Monumentos populares y evolución del espacio urbano
A lo largo de la evolución del espacio urbano en la historia de la Ciudad de México se han construido monumentos populares1 inscritos en un campo de tensión dialéctica entre lo sagrado y lo laico que hace necesario proponer un análisis histórico-crítico de los mismos para saber cómo es que la sacralización del espacio urbano y la de la esfera pública funciona a través de ellos.
Los monumentos populares se definen según la función que desempeñan al sacralizar el espacio urbano, pero, ¿ha habido situaciones coyunturales que favorezcan su construcción? Esta pregunta de investigación subraya su importancia, como el caso de los altares callejeros2 (Imagen 1), por lo que es indispensable relacionarlos con las situaciones históricas que han favorecido su construcción partiendo de su definición semántica.
El hilo conductor que une las situaciones coyunturales de la sociedad mexicana desde la época prehispánica hasta nuestros días será el estudio de la sacralización de una esfera pública que se traduce en maneras distintas de participar en la construcción del espacio urbano. Si bien los altares callejeros pueden tener una “función cotidiana - articulada a la protección, a la construcción de memoria y al manejo de los espacios liminales- [y son] elementos que buscan poblar con rostros y nombres propios el espacio del anonimato urbano”,3 también son la expresión que necesita una sociedad para entender un mundo en la concepción de un ideal cósmico como modelo para vivir su vida cotidiana y diseñar su entorno.
El objetivo de este artículo consiste en mostrar una evolución de los monumentos populares como un mecanismo sacralizador del espacio urbano de la Ciudad de México, según la interpretación que se tiene en ella de lo sagrado a lo largo de su historia. Esto permitirá demostrar, a través de un estudio transdisciplinario, cómo es que se llegó al paradigma actual de sacralización del espacio urbano de la Ciudad de México que son los altares callejeros.4
La Ciudad de México prehispánica: cuando todo era religión
Tenochtitlan se fundó físicamente en el lago de Texcoco, pero se fundó ideológicamente en Teotihuacan, con una historia religiosa que permaneció parcialmente oculta para la religiosidad mexica, a ojos de Laurette Sejourné. Ella concebía a Teotihuacán como la legendaria Tollan,5 el centro de una cultura eje de la religión náhuatl caracterizada por la adoración a un dios bondadoso y espiritual que condenaba los sacrificios humanos, es decir, Quetzalcóatl.
Sejourné problematiza en torno a la contradicción existente en el universo religioso mexica que, “al mismo tiempo que manifestaciones de una innegable grandeza moral, ofrece aspectos de barbarie absoluta que detienen cualquier impulso de comprensión”,6 y cuestiona la idea de que los sacrificios humanos eran indispensables en una cosmogonía que intenta evitar la muerte del quinto sol:
Si nos negamos a considerar como naturales, costumbres que, cualesquiera que sean el lugar y el momento, no pueden ser más que monstruosas, discerniremos pronto que se trata en realidad de un Estado totalitario cuya existencia estaba basada sobre el desprecio total de la persona humana. Si todo hubiera sido tan simple, ¿para qué la autoridad y la disciplina implacables que dominaban Tenochtitlan? […] toda libertad de pensamiento o de acción era inconcebible en el mundo azteca. Leyes, sentencias y prescripciones sin número indicaban el comportamiento que se debía observar en cada circunstancia de la vida, estableciendo un sistema en el cual la determinación personal estaba ausente, donde la dependencia y la inestabilidad eran absolutas y en donde el miedo reinaba. La muerte planeaba en cada instante sobre todos y cada uno y constituía el cimiento de este edificio en que el individuo estaba prisionero.7
En la Ciudad de México-Tenochtitlan, bajo el Imperio mexica, todo era religión porque el Estado lo era todo y necesitaba esta fundamentación ideológica para desplegar todo su terror en la búsqueda del control político y social. Pues bien, la profesión de esa religión de estado requirió una sacralización del espacio urbano que habrían sido el sueño de la propaganda nazi del siglo XX: una ciudad en el que las masas atendieran a los ritos de exaltación del Estado totalitario de manera cotidiana y sin falta en el fallido intento de una comunión. Lo que Albert Speer ensayó en su Catedral de Luz (Imagen 2), los mexicas ya lo habían hecho en la Ciudad de México-Tenochtitlan pero con la aplastante existencia de un espacio abierto del cual nadie podía sustraerse (Imagen 3).
Fuente: La imagen fue tomada de Milagros Pérez Varela, Arquitectura y poder: Albert Speer y el juicio de la Historia (Carrera de arquitectura). Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid, 2015.
Fuente: Imagen de Juan Monsiváis, en Hirt Kenneth, “Demografía, urbanismo y población. Cómo levantar un censo de los desaparecidos”, Arqueología Mexicana, núm. 121 (2013): 40-48.
Así es como el poder ideológico del Estado totalitario mexica convirtió la religión en un instrumentum regni “para reforzar el vínculo del súbdito respecto al soberano”,8 por lo que religión y poder tienden a fusionarse, estrategia utilizada en mayor o menor grado por estados no del todo secularizados o estados religiosos en donde “los ‘ayudantes’ profesionales de las figuras divinas [eran] incapaces de resistir la tentación de pedirles prestado un poco de su poder para su propio uso”,9 al punto de que la crisis se deja sentir en la mentalidad misma de Moctezuma, quien parecía no poder reconciliar lo que es una religión como estructura de perfeccionamiento moral y la razón de Estado.10
En 1521, al llegar la conquista, el agotamiento del sistema de creencias es evidente frente a aquellos rituales en donde toda la ciudad se convertía en un templo gigantesco, que tenía como bóveda el cielo que lo cubría y como altar el gran centro ceremonial, en donde se encontraba el gran teocalli, que se alimentaba (literalmente) de la sangre de los individuos.
Conquista: destrucción y utopía
Las similitudes sustanciales de ambos corpus de creencias (de la religión náhuatl y de la católica) permitieron construir un nuevo edificio religioso: Nanahuatzin se sacrifica a sí mismo para crear el Sol, Quetzalcóatl hiere su miembro para dar origen a la humanidad y Cristo acepta el destino de sacrificarse por toda la humanidad; a partir de ambas cosmogonías parece afianzarse una didáctica del sacrificio. Tanto Nanahuatzin como Cristo son pobres y es bajo este esquema redentor que el desposeído todavía puede tener una especie de salvación. Era indispensable justificar de alguna manera que dentro de los planes de una inteligencia mayor existía un mandato que exigía que la sociedad fuera diversa11 y, por ende, desigual, injusta y heterogénea. La Iglesia y el Estado español de los Habsburgo comenzaban a caminar juntos.
Las hornacinas urbanas, los misterios, los monumentos patrios y los altares callejeros, entre otros, son estructuras que se convertirán en mecanismos para acentuar una teatralidad urbana en la Ciudad de México y detrás de todas esas estructuras se manifiesta la necesidad de resolver (o al menos paliar) una serie de tensiones sociales entre los beneficiados por un sistema desigual y los desposeídos, porque una sociedad que legitima la desigualdad jurídica disfrazada de diversidad necesitaba un aparato monopólico que lo uniera todo: el poder espiritual de la Iglesia católica, un estado y una religión… otra vez, casi como en el Imperio mexica, pero existían dificultades al fundar esa nueva sociedad.
Ahí ocurre la hierofanía.12 En las apariciones de la Virgen de Guadalupe, de 1531, se encuentra el evento que amalgamó los esfuerzos por construir un nuevo orden, de modo que la imagen se convirtió en el corazón religioso de la nueva nación: una nación -no hay que olvidar- en donde la desigualdad y la injusticia debían justificarse.
Después de construir los cimientos de la nueva nación sobre una base religiosa, se construiría el edificio estatal en la legitimidad de un orden diverso de cosas que necesitaba un sistema de castas como estructura que mantuviera esa desigualdad. Nueva España heredaba un sistema político de gobernanza difícilmente conciliable para todo el Imperio, porque no todos eran iguales, así que “el Estado que presidió este vasto imperio era en sí mismo un montaje destartalado, unido tan sólo, en último término, por la persona del monarca [...]. Sus articulaciones fueron, quizá, las más débiles y heteróclitas”.13
El virreinato: la ciudad como espacio urbano de la Iglesia
Las hornacinas virreinales (Imagen 4) tenían como objetivo la sacralización del espacio urbano con objetivos más allá de la expresión urbana de la fe “ante una sociedad que vivía permanentemente en los espacios abiertos […] la importancia de las actividades al exterior produjo que las fachadas de las iglesias se convirtieran en el reflejo de sus altares, de forma que éstos salieron también a las calles”.14
Fuente: Google Street View, 12 de junio de 2018. Disponible en https://www.google.com/maps/@19.4333503,-99.1298954,3a,74.7y,358.23h,126.35t/data=!3m7!1e1!3m5!1scLHc4aw4ISaRkmWU6iYlxg!2e0!6s%2F%2Fgeo2.ggpht.com%2Fcbk%3Fpanoid%3DcLHc4aw4ISaRkmWU6iYlxg%26output%3Dthumbnail%26cb_client%3Dmaps_sv.tactile.gps%26thumb%3D2%26w%3D203%26h%3D100%26yaw%3D76.35675%26pitch%3D0%26thumbfov%3D100!7i13312!8i6656
Estas estructuras investigadas por Guadalupe Toscano,15 comparten función con otro tipo de estructuras muy similares y sorprendentemente cercanos en solución estructural a los altares callejeros actuales: los Misterios de la Calzada de Guadalupe (Imagen 5) construidos en el siglo XVII.
Fuente: Google Street View, 12 de junio de 2018. Disponible en https://www.google.com/maps/@19.4837663,-99.1191519,3a,75y,51.07h,98.24t/data=!3m6!1e1!3m4!1s0h9YJnZeONKLQ9IvcWB21g!2e0!7i13312!8i6656
El construir capillas en el espacio urbano (aunque “extramuros” de la Ciudad de México) presentaba el inconveniente de que alguien pudiera pernoctar en ellas; la solución presentada por Cristóbal de Medina Vargas16 resulta revolucionaria al punto de que los altares callejeros son herederos (en su mayoría) de esa solución que consiste en el diseño de una estructura cuyo nicho impida el alojamiento de una persona lo suficientemente grande como para alojar a las figuras sagradas.
Además de las hornacinas y los misterios, los humilladeros desempeñaban el importante papel de fiscalizar el carácter público de la religiosidad católica de los súbditos de la corona española; que si bien para las élites masculinas era indispensable manifestar públicamente su fe asistiendo al templo católico (ante un sistema Iglesia-Estado del cual se beneficiaban y que esperaba una reciprocidad leal), en el caso de los hombres de las clases menos privilegiadas no resultaba tan fácil obligar a una sumisión al Estado español a través de la ideología construida por la Iglesia católica. Torquemada17 ilustra la “devotísima costumbre” que permitía el establecimiento de un adecuado orden de cosas acorde a un Estado español de los Habsburgo.
Con la Religión católica podía justificarse la permanencia de múltiples conflictos que partían de una profunda injusticia material escrita en las leyes, lo que construía una violencia estructural (en términos expuestos por Galtung), en donde es normal y legalizada la existencia de la injusticia.18 Incluso con esto se puede explicar cómo es que durante el virreinato fue tan poca la presencia de un ejército dentro de las colonias para ejercer una violencia directa; en pocas palabras: durante el virreinato, la tarea encargada normalmente a un ejército era realizada por la Iglesia católica o dicho de otra manera. Lo que no se podía resolver con violencia directa, se resolvía con violencia estructural que contribuiría a la generación de una violencia cultural que se manifiesta actualmente a través de la industria cultural y la repetición de actitudes en la vida cotidiana que no se cuestionan.
La evolución de este orden llevó en el siglo XVIII a un cambio de paradigmas “que respondían a una nueva concepción del Estado, que consideraba como principal tarea retomar los atributos del poder que antes se habían delegado en grupos y corporaciones”,19 cuando la concepción de un estado español heredado de la dinastía de los Habsburgo había llegado a su agotamiento,20 porque ya no se podía seguir sosteniendo la idea de resignarse, según los criterios globalizantes de la dinastía Habsburgo, a un orden de cosas en el que a una raza le correspondía un sistema jurídico distinto al de otra por el hecho de nacer negro, indio, español o mulato:
Quizás el cambio más importante inducido por las reformas borbónicas fue un cambio en los valores y las mentalidades, un cambio que introdujo una nueva concepción del Estado, la sociedad y los valores humanos y comunitarios. La gran revolución que precipitó la separación entre religión y educación, entre teología y ciencia, y entre estado religioso y sociedad profana, tuvo como escenario los años de 1770 a 1810, cuando el mismo monarca español decidió gobernar sus posesiones con los principios ilustrados e impulsó proyectos políticos e institucionales que transformaron la vida del virreinato. El empuje de este embate modernizador afectó los fundamentos en que se asentaba la sociedad novohispana.21
El punto de inflexión que marca el cambio en la concepción del espacio urbano de la ciudad como espacio de acción de la Iglesia católica a la ciudad como espacio público laico es una escultura: el caballito de Carlos IV (Imagen 6), realizado entre los años 1793 y 1802 impregnado de las ideas de una concepción distinta de dotar de significado al espacio público.22
Fuente: Agencia Informativa Argonméxico, 12 de junio de 2018. Disponible en http://argonmexico.com/entregan-restauradaen-su-totalidad-la-estatua-de-carlos-iv-elcaballito/
El siglo XIX: el retraimiento de la Iglesia en la construcción del espacio público
Durante el siglo XIX, la Iglesia católica intentó preservar sin éxito un orden que ya no se ajustaba a una sociedad mexicana que había evolucionado durante el siglo XIX, después de haber utilizado por tres siglos su enorme poder corporativo para diseñar el espacio urbano de la ciudad, por lo que ésta se retrajo del espacio público: ya no se construyeron tantas hornacinas, misterios ni humilladeros.
Ante la derrota de los poderes conservadores en la Guerra de los Tres Años (del 17 de diciembre de 1857 al 1º de enero de 1861), la Iglesia católica apoyó una intervención francesa que intentó colocar a Maximiliano de Habsburgo como emperador de México, pero lo contradictorio es que éste se dedicó a concebir un espacio público laico, por lo que no propuso nada similar a lo que eran las hornacinas virreinales, sino que encargó varias esculturas laicas, entre las que destaca la escultura de José María Morelos23 que develó Maximiliano mismo el 16 de septiembre de 1865.
La idea del espacio público de la ciudad para Maximiliano era la misma que corría en el curso de la Historia desde el Estado español de los Borbones a pesar de los esfuerzos de la Iglesia católica por regresar a un orden previo, en donde el espacio urbano sólo debía concebirse religioso. A Maximiliano le parecía natural construir una religiosidad laica a partir de la sacralización del pasado y de sus héroes en la construcción de un Estado nacional, aunque sólo en la forma y en la ilusión por ser Maximiliano un liberal traído por el partido conservador.
El período de la República restaurada (1867-1876) vería un ritual interesante el 23 de julio de 1872, cuando se llevaron a cabo los funerales de Benito Juárez con una procesión que inició en el Palacio Nacional y que terminó en el panteón de San Fernando. Benito Juárez, luchador incansable del Estado laico comenzaría su marcha a una sacralización laica: sería un héroe cuyos restos descansarían en un mausoleo mandado a construir a manera de un templo griego con su escultura en mármol de Carrara de una sola pieza obra de los hermanos Juan y Manuel Islas. Durante la presidencia de Sebastián Lerdo de Tejada se encargaría la obra y sería el 18 de julio de 1880 cuando se inauguraría por el ya entonces presidente Porfirio Díaz.
La sacralización del estado laico del siglo XIX también se puede ver en la construcción del Hemiciclo a Juárez en la Alameda o en la columna de la Independencia, al que popularmente se le llama ‘Ángel de la Independencia’, por un país cuya gente tal vez estuvo más acostumbrada a la iconografía católica con sus ángeles que a la iconografía griega que identifica a Niké como la advocación de Atenea, la victoria alada; porque en realidad la Columna de la Independencia representa esa victoria.
El siglo XX: la secularización24 del espacio público
La revolución mexicana cambiaría la manera de sacralizar el espacio público porque evolucionó la manera de constituir la esfera pública: El PNR-PRM-PRI como movimiento político unificador a través de medios corporativos fue alimentado no solamente por una élite gobernante, sino por una gran mayoría que veía en el corporativismo una manera de formar parte de una negociación que podría mejorar su calidad de vida.
Formar parte de un sindicato era esencial en la vida de un trabajador para no quedar “desamparado”,25 ya que aquél era el encargado de “hacer el paro” frente a los poderes gubernamentales y empresariales, pues el trabajador al estar solo sería aplastado por todos esos intereses, así que convenía formar parte de un sistema aglutinante que también poseía procedimientos para integrar a quienes tuvieran ideas no afines con el sistema, como es el caso del “pan o palo”.26
Ese fiel de la balanza política que fue el PRI, por aproximadamente setenta años, estaba listo desde su nacimiento para constituirse dentro de un discurso hegemónico que también necesitaba para fundamentar ideológicamente su existencia. Esto era el paso lógico o natural (por así decirlo) que se hacía de manera paralela a la consolidación de la estructura política del Estado mexicano, sobre todo después de la existencia de un vacío ideológico que la Iglesia católica no podía cubrir y que correspondía a la necesidad ideológica de sacralizar el nacionalismo mexicano. El vacío sacro-ideológico tendría que ser sustituido por una iconografía nacional en donde el cabello blanco de Miguel Hidalgo, la pañoleta de José María Morelos, el peinado de Benito Juárez y los bigotes de Emiliano Zapata y Lázaro Cárdenas debían ser reconocidos visualmente a manera de símbolos27 en la religiosidad popular (laica) de la gente del período posrevolucionario: era la representación material de aquello en lo que se creía.
Una posible explicación a la pobre construcción de monumentos populares que sacralizaran en formas católicas el espacio público durante el establecimiento del estado de bienestar mexicano podría ser que el Estado necesitaba una forma ideológica similar a la religiosa, estableciendo dogmas provenientes de pactos sociales realizados a lo largo de los años. Estos dogmas tendrían que ver con la construcción de un proyecto de nación en el que la patria era motivo de exaltación y en donde existían héroes que, como los santos de la Iglesia católica, eran ejemplo a seguir. El estado mexicano se volvió tan poderoso que a lo largo del siglo XX logró llenar con más o menos éxito los huecos de los cuales se había retraído la Iglesia católica, y como sólo ésta había ocupado esos espacios en la esfera pública, el Estado tomó lecciones de ella: había que crear culpas, santos y demonios, rituales de exaltación a la patria y, claro está, erección de monumentos.
Las hornacinas pudieron desaparecer del espacio público porque la esfera pública pertenecía a un Estado de bienestar que dictaba que en la exaltación de la patria los monumentos debían ser institucionalizados: Juárez, Hidalgo, Morelos, Cárdenas, Madero, etc.: ellos eran los nuevos santos de la sociedad mexicana. En el siglo XX la esfera pública fue casi totalmente secularizada al punto de que el retraimiento del mismo por parte de la Iglesia católica ocasionó que los bustos y estatuas de los héroes nacionales ocuparan un lugar similar al de las hornacinas en el siglo XVII y XVIII e incluso en el centro de innumerables plazas públicas frente a esas iglesias barrocas que habían constituido el centro de la vida espiritual virreinal. Ahora en la esfera pública estaba el Estado y en la esfera privada quedó la Iglesia católica.
La plaza pública de un pueblo cualquiera ya lo colocaba en un plano superior y sagrado, pero con los monumentos patrios, ese pueblo formaría parte de ese gran orden institucional del México posrevolucionario; se saldría del caos del atraso y entraría al orden de la modernidad o al menos no estaría al margen del gran proyecto de nación abanderado por el PRI. Se podría argüir que un estado laico no tiene nada que ver con la sacralidad del espacio público, pero esto es una equivocación en el sentido antropológico, porque “el hombre profano, lo quiera o no, conserva aún huellas del comportamiento del hombre religioso, pero expurgadas de sus significados religiosos”.28 Los monumentos patrios y edificios públicos (Imagen 7) fueron faros que anclaron la religiosidad popular laica por mucho tiempo, otorgando respuestas existenciales muy profundas, ya que PRI y mexicanos vivieron en una relación simbiótica en donde el PRI lo era todo o algo así como “el todo” al que pueden dirigirse los esfuerzos sacralizadores de la vida.
Fuente: Casasola, Acervo de la Mediateca del INAH, 13 de junio de 2018. Disponible en http://mediateca.inah.gob.mx/islandora_74/islandora/object/fotografia%3A62833
Situado en el subconsciente, lo religioso de los mexicanos en esa época exigía reafirmar el “mito” de la Revolución; ya que era necesario fundar hospitales, escuelas, bibliotecas y entre tanta construcción los monumentos públicos tenían un papel muy importante al ser develados en una especie de ritual por el presidente de la República, quien actuaba como un pontifex maximus, o por los gobernadores o presidentes municipales (como sacerdotes) que creían en el partido de la Revolución y sus promesas.
La configuración de los estados nacionales satisfacía la necesidad psicológica de pertenencia en donde “el individuo experimentaba el sentimiento de pertenecer a un sistema social y cultural estable en el que poseía un lugar bien definido”;29 lo que contribuyó a la configuración de una ideología de Estado bastante estructurada hasta el punto de lograr, aunque en términos laicos, la sacralización del espacio público de la Ciudad de México.
El siglo XXI: el ocaso del Estado nacional
La estructura del país configurada a partir de la Revolución como mito al que se dirigían los esfuerzos sacralizadores del espacio público evolucionaría hasta entrar finalmente en una crisis profunda de la cual no se recuperaría jamás, haciendo que el PRI cesara su tarea como fiel de la balanza política nacional.30
Los sexenios que abarcan los años 1970-1982 muestran un quiebre profundo en el sistema de acumulación capitalista y en la interpretación del pacto social que se había gestado a partir de la Revolución mexicana, porque las crisis comenzaron a devorar los ahorros de toda la vida de una generación que vio cómo, al final del sexenio de Luis Echeverría Álvarez,
el fracaso del experimento populista era claro: el peso se desplomaría al final del sexenio de 12.50 a casi 25 pesos el dólar; la deuda externa se había triplicado (de 8 000 a casi 26 000 millones de dólares) y el salario real, comparado con los años del “desarrollo estabilizador”, había caído a la mitad.31
Siguió el sexenio de José López Portillo con peores resultados. En el plano sociopolítico, “el quiebre profundo de la relación estatal mexicana se expresó en 1988 bajo la forma de una rebelión de ciudadanos contra el poder de quien detentaba el mando supremo en los asuntos del Estado”,32 en lo que se dio a llamar como la caída del sistema, que era, ni más ni menos, eso: el agotamiento final de un sistema cuyo fiel de la balanza era el PRI, y que encontraba su crisis de legitimidad frente al carisma de Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, quien había logrado ponerse al frente de un movimiento que exigía una propuesta alterna a ese sistema que provenía de un pacto social ya roto entre la clase gobernante y una sociedad que quería involucrarse cada vez más en la manera de construir su propio país.
El vacío dejado por el PRI llevó a la organización de la sociedad civil y a la constitución de partidos políticos de oposición, pero dejó un hueco en la religiosidad popular laica, pues ante la falla sistémica, se dejaban de cumplir las promesas de la Revolución demostrando que ésta había muerto con todo su panteón de héroes y antihéroes y la necesidad de migrar llevaría a dar la espalda a aquello que se constituyó como sagrado para la ideología de Estado: la Patria.
Ya desde la década de 1980 (si no es que desde antes), se empezaron a construir en el espacio público de la Ciudad de México los módulos de vigilancia policial33 (Imagen 8) que han sido una forma en la cual la religiosidad laica del estado mexicano se ha manifestado de forma tan poco refinada y vulgar al compararlos con los monumentos patrios, pues se intenta establecer, sin éxito, una garantía de seguridad sobre todo cuando la tan citada inseguridad se ha vuelto tan presente, incluso como concepto abstracto constitutivo de la sociedad del miedo. Ante la ruptura del pacto social, ya no había ni voluntad ni recursos para construir monumentos a los héroes de la Patria, ya que el Estado mexicano apenas sobrevivía.
Fuente: Google Street View, 14 de junio de 2018, Disponible en https://www.google.com/maps/@19.3080509,-99.1733488,3a,54.7y,238.56h,101.4t/data=!3m6!1e1!3m4!1sUFjhVElKG_mmg80OToEqZw!2e0!7i13312!8i6656
El carácter de las hornacinas, los altares callejeros y los módulos de vigilancia policial están muy cercanos, porque su destino implica, entre otras cosas, brindar seguridad (espiritual o física), pero como las cruzadas contra la inseguridad34 no forman parte de un verdadero pacto social expresado en un proyecto de nación real, los módulos de vigilancia policial que además de estar abandonados en su gran mayoría (ahí se muestra un pacto inexistente o poco serio), se convierten en una solución falsa, a diferencia de los altares callejeros o monumentos patrios que han sido exitosos porque mucha gente cree en ellos como un medio más efectivo para lograr obtener casa, vestido y sustento, ya que lo que proviene del gobierno puede llegar a ser recibido si no con desconfianza sí con incertidumbre, a diferencia de lo que viene de Dios que tiene que ser necesariamente bueno, aunque a veces no sea el resultado deseado. En este sentido, los altares callejeros podrían llegar a ser una perversa válvula de escape y de adoctrinamiento informal que contribuye a la sumisión de la ciudadanía que bajo este esquema puede llegar a aceptar la existencia de la injusticia del mundo con resignación, en donde se incluirían los abusos de poder, las extorsiones, la desigualdad social, etcétera.
Este vacío a finales del siglo XX fue aprovechado por el catolicismo (y la Iglesia católica) que se fortalecieron en un clima de incertidumbre política, económica y social que contribuiría a la construcción de los altares callejeros. El presidente Carlos Salinas realizó acercamientos con la Iglesia católica tal vez sin saber que el poder corporativo de ésta no había sido destruido, sino que más bien hibernaba para despertar reclamando no sólo el espacio urbano, sino el público y la esfera pública, como se podía ver en las homilías del domingo pronunciadas por el Cardenal Norberto Rivera Carrera, predecesor de Carlos Aguiar Retes en el Arzobispado de México.
Durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari se cambiaron muchos paradigmas del anterior pacto social que desembocaron en la reinterpretación del Estado mexicano con bases en un modelo neoliberal que era, para bien o para mal, una salida del callejón. Los cambios de paradigma al anterior pacto social se manifestaron en el programa Solidaridad que generó todo un discurso político, económico y social con su consecuente necesidad de afianzarse en el espacio público (sobre todo en carreteras y autopistas) que se materializó en unos monumentos más o menos patrios (Imagen 9) que tenían el objetivo de, entre muchas otras cosas, legitimar el tan cuestionado triunfo electoral del presidente; así como de instituirse como faros que indicaran una dirección que el país debía seguir, por lo que de esa manera también se intentaban encauzar los esfuerzos de la sociedad mexicana por constituirse en sociedad civil para corporativizarlos dentro de un sistema.
Fuente: Google Street View, 14 de junio de 2018. Disponible en https://www.google.com/maps/@19.1292948,-104.3723896,3a,75y,80.48h,106.92t/data=!3m6!1e1!3m4!1sXC3KuWPJ2rOsyuScRerSw!2e0!7i13312!8i6656
La transferencia de empresas de propiedad pública que se habían vuelto improductivas y poco rentables serían privatizadas, buscando una mejor calificación crediticia en el campo internacional para atraer inversiones y resolver las constantes crisis económicas a las que el partido había arrastrado al país. Pero a pesar de una percepción generalizada de que México entraba a formar parte de los países del primer mundo, el país ya se había deteriorado bastante y, con ello, la calidad de vida de un grueso de la población que ante lo difícil que era sobrevivir (casa, vestido y sustento) dejó de lado educación y cultura, entretenimiento, lujos y belleza por ser gustos en un país que no podía permitírselos; el país se deterioraba culturalmente, lo que necesariamente tuvo que afectar también la escala de valores.
Si bien el PRI ya no era el fiel de la balanza política desde hacía casi dos décadas, en el año 2000 esta abstracción logró materializarse con el triunfo del candidato del PAN, Vicente Fox Quesada, para convertirse en presidente en el sexenio 2000-2006. Pero ya era tarde, porque la alternancia partidista ya no garantizaba la construcción de un nuevo proyecto de nación, y a esto se añadirían los vicios de una democracia ficticia (monarquía hereditaria no consanguínea) que caminaba hacia a una democracia plena: porque subsistían viejas prácticas en los gobernantes y en los gobernados.
El vacío profanado de la religiosidad laica de la Revolución se ha intentado llenar con el actual resplandor casi religioso de la democracia, en donde el discurso político se ha enfocado en su continua pronunciación como si se tratara de un mantra o conjuro35 con el que se pretende, a base de repetición,36 atraer el efecto deseado; pero la democracia por sí sola no resuelve aspectos básicos y urgentes de un grueso de la población que se debate en la pobreza. Ante este panorama cabe mencionar la importancia que recubre la oración a la Divina Providencia, porque es tan sencilla en su composición por lo que pide a Dios (casa, vestido y sustento), que puede ayudar a explicar cómo es tan exitosa a diferencia de la repetición casi neurótica del concepto democracia, ya que la oración hace énfasis en cosas materiales y espirituales dentro de un cosmos (sea grande o minúsculo), como puede ser “Te pido para los míos, casa vestido y sustento”, es decir, que se piden cosas no por las cosas en sí, sino por el bienestar de una familia; mientras que al clamar por la democracia es difícil relacionar cómo ésta se instrumenta para obtener un beneficio real y tangible, ya que la gente no come participación política ni se cura de participación ciudadana.
En todo caso, la Revolución, como concepto repetido por setenta años, tenía un significado más profundo, al ser “la palabra mágica, la palabra que va a cambiarlo todo y que nos va a dar una alegría inmensa y una muerte rápida”,37 ya que esta palabra mágica encerraba en sí misma el proyecto de nación, el sacrificio enorme y la utopía; cosa que la democracia no ha logrado abarcar del todo. El gobierno de Calderón intentó materializar la democracia buscando una liga con la historia del México moderno con la erección de la estatua ecuestre de Madero (Imagen 10) en la Alameda Central de la Ciudad de México, esa imagen del “apóstol de la democracia”, como lo llama Krauze, parecía un intento de anclar a una nación despistada y sin rumbo otra vez en la Revolución mexicana, pero al no existir un proyecto de nación se ligaba al proyecto burgués de Madero desde una época neoliberal.
El nuevo pacto estatal y político sólo se circunscribió a la clase política que se configuró como un comité de explotación de recursos materiales y humanos. A esto se le añadió el paradigma neoliberal de la economía y la configuración del estado mínimo que devino en ultramínimo, según las concepciones de Nozick,38 y que necesitó la creación de una esfera informal que pudiera otorgar como placebos aquellas necesidades que alguna vez formaron parte del pacto estatal.
Los altares callejeros39 son ahora el paradigma de sacralización del espacio público de la ciudad, construidos por iniciativa de una persona o grupo que decide sacralizar el espacio público. Al parecer existe una necesidad de influir en el orden de las cosas para que sean favorables; este orden de las cosas puede ser concebido como la Divina Providencia que proviene de Dios, en donde los santos son encargados de abogar ante Él para disponer un orden de las cosas en el que los que le otorgan lealtad y le rezan sean beneficiados en él.
Ante el agotamiento del Estado de bienestar, la manera de acceder a una serie de derechos sociales se logra a través de intermediarios y “en estos escenarios de sectores informales, la ilegalidad va más allá de violaciones discretas a la ley e incluye condiciones impuestas que no son elegidos (sic) libremente, ya que una solvencia legal completa es un bien escaso y racionado”,40 lo que muestra que pensar que existe una cultura mexicana que prefiere rezar antes que demandar justicia de manera institucional soslaya los hechos materiales que obligan a la necesidad de sacralizar el espacio público, porque los altares callejeros más que ser mecanismos de contención de demandas sociales, evidencian la búsqueda de un orden favorable, en donde la construcción de una comunidad contribuye a enfrentar los golpes de la injusticia.
En un proceso de feudalización del Estado mexicano, que hace que el gobierno carezca del monopolio de la violencia, los símbolos se vuelven desacralizados y cada vez más prácticos, sin ser compartidos por el grueso de una población que no ve en ellos un proyecto de nación, como es el caso del Monumento Magno Conmemorativo del Centenario del Ejército Mexicano (Imagen 11), ante la cantidad cada vez mayor de bajas civiles entre las que se encuentran los daños colaterales. La lealtad se convierte en un valor importante que el Poder Ejecutivo demanda a las fuerzas armadas, aunque no es conceptualmente claro (aunque se insista en ello) que la lealtad sea hacia México, porque no existe un proyecto de nación incluyente y sobre todo porque la lealtad del Poder Ejecutivo no ha sido recíproca por sus múltiples demostraciones de opacidad y manejo del bien público como un patrimonio privado.
Fuente: Página de la Presidencia de la República, 14 de junio de 2018. Disponible en https://www.gob.mx/presidencia/prensa/palabras-del-presidentede-los-estados-unidos-mexicanosdia-del-ejercito-mexicano-einauguracion-del-monumentomagnoconmemorativo?idiom=kpjmnnii
Valoraciones
La crisis es el escenario en donde los altares callejeros tendrán una función más allá del espacio público porque intentarán llenar los huecos de la fatalidad y se vuelve indispensable un abogado celestial que interceda ante los designios de la Divina Providencia. Estos altares no son un evento aislado, porque forman parte de todo un mecanismo dirigido a paliar las grietas de la ley de un Estado en crisis y reflejarán lo siguiente:
La capacidad autogestiva de las comunidades (aunque sólo sean de personas religiosas y católicas en una comunidad).
La búsqueda de un tótem para salvar la incertidumbre ante el deterioro del metarrelato nacional, con lo que éstas intentarán identificarse en un núcleo barrial.
La evidencia de un sistema político y económico que poco tiene que ver con la participación de los ciudadanos en la esfera pública, pues se ha conformado una clase política que negocia de manera privada los intereses públicos.
La evidencia de un Estado que ha caído en un perverso ciclo de autodestrucción en donde la realidad material se muestra tan mala que sólo la divinidad y no el poder humano la puede resolver, porque “las cosas son así, ni modo”.41 “Dios dirá”.
La evolución de los monumentos populares y de su correspondiente espacio urbano (de acción y público) desde la necesidad del control absoluto por el aparato estatal que transita por la construcción de una nueva identidad culmina en el paradigma actual como mecanismos de salvación. Éstos se insertan en una sociedad injusta (autopercibida o no) y a veces como una sociedad que busca un nuevo ideal de justicia.
Los monumentos populares han sido la expresión urbano-arquitectónica más evidente de un continuo proceso de profanación o secularización de la esfera pública que se manifiesta materialmente en el espacio público, pero estos procesos nos son lineales, como se podría esperar de una tendencia mundial secularizante, por lo que es erróneo pensar que existe una secularización generalizada de las sociedades humanas a nivel mundial.
Es notoria la existencia del proceso dialéctico de sacralización-secularización en donde, desde su fundación de la Ciudad de México y a lo largo de la historia, las sociedades se han construido a sí mismas decidiendo qué es sagrado para ellas, haciendo que los monumentos populares sean la evidencia material del citado proceso, en donde la construcción de lo sagrado determinará los rasgos identitarios de las personas sumergidas en la realidad de esa sociedad y en donde estos rasgos construirán lo sagrado.
Finalmente, es justo reconocer que, así como alguna vez lo fueron las hornacinas y los monumentos patrios, los altares callejeros católicos constituyen, en la actualidad, el paradigma de sacralización del espacio público al construir una red que también tiene como objetivo mantener unificado un corpus de creencias, a través de disciplinar el conjunto de prácticas, que, si bien es diverso e informal, se desarrolla paralelamente al del clero, y en donde el intermediario necesariamente debe ser alguien del clero: el sacerdote. Por eso los altares callejeros católicos42 son extensiones del templo con sus distintas cofradías que se reúnen en torno a ellos y generan relaciones identitarias en el espacio urbano de la colonia o el barrio. Es así que, de manera cotidiana, se lleva a cabo una labor ya mencionada por Gramsci43 cuando se trata de crear una unidad ideológica entre lo bajo y lo alto. La máxima expresión de ello sucede el 12 de diciembre y, en menor proporción, el 28 de octubre, que se celebra a San Judas Tadeo. En esos días la Ciudad de México se convierte en un templo.
Altares callejeros
Como parte de un esfuerzo de difusión, se muestran distintas imágenes de altares callejeros en la Ciudad de México para un mejor carácter ilustrativo limitándolo a aquéllos que forman parte del culto católico, ya en algún momento se elaborará un estudio que haga énfasis en sus propuestas formales.
Fuente: Google Street View, 26 de junio de 2018. Disponible en https://www.google.com/maps/@19.4499704,-99.1926954,3a,49.4y,27.45h,81.94t/data=!3m6!1e1!3m4!1svQmNS51Cwcflc8m9IyFHRg!2e0!7i13312!8i6656