos de laicidad y de secularización. Turquía conserva la laicidad estatal instaurada a inicios del siglo XX; Arabia Saudí, por el contrario, ha funcionado desde siempre con un Estado confesional. El caso de Irán constituye también un referente de profundo interés para el problema que aquí nos atañe, pero por un motivo distinto: se trata de un país en el que tanto laicidad como secularización parecen haberse revertido desde 1979.
De manera similar que los territorios de la península arábiga, el actual Irán no perteneció al imperio otomano salvo por algunos periodos. De hecho, este último hubo de enfrentar varias guerras contra los safávidas y los persas, y nunca obtuvo una victoria definitiva que le permitiera establecerse en la región.
A fines del siglo XVIII la dinastía Zand, que había gobernado Persia por cuatro décadas, fue sustituida por la Qayar, que se mantuvo hasta 1925 (Hamly, 2013). Como puede advertirse, el cambio ocurrió en un periodo especialmente tenso para la región. Los estragos de la Primera Guerra Mundial, el desmembramiento del imperio otomano, la ocupación europea y el impulso a la occidentalización en Turquía son muestra de ello.
Persia experimentó un proceso más o menos similar al del imperio osmanlí; la mala situación económica, la oposición a la injerencia extranjera y el propio desgaste del sistema político derivaron en el crecimiento de organizaciones con ideas liberales, que impulsaron un cambio de régimen (Yarshater, 2001; Hamly, 2013). En 1906 las protestas populares y la incapacidad para controlarlas condujeron al shah Mozzafareddin Qayar a aceptar una constitución, en la que se limitaba el poder de los gobernantes mediante la creación de un parlamento o Asamblea Consultiva Nacional (Yarshater, 2001). No obstante, tras su repentina muerte cuatro días después de aprobar el texto constitucional, las reformas se eliminaron.
Muhammad Alí Qayar rechazó todos los acuerdos adoptados por su padre, argumentando que la constitución liberal era contraria a la ley islámica y asignaba a la religión un papel secundario (Hamly, 2013). Ante la consideración de que ello iba en detrimento de la civilización y de la sociedad, el nuevo shah declaró la ley marcial y reprimió los movimientos opositores. A partir de entonces se sucedieron enfrentamientos continuos en todo el país, en una guerra que culminaría con la victoria de los constitucionalistas y la toma de Teherán en 1909 (Hamly, 2013). Obligado a partir al exilio, el shah se refugió en Odesa y su hijo de doce años fue coronado en su lugar.
Ahmad Qayar, el último shah de la dinastía, gobernó con el apoyo de la Asamblea Consultiva. A pesar de su neutralidad en la Primera Guerra Mundial, algunos de sus territorios fueron ocupados por tropas rusas y europeas, afectando su de por sí débil autoridad (Bullard, 1963). Para 1921, en un contexto especialmente turbulento para la región, el comandante del ejército Reza Pahlavi lideró un golpe de Estado y se proclamó shah. Además de cambiar el nombre de Persia por el de Irán, la dinastía Pahlavi procuró mantener buenas relaciones con las naciones que resultaron del extinto imperio otomano y eventualmente imitaron el programa de modernización implementado por Kemal en Turquía (Ghods, 1991; Mashayekhi, 2015).
El estallamiento de la Segunda Guerra Mundial fue problemático para Irán, que a pesar de declararse neutral fue objeto de nuevas ocupaciones por parte de las tropas aliadas. En esa coyuntura, Reza Pahlavi dimitió en favor de su hijo, Muhammad Reza Pahlavi, quien durante su reinado profundizó las reformas iniciadas por su padre. Para efectos del tema que aquí nos ocupa, las más importantes son quizás: (a) el impulso a un nacionalismo laico; (b) el fomento a campañas de alfabetización y a un sistema educativo fuerte; y (c) la introducción del sufragio femenino (Bullard, 1963; Mashayekhi, 2015; Sykes, 2016). Así pues, a partir de un régimen monárquico constitucional, la dinastía Pahlavi separó el poder político del religioso, procurando además la secularización de la sociedad iraní a través de sus políticas públicas.
Esas transformaciones fueron bien recibidas entre las potencias occidentales. Sin embargo, algunos grupos integristas consideraron que la instauración de un Estado laico era poco compatible con la tradición islámica, y por lo tanto con las prácticas sociales y la identidad persa o iraní. De ellos, el más significativo es sin duda el liderado por el Ayatollah36 Ruhollah Khomeini. En 1963, el líder religioso se pronunció públicamente en contra de las reformas y descalificó a Pahlavi. Además, consideró que su gobierno y la separación entre el poder religioso y el político sería fatídico no solo para el país, sino para el islam shií, mayoritario en la nación (Rodríguez, 1991; Milani, 2018).
Ante los disturbios generalizados después del discurso de Khomeini, este se vio obligado a dejar el país. Durante su refugio en Turquía e Irak, escribió la obra Gobierno Islámico, gobierno del jurista, en la que expuso la pertinencia de reinstaurar un sistema político confesional (Rodríguez, 1991; Dabashi, 2017). El modelo del Ayatollah estuvo basado en tres premisas básicas: (a) que las leyes de la sociedad deben derivar de las leyes de Dios; (b) que los gobernantes no deben ser administradores, sino guías; y (c) que el gobierno clerical es necesario para prevenir la injusticia, la corrupción, la opresión, y las desviaciones del islam y la sharía, así como para destruir la influencia extranjera antiislámica (Dabashi, 2017).
Las consignas de Khomeini apuntaron el claro objetivo de revertir tanto el proceso de laicización como el de secularización. Debe recordarse que ambos fueron iniciados por grupos opositores a la dinastía Qayar y profundizados por los Pahlavi, una dinastía que gozaba de legitimidad a ojos del mundo occidental pero no de sus connacionales. Ante todo, el Ayatollah concibió tales procesos como el resultado de influencias extranjeras, percibidas como una amenaza a la tradición, a la identidad, y a las propias creencias de los musulmanes shií en Irán.
Para 1978 las protestas en contra de Muhammad Reza Pahlavi y las huelgas para exigir su renuncia parecían ya incontenibles. Tras su fugaz huida a Egipto, Ruhollah Khomeini volvió a Irán como cabeza del Partido de la Revolución Islámica (Milani, 2018). A partir de entonces se dio marcha atrás a las políticas de modernización, laicidad y secularización; empero, y contrario a lo que pudiera pensarse, no se optó por un régimen de monarquía absoluta, sino por una república democrática.
Actualmente Irán es una república islámica, en la que opera una división de poderes cuya legitimidad deriva de las elecciones populares. Además de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, la república cuenta con una Asamblea de Expertos, un órgano colegiado cuyos miembros compiten en un proceso electoral. La función primordial de la Asamblea consiste en elegir al Líder Supremo, que se erige como la autoridad máxima tanto en el ámbito político como en el religioso (Chehabi, 2001; Mahmood, 2006).
Esto significa que Irán es un Estado confesional cuya religión oficial es el islam shií. Por ese motivo, es claro que las leyes, instituciones y políticas públicas están pensadas para satisfacer los principios de la sharía: (a) el jefe de Estado cumple con una función política y una religiosa; (b) su legitimidad está otorgada por el apoyo de la Asamblea de Expertos, lo que implica su experiencia en ambos renglones; (c) la educación pública es obligatoria, y sus contenidos se alinean con la moral religiosa; (d) el islam shií es la base del código legal, y la posibilidad de acceder a puestos clave de la administración pública depende de la adhesión a esas creencias; (e) hombres y mujeres tienen igualdad jurídica pero no política, pues solo los primeros pueden ser cabeza del poder ejecutivo; (f ) la homosexualidad está prohibida; y (g) el derecho a no intervenir en las creencias de la ciudadanía ni forzar su conversión está reconocido constitucionalmente (Mahmood, 2006).
Al igual que en otros parajes, la sociedad iraní parece concentrar grupos integristas y seculares. Prueba de ello son los activistas en favor de los derechos de la comunidad LGBT+, de las mujeres, y de las minorías religiosas, poco respetados a pesar de su reconocimiento en el marco jurídico (Amnistía Internacional, 2020).
Así, Irán contribuye a problematizar los conceptos de secularización y de laicidad por varios motivos. En primer lugar, porque muestra que ninguno de ellos es irreversible. En segundo, porque pone de manifiesto que ni la laicidad estatal elimina de tajo las perspectivas integristas sobre el orden social, ni el confesionalismo asegura que la identidad religiosa se superponga a demandas que derivan de una perspectiva secular sobre este. Por último, porque el sistema político iraní ha mostrado que la laicidad no es un requisito necesario del régimen democrático. Por supuesto, puede objetarse que se trata de una democracia en el sentido procedimental pero no en el sustantivo; es decir que, aunque se celebran elecciones periódicas, la ciudadanía no goza de sus derechos ni participa de la vida política de manera equitativa (Ansari, 2019). A pesar de ello, lo cierto es que esa condición se observa también en un amplio conjunto de países que se definen constitucionalmente como laicos.
Conclusiones
Este artículo parte de la premisa de que secularización y laicidad son conceptos que no pueden entenderse de manera aislada. Puesto que ambos atañen al papel que ocupa la religión en los sistemas político y social, aquí se propone que comparten un vínculo analítico que habría de explorarse de manera sistemática para comprender las aparentes contradicciones entre el principio de laicidad estatal y las prácticas de algunos grupos sociales.
Por otro lado, en este artículo se sugiere que ambos conceptos han de entenderse como resultado de procesos históricamente situados. En otras palabras, resulta necesario desprenderse de una visión lineal, homogénea y maniquea, que poco abona para explicar el acontecer político y social en esta materia.
A partir de tales nociones, aquí se ha procurado exponer algunas generalidades en las experiencias de secularización y laicización en el Medio Oriente. Para ello se ha argumentado que (a) a pesar de tener una población mayoritariamente musulmana, la región entraña una pluralidad religiosa, étnica y política manifiesta en los proyectos a partir de los cuales se espera refundar el orden social; (b) las fracturas que derivan de tales diferencias se evidenciaron sobre todo a partir de la caída del imperio otomano, y se profundizaron a raíz de la ocupación europea; (c) las respuestas a dicha condición han sido heterogéneas, y van desde la instauración acelerada de la laicidad hasta la absoluta negación de su pertinencia; y (d) esto último puede explicarse a partir de la intervención extranjera en la zona, que derivó en el rechazo a modelos políticos occidentales que los grupos integristas consideran incompatibles con su cultura. Esa tendencia se observa tanto formal como informalmente, pues es la consigna de algunos Estados pero también de grupos radicales que operan al margen de este.
Para ilustrar las ideas anteriores se han expuesto de manera muy sintética tres casos que se consideran relevantes para la conjetura que guía este trabajo. En uno de ellos (Turquía) se optó por un Estado laico que, sin negar la importancia social de la religión, se erigió como impulsor del proceso de secularización. En otro (Arabia Saudí) se estableció un Estado confesional que ha procurado contener la acción de grupos secularizados que contravienen su modelo político. Por último, se ha explorado un caso (Irán) en el que tanto laicidad como secularización se han revertido al amparo de un Estado democrático.
Así, quien escribe estas líneas ha procurado mostrar que la conflictividad de la región de Medio Oriente no deriva de la religión en sí misma, sino de las convicciones políticas de quienes usan el islam como consigna para impulsar uno u otro proyecto de desarrollo.