Introducción. Los contornos de la “identidad gay”
El presente artículo se desprende de una investigación etnográfica, realizada entre 2016 y 2018, cuyo objetivo fue observar las dinámicas de racialización en las interacciones de ligue gay en Tijuana (Caraballo, 2018). Para ello, recurrí a entrevistas itinerantes y en profundidad, así como a la observación libre, entendida por Perlongher (1999), como “la realización de los itinerarios” de los sujetos, “recogiendo impresiones, descripciones, situaciones y escenas de la manera más minuciosa posible” (p.33). En este caso, tanto en espacios físicos (bares, eventos, reuniones, etc.) como digitales (aplicaciones de contacto y ligue, blogs, redes sociales, etc.). Mi experiencia e identidad como hombre gay conllevó, asimismo, una implicación en el “terreno” que trasciende los cánones de la etnografía clásica. De igual modo, la revisión de medios de comunicación y de productos artísticos, literarios y pornográficos de distribución y acceso nacional, me permitió darle mayor profundidad y amplitud a las reflexiones que derivaron de mi trabajo en el contexto local de Tijuana. Por último, mi condición como extranjero hizo posible un cierto grado de extrañamiento frente a lo abordado, a la vez que el reconocimiento de coincidencias, más allá de fronteras nacionales, en la construcción del ambiente como campo de estudio.
El término “ambiente” hace referencia, en el mundo hispanohablante, a un espacio social de relaciones articuladas en torno a representaciones, símbolos y códigos compartidos por quienes no se identifican como heterosexuales. En principio, el término se vinculaba a hombres homosexuales (o “que comparten en grados variados experiencias homosexuales”) (Sívori, 2005, p.19) y, en menor medida, a mujeres homosexuales (Russo, 2009). Sin embargo, hoy su uso se ha generalizado para abarcar a toda la población denominada LGBTIQ (lesbianas, gais, bisexuales, trans, intersexuales, queer). Este cambio, más que denotar una diversificación de dicho espacio, responde a la incorporación de categorías más precisas para designar a quienes siempre lo integraron (véase Valentine, 2007; Argüello, 2014). En todo caso, el ambiente toma la heterosexualidad normativa como su exterior fundante y supone un sentido de pertenencia y comunidad. A ese vínculo comunitario haría referencia Luis Zapata, en su novela de 1979, al hablar de la “gran hermandad gaya”, cuando aún la formación del ambiente en la capital mexicana era incipiente (Zapata, 2016, p.165). No obstante, el hermanamiento tiene sus límites. Y el ambiente está atravesado también por estructuras que lo exceden, y demarcan fronteras y taxonomías internas.
El propósito del presente análisis es problematizar estas fronteras como elementos articuladores y constitutivos de la identidad gay, como la categoría que sigue siendo hegemónica dentro del ambiente en México2. Siguiendo a Hall (2003), entiendo la identidad como
un punto de sutura entre, por un lado, los discursos y prácticas que intentan “interpelarnos”, hablarnos o ponernos en nuestro lugar como sujetos sociales de discursos particulares y, por otro, los procesos que producen subjetividades, que nos construyen como sujetos susceptibles de “decirse”. (p.20; cursiva del autor)
Más que un a priori epistemológico (Perlongher, 1997), la identidad es una construcción discursiva, ficcional (Hall, 2003), que se articula y entra en tensión con la apropiación que los sujetos hacen de ella, atendiendo “a ciertas regularidades […] [y produciendo] una suspensión temporal del desbordamiento de los sentidos” (Lancaster, 1997, p.183; cursivas del autor). Es, pues, una imposibilidad normativa que resulta de la “sucesión de acciones repetidas ―dentro de un marco regulador muy estricto― que se inmoviliza con el tiempo para crear la apariencia de sustancia, de una especie natural de ser” (Butler, 2007, p.98).
Desde este punto de vista, la identidad gay no es una simple categoría descriptiva, sino la (pre)condición de identificación y producción de determinadas subjetividades. Es un lugar en el discurso que puede movilizarse para cuestionar los límites que ella impone, pues su ocupación no exime de usos “impropios”. Pero que, incluso su impugnación, como aquello donde uno no tiene cabida, tiende a reafirmar sus restricciones constitutivas. Para Perlongher (1999), la identidad gay es una “posibilidad personológica” que “reglamenta, modela y disciplina los gestos, los cuerpos, los discursos” (pp.55-56). Un operativo de modernización que depende para su mantenimiento de referentes estables instituidos a través de procesos de exclusión, supresión y jerarquización social. Como señala Hall (2003), es “sólo debido a su capacidad de excluir, de omitir, de dejar ‘afuera’” que las identidades funcionan “como puntos de identificación y adhesión” (pp.18-19; cursivas del autor). Por tanto, toda identidad requiere de la producción de una exterioridad constitutiva que “es ‘interior’ al sujeto como su propio repudio fundacional” (Butler, 2002, p.20). De este modo, mi interés fundamental es observar la producción de los exteriores de la identidad gay en México como el resultado de dinámicas de racialización, inscritas en procesos históricos de largo alcance, que se materializan en la cotidianidad del ambiente.
En este sentido, vamos a entender la racialización como la atribución, de manera dispersa y a veces contradictoria, de rasgos esenciales y esencializantes a ciertos cuerpos. Atribución que excede los binarismos étnico-raciales (negro o blanco; mestizo o indio), mezclándose con otras formas de clasificación social para generar un espacio inestable de designación, localmente situado, que apelan a jerarquías globales instituidas en torno a la hegemonía de lo blanco. Como señala Echeverría (2010), la blanquitud no es entonces una categoría étnica-racial, sino una condición ético-civilizatoria de “orden identitario” que fija los términos del sujeto de la modernidad capitalista. De modo que, si bien la blanquitud puede incluir “por necesidades de coyuntura histórica, ciertos rasgos étnicos de la blancura del ‘hombre blanco’” (Echeverría, 2010, p.11), su núcleo específico es de clase, en tanto que posición social, hexis corporal, y gestión y apropiación de recursos materiales y simbólicos que posibilitan el ingreso a la modernidad (Bourdieu, 1999; García, 2013). Además, la blanquitud depende de un marco relacional, en el que los “otros” racializados posibilitan la afirmación de lo “verdaderamente” blanco (Berg y Ramos-Zayas, 2017; Young, 2005).
En el caso de la identidad gay esto se traduce en la negación de formas de homoerotismo “anteriores”, que a su vez son recuperadas para articular y hacer manifiesta la blanquitud de los sujetos gais (Perez, 2015). Procesos de exclusión que se materializan en la producción de cuerpos racializados, objetos de repudio y deseo, encarnados aquí en la figura de la loca y el chacal. En suma, propongo entender a la loca y al chacal como exteriores constitutivos y legitimantes del sujeto gay moderno: “cuerpos [que] no llegan a materializar la norma [y] les ofrece el ‘exterior’ necesario, si no ya el apoyo necesario, a los cuerpos que, al materializar la norma, alcanzan la categoría de cuerpos que importan” (Butler, 2002, p.39). Para ello, en el primer apartado, reviso las condiciones que hicieron posible la formación del ambiente en México, así como sus tensiones y contradicciones. En el segundo, observo cómo el rechazo de lo que representa la figura de la loca posibilita la afirmación constante de un modelo normativo de masculinidad gay. En el tercero, analizo la actualización y ambivalencia de estos procesos en el marco del deseo en torno al chacal. Para cerrar, a modo de conlusión, sintetizo los principales planteamientos expuestos a lo largo del texto.
La “gran hermandad gaya”
La formación de las naciones latinoamericanas fue un proceso complejo que, pese a plantear una ruptura radical con las relaciones de poder impuestas por el orden colonial, le daba continuidad y las reproducía por otros medios. En ese sentido, el disciplinamiento de la nueva ciudadanía implicó la producción de otredades reconocibles en torno a las cuales se articularon variados mecanismos de exclusión. Si el “indio sodomita” había representado el cruce entre la inferioridad racial y la subversión de la moral hegemónica durante la colonia, en los estados independizados, el desviado sexual cumpliría una función similar, en tanto alteridad paradigmática de la masculinidad civilizada, emancipada y viril (González-Stephan, 1998). En México, el “invertido” aparece tempranamente en la literatura popular de finales del siglo XIX (Monsiváis, 2001; Rodríguez, 2018) y, luego, en los discursos periodísticos y criminológicos de comienzos del XX (Rodríguez, 2011). Pero es en 1901, con el baile de los 413, que la homosexualidad comienza a ser percibida como una condición identitaria, en los términos modernos. La visibilidad del hecho extendió inadvertidamente un sentido común de identificación que unía a muchos con los participantes del “baile” (Irwin, 2010; Monsiváis, 2001).
En las siguientes décadas, se comienza a formar una “comunidad” de iguales que sentaría las bases para un movimiento político organizado. Así, el Frente de Liberación Homosexual nace en 1971, inspirado “inicialmente en los movimientos de liberación gay norteamericanos (y en menor grado en los ingleses y en los catalanes) que surgieron después de los motines de Stonewall en Nueva York, en 1969” (Lumsden, 1991, p.66). Sus primeras acciones públicas tuvieron lugar en junio de 1978, en la marcha conmemorativa de la revolución cubana y, en octubre del mismo año, en el décimo aniversario de la matanza de Tlatelolco. También en 1978 se crean otros grupos pioneros como el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria, el Grupo Lambda de Liberación Homosexual y Oikabeth (Diez, 2011; Argüello, 2014). La visibilidad de la homosexualidad se evidencia, además, en la publicación y difusión de libros como El homosexual ante la sociedad enferma (1978), del antropólogo y activista Xabier Lizarraga y la novela El vampiro de la colonia Roma (1979) de Luis Zapata.
La categoría gay comienza a circular entre activistas como un modo de reconocimiento propio. La “salida del closet”, que presupone la adscripción a una identidad esencialmente distinta a la heterosexual, se señala como imperativo político, y algunos grupos organizados abogan por la construcción activa de la misma (Laguarda, 2009; Hernández, 2001). La vocación didáctica permeó también a los medios especializados que surgen en estos años. Por ejemplo, en la columna de Lizarraga en la revista Del Otro Lado, se instaba a generar una identidad pública y política, “la gaycidad o gayacidad”, como alternativa que “parte de una conciencia, de un autorreconocimiento” (Lizarraga, 1992, p.12; cursivas del autor). Los espacios comerciales de ligue, al igual que los bares, antros, discotecas y cafés dirigidos al público gay, cumplieron una función pedagógica, menos explícita, pero igualmente eficaz (Boivin, 2013; Laguarda, 2005). Locales como El Taller y El Vaquero combinaban su labor militante con actividades fundamentalmente de consumo. Del mismo modo, el acceso de la clientela era limitado a partir de criterios que promovían patrones de vestimenta y comportamiento apegados a una masculinidad normativa idealizada, acorde con la formación de un determinado sujeto gay (Lumsden, 1991; Boivin, 2013).
En todo caso, la construcción de la identidad gay presuponía el acceso a cierto capital cultural. De allí que el ambiente era, en palabras de Monsiváis (2001), un espacio reservado para una elite que se alejaba de la “barbarie” (pp.326-327), cuyo “modelo inevitable es europeo al principio y luego, ya en forma orgánica, norteamericano, y su capital simbólico es la elegancia” (Monsiváis, 2002, p.93). La posibilidad de vínculos “comunitarios” cedía así ante la distancia interpuesta frente a un “otro popular” (Parrini, 2014), en la medida que eso funcionaba también como un modo de legitimación de la elite gay. La exclusión de quienes no cumplían con el modelo de masculinidad aceptado, se mezclaba con procedimientos más sutiles que, como sugiere Lumsden (1991), impedían en ciertos espacios gais el acceso a la “chusma” (p.37). Así pues, si asumirse gay traducía una cierta politización de la sexualidad, la categoría servía por otra parte “para diferenciarse de las locas de origen popular y afirmar un estilo de vida que supone una autoconciencia más elaborada y un estatus social más elevado” (Miano Borruso, 1998, p.196). Todo esto derivado de una narrativa evolucionista que veía en la subjetividad gay “liberada” y moderna la consumación de un progreso necesario, conducido por veladas prácticas clasistas y racistas4.
En 1979, Blanco (1981) ya criticaba a los “homosexuales de clase media” que “en la mayoría de los casos […] somos más cómplices de nuestra clase […] que solidarios de los jodidos, incluso de los homosexuales jodidos” (p.185). Algunos militantes defendían explícitamente los cánones de decencia y normalidad de una homosexualidad “discreta”, que excluía a los “homosexuales lúmpenes” (Argüello, 2014). Esto llevaba a tensiones entre y dentro de los grupos organizados que se hicieron evidentes en 1984, en la VI Marcha del Orgullo Lésbica Homosexual. Así, un panfleto repartido durante el evento, titulado “Eutanasia al movimiento lilo”, cuestionaba la presencia hegemónica y colonizadora de un gay “uniformado” que se conforma con “la tolerancia y la aceptación”:
[…] joto asimilado, decente, con prerrogativas sociales, económicas y culturales, decente [sic], fresa […] Y ahora sus minigurús nos recomiendan ser “de categoría”, tener trabajo estable, con ingresos superiores a cuatro veces el mínimo; ir en peregrina marcha donde La Lupe a gritar que somos chotos; comportarnos con decencia, persignarnos para todo lo que declaremos con citas de Lenin, Marx y Trostki [sic]. De esta manera, aseguran, la sociedad se dará cuenta sin lugar a dudas de que también hay jotos trabajadores, lindos, de regios modelazos, bien portados, que no dicen groserías ni se visten de mujer (o si se visten, sólo para divertirse y mostrar su “sensibilidad”) (en Argüello, 2014, pp.42-43).
En un contexto global de cooptación y reconfiguración del neoliberalismo institucional, “la asimilación comercial de la diferencia”, como mecanismo de contención popular y relegitimación del Estado, sentaba las bases en México para la “apropiación por parte del sistema de esa operación de producción identitaria” que, para Medina (2008, p.516), era el nuevo sujeto homosexual. Si, por un lado, la “identidad” como posibilidad de adscripción y común reconocimiento extendía su alcance; por otro, la introducción de un modelo de gay “normal”, ligado a un esencialismo unitario que en última instancia es funcional al movimiento político, dejaba por fuera a aquellos que no se ajustaban a él. La coincidencia de estos procesos, y su inserción en el imaginario popular, tiene quizá su expresión más clara en aquel chiste donde un joven afeminado le dice a su padre que es “gay”. Éste le responde de manera negativa, argumentando que no puede serlo debido a que es “pobre”. Pues, no teniendo la capacidad de consumo que, de acuerdo con el padre, presupone la categoría gay, el hijo es relegado a la denominación comúnmente despectiva de “puto” (y ese es el “chiste”), dejando en evidencia que ni siquiera la “salida del closet” está disponible para todos por igual.
El género de las locas
La identidad gay conlleva la exclusión de un “otro” definido como anterior a ella, y que debe ser superado y preservado para definir sus límites. En este apartado sostendré que la loca5 es ese “otro”, cuya necesaria exclusión va desde su figuración histórica hasta su inscripción en la cotidianidad del ambiente en México hoy en día. Según Rodríguez (2018), el término “loca” aparece por primera vez en La estatua de sal, de Salvador Novo, para hacer referencia “al homosexual afeminado, y particularmente al homosexual pasivo” (p.152). Así, en principio, lo que distingue a la loca es su apropiación de lo femenino. El sujeto gay, por el contrario, rompe con lo que Butler (2007) llama la matriz heterosexual, pero su adscripción identitaria no implica la identificación con el género “opuesto”. Su “orientación” homosexual no lo exenta de participar de la normatividad de género, en la medida que su sexo asignado (varón) se corresponde con su género asumido (masculino). Por tanto, como muestra Valentine (2007), para que este sujeto gay llegase a ser “normal” (dejase, pues, de ser un desviado/invertido), fue necesario que se estableciera una separación tajante entre “género” y “orientación sexual”. Tal separación creó las condiciones para que la homosexualidad dejara de ser una enfermedad, en parte como producto de los esfuerzos del movimiento gay surgido luego de 1969.
La legitimación de la lucha homosexual durante los primeros años del movimiento dependió en gran medida de la conversión del homosexual afeminado y pasivo (ese “ser degradado y abyecto” que describiera Paz, 2010, p.43) en objeto predilecto de diferenciación (Perlongher, 1999; Laguarda, 2009; Boivin, 2011; Rodríguez, 2018). Con ello, la loca se convierte en un dispositivo de exclusión simbólica de la masculinidad gay normativa, y el afeminamiento pasa a ser un signo del fracaso social del sujeto homosexual no asimilado; un anacronismo prepolítico que imposibilita el acceso a la comunidad gay moderna (Halberstam, 2008, p.11). Esto implicaba tocar las fibras más íntimas del colectivo. Así, por ejemplo, se promovía un “repertorio sexual versátil” (o “inter”) como superación del machismo y de la pasividad del homosexual “tradicional” (Laguarda, 2009). Se marcaban, además, las pautas del cuerpo homosexual deseado y deseable, especialmente durante y después de la crisis del sida: un cuerpo “sano” y viril que contrarrestaba la representación del “marica enfermo” (García, 2016); pero a su vez estaba ligado a la imagen positiva del gay clase media, blanco y profesionista.
En la práctica, el enraizamiento de estos parámetros normativos se puede observar en diferentes manifestaciones de rechazo hacia el homosexual afeminado. Esto encuentra su forma verbal más directa en la demanda de “discreción”, que explicita sobre todo la expectativa de una expresión de género masculina, en contraste con términos como “obvio” (u “obvia”) o “evidente” que refieren al afeminamiento y suelen utilizarse como aquello que se repudia (`No obvias´, `NO LOCAS´, `NO Afeminados´)6. Si la presentación de sí como “discreto” o “varonil”, o su demanda (`soy discreto buscando morros pasivos varoniles´, `Me gustan los hombres varoniles´, `solo gente varoniles´, `Busco pasivo varonil´), hacen manifiesto el valor de la masculinidad, también connotan su artificiosidad (`apariencia varonil´) y, por lo tanto, la necesidad de su mantenimiento constante y relativamente consciente. No obstante, la masculinidad valorada tiende a equipararse al rol sexual activo, mientras que el afeminamiento aparece como sinónimos de pasividad e inhibidor de deseo (Rodríguez, 2015). De modo que quienes prefieren adoptar un rol sexual pasivo se ven en la necesidad de deslindarse del referente social y simbólico al que éste se asocia (`pasivos pero varoniles´, `MI ROL NO DEFINE MI PERSONALIDAD´).
En este sentido, “discreto” y “obvia” señalan extremos de un espectro de expresión de género que va, respectivamente, de lo masculino (como activo) a lo femenino (como pasivo) y, en esa misma medida, de lo deseado a lo repudiado. Pero además simbolizan posibilidades y grados diferentes de asimilación y contención social. Por ejemplo, para Abel, de 33 años, su rechazo por los homosexuales afeminados se debe a una cuestión de “gustos”. Sin embargo, también considera que éstos tienden a ser “muy ruidosos”, lo que los inhabilitaba para adecuarse a los espacios que él, un profesionista de clase media, suele frecuentar. El “ruido” metaforiza la desestabilización de un orden discreto de género que se sustenta en la necesaria separación entre lo público y lo privado. La loca no puede ser “discreto”, pues encarna el estereotipo del que intenta deslastrarse el gay que aspira a pasar por “normal” (es decir, por heterosexual) a través de una “apariencia varonil”; el gay que sabe relegar (u ocultar) su “orientación” al plano de lo privado, adecuándose al “modelo de ciudadano” favorecido por “las políticas de visibilidad y asimilación” (Davis, 2012, p.181). La loca es, en cambio, el paradigma de una representación negativa que muchas veces los propios gais acusan de “distorsionada” e “irreal” cuando adquiere visibilidad pública.
La “obviedad” de la loca no solo transgrede la masculinidad, en términos abstractos, sino un modelo de masculinidad gay blanca y los límites que fija la modernidad capitalista. Así, por ejemplo, en 1993, la revista El Otro Lado se lamentaba por la demanda constante, de parte de sus lectores, de cuerpos que se ajustasen “al estereotipo del cuero que promueve el proyecto comercial gay; […] hombres no obvios guapos y fortachones”. Estas objeciones iban por lo general “acompañadas de adjetivos que aluden al color de la piel, la apariencia naca de los modelos, la edad o a la supuesta vulgaridad de los mismos” (las cursivas son mías). “Naquez”, “color de piel”, “obviedad”, “vulgaridad” aparecen en relación de oposición con el cuerpo estético y “fortachón” del “proyecto comercial gay”. Además, la referencia al “mal gusto” y al “color de piel” trae al frente condiciones de clase y “raza” que se vinculan a la loca “obvia”, con lo cual se reproducen jerarquizaciones excluyentes que trascienden la cuestión de género y sexualidad. En suma, la loca encarna un exceso que posibilita la exclusión, dentro del ambiente, de sujetos previamente excluidos por la sociedad7. Una exclusión que, por otro lado, no solo recurre al repudio explicito para afirmarse, sino también a la ambivalencia del deseo, como se observa en la figura del chacal.
La sensualidad del proletario
[…] el chacal es el joven proletario de aspecto indígena o recién mestizo, ya descrito históricamente como Raza de Bronce, […] la sensualidad proletaria, el gesto que los expertos en complacencia no descifran, el cuerpo que proviene del gimnasio de la vida, del trabajo duro […] (Monsiváis, 1998, p.60)
Al contrario de la loca, el chacal simboliza el epítome de la masculinidad. En el contexto popular mexicano, el término refiere a una “[p]ersona que se aprovecha con ferocidad y sin misericordia del mal o del daño que ha sufrido otra” (Lara, 2010, p.559). En el argot gay, es quizás este “aprovechamiento” lo que adquiere una connotación sexual. Así, a diferencia del “mayate”, el chacal adopta el rol de penetrador anal, pero además muestra desprecio y violencia hacia su compañero sexual8 (Sanz, 2009). El deseo por el chacal puede equipararse a lo que Young (2005) llama un “deseo colonial”, que produce y esencializa la condición salvaje del otro para legitimar la misión civilizatoria de Occidente (Puar, 2002). Un deseo “erótico-primitivista” sobre el que se funda el “imaginario ‘gay’ moderno” y la identidad gay cosmopolita (Cardín, 1990; Perez, 2015), y que dentro de sociedades históricamente subalternizadas se vuelca sobre cuerpos “proletarios”, cuyo exotismo deriva de su posición inferior en la estructura social. En ese sentido, el chacal es un modo de erotizar las relaciones de clase, en tanto implica un cruce de fronteras físicas y simbólicas que, en esa misma medida, ratifica y reproduce veladamente la desigualdad material que atraviesa y constituye a los sujetos (Parrini y Flores, 2015).
De acuerdo con Parrini y Flores (2015), la figura del chacal refiere a “hombres populares, mestizos, viriles, lejanos de los circuitos de sociabilidad gay” (p.291). No es, en general, una categoría de autoadscripción, sino una “creación del deseo homosexual” (p.307). Existe porque se le nombra y designa un objeto, una fantasía o, como me decía Dani, de 22 años, un “fetiche”. Si la característica fundamental de la loca es el afeminamiento y la pasividad, el chacal remite a una masculinidad hiperbolizada o “excesiva” (en los términos de Halberstam, 2008). De allí que sea descrito siempre como “muy masculino”, “súper masculino”, “hipermasculino”, “ultraviril”. No es “discreto”, pues su masculinidad es “auténtica”, no una postura artificial (véase, por ejemplo, Morales, 1992). Y su autenticidad responde a los signos evidentes de su posición social. De modo que su producción como objeto racializado de deseo está dada por su situación de clase, que se mezcla y confunde con una determinada condición étnico-racial. Así, para Javier, de 36 años, si bien el chacal suele ser “chaparro” y “moreno”, su rasgo dominante sería un “mal gusto” que, a modo de habitus (Bourdieu, 1999), estaría ya en su cuerpo y sus posturas corporales, aunque se expresa también en sus modos de vestir.
En la medida que su masculinidad no es solo “apariencia”, el chacal, parece estar al margen de las categorías de identificación modernas. No se le identifica como homosexual, lo cual excluye cualquier expectativa romántica a largo plazo para los gais que lo desean. Pero esto no implica una automática adscripción heterosexual. El chacal es un hombre que ocasionalmente accede a tener sexo con otros hombres, en calidad de activo, respondiendo a una búsqueda irrestricta de placer. Para Dani, el chacal es fundamentalmente un hombre “morboso”. En ese mismo sentido, para Monsiváis (2001), el chacal tendría un “apetito sexual indiferenciado” (p.327). Una representación hipersexualizada que se condensa en su descripción como “máquina de coger” (Morales, 1992). En suma, su sexualidad parece ser anterior a las oposiciones identitarias modernas (o, en todo caso, estaría asociada, como sugiere Lumsden, 1991, a una supuesta “bisexualidad” propia de la clase obrera mexicana y su tradicional “cuatismo” popular), en la medida que su condición de clase implica una posibilidad limitada para integrarse a los marcos de significación de la modernidad.
La misma condición que lo erotiza le niega entonces otras cualidades deseables, más allá de la fantasía y su eventual realización. La ambivalencia de esa representación se observa en las producciones pornográficas que directa o indirectamente lo toman por objeto. Por ejemplo, Mecos Films, una empresa mexicana de porno gay, promociona a Sewer Boy, uno de sus modelos, como un tipo inmundo (“filthy”), sucio y sudoroso (“dirty and slimy”) que coge putos (“fuck the puto’s ass”) a cambio de dinero. Esa “inmundicia” y esa “suciedad” condensan y metaforizan prácticas lascivas, como la humillación verbal, donde se expresa la virilidad machista propia de “una cultura popular que”, a decir de Lumsden (1991), “combina la ignorancia y la violencia social” (p.13). Así, Corrupción Mexicana (2010), una película de la misma productora, incluye una secuencia donde un personaje llamado Fresa es secuestrado y “violado” a manos de dos hombres, referidos como un “par de pinches nacos”. En una escena, estos últimos denigran al primero llamándolo “puto”. La violencia del insulto homofóbico hace evidente la condición no homosexual de los “nacos”, pero se podría decir además que sintetiza el deseo (de Fresa) por aquello que es (y requiere ser) repudiado, pues lo daña9.
Pero, finalmente, la pornografía encuentra en estos cuerpos un objeto predilecto de excitación gay porque evoca un saber práctico y aproblemático que se articula con discursos autorizados que lo legitiman10. En el cruce de esos saberes, el chacal surge como una representación, en el sentido más laxo del término: un papel o una “pauta de acción preestablecida” (Goffman, 1997) de la que los sujetos pueden apropiarse. Pero que está contenida en estructuras que trascienden la interacción inmediata. Siendo así, el éxito de la actuación depende de una posición incorporada (Bourdieu, 1999), que más allá de operaciones voluntarias de adscripción, revisten valores determinados. El potencial erótico que se le atribuye al chacal demanda la manifestación de su posición subalterna en el espacio social (el “mal gusto”, la “suciedad”, la violencia machista, homofóbica “propia” de su clase), que funda su diferencia y fija los márgenes del sujeto que lo desea. Su valor erótico es puro, en tanto que solo a partir de él se define su atractivo, y es inversamente proporcional a su valor social, estético y moral. En síntesis, su erotización es un “acto de apropiación” que implica “hacer a, o dejarse hacer por un jodido; nunca hacer con él” (Blanco, 1981, p.73), produciendo la distancia que niega afinidades más allá del plano sexual y reproduciendo con ello una distribución relativamente estable de capitales, de acuerdo a una estructura de posiciones naturalizada.
Conclusión
La identidad gay surge históricamente en el seno de grupos privilegiados que, dada su situación de clase, tenían garantizado el ingreso material y simbólico a la modernidad. Su proyección imaginada como superación de formas anteriores “tradicionales”, de vínculos homoeróticos, presupone la producción de cuerpos racializados, reclutados desde un pasado prepolítico y utópico, alternativamente repudiado y deseado (Perez, 2015). En México, estas dinámicas de racialización se sostienen en una estructura de clases, que se traslapa con diacríticos étnico-raciales, para actualizar una exterioridad que confirma la prescripción modernizante de la identidad gay cosmopolita. En este contexto, la loca encarna lo abyecto, lo radicalmente excluido de la constitución normativa del sujeto gay moderno. Un cuerpo excéntrico que transgrede los límites de una visibilidad “positiva” y el mandato de una masculinidad contenida por la moral blanca dominante. El chacal, en cambio, encarna lo que Perlongher (1999) llama un deseo de sumisión. Por lo tanto, ceder ante ese deseo es devenir abyecto, suspender real o imaginariamente el sistema de exclusión mutua que al mismo tiempo ratifica. Es decir, asumir el lugar de la loca, como objeto de placer simbiótico, feminizado, del macho dominante.
En ese sentido, estos cuerpos constituyen el exterior negado de la identidad gay, pero su continua producción revela la necesidad de su retorno. La centralidad de la loca dentro del ambiente se afirma una y otra vez en el recurso del propio término para nombrarse entre pares y el uso invertido del género gramatical (Monsiváis, 2001; Sívori, 2005), a veces como injuria cruel, como código de lealtad, o como apropiación lúdica. Además, expresiones como “obvia” y “evidente” presuponen el afeminamiento como rasgo esencial del homosexual que, por lo tanto, socava siempre la asimilación del gay adecentado11. De este modo, la loca yace en el gesto insidioso, inconvenientemente femenino, que deja en “evidencia” la masculinidad como impostura y simulación; así como en la fantasía del gay que desea, hasta el exceso y la culpa, la virilidad exacerbada del chacal. Es el otro negado y preservado a la vez, que fija los límites de la modernidad gay, pero define la diferencia ante el mundo heterosexual. Devenir loca es, como señala Davis (2012), un modo intencionado de resistencia política; extraerse de las “grandes oposiciones molares” de los paradigmas identitarios (Perlongher, 1997, p.68). Pero es también una práctica cotidiana que, más allá de su explicita politización, está inscrita en la propia identidad gay como un secreto que revela la imposibilidad de su cierre.