Introducción
Varios investigadores nacionales y extranjeros se han ocupado desde hace unas décadas a escudriñar la presencia de los negros y sus diversas calidades1 en la región de la Península de Yucatán, al sureste de México, entre los cuales cabe señalar a Redondo (1994), Fernández y Negroe (1995), Campos (2006), Restall (2009), Tiesler y Zabala (2012) y Victoria (2014). A pesar de ese esfuerzo, que abarca varios rubros, persisten dudas e inexactitudes acerca de la parroquia de aquella gente y de sus traslados a distintas sedes, así como la referencia de la devoción de su feligresía. Un avance importante sobre el tema ha sido el ofrecido en años recientes por Victoria (2014), quien ha refutado la idea de Rubio Mañé (1943, p. 118) de una primaria iglesia de negros en el barrio de Santa Lucía. La propuesta se complementa añadiendo que la gente esclava y libre del periodo de 1542 a 1620-1650 residía en las casas de los hispanos, en la parte central de la ciudad.
En relación con las incertidumbres antes dichas, nuestros objetivos son señalar y analizar cuáles fueron y dónde estuvieron los sitios destinados a la administración y la religiosidad de los africanos y sus descendientes en Mérida; y, de manera aparejada, cuál o cuáles fueron las imágenes religiosas que se adoraron en esos espacios. Partimos de la hipótesis de que los sitios de administración del componente africano en esa ciudad novohispana fueron tres y que se localizaron en el ámbito “intramuros” de la ciudad,2 con lo que se facilitaba la gestión de aquella población por parte de las autoridades. En ese mecanismo de control que fue la Iglesia, a las personas de origen africano se les impuso el culto a dos imágenes por parte de los españoles y criollos que participaban en las cofradías existentes en esa parroquia, desde el siglo XVII, al menos, hasta el siglo XIX.3
En el mundo hispano colonial, las autoridades religiosas y civiles procuraron atraer a los africanos a la iglesia para acercarlos a la fe católica, asunto notorio en lo estipulado en el Concilio III Provincial Mexicano, en el que se comunicaba a los “amos, la hagan oir [la misa] a sus criados y esclavos”, quienes acudían con los españoles a los templos (Galván, [1585] 1859, p.140).
El compartir culto a unas imágenes, así como la cofradía,4 entre personas de origen africano y españoles o criollos, como se verá más adelante, corrobora la existencia de unas relaciones entre esos dos grupos en Mérida no sujetas a fuertes confrontaciones, y de una esclavitud laxa en comparación con otras regiones novohispanas (Restall, 2009; Zabala, 2012; Victoria y Sánchez, 2015),5 suscitadas en un control social exitoso, aunque no violento. Esta situación se originó no solo por la característica de ser una sociedad con esclavos y no esclavista (Restall, 2009), sino también por el hecho de que la evangelización de las distintas calidades, aunque se dio, fue más intensa en lo teórico que en lo práctico, ya que la preocupación por los indígenas absorbió el interés de la Iglesia y, asimismo, por la buena “conducta” de los negros y mulatos acatando la religión (Vila, 2000, pp. 199-200).
Para la realización de este estudio se recurrió a fuentes primarias en archivos históricos, documentos publicados, investigaciones recientes y un acervo fotográfico.
Un primer espacio. La parroquia del Santo Nombre de Jesús en la catedral
El primer sitio que se utilizó para los sacramentos de los tres grupos sociales -españoles, mayas y africanos- que convivían en Mérida fue la catedral, cuya construcción va de 1542 a 1599, aunque sus bóvedas se cerraron en 1587 (Bretos, 2013, pp. 71, 88-89).6
En la década de 1580, el franciscano Antonio de Ciudad Real apuntaba que, a falta de conclusión de la catedral, los trescientos vecinos españoles de Mérida se juntaban a escuchar la liturgia en una construcción de materiales perecederos, pero que los sacramentos se realizaban en la capilla del hospital, bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario, al menos desde 1577 (Ciudad Real, 1976, II, pp. 339-340; Scholes y Menéndez, 1936, I, p. 59).
A pesar de que aquella obra aún estaba inconclusa, para el 6 de enero de 1582, fray Gregorio de Montalvo le informaba al soberano español de la existencia de cinco cofradías de fieles en ese espacio religioso; entre ellas, una denominada del Santo Nombre de Jesús. Aunque no se menciona quiénes eran los cófrades, es posible que haya sido la hermandad de los africanos, acorde con los datos que se expondrán líneas adelante (Scholes y Menéndez, 1936, II, p. 90).7 Su presencia temprana en un espacio religioso no es asunto extraño, ya que la cristianización era una forma dócil de incorporar a los africanos y sus descendientes al sistema productivo (en el campo o en la ciudad), pues al integrarlos a la religión se les enseñaba la aceptación de su condición8 (Vila, 2000, p. 191).
En 1639, Francisco de Cárdenas Valencia indicaba que en la catedral existían tres curatos: uno de españoles, con dos curas beneficiados y tres cofradías; uno para la administración de los negros y mulatos, esclavos y libres, y otro para los indígenas criados y domésticos existentes en la ciudad.9 Acerca del caso de los africanos señaló:
Tiene este beneficio para su administración asignada una capilla [de las diez que menciona] que es la última de las que están al lado del Evangelio,10 con advocación del Santísimo Nombre de Jesús,11 cuya cofradía está allí fundada con autoridad de los señores obispos. Sustentase esta cofradía con las limosnas que se piden los días asignados, así entre los negros como también entre los españoles porque hay muchos asentados cófrades en ellas (Cárdenas, 1937, p. 50)12 (véase la figura 1).
Fuente: Fernández (1945, I, p. 406), modificado.
La mención de Cárdenas Valencia acerca de los cófrades de la hermandad de africanos, quizá la misma de 1582, no es muy clara en cuanto si ambos grupos estaban en la fraternidad del Santo Nombre de Jesús; sin embargo, los datos que presentaremos aclaran que tanto negros y mulatos como españoles y criollos eran “esclavos” de la misma asociación.13
En referencia a la denominación de la parroquia y cofradía, de importancia debió ser el mandamiento emitido en 1572 por el arzobispo de Sevilla, Cristóbal de Rojas y Sandoval, a sus curas, vicarios, clérigos y capellanes para que promoviesen la erección de una “Cofradía del Nombre Sanctíssimo de Jesús”, con intenciones de acabar con la mala costumbre “tan extendida” de jurar en vano (blasfemia). Aunque hay indicios y documentación sobre estas cofradías desde principios del siglo XVI, un momento fundamental fue la institucionalización de su erección. En el Sínodo de 1572, Rojas y Sandoval estableció unas constituciones generales sobre estas cofradías con el propósito de que se erigieran formalmente en las parroquias de la arquidiócesis sevillana. Con ese fin mandó fundar hermandades que tuviesen como titular el Santo o Dulce Nombre de Jesús (Roda, 2016, p. 241; Romero, 2017, p. 142). Ese mandato se extendió a los territorios de ultramar. En concordancia con esta información, sin duda que la denominación de la parroquia citada, así como el culto en esta, no fue elección de las personas de origen africano, como sucedió en otras partes con diferente devoción, sino de su promotor ajeno al grupo.14
Las cofradías fueron importantes en el proceso de cristianización de los africanos y sus descendientes en la América colonial. Estas eran promovidas por las órdenes religiosas, los propios futuros cófrades libres y esclavos, o, en algún caso, un laico español hacía la solicitud de la creación para mejor instrucción religiosa de sus integrantes. En esas hermandades, los participantes encontraron una forma de mantener su conciencia de solidaridad, su sentido de colectividad y de pertenencia, a través de prácticas religiosas, así como de constituir sistemas de alianzas por medio del parentesco ritual (Roselló, 1998; Vila, 2000; Germeten, 2006; Restall, 2009; Castañeda y Velázquez, 2012; Luna, 2017).
No resulta raro encontrar la participación de diversas etnias o grupos sociales disímiles en las cofradías, a pesar de que, como apunta Gutiérrez (2008), algunas de las hermandades fundadas en el primer siglo de la Colonia no aceptaban a aspirantes que pertenecían a otros grupos, quizá por defender sus intereses o por orgullo.15 Las cosas fueron cambiando con el paso del tiempo, aunque tampoco el proceso fue homogéneo. De acuerdo con Germeten (2006), para el siglo XVIII, las cofradías de africanos y sus calidades se fueron hispanizando por la integración de otros sectores.
En el apuntamiento de Cárdenas Valencia de 1639 se trasluce que esa hermandad tuvo un carácter abierto,16 puesto que incluía gente no propia de un solo grupo social. Otro caso en Yucatán se notifica en la población de Valladolid, donde existía una hermandad que incluía blancos, negros e indios (Restall, 2009, p. 237).
Gutiérrez (2008) indica que las cofradías podían tener dos clases de miembros: tributarios y redimidos según la participación y contribución pecuniaria de estos. Siguiendo a ese autor, cabe indicar que los participantes africanos de una cofradía tuvieron cierto nivel socioeconómico “como los esclavos domésticos, jornaleros o conocedores de algún oficio debido a que eran los únicos con algún tiempo libre y con recursos suficientes para dedicarse activamente a estas prácticas religiosas; la mayoría de ellos ladinos y criollos” (Gutiérrez, 2008). Los esclavos en Mérida eran domésticos; asimismo, a fines el siglo XVIII se apunta la existencia de muy pocos de ellos (Restall, 2009; p. 32).
En el caso de la cofradía aquí mencionada, los españoles eran quienes contribuían con la mayoría de los gastos y donaciones. En Mérida, un ejemplo de la presencia de españoles en la hermandad del Santo Nombre de Jesús es el legado testamentario de 50 pesos por parte del acaudalado regidor y encomendero don Martín de Palomar, el 31 de diciembre de 1611, en beneficio de esa agrupación, de la cual él se decía cofrade, entre otras hermandades de la ciudad. Sin embargo, se crea una duda al señalarse que testó otros 20 pesos “a la cofradía de los Morenos” (Patrón y González, 2010, pp. 210-211).17
Aunque en estas líneas no se pretende abordar el devenir de las cofradías que se apuntan, cabe advertir que, por falta de documentación, se desconoce gran parte de su historia.18 A pesar de ello, es válido pensar que, debido a las acciones diversas que se buscaban a través de esas organizaciones, y por ser la única en la ciudad conformada en mayor proporción por africanos y sus descendientes, en la toma de algunas decisiones pudo haber tenido contrapunteos o rencillas con los cofrades blancos a lo largo de su existencia.
El último dato que se tiene de aquella corporación con ese nombre corresponde a 1671, cuando se abrió el libro 2 de matrimonios para ese grupo, sito aún en la catedral (hoy denominado libro de Jesús María).19 En él se indicaba que era para registro de los “Negros y Mulatos de la esta [sic] Ciudad”, el cual se hizo a costa de la mentada agrupación por vía de su mayordomo, el “Alférez Melchor de la Cámara” (Archivo General del Arzobispado de Yucatán [AGAY], Jesús María [JM], Matrimonios [M], libro [L] 2, f. 0).
Al referirse al libro destinado a un sector preciso de la sociedad (“negros y mulatos”), con seguridad se trata de la cofradía del Santo Nombre de Jesús. Cabe añadir que los españoles continuaban participando en la fraternidad, pese a que el componente africano seguía con el control de la cofradía, como se nota en el caso del mayordomo, a quien consideramos pardo. Si bien en Yucatán se incorporó en las milicias gente no blanca desde fines del siglo XVII (Fernández y Negroe, 2005, p. 18; Restall, 2009), el caso de De la Cámara fue bastante temprano, y con rapidez logró el grado de alférez, pues para 1671 se le menciona con un rango militar equivalente al de subteniente (Marchena, 1983, pp. 74-75).
En el acta de bautizo del hijo de De la Cámara se apunta que el 28 de marzo de 1671 recibía ese sacramento el niño Thomas Casimiro, hijo legítimo “del Alférez Melchor de la Cámara y de María Pérez” (Acta de bautizo de Thomas Casimiro de la Cámara, marzo 28 de 1671, AGAY, Sagrario, Bautizos, 1630-1671, vol. 10, f. 69). En ese libro de bautizos, sin título, también hay asentados algunos hijos de indígenas, pardos, mulatos, e incluso una “niña española” de la que no se anotan los progenitores (Acta de bautizo de la niña española Juana, febrero de 1632, AGAY, Sagrario, Bautizos, 1630-1671, vol. 10, f. 3). Del alférez no se anota calidad alguna; sin embargo, el nombre Casimiro, de su hijo, pudiese develarlo como pardo, ya que en aquel tiempo tal nombre era inusual entre los españoles, no así entre los de ascendencia africana.
Regresando cronológicamente, el libro primero de Jesús María abarca de 1612 a 1665, e indica que era el “Libro de casamientos de mulatos y negros”. Se tiene, entonces, que a partir de ese primer año, al parecer temprano en relación con otras regiones novohispanas, empezó el registro de ese sacramento por libro separado (Victoria, 2015, p. 155).20 A pesar de la fecha temprana de la separación del registro de los matrimonios en Mérida, no sería hasta la segunda mitad del siglo XVII cuando se encargó de manera general a los párrocos que abrieran libros de registro de bautizo, matrimonio y defunciones de acuerdo con los grupos sociorraciales o calidades de su feligresía. La medida tenía la finalidad de ejercer mayor control por parte de la Iglesia y la Corona de la nueva sociedad novohispana que era, de hecho, una sociedad con cierta diferenciación; se buscaba proteger entonces a la “buena sociedad”, demostrar la limpieza de sangre y la fe de los antepasados; en síntesis, tener un mayor control y encausarlos a la vida decente de manera cristiana (Mellafe, 1964, p. 85; Gutiérrez, 1983, pp. 124-126; Gonzalbo, 2013, p. 62).
En el contexto de esa planeada separación se pensó en la salida del grupo de negros y sus descendientes de la catedral, lo que ocurrió en 1686, al concluirse la edificación del espacio para ellos: la iglesia y parroquia del Santo Nombre de Jesús.21 El cambio debió de agradar al componente africano, ya que gozaría de mayor espacio para sus actividades religiosas. De la misma manera, el sector blanco también vio con buenos ojos el traslado de los negros y mulatos a una iglesia ex profeso, cuando no es que los españoles la hayan promovido por intereses propios, a la par del alza demográfica y las normas de separación.
Acerca de la población con componente africano en esa ciudad, los cálculos no pasan de ser especulativos. En estas líneas se apuntan las cifras obtenidas por Fernández y Negroe (2005, pp. 28-35) en su estudio demográfico basado en los libros de matrimonio de Jesús María, con la idea de mostrar el crecimiento poblacional de ese grupo social en Mérida. De tal manera, de 1567 a 1651, los investigadores citados señalan la existencia de 335 individuos de ambos sexos, señalados como negros (35 por ciento), morenos (28 por ciento), mulatos (24 por ciento) y pardos (11 por ciento).
El segundo espacio. La iglesia y parroquia del Santo Nombre de Jesús
La sede religiosa para aquella población se abrió a principios de 1686, bajo la dirección de la mitra encabezada por el obispo Juan Cano Sandoval (1682-1695). Desde el inicio de la gestión de este hasta el fin de 1685, antes de inaugurarse la citada iglesia, se contabilizó un total de 63 casamientos en el correspondiente libro 2 de Jesús María. De esos enlaces, once fueron realizados en la “hermita [sic] de Santa Lucía”, seis en 1685; cuatro, en la ermita de San Juan; uno, en la iglesia de Santiago, y otro más, en el convento de las Monjas (AGAY, JM, M, L 2; Victoria, 2014).22 Las autoridades religiosas permitían a esa población contraer matrimonio en otra sede que no fuese la catedral, sobre todo si uno de los cónyuges era nativo del poblado, como en los casos de Santiago y Santa Lucía. No obstante, el sagrario catedralicio continuó con el tema de su administración hasta su mudanza.
Ha sido infructuosa la búsqueda de documentación acerca de la construcción de esta iglesia destinada para africanos y sus descendientes en Mérida, levantada en tiempos del obispado de Cano Sandoval y de Juan Bruno Tello de Guzmán como gobernador (1683-1688). Únicamente se conoce lo asentado por Rubio Mañé (1945, I, p. 406) en cuanto a que ese gobernante “ayudó con su peculio para la construcción del templo”.
El nuevo espacio para los negros y mulatos se abrió el 15 de enero de 1686, según consta en un registro del libro 2 de Jesús María (1671-1716) que notifica la apertura de la parroquia e iglesia con el título del Santo Nombre de Jesús (AGAY, JM, M, L 2, fol. 43; Victoria, 2014).23
Como se ha adelantado, el cambio a ese nuevo espacio físico pudo tener razones demográficas, de normatividad eclesiástica, aunadas a intereses de vecinos españoles. A pesar de ello, no hay que dejar a un lado el posible deseo del sector africano de tener una mejor sede religiosa, su eventual participación económica para la edificación, así como la prestación de mano de obra para esa tarea.
La edificación del templo por el clero secular, junto con otras obras del siglo XVII (la iglesia de los jesuitas, el convento de Mejorada y el edificio del Ayuntamiento meridano en el costado poniente de la plaza principal), puede ser vista como parte de la consolidación urbana de Mérida y del equipamiento público en los dos primeros siglos de vida de la ciudad (Peraza, 2005, pp. 100-101). Pareciera que la sociedad delimitaba o conformaba mejor sus espacios civiles y religiosos, a lo que pudiese responder, como se ha dicho, el retiro de los negros y sus calidades de la catedral a causa del índice numérico, que iba en aumento, y de lo estipulado acerca de la separación administrativa.
La nueva sede siguió con su actividad de control social a través de la catequesis y, también, del esparcimiento de la feligresía que a ella acudía para las devociones, fiestas y cofradía. La vida cotidiana, marcada por el trabajo y el cumplimiento de los oficios religiosos los domingos y días de fiesta, los rezos antes de la jornada de trabajo y el rosario por el atardecer, debió continuar para los fieles. La parte lúdica y de esparcimiento también prosiguió; la fiesta de mayor lucimiento y goce para los africanos y sus descendientes fue la del Santo Nombre de Jesús, que caía en los primeros días de enero. Referente a esta festividad, en actas del Cabildo Eclesiástico, correspondientes a los primeros días de enero de varios años de la segunda mitad del siglo XVIII, se indica que canceló su sesión con motivo de “la fiesta de toros de los pardos” (AVCMY, Acuerdos del Cabildo Eclesiástico, libro 04, f. 8v., 13 de enero de 1761).24 Sin duda que en las celebraciones de Semana Santa y del Corpus Christi demostraban su “buen comportamiento”, inculcado con la idea del pecado y el castigo.
El nuevo espacio de la iglesia del Santo Nombre de Jesús fue de 12 metros por 24 metros de longitud, hasta lo que sería el presbiterio, y 10 metros más de fondo de este. En total, la nave tenía 34 metros de longitud (Fernández, 1945, I, pp. 406-407) (véase la figura 2).
La planta de aquella iglesia no estuvo en concordancia con la disposición católica de que la fachada mirase hacia el este,25 ya que tenía una orientación norte-sur, quedando el ábside en la primera orientación y la portada en la segunda, quizá por no encontrarse entonces otro lugar apropiado para erigirla acorde con los cánones. En el plano hipotético elaborado por Espadas (2010, p. 19) sobre la lotificación de solares para repartir entre los conquistadores en 1543, la iglesia quedaría en los terrenos señalados como 38 y 39 en la figura 3.26 Al respecto del solar o solares que ocupó la edificación, baldíos en el siglo XVII, se ignora quiénes fueron sus poseedores.
En cuanto a su fisonomía, una fotografía de 1883, atribuida a Pedro Guerra, en la que se ve gran parte de la entonces iglesia denominada Jesús María, puede ofrecer una idea del aspecto que tuvo el espacio religioso erigido en 1686 (véase la figura 4).
Ajeno a lo que pudiese pensarse, la nueva sede de los negros y mulatos de Mérida no estuvo fuera de los límites de la ciudad ni en un área secundaria de esta, sino que se le ubicó en un terreno a la vera de una importante vía en ese tiempo: la calle que conducía al barrio de Santiago, y de ahí la ruta proseguía al puerto de Sisal. El vecindario de la nueva parroquia tampoco era para menos, pues en la casona de enfrente, una de las más antiguas de ese asentamiento novohispano, vivía el capitán Andrés de Mendoza, rico encomendero propietario de la estancia Uayalceh, una de las más importantes de Yucatán al final del siglo XVII (Millet, 1986).
A fines del siglo XVII, los españoles fueron tomando mayor injerencia y poder en los asuntos de la cofradía y, por ende, de la parroquia, ya que el culto al Santo Nombre de Jesús fue cambiado en ese tiempo a favor de la extremeña Virgen de las Montañas. Tal como se decidió la asignación del Santo Nombre de Jesús, gente externa al grupo de ascendencia africana determinó la nueva devoción. Al igual que antaño, los negros y mulatos adoptaron con fe la imagen; para ese propósito, el cura y los promotores de la Virgen debieron de implementar mecanismos.
La apertura de la iglesia para ese grupo dio pie a que se contase también con un espacio destinado para dar sepultura a los parroquianos fallecidos, aparte de la opción de enterrarlos en el interior del templo. Aunque debió abrirse mucho antes, el dato más temprano de ese camposanto proviene de 1722, cuando el obispo Juan Gómez de Parada, tratando de evitar abusos, dictó los aranceles para la parroquia del Santo Nombre de Jesús, e indicó que por cada sepultura que se abriese en el cementerio se tendría que pagar dos reales, y para los que quisieran descansar eternamente en el interior de la iglesia el costo sería de cuatro reales (Solís, 2009, p. 239). El camposanto estaba ubicado al costado noroeste de la iglesia, en el espacio del actual interior de manzana (Actualización del Testamento de Ildefonsa de Marcos Bermejo, noviembre 8 de 1810, AGEY, Fondo Notarial, CD 72, fs. 423-436).
Luego de su apertura, la iglesia del Santo Nombre de Jesús no fue el único sitio donde se casaban los africanos y sus descendientes en Mérida, ya que continuaron los matrimonios en otros espacios ajenos. Ejemplo de una parda que no contrajo nupcias en esa iglesia es Isabel de Acebedo, quien en 1688 lo hizo en la de Santiago, barrio mayoritariamente de indígenas, posiblemente porque el contrayente era maya y residente en ese pueblo/barrio (AGAY, JM, M, L 2).27 El Arancel de 1722 estipuló que los matrimonios de los parroquianos del Santo Nombre de Jesús que estuviesen avecindados en los “pueblos de indios” podrían optar a ese sacramento mediante un pago más elevado. Incluso se hablaba de la posibilidad de hacerlo en la vivienda particular, lo cual costaría mucho más (Solís, 2009, p. 238). Esto indica que en ese tiempo la población de ascendencia africana ya vivía, además de la ciudad, en antiguos pueblos convertidos en barrios cercanos.
En cuanto a la población negra y sus calidades, la cifra ofrecida por Fernández y Negroe (2005, pp. 28-35) para el lapso de 1657 a 1750 es de 834 personas, casi 150 por ciento mayor que en el periodo de 1567 a 1651, citado anteriormente, cuando se señala que había 335 personas de ese grupo social. Entonces los pardos eran mayoría (71 por ciento), seguidos de los negros (20 por ciento). Aunque la iglesia se abrió casi tres décadas después del inicio de este periodo, nuestro interés es señalar la progresión del incremento demográfico de aquella gente.
El tercer espacio religioso. Nueva sede de la parroquia del Santo Nombre de Jesús
Con posterioridad a la expulsión de la Compañía de Jesús de tierras americanas en abril de 1767 por parte del rey hispano Carlos III, en Mérida se clausuraron la iglesia de San Ignacio de Loyola28 y el colegio de San Francisco Javier, que permanecieron cerrados por varios años. En 1772, la Junta Subalterna de Temporalidades de Mérida propuso que el colegio fuese ocupado por un hospital general, administrado por los religiosos de San Juan de Dios, que la nave del convento se utilizase como seminario de corrección de clérigos díscolos y que la iglesia sirviese como sagrario. No obstante, el asunto no se resolvió en todos los casos (véase Papeles varios sobre México y Yucatán, referente a la ocupación de temporalidades de jesuitas expulsos, México, abril 23 de 1773, Biblioteca Nacional de España, mss. 17618, fs. 2, 340).
Dos años después, el 20 de junio de 1774, la Junta, compuesta por Agustín Franco de Echano, vicario capitular; Domingo de la Rocha, asesor de gobierno; Estanislao del Puerto, regidor, y el acaudalado Juan Esteban Quijano, procurador general, determinó que la parroquia de “morenos y pardos” que existía en la ciudad, después de 88 años de permanencia en su iglesia, se trasladase al extemplo de la orden expulsada (AGI, exp. sobre el establecimiento de la Universidad, México, leg. 3101; Sierra, 1846, p. 259) (véase la figura 5).
El nuevo espacio “intramuros” que ocupó el componente africano, a corta distancia de la catedral, era más amplio que el anterior, con una longitud de 39.55 metros y un ancho en el crucero de 27.27 metros, con lo cual el área de asistencia de fieles era de mayor capacidad (Fernández, 1945, I, p. 383).
En su traspaso al nuevo asiento, el nombre de la iglesia se mudó y también pasó a ser la sede de la parroquia del Santo Nombre de Jesús (AGAY, JM, M, L 14, fol.1), señalada en muchos casos como “del Jesús”, al igual que lo había sido el lugar de proveniencia inmediata. Después de la salida de los originales fieles, la antigua iglesia para los “negros y mulatos” desde 1686, siguió siendo llamada “del Jesús” o, bien, “del Jesús viejo”, en relación y comparación con la designación que recibía la que entonces ocupaban: el Jesús nuevo 29 (AGI, exp. sobre el establecimiento de la Universidad, México, leg. 3101).
En la nueva parroquia, los ahí administrados seguirían los asuntos jurisdiccionales, administrativos, religiosos, oficios sacramentales y ritos de la época, a la vez de los temas lúdicos, siempre en el contexto de la religiosidad y el control de la población. Asimismo, al igual que en el pasado, los españoles y criollos, tal como comenzaron a hacerlo desde la anterior sede, tuvieron activa y aún más notoria participación en asuntos de la cofradía y de la vida religiosa.
Por otra parte, el sector de la población africana y sus descendientes siguió con la tendencia al incremento demográfico, entonces con 81 por ciento con respecto del periodo anterior. Para el lapso de 1751 a 1797, Fernández y Negroe (2005, pp. 228-233) señalan la existencia de 1 024 individuos de ascendencia africana, entre los que predominaban las denominaciones de mulatos (41 por ciento) y pardos (39 por ciento), aunque indican que seguramente entre los primeros estaban incluidos muchos de los segundos. En 1774 -intermedio en el lapso trabajado por los citados investigadores-, la parroquia del Santo Nombre de Jesús se trasladó al extemplo jesuita, por necesidades de espacio, como se ha apuntado, aunque quizá también por el interés de los españoles de contar con un edificio más elegante y acorde con su prestigio social.
El acrecentamiento de aquella población continuó, pues un padrón parroquial señala que en 1802 los administrados en la del Santo Nombre de Jesús sumaban 2 373 individuos, reportados en los barrios de Santa Ana, Santiago, Mejorada, San Cristóbal, Ermita, “Ciudad intramuros” (AGN, Justicia Eclesiástica, exp. 6, fol. 124). Cuatro años más tarde, en el registro titulado “Estado que manifiesta el número de almas de que se compone esta Parroquia del Dulce Nombre de Jesús”30 se dice que la población era de 6 051 individuos, todos señalados como pardos (Arrigunaga, 1982, p. 152). En comparación con el censo de cuatro años antes, la cifra de feligreses subió más de 150 por ciento, por lo que habría que pensar en un interés del cura beneficiado por un conteo más “exigente”, lo que, a su vez, redundaría en mayores ganancias para él, sin dejar de pensar en posibles errores en alguna de las cifras.
Ese espacio estuvo en funciones para las personas de origen africano por 48 años, desde 1774 hasta 1822, cuando desapareció la parroquia debido al mandato del 17 de septiembre de ese año que preceptuaba la abolición de las distinciones por origen. Posteriormente, la iglesia sería ocupada por la Tercera Orden de Penitencia (AGN, exp. Instruido sobre la división de parroquias de la capital de Mérida de Yucatán, Justicia Eclesiástica, t. 6, fs. 124v.-125; Sierra, 1846, p. 259).31 Con ese hecho concluyó el tercer espacio administrativo y de control que ocuparon los negros y sus calidades en Mérida (véase la figura 6).
Nota: Se indican los tres espacios administrativos y de religiosidad de los negros y sus calidades, del siglo XVI al XIX: Catedral (¿?) a 1686; Santo Nombre de Jesús, de 1686 a 1774, y la exiglesia jesuita a donde se trasladó su parroquia, de 1774 a 1822.Fuente: Restall (2009, p. 217), modificado.
Los diversos sitios donde se administró a aquella gente se localizaron en la parte “intramuros” de la ciudad, asunto que seguramente respondió a que a esos lugares de la parroquia también acudían españoles de cierta importancia económica y social, sin dejar de considerar posibles cuestiones de seguridad, a pesar del aparente buen comportamiento de los fieles.32
Imágenes de culto en la parroquia, siglos XVI-XIX
El culto en la parroquia del componente africano fue al Santo Nombre de Jesús desde el siglo XVI. En un inventario de la iglesia de 1698 se dice que la imagen principal era la del Niño Jesús, con diadema y cruz de plata, en advocación de la titularidad.33 A pesar de ello, a finales del siglo XVII esa devoción fue suplantada por la del culto a Nuestra Señora de las Montañas (libro de Inventario de los bienes de la Iglesia Parroquial del Dulce Nombre de Jesús, 1696, AGAY, sec. Discipular, serie Inventarios, caja 822, lib.1).
De las advocaciones marianas veneradas en suelo novohispano, e incluso hispanoamericano, es la primera ocasión que se encuentra a la Virgen de las Montañas, cuyo culto inició en la región de Extremadura, España, cerca de 1621, por el ermitaño Francisco Paniagua (Ortí, 1949, pp. 24-26). La llegada de esta devoción a tierras yucatecas pudo deberse a los vínculos que las familias avecindadas en Mérida siguieron manteniendo con sus antepasados extremeños, asunto que fue ocasión para que se importase esa otra devoción. Es llamativo que en la iglesia para los africanos y sus descendientes se cambiase la imagen devocional primaria por otra, distante de la feligresía original, pero representativa para los españoles y criollos que participaban en la cofradía. La intrusión hispana en la hermandad probablemente era mucho más notoria en esos años, por lo que el cambio de devoción, aunque debió tener alguna significación para la población negra, esta no tuvo más opción que también hacerla suya. Sin duda que para el párroco el cambio se tradujo en mayores ganancias económicas provenientes de los fieles españoles y criollos, además del sector de origen africano.
Respecto de la religiosidad de los negros y mulatos, Castañeda (2015, p. 151) opina que no existió una advocación que dominara en la fe de los asentados en la Nueva España, ya que la Virgen María, Cristo y numerosas santas y santos, incluidos las y los de color, estaban presentes en sus manifestaciones religiosas.34 A esas devociones cabe ahora sumar la de la Virgen de las Montañas, aunque era un culto compartido.35 Por el lado de los parroquianos de procedencia africana, el caso es ejemplificado por el pardo Eugenio de Acosta, capitán que, en abril 12 de 1690, legó en su última voluntad “50 pesos para la cofradía de Nuestra Señora de las Montañas [y] 50 pesos asimismo para la dicha parroquia del dulce nombre de Jesús” (Testamento del Capitán Eugenio Acosta, 12 de abril de 1690, AGEY, fondo Notarial, CD 1, fols. 222-226).
Por el lado de los criollos, se tiene también un dato de importancia. En el traspaso a la nueva sede de la parroquia en 1774 se trasladó igualmente el culto a la Virgen de las Montañas. La mudanza le resultó beneficiosa, pues continuó con más fuerza por los buenos donativos que sus ricos devotos españoles y criollos otorgaban. Antes, quizá por estar en una iglesia creada para los negros y mulatos, condicionaba a algunos feligreses blancos, pero le favoreció el cambio al templo que había sido de la Compañía de Jesús.
En esa ocasión, el ejemplo se tiene en Juan Esteban Quijano, perteneciente a una de las familias más ricas de la región y allegada al gobierno de la ciudad y de la provincia (Machuca, 2013), cuyo clan familiar era conocido como poseedor de esclavos; sin duda, fue el que más tuvo en la región yucateca: de 1710 a 1789 se le reportan 57 personas de ambos sexos en estado de esclavitud (Restall, 2009, p. 60). Cabe recordar que Quijano había sido integrante de la Junta de Temporalidades que decidió el traspaso de la parroquia al extemplo jesuita, por lo que es posible que desde antes fuese participante de la cofradía, misma a la que pertenecían sus esclavos.
Esta persona fundó una obra pía el 1 de abril de 1788, y destinó su estancia ganadera denominada San Antonio Xiat, cercana al poblado de Cansahcab, para que sus réditos anuales solemnizaran la fiesta. Nombró mayordomo de esta a su hijo Juan Esteban Quijano y Zetina. Un mes antes había redactado su testamento, en el que indicaba que parte de los réditos de la estancia servirían para costear misas, sermones y procesión en la iglesia del Santo Nombre de Jesús, y que en su entierro la procesión estuviese encabezada por la imagen de la Virgen de las Montañas (Testamento de Juan Esteban Quijano, 1 de marzo de 1788, AGEY, fondo Notarial, CD 25, fol. 225).
Por si queda alguna duda sobre la devoción del acaudalado criollo hacia esa imagen, entre los oficios notariales relativos al empleo de las ganancias mencionadas, se apunta su destino a “la celebración del Dulcísimo Nombre de María Santísima Señora Nuestra bajo la advocación de las Montañas que se celebra en la parroquia de Pardos, del Santo Nombre de Jesús” (Notas de pagos de rentas, 1 de abril de 1789, AGEY, CD 25, imágenes 833-836).
El hecho de que fuese un culto practicado por los españoles, criollos, africanos y sus descendientes en una iglesia para los negros y sus calidades no debió de ser para ellos algo ajeno, pues la interrelación entre esos dos sectores sociales ya había acontecido con anterioridad desde la cofradía del Santo Nombre de Jesús, en la catedral.
En cuanto a la fiesta religiosa, la advocación mariana de la Virgen de las Montañas se celebraba el domingo que le sigue al 8 de septiembre, día dedicado a la Natividad de la Virgen María, acorde con la liturgia.
Debido al empuje de los hispanos y criollos, la devoción a la Virgen de las Montañas sobrepasó los límites parroquiales, puesto que en octubre de 1758 esta advocación mariana fue una de las fiestas votadas por el Ayuntamiento de Mérida. En el documento se lee que los regidores habían decidido otorgar 25 pesos para la fiesta de San Juan Bautista; 80 pesos para la fiesta de San Bernabé, patrono de la ciudad, y “treinta pesos para el novenario y rogación de Nuestra Señora de las Montañas en su santuario” (libro de Acuerdos de Cabildo y otros documentos, Mérida, 1 de enero de 1757-30 de julio de 1764, Biblioteca Virtual de Yucatán, LMEP-003, ficha 49389, imagen 66). El hecho de que el cabildo asignase recursos para la fiesta de una imagen religiosa que se encontraba en una parroquia para negros, mulatos y pardos es indicador de que los españoles también concurrían a los servicios de culto en honor a aquella Virgen. El festejo de la Virgen de las Montañas fue, hasta la segunda década del siglo XIX, uno de los más votados para la ciudad (AGN, Instituciones coloniales, Real Hacienda, Propios y arbitrios, vol. 40, exp. 3 [1795-1820], Propios de arbitrios del Ayuntamiento de Mérida, 1814-1817;36 AGI, México, vol. 3098a).
A pesar de que era una devoción compartida, la participación de ambos sectores en las fiestas de la cofradía se restringía a la procesión, en que se sacaba el estandarte de la casa del Ayuntamiento con dirección hacia la iglesia del Santo Nombre de Jesús y a la misa que se oficiaba, pues el convite por aquella fiesta religiosa se reducía exclusivamente a los miembros del Cabildo y al clero (Martínez, 1993, p. 165). Es probable que esta situación haya ocasionado conflictos entre ambos grupos. En Mérida, ante la falta de información, se desconoce si debido al contexto de la esclavitud laxa o doméstica existente, aunado a pardos con recursos económicos, pudo darse alguna participación conjunta más allá de la señalada.
El culto a esta advocación mariana no desapareció con el fin de la época colonial al cerrarse la parroquia del Santo Nombre de Jesús en 1822. La devoción se mantuvo en la misma iglesia por la feligresía de los antiguos sectores sociales que acudían a ella, pero quizá era más notoria la presencia e influencia del sector señalado hasta hacía poco como blanco.37 La devoción a la Virgen de las Montañas, hoy inexistente -sin conocerse siquiera una imagen certera de esta-, prosiguió hasta la primera década del siglo XX, cuando aún se hacían novenas en su honor en el templo conocido por entonces como Tercera Orden.
Consideraciones finales
La existencia de tres espacios de religiosidad, administración y control para los negros y sus descendientes por 240 años en Mérida (1582-1822), la parroquia en la catedral, la del Santo Nombre de Jesús (1686) y la exiglesia jesuita, es significativa porque denota su presencia a lo largo de la vida colonial en la Mérida novohispana, resalta la importancia de dichos centros en la vida espiritual, festiva y lúdica de los feligreses de ascendencia africana y ejemplifica el control hacia aquella población. Aunado a estos puntos, no pasa inadvertido que, a lo largo de esos años, los españoles siempre estuvieron presentes en esos espacios, que podrían pensarse ajenos a ellos. Sin que esto último importe, para los negros, mulatos y pardos de la ciudad, contar con un lugar significó, además de un escenario para lo ya mencionado, el punto de unión y reconocimiento en su ascendencia, desde el cual se podía negociar y hacer sentir su presencia.
En cuanto a la devoción, desde el siglo XVI se le impuso al componente africano de Mérida la del Santo Nombre de Jesús, que a fines de la centuria siguiente fue suplantada por una imagen mariana de nueva devoción en España: la Virgen de las Montañas. La procedencia extremeña de familias radicadas en la ciudad posiblemente dio pie a que los españoles participantes de la cofradía abierta tuvieran injerencia en la hermandad para imponer una nueva imagen devocional, con lo cual se lograría una mayor hispanización de la congregación en el siglo XVIII. La importancia que llegó a tener ese culto a mediados de esa centuria, más allá de la cofradía, provocó que el Cabildo sufragara parte de los actos religiosos.
Esa larga presencia de los africanos y sus calidades en los tres espacios con la participación del sector hispano habla de relaciones entre ellos que no parecen reflejo de una sociedad en extremo jerarquizada social y étnicamente, sobre todo en el siglo XVIII. Si la convivencia, aunada a la ausencia de noticias acerca de alguna resistencia por parte de los negros, mulatos y pardos en aquellos dos siglos y medio, es indicio de que el poder ejercido desde arriba no adquirió una forma violenta en esa sociedad de esclavitud laxa, asimismo es ejemplo de que el control deseado se realizó de manera exitosa.