El libro reciente de Pérez y Gomila presenta en forma detallada y perspicua la perspectiva de la segunda persona de la atribución mental. En él se defienden tres tesis: (i) que la perspectiva de la segunda persona es un fenómeno auténtico y diferenciado de atribución mental; (ii) que la perspectiva de la segunda persona de la atribución mental es básica conceptual, ontogenética y filogenéticamente; y (iii) que hay un juego recíproco entre las tres perspectivas de la atribución mental y, por lo tanto, es un error considerarlas excluyentes (Pérez y Gomila 2021, pp. 13 y 109).
Uno de los argumentos importantes del libro proviene de las interacciones en segunda persona. La idea es que la información psicológica que la interacción participativa en segunda persona provee a los participantes es irreducible a la que puede conocer un observador distante, desde la tercera persona. este argumento apoya la primera tesis: las atribuciones mentales en segunda persona tienen rasgos específicos diferenciados, pues los medios interactivos que emplea son heterogéneos respecto de los de las otras perspectivas de atribución mental. Además, puesto que las relaciones entre los bebés y sus cuidadoras se dan en la interacción cuerpo a cuerpo antes que en la interpretación distante, el argumento favorece la parte ontogenética de la segunda tesis. Dado que los autores sostienen que los conceptos relativos a las emociones son los primeros conceptos mentalistas y se adquieren en las primeras interacciones, entonces el argumento también hace razonable la prioridad conceptual que propone la segunda tesis.1 La tercera tesis explicita la idea de que, puesto que la interacción en segunda persona es irreducible a la interpretación mentalista en tercera y en primera persona, el surgimiento de estas nuevas perspectivas no elimina a la segunda, sino que invita a pensar cómo se relacionan las tres.
En lo que sigue esbozo tres vías de posible desarrollo de la propuesta de Pérez y Gomila que, en su conjunto, dejan ver la importancia de caracterizar finamente las relaciones entre lo mental y lo normativo en la perspectiva de la segunda persona. Las tres vías que propongo giran en torno, pero no se reducen, a algunos hallazgos de la teoría de la pragmática afectiva. Me centraré en el argumento de la interacción, y adoptaré como caso paradigmático de interacción en segunda persona la que se da entre un bebé y su cuidadora.
1. Valores, compromisos e interrelación de perspectivas
Pérez y Gomila 2021 (p. 94) sostienen que la expresión cobra un protagonismo inestimable en su propuesta. Es comprensible que así sea porque su idea de expresión ayuda a entender rápidamente que para reconocer la mentalidad que se expresa en la conducta basta verla, sin mediación representacional o inferencial alguna. En este sentido, las interacciones en segunda persona son una dinámica que lleva un ritmo pautado por los turnos que toman la expresión de alguien, la percepción de esa expresión por otro y la respuesta expresiva de éste a la expresión inicial. Este tipo de dinámica se reconoce y ha sido documentado amplia y de manera paradigmática en la interacción emocional entre los bebés y sus cuidadoras (Hobson 2004; Reddy 2008). No ajenos a ello, los autores reconocen un lugar destacado a la expresión y a la percepción en su caracterización del proceso emocional. Sin embargo, en mi opinión los autores encargan demasiadas tareas a la expresión cuando podrían aprovechar otro de los componentes definitorios de los procesos emocionales: la valoración (Pérez Jiménez y Liñán Ocaña 2009). Aunque la caracterización apropiada de la valoración sigue siendo un asunto en disputa, se la reconoce aún como el elemento que permite distinguir mejor la emoción respecto de otros estados o procesos mentales, y lo que permite diferenciar las distintas emociones particulares.
Hay tres razones por las que conviene otorgar un mayor protagonismo a la valoración emocional en las interacciones en segunda persona. En primer lugar, porque las valoraciones emocionales suelen considerarse el elemento que propiamente puede guiar la conducta de otro. la expresión desnuda, no valorativa, es insuficiente para explicar la contribución específica que el gesto emocional del yo y la respuesta expresiva del tú hacen a la interacción. La valoración emocional es el elemento que aporta su especificidad a la expresión emocional. la expresión debe reconocerse como expresión de peligro, repugnancia, beneficio, perjuicio, etc. para poder tener la fuerza motivacional específica que guíe la respuesta psicológica determinada y contingente que caracteriza las conductas expresivas del otro en la interacción en segunda persona. No interactúa igual el tú cuando reconoce una expresión de miedo que cuando reconoce una expresión de alegría, pero el miedo y la alegría se diferencian expresivamente por el tipo de valoración emocional que son y que expresan.
Un segundo argumento en favor de concebir la expresión como una expresión valorativa es que las valoraciones emocionales pueden considerarse predicaciones personales simples, implícitas y contingentes en relación con la conducta de otro (Hobson 1993). Por ejemplo, para el bebé el rostro expresivo de su cuidadora expresa una valoración sobre su conducta y él lo percibe como tal; es un rostro alegre, o sorprendido o atemorizado, y es la propia conducta expresiva del bebé lo que queda valorado en la expresión de la cuidadora. Si en el primer argumento la valoración del bebé se expresa y funge como guía para la respuesta de la cuidadora, en el segundo argumento el bebé percibe la valoración del otro como una predicación expresiva sobre su propia conducta y en esa medida funge como guía de la nueva intervención motriz expresiva del bebé. Si la expresión de la cuidadora no porta un valor perceptible o es ambigua respecto del valor que se puede percibir en ella, el bebé no sabe cómo continuar en la dinámica interactiva y detiene su contribución expresiva porque no sabe cómo valora la adulta su conducta, tal como se ha documentado ampliamente en los casos del precipicio visual (Acero 2009; Sorce et al. 1985; Weisbuch y Ambady 2008).
El tercer argumento en favor de pensar la expresión como valorativa es que la valoración emocional permite explicar cabalmente la normatividad propia de las emociones que los autores señalan (Pérez y Gomila 2021, pp. 83 y s.). Si el bebé percibe valorativamente mi rostro como algo benéfico, su respuesta expresiva con, por ejemplo, un grito asustado sería incorrecta. Este juicio de incorrección de la expresión del bebé se basa en la inadecuación de su valoración de que una expresión temerosa es la respuesta apropiada cuando percibe algo bueno. Las valoraciones emocionales son necesarias para explicitar las condiciones de corrección de la percepción afectiva, la expresión afectiva y la intensidad de la expresión afectiva (Pérez Jiménez 2013).
En pocas palabras, considero que la expresión y la percepción que Pérez y Gomila entienden como determinantes para las interacciones en segunda persona deben calificarse como valorativas para poder explicar adecuadamente el sentido en que se dice: (i) que una expresión determinada guía una conducta específica, (ii) que una percepción dada pauta una respuesta expresiva determinada y (iii) que una percepción emocional, una expresión emocional o la intensidad de una expresión emocional son correctas o incorrectas en una dinámica de interacción en segunda persona.
La normatividad que hay en la interacción en segunda persona, que reconocen los autores y que yo propongo enriquecer y enfatizar, conduce a un segundo asunto. Propongo concebir las interacciones en segunda persona como formas de establecer, cumplir, incumplir o cancelar compromisos análogas a las verbales.
Pérez y Gomila 2021 (p. 95) sostienen que “la expresión puede verse mejor como una directriz: a través de la expresión se produce una reacción en la otra persona, usualmente un cambio en sus acciones o actitudes”. Esta recomendación está en perfecta consonancia con los trabajos de psicología del desarrollo en los que es común hablar de una expresión “proto-imperativa” para casos como el mencionado y de una expresión “proto-declarativa” para otros (Franco 2005). Ahora bien, decir que la expresión sirve para expresar, ordenar y declarar deja ver que “expresión” es un término ambiguo, pues a veces significa la configuración sígnica de la conducta y a veces la acción que se realiza con ese signo expresivo.2 Una expresión puede ejecutar la acción expresiva, la acción directiva o la acción declarativa. Al reconocer esta ambigüedad empieza a surgir una analogía entre las funciones de la expresión no verbal en la interacción en segunda persona y las acciones que se realizan con palabras en la interacción comunicativa.
La teoría de la pragmática afectiva se muestra como un candidato idóneo para seguir desarrollando la analogía. Según ella, a los cinco tipos de actos de habla clásicos -expresivo, asertivo, directivo, compromisivo y declarativo- les corresponderían actos de habla análogos3 que serían las acciones que realiza la expresión no verbal en las interacciones. Dado que Pérez y Gomila atribuyen las funciones expresiva, asertiva y directiva de los actos de habla también a la expresión no verbal, cabe preguntarse si las expresiones en segunda persona podrían también realizar acciones en las que se establecen formas elementales de compromiso.
Esta inquietud no es meramente externa, sino que surge también en el seno mismo de la teoría cuando los autores llaman la atención sobre la normatividad que hay en la interacción en segunda persona. Dado el énfasis en los aspectos mentales, psicológicos o cognitivos propio del enfoque de Pérez y Gomila, es conveniente presentar inicialmente este aspecto normativo en términos psicológicos como las expectativas, las anticipaciones y la satisfacción o frustración de las expectativas.
Podría decirse que la dinámica interactiva en segunda persona permite que los actores se formen expectativas o que hagan anticipaciones de la respuesta expresiva del otro y que, al modo de una directriz, traten de producir determinadas respuestas expresivas en el otro. Los estudios sobre proto-imperativos y proto-declarativos indican que las expresiones satisfechas o frustradas de los niños muestran su sensibilidad a la adecuación de la conducta de la adulta respecto de sus expectativas. Estas expectativas del bebé pueden estar guiadas por la conducta expresiva previa de la cuidadora. Cuando la expectativa del bebé no se satisface por la conducta de la adulta, su respuesta expresiva es, por ejemplo, de descontento ante ella (Franco 2013).
Considero que la interacción recién descrita en términos mentales puede caracterizarse también como una conducta análoga al acto de habla compromisivo, el compromisivo-a del que habla la teoría de la pragmática afectiva. Se diría en este caso que cuando la conducta de la cuidadora no satisface la expectativa del bebé, su respuesta expresiva es de descontento ante la de ella como si hubiera dado por sentado que la adulta adquiría el compromiso de comportarse de cierto modo y no lo hizo. El descontento que expresa el bebé no es entonces, digamos, un mero llanto desmotivado o reactivo, sino que puede considerarse legítimamente como un reclamo del bebé hacia su cuidadora; justificado porque la expresión previa de ella explicitó un compromiso emocional ante el bebé. De la misma manera, la adulta puede expresar inconformidad al bebé mostrándole frustración ante compromisos afectivos que eventualmente el bebé podría haber “incumplido” como no gritar fuerte, no golpear a la mascota, no arrojar los objetos, etc. Esta estructura de adquisición de compromisos emocionales y de dar derecho a reclamos recíprocos sería una explicación más apropiada de la normatividad de la interacción en segunda persona, pues el cumplimiento de las directrices que reconocen Pérez y Gomila sólo resulta imperativo, normativo, sobre el trasfondo del reconocimiento de compromisos recíprocos entre las partes involucradas.
Aclarados los puntos primero y segundo relacionados con la interacción, podemos pasar al tercero y último, más orientado hacia la tesis de la relación entre perspectivas. Uno de los objetivos declarados tardíamente del libro de Pérez y Gomila es mostrar que las perspectivas de la primera, segunda y tercera persona entran en una colaboración fructífera a todo lo largo de la vida humana. El objetivo parte de considerar que las perspectivas de la primera y tercera persona se reconocen teóricamente como excluyentes. Los autores exponen varios casos en los que las perspectivas se enriquecen mutuamente a la hora de entender a las personas. Es apenas natural que suceda este fenómeno, pues entender la mente es una tarea al servicio de entender la vida humana. Por decirlo así, queremos entender a la otra persona, no sólo a su mente.
Al considerar los ejemplos que los autores aducen, se insinúa cierta sistematicidad de las relaciones entre las perspectivas. Por ejemplo (Pérez y Gomila 2021, p. 115), se indica que la tercera persona ayuda a llenar vacíos cuando la evidencia expresiva de la interacción en segunda persona es insuficiente para la atribución de algún estado o algún contenido mental, y también que la interacción en segunda persona puede aportar información relevante para decidir en casos en los que hay dudas sobre la sinceridad de las expresiones verbales explícitas que una persona ofrece sobre sus estados mentales.
Aunque estaría fuera de lugar sostener categóricamente que es posible establecer relaciones sistemáticas entre un fenómeno de atribución mental que es contingente y otros que son más sistemáticos, los ejemplos anteriores indican que hay al menos relaciones de complementariedad y oposición entre las perspectivas, como también se ha sugerido (Finkelstein 2003). Me gustaría proponer que estas relaciones pueden desarrollarse más, al menos en las siguientes direcciones:
Reafirmación: la información que se obtiene desde las dos perspectivas es convergente y entonces la una apoya a la otra. éstos pueden ser casos ordinarios y deseables de comunicación en los que, por ejemplo, la expresión no verbal en la interacción ayuda a que la información verbal sea comprendida y aceptada como fiable y honesta.
Complementariedad: la información que se obtiene de una de las perspectivas es insuficiente y entonces la información proveniente de la otra contribuye a la desambiguación y a la determinación de la atribución. Aquí estaría el caso referido de la insuficiencia de la información interactiva que puede suplirse con ayuda de la información inferible, como en los escenarios de cuidado parental en los que las cuidadoras desambiguan la expresión del bebé a partir de su propio conocimiento teórico o práctico.
Incompatibilidad (cancelación): la información que se obtiene desde una perspectiva es incompatible con la que se obtiene desde la otra y entonces sólo una de las dos puede considerarse fiable. éste sería el caso mencionado de la insinceridad. Resulta de la mayor importancia porque, entre otras cosas, puede ayudar a entender casos moral y políticamente problemáticos de manipulación o exculpación en los que hay autoatribuciones psicológicas verbales políticamente correctas como “yo confío plenamente en tus capacidades” pero interacciones de segunda persona en las que queda claro que hay en realidad desconfianza (Liñán y Pérez 2017). Algo análogo se encuentra en los estudios sobre la crianza en los que se documentan los efectos nocivos que tiene para los niños recibir estos mensajes incompatibles de sus cuidadoras (Lowe et al. 2016).
Modulación: la información que se obtiene desde una perspectiva es distinta de la que se obtiene desde la otra, pero ambas pueden ser fiables, de modo que una modula la atribución de la otra. Aquí tendríamos casos en los que, por ejemplo, una persona se autoatribuye alegría tras recibir una noticia en un mensaje verbal, pero su expresión no verbal en la interacción indica angustia. Aquí no hay necesariamente incompatibilidad, y la información que ofrece la interacción ayudará al intérprete a comprender, por ejemplo, que el tú está alegre por la buena nueva, pero que su alegría no acaba de ser completa o que no está exenta de incertidumbre. Así, la información de la segunda persona ayuda a modular la atribución psicológica de la primera persona, por ejemplo.
Esbozadas las tres líneas de desarrollo futuro que propongo, plantearé ahora una serie de cuestiones que, si no están abiertamente desencaminadas, pueden ayudar a entender las coordenadas globales del proyecto de Pérez y Gomila. Se trata de las relaciones entre la mentalidad y la normatividad.
2. La segunda persona: causalidad, personalidad y normatividad
La perspectiva de la segunda persona es un terreno disputado. En medio de la diversidad de matices que se han formulado sobre ella en la filosofía de la mente y la ciencia cognitiva (Vietri, Alessandroni y Piro 2019), el libro de Pérez y Gomila puede considerarse desde ya la versión canónica completa del asunto. En esto su aportación merece todo nuestro reconocimiento. No obstante, en terrenos distintos, como la filosofía moral (Darwall 2006) o la filosofía del lenguaje (Kukla y lance 2009), la perspectiva de la segunda persona se ha citado como decisiva en términos normativos. Creo que la reflexión global que el libro propone es la de cómo se relacionan estas dos distintas concepciones de la perspectiva de la segunda persona: la mentalista y la normativista.
Pérez y Gomila no separan lo normativo y lo mental; antes bien, sostienen que “ninguna interacción humana es ajena a alguna configuración normativa y cultural” (p. 4). Además, está claro que, de haberse dedicado a detallar la contribución normativa y cultural a las atribuciones y a las interacciones en segunda persona, no hubieran podido desarrollar sus ideas en el sentido que deseaban, con el detalle en que lo hacen y con la calidad filosófica y psicológica que logran. No obstante, llama la atención que el desarrollo general del libro resulte tan pulcro y acabado. Causaría perplejidad que, al final, los autores pudieran exponer cabalmente la perspectiva de la segunda persona de la atribución mental sin elaborar de manera detallada y perspicua la contribución socio normativa.
Una manera de exponer esta perplejidad es reparar en la diferencia entre los niveles personal y subpersonal de la explicación psicológica. Las atribuciones en segunda persona son atribuciones psicológicas de nivel personal (Pérez y Gomila 2021, p. 33) en el sentido de que no se trata de un fenómeno causal, sino consciente, por decirlo en forma escueta. Pero, ¿qué cabe entender por “personal” en la perspectiva de la segunda persona? ¿Es ésta una categoría causal, mental o de otra naturaleza? Si lo mental es psicológico y lo psicológico se puede caracterizar detallada y perspicuamente sin acudir a lo normativo, y esto último se deja más bien a las interacciones sociales entre adultos mediadas por instituciones, responsabilidades y estatus deónticos, tendríamos que decir entonces que una cosa es el agente psicológico en cuanto causal, otra en cuanto segunda persona mental, y otra como miembro de una comunidad normativa. ¿En cuál de estos tres niveles está la segunda persona? ¿O está en algún otro más amplio todavía que el mental y el socio normativo?
Si se restringen demasiado los conceptos que entran en la explicación psicológica, la interacción basada en la expresión emocional tendría lugar sólo entre humanos adultos. Si se relajan, empiezan a figurar los bebés, los no nacidos, los animales, las plantas e incluso algunos materiales inorgánicos (Pérez y Gomila 2021, p. 4, n. 2; Brinck y Reddy 2020; Pérez Jiménez 2011 y Pérez Jiménez 2016). Vista así, la atribución de mentalidad parece una atribución amplia de personalidad. Por eso quizá desborda el ámbito de la psicología. No es casual que, llegados a este punto, filósofas y filósofos que han dedicado esfuerzos a la potencia explicativa de la idea de “expresión” enfrenten permanentemente la dificultad de esclarecer si sus observaciones son estéticas, psicológicas, antropológicas u ontológicas. Pienso en Langer 1942 y en sus maestros Whitehead 1938 y Cassirer 1996, así como en sus interlocutores hispanoamericanos Nicol 1957 y Schwartzmann 1966.
Otra manera de exponer esta perplejidad es pensar el problema por la vía de los cuatro “es”. Si pensáramos que la vida cotidiana es la vida social de individuos encarnados e integrados, de cuerpos arraigados, no separados, en el mundo natural y social de interacciones normativas, tal vez tendríamos que considerar la atribución mental desnuda una abstracción teórica, incluso si se trata de la atribución mental en segunda persona. Formulado en una pregunta: ¿cuál sería el mundo social que tenemos en mente cuando pensamos que la atribución mental (¿personal?) en segunda persona se encuentra arraigada en el mundo, pero no normativa? ¿Es la persona mental de la perspectiva de la segunda persona una persona corporal e integrada, arraigada materialmente, en un mundo social sin roles sociales, estatus deónticos, instituciones y demás?
Mi inquietud, que como he dicho no es un problema genuino, sino la perplejidad que surge de la exposición de los autores, puede plantearse en la pregunta por cómo entendemos los cuerpos. Decir que la atribución mental está corporeizada es una observación biológica, física, en el sentido de que la base material causal de la interacción en segunda persona se constituye por factores bioquímicos, por ejemplo. Pero, ¿es ése el cuerpo de una persona? ¿Es el cuerpo personal un cuerpo causal? Alguien podría pensar que el cuerpo causal es subpersonal, que está por debajo de nuestra experiencia consciente. La perspectiva de la segunda persona considera que el cuerpo personal es ante todo expresión y que expresa mentalidad, y en eso consistiría su carácter personal. Sin embargo, ¿la interacción basada en la expresión emocional tiene lugar por fuera de la interacción socio normativa?
Los autores no están del todo satisfechos con el “enfoque analítico” de algún autor normativista, frente al que proponen una mirada más bien naturalista, descriptiva, que no pierda de vista cómo ocurren las interacciones normativas, explícitamente morales, en segunda persona. ¿Cómo sería una descripción personal así? el cuerpo personal de un bebé, por ejemplo, parece tener propiedades físicas y psicológicas, pero también algunas otras: tiene un nombre por el cual se lo llama y que en muchos casos proviene del padre; tiene ya un género atribuido desde sus primeras ecografías; conforme a ese género se lo trata y se le adecua el espacio y los objetos a su disposición; incluso antes del nacimiento se le atribuyen a su cuerpo algunos “rasgos de personalidad” que anticipan el trato que se le dará en términos de un rol social: eres rápido, vas a ser futbolista; eres sensible a los sonidos, vas a ser músico. Al dispensarles este trato en la interacción, el bebé y el todavía no nacido no se consideran cuerpos causales ni meramente mentales, sino seres que serán capaces de una interacción social conforme a roles sociales normativos y definidos. Así, el cuerpo de la persona no estaría fuera de los roles normativos y las instituciones. Cabe mantener abierta la pregunta: ¿cómo podemos describir el cuerpo de un ser que puede tomar parte de interacciones en segunda persona?
Mi perplejidad general apunta al valor que tendría apropiarse del proyecto de Pérez y Gomila en términos socio normativos y no exclusivamente mentalistas, una tarea que ellos no consideran ajena a su trabajo, pero cuyo desarrollo no podía llevarse a cabo a la par del que ofrecen en su propio libro. En la primera sección de este trabajo propuse tres lugares en los que puede explicitarse de manera fructífera la cara normativa de la segunda persona. esta faceta se hace manifiesta en el marco general de la interacción más que en el de la atribución, y se puede apreciar en la valoración emocional expresada y percibida, en la manera como en la interacción se crean, aprovechan, violan y se disuelven compromisos y en la manera como la interacción en segunda persona ayuda a reafirmar, complementar, cancelar o modular las atribuciones mentales hechas en primera o tercera persona.