Feminismos y feministas en México y Cuba
En 1933 la líder feminista y comunista, Ofelia Domínguez Navarro, abandonó Cuba debido a la dictadura de Gerardo Machado, y se exilió en México, donde fue invitada al Congreso de Mujeres Obreras y Campesinas que sentó las bases para la creación del Frente Único Pro Derechos de la Mujer (FUPDM). En sentido inverso, Refugio García y Adelina Zendejas, integrantes ambas del Partido Comunista de México (PCM) y del mencionado FUPDM, fueron ponentes honoríficas en el III Congreso Nacional de Mujeres celebrado en La Habana en 1939. Estos encuentros de ida y vuelta vinieron motivados por las utopías de futuro a las que aspiraban las respectivas anfitrionas. Para las mexicanas, Domínguez simbolizaba en 1935 la lucha frente al autoritarismo con el que algunos sectores describían la gestión del Partido Nacional Revolucionario (PNR) por Plutarco Elías Calles, pero también representaba el éxito cosechado por las cubanas que obtuvieron el derecho al voto en 1934. Por su parte, la invitación de Zendejas y García respondía a la admiración que entre las homólogas cubanas suscitaban tanto el proceso revolucionario de Lázaro Cárdenas como la participación de las feministas en el mismo. Ese último gesto también simbolizaba el respaldo a las sufragistas mexicanas, las cuales esperaban la ratificación del voto femenino por el gobierno cardenista, algo que finalmente no se produjo hasta 1953.1
En ambos casos, las motivaciones que alentaron a las feministas excedieron el ya de por sí complejo objetivo de sus derechos políticos. Mexicanas y cubanas eran conscientes de que para obtener una emancipación más integral tendrían que luchar también por mejorar sus condiciones socioeconómicas. Esta concepción compleja de la liberación femenina exigía que las reformas formales se vieran acompañadas de cambios jurídicos sustantivos, pero también que se mejoraran las condiciones materiales que limitaban su movilidad social. Este carácter poliédrico del feminismo no puede entenderse sin atender a la coyuntura histórica en la que se desplegaron sus fundamentos teóricos. En el siglo XX los debates sobre justicia social y derechos humanos llevaron a los Estados a asumir mayores responsabilidades sobre la llamada cuestión social, es decir, la erradicación de la pobreza, la mejora de las condiciones laborales y, en última instancia, el impulso del bienestar de la ciudadanía, todo ello vinculado a concepciones específica sobre la modernidad y el progreso.2 Por ello, resulta coherente plantear que el feminismo luchó por las mujeres pero asumiendo que no bastaría con la aprobación de algunos derechos políticos para conseguir su completa emancipación. El feminismo mostró también amplias preocupaciones sociales porque implícitamente también buscaba aligerar las tareas educativas y de cuidado que por mandato de género las mujeres proveían a otros colectivos marginalizados, como niños, ancianos y personas dependientes. Es decir, la militancia feminista de muchas mujeres no sólo se forjó al calor de los grandes debates teóricos del momento, sino también a partir de los retos asociados a la división sexual del trabajo, a los cuales debían dar soluciones en su vida diaria.
Estudiar esta relación entre feminismo y acción social exige realizar alguna aclaración conceptual. Según Offen, el término feminismo fue utilizado por primera vez en torno a 1880 por Haubertine Auclert. Al final del siglo XIX pasó de utilizarse para explicar cuestiones teóricas a ser usado para describir el movimiento al que se adscribían las mujeres que pedían la plena ciudadanía. La autora toma los ejemplos de Estados Unidos y Francia para explicar cómo, hasta la mitad del siglo XX, se fueron definiendo distintas filosofías feministas. Según la autora, el estadounidense se caracterizó por el igualitarismo individualista y liberal según el cual cada ser humano tiene derechos naturales, por lo que la aspiración de sus integrantes debía consistir en equiparar los exigibles por las mujeres con los que ya tenían los hombres. Por su parte, el francés podría inscribirse en el feminismo denominado de la diferencia, el cual interpretaría que, en tanto seres distintos a los hombres en origen y en potencia, los derechos y libertades a los que aspirasen las mujeres debían ser congruentes con las feminidades tradicionales, sin descartar por tanto sus obligaciones maternales, de modo que tampoco se vería amenazada la tradicional división del trabajo.3
Algunas autoras, sin embargo, cuestionan que estas categorías puedan extrapolarse plenamente a los feminismos latinoamericanos. Para Sara Anne Buck, las feministas mexicanas combinaron ambos paradigmas interpretativos y de reivindicación, el de la igualdad y el de la diferencia. Sin embargo, sus horizontes reivindicativos se definieron a partir del comunitarismo y el núcleo familiar debido a los dispositivos estatales, académicos, jurídicos y religiosos que reforzaron sus roles domésticos. Más por obligación que por deseo, las mujeres ostentaron el monopolio de ciertas sensibilidades, experiencias y saberes situados. Su trabajo dentro del hogar como parte del orden social vigente naturalizó una serie de tareas como exclusivamente femeninas. Por asignación o emulación, ellas eran quienes se encargaban y mejor conocían las vulnerabilidades de la infancia y la ancianidad, las necesidades alimenticias cotidianas, la gestión de la microeconomía del hogar y el trabajo de los cuidados.4 Y fue precisamente esa visión tradicional de la maternidad la que, según la autora, fue utilizada por diversas vertientes del feminismo en México para negociar derechos como el sufragio, pero también para emprender acciones sociales que excedían lo que a primera vista podríamos entender como demandas feministas.5 Por tanto, no sería descartable que, sin caer en esencialismos, la división tradicional del trabajo que las encaminó a desempeñarse como cuidadoras haya podido tener un impacto significativo en las iniciativas políticas de las mujeres respecto a las problemáticas sociales.6
Quizás no por casualidad, los congresos de mujeres celebrados en América Latina a comienzos del siglo XX, en los cuales se exigió la aprobación del voto, también solicitaron reformas socioeconómicas formuladas desde un lugar de enunciación feminizado. Las participantes pidieron endurecer la lucha contra las redes de prostitución, elevar el nivel de alfabetización de las campesinas y revalorizar las labores desarrolladas por las empleadas del hogar. Y, junto a estas cuestiones más fácilmente asociables al feminismo histórico, también exigieron aumentar el número de escuelas infantiles y nocturnas, las salas de maternidad en lugares de empleo, reducir los niveles de alcoholismo, limitar el precio de la canasta básica y los alquileres, higienizar las ciudades o introducir agua potable.7 Algunas de estas demandas habían sido también planteadas por grupos políticos, sindicales, obreros e intelectuales, pero las feministas enriquecieron su fundamentación con perspectivas que arraigaban, no en predisposiciones naturales de las mujeres hacia cuestiones femeninas por esencia, sino en conocimientos, sensibilidades y experiencias feminizados por la sociedad. Este carácter multidimensional del feminismo latinoamericano lleva a Katherine Marino a sostener que si el feminismo norteamericano buscaba la materialización de derechos políticos, las feministas latinoamericanas dieron igual importancia a las reformas estructurales y la obtención de derechos socioeconómicos.8
La propuesta de un análisis comparado en este artículo se justifica, no sólo por los múltiples vínculos e interrelaciones entre las feministas mexicanas y cubanas en el marco de los procesos revolucionarios que atravesaban sus países. A grandes rasgos, Cuba transitó desde una revolución fallida por Ramón Grau de San Martín, seguida por gobiernos civiles controlados por Fulgencio Batista (1934-1939), hacia un régimen constitucional, multipartidista y centralista en el que las mujeres podían votar en comicios nacionales desde 1934. Casi de forma inversa, México pasó de una revolución nacionalista y socializante con Lázaro Cárdenas, que estableció un modelo federal y corporativista por el cual la sociedad quedó articulada en organizaciones de masas trabajadoras, campesinas, estudiantiles y populares (1934-1940), a un gobierno contrarrevolucionario, conservador, católico y altamente militarizado con Manuel Ávila Camacho (1940-1946), el cual demoró el derecho al voto de las mujeres en elecciones municipales hasta 1947. Por tanto, el interés de contrastar ambos casos estriba en conocer cómo las feministas mexicanas y cubanas plantearon respuestas asistenciales y educativas similares a pesar de operar bajo estructuras estatales, marcos jurídicos y ciclos políticos dispares.
Considerando la propuesta de Buck, podría sugerirse que las feministas cubanas y mexicanas plantearon sus demandas desde el marco de la maternidad como estrategia discursiva para sortear las contradicciones entre ciudadanía y feminidad tradicional. Es decir, para negociar mayores cuotas de liberación usando el mismo lenguaje conservador utilizado por las revoluciones para definir el horizonte de sus derechos políticos: ser ciudadana sin dejar de ser mujer. Según Buck, las mexicanas no fungieron como ciudadanas cuando obtuvieron el sufragio en 1953, sino que adquirieron esa condición de facto ejerciendo previamente como tales. El hecho habría propiciado la ley y no a la inversa: “Más que los argumentos sufragistas, las acciones de las mujeres como trabajadoras, feministas y proveedoras de bienestar demostrando que las mujeres podían efectivamente combinar sus funciones maternales y civiles [...] dieron como resultado su adquisición del voto”.9 Y esta explicación podría extrapolarse a Cuba, donde Ramírez sostiene que aunque las mujeres pudieron integrar instituciones estatales con anterioridad a las mexicanas, su presencia formal y su influencia sustantiva en las instituciones de poder apenas fueron apreciables debido a su baja representatividad. Como alternativa, las mujeres utilizaron las asociaciones como plataformas para ejercer presión política de abajo hacia arriba. Las diversas agrupaciones desde las que actuaron les posibilitaron desarrollar, e incluso implementar, acciones sociales y políticas de bienestar imbricadas tanto en los procesos revolucionarios definidos por los partidos, como en la propia revolución planteada por el feminismo.
En este sentido, cabe apuntar la evolución de las historiografías sobre los movimientos feministas mexicano y cubano en la primera mitad del siglo XX. Tradicionalmente se han abordado los distintos aspectos del sufragismo10 y, recientemente, también de agrupaciones feministas conservadoras, así como de agrupaciones femeninas católicas, cristeras y sinarquistas.11 Partiendo de estos trabajos, recientemente se está destacando el papel de las mujeres en las acciones sociales a favor de la educación y la asistencia desde el siglo XIX. Estas narrativas muestran cómo, antes de que los Estados tuvieran capacidad financiera de diseñar y centralizar políticas del bienestar, numerosos colectivos y organizaciones fueron definiendo las redes y programas asistenciales que posteriormente serían incorporados para proveer servicios públicos a la ciudadanía. Sindicatos, corporaciones, mutualidades y asociaciones alertaban desde lugares de enunciación marcados por problemáticas cotidianas sobre las injusticias políticas y carencias materiales que afectaban a sus integrantes. Y entre estos grupos se encontraban también las asociaciones femeninas y feministas. Éstas volcaron sus esfuerzos tanto en el sufragio como en solventar y atender las carencias materiales que afectaban a las propias mujeres y a sus allegados. Diversas obras y enfoques explican cómo las organizaciones de mujeres impulsaron decisivamente ya desde final del siglo XIX el desarrollo de la beneficencia por vías no estatizadas, complejizando así las expresiones del activismo social de las mujeres justo cuando germinaba y se expandía el movimiento feminista.12
Este artículo pretende sumarse a estas líneas interpretativas, para contribuir a visibilizar y revalorizar las similares soluciones que asociaciones femeninas y feministas de distinta adscripción económica e ideológica ofrecieron a los retos educativos y asistenciales en Cuba y en México entre 1934 y 1948. Dada la amplitud temática y cronológica, este artículo se plantea como un primer ejercicio de aproximación que requerirá de trabajos más específicos en las circunscripciones estatales y provinciales de ambos países. El principal objeto de estudio de este artículo son asociaciones de mujeres que se autodefinían como feministas, o bien que desde el presente podríamos definir como tales analizando las reivindicaciones formuladas en sus programas y ruegos petitorios. En México, las ligas femeninas adheridas al Frente Único Pro Derechos de la Mujer (FUPDM) hasta 1940 y al Bloque Nacional de Mujeres Revolucionarias (BNMR) hasta 1946, así como las Ligas Femeninas de Acción Social (LFAS), más vinculadas a la oficialidad del PNR y el PRM. En Cuba, el Lyceum y la Asociación Cultural Femenina (ACF), esta última integrada exclusivamente por mujeres negras y mulatas. La documentación consultada en esta investigación ha sido compilada en distintos fondos documentales. Para México, las cartas, informes y ruegos petitorios que las mencionadas ligas femeninas enviaron a la secretaría de gobierno entre 1934 y 1946 y que se conservan en los fondos presidenciales del Archivo General de la Nación (México). Para las asociaciones cubanas, la documentación generada por el Lyceum custodiada por la Cuban Heritage Collection (University of Miami) y por la Asociación Cultural Femenina en el Archivo Nacional de Cuba.
El propósito del artículo es conocer cómo las citadas organizaciones feministas tuvieron capacidad de negociar y obtener, de las instituciones y autoridades estatales y federales, reformas que mejorasen las condiciones educativas y asistenciales tanto de las propias mujeres como de los espacios sociales desde los cuales se pronunciaban. Se sugiere así que la actuación de las mujeres cubanas y mexicanas en estos ámbitos se inscribe simultáneamente en tres procesos: 1) las necesidades estatales de ampliar las políticas de bienestar y los servicios públicos a partir de sendas experiencias revolucionarias; 2) la profesionalización y tecnificación de prácticas y saberes considerados tradicionalmente como propios de mujeres; y 3) el activismo socioeconómico que partía de una politización de la maternidad, el cual caracterizó a parte del feminismo latinoamericano. La consideración de estos tres vectores ayudará a entender por qué las feministas de ambos países impulsaron políticas de atención social y familiar como parte de los cambios estructurales necesarios para garantizar una emancipación más integral de las mujeres. Para ello, primero se trazarán algunos vínculos históricos entre feminismo y acción social en México y Cuba, y, después, se analizarán las acciones específicas implementadas por las mencionadas agrupaciones femeninas y feministas en los ámbitos asistencial y educativo.
El contexto de las asociaciones feministas y su acción social
En México, a los congresos de mujeres de Yucatán (1916) y de la Liga Panamericana de Mujeres (1923), le siguieron reuniones provinciales y nacionales similares, destacando las de obreras y campesinas entre 1931 y 1934. El comité central de estas últimas sentó las bases para la fundación del FUPDM, el cual funcionó más como frente transversal y multipartidista que como organización centralizada. Lo integraban mujeres del PNR, pero sobre todo del PCM. Su objetivo era dinamizar los apoyos sociales para la aprobación del sufragio femenino, la ampliación de los derechos civiles y políticos de las mujeres, pero también para impulsar el proyecto de educación nacionalista y socializante promovido por Cárdenas. Según Tuñón Pablos, el programa de acción del FUPDM sólo contenía cinco demandas en beneficio exclusivo de las mujeres. El resto, aunque vinculadas al bienestar de aquéllas, abarcaba a otros grupos como el campesinado, las poblaciones indígenas o los trabajadores. Por ejemplo, contemplaba un seguro social financiado por empresas y gobiernos, así como rebajar las rentas de inmuebles, las tarifas energéticas o los alimentos de primera necesidad.13 Ahora bien, es posible constatar algunas diferencias programáticas entre el comité central del FUPDM, instalado en la capital, y sus múltiples ramificaciones estatales. Por lo general, las filiales regionales solían privilegiar las demandas socioeconómicas frente a las políticas. Es decir, mostraban más preocupación por el reparto equitativo de la tierra, la autosuficiencia laboral de las mujeres o el acceso a servicios sanitarios que hacia la aprobación del sufragio.14
Junto a las ligas del FUPDM, existieron las denominadas Ligas Femeninas de Acción Social (LFAS), articuladas como secciones femeninas del PNR a través del Instituto Revolucionario Femenino (IRF).15 Éstas funcionaron como engranajes del Estado corporativista iniciado por Plutarco Elías Calles con el PNR, continuado por Lázaro Cárdenas con el PRM, y consolidado por Manuel Ávila Camacho con la fundación del PRI. El gran proyecto estatista de partido único subordinaba y ponía al servicio de la nación los diversos movimientos de masas (juvenil, obrero, campesino y femenino). Como explica Tuñón, en el marco de esta estructura centralista, el IRF se fundó para “auxiliar al gobierno en sus labores culturales” estableciendo “grupos de acción social clasificados en conformidad con las actividades de las distintas dependencias gubernamentales”. Esta colaboración interinstitucional tendió lazos entre el IRF, la Secretaría de Educación, los departamentos Agrario e Indígena, y organizaciones obreras y campesinas para crear cooperativas de costura y pequeñas industrias en el espacio rural.16 Por su parte, las LFAS asumieron la tarea de preparar “a la mujer mexicana dentro de la lucha social”. Al respecto, el presidente Cárdenas buscaba “una ampliación al programa de transformación social que permita la manifestación integral de la fuerza femenina” porque “la mujer preparada cumple con más amplitud sus altos fines en el seno del hogar y sus funciones como factor de progreso social”. Esta declaración ejemplifica bien cómo los líderes de la revolución solo concebían una emancipación femenina que no desestabilizase la maternidad y la familia tradicionales en tanto constituían pilares necesarios para la lucha social y la modernización nacional.17
La mayoría de las ligas mexicanas estudiadas estuvieron vinculadas al FUPDM o al IRF y actuaron en espacios rurales o en municipios alejados de los centros regionales. Las misivas que enviaban a la secretaría de gobierno solían estar firmadas por una cifra variable de mujeres, que sólo excepcionalmente superaba las cincuenta integrantes, un tercio de las cuales parecía no saber escribir dado que firmaban con sus huellas dactilares o dejaban un espacio en blanco. Todas ellas finalizaban sus informes o reclamaciones con lemas como “Por el sufragio femenino”, “Por la emancipación social de la mujer” o “El despertar de la mujer campesina”, lo que constata su adhesión e identificación simultánea con los reclamos del feminismo contemporáneo y con el léxico revolucionario dirigido a la emancipación de las mujeres.18 Sin embargo, como se verá a continuación, probablemente la obligación autoasumida por sus integrantes de gestionar diariamente tareas generizadas vinculadas a la maternidad, como el mantenimiento del hogar, el cuidado de los niños o la compra de alimentos, moldeó un tipo de activismo que convirtió a las ligas regionales adheridas al FUPDM y al IRF en centinelas y altavoces de las necesidades materiales en el nivel local.19
Por su parte, en Cuba, la revolución de 1933, el voto femenino de 1934 y la constitución de 1940 marcaron puntos de inflexión para el activismo feminista y las políticas de bienestar. Junto a la ciudadanía o el modelo de gobierno, esta ley fundamental delimitó las competencias estatales en materia de servicios y políticas sociales. Previamente, las secretarías de Educación y de Salubridad y Beneficencia habían financiado escuelas, hospicios y hospitales, pero la cobertura aún resultaba deficiente, especialmente en el espacio rural. Como en México, el estado cubano adquirió una estructura corporativa en los años treinta.20 Sin embargo, la captación de los movimientos sociales no afectó igual a las feministas cubanas, aparentemente más autónomas que sus homólogas mexicanas al no existir un frente como el FUPDM, promocionado y controlado por instancias gubernamentales.
La fragmentación del movimiento feminista cubano posibilitó que decenas de asociaciones de mujeres militasen y actuasen simultáneamente en asuntos concernientes a problemas asistenciales y educativos. Esto quedó patente en el III Congreso Nacional de Mujeres de 1939, organizado, entre otras, por la Asociación Nacional Feminista.21 Al acto acudieron invitadas las líderes feministas mexicanas Adelina Zendejas y Refugio García. Como en los dos primeros congresos nacionales celebrados en Cuba (1923 y 1925), se debatió sobre el carácter correccional o punitivo de las prisiones, el establecimiento de un fondo agrícola, los tribunales laborales de arbitraje o la jornada laboral de ocho horas. Junto a esto, también se exigió el cumplimiento de la ley de alquileres, el abaratamiento de las medicinas y de los artículos de primera necesidad, la erradicación del analfabetismo o la mejora de los servicios benéficos.22 También se constituyeron mesas de trabajo para estudiar soluciones a la marginación laboral y la discriminación social padecida por la población afrodescendiente en general y las mujeres negras y mulatas en particular.23
De igual modo, y con el fin de impulsar la formación de las afrocubanas de las clases medias y altas, se fundó en La Habana la Asociación Cultural Femenina de Cuba (ACF) en 1935. Hermanada con la Nacional Council of Negro Women de Estados Unidos, estuvo liderada por Ana Etchegoyen, una de las pedagogas más importantes del país.24 Su estructura contemplaba secciones de cultura, arte, hogar y deporte, pero también comisiones de beneficencia e intereses morales. Dieron preferencia a actividades de ocio y alfabetización, pero seguían sosteniendo que el ascenso social pasaba de sus integrantes por el blanqueamiento sociocultural impulsado desde la ciencia y las instancias estatales: “Difundir y favorecer hábitos y prácticas que propendan al mejoramiento de la salud y de la raza”.25 A pesar del discurso racista autoasumido por su directiva, la ACF constituyó una importante plataforma desde la cual las mujeres afrocubanas emprendieron destacadas acciones socioculturales durante estos años, como se verá más adelante.
Otras organizaciones feministas cubanas también se implicaron en la expansión de las políticas sociales. El Lyceum & Lawn Tenis Club (Lyceum), fundado en 1929, se definía como “una sociedad femenina con fines culturales y sociales”, pero su revista, Lyceum, muestra también sus inquietudes feministas.26 Al igual que los colleges británicos o el Lyceum Club Femenino de España, el Lyceum estuvo integrado por mujeres de la clase alta habanera. Desde sus comienzos puso en marcha un amplio programa de conferencias y exposiciones artísticas que combinó con cursos formativos y campañas asistenciales, sobre las que se hablará a continuación.27
Las feministas cubanas y mexicanas en la promoción educativa
El desarrollo de un amplio tejido de escuelas y la formación del personal docente fue una de las principales preocupaciones de los estados contemporáneos. En México, tras la creación de la Secretaría de Educación Pública (1921), no fue hasta el gobierno de Cárdenas cuando se impulsó decididamente la educación técnica y popular (campesina e indígena).28 Igualmente, Cuba no contó con un Reglamento General de la Educación Pública hasta los años veinte y hasta 1949 la financiación de la enseñanza secundaria no pasó a integrar los presupuestos generales del Estado.29 Ambas administraciones trataron por distintos medios de aumentar los niveles de alfabetización, pues, se argumentaba, una población instruida haría al país más productivo y competente en el ámbito internacional. Indirectamente, sin embargo, se buscaba legitimar una visión hegemónica de la cultura y la identidad nacionales.30 El proceso de homogeneización estatizada promovido desde el liberalismo decimonónico implicó el desplazamiento de la Iglesia y la familia como espacios de educación y formación. Este progresivo trasvase de competencias dio lugar a diversos conflictos. En México, las leyes de Reforma, las guerras cristeras o la emergencia del sinarquismo, pero también la imposición de un paradigma civilizatorio sobre comunidades rurales e indígenas.31 En Cuba, tras la independencia en 1898, se impuso la visión de un progreso coincidente con valores europeos y estadounidenses, lo que llevó a la marginación de la población afrodescendiente y a la persecución de sus expresiones culturales.32
El movimiento feminista reclamó que hombres y mujeres fueran iguales ante las urnas y las leyes. A pesar de las reformas sufragistas, civiles y penales, las activistas asumieron que la emancipación femenina no sería posible sin recibir una educación básica antes de luchar por su autonomía económica. Sin embargo, la democratización de la instrucción pública se produjo en términos genéricos. Es decir, a partir de concepciones esencialistas de las masculinidades y feminidades que arraigaban en, y reforzaban, la existente división sexuada de roles y espacios sociales. Desde esta perspectiva nacionalista y patriarcal, las materias y colegios segregados perseguían construir matrimonios conscientes de sus roles y familias estables que garantizasen la estabilidad social para el crecimiento económico. El éxito de este modelo requería que los cuidados familiares fueran responsabilidad de un solo integrante de la pareja. La presunción de que procreación y mater(pater)nidad correspondían exclusivamente a las mujeres dificultó su continuidad en los estudios y el desempeño de trabajos remunerados.33
En Cuba los censos registraban mayores niveles de alfabetización entre los hombres y entre la población blanca.34 En México también se constataba mayor analfabetismo femenino en todos los estados, una diferencia aún más acusada entre las comunidades indígenas, donde las mujeres sólo representaban un cuarto del alumnado en la primaria.35 En etapas superiores, mientras los hombres cursaban formaciones científicas o industriales, las mujeres accedían a las llamadas ciencias domésticas y a empleos como lavanderas, cocineras y costureras. Con la terciarización del modelo productivo las mujeres fueron requeridas en oficios congruentes con la visión funcionalista que las concebía como simples reproductoras y tutoras de las futuras generaciones. Quizás por ello, al profesionalizarse el trabajo de los cuidados que abarcaba educación, gestión del hogar y atención a personas desvalidas, aumentaron las profesoras, secretarias, asistentas y enfermeras.
Las reivindicaciones educativas de las feministas cubanas y mexicanas se amoldaron a esta idea generalizada que buscaba compatibilizar emancipación femenina y progreso nacional. Por ello solicitaron nuevas escuelas de normalistas, rurales y del hogar, pero también parques infantiles o dispensarios para niños escolarizados. Las feministas defendían que estos espacios proporcionarían un doble beneficio. La demanda de profesoras y cuidadoras abriría la universidad y el mercado laboral a un mayor número de mujeres. Mientras que la ampliación de servicios de atención y cuidado públicos descargaría a otras mujeres de esos roles y responsabilidades impuestos para poder formarse o ganar un sueldo fuera del hogar.
Las ligas femeninas mexicanas del FUPDM y el IRF se comprometieron con el desarrollo del sistema educativo en sus entornos más cercanos. Estas peticiones se insertaron en la narrativa revolucionaria de educación gratuita, obligatoria y socialista, sobre todo en el espacio rural. Coincidían en que la expansión del sistema educativo beneficiaría al proyecto nacional revolucionario, pero sus peticiones también traslucían preocupaciones ligadas a un deseo personal de emanciparse y de formar a las futuras generaciones.36 Entre otros ruegos, pidieron escuelas de costura o dotaciones de nixtamal para salir de la “esclavitud doméstica” en la que se encontraban y poder así contribuir a la “misión de progreso nacional”.37 Estas mejoras logísticas agilizarían el tejido de la ropa y la molienda del maíz, lo que liberaría parte de su tiempo para dedicarlo a otras labores del cuidado, formativas o políticas. Por otro lado, utilizar sus conocimientos tradicionales para conformar cooperativas o pequeñas industrias les posibilitaría percibir nuevos ingresos para la unidad familiar, pero sobre todo para disfrutar de mayor autonomía económica.38
En relación con la educación de la infancia, las ligas procuraron tejer apoyos y solidaridades con otros grupos para ampliar la red de centros educativos. En 1943, el gobierno de Ávila Camacho había aprobado la construcción de un centro escolar en la colonia Moderna de México D. F. La primera solicitud fue realizada por el Comité de Mejoramiento del distrito dos años más tarde. Ante la inacción gubernamental, una profesora se comprometió a financiar su construcción a título personal. Sin embargo, el organismo responsable retrasó la concesión de los permisos pertinentes. Ante la paralización de las obras, la Liga Defensora de los Derechos de la Mujer Mexicana presionó a la presidencia para que esta edificación fuera incluida en los presupuestos generales del año posterior.39
Las ligas también se movilizaron por la promoción de la educación en espacios rurales. Junto al mencionado progreso de la infancia, defendieron el bienestar y el crecimiento cultural de sus comunidades desde el paradigma nacionalista y socializante de la revolución. En Oaxaca, la Liga Femenil de Nochixtlán pidió “costureros públicos” cuyos beneficios de producción se destinarían a reformar el colegio de la localidad y a comprar material escolar.40 Igualmente, la Liga Femenil de Pueblo Viejo, en Veracruz, consideraba que la instalación de escuelas nocturnas, botiquines sanitarios y de “pequeñas industrias para hombres y mujeres [...] vendrá a ser de beneficio colectivo y adelanto para el poblado mencionado”.41 Por su parte, la Liga Femenil de Lucha Social de Etchojoa, Sonora, solicitó madera para construir una escuela y una biblioteca, así como un camión-cine ambulante “que recorra todos los pueblos de la región difundiendo orientaciones sociales”, lo cual beneficiaría “grandemente a la niñez estudiosa, así como también a los habitantes de la región”.42
Cuando las ligas solicitaban ayuda pecuniaria para escuelas no siempre la destinaron a construir nuevos edificios, sino también a financiar la renta de locales donde docentes y alumnado disfrutasen de mejores condiciones para el desarrollo de las clases. Por ejemplo, la Liga Femenil de Campesinas de Llano Largo (Guerrero) exigió durante un año apoyo presidencial para subsanar la carencia de “local escolar donde nuestros hijos puedan ir a recibir la educación [pues] el maestro que convive en estos momentos imparte sus conocimientos en una humilde enramada”.43 En Navojoa, Sinaloa, las mujeres de la liga consiguieron la mediación de la Procuraduría de Comunidades Indígenas para solicitar terrenos donde instalar una Escuela Rural, mobiliario y útiles para 48 alumnos.44
En consonancia con el programa cardenista de secularización de la enseñanza, otras ligas propusieron convertir iglesias en centros de enseñanza,45 o la cesión de predios estatales, como antiguas oficinas de correos, telégrafos o departamentos forestales, para convertirlos en escuelas públicas.46 La preocupación y el compromiso de las ligas extralimitaron el proceso y los espacios de aprendizaje, abarcando también las condiciones de vida del alumnado. Por ejemplo, el Comité Femenino de Yucatán planteó que se dispensasen desayunos a los niños pobres en la nueva escuela de la colonia,47 mientras la Liga Femenil Lucha Social de Tenayuca, en Estado de México, negoció la puesta en marcha de un sistema de becas para familias que tuvieran dificultades económicas.48
Las feministas cubanas también mostraron un gran compromiso hacia la mejora educativa en los dos primeros congresos nacionales (1923 y 1925). En ambos eventos ya se acordó la necesidad de crear bibliotecas infantiles y escuelas suficientes para garantizar la enseñanza básica obligatoria. En esta línea trabajó el Lyceum, que invirtió las recaudaciones de colectas, exposiciones y actividades culturales en promocionar bibliotecas y escuelas. En el centro educativo que regentaron, las asignaturas ofertadas preparaban a las mujeres “para tomar parte activa en la vida pública de la nación”. Es decir, gestión administrativa y ciencias del hogar. Por ello su programa incluía “Cursos académicos” (inglés y francés), “Secretariado” (Mecanografía, matemáticas comerciales y prácticas de oficina), “Artes manuales” (taller de madera, encuadernación, decorado interior) y “Artes domésticas” (costura, encajes, bordados, tejido y cocina).49 El impacto de su programa y sus actuaciones llevó a la asociación a firmar un acuerdo de colaboración para prestar servicios al Ministerio de Educación. Así, junto a las escuelas de formación técnica para las mujeres, el Lyceum puso en marcha una escuela nocturna con una matrícula de más de 400 alumnos y alumnas. Fuera de las aulas, la asociación feminista también organizó varios comités de trabajo para ofrecer clases gratuitas a personas analfabetas y con pocos recursos.50
De forma paralela actuó la Asociación Cultural Femenina (ACF). Esta organización fue fundada por la mencionada doctora Ana Etchegoyen. Desde la ACF, fomentó cursos “de superación” para mujeres afrodescendientes, pero también mantuvo una escuela y dos guarderías para que las trabajadoras pudieran dejar a sus hijos durante su jornada laboral.51 Junto al Lyceum, la ACF fue una de las primeras organizaciones femeninas en cooperar con “el Estado cubano en 1936 en los trabajos para liquidar la población analfabeta del país”. En La Habana, la ACF financió una escuela nocturna donde proporcionaba “elementos de cultura”.52 Al igual que el Lyceum, tuvo la capacidad de aliarse con otras organizaciones para redoblar sus esfuerzos en estas áreas. Por ejemplo, estableció convenios con la Sala para Madres Solteras del Hospital Municipal de La Habana y organizó cursos de primeros auxilios junto a la Federación Médica de Cuba. Todas estas acciones fueron encaminadas a proporcionar tiempo libre y formación a las mujeres “de todas las razas existentes en nuestro país y de posibilidades económicas limitadas [...] para afrontar la nueva etapa abierta a los derechos femeninos por el Gobierno Revolucionario de 1933”.53
Las feministas en los servicios asistenciales
El saldo de víctimas mortales y de personas desamparadas por la Primera Guerra Mundial en el ámbito europeo, y para Cuba y México, respectivamente, la guerra de Independencia, la Revolución mexicana o las guerras cristeras, incentivaron un mayor compromiso institucional hacia la cuestión asistencial. Estas nuevas inclinaciones resignificaron indirectamente el rol de las mujeres en la reconstrucción de los Estados.54 Como sostiene Lorenzo Río, la implementación de los primeros programas asistenciales de carácter estatal en México estuvo sujeta a la profesionalización del trabajo social, el cual mayoritariamente fue desempeñado por mujeres provenientes del profesorado, la enfermería y la sociología, así como por aquellas sin empleo pero con experiencia en los métodos de intervención social.55
La asistencia social, sin embargo, también fue asumida como responsabilidad civil por colectivos al margen de las instituciones y corporaciones estatales. Las feministas, movilizadas tradicionalmente contra la injusticia legislativa y la marginación sexual que padecían las mujeres, mostraron igualmente amplias preocupaciones hacia otros colectivos vulnerabilizados.56 Bien como versión secular de la ayuda al prójimo cristiano, bien por una conciencia emancipatoria construida desde la exclusión, las ligas y asociaciones feministas desarrollaron nociones, discursos y prácticas en favor de otros grupos desfavorecidos. Por medio de congresos, publicaciones y manifiestos, plantearon propuestas de ayuda a la infancia, de lucha contra la delincuencia juvenil o de atención a la ancianidad. En muchos casos desarrollaron sus propias secciones asistenciales e impulsaron la creación de escuelas de servicio social para formar al personal técnico que las ejecutase. Comedores benéficos, campañas para recaudar fondos o recolectar bienes materiales fueron otras iniciativas destacadas.57
Estos nexos y confluencias entre asistencialismo y feminismo se constatan en el carácter multidisciplinar de los congresos de mujeres, pero también en la estructura y actuaciones de las asociaciones feministas. El Primer Congreso Feminista de la Liga Pan-Americana de Mujeres de 1923, celebrado en México, sostuvo una visión sexualizada del asistencialismo público al defender que “los servicios de beneficencia sean puestos exclusivamente en manos de las mujeres, de la misma manera que el servicio militar está puesto exclusivamente en manos de los hombres”.58 De forma similar, el I Congreso Nacional de Mujeres de Cuba (1923) contó con ponencias sobre la “Necesidad de la intervención de la mujer en la administración y gobierno de la beneficencia pública” y sobre la “Misión social de la mujer”.59 Dos años después, la siguiente edición propuso la “Creación de comedores económicos para mujeres”, pero también de clínicas para narcómanos y refugios para ancianos desvalidos, debido a la potencial “influencia de la mujer en la extinción de la mendicidad”.60 En la siguiente edición, celebrada en 1939, se incluyeron dos importantes mesas que abundaron en estos temas, “Las mujeres y las leyes sociales” y “La mujer y la asistencia social”. En la primera, las feministas debatieron sobre el salario de las mujeres, las condiciones laborales de éstas en el servicio doméstico y la lucha por el abaratamiento de la vivienda. En la segunda, estudiaron los métodos de la asistencia social, la posibilidad de que mujeres instruidas pudieran ejercer estas labores, la aplicabilidad del trabajo social en la salud, la cobertura a los desempleados, la erradicación de la mendicidad infantil y la prevención de la delincuencia juvenil.61 Sobra decir que todas estas cuestiones estaban siendo ampliamente debatidas por colectivos profesionales, asociaciones y sindicatos comunistas, anarquistas y católicos. Ahora bien, como se explicaba en la introducción, las mujeres estaban planteando estas iniciativas desde concepciones generizadas de la sociedad y desde experiencias específicamente feministas.
Como se apuntaba previamente, las asociaciones feministas dispusieron de sus propias secciones de beneficencia y asistencia social para tratar de llevar la teoría a la práctica. En Cuba, por ejemplo, el Club Femenino, coordinador de los dos primeros congresos nacionales de mujeres, organizó a algunas de sus integrantes para estos fines en una sección que se mantuvo activa hasta su desaparición en los años cincuenta.62 De forma más destacada, el Lyceum puso en marcha una sección de beneficencia en 1930, la cual pasó a denominarse de asistencia o acción social en 1933.63 La agrupación contó con el apoyo de la Asociación Nacional de Asistentes para impulsar un Patronato Social con el fin de recaudar los fondos necesarios para crear la primera escuela de trabajo social del país.64 Gracias a diversas negociaciones con el gobierno, la escuela fue trasladada a la Facultad de Educación y después a la de Ciencias Sociales de la Universidad de La Habana. Su incorporación al ámbito académico posibilitó que 200 personas obtuvieran la licenciatura y trabajasen como asistentes sociales en La Habana a final de los años cuarenta.65
Como integrante del Lyceum, la cubana Elena Mederos compaginó sus inquietudes feministas y asistenciales a través de la asociación. Para ella, el asistencialismo sintetizaba la caridad, la sensibilidad social y la concepción científica afincada en la “ideología democrática”.66 Antes de que se creasen las escuelas de trabajo social, Mederos sostenía que esta profesión daría “a las juventudes -especialmente a la femenina- [...] la posibilidad de encauzar sus aspiraciones de mejoramiento colectivo”,67 desarrollando “un trabajo voluntario de positiva significación y utilidad social”.68 En este sentido, intelectuales como el cubano Jorge Mañach opinaban que el asistencialismo del Lyceum femenino era la constatación de su compromiso nacionalista y su responsabilidad civil hacia la ciudadanía más desfavorecida.69
En México, una parte de las trabajadoras sociales provenía del personal sanitario, como explica Lorenzo Río. Y como en Cuba, algunas desarrollaron su actividad combinando motivaciones sociales y feministas. En México, en 1923, un grupo de médicas asistentes al congreso feminista de la Liga Panamericana de Mujeres comprendió la necesidad de ganar visibilidad en su ámbito laboral agrupándose en una organización específicamente femenina. Así, tres años después, se fundó la Asociación de Médicas Mexicanas (AMM). Combinando posicionamientos sociales, morales e higienistas, sus integrantes desarrollaron actuaciones para erradicar la prostitución, pero también la mendicidad y la desprotección infantil. Cabe destacar el caso de Mathilde Rodríguez-Cabo Guzmán, quien participó en la fundación del FUPDM, lo que la llevó a desarrollar una doble militancia en una asociación profesional y en otra feminista, las cuales mostraron amplias preocupaciones asistenciales.70
El enfrentamiento diario a las carencias de la población desde sectores profesionales constituyó un importante aliciente para que las feministas emprendiesen acciones de carácter asistencial. Debido a su actividad profesional y sus simpatías hacia la causa feminista, María Guadalupe Urzúa Flores estaba familiarizada con las demandas y peticiones del campesinado y las mujeres. Durante el sexenio cardenista, ingresó como secretaria en la Acción Femenil de dos organizaciones, el Comité Agrario de San Martín Hidalgo y el Comité Campesino de Jalisco del PNR. Durante el siguiente gobierno, su preocupación hacia la población rural la llevó a integrar en la sección de Asuntos Sociales y de Salud del Comisariado Ejidal de San Martín de Hidalgo. Su capacidad para cabildear y negociar con las autoridades le posibilitó impulsar la construcción de un hospital local, una biblioteca popular y un centro escolar para mujeres campesinas. Además de llegar a ejercer como diputada en cuatro ocasiones, María Guadalupe se mostró comprometida con la eliminación de la lepra y la materialización de la justicia social, es decir, con el mejoramiento de las condiciones de vida, salud, educación y comunicaciones de su municipio.71
Reflexiones para el debate
Este artículo sugiere que los activismos feminista, asistencial y educativo en México y Cuba estuvieron estrechamente traslapados durante la primera mitad del siglo XX. Como se ha explicado, las mujeres tuvieron que hacer frente a una serie de obligaciones naturalizadas como maternales y femeninas, entre las que estaban el cuidado de niños, ancianos y dependientes. Esto, en parte, pudo contribuir al surgimiento de un feminismo de corte social más preocupado por mejoras materiales y cotidianas que por libertades y derechos tan importantes para algunas mujeres, pero tan abstractos para otras, como el sufragio. Las asociaciones y ligas estudiadas actuaron y se pronunciaron asumiendo el léxico de las revoluciones, pero analizando e interviniendo las necesidades ciudadanas desde una experiencia y con unos propósitos implícitamente feministas. Las expectativas de cambio de estas activistas arrastraban consigo toda una serie de conocimientos situados. Es decir, nociones y sensibilidades inculcadas o adquiridas a partir de visiones esencialistas sobre a quién correspondía responsabilizarse de la infancia, la ancianidad y la enfermedad de las personas más cercanas. Los conocimientos y experiencias normativamente femeninos adquirieron forma de demanda en los comunicados que enviaban a la secretaría de presidencia o que publicaban en la prensa. Estos ecos lejanos pero intensos emergían desde ligas feministas locales redefiniendo los horizontes de lo posible respecto a la cuestión social en el marco de los proyectos democratizadores de México y Cuba. Y, con ello, también, la praxis y la teoría del propio feminismo adquirieron un cariz más social y popular.
La tendencia al corporativismo y el centralismo estatal en ambos países conllevó la aparición de grandes federaciones para domesticar e incorporar el dinamismo de base imprimido por las mujeres en la lucha por el voto. Sin embargo, independientemente de cuándo se aprobase su derecho a elegir y ser electas en distintos niveles de la administración, las feministas encontraron en las ligas y asociaciones cauces alternativos y efectivos para comunicarse, negociar y presionar a las autoridades competentes en materia educativa y asistencial. Estas plataformas proporcionaron a mujeres sin experiencia ni militancia política previa una entidad jurídica legal propia con la que insertarse, y visibilizarse, en la compleja maquinaria burocrática estatal. De esta forma, las feministas mexicanas y cubanas tuvieron la posibilidad de adherirse a los programas gubernamentales que abordaban estas materias, bien para exigirlos, bien para cuestionarlos o complejizarlos.
Desde estas plataformas, las mujeres denunciaron la inequidad que padecían frente a los hombres, pero también actuaron como centinelas e interventoras frente a las carencias materiales y la falta de servicios públicos que las subsanasen. Demostraron así capacidad para analizar y cargar de significados políticos a las disfunciones educativas y asistenciales de su entorno, y para proponer posibles soluciones o tomar la iniciativa ante los casos de inacción gubernamental.
A través de la información de archivo consultada, se puede concluir que hace falta revisar los límites de la teoría y la agenda feministas en México y Cuba en el contexto del sufragismo y el inmediato postsufragismo. Lo que sugiere este trabajo es que el feminismo progresista de estos años no actuaba exclusivamente por derechos y libertades jurídicas para las mujeres, sino que también mostró amplias preocupaciones por mejoras socioeconómicas pragmáticas, materiales, cotidianas e inmediatas como la educación y la asistencia social, entre otras muchas cuestiones.72 Entender sus acciones no tanto desde la aspiración al voto, sino desde la maternidad y la materialidad que constreñían a las activistas podría ayudar a ponderar mejor en qué medida demandas como las educativas y las asistenciales cimentaron los derechos de ciudadanía de las mujeres no por medio de las leyes, sino por la vía de los hechos consumados, como apuntaba Buck. Es decir, comprometiéndose con el bienestar de la ciudadanía antes de que ellas mismas fueran reconocidas como tales por la constitución, o cuando, incluso siéndolo, sus opiniones y propuestas apenas influían en las decisiones adoptadas por los gobiernos.
Por último, en una época en la que el analfabetismo y la población rural todavía eran la norma, hacer extensivas las reivindicaciones formuladas por activistas urbanas a todas las organizaciones de la nación impide valorar correctamente la complejidad y riqueza que tuvo el movimiento. Además, centralizar el análisis exclusivamente en quienes se expresaron por medio de la prensa impide reconocer la importancia que tuvo la oralidad como forma de comunicación preeminente tanto entre las feministas del mundo rural como del urbano. El estudio más profundo y detallado de estas ligas y asociaciones restituiría parcialmente las visiones y opiniones que sobre la cuestión social sostenían miles de mujeres, muchas de las cuales, aunque no sabían escribir, mostraron su adhesión a los ruegos petitorios por medio de las huellas de sus dedos. Al fin y al cabo, podían ser analfabetas a ojos de las instituciones, pero desde luego no incultas ni insensibles a las carencias y necesidades de su entorno. Sus amplios conocimientos en la gestión de la economía doméstica y el cuidado de niños y ancianos les posibilitaron detectar las insuficiencias de los lugares que habitaban y desde los cuales se pronunciaron. Revalorizar este tipo de agrupaciones y asociaciones, así como la documentación que generaban, nos permite conocer reivindicaciones educativas y asistenciales ya contempladas en los programas revolucionarios de Cuba y México, pero cargadas de nuevos significados políticos por un feminismo en diálogo constante con la maternidad y la materialidad.