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Revista latinoamericana de estudios educativos

versión On-line ISSN 2448-878Xversión impresa ISSN 0185-1284

Rev. latinoam. estud. educ. vol.54 no.1 Ciudad de México ene./abr. 2024  Epub 11-Mar-2024

https://doi.org/10.48102/rlee.2024.54.1.612 

Enclave

De la posmodernidad a la transmodernidad: nuevas formas de pensar la relación universidad-mundo

From Postmodernity to Transmodernity: New Ways of Thinking about the University-world Relationship

José Luis García García* 
http://orcid.org/0000-0002-3103-0574

Ariadna Isabel López Damián** 
http://orcid.org/0000-0001-9683-4998

José Albar Chavelas Mendoza*** 
http://orcid.org/0000-0002-0547-8789

*Universidad Autónoma de Guerrero, México. josegarcia@uagro.mx

**Universidad Autónoma de Guerrero, México. 20376@uagro.mx

***Universidad Autónoma de Guerrero, México. albarchavelas@gmail.com


Resumen

Modernidad y posmodernidad (como narrativas occidentales) comparten un sentido extenso de colonización económica, militar, epistémica, política, cultural y pedagógica. Sin embargo, en el caso posmoderno existe un componente ideológico predominante que se acentuó después de la caída del Muro de Berlín y que no hubiese sido posible alcanzar sin el impacto y amplio margen de influencia de la universidad como herramienta capitalista que permite invisibilizar las fracturas y contradicciones generadas por el modelo económico, naturalizar e interiorizar su cosmovisión y estigmatizar a quien se atreve a dibujar mundos alternativos. Este ensayo reflexiona en torno a los aportes de la filosofía transmoderna (como proyecto societal postcapitalista) de Enrique Dussel en la construcción de un modelo alternativo de universidad, tendiente a la reconexión del ser humano consigo mismo, con otros y con sus entornos. En este trabajo la transmodernidad dialogará de manera permanente con otras teorías críticas y decoloniales con el fin de profundizar el sentido de una nueva educación liberadora para una nueva era del mundo.

Palabras clave: universidad; posmodernidad; transmodernidad; capitalismo; pedagogía

Abstract

Modernity and postmodernity, both occidental narratives, share a background of economic, military, political, cultural, and pedagogical colonization. However, for postmodernity, there is a strong ideological component that gets accentuated after the fall of the Berlin Wall, which could not have been reached without the impact and influence of the university as a capitalist tool that makes invisible the fractures and contradictions created by the economic model, that normalizes the worldview of said model, and that stigmatizes those who dare to visualize alternative worlds. The present essay ponders the contributions of Dussel’s transmodernism (considered a post-capitalist project of society) in the construction of an alternative model of university with a tendency to the reconnection of the human being with him/herself, with other people, and with their environments. In this paper, the concept of transmodernity dialogs permanently with other critical theories and decolonial ideologies to deepen the meaning of a new education for liberation needed for a new era of the world.

Keywords: university; postmodernity; transmodernity; capitalism; pedagogy

Introducción

Un error frecuente dentro del debate pedagógico contemporáneo es hablar de una educación distinta sin pensar en un mundo distinto. Lo que el capitalismo ha hecho de forma magistral es enraizar en cada persona la idea de que los mundos alternativos no son posibles y que imaginarlos resultaría incluso peligroso. El modelo es consuetudinario, está presente en lo que comemos, en nuestros hábitos de consumo, en lo que pensamos y sentimos, en cómo vestimos, cómo nos transportamos y hablamos, en la forma en la que interactuamos con otros, con nosotros mismos y con nuestros entornos. Cualquier proyecto societal alternativo implicaría necesariamente un profundo y complejo proceso ontológico que permita desterrar de nuestra conciencia la forma específica de concebir la realidad que nos han impuesto las élites sociales.

¿Hay alternativas? ¿Existen otras formas de sentir, ver y entender nuestras realidades? El concepto de transmodernidad es un elemento en constante discusión; algunos autores afirman que el término “trans” refiere al tiempo, otros al espacio; se puede entender como una etapa que prosigue a la modernidad, que está encima de ella o como algo que la trasciende. Sin embargo, en este trabajo se utilizará el concepto desarrollado por Enrique Dussel (2003, 2019), que la caracteriza como una nueva etapa de la civilización humana (postcapitalista) tendiente a la edificación de un proyecto ético, cultural, epistémico y político alterno y que se basa en dos principios claves, la identidad regional latinoamericana y la diversidad sociocultural, invisibilizada de facto por el discurso posmoderno.

La transmodernidad es el pilar filosófico del presente trabajo; dialogará permanentemente con otras teorías críticas y decoloniales con el propósito de construir las cartografías esenciales para pensar una universidad que trascienda la narrativa y los mecanismos del capital impuestos como dogma, como la única posibilidad de interpretar el mundo. Un proyecto educativo universitario transmoderno debería preservar los principios de interculturalidad y diversidad, así como el desarrollo de conciencia histórica, social y ambiental. En ese sentido Arboleda (2021, p. 22) sostiene que “Una de las tareas de la educación es generar escenarios para despertar en los educandos conciencia reflexiva, crítica, generativa y edificante sobre sí mismos, su relación con la vida y el mundo”.

Lo posmoderno como alegoría cultural y económica

Con la victoria de los aliados sobre las potencias del eje en 1945 se constituye un nuevo orden mundial; Estados Unidos emerge como la potencia hegemónica, condición que reafirmaría en 1989 con la Caída del Muro de Berlín, el fin de la Guerra Fría y la articulación de nuevas lógicas económicas relacionadas con el fortalecimiento del libre mercado y la industria privada en detrimento de los Estados Nación. Las fronteras entre países se difuminaron en términos políticos, culturales y económicos creando la sensación de interconexión y uniformidad.

Sin embargo, América Latina y el Caribe poseen un común denominador: la diversidad sociocultural. Esta profunda heterogeneidad se manifiesta a través de distintas lenguas originarias, tradiciones, rasgos identitarios, gastronomía, cosmovisiones, etcétera. Desde el arribo de los colonizadores a la región en 1492 se han enarbolado distintas luchas por el reconocimiento de la soberanía de los territorios saqueados y por la reivindicación de la dignidad de los habitantes de lo que occidente llamó “periferia”. La agenda decolonial regional invita a visibilizar y a erradicar profundos procesos de subalternización.

La posmodernidad propone, en sentido contrario al pensamiento decolonial, la construcción de una cultura única basada en el estilo de vida, los valores y conceptos de la sociedad estadounidense. Esto ha acentuado, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, profundas tensiones y resistencias por parte de pueblos que ven en la adquisición de los ideales norteamericanos la pérdida de su propia identidad. Mientras que el nuevo hegemón ha intentado, desde aquellos años, expandir su visión del mundo a través de una profunda colonización militar, cultural, educativa, económica y política.

La tendencia postmoderna de pensamiento apareció recientemente como expresión o aprehensión de una realidad social específica que hace referencia al pensamiento emergente de la modernidad tardía o de la era postindustrial, manifiesto en las condiciones de vida específicas de los grandes centros urbanos de los países desarrollados, o bien como una cultura conformada por un conjunto de modos de vida en las regiones hiperindustrializadas (Vargas, 2007, pp. 12-13).

La amenaza latente de la posmodernidad en la región es su convicción autocrática y su incapacidad de aceptar y valorar la pluralidad cultural; por el contrario, suele haber sometimiento y una serie de imposiciones a grupos históricamente segregados que no comulgan con “esa” visión de desarrollo, como los indígenas, los migrantes o los afrodescendientes. Arocena y Sobottka (2017, p. 207) sostienen que “se percibe… que la conjugación de la pluralidad de las formas de vida y la aceptación de la diversidad concreta de las culturas, etnias, costumbres y valores sigue siendo un desafío”.

La posmodernidad crece de manera simultánea junto a las lógicas económicas neoliberales, impuestas por los estadounidenses en gran parte del continente, con el fin de “estabilizar” las finanzas de países altamente endeudados con los organismos financieros internacionales. Ambos, neoliberalismo y posmodernismo, se erigen como poderosas herramientas (económicas y culturales) para coadyuvar en la constitución profunda y sostenible de una forma específica y única de interpretar el mundo. Follari (2010, p. 53) expone que:

Lo cierto es que la combinación de lo posmoderno con la ofensiva neoliberal resultó desastrosa para Latinoamérica. Tal situación, dada con plenitud en los años noventa (Salinas de Gortari en México, Collor y luego Cardoso en Brasil, Menem en Argentina, Fujimori en Perú) implicó, como efectos de lo posmoderno, una disminución de las posibilidades culturales para la resistencia y un incremento de la tendencia al individualismo o -en el mejor de los casos- a la micropolítica.

El proyecto norteamericano, basado en una fuerte campaña ideológica que legitimaba su narrativa en todo el mundo, desarrolló un marco común cultural y de criterios de crecimiento y desarrollo económico sustentados en las recomendaciones de los países “desarrollados”. La nueva estrategia fue silenciosa a la vez que efectiva; desmantelar el sentido de lo colectivo y hacer de cada individuo su propio explotador que busca, en el tamaño de su esfuerzo (meritocracia), la posibilidad del tan ansiado ascenso social. Los hace sargentos de sí, buscando siempre en la autoexplotación el mito de la autorrealización capitalista.

En la posmodernidad encontramos a un sujeto alienado, desasosegado e impotente ante el desbarrancamiento de un mundo desbocado y desgarrado por el cúmulo de determinaciones que se han venido entretejiendo como una avalancha de sinergias negativas que se abaten sobre la sustentabilidad del mundo y los mundos de vida las personas: que se manifiestan en la muerte entrópica del planeta, la inequidad e injusticia social, y el sinsentido de la vida humana (Leff, 2010, p. 159).

Las formas de dominación de la modernidad a la posmodernidad han evolucionado y a pesar de que han existido movimientos sociales emancipadores en Latinoamérica, la región sigue en franca dependencia multimodal con los países “desarrollados”. Martínez (2009, p. 146) señala que “la relación asimétrica establecida entre el centro y la periferia por medio de diversos métodos de expoliación, transferencia de valor, saqueo indiscriminado, ajustes estructurales han sido una constante en la cotidianidad de los pueblos ‘sin derechos’, para expresarlo de manera hegeliana”.

La posmodernidad, entonces, se trata de un continuismo de la modernidad, principalmente en lo concerniente a la existencia de una potencia dominante que subsume a los países “periféricos”. Dussel (2003, p. 33) señala que “el posmodernismo no exige que sea entendido como un fenómeno posterior a la modernidad en sí misma, sino un elemento que la conforma”. Ambas, modernidad y posmodernidad, comparten un sentido colonial, de conquista sólo que a diferente vía.

La modernidad hizo patente su dominio a través de la guerra, el saqueo y la invasión mientras que la posmodernidad apostó a herramientas profundamente ideologizantes en primer lugar (como la universidad), sin dejar de lado el belicismo. La modernidad arrebataba bajo la ley de la espada, la posmodernidad ha hecho un trabajo tan sutil y efectivo que son los mismos conquistados, que no sabiéndose conquistados, entregan sus recursos a las grandes potencias capitalistas y aquellos que se resistan a hacerlo son sometidos en el nombre de la democracia occidental.

Los pilares de la universidad posmoderna

Desde la Reforma Universitaria de Córdoba de 1918 la educación terciaria latinoamericana ha atravesado por un profundo ciclo de transformaciones que fluctuaron entre visiones sociales y visiones mercantilistas, entre modelos autoritarios, democratizadores y modelos neofascistas. Las transiciones han sido complejas, pero en este momento de la historia son las lógicas del capital y de la posmodernidad monocultural quienes imponen el sentido de educar.

Estas lógicas, con todas sus contradicciones y crisis vigentes, constituyeron instituciones de educación superior que naturalizan la crisis socioambiental derivada del modelo de producción, que separan al individuo de sus emociones bajo criterios racionalistas, que operan con didácticas conductistas-positivistas para crear mujeres y hombres dóciles, apolíticos y amorales, que individualizan en aras de las “libertades” por encima de las colectividades y que promueven la competencia en contextos cuyo común denominador es la desigualdad social y la diversidad sociocultural.

La universidad latinoamericana de hoy en día es una consecuencia lógica y natural del proyecto cultural-económico capitalista (posmoderno y neoliberal); sus raíces filosóficas, pedagógicas, políticas, axiológicas y epistemológicas responden a la racionalidad occidental y a una acentuada visión eurocéntrica-colonial. Miramos, sentimos, pensamos e interpretamos nuestras realidades desde otras realidades, como con un par de anteojos que no fueron hechos a nuestra medida. En ese sentido Dussel (2019, s. p.) sostiene que:

Prácticamente, todas nuestras universidades en América Latina tienen su currículum, sus carreras y sus objetivos dentro de una cultura eurocéntrica y moderna… tenemos todo pensado de tal manera como lo podría pensar un europeo, norteamericano o japonés, que no es adecuado a nuestro estado actual y al proceso que deberíamos realizar, especialmente las ciencias sociales: la historia, la lingüística, la filosofía, la sociología, la economía, la política, etcétera; son todas eurocéntricas y entonces educamos a nuestros alumnos como si fueran un niño español, alemán o francés y nosotros diríamos sí, está muy bien, porque los educamos a su altura; no, los educamos de una manera en que no son sí mismos y no saben dónde están parados.

La tendencia es homogenizar el currículo, la cultura y tecnificar al individuo. Para ello las instituciones de educación superior deben operar bajo esquemas empresariales que garanticen la entrega al mercado de un “producto de calidad”, competente, fácilmente sustituible, resiliente y con un toque de Síndrome de Estocolmo que le permita, como explotado, justificar a su explotador. Para que esto sea posible la universidad se cubre bajo un manto discursivo de promesas relacionadas con la meritocracia y el ascenso social; según esta hipótesis economicista correlacional, un mayor nivel de consumo educativo implicaría una inserción social mucho más exitosa.

La educación es el activo productivo más importante que puede obtener la mayoría de la gente. Además de sus efectos económicos, la educación también está íntimamente ligada a las desigualdades socioculturales y políticas. Una educación más igualitaria tiene, potencialmente, múltiples influencias en cuanto a resultados y prácticas más equitativas (De Ferranti et al. 2004, p. 10).

¿Cómo logran las instituciones de educación superior posmodernas sus propósitos ideologizantes? Sostenemos que a través de cuatro pilares fundamentales:1 a) el filosófico, b) el epistemológico, c) el pedagógico y d) el ético-político. Todos ellos en perfecta simbiosis generan un tipo de individuo con una cosmovisión específica tendiente a la legitimización de las desigualdades y a la invisibilización de los problemas sociales y ambientales generados por el modelo económico hegemónico: el capitalismo.

Pilar filosófico

El proyecto posmoderno exacerbó un principio hegeliano de la modernidad: la subjetividad. El hombre como centro de sí mismo; sin embargo, la posmodernidad, a diferencia de la modernidad, no vino acompañada del concepto de razón. Migramos del hombre que piensa al hombre que consume, del “pienso, por lo tanto, existo” al “existo si consumo”; ahora, hay un sinfín de individuos inconexos con otros y con sus entornos que buscan explicar la realidad desde sus propios dogmas, que no son más que un cúmulo de pulsiones y seducciones generadas por un sentido económico y una necesidad permanente de consumo irracional.

La ausencia de la razón en beneficio de las hipersubjetividades también modificó otro canon de lo moderno: el sentido de comunidad. Lipovetsky (2000, p. 7) sostiene que “el ideal moderno de subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas ha sido pulverizado”. Los contratos sociales fueron un camino hacia la supervivencia de la especie; era necesario ceder ciertas libertades en beneficio del colectivo. En este momento de la historia pensar desde y para lo social es complejo debido al hedonismo y al narcisismo disfrazados de derechos y conquistas.

La humanidad parece demasiado ocupada para reflexionar sobre sí misma, sobre otros y sobre su entorno; buscar el éxito, la calidad, la productividad y la libertad capitalista consume el tiempo de las personas que han dejado de lado la reflexión, la contemplación y la meditación. Habría que remitirnos a Nateras (2009, p. 238) quien en un análisis del libro Crítica de la razón instrumental del filósofo Mark Horkheimer sostiene que “la sociedad actual ya no se preocupa por comprender los fines, ya que su objetivo es servir a un fin, esto implica que el mundo pone mayor énfasis en los medios que en los fines”.

La universidad posmoderna es la casa de la razón instrumental; en lo micro, ensayos, cuadros sinópticos, mapas mentales, resúmenes, sinopsis, material audiovisual; en lo macro, certificaciones, acreditaciones, evaluaciones y productividad. Todo conocimiento debe estar materializado para ser validado a través de una calificación, de otro modo no se habrán alcanzado los estándares de aprendizajes esperados, presentes en el currículum formal o en los planes de desarrollo universitarios.

Mientras la universidad clásica estaba vuelta hacia el conocimiento y la universidad funcional lo estaba directamente hacia el mercado de trabajo, la nueva universidad o universidad instrumental, por ser una organización, está volcada hacia sí misma en cuanto estructura de gestión y de agenciamiento de contratos. Regida por contratos de gestión, evaluada por índices de productividad, calculada para ser flexible, la universidad instrumental está estructurada por estrategias y programas de eficacia organizacional y, por tanto, por la particularidad e inestabilidad de los medios y de los objetivos. Definida y estructurada por normas y patrones enteramente ajenos al conocimiento y a la formación intelectual, está pulverizada en micro organizaciones que ocupan sus docentes e inclinan sus estudiantes a exigencias exteriores al trabajo intelectual (Chahui, 1999, p. 4).

Es necesario precisar, no es que la universidad posmoderna carezca de entramado filosófico; el capitalismo tiene axiología, epistemología, estética y lógica propias, pero todos estos elementos se han constituido como una cosmovisión arbitraria que invisibiliza la existencia de filosofías alternativas, de otras formas de interpretar el mundo. La universidad instrumental se encuentra inmensa en una vorágine de acreditaciones y certificaciones que comprueben fehacientemente su “calidad” mientras que la conexión con lo social se pierde en un mar de formatos burocráticos.

Pilar epistemológico

La ciencia hegemónica, validada por las universidades y demás instituciones de educación superior, utiliza como fetiche academicista el método científico positivista para certificar la existencia de conocimiento “auténtico”, cualquier intento de rebeldía epistémica que no se ciña a este “rigor metodológico” es considerado información inexacta, opinión subjetiva, irracional e inválida para la comunidad científica. Es un mecanismo para invisibilizar a otro y a otros, una manera de subalternizarlo y de evitar la democratización del conocimiento; es una de las tantas formas que existe de legitimar al “centro” y denostar a las “periferias”.

Autoras como Pérez (2019, p. 82) han llamado a este fenómeno violencia epistémica, “La noción de violencia epistémica se refiere a las distintas maneras en que la violencia es ejercida en relación con la producción, circulación y reconocimiento del conocimiento: la negación de la agencia epistémica de ciertos sujetos, la explotación no reconocida de sus recursos epistémicos”. Mientras que De Sousa (2004, p. 16) señala la existencia de una ciencia, en particular de una ciencia social, elitista y con tintes antidemocráticos subordinada a intereses “otros” al mencionar que:

La ciencia de la cual venimos es un conocimiento arrogante que sólo reconoce conocimientos alternativos en la medida en que los puede devorar; es una actividad corporativamente autónoma que sabe utilizar su autonomía, tanto para desvincularse de las luchas sociales y del ejercicio de la ciudadanía, como para entrar en grandes contratos de consultoría mercenaria. En suma, las ciencias sociales donde muchos de nosotros se ejercitaron son más parte del problema con que nos enfrentamos que de la solución que buscamos.

Tenemos que preguntar ¿qué paradigmas y métodos sostienen nuestras investigaciones? ¿Cuál es la ontogénesis de nuestras interpretaciones? ¿Qué marcos conceptuales y teóricos utilizamos para comprender nuestros contextos? ¿Cuál es el sentido axiológico de la ciencia que empleamos para hacer ciencia? ¿Cómo interviene la economía y la política en nuestro quehacer investigativo? Morín (1990, p. 28) acusa la presencia de “principios ‘supralógicos’ de organización del pensamiento o paradigmas, principios ocultos que gobiernan nuestra visión de las cosas y del mundo sin que tengamos conciencia de ello”.

El conocimiento para este modelo social es un producto con valor de mercado, se compra y vende como un teléfono móvil o un par de zapatos y por tanto no todas las personas tienen la capacidad de acceder a él, al menos que puedan pagar por ello; además, no todas las personas o naciones tienen la capacidad de producirlo, por lo que estamos hablando de la constitución de una nueva élite en el orden mundial, la del saber. Las élites del saber representan una desigualdad estructural que se vincula con el poderío económico, con el desarrollo de un sistema capitalista y con la puesta en marcha de una visión neoliberal.

Pilar ético-político

El filósofo italiano Gramsci (2017, p. 19) solía decir “Odio a los indiferentes. Creo que vivir… significa tomar partido… La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes”. Las sociedades latinoamericanas y caribeñas comparten un banco de patologías sociales que atentan contra la construcción de vida en democracia. Permanecer inertes ante escenarios tan dañinos parece jugar a favor del statu quo; vivimos en un proceso permanente de desmovilización y despolitización que invisibiliza todos aquellos problemas que nos atraviesan como sociedad.

¿Qué papel debería jugar la universidad latinoamericana? ¿Qué papel ha asumido ante las grandes injusticias sociales, culturales, políticas o económicas? Somos conscientes de que dentro de la constelación universitaria existen distintas posiciones políticas, es parte de una pluralidad que se asume como necesaria dentro de cualquier organización con aspiraciones democráticas. Sin embargo, nos interesa analizar y reflexionar acerca de la vertiente hegemónica, la que orienta el sentido político, que es a su vez el sentido ético, de la comunidad universitaria en general.

Los beneficiarios del statu quo, injusto en tanto que propicia que una élite monopolice el poder político y económico, sostienen que las universidades deben mantenerse alejadas de la actividad política para llevar a buen puerto sus funciones sustantivas (docencia, investigación y extensión). Son ellos, los defensores del capitalismo, quienes incompatibilizan, desde el discurso, el quehacer académico y el quehacer político, señalando que el rol del docente se ciñe a la enseñanza áulica y el rol del alumno se ciñe al aprendizaje áulico. En ese sentido Freire (2002, p. 102) sostenía en sentido inverso que:

Los educadores progresistas precisan convencerse de que no son meros docentes -eso no existe-, puros especialistas de la docencia. Nosotros somos militantes políticos porque somos maestros y maestras. Nuestra tarea no se agota en la enseñanza de la matemática, de la geografía, de la sintaxis o de la historia. Además de la seriedad y la competencia con que debemos enseñar esos contenidos, nuestra tarea exige nuestro compromiso y nuestra actitud en favor de la superación de las injusticias sociales.

Estos supuestos “apoliticistas” o “academicistas” encubren las estrategias cupulares y autócratas de aquellos que controlan las instituciones de educación superior. El conocimiento es consecuencia del trabajo y el trabajo trae consigo una carga ideológica y política específica, derivada de la situación de clase de los sujetos, por ello lo que se nombra como “neutralidad del conocimiento” es un discurso inverosímil que podría considerarse una estrategia de despolitización de la vida universitaria.

Pilar pedagógico

Al igual que en el discurso de la modernidad donde existen centros y sus respectivas periferias, en las disciplinas científicas, incluidas las humanistas-sociales, solemos encontrar un paradigma hegemónico que invisibiliza, deslegitima y oprime a las posiciones divergentes que se encuentran en los márgenes. La pedagogía tiene un modelo principal, forjado desde la economía capitalista, que prioriza la enseñanza de destrezas y habilidades mecánicas útiles, principalmente, para el mercado laboral, pero que adolece de formación para la vida y para el desarrollo de sentido crítico, analítico, político y moral.

El maquiavelismo o fascismo político, el pedagogismo dominador de los sistemas educativos, el tecnologismo imitativo, el cientificismo del funcionalismo sociológico, etcétera, es decir, el establecer el propio sistema como único, suficiente, fundamental, definitivo, constituye al método en ideología, en alienación de la inteligencia, en mediación de dominación (Dussel, 1996, p. 197).

El discurso y las prácticas pedagógicas hegemónicas niegan, de todas las formas posibles, que el acto educativo tiene una intencionalidad ideológica y que es el sentido económico y los intereses de una élite social los que definen, arbitrariamente, el cómo y para qué se enseña en las instituciones de educación superior. McLaren (2005, p. 256) sostiene que “El punto de vista tradicional de la instrucción y el aprendizaje en el salón de clase como un proceso neutral antiséptico y aislado de los conceptos de poder, política, historia y contexto ya no puede ser sostenido con verosimilitud”.

Las lógicas de enseñanza hegemónicas, aún cargadas de trasfondo escolástico, positivista y conductual obstaculizan la posibilidad de cimentar una universidad con capacidad de entender los grandes fenómenos sociales desde su complejidad. Las pedagogías “otras”, en cambio, aquellas deslegitimadas por el modelo dominante, se oponen a estos mecanismos de dominación que persisten en las instituciones de educación superior de la región que suelen ser predominantemente racistas, antidemocráticas, conservadoras, clasistas, patriarcales, adultocentristas, etcétera. Cabaluz-Ducasse (2016, p. 78) sostiene que:

Las Pedagogías Críticas Latinoamericanas, configuradas a partir de una multiplicidad de discursos y experiencias, han constituido un cuerpo pedagógico negado, excluido y deslegitimado por las pedagogías oficiales, puesto que precisamente se oponen de manera teórica y práctica a las diferentes formas de dominación existentes en sociedades capitalistas.

El centro del modelo pedagógico capitalista no es el alumno como lo era en la pedagogía progresista, también llamada “Escuela Nueva”, o el maestro como en la escuela tradicional; el centro es el mercado y sus necesidades; y sobre ello se construyen los objetivos de aprendizaje, los contenidos curriculares, los mecanismos de evaluación y la didáctica de los profesores. “La escuela es un instrumento político, ideológico y económico que coadyuva a la reproducción de las condiciones sociales y que se ha constituido como la fábrica de mano de obra competente, calificada, pero desconectada de su realidad social” (García y Rosas, 2021, p. 199).

La transmodernidad como modelo civilizatorio postcapitalista

Hay raíces ideológicas capitalistas muy profundas que nos impiden crear o visibilizar alternativas civilizatorias dotadas de humanidad y conciencia. Los intentos han fenecido ante lo implacable del modelo hegemónico que utiliza todos los instrumentos a su alcance para posicionar una narrativa que sostiene que los “otros” mundos son una utopía irreal y además peligrosa. Sin embargo, en medio de la peor crisis sanitaria de la historia reciente de la humanidad, que ha acentuado todas las contradicciones del capitalismo tardío, debemos empezar a cuestionar la sostenibilidad a largo plazo de esta visión.

La modernidad y la posmodernidad han dejado una extensa herencia de profundas patologías sociales en los pueblos “civilizados” a través de la “ley de la razón”. El capitalismo generó un sinfín de crisis relacionadas con su modelo de desarrollo que explota indiscriminadamente a sus dos principales fuentes de riqueza: los recursos naturales y las personas. Hoy los vínculos humanos, necesariamente atravesados por el consumo, parecen más frágiles y volátiles que nunca, las brechas de desigualdad se acentúan y la riqueza se concentra en cada vez menos manos.

Padecemos crisis socioambientales y socioterritoriales que parecen crónicas y degenerativas, presenciamos embates de la naturaleza cada día más intensos y la existencia de síntomas sociales regresivos y antidemocráticos como la discriminación, el conservadurismo, el autoritarismo, la xenofobia, el extractivismo, el racismo, el patriarcado o el colonialismo. Además, padecemos un modelo científico y tecnológico amoral y antidemocrático que atenta contra la supervivencia de la especie humana y que responde predominantemente a criterios económicos y de mercado.

Afrontamos un diálogo asimétrico entre la cultura del “centro” y la “periferia”, en el que occidente y el norte global se colocan en un pedestal de superioridad intelectual y moral. El sentido de lo social se desvirtúa debido a las lógicas liberales hipersubjetivas que colocan al individuo como centro de sí mismo y de todo; el concepto de comunidad se degrada y se extrapola únicamente al ciberterritorio; un sitio al que no todos los sujetos tienen acceso y a donde se han trasladado todos los problemas del mundo físico.

El binomio modernidad-posmodernidad nos enfrenta a un sinfín de preguntas relacionadas con las alternativas que tenemos, o no, para construir un mundo mejor. Por supuesto que la narrativa capitalista insiste, de forma propagandística, en que su modelo crece y se fortalece desde sus propias contradicciones y que su fórmula es la única que garantiza paz, estabilidad y equilibrio, en contraste con alternativas descritas como obsoletas y que ponen en riesgo las libertades, la propiedad privada y el modelo tradicional de familia como el anarquismo, el comunismo, el socialismo y sus variantes contemporáneas.

Ante el totalitarismo ideológico y la hegemonía epistémica que promueve el capital, la filosofía crítica está llamada a ser el motor de la reflexión para encontrar otros sentidos y visibilizar otros caminos negados por la racionalidad capitalista. Debido a esta búsqueda surge, desde América Latina, un concepto que busca la edificación de un proyecto ético-político, cultural y epistémico alternativo, que trascienda los cánones de la modernidad y la posmodernidad y que se basa en dos principios claves, la identidad regional y la diversidad. Este modelo, llamado por el filósofo latinoamericano Dussel (1999) como transmodernidad implica la construcción de un modelo tendiente hacia la transformación de la sociedad y hacia la construcción de un nuevo ethos.

Así, el filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel, a partir de su libro Postmodernidad, Transmodernidad (2002), lo enmarca en el contexto de la filosofía de la liberación y la reflexión sobre la identidad latinoamericana, entendiendo por teorías transmodernas aquellas que, procedentes del Tercer Mundo, reclaman un lugar propio frente a la modernidad occidental, incorporando la mirada del otro postcolonial subalterno (Rodríguez, 2011, p. 2).

Interpelar a la modernidad y a la posmodernidad desde América Latina es, entre otras cosas, cuestionar el carácter colonial del proceso civilizatorio y su reproducción hasta nuestros tiempos. Es reflexionar acerca de la cultura unilateral impuesta en detrimento de las culturas llamadas periféricas, es visibilizar el daño causado al medio ambiente debido al modelo de producción actual, es visibilizar las lógicas de consumo impuestas por el mercado, es valorar otras formas de generar conocimiento desde nuestras realidades y construir un marco epistémico capaz de dialogar de manera horizontal con el conocimiento del norte global y del eurocentrismo.

En una entrevista realizada a Enrique Dussel por parte de Yamandú Acosta y Alejandro Casas para el portal uruguayo Brecha en septiembre de 2010, se le plantearon dos preguntas al filósofo latinoamericano acerca del concepto de Transmodernidad: la primera fue “Usted plantea una crítica a la postura posmoderna y plantea la concepción de la transmodernidad, ¿cómo la caracterizaría?” a lo que éste respondió:

La Transmodernidad dice que lo que viene no es moderno, no será ni una modernidad ni muchas modernidades. Va a ser otra edad diferente. ¿Cuándo? En 100 años o en 200, no sé, pero vamos hacia otra cosa. Ecológicamente, la Tierra no da más. Y el capitalismo va a ser superado más por la ecología que por los movimientos sociales. Vamos a una edad distinta, ¿pero?, ¿cómo se va a construir eso? Se va a construir desde la experiencia de las culturas no modernas -lo cual no significa atrasadas- en aquello en lo que la propia modernidad despreció. El hombre moderno no lo puede hacer, lo que están haciendo los Aymaras en Bolivia no lo puede hacer ningún moderno. Desde esa exterioridad se desarrolla ahora un proyecto a un pluriverso futuro. Tenemos que ver ahora cómo el mundo árabe, el mundo chino, América Latina, están desarrollando novedades en diálogo con la modernidad.

La segunda pregunta fue: ¿La transmodernidad supone una superación al capitalismo y una revolución? A lo que respondió: “Esa sociedad futura supera el capitalismo. Va a tener otros puntos de partida, para empezar un respeto por la naturaleza que la modernidad no tuvo.”

La transmodernidad es, entonces, una forma ética de permanecer en el mundo por parte de los seres humanos; implica el reconocimiento y la revalorización del otro y de otros en sistemas complejos de interdependencia necesarios para la subsistencia. La alteridad es una herramienta útil en contextos donde no todas las personas cuentan con las mismas oportunidades de desarrollo; es necesaria para fomentar el sentido de justicia, democracia, igualdad e inclusión.

Éste es un concepto que retoma Dussel desde Emanuel Lévinas, quien desde su filosofía del diálogo señala que “el Otro es el Otro. El Otro en tanto que otro, tal y como se expresó antes, se sitúa en una dimensión de altura y de abatimiento -glorioso abatimiento-; tiene la cara del pobre, del extranjero, de la viuda y del huérfano y, a la vez, del señor llamado a investir y a justificar mi libertad” (Lévinas, 1977, p. 262). La transmodernidad es, entonces, una oportunidad para colectivizar a la humanidad y revertir los estragos causados por el hipersubjetivismo y el hiperindividualismo.

Podríamos describir la transmodernidad como un ambicioso proyecto civilizatorio necesariamente latinoamericano contrahegemónico, distanciado de occidente, que busca, no sólo trascender los cánones de la modernidad y la posmodernidad, sino también dar luz acerca de las profundas crisis heredadas por el capitalismo. La visión de Dussel apunta hacia la constitución de un conjunto de rasgos y modos de comportamiento que conforman el carácter o la identidad de las personas como seres sociales y de la comunidad. En este sentido, Acosta (2009, p. 29) argumenta:

Se trata, pues de una transición que más allá de un cambio cultural, implica un cambio civilizatorio en el que plausiblemente se resolverían las incompletudes, derrotas, fracasos o limitaciones de las transiciones antecedentes, todas las cuales -aunque de maneras diferentes- responden a la matriz occidental. Se postula que esa transición -posible y necesaria- implica un ejercicio de interculturalidad que se entiende constitutivo de la cultura de la transmodernidad -no aleatorio y subsidiariamente instrumental-, que la definen como radicalmente alternativa frente al monoculturalismo constitutivo de la cultura de la modernidad-posmodernidad capitalista y de la occidentalidad con sus efectos de consolidación de fragmentación multicultural: una civilización hegemónica que subsume una diversidad de culturas cuyas identidades le son de una u otra manera, funcionales.

Aportes de la transmodernidad para la construcción de otras universidades

Entonces, entendemos la transmodernidad desde el enfoque dusseliano como un proyecto intercultural, crítico y decolonial que reivindica las identidades de nuestra región, sus historias y que aspira a la construcción de una racionalidad que emerge desde lo comunitario. Este proyecto societal postcapitalista es a su vez un poderoso proyecto educativo en general y universitario en particular que dialoga en permanente tensión con las lógicas hegemónicas que hacen vida al interior de las escuelas. Toro et al. (2020, p. 244) sostienen que “Por lo mismo, ya no podemos, ni debemos, situarnos desde las visiones más tradicionales de la educación centradas en las didácticas y en los procesos pedagógicos disciplinares”.

Construir, desde la universidad transmoderna, nuevas formas de entender nuestros seres

Uno de los nodos que interconecta a las teorías críticas latinoamericanas, entre ellas la filosofía dusseliana, es el supuesto de que el neoliberalismo y el posmodernismo representan, además de una profunda dominación política, cultural y económica, una acentuada dominación intelectual, en un momento de la historia en el que el conocimiento se erige como un medio de producción prioritario para el sistema capitalista. Esto implica la configuración de nuevas asimetrías debido a las limitaciones estructurales, que tienen personas, instituciones y países para avanzar al ritmo atropellado que impone la dinámica social. Se infiere, desde el materialismo histórico, que quien controla los medios de producción material, controlará también los medios de producción intelectual.

La construcción de otras formas de generar conocimiento al interior de las universidades latinoamericanas es una estrategia de resistencia necesaria contra la autocracia científica que se edifica desde las necesidades del capitalismo. Generar conocimiento desde las luchas feministas, migrantes, afrodescendientes, obreras, magisteriales, campesinas, estudiantiles, de la diversidad sexual, etcétera, permite visibilizar y escuchar a un “demos” más amplio en relación con el “demos” de la democracia occidental. Latinoamérica deberá ser interpretada desde sus territorios, comunidades y conflictos, así como desde las herencias que ha dejado el modelo civilizatorio actual.

Las luchas inconclusas en los países del Sur para independizarse políticamente de las naciones occidentales enfrentan desafíos mayores en términos de soberanía educativa y científica. Uno de ellos consiste en la descolonización de la cultura y la ciencia, en especial de las culturas escolares, académicas y humanísticas. Entendemos la descolonización como el proceso dinámico de autonomías políticas que está protagonizado por sujetos subordinados a lógicas estructurales de explotación económica y de dominación social y cultural. Se produce a partir de prácticas transformadoras de insumisión que prefiguran horizontes de emancipación social e intelectual. Las culturas de producción científica internacional están asimismo determinadas por relaciones coloniales de poder que son alienantes, dado el carácter eurocentrado de la formación disciplinaria desde su origen al final del siglo XIX (Baronnet, 2022, p. 2).

La universidad transmoderna reflexiona sobre nuestra América a través de diagnósticos críticos que permitan no sólo visibilizar lo que nos problematiza, sino construir otras cosmovisiones que impliquen una alternativa al capitalismo. Se busca cimentar sociedades con amplio sentido de justicia, de democracia, de libertad y de inclusión. Por tanto, la lucha por la democratización del conocimiento es también una lucha ética, política e ideológica (a pesar de la negación en el discurso científico del centro) en la que los investigadores latinoamericanos asumen la existencia de opresión, de injusticias y de inequidades sociales en sus entornos.

La cultura del centro nos tiene acostumbrados a la oposición obvia entre ideología y ciencia. Cuando hay ciencia no puede haber ideología. Esta exclusión es ella misma ideológica: la totalidad de un discurso metódico, teórico, científico puede ser ideológico, no por su intrínseco desarrollo (aunque también) sino por su pretensión, por su punto de partida, por su proyecto, por el hecho de servir de mediación a un contexto que lo explica y le marca su sentido (Dussel, 1996, p. 194).

Desde el pensamiento latinoamericano se plantea que las universidades pueden ser una herramienta fundamental para la democratización de las sociedades, sin embargo, también se acepta que, históricamente, han sido sitios de adoctrinamiento donde se han reproducido los valores necesarios para la subsistencia de las élites dominantes. Se cree desde el pensamiento del sur, que, con la imposición de la visión neoliberal, apalancada desde el concepto de sociedad de la información, las instituciones educativas reproducen el conocimiento de las potencias del orbe que tienen la capacidad de generarlo y difundirlo.

Construir, desde la universidad transmoderna, diálogos horizontales entre culturas

A más de 500 años de la invasión de América, aún se percibe una narrativa clasista y racista hacia aquellas personas en franca resistencia al proceso modernizador; al estilo hegeliano, se les considera física, moral e intelectualmente inferiores, incapaces de constituirse como sujetos plenos. Este discurso permea todas las estructuras sociales como la familia, la religión, la escuela, las leyes, el sistema político, los medios de comunicación o la cultura. Se han creado tácitamente, personas de primer y segundo orden. Personas con acceso irrestricto a condiciones de vida privilegiadas y personas que tienen que entablar una contienda diaria por la reivindicación de su cultura, su dignidad y sus derechos.

La transmodernidad es una filosofía de la liberación, que a su vez es una filosofía crítica, latinoamericana, intercultural y decolonial. Dussel (1980, p. 124) señala que la base de su teoría es el supuesto de que el punto de partida de un nuevo diálogo entre civilizaciones debe darse desde la cultura del dominado y no desde la cultura del dominante, por tanto, el proyecto de emancipación debería constituirse desde tres grandes movimientos “Una es la ‘revolución patriótica’ de la liberación nacional; otra la ‘revolución social’ de la liberación de las clases oprimidas y, la tercera, la ‘revolución cultural’. En este último caso se da lo pedagógico, la juventud y la cultura; aquí hay un problema latinoamericano concreto”.

Esto último se venía planteando desde 1918, con la Reforma Universitaria de Córdoba, en la que ya se hablaba de la imperante necesidad de construir otro tipo de mecanismos para entendernos. Córdoba fue un parteaguas en la constitución de una cultura regional con matices propios, no sometida a los cánones del norte y el eurocentrismo, y en franca oposición contra visiones colonialistas; desde ese movimiento se promovía la “hora americana” que implicaba latinoamericanizar la universidad desde nuestros propios marcos de comprensión del mundo, desde nuestros valores y desde el espíritu renovador y democrático del movimiento.

Había llegado el momento de dejar de respirar aires extranjeros y de intentar la creación de una cultura propia, que no fuera simple reflejo o trasplante de la europea o norteamericana. La juventud, bajo el impacto de la guerra mundial, aspiraba a terminar con el vicio de “querer regir la vida americana con mente formada a la europea”. Esta actitud del reformismo merece ser subrayada, pues aun cuando no dio todos los frutos esperados, su vocación de originalidad latinoamericana señaló un rumbo que los actuales procesos de renovación universitaria no deben perder de vista. En su americanismo la juventud expresaba el anhelo de superar todas las formas de dependencia (Tünnermann, 1998, p. 108).

El proyecto universitario transmoderno es filosófico a la vez que histórico debido a que deconstruye las narrativas hegemónicas que se edificaron desde la invasión al continente americano y crea una historia desde lo que Miguel León Portilla llamó La visión de los vencidos. La historia hegemónica legitima una cultura hegemónica que define qué, para qué, cuándo y cómo se debe enseñar. Todo aquello que no haga parte de ella es invisibilizado, minimizado e incluso exterminado. Ejemplos hay varios; los grandes avances de oriente y Mesoamérica sobre medicina, política o agricultura, muchos de ellos considerados parte del pensamiento mágico y retrógrada e invalidados por la ciencia occidental y por la universidad. Dussel (2018) sostiene que:

Estudiamos una historia que nos ignora, que nos anula y la enseñamos desde la primaria hasta el postdoctorado en las universidades. Reforma educativa significaría hacer una visión de la historia muy distinta… ¿De dónde vienen las culturas americanas? Las nuestras.

No nos preguntamos demasiado, tendríamos que saberlo porque fueron pueblos de una altísima cultura, ¿qué decir de los aztecas y los mayas? Los mayólogos ahora están descubriendo cosas tremendas en nuestro pueblo.

Aún hasta nuestros días existen amplios reclamos y movilizaciones por parte de sectores sociales que no estaban presentes en el discurso modernizador del nuevo Estado (indígenas, campesinos, afrodescendientes, migrantes, etcétera). Sartorello y Guzmán (2018, p. 284) sostienen que “la crisis civilizatoria de occidente ha estimulado la emergencia de nuevos tipos de movimientos sociales... que están construyendo proyectos societales alternativos al sistema neoliberal hegemónico”. Estos sectores sociales reivindican su derecho a ser parte de la sociedad sin renunciar a sus raíces culturales.

Construir, desde la universidad transmoderna, nuevas formas de habitar el mundo

“Imaginamos el fin del mundo antes que el fin del capitalismo”; esta frase, atribuida al escritor Fredric Jameson, nos pone de cara a la reflexión en torno al profundo arraigo que tiene el modelo económico hegemónico en la vida de las personas. A pesar de los graves y crónicos problemas socioambientales no alcanzamos a dibujar un mundo con medios de producción alternativos/justos que no atenten contra la naturaleza ni contra el sujeto mismo, ni alcanzamos a vislumbrar otros mecanismos para una distribución mucho más igualitaria de la riqueza.

La crisis ambiental de nuestro tiempo es el signo de una nueva era histórica. Esta encrucijada civilizatoria es ante todo una crisis de la racionalidad de la modernidad y remite a un problema del conocimiento. La degradación ambiental -la muerte entrópica del planeta- es resultado de las formas de conocimiento a través de las cuales la humanidad ha construido el mundo y lo ha destruido por su pretensión de unidad, de universalidad, de generalidad y de totalidad; por su objetivación y cosificación del mundo (Leff, 2007, p. 2).

Las leyes y las lógicas del libre mercado han creado un ethos capitalista. Somos personas lineales de cultura unificada cuya posición social se fundamenta en nuestra capacidad de producir y consumir; transitamos de un modelo antropocéntrico a uno econocéntrico donde el capital se erige como el objeto de veneración de las nuevas generaciones. “Entender la relación actual entre la naturaleza y el ser humano posmoderno es complejo; el sentido ‘espiritual’ de los hombres y mujeres en nuestros tiempos está vinculado al capital al cual se le rinde tributo, culto y adoración permanentemente” (Ayhllong, 2023, p. 9).

La universidad transmoderna, construida desde la filosofía de la liberación, propone replantear y “democratizar” esta relación sujetonaturaleza y sujeto-sujeto. El sujeto, sin desprenderse de su individualidad, requiere de otros y eso incluye a la naturaleza y los elementos que la configuran. Esta visión promueve la construcción de un proyecto societal alternativo que parta desde lo medioambiental y no desde la economía de mercado. El eje transversal de un nuevo modelo pedagógico universitario es, necesariamente, la alteridad y la otredad.

Lo que necesitamos es algo más allá, una tercera posición y esto es una crítica a la modernidad y una revolución civilizatoria, pero quizá más fuerte que la que piensa Boaventura, es lo que yo le llamo una transmodernidad, una nueva época de la historia. Donde el pueblo va a participar… los que queden después del suicidio ecológico, ellos van a tener que tomar las grandes medidas (Dussel, 2020).

En sentido contrario a los principios de alteridad y otredad, la universidad posmoderna promueve el desapego y el olvido. La información que el sujeto recibe en las aulas carece de cualquier sentido práctico más que el de consumir a gran escala sin visión a largo plazo. La escuela reproduce pautas de conducta y valores que favorecen a las élites empresariales y su visión corporativista como el patrón “usar y tirar”. La inmediatez es parte ya del imaginario colectivo y ha influido de forma enérgica la manera en la que se entiende y se imparte la educación en el siglo XXI. A raíz de ello, la crisis medioambiental se invisibiliza debido a que sus efectos, se pensaba, se llegarían a sentir a largo plazo. Según las lógicas del desarrollo capitalista, se trataba de administrar la crisis, sin embargo, nos acercamos a un punto que parece no tener retorno.

Conclusiones

La universidad latinoamericana se ha convertido en uno de los pilares que sostiene la mitología capitalista. Creemos que se comete un error de tipo ontológico al pensar que la educación superior puede, por sí misma, construir sociedades más democráticas. Consideramos la universidad un holograma que se proyecta desde la sociedad de la que forma parte; una sociedad justa, incluyente y democrática proyectará una universidad justa, incluyente y democrática; por el contrario, una sociedad corrupta, desigual y violenta proyectará una universidad con las mismas características.

Los intentos por transformar nuestras universidades públicas, apalancados desde la racionalidad capitalista, son, han sido y serán esfuerzos incompletos que nos llevan a un bucle infinito de supuestas buenas intenciones y malas prácticas. Se podría pensar, y con justa razón, desde la lectura del título de este ensayo que, cometemos el mismo error ontológico que se describe al inicio de este apartado y que si la universidad es una herramienta capitalista, ¿para qué hacer un trabajo sobre ella?

Consideramos que es indispensable cambiar la base del holograma, es decir, construir un proyecto societal alternativo, pero el empuje tiene que ser exógeno y endógeno. Exógeno porque se deben buscar nuevas formas civilizatorias (por eso hablamos de transmodernidad) y endógeno porque las universidades deben ser campos de disputa y resistencia que visibilicen todas las herencias que nos ha dejado el “ímpetu” modernizador del capitalismo tardío y la posmodernidad.

Por supuesto que hay otros campos en disputa; la política, la economía, el sistema jurídico, la cultura, entre otros, son espacios que atraviesan también al sistema educativo general y al nivel superior en particular, y que definen muchos de sus conceptos, métodos y valores. Una sociedad transmoderna proyectará invariablemente una educación transmoderna, es decir, más humana, intercultural, decolonial, con conciencia histórica, ambiental y social, que permite trascender los cánones del capital.

La transmodernidad no supone una continuidad con la modernidad o la posmodernidad; el prefijo trans alude a sobrepasar, trascender o superar, es decir, construir un nuevo proyecto societal. Lo transmoderno no implica una ruptura, puesto que la ruptura habla de la interrupción del desarrollo de un proceso lo que hace esta visión esencialmente incluyente; no invisibiliza la historia capitalista ni se niega al diálogo con ninguna cultura. Por el contrario, busca un diálogo horizontal y democrático para dejar atrás las eras de subalternización y sometimiento por parte de unas a otras en el nombre del “progreso”.

Por tanto, construir una universidad transmoderna no implica negar los aportes de occidente y el norte global; lo que se busca es visibilizar los aportes de aquéllos a los que la racionalidad capitalista les ha quitado voz en el desarrollo humanista, científico y tecnológico. El modelo pedagógico que busca ser construido a partir del concepto “transmodernidad” busca recolectivizar a las personas, denunciar los vicios del individualismo que les impide hacer conciencia sobre otros y mostrar las consecuencias de la economía capitalista para el planeta y los seres humanos.

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1 Estos pilares de referencia teórica-conceptual y metodológica se encuentran presentes en el trabajo de Milpas Educativas coordinado por Stefano Sartorello (2019).

Recibido: 26 de Julio de 2023; Aprobado: 27 de Noviembre de 2023

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