“Creo que harto más me cuesta digerir la idea de la muerte
cuando estoy sano que cuando tengo
fiebre”.
(Montaigne)
Montaigne escribió que tener presente a la muerte constituye por sí mismo un acto para liberarse de ella; el ensayista agrega que “[…] el imaginarla con antelación supone sin duda una gran ventaja.” (Montaigne 2010, 130). Como médico que era, Oliver Sacks no tenía problema con hacer dicho ejercicio. Los médicos siempre están cerca de la muerte.1 Pero no sólo la imaginan, sino que frecuentan con ella en su día a día: la combaten y -en otro casos- tratan de reconfortar a sus pacientes para afrontarla mejor.
En Gratitud, Sacks relata tres pasajes de su vida en que visualizó su propia muerte. El primero ocurrió cuando practicaba alpinismo, a los cuarenta y un años; entonces, recurrió a proporcionarse primeros auxilios. Relata brevemente esta experiencia en el primer ensayo del libro, que nos da una primera señal de su cercanía con la química desde su nombre: “Mercurio”. También en “Mercurio”, el autor transmite su inquietud ante la proximidad de su cumpleaños ochenta, pues el deterioro físico ha cobrado factura y la pérdida de personas cercanas a él está muy presente. En tercer lugar, “De mi propia vida” es el texto a través del que comparte su sentir al ver la muerte cara a cara (p. 28). Lo escribió después de enterarse que padecía cáncer de hígado, secundario a una metástasis generada por un melanoma ocular que le había sido diagnosticado en 2005.
El autor expresa que los tres momentos estuvieron acompañados de retrospección sobre su vida y, aún más, de amor por lo vivido. Por ello, podría colocar en la pluma del médico lo escrito por Etty Hillesum: “He saldado las cuentas con la vida” (Hillesum 2007, 118). He ahí la razón de su último ensayo, donde se descubre pensando en una tradición judía muy arraigada, a pesar de su alejamiento de la religión desde los dieciocho años. Me refiero al Sabbat: cuando tienes la sensación de que tu obra está terminada y de que, con la conciencia tranquila, puedes descansar (p. 61).
Sin haberse planteado ese objetivo, Sacks nos da su clave para lograr una vida plena que nos reconforte ante el desasosiego de la muerte: tener pasiones que disfrutemos hasta nuestro último día.
La natación fue una de ellas. La practicó desde que su padre lo llevó a tener “contacto con el agua antes de cumplir una semana” (Sacks 1997). Y lo siguió haciendo, aún después de enterarse de su metástasis, cada día, pero más… lentamente (p. 41).
Desde su primera década, los elementos de la tabla periódica pasaron a ser mis compañeros (p. 38), dice. Y empezó a relacionarlos con sus aniversarios cuando averiguó lo que eran los números atómicos (p.17).
También comprueba que no se equivocó de carrera, la medicina, porque se dio tiempo de visitar pacientes (p. 40) aún después de la embolización que le practicaron. Además, su trabajo como médico lo ayudó a superar la crisis personal que atravesó en la década de 1960.
Sus inicios en la escritura estuvieron ligados a la medicina, ya que, mediante la narración de las historias de sus pacientes del hospital Bronx, descubrió su vocación y se entregó a ella en cuerpo y alma, con total determinación (p. 54). Este libro es el reflejo más palpable: escribió hasta los días más cercanos a su partida.
No es coincidencia ver en las fotos -acompañando a los textos- a Oliver Sacks nadando, leyendo y escribiendo; así como una pequeña recopilación de objetos sobre una mesa, que (imagino) son parte de su colección de elementos químicos.
No sé si tuvo la oportunidad de morir bajo el celestial resplandor (p. 37), como lo quería; pero me reconforta saber que estaba rodeado, igual que cuando era niño, de metales y minerales, pequeños emblemas de la eternidad (p. 39).
El conjunto de ensayos que conforman esta obra fueron escritos y publicados en fechas distintas; pero la selección de los mismos logra la unidad temática sobre una preocupación no exclusiva de un médico, sino de todo hombre: la muerte. No es casualidad que el primer texto que vino a mi mente al leerlos fue De cómo filosofar es aprender a morir, de Montaigne, el ensayista de la condición humana. Confirmé la relación entre ambas obras al recorrer las páginas de Gratitud, donde supe que Sacks se acompañó de las enseñanzas que descubrió a través de la lectura de David Hume, uno de mis filósofos favoritos (p. 28), confiesa.
En todo momento, salta a la lectura la prosa que caracterizó a Sacks. Hay fluidez, producto -tal vez- de su habilidad en el agua; al fin, muchos de sus escritos se idearon mientras nadaba.2 Tiene presencia la sensibilidad, que sólo puede ser resultado de las fuertes relaciones que cosechó. Y percibimos las referencias de un empático lector, tanto de las letras como de los hechos.
Para aquellos que no han leído a Sacks, Gratitud es una breve aproximación a su obra y permite vislumbrar la intensidad de su vida.3 El libro es una oportunidad para acercarse a la escritura de quien bien Borges podría haber llamado el más literato de los médicos.4 Mientras que para sus lectores recurrentes, Oliver nos deja en Gratitud una entrañable despedida.
El hombre cuyas plantas favoritas raramente eran los helechos5 habrá de compartir las dos características por las que se maravilló con ellos:
La belleza: “[…] son una forma de vida más simple pero tienen su belleza particular, una belleza muy delicada» (Sacks 2005), y la permanencia: “Son unos grandes supervivientes” (Sacks 2005).
La primera se refleja en su muy fructífera vida; la segunda es producto de su obra. Me da gusto ser cómplice en lograr dicha permanencia, que fue -a la vez- uno de sus deseos: tan sólo albergo la esperanza de perdurar en el recuerdo de los amigos y de que algunos de mis libros puedan seguir “hablando” a la gente después de mi muerte (p. 20).