Et ignotas animum dimittit in artes.
Ovidio, Las metamorfosis.1
Introducción
Entre todas las teorías estéticas sobre el artista, una de las que lo concibe y le otorga una gran importancia es la que se podría denominar como neoplatónica-hermética, y que ha experimentado diversos momentos de emergencia: el Renacimiento italiano más cercano al filósofo Marsilio Ficino, el romanticismo, sobre todo en William Blake, o ciertas corrientes posmodernas.
En el presente texto se pretende exponer una de las máximas virtudes que posee el ser humano según esa corriente filosófico-artístico-religiosa neoplatónica-hermética, la creación de vida artificial autónoma, generada por una persona, con diversos tipos de seres producidos gracias al ingenio artístico de ese demiurgo, sea artista, sea mago, sea incluso científico: el homúnculo, el gólem, la protoinvestigación genética del doctor Moreau, el mito de Frankenstein, los autómatas o la versión más contemporánea de la inteligencia artificial, robots y replicantes. Se trata de diversos tipos que se hallan en obras de arte, pero también en leyendas populares. No se ha de perder de vista que ellos pueden servir como forma metafórica de referirse a la propia obra artística.
Desde el punto de vista imaginativo, la creación de vida no resulta tan lejana a la capacidad humana, pese a lo que pensara la ciencia decimonónica -en la era de la biotecnología la perspectiva ha cambiado drásticamente. Asimismo, desde la vertiente más religiosa, esa posibilidad genésica humana ha sido temida, al considerarla como pecado de hybris contra Dios, único con potestad para originar especies, de ahí la tendencia a que la creación acabe en desastre lo que aparece en tantos ejemplos, como Frankenstein, que se comentará más adelante.
El género fantástico, en el que se inscribe el monstruo antes citado, género imaginativo por excelencia, ha especulado continuamente con ello, incluso a menudo desde un punto de vista de lo que en el Renacimiento se llamó filosofía oculta, o en el siglo XIX ocultismo, con las figuras ya mencionadas del homúnculo de la alquimia, el gólem de la cábala, la apuntada criatura monstruosa fabricada por el doctor Frankenstein -y sus explícitas raíces herméticas-, o con las versiones posmodernas de inteligencias artificiales, replicantes -y la atracción por lo gnóstico también explícita del escritor Philip K. Dick- o robots, que serán comentados más adelante. El ser humano puede arrogarse la prerrogativa divina de la creación. Es por ello que este artículo se ciñe a ejemplos conectados de una manera directa con la corriente filosófica neoplatónico-hermética, una mezcla entre ambas de gran longevidad en el marco europeo.
El presente ensayo se articula a partir de las figuras citadas, con cada apartado centrado en una de ellas, o en un conjunto histórico, que es el caso de los ejemplos más contemporáneos. Con base en fuentes primarias herméticas y platónico-neoplatónicas, y el análisis de fuentes secundarias, así como el comentario de obras, se propone un estudio de investigación histórica, que indaga en las similitudes y diferencias desplegadas en cuatro momentos: el Renacimiento hermético con su hermano alquímico; la curiosa mezcla entre ciencia hermética y las nuevas ideas científicas de ese método que se produce en el xvii; el romanticismo fantástico en una de sus obras más destacadas; para concluir con la versión posmoderna y transhumana, en casos de influjo hermético y temas afines.
Sobre la etiqueta "hermético", mientras que en el primer periodo, el Renacimiento hermético-alquímico, la base filosófica sí se puede denominar con más propiedad de esa manera, con textos que pertenecen a esa corriente filosófica y religiosa; en cambio, para los ejemplos románticos y de la sociedad actual se utiliza la etiqueta "hermética" de una manera más libre, poética, imaginativa por así decirlo, lo que en el imaginario popular acabó significando hermético durante siglos. En los cuatro apartados se tomarán ejemplos de "creador" con el demiurgo como arquetipo, por utilizar la terminología platónica, tan próxima a este tema.
El artículo combina la información de corte histórico para comparar las variantes del ideal demiúrgico en el Renacimiento, el siglo XVII para los autómatas, el romanticismo y el presente, con la hermenéutica, ya que se interpretan algunas de las obras, por ejemplo, con un estudio fílmico sobre el mito de Frankenstein en el cine. Igualmente une obras plenamente artísticas con otros objetos de comentario o de estudio no propiamente originarios de lo estético, sino del ámbito tecnológico, científico o alquímico.
Para concluir con esta introducción, cabe apuntar que, si se presta atención a los tipos de vida artificial referidos, el mitema de su creación muestra dos fases: todos ellos son realizados gracias al ingenio humano, aunque en varios de los casos se aduzca cierto tipo de participación divina, o cuando menos se justifique en el divino noûs humano; y, el fracaso del intento, cuyo éxito inicial provoca posteriores problemas que ponen en riesgo la existencia incluso del creador, y que sólo pueden superarse con la destrucción de aquello que recibió previamente la vida artificial. El ejemplo prototípico es la criatura de Frankenstein, que merece un apartado central del artículo, pero también sucede así, de una manera u otra, con los seres de la isla del doctor Moreau, los replicantes o el propio gólem.
Un artesano cósmico
El artesano del cielo y de cuanto hay en él ha dispuesto todo con la máxima belleza con que es posible constituir tales obras.
Platón, La República.2
Antes de adentrarnos en la creación de la vida artificial en algunas de sus manifestaciones más cercanas al hermetismo, conviene ofrecer algunas pinceladas sobre la noción de demiurgo en esta corriente y en el platonismo-neoplatonismo, ambos muy próximos conceptualmente y se hibridan desde la Antigüedad tardía.
El término demiurgo ya constituía un arcaísmo en la época de Platón, que podía significar tanto artesano como magistrado. Jordi Sales i Coderch defiende que el término que más se le aproxima es obrero, pero tanto en el papel de ejecutor como en el de director de la obra.3 Un "hacedor" o "artífice" en su traducción latina. Platón propuso artesano para lo cósmico, descomunal, es decir, quien ordenaría lo existente. Aparece en bastantes de sus diálogos: en el Timeo, en Político, en el séptimo libro de la República, en el Sofista, en el Filebo y en el décimo libro de las Leyes; pero dentro del corpus platónico, es en el primer diálogo mencionado, el Timeo, en el cual queda fijado el papel cosmológico de la figura, y es el que se comentará en las siguientes páginas.
Según el filósofo ateniense, el demiurgo fue quien puso el nudo en el alma del mundo. Al crear el tiempo, él hizo surgir el sol, la luna y los cinco planetas de la cosmología clásica para que dividieran las magnitudes temporales.4 Toda la concepción del universo en ese diálogo está impregnada de pensamiento musical y matemático. Siguiendo al pitagorismo, Timeo divide cada parte del universo en creación en intervalos y formas geométricas, con un resultado que se estructura en una escala tonal. Cuando crea el mundo, el demiurgo tiene en cuenta la relación proporcional mutua entre los cuatro elementos.5 El resultado constituye un organismo universal necesariamente único y de forma circular, ya que ésta resulta la figura más conveniente y adecuada construcción esférica al tratarse de la forma más perfecta.6 El cosmos se organiza con un dios cósmico, el propio demiurgo, quien delega en los dioses (los astros) la creación de las especies.
El ser humano se diferencia de las especies por su alma racional, proveniente del demiurgo,7 mientras que los dioses se encargan de la parte inferior del alma y del cuerpo,8 ya que en el Timeo se indica que otro de sus papeles radica en insertar el noûs en el ser humano;9 este elemento marca la diferencia. En la cosmogonía platónica, primero va la creación psíquica y pneumática, para luego hacerla encarnar en lo físico.
En el mismo diálogo Platón ensalza al demiurgo como un creador bueno y óptimo, sin albergar mezquindad, y a quien le gustaría que todo se hiciera semejante a él.10 El resultado es una obra óptima de un hacedor óptimo. Se trata de un ente bondadoso, divino, que es feliz en la contemplación de las ideas que utiliza para crear el cosmos, causa eficiente de la ordenación cósmica. Para hacer el cosmos, el creador se fijó en el modelo inmutable perfecto, lo que queda demostrado al ser el mundo bello y su creador bueno.11
Su perspectiva es optimista en este aspecto, o cuando menos no es pesimista o ese estado de ánimo no se colige de forma automática, en una manera de entenderlo muy diferente a la posterior gnóstica; Platón pensó en un demiurgo que construyó el mejor mundo posible, con elementos externos a él, los cuales justifican las limitaciones de lo existente: si fuera por el demiurgo, el mundo habría sido el mejor entre todos los posibles, pero ingredientes externos a su voluntad limitan la creación. Su teoría lo convierte más en un principio que ordena el universo que en un originador de todo, en la línea veterotestamentaria. La fuerza de ese uso metafórico del artesano para referirse a la creación cósmica hizo que entre los autores del platonismo medio se utilizaran símiles con las faenas artísticas y artesanas para describir la tarea del demiurgo.12
Por lo que se refiere al hermetismo, en el "Pimander" o "Poimandres", primer tratado del Corpus hermeticum, se introduce una visión con la que se explica la cosmogonía por intervención del demiurgo. "El Pensamiento, Dios, que era hermafrodita, vida y luz a la vez, engendró con la palabra otro Pensamiento creador que es el dios del fuego y del aliento vital",13 el dios del pneuma, pues. En el acto más esencial de lo existente, el Dios hermafrodita que en el hermetismo es vida y luz, engendra con la palabra otro pensamiento, el del Dios del fuego y del pneuma, por tanto, el noûs interviene en el drama cósmico como demiurgo. El hermetismo filosófico dividió a los creadores, entre un primer noûs y uno segundo, quien habría generado el mundo y quien trabajaría en él como la mente en la materia.14
Lo más significativo desde un punto de vista de la estética, y esencial para este artículo, es que de acuerdo con esta corriente filosófico-religiosa el ser humano creador posee un alma divina, según se indica en ese primer tratado del Corpus hermeticum.15 Quizá por ello el ser humano, cuyo noûs es la imagen de Dios o Noûs -j unto al mundo-, recrea la realidad como artista, la emula de ese noûs divino de quien está hecho a imagen y semejanza. En el mismo texto se indica que el ser humano, al observar el trabajo creativo del divino artesano, desea copiarlo, además, por el aspecto de la creatividad vinculado al arte: "Y cuando el hombre vio todo lo que había creado el artesano con la ayuda del padre, también él deseó ejercer de artesano, y obtuvo el permiso del padre."16
Aún más explícito en la capacidad genésica es el otro texto fundamental de la escuela filosófico-religiosa, el Asclepio, con un célebre (y muy polémico) pasaje en el que el texto pone en evidencia el influjo de la religión egipcia, ya que el hermético puede animar a las estatuas17 al otorgarles alma mediante sus acciones. Desde el punto de vista de la tradición mágica europea, con la hermética como cima, el objetivo del artista con la obra siempre será insuflar vida animada en lo inanimado, convertir cada obra en algo "vivo", aspiración que se convirtió en un motivo recurrente en el Renacimiento.
Entre otros talentos poseídos por el ser humano, esa potencia había llevado a los textos herméticos, a diferencia del gnosticismo, a elogiar a la excelencia humana, como en el mismo Asclepio y su famosa afirmación sobre el gran milagro que constituye el ser humano; un fragmento crucial de la revolución renacentista, y que luego sería citado tanto por el filósofo Pico della Mirandola, capital igualmente en la Florencia del quattrocento y del cinquecento, como por Giulio Camillo18 El papel central del noûs en la ontología hermética destacó como punto crucial para justificar el elogio renacentista de lo humano, con el ser humano como parecido al demiurgo, sobre todo como teúrgo que diviniza la realidade19 Los grandes filósofos herméticos renacentistas veían en la facultad creativa de las personas una muestra de su filiación divina. En La idea del teatro del citado Giulio Camillo se indica que la humanidad está emparentada con la raza de los daimones, los grandes dioses cósmicos de los planetas, que comparten todos ellos un origen divino.20
En el principal pensador neoplatónico, Plotino, la figura demiúrgica pierde importancia, ya que se explica el universo desde un monismo radical, con el Uno que genera la luz en grados decrecientes. Esa condición de pérdida creciente de pureza justifica el mal en el mundo. El filósofo argumenta que la multiplicidad probablemente sea causada por el demiurgo en su ideación del mundo, con lo múltiple como opuesto de lo monádico puro (Uno) y, por tanto, foco del mal. 21 El demiurgo plotiniano se trata de una de las variantes de Zeus, tanto ese demiurgo que es la Inteligencia en sí, además de como Alma del universo o su rector.22
Entre todas las formas de concebir lo artístico, aquellos que más próximos se han sentido a esta concepción han sido los influidos por el hermetismo y el neoplatonismo, del Renacimiento como Sandro Botticelli, Miguel Angel y varios entre los manieristas -a finales del siglo XV, Ficino volvió a traducir el Corpus hermeticum, un Ficino poderoso en la Florencia de la época-, siglos más tarde románticos que habían recuperado muchas de estas fuentes, entre ellos Friedrich Wilhelm Schelling, Samuel Taylor Coleridge y William Blake, también artistas finiseculares simbolistas y más adelante vanguardistas, tanto dadaístas (Hugo Ball) como surrealistas (André Breton, Max Ernst, Leonora Carrington y Remedios Varo).
En esta forma de entender la estética, el artista deviene una versión microcósmica de Dios, un demiurgo dentro de la propia obra. En la obra el creador se siente igual a los dioses, capaz, como el doctor Frankenstein, según se verá más adelante, de dotar de vida a la materia inerte. El artista como visionario que crea un universo propio y autónomo. Y siguiendo al Asclepio, en la teoría estética hermético-neoplatónica del contexto italiano del cinquecento se creía que el artista insuflaba espíritu a las figuras, les daba vida, una característica de lo que Campbell califica de topos de la época.23 Todavía más si esa emulación artística del poder divino demiúrgico se juntaba con otra virtud de resonancias platónicas: la inspiración, sobre la que reflexiona el filósofo en el Fedro.
Pero ¿dónde ha de inspirarse? Sobre esta teoría Azara plantea el ejemplo del manierista Zuccaro. El artista no se inspira en la naturaleza directamente, sino que se forma una idea, un disegno interno, y luego busca lo sensible. En la materia, imaginación mediante, el pintor o escultor debería de intentar aclarar y precisar la idea, proceso de plasmación ineludible debido a que el ser humano no puede ver ideas invisibles, hasta que no tienen soporte material que las haga visibles. Pese a tratarse de un doble desvaído del original, la creatividad humana actuaría de la misma manera, por el mismo principio, que la divina.24 De hecho, eso ya estaba en la teoría platónica de la belleza enunciada en el Timeo: el artífice debe originar de esta manera, fijar su mirada en el ser inmutable, modelo de la obra, el resultado será necesariamente bello, pero si lo hace observando aquello concretado en lo físico, ya no lo será.25
Otro aspecto de la teoría de la belleza de raigambre neoplatónica, que será aquella que querrá emular al demiurgo, concibe la obra por la armonía entre los elementos, concretamente en el Renacimiento y en la pintura lo ejecutarán como el equilibrio entre las qualitates. La obra que permite vislumbrar un anticipo de la comprensión de la unidad cósmica, al entender la de la obra con sus diferentes componentes internos; esa relación debía servir, además, para conectar la armonía-belleza cósmica con la interioridad humana, desarrollar la comprensión inteligente de la unidad esencial del cosmos.26
Debido a esta capacidad demiúrgica entre este tipo de artistas se establece una tercera vía, entre las imágenes hechas por la divinidad misma, como la vera icona, o las realizadas por meras manos humanas. Pero las obras de arte de los artistas más próximos al ideal hermético neoplatónico intentaron ubicarse en una tercera vía: las realizadas por artistas que afirmaban poder transformar la representación en presencia en la obra,27 es decir, émulos de la divinidad en su poder demiúrgico.
Después de intentar esbozar algunos elementos clave de la idea de demiurgo en el hermetismo y en el platonismo-neoplatonismo, más algunas nociones estéticas que parten de dichos lineamientos, se puede entrar ya en el laboratorio del alquimista para contemplar a la primera de las creaciones de vida artificial autónoma.
El homúnculo en el matraz del alquimista y el gólem salvador
El primer ser artificial en aparecer sobre el escenario será el homúnculo, ente que, entre todos los traídos a colación, será el más estrechamente ligado a la filosofía hermética del Renacimiento:28 el homúnculo alquímico, lo que es completamente lógico desde un marco hermético, ya que alquimia29 y hermetismo mantuvieron una ligazón muy estrecha hasta el siglo XVII.
La alquimia, ese corpus teórico-práctico que tomó tanto del hermetismo filosófico-religioso, pretendió igualmente descollar en la potencia demiúrgica. El logro de las transmutaciones efectuadas por el alquimista -más allá de la crisopeya del oro-, así como las destilaciones que se pudiesen lograr, implicarían un uso de fuerzas elementales, ocultas en la naturaleza, que harían que el alquimista se equiparase con el demiurgo, creador de vida o al menos madurador de ésta, por lo que, míticamente, muchos piensan en sí mismos como colaboradores de la divinidad. El adepto alquímico haría de hacedor a la manera arquetípica demiúrgica al llevar la materia a su estado primordial.30 La potestad generativa parecía dar pie a fabricar vida incluso en sus niveles más esenciales.
La creación de vida, la comprensión completa de la ontología de la naturaleza, comportaría según esas teorías hermético-alquímicas la potencia de originarla en forma sintética y autónoma, enteramente debida a la pericia del adepto; tal fue uno de los grandes sueños de la indagación en el atanor y los matraces. Esa gran ilusión se concretó en una figura dentro del universo alquímico: la búsqueda del homúnculo, un ser nacido por el calor del atanor o en la fermentación del matraz, y que con ello igualaba al adepto con el demiurgo o con Dios, creadores de vida en su sentido más profundo.31
Parece que quien acuñó la posibilidad del homúnculo fue el gran revolucionario de la medicina en el XVI, Paracelso, autor de un Liber de homunculis, quien la planteó como de una producción autónoma, no parida de la unión sexual de un hombre y una mujer, andrógino hijo del sol y de la luna, concebido sin relación sexual,32 por tanto, una referencia al hermafrodita. Planteó el médico en su De natura rerum:
Encerrad en un alambique durante cuarenta días el licor espermático del hombre, dejadle que se pudra hasta que comienza a vivir y a moverse, lo cual es sencillo de reconocer. Después de esta fase, aparecerá una forma parecida a la humana, pero transparente y casi sin sustancia. Si después de ello alimentamos diariamente a este joven producto, de manera prudente y cuidadosa, con sangre humana y le conservamos durante cuarenta semanas con un calor constante e igual al del vientre de un caballo, este producto se transformará en un vivo y auténtico niño, con todos sus miembros, como el que nace de la mujer sólo que mucho más pequeño.33
Para el médico alquimista suizo la potencia creativa humana era tan enorme, fluía tanto arte de ella, que podía alumbrar nuevos cielos, de ahí que fuera más grande que cielos y tierra.34
Como motivo iconográfico, el homúnculo fue directa o indirectamente uno de los motivos más comunes en los libros de grabados de alquimia durante su periodo de esplendor, en los siglos XVI y XVII. En concreto, se trata de una figura antropomórfica dentro de un matraz, aunque no siempre se refiera propiamente al homúnculo. Como ejemplos de este motivo del ser humano en el matraz, quizá el libro más influyente en el que se lo incluye sea el Pretiosis-simum donum Dei, el más precioso regalo de Dios, con varias versiones desde al menos el siglo XV. Uno de los más famosos autores de la alquimia del XVII, Joannis D. Mylius, publicó una versión en su Anatomia auri (1628) (Fig. 1).
Otro motivo muy famoso con el homúnculo será aquel que ilustre uno de los pasajes del Fausto de Goethe, en el que el ayudante Wagner realiza uno, observando la escena el demonio Mefistófeles, la cual aparecerá en varios grabados que ilustran el gran poema de Goethe.
Por su parte, un personaje legendario dentro del cabalismo alude asimismo a la creación mágica de un ser, animado gracias al talento humano: el gólem, en este caso defensor del pueblo judío de la opresión sufrida en el gueto, o de los deseos egoístas del mago, dependiendo de las muchas versiones.35 En todas ellas, siempre aparece fruto del dominio de la magia cabalística del mago y de una palabra mágica que le otorga la vida.36 El autor de la novela más famosa sobre este tema, Gustav Meyrink, fue un gran conocedor del esoterismo, amén de pertenecer a diversas hermandades, como la masonería. Su novela muestra el trasfondo hermético-alquímico del mito; por ejemplo, concluye el relato sugiriendo una especie de hierogamia de lo masculino y lo femenino, el matrimonio sagrado, además de referencias explícitas al hermafrodita, figura nuclear de la Gran Obra alquímica.37
El autómata
La máquina como metáfora del cuerpo cósmico, y el juego mecánico como evocación talismánica.38
El del autómata resulta otro gran núcleo temático cruzado por el deseo humano de crear vida, y vinculado, asimismo en algunos casos, no en todos, a lo hermético. La investigación respecto a ellos ofrece derivadas fascinantes sobre cómo se concibe la naturaleza humana. En las culturas europeas, como mínimo desde el mito de Dédalo, modelo perfecto del ingenio humano para fabricar, el poder de fascinación ejercido por el inventor griego ha sido enorme, con mitemas de sus historias legendarias que se van repitiendo en relatos posteriores. Y es que el protofabricante griego constituye el prototipo de técnico inventor, otro gran demiurgo, en su caso entre otras creaciones diseñador de laberintos, actividad muy relacionada con la literatura y que puede simbolizarla, como fabuló en diversas ocasiones Jorge Luis Borges.
Esa creación de autómatas le parece tan crucial a Michael Camille, historiador del arte gótico, que le otorga a ella la consideración de origen de la noción de artista como creador independiente, poseedor de un genio individual. El público no veía los engranajes internos en las figuras, de manera que ello le impulsaba a persuadirse de razones mágicas que animarían a las creaciones,39 aunque esa imputación a los autómatas como fundamento del artista genio resulte un poco exagerada, además de un tanto evermerista.
Todavía en la Grecia de la Antigüedad, en un marco legendario, el llamado Heródoto árabe, Al-Masudi (siglo X), al describir las instalaciones del Faro de Alejandría legendario, escribió sobre diversas estatuas que realizaban movimientos: una de ellas tenía el índice de la mano derecha alzado, y vuelto hacia el sol; cuando éste se ponía, la estatua bajaba el dedo; otra, marcaba las horas con sonidos armoniosos; y aún una tercera, profería un sonido terrible cuando un bajel enemigo se aproximaba a menos de una noche de distancia.40
En la Edad Media se pensó que algunos filósofos o poetas como Alberto Magno o Virgilio habían construido autómatas, se daba por hecho que, al ser artistas o pensadores, tenían la potencia creativa como para hacerlo, lo que suscitó que se les atribuyeran leyendas para magnificar su calidad artística.41
Por ejemplo, sobre Alberto Magno o Doctor Universalis se decía que había construido durante treinta años un hombre mecánico al que, como el gólem, dotó de vida gracias a un conjuro cabalístico. Alberto Magno lo utilizaba de sirviente. En una ocasión, el discípulo del Doctor Universalis, nada menos que santo Tomás de Aquino, se enfureció con el criado de latón, y lo destrozó a martillazos; los golpes descubrieron que para fabricar al sirviente se habían utilizado otros materiales además del metal, dado que entre los mecanismos hallaron huesos y carne humanos.42 Alberto Magno fue un filósofo especialmente querido dentro del ambiente hermético, y esta legendaria anécdota servía para corroborar su vínculo con esa forma mentis religioso-filosófica y con la alquimia (Fig. 2).
Pero fue en los albores de la era moderna, en el XVII, cuando la realización de autómatas se tornó obsesión en ámbitos científicos y herméticos, en el insólito milieu que unió a ambos, con científicos con un pie en lo hermético y otro en el naciente método científico. Con Isaac Newton como ejemplo por antonomasia,43 y con la corte del emperador Rodolfo II como escenario privile giado de unión de científicos, artistas, alquimistas y magos, totum revolutum.44 Los manuscritos escritos de Newton sobre alquimia contienen 650 000 palabras, con unos experimentos prolongados durante veinticinco años.45 Como puede deducirse de esta información, no se trataba simplemente de un pasatiempo de fin de semana. El científico comenzó su indagación alquímica con la Tabula smaradigna, uno de los textos básicos de las artes del atanor y más cercanos a los postulados herméticos. De hecho, existe constancia documental de traducciones realizadas por el propio Newton de dos de los tratados más célebres de alquimia, la propia Tabla esmeralda y el Tratado de los siete capítulos, además de comentarios a esos textos.46 Newton haría una interpretación metafórica en clave cristiana de esos clásicos alquímicos.47 Según cree Webster, su investigación alquímica le habría influido sobre todo en su noción de los principios activos.48 Lejos de lo que defendería un ideal cien-tificista posterior en la historia, para Newton, la alquimia sería una práctica totalmente adecuada para él, dado que unía sustancias y procesos químicos con una reflexión teológica basada en el pensamiento simbólico y correspondencias y analogías.
Al retornar a los autómatas, un reconocido hermético de la época como Robert Fludd, diseñó algunos. Tanto magos como científicos emplearon en esos siglos una idea de intervención artificial en lo sensible, basada en el conocimiento de las leyes del mundo sublunar. John Dee, como tantos otros de estos filósofos naturales, entremezcló criterios del protométodo científi co con otros de la teología, la metafísica o el simbolismo ocultista.49 Cabe recordar que ya en el clásico de la corriente filosófico-religiosa, en Asclepio, traído a colación más arriba, se podían crear estatuas y dotarlas luego de alma. El marco teórico que lo combinaba se aplicó a la creación de sistemas complejos mecánicos, la fabricación de autómatas que imitaban la vida, en lo que tan excelentes fueron artesanos como Jacques de Vaucanson o Pierre Jaquet-Droz.50
Tal afán recibía un apoyo de la filosofía del periodo, no sólo en aquellas corrientes emparentadas con el hermetismo, sino también en los marcos conceptuales desarrollados dentro del horizonte cultural que darían el cartesianismo y el empirismo, con discusiones entre ambos. En el Leviatán de Hobbes se trazan paralelismos entre el ser artificial y el ser humano, lo que deja traslucir la cosmovisión mecánica de la naturaleza, en una completa inversión entre el modelo original y la copia:
¿Por qué no podríamos decir que todos los autómatas [...] tienen una vida artificial? ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y los nervios qué son, sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que dan movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice se lo propuso? El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional, que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre.51
El fragmento demuestra que en el ambiente intelectual, que forjaría el método científico, se utilizaba una analogía mecanicista, con la cual entender el universo y la naturaleza, desde un paradigma de materia sólida y una reflexión sobre los seres, que pensaba tanto en los individuos como en su conjunto en términos de armazón de mecanismos dignos de un reloj, para el cual el autómata se convierte en el modelo por antonomasia. El universo pasó a ser una gigantesca máquina, autómata gigantesco, inabarcable, pero formado como cualquiera de ellos por piezas similares a cables, engranajes, tuercas.
Además del empirismo británico, también el racionalismo continental concibió el universo con idéntica metáfora. En la parte V del Discurso del método, Descartes indica que, si los autómatas poseyeran la apariencia de un animal, no podríamos distinguir a ambos de ninguna manera, por lo que se colige que animales y autómatas son iguales al compartir sustancia. De hecho, el propio cuerpo del ser humano, sin la intervención que causa el pensamiento, compartiría idéntica tipología maquinal con los referidos animales y autómatas. Es el raciocinio el que aporta la diferencia, al diferir sustancialmente de la maquinal res extensa. En esa misma parte Descartes, para explicar el funcionamiento del corazón humano, pide al lector que abra el de un animal grande y lo observe, ya que en todo se asemeja al cuerpo humano. El filósofo describe dicho corazón como si analizase los mecanismos de una máquina.52
Descartes ahondará todavía más en el mito mecanicista en su Tratado del hombre, donde compara explícitamente cuerpos humanos y dispositivos mecánicos: "Voy a suponer que el cuerpo no es más que una estatua o máquina de tierra que Dios, adrede, forma para hacerla lo más semejante posible a nosotros",53 y todo el estudio se trata de un desarrollo sobre este tema, que describe de nuevo el organismo humano como si fuera un conjunto de resortes de un reloj u otro mecanismo por el estilo.
Dicho mito mecanicista se presenta con mayor o menor intensidad a lo largo de toda la era moderna (y retornará con fuerza en la posmoderna, según se examinará al final del artículo). No obstante, en las raíces de esta forma mentis se halla una curiosa mezcla entre la cosmovisión cartesiana junto a la hermética, con su intención de creación artificial pura, un influjo hermético que, de hecho, experimentó el joven Descartes.54 Fue a partir de los años veinte del siglo XVII que se separaron cada vez más radicalmente tendencias que habían permanecido unidas en el ambiente cultural previo.
El hombre de arena, de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, probablemente se trate del relato por excelencia con un autómata hasta el siglo XX. Aunque Hoffmann fuera posterior a todo ese ambiente que mezclaba hermetismo con método científico, encarnó dos siglos más tarde el eclecticismo intelectual que compaginaba lecturas de ciencia divulgativa con las del ocultismo,55 durante un romanticismo que fue, al menos parcialmente, un retorno de lo hermético, tras prácticamente desaparecer de la vida cultural, como mínimo de la hegemónica en Europa y América, durante el siglo XVIII.
El escritor y compositor musical pobló sus relatos fantásticos y óperas de simbolismo mágico y ocultista, de referentes alquímicos, de ideas esotéricas y referentes a lo paranormal,56 de salamandras y homúnculos encerrados en frascos alquímicos, de mundos imaginarios y, como en el caso de El hombre de arena, de autómatas, un tema que lo obsesionaba;57 parece que se inspiró para el relato al contemplar algunas de las creaciones de Vaucanson y de Jaquet-Droz.58
Antes de concluir este apartado sobre la vida artificial como autómata, conviene una aclaración: aunque se ha señalado su mito original en las culturas europeas, con Dédalo, y una brevísima genealogía de algunos de sus desarrollos en este continente, ello no implica que aparezca sólo en Europa, como atestiguan tantos episodios de las 1001 noches.59 Al contrario, resulta conve niente apuntar que dicha fabricación de autómatas, de manera estricta o lejana/cercana a lo hermético, también fue un mito en otras culturas.
Frankenstein como el personaje de ficción metaficcional, o el trágico destino del propósito demiúrgico
Tú, mi creador, me despedazarías y te alegrarías.60
Tras la vida artificial del demiurgo hermético como alquímico homúnculo en el matraz, sustituido por un nuevo modelo en el mecánico autómata, en un singular punto de unión entre la ciencia y la magia utópica, la siguiente figura a comentar será un trágico antihéroe romántico, tan fabricado por el ingenio humano como los anteriores: la criatura de Frankenstein, de quien se considera tanto la novela de la que parte el mito como algunas de las películas inspiradas por él, al tratarse de uno de los mitos terroríficos que mejores producciones fílmicas ha suscitado.
Quizá se trate de la figura que ha personificado popularmente la potencia humana para el papel demiúrgico; como otros grandes mitos de la sociedad presente, resulta un mito nacido en el romanticismo. En él se plasma, al mismo tiempo y sin posibilidad para desligarlos, la grandeza de la especie, que le permite fabricar un nuevo ser, y su pecado de hybris, puesto que lo manufactura monstruoso, abominación intrínseca a ese acto genésico, protagonista que arrastrará a todos los actores de la obra hacia lo trágico.61 En cierto sentido, Frankenstein constituye un emblema distorsionado de los poderes contradictorios del ingenio humano, así como también de la quintaesencia de lo estético. Cualquier obra de arte no deja de ser un monstruo de Frankenstein impulsado a la vida por la electricidad mental de su hacedor, de ahí que pueda ser tomado como un relato sobre la propia creación literaria o estética.
La demiurgia como tema cruza toda la novela, incluso en buena medida se cita en el título, con ese moderno Prometeo, dios que no llega a inventar al ser humano, pero sí a otorgarle su inteligencia. Mary Shelley aludía en el título y en referencias en la novela al gran mitema de la modernidad ilustrada: Prometeo, el dios que arriesgó su destino para iluminar a los humanos.62 Sin embargo, a mi juicio, y de manera extraña, uno de los puntos débiles de la novela se halla justo en ese punto demiúrgico, al fallar la narración cuando relata el periodo que lleva al monstruo a la vida; le dedica muy poco espacio y resulta poco verosímil que un simple estudiante que ni siquiera domina los rudimentos de su disciplina llegue a lograr algo inédito hasta entonces para el conjunto de la especie, en la más completa soledad, además. Eso sí, las versiones cinematográficas intuyeron el potencial de dicho proceso y pasó a ser central ya desde la primera película.
En cualquier caso, el estudiante insufla la chispa vital a tejido muerto, un ser compuesto por partes de cadáveres, como es bien sabido, al tratarse de un mito moderno comunitario y bien longevo. Lo que se desprende del episodio es que vida y muerte están entrelazadas, lo que se convierte en la novela en metáfora literaria. Controlar la vida implica manejar igualmente la muerte.63 Pocos pueden sostenerlo con tanta rotundidad como el doctor Frankenstein y su criatura.
Como ya sucedía en el relato de E. T. A. Hoffmann que se comentó un poco más arriba, la novela de Shelley tiene un componente hermético-alquímico notorio. Los autores que azuzan la curiosidad de Frankenstein no son los científicos de la época en que está ambientada la novela (finales del XVIII) sino los alquimistas, verdaderos inspiradores. El doctor sigue la obra de tres de los más famosos herméticos, alquimistas o magos del medievo y renacimiento, alguno ya traído a colación: Alberto Magno (como evidencia probatoria de su importancia en este contexto), Cornelio Agrippa y Paracelso.64 No es hasta ir a la universidad que pasa a la ciencia moderna, inspirado por un profesor de química.
El profesor de filosofía de la religión Jeffrey J. Kripal afirma que ese factor no dual del científico mago, en el sentido de unir alquimia, hermetismo y espíritu científico, conduce la narrativa de la novela.65 Según parece, el conocimiento de lo esotérico podría venirle a Mary Shelley de su padre William Godwin, de tendencia muy liberal, casi preanarquista, y versado en las artes ocultas, aunque su perspectiva para dicho interés fuera ilustrada y, por tanto, desde un punto de vista crítico.66
Esa cuestión se traslada a la pantalla en algunas de las versiones. En la de Kenneth Branagh -Frankenstein de Mary Shelley (TriStar Pictures, 1994)-, el barón se caracteriza como un investigador tanto de la más avanzada ciencia como de la búsqueda alquímica de un Paracelso o un Cornelio Agrippa. Los defiende durante una lección magistral en la universidad, contra las tesis de un profesor cientificista. La ciencia ya ha demostrado siglos atrás que las doctrinas herméticas de ese estilo son puras necedades, acusa el profesor, lo que suscita la ira de Frankenstein. De esta manera, el barón adquiere un perfil más fáustico, de alquimista, no únicamente científico.
Donde más patente resulta el universo alquímico en la construcción del imaginario del monstruo es en las dos magistrales versiones de la Universal Pictures,67 ilustradoras de dicho influjo se diría que, de manera consciente, como mínimo si uno se guía por la pura visualidad, previa a una investigación historiográfica en las fuentes de Whale que lo atestigüen. De hecho, uno de los personajes de la segunda parte de La novia de Frankenstein68 encarna a otro claramente surgido de ese bagaje cultural: Pretorius, en el que resuena Paracelso, quien incluso ha dominado los secretos de la vida como para crear diversos homúnculos, lo cual se muestra en una escena sin que falten los respectivos, rey y reina dentro del matraz (Fig. 3).69
Como ya se comentó un poco más arriba, este modelo de un humano en una botella aparece profusamente entre los motivos iconográficos de la práctica, como en Pretiosissimum donum Dei y Besondere chymische Schriften de Baro Urbigerus (1705), o en varias zonas del Jardín de las delicias del Bosco, lo que ha permitido deducir un influjo del imaginario alquímico en el pintor.70 Pero, lo más relevante concerniente a Whale consiste en que da la impresión de que tal uso fue hecho a propósito.
El saber del doctor pertenece a la filosofía oculta; se lo representa como una versión metafórica de un alquimista, con un pensamiento subversivo para los criterios morales tanto religiosos como científicos del siglo XVIII. Por ello ha de esconderse. Quizá por ese factor hermético los directores de películas sobre el doctor demiúrgico suelen situar el laboratorio en un castillo alejado de las ciudades, o en una torre, una solución que tomó en ocasiones Fisher para la Hammer Films, o en el subterráneo o en partes recónditas del castillo del barón: lo subconsciente de la personalidad y oculto a las miradas indiscretas.
Al retornar al díptico de Whale, además de la formalidad expresionista que se cuela en muchos de los planos,71 otro de sus grandes aciertos es dotar de mucha mayor autonomía a la criatura. En las películas de Whale varias de las secuencias siguen las correrías del monstruo que causa estragos pese a no ser su intención, mientras que la novela, al ser un relato del doctor Frankenstein, queda en buena medida sujeta a él.72
De igual manera, Whale atinó al buscar suscitar simpatía hacia las circunstancias, lo que en la novela también aparecía, si bien de forma mucho más tangencial.73 El monstruo posee el cerebro de un asesino, pero ello no lo convierte en un ser de una pieza. En una poética secuencia de la versión cinematográfica rodada por James Whale, el monstruo busca la luz, aquello de pureza y de entendimiento contenido en la vida, que él, monstruo parido gracias a la fuerza eléctrica -aunque en la novela no se especifique tan claramente-, no puede alcanzar.74 Mucho se ha especulado sobre la homosexualidad de Whale75 que le habría facilitado una mayor empatía hacia lo monstruoso, aunque se aleja de las intenciones de esta investigación.
La referida segunda parte dirigida por Whale, con la novia de la criatura, parte de ideas similares ya exploradas por Mary Shelley. En la novela el monstruo le pone una condición a su "padre" para no matar a sus familiares: debe producir una compañera que sea como él.76 Lo que permite sugerir la soledad del monstruo. Ello provocará el trasvase definitivo entre el ego y su sombra monstruosa (o su daimon). Cuando el creador se niega, la criatura mata a su esposa para que la única manera de mantenerla sea prologándole la existencia como revivida, en una hibridación de lo que en principio serían dos naturalezas opuestas, para sortear la dualidad.
Como en La isla del doctor Moreau -que se comentará más adelante-, tanto la novela como varias de las películas se inscriben en esa tendencia del género fantástico a recelar de la ciencia y del conocimiento, algo imposible dentro de las coordenadas ilustradas, pero que indica un claro cambio de mentalidad, fruto del romanticismo, notorio en esta obra, y que caracterizará al ocultismo del XIX. Según le recomienda Frankenstein al explorador con quien se sincera: "Aprenda de mí -si no de mis preceptos, al menos de mi ejemplo- lo peligrosa que es la adquisición del saber, y cuánto más feliz vive quien cree que su pueblo natal es el mundo, que aquel que aspira a ser más grande de lo que su naturaleza puede permitir".77 Las películas de la Hammer78 dirigidas por Fisher constituyen el conjunto frankensteiniano en el que más clara es esa tendencia de sospecha hacia lo científico. En ellas, el doctor pierde su aureola de antihéroe, que tiene en otras versiones, para retratarlo de una forma mucho más siniestra, en un claro cambio de sensibilidad general. Se trata de un cientificista arrogante que piensa que su investigación no puede dar pie a una aberración. En general, en todas las películas, los planes del mad doctor conducen irremisiblemente, más que a convertir lo mortal en vivo, a justo lo contrario, con funerales a diestra y siniestra, mientras que el destino del doctor con frecuencia se asocia al presidio, cuando no al patíbulo.
En el presidio empieza la primera versión para la productora Hammer-Terence Fisher,79 con el doctor que aguarda turno para ser ajusticiado por sus crímenes. En ella, el tema de la creación artificial de vida se confunde con la misoginia, en una combinación típica del tratamiento centrado en las pulsiones sexuales de la Hammer Films, aspecto en el que difiere en mucho del original. El monstruo deviene la sombra de un doctor Frankenstein ya no sólo obsesionado con su trabajo sino en realidad perverso. Como en la segunda parte y en buena proporción del ciclo Hammer Films, el monstruo ya no será la criatura sino aquel quien la creó, un hacedor pleno de defectos, que carece de autocontrol como para detener su malsano impulso de traer desgracia al mundo, por sus invenciones defectuosas.
El doctor Frankenstein de la tercera parte dirigida por ese director 80 es, sin duda, la encarnación más luminosa de los cinco episodios dirigidos por el gran director británico de terror, un Frankenstein más equilibrado, que presenta algunos propósitos nobles, además de los alucinados, con su afán por experimentar de cualquier manera y con las consecuencias que sean. Se trata, también, de la más hermética.
El doctor idea una máquina capaz de extraer el alma de los cuerpos para conservarla hasta transmitirla a un cadáver que servirá de anfitrión. Intenta ayudar al miembro más miserable de la población, hijo de un ladrón guillotinado, así como a la joven lisiada y con la cara marcada de la que el chico está enamorado. Las dos subtramas se entrelazan para, en ese caso, un uso positivo del frenesí por generar vida de la muerte, proverbial en el barón.
En una historia que, como sucede a menudo en el género fantástico, haría las delicias de Jung por su acumulación simbólica, la psicología profunda proyectada a los fotogramas, en el cuerpo de la mujer tullida convertida en belleza por el doctor Frankenstein acaban conviviendo el alma de la chica y la de su enamorado, una objetivación de los dos principios esenciales, el femenino y el masculino, integrados en un cuerpo por el saber de un heredero de Paracelso; la conjunción de contrarios típica de la búsqueda alquímica. Pero que la muerte de ambos haya sido trágica y que quieran cobrar cuentas pendientes presagia ya los problemas para ensamblar las dos almas.
La mujer con dos almas vive disociada, al seguir los consejos que le da la parte masculina como si fuera un daimon socrático (teoría del daimon que, de hecho, está en el origen de cualquier película sobre lo monstruoso, igual que cualquier obra sobre lo heroico o temas similares). Una pulsión se apodera de ella, y actúa de manera involuntaria, pero infalible para vengarse de los criminales. Poseída por el daimon, los seduce para, belleza medusea y nemési-ca, cobrarse la deuda.
En cambio, El cerebro de Frankenstein, la siguiente película dirigida por el cineasta Terence Fisher,81 resulta la más dura de sus películas con este protagonista, con un doctor Frankenstein más oscuro que nunca. Interviene en el papel de un positivista que enaltece el progreso y la ciencia, al mismo tiempo que extorsiona o asesina a personas porque pueden frenar sus experimentos. El subtexto de lo que exige la ciencia constituye uno de los motivos del mito frankensteiniano, acentuado en la cuarta película de Fisher sobre el monstruo o, más bien, sobre el barón, quizá en el aspecto formal la más interesante y arriesgada.
En la última de las películas sobre el doctor Frankenstein rodadas por Fisher,82 el barón está recluido en un sanatorio mental para criminales; sigue pariendo monstruos del todo defectuosos, pero hace gala de su espíritu científico indómito, por lo que continúa, una vez tras otra, insistiendo en sus pruebas, y exige una nueva oportunidad ya que ésta será, la definitiva.
Para terminar este apartado, señalo un matiz de tipo hermético que existe en la novela, pero que el cine ha descartado. A partir de la versión de Whale queda claro que la malformación del monstruo se debe a que su cerebro esté dañado, ya que perteneció a un criminal. Pero en la novela se justifica su actuación por su naturaleza abominable. Como ya se ha indicado, toda la novela puede interpretarse como los delirios de un hombre dominado por su sombra, o su daimon, que, al no poder ser equilibrada, lo impele a asesinar a sus seres queridos, uno detrás de otro, todos ellos situados por el deus ex machina de la novela cerca del monstruo de manera increíblemente azarosa. Fabrica vida a su imagen y acaba devorado por ese reflejo.
Es más, lo daaimónico sirve para comprender mejor la complejidad psicológica del tema. Esa explicación del relato de un hombre poseído por su daimon ayuda a la historia: sin ello, pierde buena parte de su fuerza, lastrada por unos encuentros fortuitos que pulverizan la verosimilitud interna de lo narrado: no es que se encuentren por azar, es que el familiar protagonista los atrae, sin que ninguno sea consciente de la criatura que se agazapa como su sombra. Como en muchas historias del género, la trama fantástica encubre un proceso psicológico. El relato es creíble porque el narrador no es fiable y sus delirios psi cóticos, dominados por su sombra, han ido atrayendo en sus redes a las pobres víctimas, amigos, familiares, esposa. Ellos sucumbirán a dicha sombra super-poderosa, a ese daimon vaporoso que adapta las formas de su época, tiempos de investigación alquímica-química, fabricado en parte con los restos de otros, la sombra corporizada en un engendro.
Con este apunte sobre lo daimónico en las historias de demiurgos incompetentes, pero soberbios, padres de monstruos que querrían no serlo, termina este apartado sobre la abominable criatura creada por el doctor Frankenstein, un doctor que el imaginario popular ha convertido en el demiurgo humano por antonomasia.
Distopía replicante
'K': I have memories, but... They're not real, they're just implants.
LIEUTENANT JOSHI: Tell me one, from when you were a kid.
'K': I feel a little strange sharing a childhood story considering I was never a child?83
Como último apartado, apunto algunas versiones más recientes de la creación de vida autónoma, hija de la pericia humana. ¿Cómo se ha traducido al presente ese imaginario del demiurgo creador, situado a medio camino entre el artista, el mago hermético y el científico? ¿Cuáles han sido los nuevos avatares del autómata? El tono sublime y terrible que despunta en Frankenstein será en general el más relevante durante todo el siglo XX, tendencia que se acentúa con la era de las distopías apocalípticas tan características de lo que va del siglo XXI.
Ya a finales del XIX y principios del xx la relación analógica humano-autómata se había invertido por completo. Si con Hobbes el universo se pensaba como un entramado de mecanismos, desde esa época ha sido el cuerpo humano o su mente lo que se ha concebido como una versión orgánica -y, por tanto, para algunos incluso imperfecta- de la máquina, tanto en lo físico como en lo psicológico; el cuerpo y el cerebro como un conjunto de resortes que se activarían de manera involuntaria ante los estímulos, con los estudios psicológicos sobre los automatismos reflejos o la histeria, tan en boga en el ambiente cultural del que emergería un Sigmund Freud o un Iván Pavlov. Incluso la tendencia alcanzó a las artes de vanguardia. Por ejemplo, el interés surrealista por la creatividad automática, como en sus experimentos de escritura inconsciente, en cierta forma resulta un intento de lograr ser escritores autómatas; o su uso de maniquíes. O también la explosión en el imaginario popular de los robots, de la mano de la ciencia-ficción.
Durante el siglo XX todavía se mantuvo la fascinación por el viejo muñeco autómata; el antropólogo del arte Taussig refiere la fabricación de uno que representa a Isis, quien tocaba la cítara, vestida con parafernalia egipcia: velos, piel de leopardo y con dibujos de jeroglíficos en la ropa; Isis se apartaba los velos cuando la temperatura alcanzaba 80° Fahrenheit y no se los volvía a colocar hasta que la temperatura no descendía.84 Pero a los autómatas se han sumado figuras como el citado robot, mucho más sofisticadas, o el ciborg, que combina ambas naturalezas, personajes principales de innumerables relatos o películas.
Quizás el personaje más interesante surgió de la pluma de Philip K. Dick, tal vez el escritor de género fantástico más influyente desde la década de los años sesenta; de nuevo, se trata de un autor muy interesado en el gnosticismo, el hermetismo y el neoplatonismo, claramente influido por esas corrientes filosóficas y religiosas.85 Muchas de sus obras presentan figuras de vida artificial. No obstante, la más conocida a nivel popular sea la del replicante, ya que se realizaron dos películas de notable o gran presupuesto sobre ellos: las dos versiones de Blade Runner.86
En ellas se contempla la patética búsqueda de unos robots que desean saber quiénes son sus creadores y por qué los hicieron como son, y que hacen gala de una humanidad paradójicamente ausente en sus creadores humanos, ciegos hacedores ajenos al dolor de sus criaturas. Tanto del demiurgo Tyre-ll de la primera,87 como de Wallace (Fig. 4),88 quien interviene en ese papel genésico, se puede decir que están retratados como dioses patriarcales ajenos al dolor de sus creaciones. Ambos personifican al demiurgo tardocapitalista de la globalización: grandes accionistas de la principal multinacional que ha hecho su fortuna al fabricar replicantes, tan centrales para la economía de esos mundos que sus empresas ejercen de centro sobre las que pivotan sus respectivas sociedades. Y ambos demiurgos patriarcales destacan como genios de la biotecnología.
De hecho, muchos de los temas tratados en Blade Runner89 ya se anunciaban en la novela que inició la tendencia a alertar sobre los resultados de la biotecnología, aunque entonces no se empleara dicho término: La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells (1896).90 El doctor intenta crear nueva vida al modificar el código genético de animales, a los que elimina su parte bestial para que se tornen humanos. H. G. Wells anticipó los resultados de la ingeniería genética, aunque para ello lo expresara en unos términos a estas alturas caducos: la eliminación de pulsiones animales sublimadas para crear personas pertenece más bien al imaginario posromántico del XIX.
En una vulgarización de los términos freudianos, diríamos que el superego doctoral pretende frenar a las fuerzas del ello, el impulso animal de la pura vida sin bios, por medios autoritarios, basados en la exigencia de sumisión a las órdenes del poderoso ego, en este caso el doctor Moreau, quien se sirve del miedo a las represalias, al dominio inapelable de la violencia. El doctor Moreau teme que la ley no contendrá a las criaturas si no la complementa con la violencia represiva. El miedo se cumple cuando los dominados pueden rebelarse, aunque cabe plantearse qué habría sucedido en caso de que no hubiese habido agresiones previas.
La biotecnología ha sido uno de los campos en los que el saber técnico, combinado con las nuevas teorías científicas, más ha permitido plasmar el prototipo de demiurgo humano. La indagación genética como nuevo horizonte que dibuja científicos que intervienen decisivamente en la naturaleza y, por qué no, incluso hacedores de nuevas especies.91 Percatarse de ello ha significado desde entonces un nuevo impulso, y no sólo para la ciencia-ficción.
Un tercer aspecto, junto a los avances técnicos de lo robótico y a la manipulación genética, que destaca en las nuevas variantes de demiurgos tecno-científicos es el de aquellos que diseñan realidades virtuales; el informático de ese tipo también ha multiplicado la capacidad de convertir lo imaginable en realidad fáctica. La realidad virtual se ha pensado como un universo dentro de un agujero de gusano en el que cualquier cosa es posible; ha supuesto una nueva vuelta de tuerca en la creatividad artística, aunque también ha puesto en duda las nociones clásicas de arte, con un mundo cerrado y autónomo creado por el artista al que puede acceder el receptor de la obra; en este sentido, la nueva interactividad ofrecida por los videojuegos, con la posibilidad de múltiples continuaciones, ha obligado a replantearse la noción del artista que fija un desarrollo único, como en la narrativa anterior. Esta cibernética, trufada de teorías del caos, de flujos y de redes para explicarse lo existente, ha visto cómo la materia se ha evaporado cuánticamente para pasar a un marco conceptual lleno de paradojas temporales y realidades alternativas virtuales, objetivadas en la computadora de casa.92
En general, se ha destacado lo trágico de la pretensión humana de crear ya no tanto un cuerpo sino un alma, construcción artificial completa, que se demuestra como vana pretensión al concluir la narración. Así quedará de manifiesto en tantas historias de robots, de replicantes o, como ya se apuntó, en las diversas versiones en torno al mito de Frankenstein. Se pierde el alma porque se la supone innecesaria, se la intenta sustituir con otra fabricada con modernas teorías de energía, electricidad o biotecnología, pero este proyecto acaba por fracasar. Este motivo recurrente del género fantástico de los últimos siglos sigue retornando de manera obsesiva como un fantasma cultural.
Y es que la exploración del transhumanismo y también del posthumanismo, la cirugía estética con fines estéticos o del ya citado ciborg, comparten una idea común: en el trasfondo de ellos se halla la idea de que el ser humano todavía no ha evolucionado lo suficiente, tal y como se trasluce del pos y del transhumanismo a Stephen Hawking o la inteligencia artificial o los replicantes, muy superiores a los humanos. La imperfecta humanidad debe de ser ayudada por la eficiente tecnología robótica, la biotecnología o cualquier otra variante. El progreso, como el show, debe continuar, hasta la perfección absoluta, obtenida gracias a ese ser humano demiúrgico,93 convertido en dios sin necesidad de Dios. Ese ideal ambiguo y tan estimulante como peligroso está en las raíces de la cultura actual, aunque de hecho ya se pudiera percibir en los herméticos del Renacimiento, con sus oraciones a la dignidad del hombre, o en los siglos posteriores, con la creación de autómatas como los de Vaucanson.
La utopía demiúrgica aplicada a uno mismo, con la mente o el cuerpo convertidos en nuevo cosmos que transmutar, tiene una deriva también en la cirugía plástica. El rostro como lienzo, la transmutación plena de la corporalidad perfecta para convertirla en piedra filosofal, con un bisturí que traerá la felicidad plena, el cuerpo entero al fin como naturaleza perfecta. Orlan se transmuta a sí misma en los quirófanos y lo documenta,94 mientras que en películas como Brazil -Terry Gilliam, Brazil (Universal Pictures, 1985)- se burlan de dicha tendencia.95 Apunta Carmen Pardo: "El cuerpo no es algo que se tiene como un legado para ser conservado, puede ser transformado, mejorado".96 Sea la naturaleza con la biotecnología, sea el cuerpo humano con la cirugía plástica, lo que subyace como rasgo común en este horizonte cultural de la globalización y el tardocapitalismo es la aspiración al control absoluto de lo corporal; dominar hasta la más ínfima partícula, igual que si cuerpo y mente no fueran más que un código de información introducido por el usuario, todo sujeto a la voluntad del usuario-consumidor. Si se puede resumir la vida artificial artística de los anteriores apartados como las mezcolanzas elementales realizadas en el atanor, en el caso del homúnculo, el ensamblaje de los mecanismos mecánicos del autómata, tan similares al propio universo, que funcionaría como un reloj, o la combinación de trozos de carne muerta para revivirla, caso del monstruo romántico, en este punto es el cuerpo el que yace pasivamente a la espera del bisturí del técnico humano, listo para ser modelado.
A modo de síntesis conclusiva, en el artículo se han expuesto algunas de las variantes del demiurgo humano, artista, mago y científico, dios hacedor de nuevos seres artificiales. El horizonte cultural de dicho demiurgo artista, con una base filosófico-estético-teológica en el hermetismo neoplatónico, ha mostrado un fuerte influjo de esas teorías durante todo su desarrollo. Pero lo que en el siglo XV se pensaba como un alquimista y su homúnculo, en el XVIII como un autómata vaucansoniano que se diría vivo, o en el XIX, como el antihéroe romántico frankensteiniano, en la actualidad ha tomado formas de replicante, esclavo de los grandes fabricantes industriales y su biotecnología; en cualquier caso, se constata un florecimiento de infinitas imaginativas posibilidades que, tal vez, abrumarían al mismísimo doctor Fausto.