“La conquista de la tierra, que en su mayor parte no consiste más que en arrebatársela
a aquellos que tienen una piel distinta o la nariz ligeramente más achatada que
nosotros, no es un asunto muy agradable cuando uno se detiene a considerarlo con
cierta atención. Tan sólo lo redime la idea, esa idea que se encuentra en el fondo. No
una pretensión sentimental, sino una idea; y una fe desinteresada en esa idea, en
algo que puedes construir y ante lo que puedes inclinarte y ofrecer un sacrificio…”
Conrad, Joseph, Los libros de Marlow, “El corazón de las tinieblas” [traducción
de Amado Diéguez] Barcelona: Edhasa, 2008, p. 82 [también citado en Mehta, 2011: 105]
Introducción
Este texto es el resultado de dos procesos que convergieron: por un lado, el desarrollo de mi trabajo sobre los procesos de racialización en el México decimonónico y, por el otro, la discusión dentro de nuestro seminario de historia de la ciencia sobre la historia de los conceptos, a partir de haber constatado que el término “misión” aparecía en distintos contextos geográficos y temporales, en áreas del conocimiento diferentes, pero con una cierta carga semántica que buscamos dilucidar. Las preguntas que articulaban nuestro panel colectivo presentado en el Coloquio interno del CEIICH en 2018 en torno del concepto misión eran: ¿qué hizo posible que la categoría de misión cobrara preminencia a lo largo del tiempo y del espacio?, ¿cómo dio sustento material e ideológico a la expansión primero colonial y después nacional de los siglos XVIII, XIX y XX?, ¿cómo se convirtió en un instrumento fundamental para la construcción de la política científica, antropológica, sanitaria o asistencialista de los estados nacionales de los siglos XIX y XX?
Voy a trabajar aquí dos casos que me resultan emblemáticos en este análisis conceptual-transversal, que intentamos plantear en colectivo: 1. la Mission Scientifique du Mexique, en particular la parte antropológica llevada a cabo por el cura Emmanuel Domenech; y 2. La misión etnográfica y arqueológica del cura belga Aquiles Gerste, en su inmersión en la Tarahumara durante 3 meses. Ambas expediciones dieron como resultado una serie de registros (escritos, dibujos, fotografías y objetos arqueo y antropológicos), que fueron primero enviados a la Ciudad de México, y después formaron parte de las colecciones; por una parte del Museo de Etnografía de Trocadero (hoy Museo del Hombre) en París y las otras fueron mostradas en la Exposición Histórico-Americana de Madrid, que con motivo de la “celebración” del cuarto centenario del llamado descubrimiento de América se llevó a cabo en esa ciudad en 1892.1
Caracterizando el concepto: la noble misión de colonizar, conocer y salvar
La RAE nos presenta 10 definiciones del término misión que podríamos agrupar en tres: la primera correspondería a la acción de enviar o dar un encargo, incluye un poder o facultad que se otorga a alguien para desempeñar algún cometido; la segunda atañe a lo que tiene que ver propiamente con la iglesia y alude tanto a la casa, tierra, provincia o lugar en que predican los misioneros como a sus prédicas mismas; y la tercera es una caracterización que está en desuso y es una asignación, pago o expensa que se hace.2
Considero que todas estas acepciones conciernen al vínculo que vamos a abordar en este trabajo: un encargo que implica desplazarse a otro lugar operando un discurso, una escritura, un registro textual y material, muchas de las veces salvífico (que puede tener recepción o no) y por el cual se obtiene una remuneración tanto en especie como simbólica.
En ese sentido, considero que historizar un concepto -tal como intentamos hacer en colectivo- quiere decir, rastrear sus significados a lo largo del tiempo, inquirir las transformaciones del sentido y vincular la historia social con la historia conceptual, la idea con las experiencias, la estructura lingüística con las prácticas que le otorgan significación y densidad histórica (Koselleck, 2012 y Zermeño, 2017). De esta manera, el objetivo es caracterizar los discursos (entendidos a la manera foucaultiana en donde se incluyen textos escritos, prácticas, instituciones y dispositivos) de ciertas misiones antropológicas decimonónicas y la huella religiosa que comportan.
A partir del siglo XVI, la conquista y colonización tuvieron siempre un doble brazo: el militar y el religioso. Mucho se ha analizado respecto a la “colonización del imaginario”, por usar el término de Gruzinski (1991). Porque el papel que las misiones, de las diferentes órdenes religiosas jugaron en la conquista territorial y simbólica no es menos cierto para otros continentes. En su libro La invención de África, Valentin-Yves Mudimbe señala que hay una imbricación entre discurso misionero, antropológico y colonial:
Más se va al fondo en el estudio de la historia de las misiones en África, se vuelve más difícil no identificar esa misma historia con la propaganda cultural, las motivaciones patrióticas y los intereses comerciales, desde el momento en que el programa de las misiones es ciertamente más complejo que la simple transmisión de la fe cristiana. Del siglo XVI al XIX los misioneros fueron en todo el ‘nuevo mundo’ parte integrante del proceso que ha llevado a la creación y la extensión del derecho europeo a la soberanía sobre las ‘tierras apenas descubiertas’ (Mudimbe, 2017: 78).
De esta manera, el intelectual y escritor congolés da cuenta tanto del discurso misional, como de la respuesta africana y “el modo en el cual se han articulado, histórica e ideológicamente, en un locus antropológico y adquieren la responsabilidad ad valorem, en la construcción de la ideología africana de la diferencia” (Mudimbe, ibidem).
En ese mismo sentido, Michel Rolph Trouillot, historiador crítico de la antropología, echa luz sobre los silencios que la antropología produce sobre su propia historia (Trouillot, 2011, 35).
La colonización se volvió una misión y el Salvaje se volvió ausencia y negación [en el sentido de falta: sin escritura, sin historia, etcétera] El proceso simbólico por el cual Occidente se creó a sí mismo implicó la legitimidad universal del poder y el orden se convirtió, en ese proceso, en la respuesta a la pregunta por la legitimidad. Para ponerlo de otra manera Occidente es inconcebible sin una metanarrativa. Desde su aparición común en el siglo XVI el capitalismo mundial, el Estado moderno y la colonización plantearon -y continúan planteando- el tema de la base filosófica del orden para Occidente. ¿Qué lenguaje puede legitimar el control universal? (Trouillot, 2011: 65-66).
Esa metanarrativa fue la de la civilización, el establecimiento de una línea temporal consecutiva y progresiva, la promesa de la incorporación de las “sociedades primitivas” o “sumidas en la barbarie” -las diversas otredades- al horizonte de progreso y modernidad de occidente. La expansión colonial y el mandato civilizatorio requerían de la producción de conocimiento sobre esos otros.
Si como disciplina la antropología reclamó un lugar de enunciación, su espacio de formación discursivo se establece a partir de que comparte, con las diferentes misiones eclesiásticas, al menos cuatro cuestiones: 1. el viaje -que en el texto de Angélica Morales en este mismo dosier se enuncia y categoriza como itinerancia, cuestión que nuestros personajes cumplieron a cabalidad, se desplazaron por el territorio para llegar al lugar donde desarrollarían su encargo-; 2. la estancia, el permanecer un cierto tiempo en el lugar al que los misioneros/antropólogos se trasladan; 3. la enunciación del conocimiento de las lenguas -sin que podamos saber la profundidad de ese manejo, al no tener la posibilidad de traductores, necesitaban conocer algunas palabras, no sólo para la comprensión de la otredad, sino sobre todo para su evangelización-; y, muy ligada con la anterior, 4. el adoctrinar, instruir, enseñar (cuestión que atraviesa también el trabajo conjunto de Edna Suárez y Gisela Mateos, cuando abordan los programas de educación de las Misiones de asistencia técnica del Organismo Internacional de Energía Atómica).
Emmanuel Domenech: cura vicentino en misión antropológica durante la intervención francesa en México
Generalmente, los imperios, y ciertamente los imperios europeos del
siglo XIX, manifiestan una energía imperativa de mejorar el mundo.
(Mehta, 2011: 109, -cursivas nuestras)
La intervención francesa en México (1862-1867) tuvo una faceta científica que pugnaba por alcanzar el nivel de los “descubrimientos”, los hallazgos y la “conservación de monumentos” que se habían realizado en misiones científicas anteriores. En los documentos de la Commission Scientifique du Mexique (CSM), creada en febrero de 1864, se hace alusión sobre todo a la misión de Napoleón I en Egipto (Commission d’Egypte, 1798-1801). Pero la tentación colonial francesa promovió y envió misiones científicas a lo largo de todo el siglo XIX a diversos rincones del planeta: a Morea, en la península del Peloponeso, Grecia (Commission Scientifique de Morée, 1829-1831), a Argelia (Commission exploratrice et scientifique d'Algérie 1839-1842) (Broc, 1981), Camboya, Nueva Caledonia y en la ya para entonces denominada América Latina, se realizaron numerosas “misiones antropológicas: México (14 misiones, de 1878 a 1934); Perú (13 misiones, de 1878 a 1912); Brasil (10, de 1843 a 1938); Guyana (8, de 1878 a 1912); Bolivia (8, de 1843 a 1938)”. Esta frenética actividad despegó a partir de 1842 “con la creación del Servicio de Misiones Científicas y Literarias” (Riviale, 1995: 211).3 Para mediados de siglo y luego del arrebato del territorio que Estados Unidos hizo sobre México, el político, economista e ingeniero, Michel Chevalier, indicaba “Francia misma faltó a su misión. No hay para Francia más que una política: ella es el corifeo, la protectora natural de los Estados católicos, de los pueblos latinos; es ahí que está su rol y donde ella debe buscar su grandeza” (Chevalier, 1851: 31 -cursivas nuestras).
Estos y otros discursos similares circulaban con profusión en una Francia, que también, había estado sumida en el agitado periodo que sacudió a Europa en 1848.
Es en este contexto que la CSM, conocida como la Comisión metropolitana porque era encabezada por Victor Duruy, ministro de Instrucción Pública de Napoleón III e integrada por reconocidos sabios franceses de diferentes áreas del conocimiento, muchos de los cuales nunca pisarían suelo mexicano, sino que hicieron el encargo de viajar, recolectar y enviar a Paris datos, piezas y todo tipo de recursos (botánicos, zoológicos, minerales, geográficos, arqueológicos, antropológicos, médicos, astronómicos, etcétera), se establece y nombra corresponsales -tanto franceses como mexicanos. Durante esos poco más de 3 años (1864-1867) 91 personas conformaron la CSM, entre viajeros e integrantes del comité central. Armand de Quatrefages, -primero en ocupar la cátedra de antropología en el Museo de Historia Natural, monogenista y reconocido católico- era el presidente del primer comité de medicina y antropología, y había designado al escultor Alphonse Lami como enviado para cubrir la sección de antropología, quien debido a problemas de salud mental al llegar a Veracruz no pudo cumplir con el encargo.
De esta manera, el abad Domenech de facto cumplió ese rol. Ya en otro trabajo (García Bravo, 2016) he señalado la relevancia de este personaje en el terreno y el rol fundamental que jugó al ser uno de los que más cráneos y esqueletos recolectó durante su estancia en México; además de reportar datos, medidas antropológicas e incluso dibujos y un cuadro comparativo de color de piel (que incluye seis colores: 1. casi negro, 2. moreno oscuro, 3. aceitunado, 4. moreno, 5. cetrino y 6. moreno rojizo)4, esos “tonos tomados après nature por Domenech se relacionan exactamente con los números de la escala cromática de la Sociedad de Antropología de Paris” (Hamy, 1891: 52).
Domenech nació en Lyon en 1825 y a sus 20 años, en 1845, “fue reclutado para embarcarse como misionero en Texas, aunque no había terminado sus estudios” (Broc, 1999: 123). Concluyó su formación religiosa en el Seminary St. Mary's of the Barrens en Missouri, con los Vicentinos, en la denominada Congregación de la Misión.5
Durante su estancia en la zona fronteriza le toca vivir de cerca la guerra entre Estados Unidos y México de 1846-1848.
Domenech conociendo bien el español y el inglés y siempre armado con pistolas retoma su trabajo de misionero a lo largo de las dos riberas del Río Grande. La guerra civil comienza en México y los guerrilleros se atrincheran en Matamoros, frente a Brownsville. Luego de la toma de la ciudad, hace de intermediario para liberar a los prisioneros rebeldes y esta acción lo vuelve muy popular tanto en Texas como en México (Broc, 1999: 123).6
Entre 1845 y 1862 realiza varios viajes entre América y Europa y llega incluso, en 1850, a regalarle al papa Pío IX (quien también había hecho una misión en América, en Chile entre 1823-1825) unos mocasines comanches (Broc, 1999: 123).
Luego de enterarse de la ocupación francesa en México, en diciembre de 1864, le escribe a Duruy, para que lo nombre corresponsal de la CSM. Domenech buscaba “obtener los títulos y privilegios” de ese nombramiento. Y aludía a su compromiso con los “trabajos arqueológicos, etnográficos e históricos a los cuales me he consagrado desde hace dieciocho años”.7
Ese reconocimiento, al menos por parte de Duruy nunca llegó, y sin embargo ello no impidió que Domenech operara en el terreno siguiendo las instrucciones antropológicas dictadas desde la metrópoli y llevando a cabo, incluso con mayor soltura, las mismas acciones que los corresponsales. Y ello debido a dos características que fueron remarcadas por el mayor representante en México de la CSM, Louis Toussaint Simon Doutrelaine, coronel y jefe de ingenieros del cuerpo expedicionario francés: la influencia que como cura tenía de facto entre los sacerdotes de los pueblos y sobre los mismos indios y, que manejaba corrientemente el español y algo de mexicano (náhuatl). Duruy, debido a las presiones de Doutrelaine, accede a cubrir algunos gastos para indemnizar al cura.8
El propio Doutrelaine en una de sus múltiples cartas de reporte a Duruy se queja de las dificultades para llevar a cabo las tareas y la recolección de objetos arqueológicos y antropológicos señalando la falta de penetración occidental en el mundo indígena mexicano: “Si los indios se muestran como tales hoy, a pesar de la perfección moral que ha debido aportarles nuestra civilización y el cristianismo, ¿qué habrán sido antes de la conquista?, en tiempo de su gentilidad [en español en el original]”.9 En esta carta podemos apreciar también la articulación entre la propuesta civilizatoria y la evangelización, como las dos dimensiones que han atravesado la historia de la conquista y colonización española en el continente. Y tampoco podemos olvidar el complejo escenario de las relaciones entre los estados europeos y el vaticano, y el igualmente intrincado contexto entre liberales y conservadores luego de las leyes de Reforma en México.
Aunque sus coterráneos franceses en México no le dieron el reconocimiento, es muy probable que él se haya presentado como enviado por el gobierno francés10 porque la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística le otorgó (en París) el nombramiento de socio corresponsal en el extranjero en 186511, nombramiento que ese mismo año recibió V. Adolphe Malte-Brun (1816-1889), secretario de la Sociedad de Geografía de Francia y editor del Bulletin de esa sociedad.
Veinte años después de la incursión imperial francesa en México, el alumno destacado tanto de Paul Broca como de Armand de Quatrefages, Ernest T. Hamy, se da a la tarea de recuperar y aglutinar los objetos, materiales y “resultados” de esta misión científica. Deviene un americanista muy connotado y en Anthropologie du Mexique le otorga el crédito de las colecciones y datos antropológicos a Domenech: “El único viajero que ha estudiado como antropólogo a los indios actuales de México [es] el Sr. Domenech. [quien] encontró a lo largo de su viaje de México a Durango, individuos pertenecientes a ese mismo tipo antiguo” (Hamy, 1891, 51). Ese itinerario de Domenech duró tres meses, de marzo a mayo de 1865. Domenech así cumplió una doble misión, o una misión con dos facetas que se retroalimentaban: usó sus credenciales eclesiásticas para acceder tanto a curatos y cementerios para recolectar cráneos y esqueletos, como para establecer contacto con las poblaciones por las que pasó; tomar medidas antropométricas y recolectar cabellos, y debido a ello obtuvo un cierto prestigio. El entonces capellán de la primera división militar buscaba ser reconocido en el ámbito académico de las nacientes ciencias antropológicas. En la carta que le envía a Pruner-Bey12, quien además había financiado en parte su viaje,13 señala que ha recuperado cráneos en los alrededores de Querétaro, Jalisco, Durango, Guanajuato, Chihuahua y San Luis Potosí. Y Pruner-Bey lo menciona en la sesión del 21 de junio de 1866 de la Sociedad de Antropología de París (SAP) donde presenta un estudio comparativo sobre cráneos de Liguria: “los cráneos numerosos antiguos y modernos de América y sobre todo la colección imponente traída por el abad Domenech, del altiplano del Anáhuac”. (Pruner-Bey 1866, 455)
Cabe mencionar que, en México, no se veía con buenos ojos la extracción de objetos arqueológicos y antropológicos. De hecho, José Fernando Ramírez, ministro de Estado con Maximiliano, intentó frenar el saqueo de piezas mexicanas. Domenech consigna que le escribió una carta:
Espero, señor ministro, que no cometerá la barbarie de evitar las excavaciones de monumentos que ustedes no estudiarán jamás, y la exportación, hacia nuestros museos y nuestro Emperador quien le hace grandes servicios, de antigüedades de las que ustedes tienen el doble. (Domenech 1867, 214)
Una buena parte de los objetos que el abad envió a París, entre ellos cráneos y osamentas los donó al Museo de Historia Natural de Paris, a su regreso en 1866 (Riviale, 1999: 328).
Domenech en uno de sus más de 15 libros -entre relatos de viaje, obras históricas y religiosas-, Le Mexique tel qu’il est. La verité sur son climat, ses habitants et son gouvernement, narra sus itinerarios y presenta sus detalladas observaciones sobre el país en varios rubros. La obra consta de 12 capítulos, en ellos caracteriza a la población mexicana:
México es actualmente un país pobre a pesar de sus inmensas riquezas naturales. Para explotarlas necesita rutas, caminos y la colonización extranjera. Los mexicanos tienen todos los vicios y todas las cualidades de las razas latinas meridionales. Los criollos son muy inteligentes y son la clase más ilustrada de México, como los indios son los más apacibles y laboriosos (Domenech, 1867: 343).
Da cuenta de la intervención francesa y lo que debería haber significado, plasmando de manera literal la metanarrativa occidental que citamos más arriba: “Detrás de la expedición mexicana había más que un imperio por fundar, una nación por salvar, mercados por crear, miles de millones por explotar; había un mundo tributario de Francia, feliz de sobrellevar nuestra simpática influencia, de aprovisionarse a través de nosotros y debernos su resurrección a la vida política y social de los pueblos civilizados” (Domenech, op. cit.: 348 -cursivas nuestras).
Esa labor de cura naturalista, interesado en la antropología y la historia de México, le valió la designación de encargado de prensa en el gabinete de Maximiliano. Su labor consistía en leer, analizar y resumir las notas periodísticas relacionadas con el Emperador.14
Después del fracaso imperial, Domenech regresa a Francia y “se vuelve canónigo en Montpellier y también forma parte del Ministerio del Interior como censor de obras religiosas”, muere en Lyon, su ciudad natal al parecer en 1903 (Broc, 1999: 124).
Aquiles Gerste y su misión arqueo-antropológica en la Tarahumara
Mientras que en Paris Hamy estaba publicando una de las últimas partes de Anthropologie du Mexique, en 1892, el gobierno mexicano, por vía del director del Museo Nacional y presidente de la Junta Colombina de México, Francisco del Paso y Troncoso, encarga al jesuita belga Aquiles Gerste una misión antropológica en la sierra Tarahumara, con el fin de recopilar materiales para participar en la Exposición histórico-americana de ese mismo año en Madrid, que España intentaba celebrar, en medio de muchas disputas y todavía con el control de Cuba y las Filipinas, el 4º centenario del descubrimiento de América y el papel civilizatorio español.
Achille Gerste -que castellanizó su nombre a su llegada a México en 1885, nació en Ypres, Bélgica en 1854. Había sido ordenado sacerdote con los jesuitas15 en 1883 y, contrariamente a Domenech que había sido autodidacta, Gerste sí se había formado en arqueología y etnografía en la Universidad de Lovaina.
Llegó nombrado prefecto del colegio católico de Puebla, quizá al Colegio del Sagrado Corazón que operó entre 1870 y 1908; al año, Gerste ya hablaba y escribía fluidamente el español y conocía el náhuatl (Everaert, 2009). Había en México otros dos jesuitas belgas al mismo tiempo que Gerste, Pedro Vermeiren entre 1886 y 1891, además de Félix Meeus que estuvo solo en 1888 (Gutiérrez Casillas, 1972: 413-414).
Durante esos primeros años, Gerste estudió la cultura mexicana, lo que lo llevó a publicar, en 1888, en la Revue des questions scientifiques un largo artículo: “Archéologie et bibliographie mexicaines”, donde hace una revisión minuciosa de la obra Bibliografía mexicana del siglo XVI (México: Andrade y Morales sucesores, 1886) del historiador y filólogo mexicano Joaquín García Icazbalceta (1825-1894).
Cuatro años después, en noviembre de 1889, fue asignado a la congregación, anexa a la iglesia de Santa Brígida en la Ciudad de México. Al intercambiar documentos y mantener lazos de amistad y colaboración académica, con el círculo de sabios y políticos más importante del país -entre los que se encontraban Francisco del Paso y Troncoso (en ese entonces director del Museo Nacional), Joaquín García Icazbalceta, Antonio García y Cubas, Nicolás León y Alfredo Chavero,16 entre otros- obtuvo el encargo para ir Chihuahua con la misión de registrar las costumbres indígenas y colectar materiales antropológicos y arqueológicos, encomienda que llevó a cabo entre abril y julio de 1892. En esa región, los jesuitas habían fundado misiones,17 antes de ser expulsados a mediados del siglo XVIII; lugares en torno a los cuales, durante el siglo XIX, se volvieron a organizar la vida y el territorio. Tal como fue señalado para el caso de Domenech quien en su estancia aprendió algunos vocablos en náhuatl, Gerste, en su viaje a la Tarahumara, asimiló algunas palabras en rarámuri. El manejo de las lenguas de las poblaciones originarias era un rasgo característico de las misiones jesuitas.
El itinerario de Gerste siguió lo que ya había sido previamente establecido como pueblos-misión. Como lo señala Penagos, desde el siglo XVII las misiones jesuitas “fueron los principales forjadores de un modo de ‘civilización distinto’, yendo más allá de un proyecto evangelizador (2014: 158, citando a Borges, 1987). Las exploraciones al septentrión novohispano estuvieron muy ligadas a los yacimientos mineros, y las dos instituciones de colonización por excelencia fueron presidios y misiones (Aboites, 1994: 24 y ss. y Penagos, 2014:160).
Gerste llega a la sierra Tarahumara un año después de que se creara el obispado de Chihuahua “en junio de 1891, con lo que concluyó la última dependencia respecto de Durango, la capital de la vieja provincia de la Nueva Vizcaya” y para intentar frenar el avance que los protestantes venidos de Estados Unidos estaban teniendo, con la llegada, en 1882 de Santiago D. Eaton y la fundación de las primeras escuelas protestantes en la capital: El Chihuahuense en 1886 y El Palmore en 1890 (Aboites, 1994: 121-122).
Gutiérrez Casillas (1972: 251) consigna que los reportes sobre la Tarahumara del Padre Gerste, “junto con las del Padre Manuel Piñán, quien penetró en la sierra por la parte de Sonora, y las dio de palabra al señor obispo de Chihuahua, José de Jesús Ortiz, y por carta al padre Alzola [provincial de la orden], decidieron a este a inaugurar los trabajos de la Compañía de Jesús entre los indios”. Y, de hecho, en septiembre de 1900 se rehacen las misiones con cabecera en Sisoguichic. (Aboites, 1994: 122)
El gobierno mexicano, a través de la Junta Colombina, fue quien patrocinó el viaje y otorgó expensas y apoyo logístico a Gerste,18 pues el viaje tenía motivos arqueológicos y antropológicos, ello fue reportado por los periódicos de la época.19
En las cartas que intercambia podemos constatar que contó con el soporte religioso, político y científico:
Por la presente hacemos constar que el R. P. Aquiles Gerste, de la Compañía de Jesús, pasa con nuestra bendición y licencia a la Arquidiócesis de Durango y Diócesis de Chihuahua, Sonora y Saltillo, a desempeñar la misión científica religiosa que le ha sido encomendada para la Tarahumara. Y le recomendamos a los Ilmos. Sres. Arzobispos, Obispos y otros Prelados que ejerzan jurisdicción episcopal en la República Mexicana a quienes sean presentadas estas nuestras letras para que le concedan el uso de sus licencias y le atiendan y consideren como un ecco. digno de toda recomendación. (cursivas nuestras) 20
Mantiene una constante comunicación epistolar, en la que da cuenta de su recorrido, dificultades y envíos. Por las cartas remitidas, podemos saber que Gerste denunció el saqueo de antigüedades ante García Icazbalceta y Del Paso y Troncoso, quienes le responden que advirtieron de ello al presidente Porfirio Díaz. Por ser Del Paso y Troncoso quien le encomendó la tarea es con quien más se escribe, y como director del museo le informa:
(…) Aunque con algún retardo acaban de venir a este Museo los cinco bultos que por el ferrocarril envió Ud. y a causa de las muchas ocupaciones que sobre mí pesan, no me ha sido posible abrirlas todavía. Quedo entendido que pronto recibiré otros dos bultos con objetos antropológicos y etnológicos. (…) Deseo y muy cordialmente que, al llegar Ud. al corazón de la Tarahumara, consiga los dos importantes fines para los cuales Ud. mejor que nadie está llamado: sea el primero, catequizar a los indios, a fin de convertirles en buenos cristianos, extirpándoles por completo sus cultos idolátricos; y, sea el segundo, hacerlos también ciudadanos útiles a la Patria; logrando a la vez, que por el prójimo así trabaje, resultados óptimos a la ciencia, con sus interesantes estudios.21
Gerste aprovechó tanto el trazo de las misiones previamente establecidas como la red política ofrecida desde el gobierno central. Tuvo una relación cercana con quien en ese momento era el director del Banco Minero, Enrique Creel.22 En una de las cartas que intercambiaron durante el itinerario de Gerste por la Tarahumara, Creel le manifiesta su beneplácito por haber “recuperado los objetos que había perdido en el ferrocarril”. Podemos saber también que Terrazas, gobernador en varias ocasiones y terrateniente, le había enviado una tienda de campaña, aunque esta llegó demasiado tarde, cuando Gerste ya había dejado Casas Grandes.23 En una carta posterior, Creel le reconoce al jesuita:
El viaje de Ud. será penoso como son siempre las expediciones de los misioneros, pero en cambio tendrá Ud. la agradable satisfacción de haber prestado un importante servicio a la Religión, a la humanidad y a la ciencia, pues yo me prometo grandes resultados de propaganda, de iniciativa y de investigación del viaje de Ud.24
Gerste recopiló y sistematizó datos y materiales diversos, tomó fotografías25 e hizo anotaciones botánicas, geológicas y climáticas, así como de materia médica, registrando las plantas utilizadas para tratar o curar enfermedades, usando tanto el nombre científico, como el nombre vulgar y en ocasiones el término de la lengua rarámuri. También colectó, almacenó y transportó “19 piezas (una momia, 5 cráneos, 3 maxilares inferiores y 10 huesos diversos)” (Comas, 1969: 430). Objetos que Hamy le solicitó a Del Paso y Troncoso en su encuentro en Madrid, pues, aunque Francia no participó, Hamy fue al IX congreso de Americanistas en Huelva, España y no dejó de visitar la Exposición. A partir de los cráneos y osamentas recopiladas por Gerste y enviadas a París por Del Paso y Troncoso, el director del Museo de etnografía en París publicó dos textos en Decades Americanae (1899 y 1902).26
Terminada la expedición de la Tarahumara, el Padre Gerste se dirigió a Oaxaca con el fin de tomar parte en el Primer Concilio Provincial de la Arquidiócesis (Gutiérrez Casillas, 1972: 251); como Domenech, se movía con soltura entre sus encargos religiosos y científicos.
Por su parte, en las memorias de quien fuera secretario general del gobierno de Chihuahua, Victoriano Salado Álvarez, que también conoció y entabló amistad con Gerste, al abordar las tareas de los jesuitas en la Sierra dijo:
Dormir en cavernas, sufrir con alegría y sin abrigo los grandes fríos de la montaña, mantenerse con unos cuantos puñados de pinoles, andar a pie distancias que sólo los naturales alcanzan a recorrer, emprender y realizar el catequismo de infelices que por herencia archisecular son ebrios, mentirosos, rudos e inmorales, constituía para aquellos benditos de Dios una felicidad sin límite.27
En una carta que Gerste publicó estando ya en Roma, en los Anales del Museo Nacional en 1906, a petición justamente de Salado Álvarez, quien lo consultó sobre la “empresa de civilizar a esta raza”, el jesuita remarca una división entre “los indios más o menos bárbaros, nómades y movedizos, que están errando por las quebradas más hondas o las cumbres más escarpadas, y los que están avecindados en aldeas; entre los pueblos de raza pura y aquellos donde los indígenas se hallan mezclados con blancos o mestizos, entre cristianos y ‘gentiles’” (Gerste, 1906: 456).
El jesuita antropólogo muestra tanto admiración por la forma de vida de esos “modernos trogloditas”, como presenta una mirada que los infantiliza -varias veces menciona que son como niños, menores de edad- y propone dirigirlos e instruirlos, bajo una perspectiva católica, para hacerlos parte de la nación, aunque se cuida de hacer generalizaciones, más bien matiza sus observaciones. Tiene una perspectiva paradójica respecto a lo que llama sociedades mixtas, pues pareciera que evalúa que ahí donde conviven blancos e indígenas, estos últimos se pervierten:
Primeramente, los tarahumares son de carácter bueno, dócil, pacífico y leal, naturalmente afables y dulces. (…) No se conocería bien el genio de los tarahumares si se les estudiara solo en aquellas sociedades mixtas, donde, teniendo que quejarse de los blancos, y quizá dando también lugar a quejas, proceden con mucho recelo, sigilo y desconfianza; se muestran poco comunicativos, melancólicos, tímidos y un tanto abatidos (…) Con aquellos pueblos mixtos qué contraste tan grato forman Pichachic, Sisoguichic, Cusárare y otras comunidades de sólo indígenas, relativamente felices y cultas, por los rumbos que me fue dado visitar. Se les ve en el rostro que nada temen, delante de nadie tiemblan. Por lo mismo ningún mal recelan, son francos y abiertos (Gerste, ibidem).
Gerste indica que deben unirse clero y gobierno para dar educación a los indios y que hay que hacerlo de manera gradual, evitando las formas radicales y violentas.
Una buena parte de las observaciones que Gerste proporcionó, sirvieron para la redacción de la Ley para el mejoramiento y cultura de la raza tarahumara, promulgada el 3 de noviembre de 1906 por Enrique C. Creel, en su calidad de gobernador interino del estado de Chihuahua. En el texto que Gerste publicó en Roma en 1914, resultado de su viaje, Rapport sur un voyage d´exploration dans la Tarahumara (Mexique Nord-Ouest) da cuenta de la rebelión de Tomochic de fines de 1891 -cuestión que Lumholtz obvió- donde se cuestionó al gobierno civil en nombre de la religión:
Los montañeses de Tomochic, se habían levantado en pie de guerra, armados hasta los dientes, prestos a medirse con las tropas federales. (…) situación tan amenazante que las autoridades mexicanas nos ofrecieron una guardia armada.
Parecía, sin embargo, que la presencia del elemento militar habría arriesgado de comprometer todo, que un religioso absolutamente solo sería menos sospechoso a los nativos y tendría más chances de circular impunemente por sus montañas. Me presenté entonces a ellos sin escolta, sin colaboradores laicos, sin equipo de ninguna suerte. Un indígena me servía de guía. Fue habitualmente mi único compañero de ruta, solamente en una parte del trayecto, un viejo cazador de la sierra se agregaba a nosotros. Reducido a tan modesto aparato, la expedición devenía singularmente laboriosa e incómoda. En compensación, encontraba inapreciables ventajas en las disposiciones simpáticas y confiantes de los naturales. Debemos, por nuestra parte, gran reconocimiento a los tarahumares. Ellos nos hicieron el mejor recibimiento, se abrieron fácilmente, se prestaron a todo, hasta secundar nuestras investigaciones en sus antiguas grutas sepulcrales; en una palabra, volvieron posible un género de trabajos que otros han tenido prohibido. En esas condiciones, logré reunir no toda la documentación deseable, pero al menos múltiples datos, en los cuales la ciencia encontrará, quizá, algunas informaciones útiles (Gerste, 1914: 8).
Por “sus dos colecciones: arqueológica de Casas Grandes y etnográfica de la Tarahumara”,28 a Gerste le fue otorgada una medalla de oro dentro de la Exposición histórico-americana. Aunque no todos estaban convencidos de la participación de México en las Exposiciones universales. En una carta que García Icazbalceta envía a Nicolás León se queja:
Siento que el Museo vaya a dar a Europa, aunque es probable que vuelva, si bien con alguna merma. Yo me he opuesto cuanto he podido al envío de originales, porque aun suponiendo, y es mucho, que los devuelvan fielmente, nadie puede ponernos a salvo de un accidente de mar o tierra. Estoy en pecado mortal con estas exposiciones y centenarios en el extranjero, con que nos muelen y nos sacan mucho dinero, para divertirse ellos y explotar a los que concurren.29
Durante su estancia en México, Gerste fue nombrado miembro de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y para su cumpleaños número 40, el 2 de julio de 1894, fue elegido miembro de la Academia Mexicana de la Lengua30 si bien ya no estaba en el país, pues había sido requerido en Roma, lugar en donde murió a los 66 años en noviembre de 1920.
Reflexiones a manera de cierre
¿Qué tienen en común las misiones religiosas y las misiones antropológicas? Que en ambas hay un desplazamiento, implican trasladarse a un lugar, que se concibe como alejado y en ocasiones inhóspito. También que se debe permanecer ahí por un tiempo. Durante esa estancia se lleva a cabo un diagnóstico de la población, se busca conocerla y aprender su lengua. Hay una escritura, un registro, para dar cuenta de la misión y de que ha sido misión cumplida. Aunque con sus matices, ambas se entienden como civilizatorias, buscan establecer patrones culturales.
En los dos casos que aquí presentamos, Domenech y Gerste estaban a caballo entre su carácter religioso y el encargo de la expedición antropológica, ambos llevaron a cabo su labor montándose sobre una estructura previa o contigua, en el caso de Gerste la red de misiones jesuíticas en la Tarahumara que databa del siglo <. Y en el caso de Domenech el avance de las columnas militares en el territorio y el supuesto apoyo de los curas de los pueblos que serían antijuaristas. Los dos hicieron uso también del entramado político-administrativo, pusieron en marcha los diferentes niveles de la burocracia estatal y sus vínculos con la correspondiente estratificación religiosa.
Juan Comas les da un lugar a ambos dentro de la historia de la antropología mexicana, a Domenech lo denomina precursor de la antropología física (Comas, 1970), y a Gerste le alabó el trabajo de recolección de “material osteológico y etnográfico” en la Tarahumara (Comas, 1953: 89).
La civilización es una misión, es el deseo que los imperios occidentales desplegaron a lo largo y ancho del planeta, o dicho en otras palabras, los países que estaban expandiendo sus dominios en el siglo XIX no solo tenían un interés meramente económico en ello. El trillado estribillo de que la modernidad es secularización se pone en entredicho cuando analizamos con cuidado las políticas coloniales, tanto habiendo una metrópolis que controla como supuestamente ya adquirido el reconocimiento del estatus de país independiente y soberano. El Estado no solo envía a su ejército militar sino también burocrático-científico.
En esas expediciones covergen al menos dos intereses: el científico y el evangélico, ambos coinciden en expandir la empresa civilizatoria con registros y contenidos. Esas misiones cubrían diferentes objetivos, desde los personales, los de la congregación, los de quienes solicitaron la misión y sobre todo, poco sabemos del impacto que estos personajes tuvieron en el terreno: ¿cuáles eran las reacciones de los indios con los que se entablababa relación? Estos quedan, como otras tantas veces, ocultos en los archivos y objetivados en el registro en los bosquejos trazados en dibujos, fotografías y tablas de medidas.
Las evaluaciones respecto de los lugares visitados y las personas que en ellos habitan no dejan de estar presentes y forman parte del relato. Dichos juicios tanto en Domenech como en Gerste son ambivalentes: por un lado, ambos reconocen la amabilidad, “docilidad” de los habitantes y por el otro afirman que estos están siempre en falta respecto al canon occidental decimonónico: son “primitivos”, “trogloditas”, “salvajes”, carecen de educación y sus creencias son paganas. Al marcarse la alteridad, hay una violencia que no se enuncia. Operándose una especie de reconquista, ya no por las armas, sino con un ideario igualmente poderoso como la promesa de salvación, el progreso mediante la ciencia y la técnica.
Las misiones antropológicas decimonónicas no fueron del todo secularizadas, combinaban el acceso y ascendencia que curas y sacerdotes tenían entre las comunidades con la fuerza de la creencia científica en el ver y registrar. La antropología operó como política de conversión. El concepto misión, como hemos intentado mostrar en este texto, sigue cargado de una fuerte carga semántica, asociada a una idea salvífica, que no es tal.