Campobello y la literatura de la Revolución mexicana
La relevancia de la primera revolución social del siglo XX, acaecida en México, fue identificada muy pronto por la narrativa de ficción y con más lentitud en los discursos oficiales y periodísticos de la época. La temprana aparición de Los de abajo (1916) de Mariano Azuela, publicada primero por entregas en 1915 en el periódico El Paso del Norte, inauguró múltiples textos narrativos que en su conjunto han constituido un cuerpo de análisis de gran atractivo para los estudiosos de la literatura mexicana de esa centuria.1 Entre 1910 y 1920, la multitud de acontecimientos, batallas, personajes y geografías involucradas, propiciaron que la historiografía oficial describiera este movimiento armado desde una perspectiva cronológica, coherente y moralmente maniquea.2 La profusión de obras centradas en este conflicto y publicadas desde 1916 hasta alrededor de los años cincuenta influyó en que los lectores tuvieran una visión más cercana del fenómeno. Mediante una gran diversidad de estrategias discursivas, se ilustraron las experiencias en los campamentos y los campos de batalla, las luchas por el poder, la incertidumbre de los improvisados ejércitos, los ideales explícitos o la ausencia de los mismos, ejemplos que la mirada historiográfica ofrecía de manera limitada.
Las novelas canónicas sobre el tema, las de Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos (y otras conocidas e incluidas en antologías, como las de Mauricio Magdaleno y Rafael F. Muñoz) tienden a polarizar a los grupos combatientes, a discutir la revolución sea desde los entresijos del poder, sea desde el pesimismo posterior a la lucha armada, y suelen emplear “un estilo realista escueto” (Vogt 1986: 98). En cambio, la publicación de Cartucho (1931) de Nellie Campobello (Villa Ocampo, 1900-Pachuca, 1986) rompió con las tendencias de la narrativa que abordaron este conflicto armado debido a su peculiar estructura y la manera como reconfigura la noción de género literario (Parle 1985: 201-203; Marco González 2013: 167-189), a la selección de la voz que narra los hechos (Avechuco 2017: 81-83; Keizman 2007: 35-40; Parra 2005: 54-57), y a la manera como representa la violencia (Adriaensen 2017: 29-38; Echenberg 2012: 99-113; Linhard 2003: 30-47, Vanden Berghe 2012: 421-432), por mencionar algunos de los enfoques más nombrados.
Narrados sin eludir la violencia, la crueldad y la existencia de una niñez marcada por el hambre y la muerte, los breves textos de Cartucho (algunos de apenas un par de párrafos) rompen con las normas y los discursos sobre lo femenino y movilizan las representaciones de la masculinidad. A partir de la lectura atenta de tres cuadros:3 “Los 30-30”, “Por un beso” y “Mugre” (Campobello 2000: 69-70; 71-72; 78-80) y su interrelación con otros relatos de este libro, planteo que la voz narradora construye un espectro de significación que tiene como fin ligar al hogar familiar con la tierra de los ancestros. La mugre que recubre la piel de los personajes masculinos, hasta confundirse con ella, fortalece los atributos masculinos estereotípicos, si es asociada a la tierra de origen: al campo, al trabajo y a su potencial para desarticular un orden social autoritario e injusto. El color de la piel, el atildamiento y la limpieza corporal, cuando sirven como dispositivos de discriminación operan como elementos feminizantes que, desde la misma lógica del estereotipo, degradan a los varones. La mugre exterior, impregnada en la dermis por huidas, actos cobardes o intentos de mimetización, se convierte en un símbolo de falta de ética y de la suciedad del mundo interior de los personajes.
Este trabajo se inscribe en una tendencia revisionista de la literatura mexicana, a través del análisis de los relatos de Campobello desde una perspectiva de género. Aunque entre la fecha de los hechos que se cuentan y el momento de la escritura hay por lo menos una década de intervalo, la autora opera con los estereotipos de género de fines del siglo XIX y principios del XX. El desplazamiento espacial también es relevante: Cartucho es escrita en la Ciudad de México, lugar a donde se había mudado la autora desde hacía más de un lustro (en 1923). A principios de los años veinte, esta metrópoli casi había duplicado su población, nutrida por el gran número de personas que arribaron desde distintos puntos del país. Sobre todo, de aquéllos en los que los conflictos bélicos habían sido más agudos (Núñez Cetina 2016: 155). Las características y estereotipos de clases sociales y de género, si bien se generan a partir de enclaves culturales específicos, presentan puntos de encuentro en Cartucho. Así, hay que tomar en cuenta que durante la Revolución mexicana y en las áreas rurales, las personas construían tanto una identidad social como las imágenes sobre los cuerpos masculinos y femeninos, a partir de los recursos culturales disponibles. La masculinización se estableció principalmente a través del performance de género (Cano 2006: 38). Y en este proceso, el guardarropa, la exhibición de las armas y la apariencia en general ocupaban un lugar principal para fijar tanto las identidades sexuales como la pertenencia a un grupo social y étnico determinado.
La limpieza de las viviendas y de sus habitantes, de los cuerpos y sus ropas, intervenía también en el performance de género. Al no contar con agua entubada, “y el líquido debía acarrearse desde las fuentes más cercanas”, tanto el baño como el aseo estaban restringidos. Asimismo, los recursos económicos influían en los hábitos de limpieza (Speckman Guerra 2006: 27). No fue difícil, por tanto, asociar la pulcritud a una clase social que podía adquirir más prendas de vestir, pagar sirvientes que abastecieran de agua las viviendas, lavaran la ropa y bañaran a sus patrones. En Nadie me verá llorar, Cristina Rivera Garza da cuenta del gran número de personas que llegan de otras partes del país, con bagajes culturales diversos que constituían un desafío para las clases sociales más aventajadas: “Julio Guerrero creía que una serie de atavismos culturales y propios de las clases bajas estaban entorpeciendo el progreso y la eventual gloria de la nación. La falta de higiene y de hábitos de trabajo, la inestabilidad de sus familias, la promiscuidad de sus mujeres, el desmedido gusto por el alcohol y otros vicios, y hasta la costumbre de comer alimentos demasiados picantes hacían de este grupo una amenaza real para el país” (1999: 107).
Speckman aporta otros ejemplos “en que se presentan contrastes entre los quehaceres cotidianos de los grupos populares y los modelos de conducta defendidos por las élites y las clases medias” (2006: 41) y cómo repercutían en los hábitos y las costumbres diferenciados para los hombres y para las mujeres. Uno de ellos es la restricción para las esposas y madres de la clase media de circular libremente por los espacios públicos, mientras que quienes no pertenecían a estos grupos sociales tenían que salir a trabajar y formar estrechos lazos solidarios con sus vecinos.
De acuerdo con Ávila Espinosa, en la Revolución no variaron los roles tradicionales de género: “los hombres siguieron siendo los dominantes, el machismo no cambió, la mayoría de las mujeres continuó aceptando la subordinación y las tareas domésticas, en las que empleaban la mayor parte de su tiempo” (2006: 75). La adquisición de rangos oficiales de muchas mujeres en los grupos que se levantaron en armas fue una excepción, pues la mayoría o bien siguió a sus maridos y parejas haciéndose cargo del quehacer cotidiano o permaneció en sus casas, con un nivel mucho más elevado de precarización.
Feminidad y masculinidad, desde el género como un constructo social y cultural, condicionan los pensamientos, los cuerpos y lo que se hace con ellos; asignan atributos y esferas de acción (Lamas 1992: 25-45). En las siguientes líneas, entiendo “masculinidad” como “a collection of behaviors, attitudes, and attributes that men may or may not exhibit (but that perhaps, they ought to…) it is determined more by the judgments of others than by an intrinsic quality” (Irwin 2003: xvii, xviii).4 Si bien las nociones de género cambian con el tiempo y responden a discursos situados en espacios dados, ciertas características permanecen más o menos estables y en México remiten a la idea de “ser muy macho” o “muy hombre”.
En esa línea, los estereotipos de género que Campobello toma como referencia en Cartucho, en función de sus roles, provienen de modelos decimonónicos en el que “las mujeres tenían la función de ser compañeras de apoyo y consuelo de sus esposos, consagradas al gobierno del hogar y a la educación de sus herederos” (Núñez Cetina 2008: 127). La adscripción de las mujeres al ámbito privado, a la vida en pareja, a la maternidad, a la dependencia económica estructura como su contraparte el espacio público y el papel de proveedor para el varón. Mientras que la maternidad constituía un mecanismo de control social para el género femenino, existía una mayor permisividad sexual para el género masculino. En cuanto a sus atributos, éstos se toman como “naturales, eternos y ahistóricos, inherentes al género” (Lagarde 1998: 40). Formulados binariamente, tales atributos se estructurarían en pares como dependencia/autonomía, pasividad/acción, fragilidad/fortaleza, emotividad/racionalidad, entre otros.
Presento, en síntesis, cómo la prosa de Campobello desestabiliza las representaciones tradicionales del sujeto masculino, así como la asociación unívoca de las categorías sexo/género. Para ello los cuatro apartados siguientes cumplen con los propósitos de contextualizar la obra, analizarla y ofrecer unas conclusiones, a partir de lo expuesto. Propongo que tanto el género de la autora como el género literario de Cartucho condicionaron su recepción en sus dos primeras ediciones y que justamente estas dos variables, alentarían décadas después una revisión crítica desde los estudios de género. En el siguiente segmento analizo las tres viñetas que integran el corpus de análisis y establezco las características de sus personajes masculinos, según la clase social a la que pertenecen por su apariencia, su carácter y su comportamiento. En los cuadros abordados es evidente la admiración hacia la valentía, independientemente del sexo de los personajes que la exhiban. El apartado “Mugre y masculinidad” abunda en la disolución de un enfoque dicotómico, al resaltar los atributos estereotipadamente masculinos de las mujeres simpatizantes del villismo y los atribuibles a lo femenino en los hombres villistas, capaces de conmoverse. La limpieza interior contrastaría con la mugre que los recubre, a diferencia de los señoritos traidores, cuyo atildamiento iría de la mano de su cobardía e hipocresía. Concluyo este trabajo abundando sobre la relevancia de la tierra y el hogar, en su relación con la masculinidad y la feminidad.
Dos problemáticas: el género de la autora y el género literario
Para los conocedores del tema es ocioso aclarar la confusión que rodea las fechas del nacimiento y la muerte de la escritora. No obstante, son hechos significativos que han repercutido tanto en la exégesis de su primer libro como en un renovado y creciente interés por su obra.5 En distintos momentos, se mencionó que había nacido en 1909 o en 1912. La autora da por cierta la primera fecha (Carballo 1986: 409), aunque después el historiador Jesús Vargas presentó un acta de nacimiento de 1900, en la que figura el nombre oficial de la escritora (Vargas Valdés y García Rufino 2006: 62): Francisca Luna, con el que firma su primer (y único) libro de poemas, Yo, versos (1929). Tan notoria diferencia de años no es banal. Implica que la voz narradora de los breves relatos de Cartucho es una estrategia literaria que elige a fines de los años veinte. Lo plasmado en el libro no son los vagos recuerdos de una niña y, por lo tanto, el aspecto autobiográfico pierde fuerza frente a las decisiones que en relación con la ficción determina la autora.6
Varios factores explican el largo silencio y la ausencia de aprecio por la narrativa de Campobello, según se ha planteado en distintas ocasiones. Por ejemplo, Cartucho experimentó cierto rechazo por su adhesión a los ideales de Francisco Villa, cuando éste era defenestrado de la causa revolucionaria. Para los grupos políticos de los presidentes Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles (1924-1930) y sus sucesores, también de origen militar y que participaron en esa lucha armada, la figura de Villa resultaba problemática, pues cuestionaba la legitimidad de sus gobiernos.
Los cruces de los estereotipos de lo masculino y lo femenino están presentes desde la autoría misma. Castro Leal describe así los dos primeros volúmenes de Campobello: “Las manos de mamá viene a rematar con una meditación enternecida, los cuadros de violencia de Cartucho” (1971: 925). Este último, sostiene Vanden Berghe, no ofrece “una contrapartida a la barbarie, un tono sentimental o un tema lírico que compensen el tono rudo general” (2012: 423). No cumpliría, entonces, con las expectativas del estilo literario propio de una escritora de su época. La cuestión de que una mujer tocara un tema como el de la guerra y la violencia así como que tomara partido, sin condiciones, por un “bandolero” como era juzgado el líder de “Los Dorados”, también debió de haber pesado ante la opinión pública. Sus estudiosos no titubean en afirmar que sus textos fueron subestimados, a partir de una óptica machista (Aguilar Mora 2000: 15; Glantz 2003; Poniatowska 2007: 27; Pratt 2004: 253-254; Vanden Berghe 2013: 9-11).
En el tiempo de su publicación, la forma literaria elegida por Campobello para dar su versión sobre los hechos bélicos que azotaron el entorno donde vivió (Durango y Chihuahua, sobre todo) debió de haber suscitado una gran confusión si no es que rechazo. Si las minuciosas descripciones, la linealidad de la historia, la rápida identificación de protagonistas y acontecimientos relevantes son algunas de las características de las novelas (muy extensas algunas de ellas) más aplaudidas de este periodo, el vigente atractivo de Cartucho (1931) (y Las manos de mamá de 1937) estriba, sobre todo, en rasgos innovadores que rompen con una tradición literaria bien establecida en México.
Prosa fragmentada, sintética y de una variada velocidad narrativa, Cartucho ofrece episodios entrecortados de la cotidianidad experimentada durante la Revolución. En éstos, mezcla a grandes figuras, enfrentamientos armados de importancia, tomas militares de enclaves estratégicos junto con un numeroso desfile de personas, fusilamientos y ultrajes, calles y pueblos poco relevantes o desconocidos, en lo geográfico y en lo histórico. Las historias del volumen son contadas desde una primera persona (una niña nombrada Nellie) que testimonia o reproduce el discurso de fuentes para ella incuestionables (la Mamá, parientes, vecinos cercanos). Elegir a una pequeña como narradora alienta a “refutar la idea de que las mujeres y las niñas se quedan detrás de las líneas de combate […] y de que no escriben de la violencia porque no la conocen” (Echenberg 2016: 100). Todo ello opera como un franco desafío al canon narrativo que privilegia la elección de un varón protagonista único que guía la atención lectora. Con estos recursos literarios, Campobello dimensiona la huella del conflicto en un multinivel que abarca lo personal, lo comunitario y lo regional.
Los relatos breves de Cartucho funcionan por sí mismos pero también como un ensamble narrativo. Tales estrategias, inusuales en su tiempo y tan frecuentes hoy, con seguridad desconcertaron a un público que prefería una narrativa de estilo realista que marcaba una continuidad con la prosa de fines del XIX.7 “Needless to say, in a generation when ‘virile writing’ was glorified as the future of the Mexican letters, it was not easy for a woman to be succesful writing about anything, in any style” (Irwin 2003: 146).8 Quizás por tantos factores adversos, después de su segundo texto narrativo, Las manos de mamá, Campobello pareció renunciar a la palabra literaria y volcó su creatividad en la danza, ámbito en el que obtuvo un reconocimiento mucho mayor.9
Lo femenino y lo limpio, lo masculino y la mugre
Los tres cuentos de mi interés arrojan información relacionada con la historia oficial sobre esta guerra civil y que en Cartucho se centra, en su mayoría, en lo acontecido en el norte de México. A través de ellos es evidente la escisión existente entre las fuerzas de Venustiano Carranza y Francisco Villa, después de la caída del usurpador Victoriano Huerta (presidente del país durante un corto mandato [1913-1914], conseguido a base de traiciones). Si juntos combatieron a Huerta y representaron la causa revolucionaria, cuando Carranza asume el mando de las tropas “constitucionalistas”, relega discursivamente al ámbito de la ilegalidad a la gente de su ya enemigo e inicia una encarnizada persecución para aniquilarlo. A partir de 1915, el Centauro del Norte comienza a sufrir dolorosas derrotas por parte de los grupos armados de su antiguo aliado, en sus vanos intentos por dominar el centro del país. De acuerdo con Max Parra, las deserciones y las traiciones de la propia gente de Villa lo inducen a replegarse en territorios que le eran fieles, como Durango y Chihuahua (2005: 2).
Ése es el contexto de las tres viñetas que abordaré: “Los 30-30” se ocupa de una clase pudiente que sólo le es leal a Villa por temor. Se trata de caciques y terratenientes que desprecian a los Dorados, integrados casi en su totalidad por campesinos y apoyados por los pobladores de pequeñas comunidades. “Por un beso” propone información de la cual se deduce el momento histórico en el que el líder del norte está siendo perseguido sin descanso en su propia región: “Vamos a traer la cabeza de Villa —gritaban las parvadas de caballería al ir por las calles” (2000: 71).10 “Mugre” tiene como marco la derrota sufrida en el Bajío (en Guanajuato) e insiste en el leitmotiv de la hipocresía de la clase pudiente y sus conductas deshonestas y traidoras.
La aquiescencia hacia el villismo, no obstante sus yerros, es evidente en todo el libro. “Los 30-30” y “Por un beso” son textos contiguos entre sí, lucen idéntica extensión (poco más de una página). En el primero de ellos, los Dorados acusan de desleal al adinerado Gerardo Ruiz; éste termina acribillado cuando trata de evitar su fusilamiento: “llovieron sobre su cuerpo ágil y nervioso como veinte balas, recibiendo nada más dieciséis y quedando con vida. Un 30-30 le dio el tiro de gracia, desprendiéndole una oreja; la sangre era negra negra” (2000: 69-70). El mensaje que le daba la razón y absolvía a Ruiz llega segundos después de los hechos. En “Por un beso”, un soldado indígena de las tropas del general carrancista Francisco Murguía había querido robar, supuestamente, a la prima de la narradora. El general recibe a la Mamá y a la tía y promete escarmentar al ofensor. “Al otro día, a la salida de las fuerzas de Murguía, al pasar por el panteón, de X regimiento sacaron a X soldado, el que nunca había visto a Luisa mi prima […] El hombre era yaqui, no hablaba español, murió por un beso que el oficial galantemente le adjudicó” (2000: 71-72). Lavar la honra como un rasgo estereotipadamente inherente a la masculinidad y como cualidad pública que era necesario defender fue una herencia decimonónica que afectaba tanto a las clases sociales favorecidas como a las que no lo eran (Núñez Cetina 2016: 169). Comprender lo anterior facilita, en el marco de la retórica del texto, “oponer rotundamente a los enemigos, miedosos y traicionadores, a los villistas, valientes y gloriosos aun en la muerte” (François 2014: 386).
Aunque tanto en “Los 30-30” como en “Por un beso” se asesina a personas inocentes, en el primero de ellos, la voz narrativa establece que los villistas aspiran a castigar una traición mientras que en el segundo, los carrancistas fusilan a un indígena sin razón alguna. Los mayos y los yaquis aparecen poco en el libro. Cuando ocurre, no poseen nombre ni desempeñan un rol activo. Matthews afirma que “como la mayoría de las mujeres, los indígenas también sufren la inferioridad perceptible de no tener voz en una cultura hegemónica” (1997: 88). “Por un beso” revela que los indios son mera carne de cañón para los carrancistas. “Zafiro y Zequiel” es una de las excepciones; de ellos, dice la narradora: “Dos mayos amigos míos, indios de San Pablo de Balleza” (2000: 64), con quienes jugaba todos los días cuando pasaban frente a su casa. “Una mañana fría fría” amanecen “tirados frente al camposanto”, cosidos a balazos. Las relaciones entre la niña Nellie y los mayos son planteadas de manera horizontal: ella “los asustaba echándoles chorros de agua con una jeringa” y ellos, jóvenes adultos, corrían disfrutando de esa diversión cotidiana.
La pequeña narradora caracteriza a los villistas con el “epic ethos of strenght, loyalty, and courage” (Izquierdo 2013: 344)11 que, a su vez, es asociado al campo de lo masculino. Algunas veces, las acciones que contradicen a este ethos son disculpadas; otras, son pasadas por alto. En “Los 30-30”, la defensa propia explicaría el acribillamiento del acusado (Ruiz le arrebata “el rifle a uno de los soldados” pero no puede hacer fuego sobre ellos porque el arma se embala). El acusado parecería provocar su sangriento fin: si él no se hubiera precipitado, el jinete que “traía aprisionada” su vida hubiera llegado antes de la ejecución. Alguien que se da cuenta del yerro, se ríe “de la estupidez de los 30-30”. Si bien se reconoce ante todos la equivocación, el texto desliza un conjunto de sugerencias sobre la viabilidad de la traición imputada y atenúa la decisión del general villista Gorgonio Beltrán.12 La masculinidad parecería estribar en mofarse de los errores propios, de la misma manera irreverente como se acepta la muerte.13
Ruiz es descrito como “elegante, nervioso, con una sonrisa estudiada, [de] aspecto londinense”. Se describe a sí mismo como “un caballero” y niega que su dinero provenga de los carrancistas (“era mío, mío, mío”). Los gritos, provenientes “de sus raquíticos pulmones”, aspavientos e improperios contrastan con la actitud de Beltrán, quien “oyó todos los insultos sin levantarse ni mover los ojos” (2000: 69). La descripción aleja en el físico y el comportamiento al acusado de sus detractores. La hipocresía que late en la “sonrisa estudiada”, los gestos de señorito y la posesión de una fortuna serían rasgos impropios de los soldados villistas. La autora establece, así, la múltiple y diferenciada conformación de los simpatizantes del Centauro del Norte, en concreto, y de la lucha armada, en general. Por una parte, alude a los grupos que lo respaldaban por causas ajenas a las reivindicaciones del movimiento en sí. Revela la marcada jerarquización social existente aún en las pequeñas comunidades y transmite “an implicit and explicit empathy and solidarity with a view of the world ‘from below’” 14 (Parra 2005: 49).
A través de Gerardo Ruiz, el segmento pudiente es caracterizado por la ausencia de temple, la costumbre de ordenar y el hecho de experimentar la Revolución apoyándola en lo económico, sólo si forma parte de sus intereses. Las inferencias al respecto son varias. Si Ruiz es torpe en el manejo de las armas es porque otros las han usado en su lugar. Implica que es capaz de contratar a hombres que pueden protegerlo, que puede pagar a otros para que las empleen en un ámbito en el que son útiles (la cacería y la defensa contra animales salvajes, por ejemplo). Esa torpeza delata su pertenencia a una clase económica y social que sólo puede sobrevivir por sí misma mediante los sobornos o la traición.
El porte londinense, pálido y urbano del personaje lo acerca a la herencia europea de los colonizadores, a un dominio ancestral y minoritario sobre una mayoría explotada y rural. El general Beltrán es la antítesis de lo anterior. Hombre férreo, capaz de cumplir y expedir órdenes “con voz suave y distraída”, lejos de exasperarse por la actitud de Ruiz, parecería comprenderlo sin apartarse de su resolución: “Que se lo lleven, ya ha desahogado su cólera, y que lo fusilen” (2000: 69). De una parte, el nerviosismo y los movimientos convulsos de quien se golpea en el pecho y pierde la compostura; del otro, la parsimonia de quien se amasa el bigote “con ritmos cadenciosos”.
Un elemento más de contraste entre ambas facciones se establece con el juego de colores asociados con el matiz de la piel y, por tanto, con la raza y la clase social. El jinete “mecía en su mano trigueña y mugrosa un papel blanco, traía aprisionada la vida de Gerardo Ruiz” (70). Esta suciedad también la lucen los “dieciséis cañones de unos rifles veteados y mugrosos”. La mano morena y costrosa iguala al jinete con los rifles “veteados y mugrosos”.15 Según reza el subtítulo del libro, éstos son “Relatos de la lucha en el Norte de México”. Los villistas son serranos, pobladores de las montañas y las planicies de una zona geográfica dada, las mismas en que nació, creció y se insurreccionó su líder. Se trata de hombres del campo, curtidos por exponerse a la intemperie y para quienes la suciedad es una extensión de la tierra que trabajan.
Tiempo y espacio se funden para cincelar una identidad colectiva asentada con fuerza en la tierra compartida, a lo largo de las centurias. Son campesinos que han tenido que tomar las armas, las cuales lucen como ellos: rayadas, marcadas, manchadas por el uso. Sus rifles dan cuenta de los años transcurridos desde que inició el movimiento, de cómo han pasado de mano en mano, de un dueño a otro; se alude así a los muertos reemplazados por otros hombres que creen en la misma causa. En cambio, la pulcritud del acusado equivale al documento inmaculado que lo exculpa, inútil al fin y al cabo como lo es la palabra escrita para el jinete o para el resto de la tropa. Es absurdo e innecesario, como la elegancia de Ruiz en un contexto de hambre, carencia y muerte.
Mugre y masculinidad
Hay una reiterada disolución de binomios en Cartucho: “lo público y lo privado, lo masculino y lo femenino, la niñez y la adultez, el bien y el mal” (Echenberg 2012: 43). Esto también se presenta en la caracterización de los cuerpos y los atributos estereotipadamente viriles. Por ejemplo, en varios de los relatos, Campobello convierte el bigote espeso en un símbolo de masculinidad. Tabea Lindhard, en su interpretación de “El General Rueda” observa la reiteración de las características del bigote de quien abusa de la Mamá. El mostacho empequeñece cuando, años más tarde, es sentenciado a muerte: “The ever shrinking moustache symbolizes the connections between war, violence and masculinity” 16 (2003: 36).
El sentido general de esa idea se mantiene en “Los 30-30”: la piel tersa de Ruiz, su nerviosismo y pérdida de control lo acercaría al estereotipo de lo femenino en tanto que el grueso bigote de Gorgonio Beltrán, su inmutabilidad ante las ofensas y la seguridad de sus órdenes se relacionarían con lo masculino. La madre, sin embargo, ofrece la misma actitud firme de Beltrán, ante el ultraje del que es víctima a manos de Rueda: “Mamá no lloraba... Pegada en la pared hecha un cuadro, con los ojos puestos en la mesa negra, oyendo los insultos” (2000: 83). La reciedumbre de ella contrasta con la de Ruiz. Mientras que los actos violentos contra la madre, atestiguados por sus pequeños hijos, se ilustran de manera exacerbada en “El general Rueda”, las agresiones contra el civil Ruiz son diluidas en “Los 30-30”. Si Rueda le insulta, el villista Beltrán habla “con voz suave y distraída”, tolera los arrebatos de Díaz y no es él, finalmente, quien empuña el fusil en contra de Ruiz. “Masculinity, then, has more to do with behavior than with the body” 17 (Irwin 2003: 27).
La narradora exoneraría el desacierto de la escolta villista al reiterar lo pusilánime de Ruiz, característica que parecería ligar con su origen social. Las estrechas conexiones de sentido entre los relatos de Cartucho vinculan “Los 30-30” con “Mugre”, relato incluido poco después. Como en aquél, el protagonista es “elegante, distinguido”; “cambiaba de traje todos los días, se paseaba en auto rojo”, pero “odiaba el sol, por su cara y sus manos”. Es, dice una tía paterna de la narradora, “el muchacho más bello que conozco” (2000: 78). La apariencia y la conducta de Ruiz y Díaz son mucho más cercanas al estereotipo de lo femenino, no en función exclusiva de su atractivo físico sino por su preocupación por la vestimenta y la pulcritud, por los comportamientos histéricos y las acciones desleales.
Sin importar el bando al cual pertenezcan los personajes, en su prosa Nellie Campobello tiende a desestabilizar las ideas de lo masculino. En uno de los cuadros más celebrados de Las manos de mamá, “Un villista como hubo muchos”, Rafael Galán viste de blanco, posee una figura ágil, regala nardos, admira la luna (1997: 51-53); Elías Acosta, “famoso por villista, por valiente y por bueno”, “era el tipo del hombre bello” (49); “Pablo Mares era de nuestra tierra”: “hermoso ejemplar” (142, 141).18 La feminización (como la mugre) puede leerse desde una doble codificación que no sólo invierte los roles desempeñados por hombres y mujeres sino que también los subvierte y flexibiliza. Por ejemplo, aparece en los soldados villistas cuando entran “en la esfera doméstico-civil” (Pratt 2004: 262) y funciona como una estrategia de acercamiento a las mujeres y sus familias. O cuando llora, Villa delata su deseo de no verse alejado de los afectos de su pueblo, de su gente. Esa manifestación de lo femenino confirma, paradójicamente, su papel de padre simbólico de la familia norteña, en concreto, y de manera más amplia, de la Revolución mexicana.19 En cambio la feminización de los carrancistas los fragiliza (como indica el bigote empequeñecido del general Rueda), les nubla la razón, los descontrola y los lleva a la muerte.
En el desenlace, la pequeña Nellie (enamorada de él como todas las muchachas de su calle) lo encuentra muerto después de un terrible enfrentamiento entre carrancistas y villistas. Yace el cuerpo “ahogado de mugre”, en un callejón, en forma similar a los muertos carrancistas que “se reconocían por la ropa mugrosa”. La narradora concluye: “José Díaz, joven hermoso, murió devorado por la mugre; los balazos que tenía se los dieron para que no odiara el sol” (2000: 78-80). La mención de la elegancia suele ir aparejada con el germen de la traición. Como José Díaz, Tomás Ornelas, protagonista del texto “La camisa gris” (100), anda “bien vestido”. Desleal y ladrón, Ornelas intenta escapar escondiéndose “debajo del asiento” y en ese estrecho espacio se revuelve “como fiera en jaula”. Nótese la semejanza con el reducido callejón en donde se guarece Díaz, en su intento de huir. O bien, en “La muleta de Pablo López” (98-99), al coronel carrancista Francisco del Arco se le describe como “muy elegante”, “un elegante” y “militar elegante”, lo cual no le impide que mande fusilar al muy herido general villista Pablito López. Valiente, tímido y joven éste; hermoso, perfumado y pretencioso, aquél.
“Mugre” ofrece un subtexto ausente en “Los 30-30” y en “Por un beso”, el de la inmoralidad del joven adinerado que se burla de la tía Toña después de seducirla. Bulle en el relato el despertar amoroso de la narradora, sugerido mediante las emociones atribuidas a Pitaflorida, la muñeca que se “estremece” cuando lo ve y le hablan de él. Este giro agudiza lo apuntado en la viñeta previa, en cuanto a la probable volubilidad ideológica de los dos protagonistas, Gerardo Ruiz y José Díaz: ambos pertenecen a la estirpe de quienes habrían decidido el destino de sus comunidades durante generaciones. Blancos por fuera, son sucios por dentro.20
Así se comprende la hipocresía de Díaz, quien primero solicita tomar un café con la “hermana de papá”, la pretende con insistencia, la seduce y después no vuelve más. Toña se avergüenza, se esconde tras el zaguán, llora a hurtadillas, mientras “él se reía al ver la casa”. La falsedad de las promesas amorosas funciona como una isotopía de su traición a la causa villista y de esta manera se equipara la gravedad de lo ocurrido en los dos ámbitos tocados en este cuento, el privado y el público. Reitera también una temática que opera como leitmotiv del libro, pues la traición, eje de varios de los segmentos del volumen, es causada por la ambición de poder y fortuna. En su conjunto, actúan como elementos explicativos que predicen el desafortunado fin de Francisco Villa, asesinado en una emboscada en 1923.
El intenso poder de alusión es otra de las características de la prosa de Campobello. En ningún momento se afirma que Díaz hubiera apoyado a los carrancistas. No obstante, es explícita la conexión de la mugre de ese bando con el aspecto sucísimo del cadáver. En un relato previo, “El muerto” (2000: 76-77), se refiere a las “frazadas grises” de los carrancistas (77) y Díaz “tenía en la espalda doblado un sarape gris” (79). La narradora encuentra el cuerpo boca abajo, en un muy angosto callejón. Se abre, entonces, un doble significado: le disparan por la espalda como a los cobardes, por refugiarse miedosamente, tal vez por intentar huir. Y también, si no estuvieran en un contexto bélico que penaliza con severidad al desertor, que quien dispara por la espalda es un cobarde. La mancha moral del engaño, al fin, aflora: Díaz ha traicionado a Toña y, muy posiblemente, a la causa villista. De aquí la polisemia de la frase “murió devorado por la mugre”.
Es notoria la ironía subyacente en el relato, al acercar a estos dos señoritos de ciudad con los demás villistas sólo cuando el color de la piel se torna oscura (la oreja de Gerardo Ruiz, “un pedacito de carne amoratada”; las manos, “morenas” y las “uñas negras” de José Díaz). Campobello relacionaría la tierra disputada con un tipo de personas: las trigueñas, las que conocen el suelo en el que han nacido y crecido. Los ejemplos son muchos: Elías Acosta era “alto, color de canela, pelo castaño, ojos verdes… Tenía el color de la cara muy bonito: parecía un durazno maduro” (49); Epifanio “era un hombre delgado, moreno, muy inquieto” (63); el general Tomás Urbina tenía “los huesos forrados de piel morena” (103); Antonio Silva “era alto y prieto”; en cambio, Agustín García que era “pálido, de bigotes chiquitos, la cara fina y la mirada dulce… no parecía general villista” (54). Así, la pertenencia a una raza va más allá del color de la piel e incluye el cúmulo de recuerdos que sustentan historias intergeneracionales al igual que aquellas experiencias comunes, plataforma de las redes primarias de socialización. Pero al mismo tiempo, como argumenta Margo Glantz, la blancura remitiría “a una estética del orden y la limpieza” (2003: 49); uno y otra, quebrados y valorados de manera distinta a raíz del levantamiento revolucionario.
La masculina defensa de la tierra
Campobello configura un sentido de masculinidad al margen del sexo de las personas, adoptando características que provienen de los estereotipos y debilitando otras. Por ejemplo, masculina es la madre que resiste la violación del general Rueda, sin derramar una lágrima: “Mamá no lloraba, dijo que no le tocaran a sus hijos, que hicieran lo que quisieran” (2000: 83), como masculino es Francisco Villa que no puede aguantar el llanto porque los habitantes de Pilar de Conchos le temen y ya no creen en él; se lamenta de ello porque son “hombres que labran la tierra” (136). Masculina es también la suavidad de la voz de Gorgonio Beltrán como la mugre impregnada en los villistas campesinos y sus viejos y trajinados rifles.
Según Pratt, “la propuesta literaria, estética existencial e histórica de Campobello es crear una imagen de las otras revoluciones mexicanas, paralelas a la primera, relacionadas a ella” (2004: 262). El primer conflicto social del siglo XX, entonces, traería consigo la posibilidad de desplazar los atributos de lo masculino y lo femenino, en múltiples sentidos. La Mamá reemplaza al padre ausente, permanece en zonas de guerra muy disputadas, actúa con valentía y fortaleza; provee y protege. Gerardo Ruiz y José Díaz privilegian su apariencia (la blancura y la tersura de la piel) e intentan escapar de la muerte con actos cobardes que son indicios de su moralidad, a partir de cómo se han conducido en sus existencias.
La mugre tendría una doble valencia en el libro; positiva, cuando delata un origen, una clase económica y el arribo de un nuevo orden social; negativa, si la piel se impregna de ella sólo en la muerte; de otra manera, esa suciedad provocaría repulsión, sería eliminada y repudiada como los deseos de cambio por parte de las poblaciones indígenas y rurales. Refugiados en espacios interiores, en los que por tradición se sitúa a las mujeres (como la tía Toña que atisba avergonzada “en la rendija del zaguán”), Gerardo Ruiz y José Díaz encuentran la muerte en lugares públicos y abiertos, en los que no son capaces de encararla con valentía. Amenazantes por ser los sitios de las escaramuzas, la Mamá y la niña Nellie, en cambio, no temen desplazarse, salir de los espacios privados e, incluso, viajar hacia el frente de batalla.21
El sentido de la Revolución mexicana se encaminaría a un forzoso enfrentamiento bélico entre quienes eran dueños de la tierra por derecho propio (por habitarla desde siglos atrás, por trabajarla de generación en generación) y los que se la han arrebatado, debido a un poder ejercido desde la cercanía con una clase política dominante, las ventajas que reporta una mejor situación económica y por formar parte de una clase social y una raza dadas. “Skin color, attire and manner had been instruments of oppression that, to a certain degree, functioned as a dividing line between the opposing groups”22 (Parra 2005: 2). La autora amplía la visión del conflicto al no reducirlo a la oposición entre el gobierno federal y ciertas regiones del país; lo extiende a las inconformidades acumuladas por comunidades unidas en sus agravios (como la Mamá ultrajada) y cuyos miembros intentan protegerse entre sí porque son parientes, vecinos o conocidos: “Le contaron a Mamá todo lo que había pasado. Ella no lo olvidaba. Aquellos hombres habían sido sus paisanos” (2000: 89). Como apunta Max Parra, la lealtad hacia los combatientes que crecieron juntos, dada la cercanía de sus lugares de origen y su parentesco, “determined revolutionary attachments more than did political affiliation”23 (2005: 50).
Hay una adhesión casi incondicional al villismo y esta simpatía se asocia al del valor concedido a la familia, noción que se amplía hacia quienes están unidos por una causa común. Si el hogar va más allá de la casa y alcanza a los vecinos de la calle Segunda del Rayo (Durango) y a los habitantes de Parral (Chihuahua), entonces el hogar es la tierra en la que se vive y la familia, quienes la pueblan. Algunas veces esto importa más que la moral de los personajes (las prostitutas) o su renuencia a unirse al villismo (como el paisano, el general Santos Ortiz). Por encima de ello está el aprecio por lo humano (la ayuda a las personas, sin importar en qué bando militen) y por la vida: “Ella sufrió mucho presenciando estos horrores. Sus gentes queridas fueron cayendo, ella las vio y las lloró […] Narrar el fin de todas sus gentes era todo lo que le quedaba” (2000: 91). De la misma manera en que habla del villista Cartucho, su canto, su voz y cómo paseaba a su hermana pequeña, Gloriecita (47), cuenta la muerte de Gerardo Ruiz debido a una equivocación de los Dorados.
Por último, los temas y los recursos discursivos de Cartucho colocan la mirada lectora en una zona incómoda. Los ojos de una niña pasan revista a un conglomerado de hombres, pertenecientes a las distintas facciones en lucha, pero también a las mujeres, mediadas por la figura de la Mamá o configuradas desde su heterogeneidad, perspectiva insólita en la narrativa mexicana de la primera mitad del siglo XX. La focalización de una autora implícita que dirige la mirada infantil (la cual sólo puede ser articulada una vez concluida la contienda y desde la adultez), desafía los imaginarios que circulaban sobre la Revolución fundados en un binarismo inteligible: acciones y personajes buenos y malos, justos e injustos, legales e ilegales, masculinos y femeninos. La complejidad de Cartucho estriba, entre otros recursos literarios, en la inteligencia con que presenta a los villistas y los carrancistas, en su oscilación entre los atributos de la masculinidad y la feminidad. Campobello no titubea en convertir a Villa y a sus Dorados en seres de carne y hueso, imperfectos, capaces de matar con saña pero también de condolerse y ser generosos. La violencia varonil se plantea, entonces, como producto de los ires y venires de una masculinidad violenta y una feminidad compasiva.
Las historias de Cartucho descansan en una ética de lo real y no en la moral puesta a circular desde el poder del Estado y las clases sociales adineradas. Para ello, estructura un campo semántico en el que el hogar y la tierra son intercambiables como lo son las ideas sobre la masculinidad y la feminidad y su supuesta asociación inextricable a los varones y a las mujeres, respectivamente. De aquí que los relatos de este volumen atraigan una constelación de términos que apartan la obra de Campobello de los imaginarios narrativos del romanticismo, el realismo del siglo XIX o de las tendencias más conocidas del XX, como la novela social, la novela de la Revolución mexicana o la novela de la tierra.