La necesidad de repensar, replantear y reescribir la historia de la literatura hispanoamericana, en especial la concerniente al periodo finisecular del siglo XX, supone, en primera instancia, revisar la configuración histórica de las historias literarias hispanoamericanas para conocer y comprender con la mayor precisión posible, las perspectivas de los modelos discursivos producidos en distintos momentos, así como las discusiones suscitadas en torno a estos.1 Para una tarea como la sugerida es necesario reflexionar sobre el tipo de orientación que resultaría más pertinente para guiar un replanteamiento de la historia de la literatura hispanoamericana en nuestros días.
En el devenir de la historiografía literaria hispanoamericana se han presentado diversas aproximaciones a su construcción, dependiendo del enfoque a partir del cual ocurra dicho acercamiento. Por ejemplo, algunas historias de la literatura hispanoamericana han sido escritas a partir de una sucesión cronológica de autores, obras y tendencias; otras han examinado el proceso social e histórico donde se generan los textos y otras más enfocan los conjuntos de estudios sobre temas particulares.2 Sin importar la orientación de los textos, puede decirse que dichas historias, vistas como un género discursivo, comparten un mismo propósito: evidenciar los múltiples momentos y formas que ha asumido la literatura hispanoamericana, para revelar tanto sus particularidades formales, como su innegable pertenencia a una subyacente identidad cultural compartida por los países del subcontinente. Si bien es cierto que, gracias a este género discursivo se han hecho grandes aportaciones al conocimiento sobre nuestras propias letras, es igualmente cierto que, para lograr su propósito, los tipos de perspectivas u orientaciones axiológicas a partir de las cuales se han escrito las diversas historias literarias han supuesto también la selección de corpus literarios específicos, no solamente según las distintas configuraciones de cada género discursivo, sino que además, según Kushner “sea implícita o explícita, la orientación axiológica de un trabajo de historia afecta poderosamente los contornos del corpus que analiza. Cada historiador lleva dentro de sí su propia antología de ‘fragmentos escogidos’ y emblemáticos que nutren su discurso” (18). Este criterio selectivo ha dado pie a la construcción del canon hispanoamericano, no obstante, considerando lo restrictivo del proceso, puede justificarse la necesidad de repensar y reescribir la historia de la literatura hispanoamericana, en la medida de lo posible, a partir de una revisión de los periodos, obras y autores que hayan sido excluidos de la conformación de este. Tal revisión tendría el propósito de reescribir o expandir el canon en Hispanoamérica, al incorporar tendencias que hayan sido excluidas, o no valoradas debidamente, en su conformación. Por lo anterior, el presente acercamiento reconoce que, de acuerdo con los postulados de canonicidad de la Teoría de los polisistemas,3 en los tres grandes periodos en los que tradicionalmente se ha dividido el estudio de la historia de la literatura hispanoamericana (colonial, decimonónico, siglo XX o contemporáneo4), de igual manera, habría que revisar aquellas tendencias temáticas del discurso historiográfico que, a pesar de ser reconocidas por este último, no han sido analizadas a profundidad, así como los textos que por su cercanía temporal a la escritura de las historias literarias, no fueron incluidos en ellas.
La intención última de esta propuesta es contribuir a la revisión y reescritura del canon de la segunda mitad del siglo XX -y principios del XXI- en la historia de la literatura hispanoamericana, a partir de una perspectiva hermenéutica, así como a una resemantización de la historia de la literatura hispanoamericana, analizada bajo una orientación histórico-estética en vez del modelo histórico-crítico tradicional. Esta perspectiva hermenéutica supondría a su vez una revisión continua del canon, lo que presupone la necesidad de una colectividad, ya que, como señala Kushner, las grandes empresas globales son en realidad cada vez menos realizaciones individuales y cada vez más empresas colectivas (184). Por ello, este artículo pretende realizar un primer acercamiento al estado de la cuestión historiográfica para esbozar, en tanto sea posible, los temas particulares, las tendencias, los modelos y rasgos discursivos comunes a la producción literaria hispanoamericana finisecular.
Los orígenes del discurso historiográfico hispanoamericano como tal5 pueden rastrearse hacia finales del siglo XIX, cuando se empezó a gestar, junto con los proyectos nacionales del subcontinente, la visión de una literatura propia. Esta última, al mismo tiempo que pretendía reflejar las incipientes identidades nacionales, buscaba también representar una cosmovisión común a las antiguas colonias españolas, manifestada no solamente mediante una misma lengua, sino a través de expresiones estéticas e ideológicas similares. Entre estos primeros proyectos que intentaron sistematizar la historia de la literatura hispanoamericana se encuentran textos como El lector americano6 (1874) del argentino Juan María Gutiérrez o el Curso práctico de literatura o análisis literario de autores españoles y americanos para usos de los institutos y demás establecimientos de enseñanza(1881) del español Salvador Arpa y López. Una vez entrado el siglo XX, y a lo largo de este, se publicaron textos interesados en establecer o demostrar la relación histórica y cultural interna del corpus reconocido como Literatura Hispanoamericana, entre los que destacan las obras de Marcelino Menéndez Pelayo (1893-1895), Pedro Henríquez Ureña (1949), Ángel Valbuena (1962), Raimundo Lazo (1967), Enrique Anderson Imbert y Eugenio Florit (1970), Jean Franco (1985), Cedomil Goic (1988), Luis Íñigo Madrigal (1982) y José Miguel Oviedo (1995-2001), por mencionar algunas.7 Sin embargo, y como señala Beatriz González Stephan, en lo que respecta a “las respuestas en lo concerniente a la imagen que entregaron de la historia, de sus períodos, de la dirección semántica del proceso temporal, del concepto de lo literario, de la selección de un corpus de autores y obras, de la jerarquización de géneros sobre otros” (La historiografía 10), las historias literarias del siglo pasado se encontraban condicionadas por los modelos de las historias literarias nacionales del XIX.
Este modelo historiográfico, tradicional, tendrá un doble efecto en los textos críticos del siglo XX. Por una parte, al seguir un modelo hegemónico de clasificación literaria, se reduce notablemente el horizonte de estudio, ya que, así como “no puede abarcarse la literatura hispanoamericana con el criterio de las ‘bellas letras’ que predominó hasta el siglo pasado” (Oviedo 1: 20), tampoco es posible pretender que las múltiples realidades del subcontinente son retratadas de la misma manera a través de su literatura. Por otra parte, ya que “una historia de la literatura de hispanoamérica (sic) no puede ser una mera suma de historias literarias nacionales vistas en una escala superior” (Oviedo 1: 24), pareciera que la conciencia de este hecho en la crítica ha dado lugar recientemente a la proliferación de estudios descriptivos, sobre tendencias, géneros, subgéneros, autores, entre otros, de la literatura hispanoamericana. Si bien esta perspectiva ha servido para expandir el corpus crítico, al mismo tiempo “ha profundizado una perspectiva disgregadora . . .y, por ende, ha dejado como saldo una captación desarticulada de los fenómenos literarios [hispanoamericanos]” (González, La historiografía 11).
Ahora bien, un estudio de carácter monográfico es pertinente, en especial cuando se realiza sobre algún aspecto poco tratado en las historias de la literatura hispanoamericana que podría servir para replantear los paradigmas literarios establecidos, como por ejemplo la producción literaria del Caribe hispanohablante.8 Los análisis descriptivos resultan problemáticos cuando se dedican a examinar textos a partir de su valor contextual, marcando aspectos muy limitados de la producción literaria hispanoamericana, atomizando los fenómenos, de manera que se dificulta una visión más amplia de estos dentro de la “pluralidad de sistemas heterogéneos” (Acosta 18) que supondría la conformación de una historia de la literatura hispanoamericana. Si la fragmentación resultante de estas prácticas monográficas se convierte, hoy día, en un impedimento para construir una visión más “universal” sobre los rasgos de la literatura hispanoamericana, otras propuestas de análisis textual, como la semiótica y la deconstrucción, surgidas a principios del XX, resultaron más peligrosas para el discurso historiográfico, ya que no solamente pusieron en entredicho conceptos tradicionales del género, como “causalidad, cambio, intención del autor, estabilidad del sentido, mediación humana y determinación social” (Spiegel 124), sino que incluso pusieron en duda la necesidad de la práctica misma.
Cuando Barthes declaró muerto al autor, ente básico para la identificación del sentido de una obra desde el estudio tradicional de la historia literaria, la obra escrita dejó de ser representación de un sujeto autocentrado y se convirtió en un texto codificado por las múltiples lecturas que puedan dársele. Esta multiplicidad crea
una serie de códigos discontinuos, heterogéneos y contradictorios que escapan a cualquier unificación interpretativa, salvo en el plano de la reconciliación alegórica, sospechosa ella misma de ser la imposición ideológica de una falsa coherencia donde en realidad no existe ninguna. (Spiegel 127)
La fragmentación aquí aludida equivaldría a una negación de la historia al desconectar el texto de la conciencia autoral localizada en un plano histórico. Por su parte, la deconstrucción llevó al extremo las implicaciones de esta fragmentación de significaciones, puesto que, al estar creadas a partir de un sistema de codificación arbitrario, la arbitrariedad será su rasgo constitutivo, por lo que carecerán de un sentido definitivo en la propia obra. Cuando el lector se enfrenta a las múltiples significaciones del código, se enfrenta a la aporía del significado, lo que equivale a la disolución material del signo:
Esta disolución de la materialidad del signo, la ruptura de su relación con la realidad extralingüística es, y también necesariamente, la disolución de la historia, ya que la primera niega la capacidad del lenguaje para “relacionar” o (explicar) cualquier realidad que no sea la suya. La historia, el pasado, es simplemente un subsistema de signos lingüísticos que constituye su objeto de acuerdo con las reglas del universo lingüístico que habita el historiador . . . Si al texto literario se le niega la capacidad de representar la realidad, también se le niega a los demás textos, y la distinción que tradicionalmente se ha trazado entre literatura y “documento” pierde sentido puesto que ambos participan por igual del juego errático del lenguaje y la intertextualidad. (Spiegel 129-30)
Ante el fin de la historia, cuyas interpretaciones se extienden hacia el sin sentido de la historiografía y la escritura de las historias literarias, otras corrientes de estudio, como la antropología cultural, la historia cultural9 y el nuevo historicismo, popular en las últimas décadas del siglo XX, buscaron reintroducir una nueva concepción del discurso como “producto de formaciones culturales históricas definidas” (Spiegel 131). En el “rescate de la historia”, se rescató también el valor histórico del texto literario, aunque el análisis de lo literario quedaría supeditado al valor del discurso como proceso cultural. Esto a su vez tuvo como consecuencia el aparente “abandono” de los estudios literarios en pos de estudios contextuales del fenómeno literario. De estas corrientes, el nuevo historicismo supuso otro cambio en la concepción del hecho historiográfico a partir de un replanteamiento del concepto de cultura como un todo en perpetuo movimiento que se encuentra sujeto a presiones e imposiciones, que resultan de las nociones sociológicas e intelectuales del concepto. Este nuevo paradigma “conlleva una concepción de la historia literaria como historia cultural. Su objeto es comprender el fenómeno literario en su contemporaneidad. Es una concepción horizontal del hecho literario” (Beltrán 46). Esto supondrá que la dimensión estética del texto se reduzca a la representación de ciertos intereses o inquietudes, que se reflejan en la noción de una historia literaria que entronca con la historia de la cultura.
A partir de esta concepción del hecho literario, ocurre una ampliación de su objeto de conocimiento, de manera que la historia literaria se convierte en historia literaria culturalista, cuyas líneas de trabajo tendrán en común, según Beltrán, “requerir de una instancia principal externa en la que se da la causa del hecho literario” (47). Es decir, el significado del hecho literario se encontrará en una causa extrínseca (psicológica, sociológica, entre otros) al texto mismo, por lo que este tipo de análisis, llevado a la escritura de una historia de literatura, corre el riesgo de caer en el absolutismo de la instancia externa como explicación del fenómeno. Para evitar estos inconvenientes, “el nuevo historicismo pretende resolverlos practicando un eclecticismo causal y buscando recursos de análisis textual que puedan armonizarse con el análisis social” (Beltrán 47), por lo que la dimensión estética de los textos se ve reducida a una cuestión descriptiva, ornamental y trivial.
El nuevo historicismo, pretende una renovación de la historia literaria mediante la incorporación de la teoría, presentándose esta “historia literaria no convencional como un esfuerzo por alcanzar un compendio totalmente abierto, integrador y no jerárquico” (Epps y Fernández 17). Esto tiene como resultado “la depuración de los aspectos opresivos de la historia literaria nacional: el sexismo, el elitismo y la jerarquización (con el consiguiente menosprecio de lo popular), y el estrechamiento de los signos de identidad nacional y cultural” (Beltrán 111), aspecto que podría resultar tentador al momento de reescribir la historia de la literatura que aquí se propone. Ya sea que la noción de literatura (y de su historia) sea considerada como un texto estético, o social, o producto de una instancia externa, o vinculada “con la episteme de una sociedad y cultura dadas, en un momento preciso de su historia” (Kushner 176), otro de los retos en la escritura de su historia se encuentra en su periodización.
Como se mencionó con anterioridad, la historia de la literatura en el subcontinente suele ser dividida en tres grandes periodos, cuya sistematización corresponde a una concepción histórica del hecho literario. Sin embargo, la propia noción de “periodo” ha sido objeto de análisis dentro de la misma historiografía literaria. Aunque la propuesta de este artículo la incluye, problematizarla implicaría un texto de mayor extensión que el permitido, por lo que, de momento, el cuadro elaborado por Beatriz González Stephan para Escribir la historia litearia... y reproducido a continuación (Fig. 1), servirá para dar una idea de las distintas maneras en las que el tema ha sido abordado.
Como puede verse, la aparente renuencia de la crítica por producir, en los últimos años, estudios de carácter histórico que abarquen el fenómeno literario hispanoamericano como un todo10 es entendible una vez que se consideran las complicaciones a las que debe enfrentarse un historiador, desde las dificultades metodológicas que supone su planteamiento,11 pasando por el temor de caer en generalizaciones u omisiones, hasta el saber que “la historia como cualquier ciencia humana, se ha de interrogar a menudo sobre la relación con la sociedad y la forma de su cultura” (Kushner 182). Esto conduce a que se hable de una supuesta crisis,12 ocurrida hacia finales del siglo XX, en los estudios de este tipo.
De acuerdo con Eduardo Becerra, “la crítica sobre la novela hispanoamericana contemporánea ha estado marcada, más que ningún otro campo probablemente, por una jerarquía implícita casi omnipresente que ha entorpecido a menudo la visión de conjunto” (15). Sin embargo, al revisar las propuestas historiográficas de la narrativa hispanoamericana del siglo XX, es posible distinguir dos momentos que, dependiendo de la perspectiva crítica, son considerados como parteaguas de esta narrativa: por una parte, el regionalismo de las primeras décadas del siglo, en particular el periodo comprendido entre las décadas de los veinte y cuarenta; y por otra, el boom de la década de los sesenta. Según la crítica especializada, ambos momentos traen consigo la renovación y resignificación de la narrativa hispanoamericana contemporánea, especialmente en el caso de novela. A partir de ellos, se ha construido un canon panorámico, más o menos estable, que define y categoriza la producción novelística hispanoamericana, frente al cual se construyen las historias de la literatura publicadas después de los años sesenta. En el caso de los estudios historiográficos publicados en las últimas dos décadas del siglo XX, el boom es el punto de partida a partir del cual se define la narrativa hispanoamericana finisecular y de principios del siglo XXI. Por ejemplo, la nueva novela hispanoamericana de los años sesenta (Fuentes, Shaw, entre otros) que se contrapone al boom también sirve como el referente a partir del cual se pretendió categorizar a la narrativa hispanoamericana de los setenta y ochenta (como Anderson, Brushwood, Flores, entre otros) de forma cronológica e incluso generacional. Estos ejemplos de sistematización han probado ser incapaces de describir con amplitud la novela finisecular, debido a la multiplicidad de orientaciones temáticas y formales de la narrativa hispanoamericana del mismo periodo. Como recuerda Becerra:
La historiografía sobre el género novelesco en Hispanoamérica no debe articularse sobre la apariencia de una sucesión de tendencias que suplantan a otras en el momento de su irrupción, algo que no ha sido infrecuente en los panoramas construidos por la crítica. Soy consciente de que a todo historiador de la literatura le pasa como al contemplador del aleph borgiano, frente a un mapa abigarrado lleno de sucesos que ocurren de manera simultánea se ve condenado a contarlo de manera sucesiva, porque el lenguaje lo es. Pero ello no debe hacernos renunciar a tratar de indagar en aquellas pautas que pudieran facilitarnos la aproximación al conjunto de la producción de un periodo sin esquematizar ni reducir en exceso su riqueza y pluralidad ni las dinámicas internas que lo van forjando. (25)
De aquí la necesidad de una nueva lectura de la historia literaria para reubicar autores y autoras fuera de la sombra de las contadas personas que acaparan los discursos que dan cuenta del devenir de la narrativa hispanoamericana contemporánea. Se formaría así, un canon alternativo al institucionalizado, a través de cuyo análisis se puede ampliar este último, al descubrir y describir los procesos de la narrativa hispanoamericana, sus temas y formas. Algunas de estas tendencias ético-estéticas (por ejemplo, la locura, el horror, la violencia, las nuevas formas de la memoria, el testimonio, lo metaficcional, el género policial o las narrativas del yo) ya se hacen presentes tanto en estudios dedicados a la producción literaria contemporánea de ciertos países,13 como en algunas de las historias literarias hispano-americanas más recientes. En el tomo 4 de su Historia…, Oviedo ofrece por lo menos tres distintas clasificaciones de la narrativa situada en el posboom y la “posmodernidad”, a saber, la de la reflexión o contradicción histórica, la de la indagación del yo y su ámbito propio, y la de la fantasía y juego estético. Por su parte, Fernando Aínsa, en Palabras nómadas: nueva cartografía de la pertenencia, presenta su visión de la literatura hispanoamericana como un fenómeno transnacional marcado por el éxodo y el exilio, que realzan la condición nómada y el desarraigo, en el contexto de la globalización, como los elementos claves de la literatura. Francisca Noguerol, por otra parte, señala en “Narrar sin fronteras” la extraterritorialidad como el rasgo definitivo de la literatura hispanoamericana de los últimos treinta años y esboza algunas de las formas narrativas (lo neopolicial, la nueva novela histórica, la narrativa narcisista) sobre las que se extiende y expande en “Últimas tendencias”, donde además de las ya mencionadas, añade las distintas formas de la memoria, la crónica, la autobiografía, el diario (169-171)14, así como narrativas marcadas por la universalidad, el narcisismo, la multiplicidad de información, algunas atravesadas por fronteras identitarias y geográficas e incluso por la cultura de masas (171-178). Noguerol llega incluso a ofrecer dos tendencias “privilegiadas entre la enorme variedad de propuestas estéticas que se suceden en la actualidad” (178): el regreso de la novela total -de la mano de autores como Bolaño, Caparrós o Volpi- así como una narrativa joven:
hija de la contracultura estadounidense, el realismo sucio y «la Onda» mexicana … Caracterizada por su fuerte referencialidad, esta literatura reivindica las estructuras simples de un lenguaje despojado de ornamentos-en bastantes ocasiones soez-, para contar los recorridos urbanos de un narrador solitario, apático y esclavo de la sociedad de consumo, que interpreta los acontecimientos vividos para los lectores y es incapaz de enfrentarse a su violenta realidad. (178)
Considerando algunas de estas formulaciones, para lograr el esbozo de este canon en construcción se propone un acercamiento que tome como referencia las nociones de transculturación de Ángel Rama y heterogeneidad de Antonio Cornejo Polar, así como las propuestas de René Wellek y Mijail Bajtín para la formulación de una nueva historia literaria. Wellek cree que, para escribir la historia literaria, es necesario pensar la teoría literaria como historia literaria universal,15 en tanto que esta no debe ser vista como una cronología de eventos literarios, sujeta a una historia mayor (social, política, entre otros), sino que debe estar formada por las leyes y tendencias que rigen el desarrollo de la imaginación literaria y de los valores expresados por esta:
aun cuando tuviéramos una serie de períodos que subdividieran con nitidez la historia cultural del hombre …, la historia literaria no debería contentarse con aceptar un esquema trazado a base de materiales diversos . . . La literatura no debe entenderse como simple reflejo pasivo o copia servil del desenvolvimiento político, social o aun intelectual de la humanidad. (Wellek 318)
Por su parte, Ulrich Weisstein complementa la propuesta de Welleck sobre la literatura universal al afirmar que la historia de esta “debe entenderse como la historia de la literatura de todo el mundo, sin establecer al principio ninguna distinción entre las aportaciones de mayor o menor importancia” (49) y que, hasta antes de 1975, año en que publicó su estudio, eran “muy escasos los intentos de escribir una historia de la literatura universal en la que se tengan en cuenta las relaciones recíprocas de todas y cada una de las literaturas empeñadas en la creación de una tradición” (49-50). Como explica Alfonso Martín Jiménez:
Para llevar a cabo esa “literatura universal” habría que tener en cuenta las relaciones recíprocas de todas y cada una de las literaturas empeñadas en la creación de una tradición . . . se trataría de un estudio sintético de las literaturas que mostrara la relación histórica entre las mismas. (134)
De estas propuestas se desprende la justificación de la revisión historiográfica necesaria para señalar las cuestiones de periodización que hubiere enmarcadas por el corte temporal establecido. De igual manera, los fundamentos del método histórico-estético planteado por Bajtín, en Estética de la creación verbal, servirán para justificar la necesidad, en pleno siglo XXI, de revisar, repensar y reescribir la historia de la literatura hispanoamericana. Habrá de incluirse también sus aportaciones al concepto de género, en Teoría y estética de la novela, así como las de Claudio Guillén, en Entre lo uno y lo diverso, para rastrear y caracterizar aquellas formas genéricas o tendencias estéticas y temáticas que se presentan desde 1990 a la actualidad de manera transversal en la literatura de los distintos países de habla hispana en el continente.
El propósito de hacer historia de la literatura debería ir más allá de la creación de estudios presentados como una enumeración de autores y obras en orden cronológico. Si bien es cierto que las historias literarias, pueden ser concebidas desde diferentes orientaciones, estas tienen una finalidad en común: organizar y reconstruir los procesos históricos de los materiales reconocidos como literarios desde sus perspectivas específicas de interpretación. En este sentido, el valor de la historiografía radica en que “trata de reconfigurar el pasado, revisando los discursos sobre este y cómo es percibido en el presente, para poder plantear así un proyecto de la escritura de la historia en un futuro cercano, delimitado por unas perspectivas cada vez más concretas” (Acosta 11). Dichos enfoques evitan la representación de la totalidad del hecho literario, describiendo y estudiando sus partes en vez de tratar de descubrir el todo, dejando la labor de reconstrucción de la imagen del conjunto al lector. Sin embargo, aunque los textos busquen alejarse de las periodizaciones históricas problemáticas, la imagen proyectada será, a pesar de todo, intrínsecamente histórica porque supone una mirada valorativa del pasado desde el presente. Como señala Mario Valdés:
Nunca antes el área de debate ha sido tan diversa en orientación y propósito, yendo desde las historias abiertamente prescriptivas, que tratan de influenciar lo que se habrá de escribir, a las construcciones altamente utópicas del pasado. En otras palabras, el historiador se sitúa entre sus predecesores y sus sucesores. (63)16
Ante esta situación, una reelaboración de la historia de la literatura hispanoamericana supone recurrir a los conceptos acuñados por la historiografía, para repetirlos, reelaborarlos o incluso proponer otros, según sea necesario, para lograr la pretendida reescritura, sin perder de vista que dichas nociones son producto mismo del campo históricamente configurado por la disciplina. Es decir, la historia literaria, vista como un género discursivo, estará diferenciada por su intención (restituir un proceso en términos temporales), su ubicación en la esfera de los productos ideológicos institucionalizados (produce/reproduce/transforma los esquemas ideológicos dominantes) y su lenguaje (pragmáticamente diferenciado). Aunque su objetividad ha sido impugnada, debido entre otras cosas a la contradicción implícita en su supuesta objetividad, la historia literaria seguirá siendo vigente mientras siga siendo válida la organización de conocimientos que rige el pensamiento moderno:
Para los usuarios de la historia literaria, esas obras otorgan legitimidad nacional o regional al patrimonio que representan y, con el tiempo, constituyen una presunción de identidad cultural. Esta presunción puede y a menudo es cuestionada, ya que los usuarios responden de manera crítica tanto a la información objetiva como a la interpretación del pasado literario. Sin embargo, es importante tener en cuenta que, en su mayor parte, la contestación de las historias literarias aborda exclusiones particulares, fechas específicas, en menor medida las generalizaciones del historiador y rara vez el paradigma de la historia literaria en sí misma con su paradoja incorporada de multiplicidad de contenido, reducida a la singularidad de las percepciones del historiador literario que, sin embargo, constituye un reclamo de cobertura.17 (Valdés 65)
En este sentido, la historia literaria se convierte en bagaje cultural transmisible como saber y, de la misma manera, al surgir en condiciones sociales determinadas, volverá a la sociedad por medio de la enseñanza escolar. Es decir, el interés por hacer un recuento del desarrollo de las formas literarias en una cultura tiene como finalidad construir una imagen de lo que ha sido la expresión literaria que, a su vez, se repite y se da a conocer mediante la institución educativa. Esta construcción de un conocimiento está orientada hacia la elaboración de valores culturales que se producen y reproducen en el marco de las relaciones sociales de una cultura dada. Al no existir un valor absoluto, sino una multiplicidad de valores, determinados por las diferentes perspectivas adoptadas y aceptadas como válidas en los diferentes contextos, es posible volver sobre ellas para replantearlas desde la intersección de la expresión literaria y su recepción crítica, que es donde se encuentra tanto el valor estético, según la perspectiva dada, de las obras o tendencias particulares, como la orientación de su recepción. Esto queda evidenciado en el caso de la institución escolar, en donde el reconocimiento crítico otorgado se convierte en conocimiento transmisible, lo que a su vez lleva a la legitimación y establecimiento de lo que será aceptado como literario.
Según Iris Zavala, el objetivo de la literatura, concebida como actividad que institucionaliza, es:
la conservación y transmisión de los saberes y memorias colectivas, . . . cuya importancia social en la sociedad burguesa exige un uso particular de los textos, en un proceso de monumentalización instaurado por el sistema educativo . . . discurso que produce la organización cultural mediante signos que a su vez reproducen y proyectan ideologías y sistemas ideológicos. (6)
Puesto que en el espacio académico se organiza y sistematiza la producción literaria y su crítica para convertirla en campo específico de conocimiento, es evidente la necesidad de una revisión del corpus crítico, ya que la institución literaria no es una totalidad cerrada, sino la configuración histórica de prácticas sociales, cuya especificidad consiste, por un lado, en los usos que da a los textos que ha elevado a monumentos literarios, y por otro en las instancias (crítica, historia literaria, entre otros) que producen, reproducen y custodian esa monumentalidad, a la vez que vinculan la institución literaria con otras instituciones, como los medios de comunicación, el mercado editorial o el sistema educativo.
La aproximación que aquí se sugiere se encaminaría también a renovar, a largo plazo, el valor de las historias de la literatura, ante otros métodos de análisis literario. Se esperaría que mediante los debates estéticos que se descubran, a través del método comparativo de Guillén, entre los textos historiográficos analizados, se manifieste una concepción del sentido y función del género que permitan reconocer aquellos rasgos de la narrativa hispanoamericana de finales del siglo XX y principios del XXI que den cuenta del carácter heterogéneo y a la vez “universal” del fenómeno literario. De ahí la importancia de reflexionar sobre los modos de hacer historia literaria, así como de proponer análisis particulares de períodos o tendencias, para no solo contar con referentes específicos, sino sumar visiones que problematicen y actualicen la necesidad de la construcción de nuevas perspectivas sobre el hecho literario, en especial lo concerniente a su dimensión textual y las relaciones que esta mantiene con los demás textos del canon.