Introducción
Dominique Janicaud ha señalado que la fenomenología francesa de las últimas décadas del siglo XX ha realizado un giro teológico (Janicaud 2000). En efecto, ante la limitación del ámbito fenoménico a lo visible, varios filósofos que pretenden cultivar la fenomenología, en vez de indagar aquello que, desde el mundo y de forma inmanente, excede el horizonte constituido por una conciencia, optaron por realizar una “afirmación incondicional de la Trascendencia” (Janicaud 2000, p. 26). Más que superar a la metafísica, considera el autor, la fenomenología terminaría por ocupar su lugar (cfr. p. 102). En cambio, para László tengelyi esta fenomenología se topó con ciertos fenómenos que no podían estudiarse con los parámetros de la fenomenología clásica (cfr. Tengelyi 2012, p. 299), pues eran “fenómenos” indescriptibles, espontáneos e “inaparentes” (p. 299) que no eran constituidos por una conciencia intencional. Y si los temas religiosos eran y son investigados, esta nueva fenomenología en verdad no se subordinó a una “forma tradicional de teología” (p. 299). No se trata tanto de un giro teológico, considera Tengelyi, sino más bien de un viraje hacia el “acontecimiento de la fenomenalización” (p. 302): hacia el acaecer espontáneo de ciertos fenómenos que emergen desde sí mismos y, por lo tanto, exceden la constitución de una conciencia. En contra del idealismo, “la realidad se encuentra primero en la experiencia, antes de ser constituida por una conciencia intencional” (p. 302). Por su parte, Jocelyn Benoist también señala que la fenomenología francesa cuestiona los límites que determinan lo que se considera un fenómeno (cfr. Benoist 2001, p. 20); si para la fenomenología clásica de Husserl y de Heidegger nada excedía el ámbito fenoménico, sino que los fenómenos se ordenaban en un plano inmanente y sensible,1 la nueva fenomenología francesa cuestiona estos límites inmanentes. Sin embargo, Benoist no sólo considera que este giro es teológico (cfr. p. 24), sino que está inspirado en la filosofía de Lévinas (cfr. p. 21) al punto de que todas las excedencias descubiertas en el siglo XX son “consecuencias directas del pensamiento de Lévinas” (p. 21): “si se pudo hablar de ‘giro teológico’ haría falta más bien hablar de giro levinasiano” (p. 22), el cual culmina con el desborde de toda inmanencia y la persecución de la trascendencia (cfr. p. 41). También para Janicaud este giro comenzaría con Lévinas, pues en su filosofía la fe resurgiría en un contexto de “palabras santas y dogmas altivos” (Janicaud 2000, p. 16). La teología se restaura así sobre una experiencia metafísica.
En este trabajo examinaré un texto que considero capital en la obra levinasiana y por ello también en el giro de la fenomenología francesa: Totalidad e infinito. Pienso que Lévinas describió ahí al menos dos excedencias del ámbito fenoménico, el elemento y el rostro, que aquí deseo exponer para luego evaluar y problematizar el tipo de viraje que motivan.2 La tesis que sostendré es que ambas excedencias levinasianas no pueden concebirse si no se las enmarca en un giro teológico. La lectura que propongo incita a volver a problematizar la relación entre la ética y la fenomenología atendiendo al contexto contemporáneo en el cual la tierra en y por la que vivimos se encuentra asediada y rumbo a su destrucción. Se tratará entonces de cuestionar el fundamento de la ética levinasiana a través de la pregunta de si en verdad el otro ya se presenta como trascendencia y, por lo tanto, la fenomenología sólo debería describir cómo es que el Otro ya aparece, o si, en cambio, ese Otro es una idea a ser construida para así poder responder a las demandas de las alteridades, tanto humanas como “elementales” o terrenas.
1. Excedencias
1.1 Elemento
Si la filosofía levinasiana se estudia sobre todo por su ética, en la que expone una relación con aquello que excede esa misma relación, es decir, con una exterioridad absoluta a la conciencia, como veremos, hay también en Totalidad e infinito otra excedencia que socava desde un plano inmanente las pretensiones de la conciencia representadora: el elemento. Por excedencias entiendo aquellos acontecimientos de los que, si bien hay cierta experiencia, no logran ser integrados al mundo comprendido, sino que lo condicionan y permiten su articulación; se trata del aparecer y contacto con aquello que escapa a toda relación, conceptualización o percepción objetivante, pero que posibilita toda experiencia mundana.
Lévinas señala que, paradójicamente, toda representación encuentra su fundamento en aquello que representa. La donación de sentido que constituiría un objeto “se invierte” (Lévinas 2000, p. 136) y lo que era constituido “deviene, en el seno de la constitución, la condición de lo constituyente o más exactamente el alimento del constituyente” (p. 135). La conciencia idealista que pretendería configurar su objeto a partir de sus sensaciones no puede obviar que ella misma es una conciencia viva y que vivir no se reduce al acto intransitivo de ser, sino que vivir es vivir de algo (cfr. p. 114). El cuerpo que soy es en la medida en que se alimenta de algo otro que necesariamente me precede, una materialidad que ya está ahí incluso antes de que pueda tener conciencia de ella. Todo trabajo supone una materia dada, un suelo que labrar, como también el mero hecho de vivir supone que haya aire para respirar y agua para beber; en suma, un mundo anterior que me condiciona.3 Mi cuerpo, esencialmente “desnudo e indigente”, es decir, que vive y tiene necesidades, “afirma ‘la exterioridad’ como no-constituida” (p. 134). Por ello, si bien la tierra puede ser trabajada en un intento de domeñarla y reducirla a cosas sustanciales, no es posible eludir el hecho de que siempre hay una anterioridad increada, esto es, un rebasamiento o excedencia de sentido (surplus de sens) (p. 135). La materialidad de la existencia no se reduce a ser correlato de una conciencia constituyente de sentido ni al sustrato que sólo aparece en los objetos trabajados, sino que su presencia excede ya el ámbito de los fenómenos dados en y para una conciencia. Al vivir de ella, la tierra de la que nos nutrimos se presenta excediendo su presentación y atestiguando un pasado en el que nunca estuvimos presentes, un “pasado absoluto” (p. 136) del que dependemos, en la medida en que no creamos aquello de lo que vivimos. A la materialidad de la que vive todo lo vivo y que incluso penetra y sumerge a todo lo que es, Lévinas la llama “lo elemental” (p. 138). Examinemos esta primera excedencia.
Para Lévinas, las cosas de las que vivo vienen desde un fondo no susceptible de ser poseído, de una materia que no puede ser aprehendida de forma total en alguna representación. Lo elemental de las cosas, su ser material, se mantiene indeterminado como un “contenido sin forma” (Lévinas 2000, p. 138). Mientras que las cosas se donan ocultando siempre una cara trasera, un aspecto no visto por el cual ninguna cosa es aprehendida de forma completa en una única mirada, el elemento, en cambio, no tiene cara ni es en verdad una cosa sustancial. Vivir es estar inmerso en la materia del ser, es bañarse en lo elemental tal que éste nos inunda y aborda desde todas partes: desde el aire que respiramos, el alimento que comemos, el suelo que caminamos. Por lo tanto, la tierra o elemento no es una trascendencia (cfr. p. 142) ni una exterioridad (cfr. p. 139) con la que nos relacionamos cara a cara, sino que somos siempre ya interiores a ella (cfr. p. 138). Si bien mediante el trabajo es posible construirse un domicilio y apropiarse de un suelo del que alimentarse, el hombre “es interior a aquello que él posee” (p. 139). Por ello, la materialidad inaprehensible y que rebasa la constitución humana de sentido, lo elemental, no es tanto una cosa o una sustancia, sino más bien una “cualidad pura” (p. 139), como un líquido o un gas que no se deja compactar en una cosa con propiedades.
Ahora bien, que el elemento afecte como cualidad pura y no como una sensación de objeto atestigua de inmediato que hay diferencia: hay alteridad y no pura homogeneidad continua de lo mismo, pues hay, en efecto, afección. El elemento, según entiendo, acusa el acontecimiento del puro hay; revela no tanto que haya esta cosa o aquella, sino la presencia como tal, la que no se identifica con los objetos presentes, sino que mienta el acontecer material interconexo y constantemente cambiante. Los restos de una comida podrán disolverse y regresar a las “entrañas del ser” (Lévinas 2000, p. 139), transformarse sin cesar perdiendo constantemente la identidad sustancial (cfr. p. 148) que el trabajo podría darle, mas esto no quita el hecho de que haya aún cosas en constante devenir y que por ello en sí mismas sean una indeterminación anónima. El elemento es el puro acaecer constante y material del ser que, en este deshacerse y hundirse en la nada, “se prolonga en el hay” (p. 151). Por ello, considero que el elemento da cuenta del modo de ser de todo lo que es: el estar entregado a una fluctuación o devenir indeterminado, sin fin; o, en otras palabras, el estar abierto afectivamente a lo otro, pues incluso la piedra padece la erosión del viento.
El elemento no es un fenómeno, sino “una aparición sin que haya nada que aparezca” (Lévinas 2000, p. 144); es decir, no se reduce a ser un recurso natural determinado y fenomenal, no se identifica con “entes naturales” como podrían ser la montaña, una planta o el río. No es, en breve, nada óntico. Más bien, el elemento permite describir el modo de ser de todo lo que es, el presentarse reiterado de multiplicidades de cosas diferentes, expuestas siempre al desgaste e indeterminación de sus límites, a la afección e infección constante y recíproca entre ellas. Por ello, presenciar es ya integrarse a la alteridad, es estar abierto a la transmutación de todas las cosas. El elemento es una excedencia que afecta sin ser ello mismo ni algo constituido por la conciencia o elaborado por el trabajo, como tampoco es una trascendencia infinita (cfr. p. 143) que desde una altura divina incita nuestra pasividad. “Seren-el-elemento” (p. 142) es, por lo tanto, vivir de un “otro” en minúsculas (p. 145): tener que consumir o devorar para vivir, donde la relación con eso otro no es ni religiosa, ni de jerarquía o de altura, sino de “transmutación” (p. 113) o incorporación.
La excedencia del elemento, su carácter incomprehensible y su mostrarse en una afección que no constituyo, enseña que vivir es vivir de algo otro, necesitarlo y consumirlo; y si bien el alimento puede ser resultado de una elaboración, en última instancia no hay una creación humana de la materia necesaria para que toda conciencia representadora viva. Hay una tierra “anterior a la representación” (Lévinas 2000, p. 113). Si cabe encontrar en lo elemental los rasgos de alguna divinidad -en virtud de este sobrepasamiento de los límites del fenómeno, i.e., de lo visible dado en una percepción- se trataría de una pluralidad de “dioses sin rostro, dioses impersonales a los que no se les habla” (p. 151). Dioses oscuros que conducen a la nada del elemento, al desvanecimiento indeterminado de toda cosa y, por ello, a la noche en que nada es; en efecto, ante la disolución de todas las cosas, la ausencia se presenta como una “existencia sin existente” y “fuera del mundo” (p. 151), como la materialidad pura que Lévinas llama “hay” (p. 151). En otras palabras, dado que la tierra excede su aparición en el mundo y es así más que el mero recurso disponible y dado que, si bien la tierra funda el presenciar de toda cosa -todo cuerpo, sea vegetal, forestal, o de carne- sin ser ni algo exterior a las cosas ni un infinito divino y personal, sino una pura cualidad sin sustancia, contenido sin forma que se desvanece constantemente, entonces es la nada de la que nacen y a la que regresan todas las cosas:4 el puro acontecimiento del hay (cfr. p. 151), la presencia bruta que afecta incluso en la disolución de todo objeto.
En resumen, el elemento atestigua una primera excedencia del ámbito fenoménico porque, si bien determina todo lo que aparece -en cuanto que lo que aparece se da no sólo a la mirada y al tacto, sino también al consumo y a la ingesta-, no es una cosa en el mundo. Considero que, si bien experimentamos el elemento a lo largo de toda la vida, éste nunca se aparece bajo la forma de una objetualidad que pueda ser trabajada y apropiada por completo; mienta más bien el modo en que acontece la existencia en su aspecto material y afectivo. Dicho modo se expone de forma clara en el cuerpo, pues éste tanto necesita incorporar otro cuerpo para vivir como también será, a su vez, incorporado y deshecho. Ser es estar abierto y necesitado de la afección de la alteridad de la que vivimos: aire, vegetales, agua, luz, etc. Si a todo lo que aparece se le despoja de su forma, es decir, de la figura finita que circunstancialmente toma, persiste para Lévinas la presencia de lo elemental, del puro hecho de que hay. Por ello pienso que, en un sentido, el “hay” mienta el devenir indeterminado desde la nada y hacia la nada de todo lo que es.
1.2 Rostro
Si el elemento ya acusa un primer rebasamiento de la noción de fenómeno, para Lévinas la relación ética es por excelencia el surplus (Lévinas 2000, p. 99) a lo aprehensible, pues el Otro hombre se presenta como rostro, esto es, como trascendencia y exterioridad absolutas. Si bien es vínculo con el Otro, la relación ética es relación sin relación, es decir, no logra comprehender al Otro ni en un vínculo recíproco entre yo y el Otro ni en una comunidad totalitaria en la que su singularidad se comprendiera a partir de un género compartido. El Otro sólo en relación con una singularidad humana se presenta como excediendo absolutamente esa relación (cfr. p. 213). Mas si el Otro no es dado a la comprensión es porque no es descubierto, es decir, no aparece en un mundo, no es una cosa cuyo ser se puede interpretar a partir del lugar que ocupa en una totalidad, pues en tal caso yo sería quien descubriría o incluso constituiría lo que el Otro es, reduciendo así su alteridad a mi mismidad. El rostro no es un fenómeno que se descubre, sino que se presenta por sí mismo (cfr. p. 198).
El fenómeno es para Lévinas aquello que, en cuanto que aparece y se dona, permanece en realidad ausente,5 pues aquello que el fenómeno es depende del criterio de inteligibilidad por el cual se interpreta el aparecer de tal fenómeno. Es decir, la singularidad de la cosa que es descubierta en el mundo desaparece en la medida en que su ser se encuentra en el horizonte y no en la singularidad inmediata de la cosa. Si el fenómeno sólo cobra sentido en un mundo, entonces ese mundo funge como una matriz hermenéutica que media el encuentro con la cosa misma; la cosa, por sí misma y fuera de toda hermenéutica sería insignificante y no podríamos tener trato en absoluto con ella. En cambio, el rostro se presenta por sí mismo sin descubrirse ni darse por mediación alguna. Por ello, la presencia del rostro es para Lévinas, en Totalidad e infinito, la presencia inmediata del ser, el cual se expresa a sí mismo y es, por ello, una “cosa en sí” (p. 198). El Otro se presenta como rostro y su presencia ya es expresión, ya significa por sí misma; por ello la relación originaria con el Otro es en la ética levinasiana lenguaje o discurso.
Encontrarse ante un ser exterior, de “sentido unívoco” (Lévinas 2000, p. 200) y que no oculta un sentido anterior que debiera ser descubierto o interpretado, es estar cara a cara ante Otro hombre. Lévinas considera que, a diferencia del lenguaje cotidiano, la presencia del rostro es la de una “autenticidad absoluta” (p. 221), más originaria que la alternativa entre la verdad y la falsedad y que las ambigüedades propias del juego entre aparecer y apariencia inherente a todo fenómeno -juego por el cual es necesaria una hermenéutica que desentrañe el sentido del fenómeno-. Ante el Otro no hay equívocos ni nada que obstruya la “sinceridad pura de esta presentación” (p. 222); la pretensión de una hermenéutica del rostro sólo lograría hacer desaparecer la alteridad del Otro, es decir, interpretar la singularidad del rostro a partir de una totalidad, sea la del contexto, la de la historia o la de una comunidad.
Si la exterioridad del Otro ha de ser absoluta, entonces la relación con él no ha de englobarlo ni aprehenderlo, esto es, no sólo no se reducirá su alteridad al concepto que generaliza y abstrae, sino que su aparición tampoco se reducirá a lo visible o palpable (cfr. Lévinas 2000, p. 221). Por ello, el Otro no se dona, sino que se expresa y su expresión no remite a un contenido del cual la presencia del Otro sería signo; al contrario, la presencia del Otro ya expresa su trascendencia y su realidad independiente que rebasa mis capacidades subjetivas de comprensión y de percepción. La presencia del Otro “desborda” (p. 213) la esfera del yo que se relaciona con esa alteridad absoluta y, por ello, Lévinas llama a esta excedencia “idea de infinito” (p. 213) que, si bien es pensada, si bien se establece una relación con el Otro, el Otro permanece absoluto, no reducido a esa relación, pues es una trascendencia infinita. Ahora bien, la idea de infinito no es constituida por una conciencia. Con Descartes, Lévinas considera que la excedencia infinita que impide la clausura del cogito en su mismidad solitaria ya se encuentra en el pensamiento del yo (cfr. pp. 231-232). La presencia infinita y divina, “independiente a mi mirada” (p. 232) sin eliminar la interioridad del yo que la piensa pero además sin reducirse a esa interioridad, trasciende cualquier totalidad que homogenice la alteridad del Otro. Por ello, “Dios, es el Otro” (p. 232) y esta presencia ya se encuentra en el yo finito; de lo contrario, habría que descubrirla o constituirla, pero en este caso no sería el Otro que describe Lévinas. El Otro, en cuanto que Dios, ya se presenta en la interioridad del yo, mas excediendo ese yo: la idea de infinito, si bien se encuentra en el pensamiento, no encuentra allí su origen, sino que lo trasciende. Por ello, la exterioridad divina del Otro proviene de una altura (p. 330) que me demanda y domina (p. 236). El Otro es el Altísimo que me llama a ser responsable: la presencia del Otro, al rebasar mis poderes, los cuestiona (cfr. p. 213). No se trata, advierte Lévinas, que el Otro sea más fuerte que yo, sino que su epifanía excede mi capacidad de dominio y aprehensión; el Otro, en cuanto que Otro, siempre se presenta más allá de mi poder. Sin embargo, en la medida en que la presencia del rostro es sensible, el Otro no es inalcanzable, algo con lo que no habría ninguna relación; por ello, si bien no puedo hacer de él una cosa, erradicar su alteridad al reducirlo a ser un medio en una totalidad, sí puedo querer asesinarlo. En cambio, “ni la destrucción de las cosas, ni la cacería, ni la exterminación de vivientes [no humanos] apuntan al rostro” (p. 216). El hombre, al presentarse cara a cara como un absoluto, como lo que trasciende y escapa a mi poder, ofrece una resistencia ética infinita que es inherente a la presencia del Otro y que se expresa en el mandato bíblico del “no matarás” (p. 217). La presencia del Otro “me llama” (p. 218) y me impone ser responsable de su desnudez, miseria y hambre que en verdad no puedo no escuchar (cfr. p. 219), aunque sí ignorar; por ello, más que limitar mi libertad y someterme, el rostro al cuestionarme me moviliza y suscita “mi bondad” (p. 219). relacionarse con la “manifestación de lo invisible” (p. 271), con aquello que no se agota en su donación perceptible, es estar ante Otro que se expresa cuestionando mi libertad y mis poderes, y me llama a la responsabilidad infinita por Él.
La manifestación del Otro -que excede la manifestación del fenómeno en cuanto que éste último se da mediado por la actividad configuradora de una subjetividad, sea como intencionalidad, sea como mundo o historia- se da “sin intermediario” (Lévinas 2000, p. 218). La presencia del Otro, si se toma como trascendencia absoluta, no se da mediante sus obras ni gestos corporales (cfr. p. 191) ni por cualquier tipo de signo (cfr. p. 226) que remitiera a algo diferente de lo que se da. La singularidad absoluta del Otro no se deja reducir por un sistema totalizante, pues “se presenta sin referirse a nada y, no obstante, se distingue de todo otro ente” (p. 193): no se refiere ni a la historia (cfr. p. 272), ni al Estado (cfr. p. 228), ni a las instituciones de una comunidad (cfr. p. 270). Por ello, la relación ética se opone a toda comprensión desde una totalidad impersonal; el Otro se expone personalmente en su singularidad irreducible y sólo allí aparece en su desnudez, pobreza y precariedad esenciales.
En resumen, el rostro del Otro que se expone expresando su alteridad no es el resultado de una síntesis subjetiva, sino que el “acontecimiento original” de sentido “es el cara a cara” (Lévinas 2000, p. 226) que excede toda manifestación fenoménica. Si el sentido del fenómeno reside en la percepción y su lugar en un contexto general, el rostro significa en su presencia misma y, por lo tanto, el discurso ya nos vincula con una alteridad trascendente, no objetivable ni constituida. Por ello, el discurso no sólo pretende “destruir el concepto de inmanencia” (p. 224), sino también limitar al idealismo (cfr. p. 227) que reduce todo sentido a las operaciones de un yo, en la medida en que en la relación con el Otro se expone que “el surplus inagotable del infinito desborda lo actual de la conciencia” (Lévinas 2000, p. 227). El rostro, al igual que el elemento, no puede ser representado ni aprehendido, sea conceptualmente, sea mediante un ejercicio de mis poderes -pues rostro y elemento siempre me anteceden y condicionan mi existencia y mi libertad-. Pero, a su vez, al presentarse no inmanentemente (modo de donación que sí corresponde al elemento), sino desde una Altura trascendente, el rostro me demanda ser responsable. Por ello, la relación ética con el Otro es, para Lévinas, “religión” (p. 30) y metafísica, es apertura hacia lo invisible de lo humano, hacia lo trascendente y absolutamente exterior, que no es objeto constituido ni miembro de un todo, sino fuente originaria de sentido.
2. Algunos problemas en torno a las excedencias levinasianas
He intentado exponer dos excedencias a los límites de la experiencia y de la fenomenalidad, dos “fenómenos” que ni se agotan en lo que se manifiesta visiblemente a la mirada o cualquier forma de percepción ni se los logra comprender totalmente. Estas excedencias levinasianas nos colocan ante un rebasamiento (surplus) de sentido, ante una realidad no constituida por la vida inmanente del yo. Se trata de dos alteridades que no se dejan reducir a una intencionalidad egológica y constituyente de sentido y que, por ello, se inscriben en el giro de la fenomenología francesa hacia el acontecimiento (cfr. Tengelyi 2012): la alteridad del elemento al que somos inmanentes (pues, aun como interioridad, el cuerpo padece en sí mismo necesidades que lo mueven hacia lo otro, de lo cual podría alimentarse) y la trascendencia ética del Otro. Sin embargo, consideremos que estas excedencias presentan algunos problemas que aquí quiero tratar.
2.1 rostro
Lévinas considera que el Otro no es un ente sin más dentro del mundo (cfr. Lévinas 2000, p. 236) porque, en ese caso, su alteridad se vería asimilada al incorporarla en los horizontes de inteligibilidad de ese mundo; al contrario, el Otro se presenta como trascendencia y exterioridad absoluta que, al presentarse personalmente, cara a cara, se expresa por sí mismo exigiendo una responsabilidad infinita al yo ante el que se encuentra. Por ello, para Lévinas la humanidad se caracteriza por significar por sí misma, por poseer un rostro por el cual el Otro se presenta desde una Altura divina.
Mas esto supone, en primer lugar, que el yo metafísico pueda reconocer sin ningún problema que lo que se presenta es Hombre y es Otro (que, en realidad, para Lévinas son lo mismo).6 Por un lado, el yo metafísico puede identificar a alguien como igual a sí, creatura de su mismo rango ontológico -pues el Otro no es ni ciprés ni gato ni cerro, sino Hombre-. Por más que Lévinas intente evadir todo género comunitario que abarque al yo y al Otro y los asimile a partir de la totalidad compartida, la categoría de “Humanidad”, descrita constantemente en contraste con la animalidad, no puede sino apelar a cierta identidad y a cierta comunidad entre el yo y el otro, ya no biológica, sino teológica, es decir, a la comunidad de hermanos del mismo Padre.7 Sólo por eso es posible saber que lo que se manifiesta no es cualquier cosa sino un Hombre. Por otro lado, una vez identificado lo que se presenta como Hombre, el metafísico sabe que eso es un Otro con mayúsculas, es decir, una presencia divina incomprensible que exige responsabilidad. El metafísico sabe o siente que ni la tierra ni el resto de los vivientes tienen rostro, que sus presencias no demandan hospitalidad, sino todo lo contrario: “ni la destrucción de las cosas, ni la caza, ni la exterminación de vivientes se dirigen al rostro, el cual no es del mundo” (Lévinas 2000, p. 216). No puedo aquí sino sospechar la presencia de una sensibilidad moral selectiva que en verdad logra reconocer e inteligir lo que se presenta como humano y como algo a lo que debo responder: la ética del rostro supone una hermenéutica que determina qué es Otro humano. La ética levinasiana no sólo logra identificar una multiplicidad de singularidades bajo la mismidad de lo Humano, sino también separa eso Humano de todo lo que supuestamente no tiene rostro -lo animal, lo vegetal, el bosque-. Sin embargo, considero que esta sensibilidad no es una facultad ya dada, creada metafísica o teológicamente tal que pudiera permanecer invariable a lo largo de la historia y de los diversos espacios y geografías, y a la que se pudiera apelar para dar cuenta de los rasgos evidentes de lo Otro, sino que es ella misma terreno de disputa y susceptible de transformación.8 En otras palabras, no hay un logos o discurso humano que nos relacione inmediatamente, sin mediación mundana e histórica, con lo divino, por más que este logos no comprenda o perciba aquello con lo que se relaciona. A diferencia del problema al que se enfrenta Husserl en la quinta de sus Meditaciones cartesianas, si bien el Otro levinasiano puede ser traumático, en Lévinas quién o qué sea el Otro no es un problema, sino algo evidente y que se da sin equívocos. Para Lévinas la pregunta “quién” ya se postula ante un rostro y sólo el Hombre tiene rostro; no hay ambigüedad o equivocidad ante lo que se me presenta, pues el Otro se presenta con “sentido univoco” (p. 200) y su interpretación mediante sus obras culturales implicaría disimular su alteridad (cfr. pp. 194 y 331) y ya no estar ante Otro.
En segundo lugar, la responsabilidad -de no ser ni vana ni un mero postulado abstracto y exclusivamente filosófico-teorético que sólo determina al yo metafísico o religioso que asume esta responsabilidad infinita- ha de poder concretizarse aunque sea en algún aspecto, es decir, el yo ha de poder ser, desde el Bien, efectiva y éticamente responsable por el Otro, por más que en verdad la demanda ética nunca llegue a un fin, por más que nunca alcance al Otro y se “realice” por completo, pues éste trasciende la misma relación ética. En caso contrario, insisto, la ética escaparía de toda relación con el mundo efectivo y, por lo tanto, no saldría nunca de los libros de metafísica o religión y el otro efectivo, aquel que sí se presenta, permanecería olvidado por completo: la alteridad fáctica del otro se vería ocultada ante la trascendencia divina del Otro que nunca comparece en el mundo. Ahora bien, en la medida en que el yo metafísico pone en suspenso todos los rasgos del otro -su cultura y situación social, su historia y contexto-, para de este modo lograr encontrarse con el Otro -movimiento que parece asemejarse a una epojé, mas no metodológica-,9 el contenido de la responsabilidad permanece en sí mismo indeterminado. El rostro, más que una “desnudez despojada de toda forma” (Lévinas 2000, p. 72) parece ser una forma abstracta despojada de contenido,10 lo que, según entiendo, da lugar a la arbitrariedad y a la violencia y, por ello, a la contradicción del mandato ético de asumir la responsabilidad por el Otro. En efecto, si el yo ético no tiene más que su sola razón -si bien instaurada y determinada por la enseñanza del Otro (cfr. pp. 222-223)- con la que realizar su responsabilidad ética, mas esta enseñanza no viene de alguien situado en un contexto que al hablar exprese y comunique una demanda concreta,11 sino más bien de alguien cuyo cuerpo es expresión de una Altura supuestamente unívoca e inmediata, entonces la razón del yo ético levinasiano sólo le indica que debe acoger al Otro pero no cómo hacerlo. El rostro cuestiona la libertad espontánea y arbitraria del yo (p. 339) al demandar su responsabilidad; la voluntad del yo ético “no es libre de rechazar esta responsabilidad”, pero sí “es libre de asumir esta responsabilidad en el sentido que ella quiera” (p. 241; las cursivas son mías). El yo levinasiano no sabe, ni puede ni quiere saber, cómo responder ante el Otro, pues eso implicaría conocerlo y aniquilar su alteridad. Por lo tanto, un acto de “responsabilidad” sería alimentar al hambriento con carne, cuando quizás éste no sea carnívoro; curar al otro ya supone decidir una medicina y una técnica sobre su cuerpo sin que incurra en esta decisión lo que el otro considera efectivamente al respecto. Lo que para el yo puede parecer una respuesta ante el Bien podría no ser más que un Mal para el otro, y lo único que se habría logrado es la sensación de estar haciendo el bien, de ser un sujeto religioso y responsable.12 Por otro lado, eliminar el hambre de una comunidad no es lo mismo que alimentar ocasionalmente a un hambriento en un acto caritativo; mientras que lo primero requeriría una política general y fundada en cierto saber -a la que Lévinas, en Totalidad e infinito, ve como totalizante- (p. 335),13 lo segundo está librado a la contingencia del acto particular yoico. Por lo tanto, o bien el mandato moral levinasiano no puede realizarse, ya que que no tiene un contenido del cual partir porque ha abstraído al otro del mundo y lo ha encontrado en una Altura trascendente, o bien si se realiza lo hace contradictoriamente, es decir, mediante la violencia sobre el Otro -decidiendo egológicamente sobre cuál es el Bien del otro y sobre cómo realizarlo-.14 Preocuparse por las enfermedades y medicinas de otro es más bien preocuparse por su mundo, en el cual cierta práctica y no otra se toma por saludable; más que fomentar inmediatamente y de forma ignorante la medicina que el yo considerara más cercana a su bien, se trataría de preocuparse por aprender de las prácticas terapéuticas y comunitarias del otro. Ser responsable por el hambre del otro es también preocuparse por las formas de alimentación del otro y, así, por su mundo, su comunidad y su historia. Pareciera que, en la propuesta levinasiana, si bien soy objeto del llamado del Otro, el Otro es objeto, acallado pero expresivo, de mi responsabilidad, y con ello sigue el Otro siendo representado a partir de mi propia inteligibilidad y conceptualización sobre lo que es el Bien, una vida digna y los medios suficientes y necesarios para vivirla. El yo religioso y ético sabe cuál es el Bien del Otro a pesar de ignorar la situación del otro (cfr. pp. 332-333), pues, sin este conocimiento, el yo ético no podría actuar en absoluto.
Ahora bien, y en tercer lugar, la filosofía levinasiana por la cual el Otro aparece en una absoluta trascendencia de todo contexto mundano, encuentra al prójimo desnudo y pobre (cfr. Lévinas 2000, p. 76). Allí, el Otro se presenta cara a cara, en una presencia inmediata y personal,15 pues todo orden impersonal supondría tomar al otro en una totalidad que no daría cuenta de su alteridad singular.16 Considero que hay una relación esencial entre la filosofía que busca relacionarse con el otro personalmente, cara a cara, y la debilidad o pobreza con que se presenta el otro. En efecto, al abstraerlo de su comunidad, al desinteresarse del mundo que ya habita y por el cual es reconocido, el Otro es despojado a su vez de los lazos comunitarios en los que podría encontrar un sustento y protección para, justamente, no comparecer como indigente. La pobreza del Otro reside ante todo en la pobreza de sus relaciones interpersonales, de los vínculos de los que fue abstraído para ser objeto de la caridad moral y personal. Esto por su parte quiere decir que la alteridad del Otro no es completamente indeterminada y que la relación ética levinasiana en verdad no es una apertura a lo infinito y no calculable a priori; al contrario, la relación personal determina cómo debe darse el Otro -personalmente y no en un entramado de relaciones comunitarias- para ser absolutamente Otro.
2.2 Elemento
Si bien Lévinas logra ubicar la tierra o el elemento como un acontecimiento más allá de los límites de la fenomenalidad, una excedencia que rebasa el sentido que lo humano le pueda dar, la perspectiva con que abarca la tierra no deja de ser teológica. Pienso que esto se atestigua en que Lévinas encuentra, sin justificar su hallazgo, un “amor a la vida” (Lévinas 2000, p. 154) esencial a todo lo vivo; por ello, toda satisfacción de las necesidades vitales conllevaría un goce [ jouissance] que sería fin por excelencia del acto mismo de satisfacer esas necesidades, pues no reenviaría a alguna utilidad enmarcada en un sistema: “el vínculo original del hombre con el mundo material no es la negatividad, sino el goce y acuerdo con la vida” (p. 160). Vivir es ser feliz de hacerlo (cfr. p. 156), por más que haya penurias durante la vida (cfr. p. 154). “La felicidad [bonheur] es un principio de individuación” (p. 157) que realiza la independencia y separación del yo que, no sólo se place al devorar su alimento, sino que por este acto se sustancializa y asegura su chez soi (p. 157). Este principio teológico, por el cual los humanos son tomados como creaturas,17 hace del goce una “categoría universal de la empirie” (p. 140). Sin embargo, en la medida en que pretende enmarcase en el campo de la experiencia de manera universal, no puede ser sino una categoría trascendental cuyo uso no se justifica más que en relación con la metafísica -que en Lévinas es idéntica a la religión (p. 50)-. Considero que este principio adquiere preponderancia sobre el “ser-en-el-elemento” descubierto por Lévinas (p. 142), pues, en vez de profundizar en el carácter no humano de la tierra, en el arrojamiento a la materialidad del elemento, en vez de detenerse en el “hay” como acontecimiento puro y material del ser, el filósofo lituano retrocede ante su hallazgo y centra su metafísica no sólo en el hombre, sino en el hombre determinado teológicamente: en el Otro. No sólo el animal se encuentra en una relación ontológicamente inferior, al punto que su cacería o incluso “exterminio” no es asesinato (p. 216).18 Para Lévinas comer no es un problema, pues lo que se reduce al rango de alimento no llama a la responsabilidad, ni el otro animal, ni la tierra. El hedonismo exacerbado de Totalidad e infinito se place en la ingesta del otro -para el que el alimento “es la transmutación del otro en Mismo, que está en la esencia del goce” (p. 113)-, mas no es ni siquiera una actitud optada ante la vida, sino la estructura del vivir humano. La tesis que sostiene un fin más allá del comer, que lo ubica en un entramado complejo de relaciones donde no se come por el mero hecho de comer, describe para Lévinas un “mundo de explotación” (p. 142) que no parece coincidir con el supuesto “paraíso” en que ya viviríamos (cfr. p. 154). Por ello, Lévinas considera que un mundo donde el goce no fuera fin último, donde vivir no fuera encontrar placer en ello, sería un “mundo absurdo” (p. 156); mas sólo es posible llegar a esta conclusión si se parte de una determinación teológica del mundo.19
Por ello, la religión que hace del mundo un paraíso en el que vivir es devorar al otro y placerse en ello, pues ya somos siempre felices “por el simple hecho de vivir” (Lévinas 2000, p. 116), se contradice con la ética como responsabilidad por lo absolutamente Otro, cuyo rostro no significa en virtud de una hermenéutica que determine qué y cómo es el otro y que, por lo tanto, no puede conceptualizar a lo Otro como humano. Si la ética es absoluta y no hermenéutica, entonces no puede pretender desplegar una responsabilidad selectiva que discierna y clasifique lo Otro en humano y no humano.20
Conclusión. Giro teológico y giro acontecial: hacia el rostro del elemento
Hemos examinado dos excedencias del fenómeno en Lévinas: el elemento y el rostro. Hemos visto algunos problemas que creo que confirman el carácter teológico que inspira la filosofía levinasiana. En efecto, lo que subyace en la filosofía de Totalidad e infinito es el supuesto de una creación divina: el rostro humano sólo puede significar una excedencia, trascendencia o exterioridad absoluta de todo mundo si en él se manifiesta Dios, como ya anticipé: el Otro es “la manifestación de la altura en la que Dios se revela” (Lévinas 2000, p. 77). Sólo porque la metafísica es religión, aunque por mi parte, y siguiendo a Janicaud, diría que es teología, puede suponerse que lo humano se presenta como algo Otro proveniente de una altura divina, que hay siquiera una “curvatura del espacio” (p. 323) por la que el Otro hombre es el Altísimo y en virtud de la cual solamente lo humano exige responsabilidad. Y este giro por el cual lo primero, el origen de todo sentido,21 “el acontecimiento original de la significación” (p. 226), es el “ente por excelencia” (p. 293) -i.e., el Otro-, es metafísico, no tanto porque se trate de la apertura a lo invisible o a lo que se oculta y sustrae, sino que es metafísico por ser una indagación sobre los principios primeros u origen de todo sentido y mandato; y este origen se encuentra en el Dios de la tradición bíblica. “Otro” es uno de los nombres que tuvo la arché en el siglo XX. Si bien Lévinas rechaza que hubiera un principio anterior a la relación ética y que englobara al yo y al Otro en una totalidad, y por ello presenta su metafísica como anárquica (cfr. p. 327), en verdad sólo hay un desplazamiento de la locación del principio: el habla o discurso -la relación ética- “produce el comienzo de la inteligibilidad, el inicio mismo, el principado, la soberanía real, que manda incondicionalmente. El principio no se puede más que como mandamiento” (p. 220).22 Como se señala en Schürmann 2017, arché quiere decir principio de comienzo y mando (p. 135), poco importa que el principio no sea un yo.23 Lo que caracteriza a un principio no es el lugar en que se encuentra, sea en Dios, en el hombre o en el Otro, sino la función que ejerce: ordenar (configurar y mandar), desde una anterioridad trascendente, todo ámbito de sentido y todo espacio ético y político.24
La muerte de Dios quiere decir que el hombre, tanto yo como el Otro, no es ya principio u origen, es decir, que no tiene una significación propia en virtud de su genealogía divina, que no se encuentra en una altura evidente por encima de todos los demás vivientes porque el espacio no es teológicamente curvo; en breve, que el Hombre no aparece desde la inmediatez del rostro levinasiano, sino enmarcado en una situación mundana e inmanente -lo que no excluye que haya aún un rebasamiento del ámbito fenoménico de lo perceptible o comprensible-. La cuestión de la excedencia de lo humano y sólo de lo humano, a la que no se accedería ni por la comprensión ni por la percepción, parece reducirse a una cuestión de fe (cfr. Janicaud 2000, p. 27) en que el Hombre es creatura y, por lo tanto, fuente de sentido y demanda infinita de obediencia y cuidado.
La superación de la metafísica nos lleva entonces a la pregunta por un actuar anárquico que no responda solamente por lo humano. No pretendo por ello clausurar la pregunta por la excedencia del ámbito de lo fenoménico ni resituar a un sujeto singular y humano como polo constituyente de todo ámbito de la experiencia, sino cuestionar los supuestos teológicos de este viraje hacia la investigación del “acontecimiento de fenomenalización espontánea” (Tengelyi 2012, p. 301). La filosofía del rostro del Hombre se inscribe en un giro teológico no porque aborde lo “inaparente, desprovisto de fenomenalización” (Tengelyi 2012, p. 299), sino porque lo hace postulando una trascendencia divina como origen de sentido y de mando cuyo único fundamento no puede ser sino la fe en Dios y en esa “experiencia” metafísica.
Si es necesario un giro más allá del fenómeno para lograr dar cuenta de forma más fecunda y rigurosa de la experiencia de todo aquello que no puede reducirse a la percepción de un correlato objetivo y aprehensible, ese giro no está obligado a virar hacia una trascendencia divina. Aún más, el giro teológico no sólo no permite encontrar al otro efectivo, sino que al hacerlo lo hace contradictoria o violentamente, como quise mostrar. Por suerte, hay ya en Totalidad e infinito otro giro que abre un campo de investigación distinto pero que Lévinas no privilegió: el giro hacia el acontecer en la inmanencia del elemento. Si bien reconoce la excedencia del elemento, nuestro autor lo aborda aún teológicamente y, por lo tanto, no sólo encuentra un goce en el consumo y un placer inherente al vivir, sino también una irresponsabilidad hacia lo animal y vegetal, ambos sin rostro. Además, la inmanencia de los “dioses impersonales sin rostro” (Lévinas 2000, p. 151) que es el elemento como acontecimiento del “hay” o como la materialidad del acontecer del ser, fue una “anarquía” (p. 313) de la que Lévinas quiso apartarse. Es la tierra la excedencia a la que hoy debemos prestar atención, lo que implica, entre otras cosas, problematizar nuestras formas de producir y consumir alimentos, como también de determinar algo como alimento para el humano.
La filosofía levinasiana, que pretendía ser metafísica, es decir, buscaba dar cuenta de cómo ya se presenta el otro -por lo cual la fenomenología debería sólo describir su aparición-, al estar motivada teológicamente y con ello determinar quién y cómo es el Otro, supone una ética o moral. Opino que Lévinas lega un problema fundamental para hoy: ¿puede la fenomenología, al describir lo que aparece, motivar una ética o una política? El fenómeno no es contradictorio ni las ilusiones son falsas en relación con una realidad subyacente. Describir lo que aparece tal como aparece no nos dice cómo debería aparecer; si el otro nos llama y nos exige ser responsables solamente lo hace porque es descubierto mediante una hermenéutica determinada. No pienso que en el rostro del otro se inscriba el mandato del “no matarás” y, en caso de hacerlo, me parece extremadamente contingente (siendo demasiado ingenuos) y peligroso reducir la alteridad a la humanidad, pues hoy es posible encontrar la llamada a la responsabilidad inscrita en las aguas ácidas del océano. No es posible ni sensato suponer que en la explotación del humano subyace un olvido del Otro ni que quienes dominan incurren en una injusticia metafísica o pecado. Lo que es evidente no es que el Otro humano ya siempre llame a que no se lo domine, explote, torture o asesine, sino que varios (aunque, a fin de cuentas, muy pocos), sin pecar de ingenuos o de olvidadizos, dan la cara, enfrentan, combaten contra otros humanos, incluso apelando a Dios. La evidencia y univocidad de la presencia ante el Otro y la identidad de ese Otro con lo Humano y sólo lo Humano me parece que únicamente cobra sentido al estar motivado teológicamente. Desprendido de esta motivación, la alteridad se vuelve aún más misteriosa y menos reducible a un conocimiento previo sobre ella, pues ya no sabemos dónde encontraremos su rostro, si en la cara del otro hombre, su cuello o espalda, sus cuerpos amontonados en una cárcel, sus restos sobre una playa o incluso sobre las olas cada vez más ácidas del océano, sobre el fulgor de los bosques cada vez más rojos y menos verdes, sobre millones de extranjeros humanos y no humanos que fueron expulsados de sus tierras por prácticas depredatorias. Si hay olvido del otro, es menester construirlo. El Otro no está ya dado y, por ello, la fenomenología levinasiana no describe lo que ya aparece: la identidad entre metafísica y ética vuelve a escindirse o al menos se nos vuelve más problemática -movimiento imprescindible en la actualidad-. reconocer que el encuentro con el Otro supone una hermenéutica permite comenzar a revisar lo que anticipábamos como otro para dar lugar a otras alteridades y así responder al rostro del elemento. Si la apertura ética levinasiana suponía una sensibilidad que determina quién es el otro, se trata entonces de construir y transformar constantemente esa sensibilidad.