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Nueva antropología

versión impresa ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.26 no.79 México jul./dic. 2013

 

Reseñas bibliográficas

 

Steffan Igor Ayora-Diaz, Foodscapes, Foodfields and Identities in Yucatán

 

Miguel Lisbona Guillén*

 

Amsterdam, Centro de Estudios y Documentación Latinoamericanos, 2012

 

* Director del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales, UNAM.

 

La antropología de la alimentación, subdisciplina que tiene una trayectoria creciente desde hace varias décadas en países centrales, no cuenta con las repercusiones esperadas en la academia mexicana. Sin embargo, hay antropólogos, como Steffan Igor Ayora-Diaz, que se han interesado por estos temas, expresados inicialmente en artículos o capítulos de libro y, como es el caso, la publicación de un libro en inglés en 2012. La búsqueda de lo yucateco como experiencia personal del autor —tras dos lustros fuera del terruño— se convirtió, en el caso de la gastronomía, en un reto académico, hecho que otorga a la construcción del texto la peculiaridad consciente de jugar entre la subjetividad manifiesta, como punto de partida inequívoco y deseado, y la objetividad pretendida por tratarse de un trabajo con miras y metodología científica.

Los cinco capítulos que componen la obra llevan de la mano al lector a través de una construcción histórica del comer en Yucatán y del decirse o llamarse comida yucateca, y todo ello con argumentos y métodos de la antropología, la sociología y la historia. Disciplinas que no deben ser contrapuestas sino complementarias, que es como adquieren su riqueza de matices para hablar de los seres humanos en sociedad. Interdisciplina que convierte el autor en nitidez propositiva, pues Ayora-Diaz establece un modelo y unas definiciones del comer en Yucatán, como se verá más adelante.

Pero si se va por partes, antes de aterrizar en lo meramente culinario del trabajo hay que remitirse a la historia y, en un principio, a la conformación de los estados nacionales latinoamericanos. Las pretensiones de borrar las diferencias, las peculiaridades propias, llámense regionales o étnicas, conllevó procesos de homogeneización que para el tratamiento del comer refieren uniformización de gustos. En estos procesos de segmentación de territorios y divisiones políticas, iniciados en la Colonia y continuados durante el proceso de Independencia, los casos son singulares y diversos, siendo el yucateco uno más por las peculiaridades de su relación con el futuro Estado mexicano.

Una relación ambivalente con el proyecto de nación mexicana que se puede explorar en resistencias, pero sobre todo en construcciones encabezadas, en muchos casos, por elites —aunque no guste a los teóricos de los estudios poscoloniales, que el autor del libro conoce bien—. Construcciones que para Yucatán derivan en signos y símbolos clave de identificación como la gastronomía y la música, por citar dos muy visibles. Lo anterior pone sobre el tapete las complejidades para representar o imaginar, en el sentido de B. Anderson, la nación o las mismas regiones, algunas de ellas con peculiaridades históricas y otras reestructuradas o formadas al aliento de las divisiones políticas que los nuevos estados crearon.1 Incluso algunas de estas segmentaciones pueden crear identificaciones propias que contravienen el sentir general de la construcción nacional o que en sus diferencias aportan rasgos a esa misma nacionalidad. El mariachi de Jalisco o la china poblana son un claro ejemplo de ello, y con sus matices folclorizantes estos imaginarios —creados para resaltar las diferencias propias y los aportes a la nación— también suelen ocultar disputas político-territoriales que afloran en momentos determinados.

El caso de la península yucateca ofrece las sinuosidades internas de los nuevos estados modernos a través del enfrentamiento bélico de largo aliento llamado Guerra de Castas, que en el siglo XIX mostró cómo las diferencias étnicas expresadas más allá de lo cultural mediante fronteras sociales y económicas remitían al origen colonial de los territorios. Hecho que también se prolonga en las propuestas políticas de emancipación de un espacio lejano del centro del poder. Aspecto resuelto, si se quiere llamar de tal forma, con la creación de tres estados en la Península de Yucatán, aunque uno de ellos, Quintana Roo, tardara en convertirse en tal. Esta línea de separación al interior, o con el poder político del Estado mexicano, se perpetúa con distintos matices hasta hoy; sin embargo, las políticas educativas y la mayor cercanía con otros territorios de la República ha suavizado las disputas para llevarse al plano más simbólico, como se demuestra con la gastronomía.

Y es en tal expresión gastronómica, donde el Estado nacional exhibe en forma de expansión homogeneizadora una imagen de lo que es la cocina del país. Los libros de cocina o recetarios ofrecen desde el siglo XIX esas diferencias. La cocina mexicana contrasta con la yucateca al privilegiar la primera los productos que desde el altiplano se consideran base y fundamento de un comer ligado a una identificación propia. Maíz, chile, frijol o calabaza frente al constructo yucateco, más próxima a productos foráneos de allende de las fronteras, incluso peninsulares. La intención expansiva del nacionalismo mexicano se ve frenado en aspectos tan relevantes como el alimenticio, aunque la profundidad simbólica del comer no parece despertar siempre el interés que merece.

Es en tal sentido que Ayora-Diaz apuesta por señalar el surgimiento de cocinas regionales frente a las ideologías nacionalistas homogeneizadoras, aunque la situación en muchas ocasiones puede ser la contraria, ya que cocinas delimitadas territorialmente se asumen como las nacionales. Pero en el caso yucateco la oposición entre cocina nacional mexicana —o que se quiere nacional— y cocina yucateca parece obvia.

A finales del año 2010 la cocina mexicana fue reconocida por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, hecho que redunda en aquello que Jesús Contreras consideró como cocina nacional, por ser sus alimentos y forma de prepararlos algo propio y específico de un determinado país, además de constituirse como un elemento que otorga identidad a un grupo.2 Sin embargo, esto —que podría considerarse lógico y extensible a cualquier parte de la geografía mexicana— encuentra, por supuesto, muchos matices locales, y el caso yucateco no es la excepción. Sentadas estas precisiones, el Yucatán contemporáneo es analizado por el autor, tras la revisión histórica, a través de dos campos: el culinario y el gastronómico. En ambos existe producción, circulación y consumo de alimentos, pero también ambos tienen formas textuales y discursivas de representación.

La pretensión de esta taxonomía es demostrar que el primer campo es abierto, lúdico y experimental, mientras el segundo es cerrado y con normas para preparar y consumir los alimentos. Es decir, en el culinario hay recetas, ingredientes y técnicas utilizados para el consumo cotidiano, a la vez que el gastronómico, surgido del anterior campo, es un conjunto limitado de recetas, ingredientes y técnicas que son las que delimitan un restringido número de "platillos yucatecos". El primer campo ofrece improvisación o experimentación en ocasiones, mientras el segundo está ceñido a la rigidez del "deber ser".

Los "platillos yucatecos" son básicamente o surgen, mejor dicho, del cosmopolitismo en la aceptación y uso de productos que tienen procedencias tan diversas como Europa, el Caribe o de países como Líbano, debido a la aportación de inmigrantes de dicha procedencia que todavía conforman un lobby económico y de poder en toda la península de Yucatán.3 Así, lo yucateco se solidifica tejiéndose con las aportaciones foráneas y reduciendo el campo de acción, algo que detecta perfectamente el autor en la condensación y unificación de las cartas que ofrecen los restaurantes de comida yucateca.

Si la historia de la alimentación humana se caracteriza por los cambios y las incorporaciones constantes,4 el caso aquí estudiado remite a esta circunstancia como ha ocurrido en muchos otros territorios del ecúmene desde hace siglos, y el ejemplo de la pasta en Italia, o de la patata en Irlanda son un nítido ejemplo que refuerza acontecimientos más recientes, como la carne con ciruelas marroquí, convertida en estandarte de la cocina de ese país pero invención reciente, según lo expresado por Isabel González Turmo.5

Construir el sentimiento subjetivo de pertenencia a través de avatares históricos es inseparable de la conformación o definición del gusto culinario. Yucatán es un nítido ejemplo y el libro de Ayora-Diaz conduce por su constitución. Misma que al diferenciar lo yucateco básicamente de lo querido o supuesto mexicano, puede caer en una encapsulación o limitación de lo posible para comer y las creaciones implícitas en el proceso de guisar. El querer ser, la diferenciación rígida con otros, puede imprimir un sello restrictivo al proceso creativo y subordinar la propia heterogeneidad culinaria regional en aras de una identificación gastronómica petrificada. En definitiva, la consolidación y definición de lo propio, en ciertas circunstancias, lo congela. Ante tales circunstancias las interrogantes se hacen presentes con ejemplos sencillos, aunque ello no quiera decir que se alejen de la complejidad. Los olores, colores, sabores, en definitiva, el gusto es definible con una temporalidad cierta o encerrado bajo los amparos de una delimitación territorial. Los debates sobre las bases y los criterios sobre el gusto en los que Pierre Bourdieu tanto insistió no dejan de plantear retos más allá de los constructos sociales.6 Si es "un error exagerar las continuidades en la cultura de la comida", como lo recordaba Goody,7 hay que relativizar cualquier construcción monolítica de la misma, y es por ello que quien desee conocer la historia de eso llamado cocina yucateca tendrá que remitirse a este libro del doctor Steffan Igor Ayora-Diaz. Lo que parece simple o sencillo de definir nunca lo es. Y la colateralidad, que desde las ciencias sociales se quiere otorgar a ciertas temáticas, habla no sólo de desconocimiento sino de falta de valentía a la hora de probar y degustar muchos sabores del conocimiento. Esta obra lo ejemplifica a la perfección.

 

Notas

1 Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, FCE, 1993.         [ Links ]

2 Jesús Contreras, Antropología de la alimentación, Madrid, Eudema, 1993, p. 72.         [ Links ]

3 Luis Alfonso Ramírez, De cómo los libaneses conquistaron la Península de Yucatán. Migración, identidad étnica y cultura empresarial, México, Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales-unam, 2012. 2012.         [ Links ]

4 J.L. Flandrin y M. Montanari (eds.), Histoire de l'alimentation, París, Fayard, 1996.         [ Links ]

5 Isabel González Turmo, "La frontera como horizonte culinario: Andalucía y Marruecos", en F.X. Medina, R. Ávila e I. de Garine (coords.), Food, Imaginaries and Cultural Frontiers. Essays in Honour of Helen Macbeth, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 2009, p. 329.         [ Links ]

6 Pierre Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, México, Taurus, 1988.         [ Links ]

7 Jack Goody, Cocina, cuisine y clase. Estudio de sociología comparada, Barcelona, Gedisa, 1995, p. 192.         [ Links ]

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