Introducción
Hay dos elementos que pueden ser señalados como distintivos de la propuesta política de Ernesto Laclau. Uno es su idea de política radical como el “fin de la emancipación” (Laclau, 1996: 38), con el que se abre la posibilidad de las emancipaciones, en plural. La otra es su noción de populismo. La primera viene del corazón de la tradición posmarxista que él mismo abrió, junto con Chantal Mouffe, con la publicación de aquel texto, ya clásico, de 1985, titulado Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Es decir, la idea de las emancipaciones es el resultado de la deconstrucción de la teoría marxista y de la elaboración de la teoría de la hegemonía y del antagonismo. La segunda proviene de su experiencia política personal, esto es, sus tempranos años como militante en Argentina y, por supuesto, es además el resultado de una construcción teórica de largo aliento que fue tomando elementos diversos, sobre todo de la deconstrucción y del psicoanálisis lacaniano y que se expresa fundamentalmente en el texto de 2005, La razón populista.
Ahora bien, a primera vista, esta cuestión pareciera ser un escándalo, considerando que, con mucha frecuencia, la palabra populismo es rápidamente asociada a autoritarismo, demagogia y fascismo. De ahí que entonces surja la pregunta teórica: ¿Cómo es posible relacionar estos dos elementos (emancipaciones y populismo) en el mismo marco teórico, sin caer en inconsistencias?
Para Laclau conjugar estos elementos no sólo no constituye un escándalo (pueden enlazarse en una propuesta teórica sin caer en inconsistencias), sino que, aún más, podemos sostener que Laclau redobla la apuesta y considera que no es posible pensar las unas sin el otro. Más aún, cabe afirmar que el populismo es la forma de una posible política radical hoy.
Con el objetivo de sustentar tales argumentos a lo largo del texto serán presentados, en primer lugar, una escueta referencia biográfica de Laclau en relación con su militancia política para pasar, en segundo lugar, a los argumentos generales que llevaron a Laclau y a Mouffe a radicalizar las propuestas de Antonio Gramsci y Louis Althusser –que desembocaron en la ruptura posmarxista– y, en tercer lugar, a la elaboración teórica de Laclau sobre populismo en función de la noción de emancipaciones. Sobre este último punto se formularán algunas variaciones respecto de la categoría de “demanda”.
Populismo y emancipaciones
Poco antes de que cumpliera 10 años, el 19 de septiembre de 1945, hubo una marcha multitudinaria antiperonista, es decir, absolutamente gorila, La Marcha de la Constitución y la Libertad,1 y yo la estaba viendo desde un balcón de la casa de una tía mía en la avenida Corrientes, entre Riobamba y la avenida Callao. De pronto, no sé por qué, se me dio y grité: ‘¡Viva Yrigoyen!’ Ese grito, ‘¡viva Yrigoyen!’, yo creo que me transformó en un populista
Ernesto Laclau2
Donde todo comenzó
Al promediar la década de los años cincuenta, Laclau ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras (FFYL) de la Universidad de Buenos Ares (UBA). Allí, en 1954 comenzó a estudiar la licenciatura en Filosofía, aunque tres años más tarde se volcó hacia la de Historia, que finalizó en 1964.
En la FFYL se abocó a dos actividades: la academia y la militancia política, que se presentaron como anverso y reverso de una misma moneda. La academia abonaba su posicionamiento político y la participación política motorizaba la argumentación académica. Para un militante de la izquierda inquieto por los movimientos populares argentinos no resultaban fácilmente aceptables las explicaciones lineales a través de la categoría nodal marxista de modo de producción. Por eso, ya desde sus inicios transitó un camino que lo llevó paulatinamente a enfocar su mirada académica en lo que en términos marxistas podríamos denominar “superestructura” y su compleja interconexión con la estructura. No es extraño entonces que los autores que más impactaron al estudiante de licenciatura fueran Gramsci y Althusser.
En términos generales, podemos decir que la interpretación del peronismo por parte de la izquierda se dividía entre quienes lo pensaban como un desvío, una anomalía y el producto del engaño demagógico de un líder autoritario, y quienes, por otro lado, lo consideraban una vía efectiva de democratización social y política en Argentina, una genuina expresión de los sectores más vulnerados, en definitiva, una expresión que respondía a la peculiaridad nacional y popular. De los primeros surgió la izquierda antiperonista; de los segundos, la izquierda nacional. Laclau se deslizó muy rápidamente de la primera postura a la segunda. El tránsito concomitante consistió en un desplazamiento de estudiar la tradición marxista –digamos, “pura y dura”– a considerar el problema que los movimientos populares le planteaban a esta tradición, que no podrían ser claramente encasillados en la categoría de clase social. Estas tempranas inquietudes del Laclau estudiante y militante, de alguna manera ya presentes en los acalorados debates que provocaba en el periódico Lucha Obrera,3 años más tarde desembocarían en la extraordinaria lectura y radicalización de Gramsci y Althusser, que realizaría junto con Mouffe, ya como académico en Inglaterra.
Más allá de Gramsci y Althusser: el posmarxismo
Laclau y Mouffe recogieron el marxismo allí en donde Gramsci y Althusser lo habían dejado, para radicalizar sus argumentos y desplazarse a otro terreno –el discursivo–, dando inicio al posmarxismo.
De Gramsci tomaron el cuestionamiento de sus bases fundamentales. Bien es sabido que el punto de partida del marxismo se encuentra en los supuestos de que, por un lado, todo sujeto político es un sujeto de clase (con lo cual, para poder determinar su identidad es necesario en primer lugar establecer a qué clase social pertenece) y, por otro lado, que la historia es un proceso de progresivo desarrollo de las fuerzas productivas a las cuales les corresponden unas determinadas relaciones de producción. Ubicada aquí la infraestructura de la historia, la posición que se ocupaba en las relaciones de producción se consideraba aquello que definía las características internas de los agentes sociales, vale decir, el lugar ocupado dentro del sistema de relaciones de producción; fue lo que Marx denominó “clases sociales”. En todo caso, desde el marxismo clásico, para comprender algo de la sociedad –desde el arte hasta cualquier comportamiento social– lo primero que había que determinar era la pertenencia de clase de esa forma de expresión.
Un tercer supuesto consistía en que cada clase social tenía asignada una serie de tareas históricas. Así, en los países en donde aún prevalecía el absolutismo y el feudalismo la tarea fundamental consistía en llevar adelante la revolución democrático-burguesa y ésta era justamente la tarea histórica que tenía asignada la burguesía en tanto que clase social ascendente frente al antiguo régimen. Por tanto, la tarea de la clase obrera era acompañar el desarrollo del progreso de la historia y apoyar a la burguesía en su lucha en contra del absolutismo y los resabios feudales, hasta que adviniera el capitalismo y posteriormente se abriera el tiempo de la lucha por el socialismo. En otras palabras, se postulaba un privilegio del principio de pertenencia de clase: las clases sociales podían poseer rasgos diversos que definían su realidad social, pero todas esas características se remitían a una fundamental que identificaba su esencia en función de la localización en las relaciones de producción que determinaba sus tareas de clase.
Ahora bien, este esquema de correspondencia entre clase social y tareas asignadas fue puesto en entredicho por las características que presentaban las luchas políticas de Alemania y Rusia. Recordemos las discusiones entre Carlos Marx y Ferdinand Lassalle o los debates entre bolcheviques y mencheviques.4 En todo caso, se daba la situación de que era otra clase social (el proletariado) la que debía hacerse cargo de las tareas que le correspondían a la burguesía (la revolución democrático-burguesa). Sin embargo, ninguna de las posturas en aquel debate político ponía en cuestión la naturaleza socialista de la tarea de la clase obrera ni tampoco la naturaleza burguesa de la tarea democrática.
En este punto, las preguntas que se planteaba Gramsci y que fueron retomadas por Laclau y Mouffe eran: ¿hasta qué punto la clase trabajadora modificaba su propia naturaleza por el hecho de estar llevando adelante una tarea democrático-burguesa? Y, ¿acaso las tareas democrático-burguesas no cambiaban de naturaleza al ser ejecutadas por los trabajadores en vez de la burguesía? Es decir, ¿no hay una contaminación mutua entre la clase social y la tarea que se supone que debe llevar a cabo? Porque, ¿cambiaría la clase trabajadora su identidad por el hecho de realizar tareas democráticas? ¿Las tareas democráticas serían transformadas si las desarrollaba la clase trabajadora en lugar de la burguesía? O bien, planteado en términos deconstructivos, si el suplemento de la identidad de la clase trabajadora eran las tareas democráticas y estas tareas eran lo que determina el tipo de intervención que la clase trabajadora tendría, ¿no se volvía acaso el suplemento tan importante como el núcleo de clase? Sin duda, éste era el límite de los bolcheviques: aceptaban que la clase trabajadora debía liderar las tareas democráticas, pero la naturaleza democrático-burguesa de dichas labores nunca se ponía en cuestión. Por lo tanto, había una distinción clara entre tarea y clase social; recordemos a modo de ejemplo el lema de Vladimir Ilich Uliánov Lenin: “Golpear juntos y marchar separados.”
Gramsci5 desestabilizó la distinción tajante entre clase social y tareas y colocó en el centro de la escena el concepto de hegemonía, minando con ello las bases fundamentales del marxismo. Básicamente, su argumento sostenía que los agentes sociales no son clases sociales, en el sentido clásico del marxismo, sino voluntades colectivas. Y éstas son, a su vez, el resultado de un proceso a través del cual un determinado agente social logra articular una serie de elementos diversos que no tienen necesariamente una pertenencia de clase definitiva. Tal proceso de agregación de diferentes elementos por parte de distintos agentes sociales era lo que denominaba “hegemonía”. En todo caso, para Gramsci no había tareas asignadas a una determinada clase social.
Este punto es precisamente el que Laclau y Mouffe tomaron del marxismo de Gramsci para radicalizar su propuesta. En primer lugar, desplazaron la hegemonía desde la topología marxista clásica (base material/superestructura) hacia el plano del discurso. Porque para Laclau y Mouffe resultaba inaceptable la posición de Gramsci de permanecer en el modelo topológico (a pesar de sus desarrollos sobre la hegemonía), ya que esto suponía permanecer atados al esencialismo, en la medida en que un plano se presenta como fundante del otro. Y dicho desplazamiento, más precisamente, fue hacia la dispersión discursiva, porque es allí justamente en donde la hegemonía viene a poner en relación –a articular– diversos elementos para crear un orden en donde no lo hay; con lo cual tenemos que todo orden (digamos, a nuestros fines, lo social) es siempre, por definición, hegemónico. Postularon entonces que “lo social es articulación en la medida en que lo social no tiene esencia, es decir, en la medida en que ‘la sociedad’ es imposible” (Laclau y Mouffe, 1985: 156).
En segundo lugar, al proponer comprender al orden social como un espacio discursivo, colocaron a la retórica en el corazón de su trabajo, ya que su concepción de estructuración de lo social responde a un modelo retórico. De allí la afirmación de que: “Sinonimia, metonimia, metáfora, no son formas de pensamiento que aporten un sentido segundo a una literalidad primaria a través de las cuales las relaciones sociales se constituirían, sino que son parte del terreno primario mismo de constitución de lo social” (Laclau y Mouffe, 1985: 150).
Así, supusieron que el campo de lo discursivo se superpone al campo de las relaciones sociales y que éstas son tales porque tienen y producen sentido.
El paso siguiente en cuanto a la retórica es considerar que para Laclau la política y, como veremos, también el populismo son constitutivamente catacréticos. En la retórica clásica, la catacresis es el nombre de un término figural que no posee un sustituto literal (por ejemplo, cuando hablamos de las alas de un avión o las patas de una mesa). Pero a esta definición Laclau le agregó algo: sostuvo que la catacresis no es una figura retórica más entre otras, sino que es una dimensión de lo figural en general y, en este sentido, constituye la retoricidad en cuanto tal; y como lo social se empalma con el campo discursivo y posee –justamente– un modo retórico, lo catacrético define la dimensión ontológica fundamental a través de la cual lo social se estructura. Vale decir, generalizó la catacresis en el sentido de que lo que tenemos con la retórica es la ausencia de una significación literal y, en consecuencia, el desplazamiento constante del significante en la medida en que un término asume la representación de algo que lo excede. En términos psicoanalíticos, podríamos decir que se trata de aquel tipo de juego en el cual los registros simbólico-imaginarios nunca pueden dominar lo real. O, en otras palabras, la catacresis supone aquel tipo de operación por la cual un elemento figural –siempre particular–, ante la ausencia de una literalidad última, viene a representar una totalidad que es inconmensurable respecto de sí misma. Esta es la definición de hegemonía de Laclau y es una manera de decir que la hegemonía es una práctica figural y no literal.
En tercer lugar, al aceptar la imposibilidad de la sociedad también admitieron la imposibilidad de que todo orden pueda constituirse como una totalidad coherentemente unificada. Es decir, la hegemonía supone una representación constitutivamente distorsionada u opaca, ya que siempre habrá un antagonismo que clausura la posibilidad de que tal representación sea total y transparente consigo misma.
Y, en cuarto lugar, si estamos en el terreno primario de la dispersión discursiva, lo que tenemos desde el inicio es el puro juego de las diferencias, esto es, la contingencia más radical. Es decir, las condiciones de existencia de un orden siempre son contingentes, porque lo que existe no es producto de una objetividad fundante naturalmente dada, sino, por el contrario, tiene un carácter radicalmente histórico.
Entonces, la “objetividad” que existe es, en todo caso, efecto de un acto de poder, en el sentido de que es producto de la sobredeterminación de ciertos elementos discursivos que imprimen un detenimiento –siempre precario- al juego de las diferencias.6 A esta fijación precaria es a lo que Laclau y Mouffe van a denominar “hegemonía”. De aquí se desprende que por definición todo orden es siempre, en cuanto tal, hegemónico. Y hegemónico para los autores va a significar un orden suturado,7 es decir, no pleno. Toda universalidad, desde esta perspectiva siempre es hegemónica y, por ende, será siempre fallida.
Ahora bien, en este punto es en donde encontramos que también se hace manifiesta la influencia de Althusser. Porque es allí, en relación con la noción de hegemonía, en donde introdujeron el concepto de “sobredeterminación”. Este detenimiento –siempre precario– del deslizamiento significante tiene lugar en la medida en que un significante ha sido sobredeterminado. Ese significante o elemento particular que asume la representación de una totalidad que es completamente inconmensurable respecto de sí misma (de allí la constitutiva distorsión de la representación) es para Laclau el significante vacío.8 Esa es su función: hegemonizar, asumir tal representación porque quedó sobredeterminado al haber condensado la mayor cantidad de cadenas asociativas de elementos. La hegemonía es una operación retórica ya que, ante la falta de una literalidad última, un elemento figural –sobredeterminado– viene a interrumpir el deslizamiento metonímico que supone la lógica de la diferencia.9
Pero si Laclau y Mouffe toman el concepto de sobredeterminación por vía de Althusser, también lo hacen para justificar por qué hay que ir más allá de la propuesta de este autor: Althusser, al defender la idea de sobredeterminación en última instancia por parte de la economía, reintrodujo de contrabando el determinismo simplista de un plano sobre otro, que era lo que justamente intentaba dejar atrás. En efecto, si Althusser sostuvo que no hay nada en lo social que no esté sobredeterminado para expresar que el orden social se corresponde con el orden simbólico y, por lo tanto, carece de un principio fundante, reinsertó de contrabando una forma renovada de esencialismo al afirmar la existencia de una sobredeterminación en última instancia por parte de la economía. Esta afirmación resultó inaceptable para Laclau y Mouffe, ya que estaríamos volviendo, de alguna manera, al par binario esencia-accidente, pero esta vez en formato marxista: base material-superestructura, en donde las relaciones de producción (que se ubican en la base material) tienen la última palabra. Más aún, toda la complejidad que implicaba la idea de la sobredeterminación quedó borrada de un plumazo:
[…] si la economía es un objeto que puede determinar en última instancia a todo tipo de sociedad, esto significa que, al menos en lo que se refiere a esa instancia, nos enfrentamos con una determinación simple y no con una sobredeterminación. Y si la sociedad tiene una última instancia que determina sus leyes de movimiento, se sigue que las relaciones entre las instancias sobredeterminadas y la última instancia que opera según una determinación simple y unidireccional deben ser concebidas en términos de esta última (Laclau y Mouffe, 1985: 136).
Recordemos que Althusser había tomado este concepto prestado de Sigmund Freud para releer a Marx y cuestionar la interpretación simplista que la Vulgata marxista hacía de la relación entre la base material y la superestructura y, en consecuencia, la correspondencia entre una clase social con determinadas tareas. Es decir, para Althusser la contradicción general (entre fuerzas productivas y relaciones de producción) que se halla en la base material no bastaba para explicar el proceso histórico. En todo caso, para que la contradicción general se activara y se convirtiera en aquello que permite habilitar la ruptura revolucionaria era necesario que ésta estuviese sobredeterminada por una serie de contradicciones que tenían lugar en el plano de la superestructura. Así, para Althusser con Marx lo que teníamos era la complejidad de una contradicción general siempre sobredeterminada. Aunque finalmente fuera a sostener que la economía era la que determinaba en última instancia.
En todo caso, para Laclau y Mouffe toda la complejidad de la sobredeterminación planteada por Althusser quedaba anulada al reducirla a una última instancia. Por eso retomaron la noción de sobredeterminación, pero a través de un retorno a Freud, en la medida en que para este autor la posibilidad de un último fundamento queda definitivamente eliminada.10 Así, yendo más allá de Gramsci y Althusser, con Laclau y Mouffe la hegemonía pasa al campo discursivo y la sobredeterminación deja de tener una última instancia.
Populismo sin pedido de disculpas. La política radical hoy11
Una vez que hemos aceptado la imposibilidad de la plenitud de lo social, inmediatamente también queda de lado el concepto de la emancipación como una noción dada de manera completa, de una vez y para siempre.12 Ya en Hegemonía y estrategia socialista (1985), Laclau y Mouffe nos habían advertido que dicha imposibilidad resultaba del carácter irreductible y constitutivo del antagonismo, el cual definieron como “el límite de toda objetividad” y como “la presencia del otro que me impide ser yo mismo”. Sin embargo, Laclau fue redondeando la metáfora post-fundacional de la imposibilidad de la sociedad con la introducción de nuevos elementos en su obra. Primero, al incorporar la noción de dislocación (1990), es decir, la idea de una hiancia estructural que establece que toda estructura ya está dislocada. La dislocación fue presentada entonces como el lugar del sujeto, para definirlo como la “forma pura de la dislocación de la estructura, de su inerradicable distancia respecto de sí misma” (Laclau, 1990: 76). El antagonismo devino, así, una forma de hacer con la dislocación. En palabras del propio Laclau:
La idea de construir, de vivir esa experiencia de la dislocación como antagónica, sobre la base de la construcción de un enemigo, ya presupone un momento de construcción discursiva de la dislocación, que permite dominarla, de alguna manera, en un sistema conceptual que está en la base de cierta experiencia (Laclau, 1997: 126).
El segundo nuevo elemento fue la introducción del concepto de heterogeneidad social. Lo heterogéneo fue definido como aquello que no se inscribe, un tipo de exclusión más radical que la inherente en la exclusión antagónica:
[…] mientras que el antagonismo aún presupone alguna clase de inscripción discursiva, el tipo de exterioridad al que nos estamos refiriendo ahora presupone no sólo una exterioridad a algo dentro de un espacio de representación, sino respecto del espacio de representación como tal. Este tipo de exterioridad es lo que vamos a denominar heterogeneidad social (Laclau, 2005: 176).
La heterogeneidad habita el campo discursivo, atraviesa toda identidad, todo elemento, demanda, etc.; cruza el campo de representación en cuanto tal, limitándolo.13 Pero en todo caso, la imposibilidad de la sociedad nos lleva a hablar en plural: emancipaciones.14 Su propuesta entonces fue pasar a pensarlas constitutivamente ligadas a lo político. Y es aquí es donde emancipaciones y populismo comenzaron a entretejer su vínculo.
Las luchas políticas son siempre luchas hegemónicas. Se trata de articular elementos y de establecer un cierto horizonte simbólico-imaginario. Frente a lo irreducible de la heterogeneidad, se articula la hegemonía, ese momento de lo político que no la cancela pero que hace un intento de representación. Así, la articulación de una hegemonía es un acto de poder, pero no en el sentido de una voluntad que decide caprichosamente, sino en el sentido de que suturar un orden (representar aquello que es irrepresentable) supone siempre la exclusión de otras posibilidades también abiertas.
Ahora bien, Laclau en su texto de 2005, La razón populista, va a plantear al populismo como una forma de la política hegemónica. Y será ésta su forma dilecta de la política, por dos razones. En primer lugar, porque el populismo es una dimensión inerradicable de la política y, en segundo lugar, porque es la forma de la política radical hoy.
En cuanto al primer aspecto, quisiera hacer patente mi desacuerdo con algunos autores que reprochan a Laclau haber confundido o haber hecho intercambiables el concepto de política con el de populismo, ya que para Laclau la hegemonía sería tanto el terreno de la política como del populismo.15 En rigor de verdad, Laclau en un primer trabajo titulado “Populism: what’s in a name?” (2004) afirma que política, hegemonía y populismo son sinónimos. Pero, muy pronto, en su texto La razón populista (2005), en donde desarrolla todo el argumento acerca del populismo, abandonará por completo tal afirmación. Mantenerla supondría una opción por la lógica de la equivalencia y la cancelación de la lógica de la diferencia, con lo cual estaría siendo inconsistente con la propia teoría de la hegemonía.
Sin embargo, política y populismo implican una catacresis. Si todo populismo supone una articulación hegemónica, podemos decir que ambos son constitutivamente retóricos –catacréticos– y suponen que toda articulación se construye en esta relación inestable entre equivalencia y diferencia. Entonces, si líneas atrás sostuvimos que la hegemonía es una práctica figural y no literal, podemos agregar ahora que el pueblo es la figura en la cual esa práctica toma forma en el populismo. Por ello, para Laclau la figura del pueblo en el populismo nunca puede pensarse como un grupo empírico, una clase sociológicamente establecida, un dato demográfico o el resultado de una mayoría electoral. Es más, el pueblo se escapa a toda métrica, cuenta o emplazamiento; de allí su potencial radicalmente emancipatorio.
Pero en ningún caso hay una superposición semántica entre ambos términos, porque el populismo tiene su especificidad; esto queda claro desde el momento en que podemos afirmar que toda articulación populista es hegemónica, más no toda hegemonía es populista. Entonces, ¿qué tipo de articulación hegemónica es la específicamente populista? Aquella que implica la articulación de la figura de un pueblo a través de la entrada en equivalencia de una serie de demandas de diversa índole, la investidura libidinal de un líder por parte de ese pueblo y la dicotomización del espacio social que establece una frontera antagónica entre dos lugares de enunciación: un “nosotros”, el pueblo, y un “ellos”, los enemigos del pueblo. Esto es el populismo.
En cuanto al segundo aspecto, el populismo es la forma preferida de la política para Laclau, porque es la figura del pueblo la única que puede desencadenar modificaciones en el status quo. Es decir, es el pueblo –la plebs que reclama ser el único populus legítimo– el que puede empujar un proceso de emancipaciones, vale decir, de articulaciones contra-hegemónicas; esto es, una política radical.16 Por lo tanto, a la afirmación de Jorge Alemán (2015) de que “sólo puede existir la emancipación si se pasa por la apuesta hegemónica”, le agregaría “de carácter populista”. Así, evidentemente, también desde esta perspectiva nos desprendemos de toda concepción que considera la posibilidad de alcanzar algún tipo de emancipaciones exentas de relaciones de poder o de representación.
El pueblo es, además, expresión de la imposibilidad de la plenitud de la sociedad. Si la sociedad pudiese cerrarse como un orden coherentemente unificado se cancelaría toda posibilidad de antagonismo y, en consecuencia, también de pueblo. En este sentido, quiero aquí hacer mención explícita de que esta afirmación contradice el argumento crítico hacia el populismo que sostiene Slavoj Žižek, a saber:
De la misma manera que, como a Laclau le gusta enfatizar, la sociedad no existe, tampoco existe el pueblo y el problema con el populismo es ése: que, dentro de su horizonte, el pueblo justamente sí existe –la existencia del pueblo está garantizada por su excepción constitutiva, por la externalización de un enemigo en intruso/obstáculo positivo (Žižek, 2009: 281).17
En todo caso, si la figura del pueblo sí existe es porque la sociedad no existe. El pueblo se constituye alrededor de la “imposibilidad de la sociedad”. Si ésta pudiese establecerse y cerrarse como un ordenamiento coherentemente unificado, sin dislocaciones, se cancelaría toda posibilidad de figuralidad y, en consecuencia, de pueblo, de hegemonía y también de antagonismo. El pueblo muestra dicha imposibilidad al articularse, al “colarse” y emerger en el espacio discursivo desde los intersticios de la asignación de lugares, la determinación de funciones y el establecimiento de jerarquías impuestas y, con esto, cuestiona aquello que ha sido determinado como prioritario e importante, lo visible y lo existente. En este sentido, el pueblo es ya una suerte de inscripción/expresión del antagonismo en la medida en que da cuenta de él. Digamos que el pueblo se “inventa”, se crea o se construye; se trata de una figura política que no se desprende de ninguna premisa anterior ni se deriva lógicamente de ninguna circunstancia política o contexto determinado.
Mientras que, por otra parte, podemos decir que el enemigo externo funciona como principio de sutura parcial. Es decir, como el “afuera constitutivo” (Staten, 1984) del pueblo. Si el pueblo involucra una frontera radical –porque su propia presencia es efecto del antagonismo, que es constitutivo de lo social–, el enemigo es un determinado afuera que no lo es en el sentido estricto del término. Mouffe dice al respecto:
[Henry] Staten usa el término “afuera constitutivo” para referirse a una serie de temas desarrollados por Jacques Derrida con sus nociones de suplemento, huella y différance. El término “afuera constitutivo” es usado para resaltar la idea de que la creación de una identidad implica el establecimiento de una diferencia, una que es construida sobre la base de una jerarquía: por ejemplo, entre forma y materia, blanco y negro, varón y mujer. Una vez que hemos aceptado que toda identidad es relacional y que la afirmación de una diferencia –es decir, la percepción de algo “otro” que constituye un exterior– es una precondición para la existencia de cualquier identidad, es que podemos entender cómo las relaciones sociales están atravesadas por antagonismos (Mouffe, 2002: 7).
Más aún, en la noción de pueblo de Laclau no encontramos ningún sentido de totalidad, de identidad substancial o positiva, inmanencia dada, de plena presencia o de alguna prioridad ontológica de algún tipo u homogeneidad dentro del espacio social y, menos aún, la posibilidad del pueblo-uno.
Sin embargo, aquí resulta clave remarcar que no todo populismo habilita un proceso de política radical. De allí que resulte crucial diferenciar las emancipaciones del populismo. Ya que puede haber populismos no emancipatorios. Laclau (2005) afirma que una articulación populista es una forma; las distintas modalidades que tome estarán en relación con las luchas políticas de los contextos en donde ese populismo tenga lugar. Vale decir, su contenido y orientación política general dependerá de la correlación de fuerzas de un determinado espacio social.
Variaciones
Entonces, la pregunta que surge aquí es: ¿cómo distinguir aquellos populismos que habilitan un proceso de política radical de aquellos que no? (ya que Laclau no estableció un criterio en este sentido). Propongo buscar la respuesta a nivel de la demanda. Recordemos que Laclau (2005) planteó que para el estudio de casos de la constitución de grupos optemos por las demandas como categoría de unidad de análisis. No se trata pues de trabajar a partir de individuos o grupos ya constituidos, sino de comprender a estos últimos como efectos de articulaciones discursivas. Distinguió entonces entre demandas democráticas y populares y recurrió a la lógica de la equivalencia y la lógica de la diferencia para explicarlas. Así, entendió que las demandas democráticas son aquellas que, satisfechas o no, permanecen aisladas al proceso equivalencial, mientras que las demandas populares son las que establecen una articulación equivalencial y pasan a constituir una subjetividad social más amplia. Estas demandas, las populares, son las que de forma incipiente comienzan a constituir un pueblo.
Entonces, si según Laclau existen demandas democráticas y demandas populares, considero que éstas además pueden revestir (o no) un carácter radical, es decir, emancipatorio. Así, en la medida en que la noción de emancipación –por definición– supone la liberación de una determinada dominación, opresión, sometimiento o explotación, implica necesariamente el componente igualitario. Por tanto, la demanda radical sería aquella que encierra una reivindicación igualitaria.18 Una igualdad “entre los cualquiera” –a decir de Rancière–, o en otras palabras, una igualdad en cuanto a ser: de los unos con los otros. Entonces, toda articulación populista que tenga un carácter radicalmente emancipatorio siempre implicará luchas por la igualdad. Se trata de reivindicar la igualdad; si ésta no sucede, entonces viene la lucha por modificar el statu quo, provocar un cambio de lo instituido y, en consecuencia, institucional, en un sentido igualitario.
Así pues, en el populismo la figura del pueblo es única. En la división dicotómica del espacio social hay lugar para un solo pueblo –aunque éste sea siempre una universalidad hegemónica–, pero las emancipaciones pueden ser muchas. Es decir, en una misma figura del pueblo pueden articularse demandas emancipatorias de diversa índole.
Finalmente, sobre este aspecto quiero señalar que, si aceptamos dejar de lado aquella idea de la metafísica de la plena presencia de la emancipación como una que puede abarcar lo social en cuanto tal, lo que tenemos son emancipaciones diferenciales. Pero se trata de emancipaciones diferenciales que se alcanzan en la articulación de un pueblo. Vale decir, las demandas emancipatorias de diversa índole suponen parcialidades, digamos figuras modestas de la emancipación, que articuladas en un pueblo pueden acarrear la liberación de determinadas opresiones que cambian sustancialmente la vida de los sujetos afectados por éstas. Se trata de la desarticulación de relaciones de dominación que trastoca el universo simbólico hasta allí establecido. Al respecto, voy a mencionar tan solo dos ejemplos: la aprobación de las leyes de matrimonio igualitario (en 2010) e identidad de género (en 2012), en el contexto del populismo kirchnerista de Argentina, y la reforma constitucional de Bolivia, aprobada en 2009, que formalizó las prácticas y costumbres de las comunidades indígenas como mecanismos de resolución de conflictos (igualándolas en estatus con las instituciones ya establecidas). La política radical hoy trata de la inclusión de un elemento diferencial no contemplado hasta el momento dentro de las posibilidades establecidas que reacomoda todo el espacio simbólico.
En resumen, toda lucha emancipatoria de corte populista implica una lucha por la igualdad. El populismo puede volverse la forma de la política radical hoy, siempre que articule demandas emancipatorias de distinta índole, desatando un movimiento anti statu quo en pos de la reivindicación igualitaria.
Para no concluir: unas últimas palabras
Una vez que hemos abandonado la idea de emancipación como totalidad plena y la idea de la clase social como agente predestinado de la historia, tampoco podemos seguir pensando al pueblo como una subjetividad defectuosa ni al populismo como forma degradada de la política que nos obliga a resignarnos a alcanzar figuras acotadas y también degradadas de la emancipación. Por el contrario, el populismo –esa articulación siempre fallida e inestable conformado por diferencias– es el que nos devuelve nuestra singularidad, es decir, nuestra radical historicidad como pueblo. Nótese que a lo largo del texto he hablado de igualdad y no de libertad para referirme a la posibilidad de una política populista radical hoy que desate un movimiento anti statu quo. Esto no es un error o un olvido casual.
Alemán (2014) sostiene que en los tiempos que corren estamos envueltos en el movimiento circular del “Discurso Capitalista”, que supone un incesante “volver a lo mismo” en la medida en que pretende cubrir plenamente el universo simbólico. Se trata de un movimiento metonímico que busca conectar por contigüidad todos los lugares y, en consecuencia, procura obturar cualquier interrupción.19 En este “contra-discurso” que obtura cualquier posibilidad de fuga yace, para Alemán, el único malestar de la civilización, porque “el verdadero problema que ofrece el Discurso Capitalista es que no tiene un exterior porque, finalmente, el neoliberalismo lleva en su estructura misma la producción de la subjetividad” (Alemán, 2014: 35). Pero, ¿de qué producción de subjetividad se trata? De la del capital humano. Si admitimos, como sostiene Wendy Brown (2015), que la subjetividad hoy en día ha sido emplazada por el discurso neoliberal como capital humano, aceptamos entonces que por contigüidad todos los aspectos de nuestra vida han sido estructurados en función de la desigualdad (en la medida en que es el medio y la forma de la relación entre capitales humanos), que nos recluye en un goce solipsista que, además, se nos impone bajo el manto de una supuesta naturalidad a-histórica que cabe en cualquier lugar, borrando toda singularidad e historia. Frente a este emplazamiento subjetivo, la reivindicación igualitaria que surge a partir de la figura del pueblo del populismo se vuelve radical.20
Entonces, si la forma de hacer frente a la imposibilidad de la sociedad por parte del discurso neoliberal es el recurso metonímico (más precisamente, el privilegio de la metonimia sobre la metáfora), en donde a lo largo y ancho del globo nuestra subjetividad parece haber sido emplazada completa y definitivamente como capital humano, la política radical tiene que venir por el lado de la metáfora, creando un pueblo hegemonizado en el significante vacío de igualdad.21 Así, una hegemonía populista anclada en el significante igualdad puede organizar un cierto espacio discursivo en donde la asignación de lugares y funciones ofrezca una legibilidad y la posibilidad de una inscripción simbólica distinta de la neoliberal. El discurso neoliberal no satisface, no da cuenta, no responde a la “reivindicación igualitaria” populista. Mientras la demanda igualitaria que hegemonice a un pueblo no pueda ser reducida o resignificada como una demanda por “la libertad del tener” o por “la libertad de competencia”, la metonimización generalizada del discurso neoliberal se verá impotente para responderla. Así, el populismo se cuela en sus intersticios y se convierte en radical en la media en que se vuelve un hueso indigerible para el discurso neoliberal.
El neoliberalismo cuyo discurso metonímico no encuentra un freno a su desenfreno, volviendo todos los aspectos de nuestras vidas capital, provocando a nivel sintagmático un contagio que pareciera no toparse con barreras ni límites, sólo puede encontrar un cierto freno cuando se articula un pueblo que desde su singularidad propone una lucha por la igualdad. Por esto es que insisto en que el populismo no es una versión degradada o defectuosa de la emancipación; es, por el contrario, la forma disponible de la experiencia singular de hacer algo allí en donde se impone una racionalidad naturalizada como eternamente implacable que pareciera alcanzar todos los aspectos y no encontrar un afuera y que indica que nada es posible hacer más allá de lo que su lógica establezca.
Sobre la autora
Paula Biglieri es profesora-investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de La Matanza (Argentina). Es doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM (México). Sus líneas de investigación comprenden los temas relativos a la teoría política contemporánea, el psicoanálisis y el análisis del discurso. Sus tres publicaciones más recientes son: (con Gloria Perelló) “Laclau with Freud or the course towards psychoanalysis as a general ontology” (Política Comun, 2016, número especial sobre Ernesto Laclau); “Populist politics and post-Marxist theory” (Contemporary Political Theory, 2016); “The philosopher and the political activist” (Critical Studies Journal, 2015).