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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.79 Michoacán ene./jun. 2024  Epub 17-Jun-2024

https://doi.org/10.35830/treh.vi79.1737 

Reseñas

MIJANGOS DÍAZ, Eduardo Nomelí y Enrique GUERRAMANZO (Coords.), Genealogías de la violencia en Michoacán Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, 2020, 304 pp.

Natalia Aguilar López1 

1Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

MIJANGOS DÍAZ, Eduardo Nomelí; GUERRA MANZO, Enrique. Genealogías de la violencia en Michoacán. 2020. Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, Morelia: 304p.


En el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades, no existe un concepto más o menos homogéneo con respecto a la “violencia”. Incluso en el ámbito sociopolítico, se le refiere de manera instrumental para hacer alusión a ciertos comportamientos que reflejan ideas y valores, vinculado además como prácticas discursivas, e incluso como ideología.

En relación con el Estado, se le menciona como un fenómeno de naturaleza colectiva en el espectro de la dominación. Recuérdese aquí la clásica noción weberiana del Estado como un ente monopolizador de la violencia en un plano nacional. Pero la noción de hegemonía ha desplazado el entorno de su estudio a escenarios de mayor complejidad, en donde ciertos grupos, en condiciones de poder, imponen esquemas de dominación mediados por la violencia en cualquiera de sus manifestaciones, en función de intereses específicos. La amenaza o imposición de una violencia deliberada, es decir, mediante formas de agresión directas o indirectas, genera a su alrededor la reprobación moral, e incluso religiosa de tales prácticas, pero en absoluto disminuyen su preponderancia como formas explícitas de dominación.

La presencia de la violencia como un elemento inherente en los procesos históricos de la formación del Estado, también confiere un sentido “fatalista” en el devenir de las sociedades, como una condición humana “inevitable” (quizás aquí valga recordar al Angelus Novus de Walter Benjamin y la visión apocalíptica del desarrollo social). Como fuere, la violencia se encuentra íntimamente relacionada en la narrativa de la historia, como una especie de dualidad entre la estabilidad y el conflicto, entre la guerra y la paz, en donde pareciera visibilizarse una cíclica condición histórica: periodos de paz anteceden a periodos de violencia disruptiva y, estos a su vez, a periodos nuevos de paz y estabilidad (Octavio Paz, por cierto, veía con cierto pesimismo este círculo vicioso en la historia de México independiente, evolucionando de la anarquía a la dictadura, y de la dictadura a la anarquía).

La violencia física, directa, pero también simbólica, adquiere sentido con propósitos de dominación política, pero transita también a formas complementarias en el ámbito de la sociedad y de la cultura. El lenguaje de la dominación es complejo y produce también reacciones para resistir y negociar formas hegemónicas de control, es decir, un lenguaje contencioso. Así, consenso, coerción y resistencia están presentes como actitudes efectivas en el plano de los comportamientos sociales y resultan medulares en aquello que Thomas Benjamin mencionaba como “formas cotidianas de la formación del Estado”.

Dicho lo anterior, Michoacán es de particular interés nacional al constituirse como uno de los escenarios más mediáticos de la violencia en el país. En páginas de internet o en los diarios locales y nacionales, se revela esa realidad y por ello la necesidad de abordar el fenómeno de la violencia de manera retrospectiva y con un propósito puramente académico, lejos de la estigmatización y del sensacionalismo a que son proclives ciertos medios de comunicación. Ese es el interés personal manifiesto de Enrique Guerra Manzo y de Eduardo Mijangos, por aportar una mirada en perspectiva histórica del fenómeno de la violencia en Michoacán en el transcurso del siglo XX. El esfuerzo de los coordinadores se vio coronado en este libro en donde se presentan diez textos, producto del esfuerzo intelectual de los autores para abordar distintos escenarios de la violencia. De la lectura de esta obra colectiva, podríamos formular algunos comentarios, a manera de síntesis.

El escenario entre 1910 y 1940, los años que constituyen el periodo de la Revolución mexicana, se caracteriza por una violencia social proyectada por movimientos políticos, agrarios y religiosos, principalmente. De allí que el desbordamiento de la violencia revolucionaria significó para el estado una crisis de gobernabilidad, el colapso paulatino de las instituciones, la erosión del poder político y la movilización popular. Los textos de José Daniel Robles, Pablo Escalante, Eduardo Mijangos y Enrique Guerra Manzo, observan este periodo de manera complementaria. Robles Cira aborda la revolución maderista a partir de la emergencia de pronunciamientos armados locales que generaron el desborde de la violencia desde el “pueblo bajo” (chusma, plebe, canalla, etc.). Fue una violencia popular “descontrolada” e impulsiva que tuvo como su escenario más apocalíptico la toma de Puruándiro en junio de 1912, al desatarse ahí la anarquía colectiva: robos, incendios y asesinatos en forma desmedida; el colapso en pocas horas de una de las ciudades más importantes del estado. En su texto, Pablo Escalante analiza la lucha de los constitucionalistas michoacanos contra el ejército federal huertista, un escenario marcado claramente por la irrupción del gobierno federal en contra de los distintos grupos que, asumidos como constitucionalistas, lograron imponerse militarmente hasta convertirse en la facción dominante de la Revolución mexicana.

Pero esa facción constitucionalista enfrentó rápidamente un proceso de división interna. Tal como lo muestra el texto de Eduardo Mijangos, las luchas por el poder nacional cobraron factura en entidades como Michoacán en donde la ausencia del Estado nacional y la prominencia de ejércitos rebeldes, caracterizó el periodo de 1917 a 1920 como el de mayor violencia social en la entidad. Y al amparo de ese contexto, cobraron fuerza inaudita personajes como José Inés Chávez García, el temible “bandolero” popular quien ejerció la violencia de manera indiscriminada contra sus enemigos de facción y, de paso, también contra la población civil (asesinatos, violación de mujeres, robo, saqueo, incendio, extorsión y secuestro).

Por su parte, el trabajo de Enrique Guerra Manzo, es un panorama revelador que señala una especie de “oleadas” de violencia en el largo periodo de 1920 hasta 1980. Corresponde, según el autor, a las distintas fases en las que se reconstruye el Estado posrevolucionario en Michoacán. Guerra Manzo propone dos grandes etapas del desarrollo de la violencia: 1920 a 1940, en donde los protagonistas son bandidos, agraristas, hacendados, católicos y anticlericales. El Estado, al tomar partido por algún grupo o facción, direcciona la violencia, acelerándola o encapsulándola. Es una forma de violencia institucional que se direcciona a partir de ciertos “agentes de la violencia” o Brokers, es decir, intermediarios que promueven o negocian las cotas de la gobernabilidad.

En el periodo de 1940 a 1980, Guerra Manzo observa que disminuye la violencia política y religiosa, pero persiste la violencia agraria en la entidad. Es cuando empieza a manifestarse el mercado de lo ilícito, esto es, la presencia de violencia organizada vinculada con el trasiego de enervantes. Es un periodo de cierta oscuridad por la complejidad de fenómenos asociados con el narcotráfico. Para frenar la violencia, el Estado acudió al ejército federal, a defensas rurales y a pactos de civilidad entre los actores en pugna (bandas delictivas, particulares y agentes gubernamentales, policías locales), pero no logró frenar la criminalidad. El autor considera que estas “oleadas” de violencia instrumental transitan entre ambos periodos y se entrelazan en distintas formas con intensidad en regiones como la tierra caliente y la sierra-costa, particularmente violentas en todo el periodo de estudio.

Los siguientes dos textos valoran el contexto nacional de la violencia, pero teniendo presente a Michoacán en sus respectivas narrativas. Carlos Noyola y Miguel Ángel Urrego, analizan la supremacía simbólica del narcotráfico. De la misma manera, Miriam Bautista observa los “daños colaterales” en los ciudadanos comunes, situación derivada de la lucha frontal contra el narcotráfico en México. Ambos textos dimensionan su análisis en la cruzada nacional, también llamada “guerra” contra el narcotráfico que se pronunció a partir de 2008 y cuyo escenario inicial fue Michoacán (lugar de origen del presidente de la República), generando una nueva geografía de la violencia en donde el Estado mexicano, notoriamente perdió los territorios en disputa. Ante esto, señalan los autores, el modelo estadounidense de combate a las drogas en que se inspiró la estrategia calderonista, solo propició profundos desequilibrios traducidos en una violencia exponencial en todos los sectores de la población civil.

En el escenario contemporáneo, Verónica Oikión Solano visibiliza la violencia contra las mujeres en el Michoacán, particularmente la forma en cómo se vulneran y obstaculizan los derechos ciudadanos. Oikión considera que las violencias se encadenan unas a otras (estructurales, culturales, directas o indirectas) y se plasman en una diversidad de formas de agresión sobre las mujeres en diferentes espacios sociales. En el ámbito micro espacial y comunitario, se percibe a través de ofensas verbales, hostigamiento sexual y violaciones, principalmente. Más oculta se encuentra la violencia intrafamiliar y conyugal, pues al concebirse como un espacio de competencia de padres o de parejas, su manifestación suele “naturalizarse” y con ello invisibilizarse. Por ello, considera la autora, que si no se promueve la igualdad social y la equidad de género, “será imposible revertir la violencia contra las mujeres y reconstruir el entramado social”

Uno de los últimos trabajos aborda el fenómeno de la violencia intrafamiliar a través de un diagnóstico comunitario en la ciudad de Morelia. Al respecto, Guadalupe Trejo Estrada formula la estrecha vinculación entre violencia y comunicación como una estrategia para el mejoramiento de las relaciones interpersonales. En el siguiente trabajo, Berenice Guevara y Tania Ruiz, se ocupan de la construcción de los “imaginarios del miedo” en torno a las pandillas urbanas a través de la consulta de la nota roja hemerográfica (La Voz de Michoacán entre 1995 y 2005), un discurso periodístico que convirtió al pandillero común “de ser un actor sin mucho protagonismo en la delincuencia cotidiana a ser un personaje vinculado al crimen organizado”. Finalmente, Rosa Margarita Sánchez Pacheco propone la categoría “pedagogías de la violencia” como una ventana desde la cual reflexionar el fenómeno de la violencia y su impacto sobre los sujetos, así como valorar las posibilidades de generar contrapedagogías que permitan superar situaciones concretas de violencia, es decir, contrapedagogías de reconstrucción y esperanza.

En términos generales, el libro constituye un esfuerzo colectivo para mirar de manera retrospectiva la violencia en Michoacán, desde el inicio de la Revolución mexicana hasta la actualidad, pues varios de los problemas que abordan algunos de los textos finales (narcotráfico, violencia de género, y violencia intrafamiliar), constituyen expresiones de nuestra realidad cotidiana hoy en día. Uno de los resultados que subyace en la obra es el papel desempeñado por el Estado, definido teóricamente como el aparato institucionalizado que reclama el monopolio legítimo de la violencia (Weber) en determinado territorio y población. El Estado mexicano, representado aquí en forma estatal, emergido de la Revolución mexicana, presenta deficiencias estructurales a lo largo del tiempo. Institucionalmente no ha podido garantizar los derechos ciudadanos elementales, de la seguridad y de la justicia entre ellos. De manera diferenciada, y en regiones específicas de Michoacán, constantemente el Estado mexicano ha sido desbordado en sus diversas acciones y estrategias implementadas.

Los coordinadores reconocen que no es el propósito del libro llegar a respuestas contundentes, pero acaso una posible conclusión que concierne a este panorama, es el que señala que no puede llegar a construirse una cultura de paz robusta sin un pleno Estado de derecho que pueda encapsular progresivamente las violencias en la entidad. Se requieren instituciones sólidas que permitan recuperar la gobernabilidad (el control institucional de los conflictos sociales), pero también un modelo de desarrollo que promueva una mayor igualdad social. Como muestran algunos de estos textos, es posible visualizar esfuerzos esperanzadores desde la propia sociedad: acciones colectivas de autodefensa, redes de protección ciudadana, luchas de género para visibilizar la violencia simbólica y cultural, es decir, las prácticas y discursos que vulneran la dignidad de las personas. En fin, es posible cobrar conciencia del valor de la comunicación interpersonal como atenuante de la violencia y, desde luego, fomentar nuevas pedagogías que promuevan los valores de la civilidad y el respeto al otro.

Es un tema que incita a profundizar en múltiples direcciones teórico metodológicas y también en diferentes planos geográficos (local, estatal, nacional). Por todo lo anterior, hay la necesidad de seguir analizando estas genealogías de la violencia, y Michoacán es un espacio propicio para la investigación. Del grado de comprensión que alcancemos de ella, dependerá también el modo de hacerle frente y, quizás, de disminuirla en todo el país. Como dicen los autores, “aquí se coloca el grano de arena en un camino que se vislumbra todavía muy sinuoso”.

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