INTRODUCCIÓN
Durante mucho tiempo hemos escuchado la importancia de la conservación de la biodiversidad. Desde los años 1980s se acentuó la importancia de resolver los problemas producidos por la crisis de la pérdida de biodiversidad a causa de las actividades humanas en todos sus niveles (genético, individuos, especies, ecosistemas) y el desarrollo de estrategias para contrarrestar esta pérdida (Soulé, 1985). Michael Soulé consideró que la integración de las disciplinas aplicadas y las básicas, es primordial para un mejor entendimiento del problema de la crisis biológica, es decir, «manejar un enfoque interdisciplinario y promover el intercambio de nuevas ideas e información actualizada para la mejor gestión de los recursos naturales» (Soulé, 1985).
A partir de esta multidisciplinariedad se han desarrollado métodos específicos para mejorar las estrategias dirigidas a la protección de especies consideradas en alguna categoría de riesgo (bajo cuidado humano y en vida libre; Conde et al., 2011), la planificación de programas de reproducción para mantener la variabilidad genética de las especies (Bauman et al., 2019), y el diseño de áreas naturales protegidas conciliando las preocupaciones de conservación con las necesidades de las poblaciones humanas locales (Halffter, 1978; 2005; 2011). En este enfoque multidisciplinario, muchas de las preguntas, técnicas y métodos provienen de una amplia gama de campos de investigación, no todos de la rama de la biología. Día a día los profesionales de la conservación nos enfrentamos a problemas donde se mezclan la administración de los hábitats, la recuperación de especies en peligro de extinción y los conflictos económicos del manejo de los recursos naturales.
A nivel mundial se ha demostrado que los impactos humanos sobre la biodiversidad son poco conocidos respecto a lo que puedan reflejar en el cambio ambiental global (Pereira et al., 2012; Baisero et al., 2020). En los últimos 500 años se han extinguido aproximadamente 322 especies de vertebrados terrestres, y en los últimos 50 años las poblaciones silvestres de mamíferos, aves, anfibios, reptiles y peces han disminuido sus abundancias en un 68% (Almond et al., 2020). La disminución de las poblaciones animales y la desaparición de especies, provocan un efecto dominó en el funcionamiento de los ecosistemas, afectando también el bienestar humano. Podemos decir que la pérdida de la fauna, mejor conocida como defaunación, actúa a diferentes escalas, desde pequeños fragmentos de bosque hasta nivel global, afectando a los sistemas biológicos en diferentes procesos fisiológicos de los seres vivos (p. e. germinación, crecimiento, reproducción, salud, dispersión, reproducción, hábitos alimenticios), que a su vez afectan la supervivencia de poblaciones y comunidades naturales, situación que facilita la adaptación de especies invasoras, tanto animales como vegetales y microorganismos, entre ellos las enfermedades (Galetti & Dirzo, 2013; Dirzo et al., 2014).
En 1992, la Convención sobre la Diversidad Biológica (Naciones Unidas, 1992) marcó las pautas del Plan Estratégico para la Diversidad Biológica 2011-2020, en el cual se gestan las metas del Protocolo de Aichi con el fin de alcanzar a nivel mundial al menos el 30% de la superficie del planeta como áreas protegidas y conservadas terrestres y marinas, hacia el final de esta década (SCBD, 2005; 2010; 2014). Sin embrago, el incremento de los desarrollos industriales y de monocultivos a gran escala han hecho difícil cumplir con esta meta, ya que casi en su totalidad el planeta tiene algún grado de impacto humano, esto es, ya casi no existen espacios silvestres (Wolfe et al., 2012; Watson et al., 2016).
Pensar en Sorta situ
La conservación de la biodiversidad ha sido manejada de acuerdo con dos formas de protección dependiendo si la o las especies están en su hábitat natural o no, es decir, programas de conservación ex situ cuando se realizan fuera del hábitat de la especie (p. ej. jardines botánicos, zoológicos, centros de rescate, entre otros esquemas); y programas de conservación in situ cuando las estrategias de conservación se efectúan en el lugar de distribución natural de la especie incluyendo al mismo tiempo la conservación de su hábitat (p. ej. en reservas naturales y áreas protegidas; Braverman, 2014). Ambos tipos de estrategias llegan a ser complementarias, manteniendo en mente siempre la conservación in situ. Sin embargo, los programas de conservación se pueden ver afectados debido a la falta de espacios silvestres causada por la presencia de las actividades y asentamientos humanos.
Por tal motivo, John Jensen, director del programa ambiental de la Fundación George Gund, en el 2001 acuñó el término sorta situ y lo definió como ‘un tipo de estrategia de manejo ex situ que se aproxima a las condiciones in situ’. Dicho de otra forma, aun cuando en el pasado las poblaciones silvestres vivían en lugares extensos de hábitat original sin intervención humana, actualmente, los hábitats extensos ya son muy pocos y hay presencia humana en todos los ecosistemas, por lo que la vida silvestre se debe adaptar a las nuevas condiciones con la presencia humana (Wolfe et al., 2012).
Renaturalización: recuperación de la naturaleza
La presencia humana es un factor muy importante que afecta a la vida silvestre. Esto se pudo corroborar tres décadas después del accidente nuclear en Chernóbil, Ucrania, en 1986. Después de la evacuación de la gente, la vegetación se ha regenerado y al menos 14 especies de mamíferos, incluidos herbívoros grandes (como alces, corzos, jabalíes y caballos de Przewalski) y depredadores tope (como lobos grises y osos pardos) han ocupado la zona de exclusión de 4,200 km2 libres de influencia humana directa (Deryabina et al., 2015), sin embargo, en las zonas más contaminadas la fauna es menos abundante (Beaugelin-Seiller et al., 2020).
Algunos investigadores han propuesto que si se conserva entre el 30% y el 50% de la superficie terrestre se lograría disminuir hasta en 82% el riesgo de extinción de muchas especies (Hannah et al., 2020). La conservación de grandes territorios podría comenzar con la restauración de tierras rurales abandonadas y zonas despobladas por la migración a zonas urbanas alrededor del mundo (Navarro & Pereira, 2012; Recio et al., 2020). Un equipo internacional de investigadores ha planteado retomar la estrategia desarrollada por Soulé y Noss (1998) sobre el “rewilding”, “asalvajamiento o renaturalización”, que aprovecha la capacidad de resiliencia de los ecosistemas reforzándola para recuperar sus componentes, complejidad y dinámica (Soulé & Noss, 1998; Sandom et al., 2013; Wolf & Ripple, 2018). El enfoque de la renaturalización se basa en tres fundamentos conocidos como las 3C’s: 1) extensas áreas núcleo (Cores), 2) Conectividad entre ellas (Corridors), y 3) que permitan el movimiento de especies clave, como los grandes carnívoros (Canrivores) (Soulé & Noss, 1998).
Priorizar depredadores tope
Muchas de estas especies de grandes carnívoros y depredadores tope han sufrido reducciones de sus rangos de distribución y en sus tamaños poblacionales, resultando sus funciones ecológicas y repercutiendo en la estabilidad de los ecosistemas. Por ello, las estrategias de restauración por reintroducción de estas especies clave, ayudan al funcionamiento y regulación ecológica desde niveles tróficos altos hacia niveles más bajos o primarios (Boitani & Linnell 2015; Wolf & Ripple, 2018). Es decir, comenzar desde la escala de paisaje regional seguida de comunidades-ecosistemas, terminando en la escala poblacional y el nivel genético, siguiendo los niveles de organización (Noss, 1990). Es así como las estrategias de conservación por renaturalización facilitarán, como ya se ha visto en algunas regiones europeas, por ejemplo, la reparación, restauración y recuperación de los ecosistemas nativos degradados (Sandom et al., 2013). Además, junto con el fomento de economías locales sustentables y la mitigación y compensación de daños por la fauna silvestre, se han incluido planes de reintroducción y recolonización de especies clave como lobos, linces, aves rapaces y otros depredadores mayores, así como megafauna como bisontes, alces, caballos, entre otros (Nogués-Bravo et al., 2016; Perino et al., 2019). La recuperación faunística permite que las interacciones entre las especies, los elementos y los procesos naturales de un ecosistema se recuperen a su vez y funcionen adecuadamente (Navarro & Pereira, 2012; Sandom et al., 2013; Cerqueira et al., 2015; Perino et al., 2019), a esto se le llama integridad ecológica (Equihua et al., 2014; Mora, 2019).
El balance de todos los componentes que permiten la autoorganización de los ecosistemas, lo podemos interpretar como la salud del ecosistema (Harwell et al., 2019). Cuando un ecosistema es sano, los procesos se regulan por sí solos y los servicios que proporcionan a los seres humanos son de gran calidad, ya que dependemos de la naturaleza para obtener agua, alimentos, aire y muchos otros servicios ecosistémicos, incluyendo nuestro bienestar mental y físico (Cerqueira et al., 2015). Muchos de los servicios ecosistémicos no son tan evidentes, como los procesos bioquímicos, por ejemplo, el ciclo del carbono, el del nitrógeno y el del oxígeno (Soulé, 1985; Harwell et al., 2019), sin los cuales no sería posible la vida en el planeta. Para los estudios de los servicios ecosistémicos se debe tener un mejor entendimiento de su ecología, y así poder promover su conservación a niveles de sistemas completos incluyendo la regulación y control de las enfermedades (Kremen & Ostfeld, 2005).
¿Quién no ha escuchado, leído o visto documentales de la famosa reintroducción de lobos en Yellowstone? En 1995 se reintrodujeron algunos lobos en este parque, cuya población natural fue extirpada en la región por la cacería y control de depredadores. Debido a la ausencia de lobos, las poblaciones de wapitíes incrementaron su tamaño, lo cual influyó en el deterioro de la vegetación, la disminución de la diversidad de plantas y pequeños animales, y en la dinámica de los procesos bioquímicos, entre otros efectos en cascada (Boyce, 2018). En resumen, se dañó la dinámica e integridad del ecosistema. A los quince años de haberse realizado la reintroducción de los lobos se comenzaron a notar cambios (Ripple & Beschta, 2012). Los herbívoros grandes tenían miedo de ser depredados y se movían constantemente por el paisaje para alimentarse disminuyendo la herbívora intensiva (Ripple & Beschta, 2006); las poblaciones de estos herbívoros disminuyeron por lo que la vegetación logró recuperarse, incrementando la abundancia de especies de plantas que no eran tan visibles. Muchos árboles lograron crecer al disminuir la herbívora de las plántulas; la vegetación comenzó a capturar humedad y esto se reflejó en el incremento de los flujos de agua. Otras especies que también resultaron problemáticas, como el coyote, disminuyeron sus poblaciones, pequeños animales que casi habían desaparecido, como el castor, incrementaron sus abundancias (Ripple & Beschta, 2012). Por otro lado, el papel de los lobos como depredador tope de los ecosistemas, es sumamente importante como posible regulador natural de enfermedades en herbívoros silvestres, tales como brucelosis, tuberculosis (Stronen et al., 2007; Tanner et al., 2019), peste porcina y la encefalopatía espongiforme transmisible del ciervo (CWD) (Hobbs, 2006; Wild et al., 2011), por lo que algunos los han llamado “los médicos de la naturaleza”.
De enfermedades y ecosistemas
Los parásitos (microparásitos: virus, bacterias, protozoarios, y macroparásitos: helmintos y artrópodos; Anderson & May, 1979) son un componente natural de las comunidades ecológicas, actuando como reguladores de las poblaciones silvestres e influyendo en la estructura de las comunidades (May, 1983; Ostfeld & LoGiudice, 2003). El deterioro e invasión de los ecosistemas por las actividades humanas, así como el tráfico ilegal de especies, contaminación, consumo de carne silvestre, inequidad social, uso irracional de antibióticos, entre otras, son algunas de las muchas causas del contacto y transmisión de estas enfermedades infecciosas hacia el humano (Johnson et al., 2015b).
A casi dos décadas desde su planteamiento, el concepto One Health o Una Salud ha tomado gran importancia, ya que se reconoce que la salud de animales (silvestres y domésticos) y humanos están complejamente ligados (Kahn et al., 2012). El objetivo del enfoque One Health es proteger la salud global previniendo los brotes de enfermedades emergentes y salvaguardar los ecosistemas promoviendo la conservación. Sin embargo, esto se va complicando cuando las interacciones entre el ser humano y la vida silvestre son cada vez mayores (Johnson et al., 2015b) y varían en contextos geográficos, culturales y socioeconómicos (Soga & Gaston, 2020), además que los espacios silvestres cada vez son más escasos (sorta situ) (Kahn et al., 2012).
Como ya se ha mencionado, la presencia de carnívoros tope influye en el control de la prevalencia de una enfermedad presente en las especies de las que se alimenta (Hobbs, 2006; Stronen et al., 2007; Wild et al., 2011; Tanner et al., 2019), por el contrario, en ausencia del depredador se incrementa la prevalencia de patógenos en las especies hospederas, y en ocasiones influye indirectamente en la salud humana (Ostfeld & Holt, 2004). Por ejemplo, recientemente se han notificado brotes de peste bubónica en Mongolia, China, India, Madagascar, Sudamérica y Estados Unidos, también llamada peste negra, producida por la bacteria Yersinia pestis que es transmitida por más de 80 especies de pulgas que parasitan a más de 200 especies de roedores silvestres (Córdova-Paz Soldán & Malqui-Peláez, 2015). En el siglo XIV esta enfermedad afectó a Europa y Asia provocando la muerte de aproximadamente 20 millones de personas (Sánchez-David, 2008). Esta propagación fue debida a la explosión demográfica de la rata negra (Rattus rattus), y por consecuencia de sus pulgas (Sánchez-David, 2008). Un desbalance en la comunidad ecológica por el crecimiento desmedido de una especie con potencial de plaga y/o invasora (p. ej. roedores) podría tener consecuencias en sus poblaciones de parásitos externos (p. ej. pulgas), dando como resultado el brote de una enfermedad (Johnson et al., 2015a). Esto ejemplifica que “la salud conecta a todas las especies del planeta” (Kock, 1996).
Muchos de estos desbalances son dados por la ausencia o falta de depredadores o algunas especies en la comunidad (Ostfeld & Holt, 2004), en otras palabras, por la pérdida de la biodiversidad (Ostfeld, 2009; McCallum, 2015), este fenómeno es conocido como “efecto de dilución”. El efecto de dilución tiene la premisa que la biodiversidad disminuye el potencial de riesgo de las enfermedades infecciosas, por lo tanto, la pérdida de la biodiversidad incrementa los riesgos epidémicos para animales (silvestres y domésticos) y humanos (McCallum, 2015). Esta premisa ha sido comprobada en muchos sistemas ecológicos (Civitello et al., 2015), por lo que, el conservar y preservar la biodiversidad, y su complejidad (Equihua et al., 2014), proporciona servicios ecosistémicos en un enfoque de salud (Cerqueira et al., 2015; McCallum, 2015).
Considerando el efecto de dilución se podrían dirigir estrategias de conservación y políticas públicas para la prevención de brotes de enfermedades en la vida silvestre y en humanos (Civitello et al., 2015; McCallum, 2015), así como proteger los bosques y cultivos de enfermedades fitosanitarias (Civitello et al., 2015; Liu et al., 2016). Aun cuando el efecto de dilución posiblemente sea evidente únicamente a medianas escalas (Halliday & Rohr, 2019), las acciones de conservación en las ANP podrían reducir el riesgo de enfermedades. No obstante, no hay que dejar de lado la identificación de las interacciones ecológicas que puedan derivar en algún perjuicio, como la presencia de organismos no deseados, los costos de manejo, entre otras aversiones personales que puedan influir la toma de decisiones en la conservación de la biodiversidad y el bienestar humano (Saunders, 2020).
¿Qué pasa en México?
Como hemos visto, los depredadores tienen un papel regulador en los ecosistemas. En la época geológica actual, el Antropoceno, el impacto global que las actividades humanas han tenido sobre los ecosistemas terrestres ha implicado la disminución y extinción de las poblaciones de megafauna, incluyendo depredadores (Galetti & Dirzo, 2013; Dirzo et al., 2014). De 25 especies de depredadores evaluadas a nivel mundial, cinco de ellas están en peligro de extinción; las poblaciones de 20 de estas especies están en decremento, mientras que únicamente tres especies mantienen sus poblaciones estables y dos más mantienen sus poblaciones en crecimiento, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza - UICN (Wolf & Ripple, 2018). La recuperación de especies silvestres y la renaturalización pueden generar conflictos entre humanos y la vida silvestre. No obstante, la expansión de las actividades y los asentamientos humanos también generan estos conflictos (Patterson et al., 2003; Flores-Armillas et al., 2020; Thulin & Röcklinsberg, 2020).
Recientemente conocimos los casos de interacciones de personas con osos negros, como el del Parque Ecológico Chipinque o el de la Universidad Autónoma de Nuevo León, ambos en Nuevo León. Según la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente - PROFEPA, estos avistamientos han sido más frecuentes desde el 2010, debido a la escasez de agua y alimento natural, y la invasión de asentamientos humanos irregulares en sus zonas de paso. Debido al confinamiento para disminuir los contagios por el SARS-CoV-2 hemos restringido nuestras actividades. Este confinamiento ha permitido que muchas especies silvestres usen los espacios urbanos y otras áreas naturales en diferentes localidades a nivel mundial (Bar, 2020; Manenti et al., 2020; Rutz et al., 2020). Esto no significa que haya ocurrido una recuperación de sus poblaciones, sino es un reflejo de la disminución del impacto de la presencia humana y sus actividades, como en el caso de Chernóbil. Aunque haya sido temporal este efecto, nos hemos dado cuenta de que la conservación de la vida silvestre, los ecosistemas y su dinámica debe ser considerada bajo un enfoque sorta situ, dado que ya no existen espacios silvestres (Watson et al., 2016). La vida silvestre aún está ahí, conviviendo con nosotros, manteniendo con un hilo muy delgado la integridad y la salud de los ecosistemas, y en consecuencia la supervivencia humana. No obstante, muchas especies de megafauna o depredadores no pueden ocultarse, por lo que considerar espacios lo más natural posible (“wilderness”) para ellas es necesario para su conservación y el mantenimiento de la integridad del ecosistema (Soulé & Noss 1998; Sandom et al., 2013; Perino et al., 2019), más aún cuando solo el 40% de los bosques a nivel mundial tienen alta integridad, pero solo el 27% está protegido (Grantham et al., 2020).
México ha sido pionero en el desarrollo de estrategias de conservación de áreas naturales. En la década de 1970, se decretaron las dos primeras Reservas de la Biosfera de México y Latinoamérica: Reserva de la Biosfera Mapimí y Reserva de la Biosfera La Michilía, ambas en Durango. Para este tipo de reservas se integró la conservación del ambiente y la equidad social en un contexto de participación local y regional, de acuerdo con el programa Hombre y Biosfera de la UNESCO (MAB), reconociéndose así el diseño de reserva conocido como la “modalidad mexicana” (Halffter, 1978; 2005; 2011). Cuatro tipos de áreas naturales protegidas (ANP) fueron reconocidas, tres de ellas en respuesta a diferentes escenarios socioeconómicos (p. ej. cotos de caza, parques nacionales y reservas de la Biosfera; Halffter, 2005), pero el cuarto tipo fue concebido de acuerdo con la necesidad de integrar la heterogeneidad del paisaje y el recambio de especies a nivel regional, esto es, la diversidad beta (Halffter, 2005).
Actualmente, en México contamos con los cuatro tipos de ANP: los cotos de caza representados por las 8,378 Unidades de Manejo para la Conservación de la Vida Silvestre (UMA) con manejo en vida libre (SEMARNAT, 2019); parques nacionales y reservas de la Biosfera representados por 182 áreas naturales de carácter federal integradas por 44 reservas de la biosfera, 40 áreas de protección de flora y fauna, 67 parques nacionales, 18 santuarios, 8 áreas de protección de recursos naturales y 5 monumentos naturales, en total 90,839,521.55 ha; y 356 Áreas Destinadas Voluntariamente a la Conservación (ADVC) con 554,973.01 ha (CONANP, 2020). Muchas de éstas ANP por sus características (p.e. superficie y tipo de paisaje o ecosistema representativo) tienen alta riqueza a nivel local, como son las Reservas de la Biosfera. Sin embargo, existen paisajes más homogéneos y con menor riqueza que albergan especies importantes que requieren grandes territorios, por lo que el cuarto tipo de reserva, las reservas archipiélago, son una opción viable (Halffter, 2005).
CONCLUSIONES
La superficie total que abarcan las ANP llega al 11% del territorio nacional (CONANP, 2020), si a esto le sumamos el 0.2% correspondiente de las ADVC (CONANP, 2019) y el 20% de las UMA (Álvarez-Peredo et al., 2018) pudiera integrarse un sistema de reservas archipiélago a escala nacional. No obstante, muchas de estas áreas naturales requerirán corredores biológicos para fomentar su conectividad y conductancia (Albert et al., 2017). Por ejemplo, para el lobo mexicano (Canis lupus baileyi) se han propuesto seis áreas potenciales para su reintroducción en México (Araiza et al., 2012), sin embargo, su conectividad es compleja debido a los diferentes paisajes ecológicos, sociales y políticos (González-Saucedo et al., 2021; Martínez-Meyer et al., 2021). Ambas características para el diseño de los corredores biológicos deben ser contempladas para promover y conservar la conectividad funcional, esto es, facilitar el flujo genético entre colonias y subpoblaciones de las especies (Row et al., 2018). Además, se debe promover la conectividad estructural, es decir, permitir el movimiento de múltiples especies entre las áreas con los recursos requeridos (Sala et al., 2000; Velázquez et al., 2019).
Estos grandes archipiélagos de ANP interconectados entre sí deberán reducir la fragmentación de los ecosistemas y asegurar la persistencia de la diversidad y los servicios ecosistémicos a largo plazo (Saura et al., 2019), teniendo como indicadores la viabilidad de especies de megafauna y carnívoros tope (Soulé & Noss, 1998; Wolf & Ripple, 2018), así como el monitoreo de las tendencias poblacionales de especies clave epidemiológicamente, como depredadores y roedores (Ostfeld & Holt, 2004; Ostfeld, 2009; McCallum, 2015). Aunque la tendencia en México, y a nivel mundial, ha sido el incremento de las ANP y la conectividad entre ellas (Saura et al., 2017; 2019; CONANP, 2020), esto ha sido lento y posiblemente no se cumplan los objetivos de conectividad programados en las metas de Aichi (Saura et al., 2019). Algunos planteamientos de conectividad se han analizado en México, pero han sido conceptualizados bajo un enfoque monoespecífico, por ejemplo, para el jaguar (Panthera onca) se proponen cinco regiones ecogeográficas de conectividad de áreas prioritarias (Ceballos et al., 2019).
La conectividad entre ANP debe ser fundamental, sin embargo, otras estrategias de conservación de tierras (p. e. ADVC y UMA), así como tierras abandonadas o de baja producción agropecuaria, deberían considerarse también. Promover la conectividad más allá de las fronteras; coadyuvar estrategias de “rewilding” a diferentes escalas desde ecorregiones (Chauvenet et al., 2020) hasta continentes (p. e. European Wilderness Society, Wildlands Network), considerando distintas formas de vida, tamaños corporales y sus microhábitats (Thakur et al., 2020). Esto podría ser uno de los prontos desafíos de la conservación de la biodiversidad, de la mitigación de los efectos dañinos de las actividades humanas, del incremento de la calidad de los servicios ecosistémicos y de la economía de los países.
El valor de los servicios ecosistémicos a nivel mundial se ha evaluado entre 125-145 trillones de dólares al año (Costanza et al., 2014). Algunas especies de megafauna tienen influencia en la captura de carbono, por lo que se reconoce que los servicios ecosistémicos proporcionados indirectamente pueden llegar a tener un valor muy alto económicamente (Berzaghi et al., 2019). El restaurar al menos el 15% de áreas prioritarias de conservación podría evitar extinciones hasta en un 60%, además de los servicios ecosistémicos prestados (Strassburg et al., 2020). No obstante, se debe ejercer un pensamiento incluyente o mutualista de los humanos hacia la vida silvestre (Manfredo et al., 2020) para el manejo y la conservación de la vida silvestre y de los últimos espacios silvestres, y desarrollar políticas y tomar acciones urgentes a gran escala (Watson et al., 2016) que contribuyan a minimizar y/o revertir los impactos de las actividades humanas sobre los ecosistemas que repercuten en la salud y bienestar humano.