En 1908, con motivo del fallecimiento de la última religiosa de quien había sido confesor, Agustín Rivera, sacerdote católico y escritor público,1 publicó sus Recuerdos de mi capellanía de las capuchinas de Lagos. En ese texto evocaba cómo, en 1869, cuando comenzó a desempeñarse como capellán de dichas monjas, había empezado realmente su vida de escritor, reemplazando definitivamente la carrera eclesiástica que se había visto obligado a abandonar desde 1860. En la clave de la puerta de la sacristía de la iglesia conventual, que comunicaba con la casa donde residía, mandó grabar la frase Usurae in calamo, “usuras en la pluma”. A casi cuatro décadas de distancia, decía que había sido su particular manera de “expresar” su “esperanza de que en mi rincón de capuchinas, con mis pobres escritos, ganaría con usura más de lo que había ganado con empleos honoríficos en Guadalajara durante trece años”.2
Desde 1869 hasta 1908, Rivera había publicado unos 129 textos, sumaba ya alrededor de 141 en total. Al final de sus Recuerdos hacía un balance breve sobre cuánto se había cumplido de esa esperanza inicial de vivir de su pluma. Se preguntaba retóricamente “¿cuál ha sido el éxito de mis escritos?” para responder al final: “Sólo sabré decir que ellos me han dado que comer”.3 Entre la pregunta y la respuesta distinguía, con una serie de juegos de palabras que hoy nos resultan un tanto oscuros, entre ciudades donde sus textos no hubieran tenido éxito (“Zamora y en dos de las capitales de estado”), pues venderlos ahí hubiera sido como “cuidar gansos como Sancho Panza”. El otro conjunto, donde sí lograba recaudar lo necesario para subsistir, se formaba por “las demás ciudades de la república”, pero también “una que otra de allende el Bravo”.
Rivera no abundó en los detalles de esa geografía de la difusión de su propia obra, pero parece ser que tenía claro el mapa, sin duda porque él mismo había contribuido a dibujarlo. En otras oportunidades he analizado su obra: sus trabajos de oratoria4 y sobre la educación de tradición novohispana.5 En este artículo, en cambio, me interesa analizar, a través de la prensa depositada en la Hemeroteca Nacional Digital de México, tres estrategias (que corresponden a los apartados sucesivos de este texto) utilizadas por Agustín Rivera y por la propia prensa para dar a conocer su obra en el ámbito nacional, a partir de su residencia en las ciudades de Lagos de Moreno y León. En el primer apartado, el envío de libros a los periodistas; en el segundo, la difusión de las novedades de su obra, en el marco de los temas de la actualidad periodística. Y finalmente, en el tercero, la publicidad explícita y la publicación de fragmentos o de textos completos de Rivera. En dicho acervo digital he identificado un total 574 menciones de su nombre entre 1870 y 1917; 125 (21.77%), tienen que ver con la publicación de sus textos y 73 (12.71%) eran directamente textos suyos, íntegros o en fragmentos. He dejado de lado por ahora las menciones en el marco de los debates propiamente dichos que generó su obra, los cuales merecen un análisis por separado.
Cabe destacar el rasgo original por excelencia de Rivera: nunca dejó de ser un sacerdote católico diocesano. Por ello no podía ejercer cargos públicos y, en lo eclesiástico, se había distanciado de la autoridad diocesana desde 1860, su último cargo con algunos ingresos fue como capellán de las religiosas capuchinas entre 1869 y 1882. Esto es original, pues, como han señalado otros estudios, durante la segunda mitad del siglo XIX lo más común era que la carrera literaria y la carrera política fueran de la mano; la notoriedad no se alcanzaba tanto por los textos cuanto por los cargos.6Vivir de la pluma era un ideal que nuestro autor compartía con sus contemporáneos, pero que era manifiestamente inalcanzable usando sólo el capital cultural; a falta de un público consumidor amplio, era necesario el apoyo del régimen porfirista, mayormente bien dispuesto al respecto, pues recurría a los intelectuales para legitimarse, aunque también llegó a reprimir fuertemente a los intelectuales que se atrevían a criticarlo.7 Lo señalaba una nota de un periódico capitalino en 1906: “Como en nuestro país no es grande la venta de las obras serias, los autores no pueden vivir medianamente del exiguo producto de sus trabajos”.8 De hecho, aunque presumiera en 1908 que sus escritos le habían alcanzado para subsistir, desde 1899 hubo iniciativas, primero en el ámbito estatal (1899) y luego en el federal (1900-1901) para que se le otorgara una pensión en razón de sus méritos, enfermedades y pobreza. La nota de 1906 que he citado se había escrito para celebrar que la pensión se le había concedido con carácter vitalicio.9
Rivera, pues, no podía aprovechar un capital político como otros escritores contemporáneos y no contaba tampoco con capital económico. Además, ejerció como sacerdote y escritor público en una época, si bien de apaciguamiento institucional -de conciliación o de concertación entre la Iglesia y el Estado-,10también de apasionados debates entre un catolicismo intransigente en ascenso y un liberalismo marcadamente anticlerical. Sin embargo, logró acumular capital simbólico.
En efecto, aunque hoy su nombre nos resulte poco familiar,11 en su momento se trató de un intelectual particularmente célebre en el ámbito nacional. Fue citado con aprecio por otros autores contemporáneos. Guillermo Prieto lo reconocía como “mi amigo venerable y erudito”,12 y calificaba su extenso libro de casi 400 páginas, La filosofía en Nueva España (1885), como “obra preciosa”.13 Victoriano Salado Álvarez lo tenía también como “mi respetable amigo”, y retomaba su obra como fuente de inspiración de dos de sus cuentos: “Un canónigo cumplido” y “Las nalgadas”.14 Ireneo Paz lo incluyó en su obra de biografías de personajes distinguidos, señalando que era “uno de los hombres que, como las flores de aromas exquisitos, se hacen estimar desde el modesto retiro en que viven ocultos”.15 Varios años después de su muerte, Mariano Azuela, su coterráneo, le dedicó una obra completa,16 y nuestro recuento no es exhaustivo aún.
Leído y elogiado por otros escritores, fue también un hombre que, en la primera década del siglo XX, llegó a ser recibido por multitudes que lo ovacionaron en Guadalajara, León, Aguascalientes y la ciudad de México.17 Asimismo, fue partícipe de algunos de los grandes eventos cívicos de su tiempo, en particular la conmemoración del centenario de la independencia en 1910, durante la cual pronunció un discurso, prueba además de su cercanía intelectual con el régimen de Porfirio Díaz.18 En los últimos años ya ha sido motivo de recopilaciones documentales y análisis desde diversas perspectivas,19 pero todavía queda mucho que decir sobre su vida y su obra.20
Por todo ello, me parece que el análisis de sus estrategias para difundir -y finalmente vender- su obra constituye un aporte para la comprensión del funcionamiento del campo cultural del Porfiriato. En particular porque también toca la cuestión de la secularización. Resulta casi obvio suponer que su celebridad tendría que relacionarse, al menos en parte, con su condición de sacerdote católico, a pesar del contexto que ya he mencionado. Reitero, el análisis de las menciones en la prensa de la aparición de sus textos y de la publicación de éstos (fragmentaria o completa) permite identificar tres grandes estrategias de divulgación (que, repito, iremos viendo sucesivamente en cada apartado), tanto desarrolladas por el autor como por los periodistas. En primer término, de parte de Rivera, el envío de libros a los periodistas; enseguida, por parte de la prensa, la difusión de las novedades de su obra, en el marco de los temas de la actualidad periodística. Finalmente, encontramos los casos de colaboración más evidentes en la publicidad más explícita y en la publicación de fragmentos o de textos completos de Rivera.
En ese sentido, podemos decir desde ahora que la celebridad del padre Rivera fue producto de la apertura de la prensa liberal al establecimiento de vínculos personales con un sacerdote católico a través de sus obras.
Obsequios dedicados
El 18 de enero de 1871 la Revista Universal publicó un agradecimiento al padre Miguel Leandro Guerra por el envío de “un cuaderno en que constan las inscripciones colocadas en el Liceo de Lagos”.21 Las inscripciones habían sido seleccionadas por el padre Rivera, profesor de Historia en dicho liceo. Si no fue la primera, sí al menos una de las primeras ocasiones en que una de sus obras era enviada a la prensa y la única en que el envío lo hizo alguien más. En adelante parece ser que no requeriría de intermediarios, si bien en alguna ocasión el Ayuntamiento de Lagos de Moreno también se ocupó de enviar uno de sus discursos a la prensa.22 Entre 1872 y 1912 he podido identificar 40 notas de prensa de 21 periódicos, de siete ciudades, ocho de esas notas publicadas en el año 1892. Aunque tal vez sea producto de la fuente consultada, pareciera que la atención principal de Rivera fue la difusión en la prensa de la ciudad de México, pues lo encontramos en 14 publicaciones impresas en la capital.23 Apenas encontramos periódicos de las capitales estatales, pero es interesante constatar la amplitud geográfica: Guadalajara (2),24 Aguascalientes, Morelia, Puebla, Querétaro y Toluca (1 de cada una).25 También se nota cierta diversidad en términos religiosos, pues encontramos un periódico oficial de una iglesia protestante: El Faro, de los presbiterianos. En cambio, no aparecen los periódicos católicos, como El Tiempo o El País, y sí en cambio periódicos de tradición liberal, anticlerical inclusive, como El Hijo del AhuizoteyDiario del Hogar.
Entre todas esas publicaciones, las más constantes en anunciar las obras del sabio de Lagos fueron La Patria, diario capitalino del escritor jalisciense Ireneo Paz, y el periódico oficial queretano La Sombra de Arteaga. En efecto, al primero le envió sucesivamente doce obras; al segundo, cinco, de forma que parece probable que un lector atento de esos diarios bien podía seguir con cierta fidelidad el ritmo de las publicaciones de Rivera. Si algunos periódicos se limitaron casi a los agradecimientos,26 también los hubo que incluso retomaron de inmediato los libros recibidos, aunque de manera fragmentaria, para sus propias batallas en la opinión, como lo testimonia el periódico El Faro,27 tema sobre el que volveremos más adelante. La mayoría correspondía al regalo con una presentación breve pero favorable del libro recibido, aun si no lo habían leído, confiando en el prestigio del autor, el cual contribuían si no a elaborar, al menos a reforzar. Así lo confesó la redacción de El Siglo Diez y Nueve respecto del ejemplar del Compendio de la historia romana que recibieron en 1872: “Apenas hemos tenido tiempo para hojear la obra”, decían, y agregaban de inmediato que “el sólo nombre de su autor habría sido suficiente para que comprendiéramos la importancia del trabajo a que nos referimos”.28
Algo semejante hacía Ireneo Paz respecto de la Descripción del cuadro de veinte edificios que recibió en 1885: lo calificaba anticipadamente de “amena lectura”, al mismo tiempo que prometía una valoración para cuando terminara de leerla.29 De manera semejante, en 1888, al recibir los Principios críticos sobre el virreinato y Treinta sofismas y buen argumento del señor doctor D. Agustín de la Rosa, postergaba para otro momento el comentario a profundidad de los libros. Mas ya con una presentación somera de su contenido aseguraba que, dentro de la propia obra de Rivera, eran “superiores por su trascendencia y porque demuestra un acopio de conocimientos nada común en personas de carácter sacerdotal”.30
Aunque la lectura podía faltar, los adjetivos para el autor abundaron. Además de “ilustrado” y “sabio”, era lo mismo “fecundo escritor y notable filósofo”,31 “inteligente escritor”,32 o hasta “inteligentísimo y erudito”,33 “erudito hábil escritor”,34 “ilustrado presbítero”,35 “eminente sabio mexicano”.36 Entre las notas donde sí hubo una presentación amplia del texto recibido, la más elocuente fue la que el diario tapatío El Continental dedicó a su Discurso pronunciado en el Teatro Rosas Moreno en la fiesta de distribución de premios a los alumnos a los liceos y escuelas del Padre Guerra (1892). Se habría tratado de “la pieza oratoria mejor que en nuestra vida hemos leído”, incluso “superior a toda ponderación”, y que había dejado a los editores “completamente admirados, ciertamente asombrados, de tanta belleza, de tanta sabiduría, de tanta novedad, de tan clara profundidad de pensamientos...”.37
La benevolencia de los editores era en parte una obligación de cortesía ante las dedicatorias que Rivera tenía particular cuidado de anotar en cada libro enviado. Las notas de prensa contienen menciones de once de ellas,38 e incluso una transcripción completa de la que anotó en la Descripción del cuadro de veinte edificios que envió a Ireneo Paz “con el respeto debido a su gran talento para el periodismo y la crítica literaria”.39 Casi sobra decir que Rivera no sólo envió libros dedicados a periodistas. Lo sabemos porque aparecen dedicatorias en algunos ejemplares de sus obras que diversas instituciones han digitalizado.40 Asimismo, no sólo envió a los periodistas ejemplares de libros de su autoría: al director de El Correo de Jalisco (“uno de los escritores públicos más ilustrados del Estado”) le obsequió en 1910 el Diccionario de mitología nahoa que le había regalado su autor, Cecilio Robelo.41
Cabe apuntar, además, que el contacto con los directores de los periódicos sirvió a Rivera para hacer llegar su obra a otras instituciones, educativas fundamentalmente; en 1885 agregó 6 ejemplares del libro que remitió a Ireneo Paz para diferentes destinatarios;42 en 1892, cuando remitió su discurso de ese año a La Sombra de Arteaga, agregó un ejemplar para el Colegio del Estado de Querétaro.43 La prensa misma dio cuenta asimismo del obsequio de libros para otras escuelas: el Instituto Científico y Literario del Estado de México,44 el Liceo Melchor Ocampo (escuela metodista, cabe señalar)45 y el Colegio de San Nicolás de Hidalgo de Morelia.46
Rivera, pues, no desaprovechaba ninguna oportunidad para difundir sus trabajos. En 1901 también hizo llegar como obsequio dos de sus obras (Principios críticos del virreinato y Los pensadores de España) a “la mayor parte” de los delegados de la Segunda Conferencia Internacional Americana.47 Más todavía, tan se convirtieron sus libros en un objeto valorado como obsequio, que en 1901 el ayuntamiento de Lagos de Moreno le regaló el conjunto de sus obras publicadas hasta entonces al presidente Díaz, en unos tomos “lujosamente encuadernados”.48
Como puede verse, el sabio de Lagos fue considerado como tal gracias a sus obras, pero también gracias al aprovechamiento del correo. Casi se diría que una de sus actividades cotidianas, aparte de leer y de escribir, fue también enviar ejemplares de sus trabajos ya impresos, si no hacia los cuatro puntos cardinales de la república, por lo menos hacia la capital y otras ciudades del centro. Uno de los pocos estudios que se han hecho aprovechando en profundidad una sección del fondo documental de Rivera, aunque se limita a sus últimos años (1913-1916), confirma bien la forma en que trabajaba: en septiembre de 1913 le enviaron desde Morelia el primer número de una nueva publicación, a lo que habría contestado pidiendo los nombres de sus editores para, de inmediato, enviar algunas de sus obras dedicadas.49
Mas este trabajo artesanal de difusión de sus obras no fue el único medio por el que Rivera y sus textos se volvieron materia periodística durante el Porfiriato. Ya desde mediados de la década de 1870 su trabajo comenzó a ser materia de noticia, y las noticias llegaron también a ser parte de su trabajo.
Expectativa, actualidad y ecos
El 28 de abril de 1875, en una brevísima nota de la tercera página del periódico capitalino La Iberia, apareció una noticia procedente de Zacatecas: “El Sr. D. Agustín Rivera ha escrito una descripción de las ruinas aztecas de Chicomoztoc, y el periódico oficial ofrece publicarlas”.50 Es la primera de una serie de 35 notas que he identificado en la Hemeroteca Nacional Digital de México en una veintena de periódicos de siete ciudades,51 entre 1875 y 1910, en que se anunciaba al público una nueva obra del sabio de Lagos. Los años más representados son 1896 y 1897. De nuevo se trata fundamentalmente de periódicos de la capital de la república, identificados con el liberalismo, aunque también encontramos dos diarios católicos y dos protestantes. Diez de esas notas aparecieron en el diario La Patria, que hemos citado varias veces en el apartado anterior, confirmando la importancia que tuvo en la difusión de la obra de Rivera.
Aunque es un grupo de notas muy pequeño, cabe señalar algunos matices entre ellas. Por lo que toca a las cinco más antiguas, las publicadas hasta mediados de la década de 1880, a excepción de una, son más bien breves, escuetas incluso. Se limitaban de manera precisa a informar la publicación de un nuevo título, pero dos de ellas, aparecidas una en un periódico liberal y la otra en uno católico a mediados de 1880, resaltan porque le hacen publicidad a un libro que en realidad nunca se imprimió.52 Al respecto cabe recordar que uno de los incidentes más conocidos de la vida y obra de Rivera es la censura eclesiástica que recibió en la primavera de 1880 el primer tomo de su Compendio de la historia antigua de México, publicado en 1878.53 No le dio continuidad a la obra y, sin embargo, El Siglo Diez y Nueve anunciaba que “se halla[ba] en prensa” el segundo tomo apenas unas semanas después de que se expidiera la censura. La Voz de México iba más allá y lo daba por publicado en Guadalajara.
Este error un tanto extraño hace al menos sospechar que ya entonces los libros del sabio de Lagos empezaban a causar expectativas y a ser recibidos con mayor interés por parte de los periodistas, acaso debido a los debates en los que el autor participaba. A mediados de 1888 el primero de sus textos -esta vez efectivamente publicado- del que encontramos dos notas anunciando su aparición fue los Treinta sofismas y un buen argumento en que respondía a las críticas que el canónigo Agustín de la Rosa había hecho a su libro La filosofía en la Nueva España.54 Los Anales mexicanos,55 y los folletos El cempasúchil56 y Cuatro cosas57 fueron bien recibidos en la prensa. En 1892 un periódico de Aguascalientes podía ya afirmar que los textos de Rivera que estaba presentando “no necesitan más juicio que la simple enunciación de ser producidos por la docta pluma del eminente sabio y filósofo Dr. Agustín Rivera”.58
Sus libros, además, comenzaban a tener respaldo entre los propios periodistas. Al menos dos periódicos secundaron explícitamente una propuesta suya,59 aparecida en su Diálogo sobre la enseñanza de los idiomas indios en los colegios de la república (1891). Considerando que tanto la Iglesia como el Estado tenían “la misión [de] civilizar a la raza india”, proponía abrir “cátedras de los idiomas indios” en cada colegio y seminario. Asimismo, la apertura de cursos de farmacia para mujeres en 1899 fue asociada en la prensa con la defensa de la educación femenina que había hecho en sus Pensamientos filosóficos sobre la educación de la mujer en México (1892), aunque fue gracias a un recordatorio al respecto que el propio Rivera dirigió a los diarios.60
En 1896 la prensa dedicó particular atención a la obra de nuestro autor al hacerlo participar, casi se diría que sin quererlo, en uno de los grandes debates del momento en torno a la aparición de la virgen de Guadalupe en el Tepeyac. En la historiografía reciente se conoce bien que, en las décadas de 1880 y 1890, hubo una polémica en torno a la historicidad del ya para entonces clásico relato de la aparición guadalupana, en particular por la difusión de una carta cuestionándola, obra del erudito historiador católico Joaquín García Icazbalceta.61 Uno de los muchos puntos cuestionados era la imposibilidad de que el vidente, Juan Diego, y el obispo fray Juan de Zumárraga se hubieran entendido directamente, pues el primero no hablaba castellano y el segundo no hablaba náhuatl. En 1895 la imagen fue coronada canónicamente; en el álbum conmemorativo este punto era solucionado identificando a un intérprete, el presbítero Juan González. Al año siguiente, Rivera publicó un folleto con el ya ilustrativo título de El intérprete Juan González es una conseja. A partir de los datos biográficos que de dicho presbítero figuraban en la obra del padre Gerónimo Mendieta, estimaba que era imposible que González hubiera podido ser el intérprete entre los dos personajes.62 Sin embargo, no era un texto destinado a cuestionar la aparición guadalupana misma, aunque toda la primera parte estaba dedicada a defender la búsqueda de la verdad y el combate a la ignorancia, las “patrañas”, como un deber de los “sabios”,63 en ningún momento dejaba entrever que la narración oficial pudiera merecer ese calificativo. Por el contrario, el último de los corolarios del folleto resumía claramente todo el argumento de nuestro autor: “Es cierta la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, y todo católico debe creerla, porque está aprobada por el Papa; es cierto también que las conversaciones del señor Zumárraga y Juan Diego fueron por medio de intérprete; pero es falso que el intérprete haya sido Juan González”.64
Rivera firmó el folleto el 27 de mayo, por lo que seguramente se imprimió en algún momento del mes de junio. Para mediados de julio, ya era noticia en la prensa,65 pero ganó verdadero interés a partir del mes de septiembre. A pesar de las declaraciones tan explícitas del folleto, el nombre del autor apareció en al menos cuatro listas de antiaparicionistas publicadas entre finales de agosto y mediados de septiembre en El Combate,66 El Siglo Diez y Nueve 67 -a pesar de que este periódico había publicado en su primera plana una síntesis extensa y precisa de los argumentos de Rivera-,68El Monitor Republicano69 (todos de la capital) y El Despertador de Cuernavaca.70 Más todavía, se diría que la prensa católica fue de la misma opinión. El diario El Tiempo estimó oportuno reproducir en primera plana, con una modificación ad hoc en el título, un sermón que Rivera había predicado en Guadalajara en 1859 y que había pasado por la censura de Eduardo Sánchez Camacho en 1874.71 Sánchez Camacho era para entonces obispo de Tamaulipas y había sido el único obispo del país en criticar la coronación de la virgen de Guadalupe.72 Era tan obvio lo paradójico del texto en ese momento, tanto por su autor como por el censor, que el periódico se limitó a una presentación muy escueta, que ni siquiera daba cuenta de los motivos para reimprimirlo íntegramente.73
Por si fuera poco, circularon nuevas expectativas sobre el trabajo de Rivera. “Sabemos que el sabio Dr. D. Agustín Rivera está escribiendo un opúsculo acerca de la carta del Sr. García Icazbalceta”, publicaba el Diario del Hogar a finales de septiembre,74 mientras que en noviembre El Continente Americano dio a conocer una carta dirigida a Rivera en la cual había un pedido para que, cuando escribiera ese folleto, al menos hubiera la posibilidad de que considerase a la imagen “como obra del supremo artífice del universo”.75 Desde luego, ese opúsculo nunca llegó a imprimirse, o al menos no hasta donde sabemos, como tampoco la obra que, por otra parte, esperaba El Despertador de Cuernavaca, que habría de titularse “La prostitución del clero en México”.76 Lamentablemente para nuestro autor, tampoco se materializó la propuesta que en 1897 hiciera el gobernador de Jalisco, en el sentido de imprimir todas sus obras, antiguas e inéditas, y que también había sido ampliamente comentada en la prensa.77
Hubo otras publicaciones en las que Rivera abordó temas de la actualidad, según veremos más adelante; por ahora interesa subrayar que la obra de nuestro autor se había vuelto materia de noticia para la prensa, independientemente del conocimiento preciso de su contenido por parte de los periodistas. No es de extrañar que, ya en la primera década del siglo XX, pudiera aprovechar de otras maneras lo que se podría casi considerar una forma de complicidad con los periodistas. A fines de 1901 el propio Rivera dio a conocer a los periódicos una noticia sobre uno de sus libros: anunció que en enero siguiente comenzaría a imprimirse una nueva edición, corregida y aumentada, de sus Anales mexicanos. La Reforma y el Segundo Imperio.78 Fue de alguna forma la antesala para que el Feijoo mexicano y sus obras aparecieran, ya de forma completamente explícita, en la publicidad de los periódicos de la primera década del siglo XX.
Anuncios y fragmentos publicitarios
El 12 de mayo de 1892, La Patria, publicación que, como hemos visto, fue de las más importantes difusoras del trabajo de Rivera, publicó por primera vez una lista de sus libros y folletos que “tiene en venta en su casa”.79 La lista comprendía 40 títulos, cuyos precios iban desde un centavo (un solo folleto, el de la censura a su Compendio de la historia antigua de México), hasta 4 pesos (también un solo libro: La filosofía en la Nueva España), si bien el precio más frecuente eran los 25 centavos de nueve textos, y en general sólo 17 costaban un peso o más. Libros que dos décadas atrás seguían siendo de uso común en el Seminario de Guadalajara, como su Disertación sobre la posesión y el Tratado de los Sacramentos en general, costaban entonces un peso y 75 centavos respectivamente.80 Cabe señalarlo, aunque era, hasta donde he podido averiguar, la primera inserción cabalmente publicitaria de los textos de Rivera en un periódico de la capital, se entendía ante todo como una nueva cortesía de Ireneo Paz hacia el sabio de Lagos, una retribución -tal vez una de las más costosas para un periódico por su amplitud- al obsequio de un nuevo libro: Anales mexicanos. La Reforma y el Segundo Imperio.
Unos años más tarde, hubo otro periodista que estimó necesario hacerles publicidad a las obras de Rivera: Daniel Cabrera. El 20 de enero de 1895, desde las páginas de El Hijo del Ahuizote, lamentaba que “la modestia del señor Rivera ha contribuido a que sus libros no tengan la popularidad que merecen, y que nosotros nos proponemos darles de alguna manera, valiéndonos de la circulación que actualmente cuenta El Hijo del Ahuizote en toda la república”.81 También él acababa de recibir un ejemplar de Anales mexicanos. La Reforma y el Segundo Imperio; podemos suponer que venía también acompañado de una lista actualizada de las obras en venta, pues Cabrera podía afirmar que había publicado ya “más de cuarenta y cinco obras”.
A pesar de esas declaraciones, habría que esperar a 1903 para encontrar nuevos anuncios publicitarios de nuestro autor. Fue el 6 de febrero de ese año cuando el Diario del Hogar publicó un anuncio de las “Obras del Dr. Agustín Rivera”.82 Los lectores podían adquirirlas a través del propio periódico o directamente con el autor. Desde el 23 de abril apareció también en el periódico potosino El Contemporáneo la “Lista de los libros, opúsculos y hojas sueltas que he compuesto y vendo en mi casa con expresión de sus precios a la rústica”.83 Mientras el primer anuncio apareció fechado en el mismo mes en que se publicó, y siguió apareciendo de manera más o menos constante hasta el mes de octubre, el segundo databa de diciembre de 1902 y sólo lo hemos encontrado hasta el mes de julio inclusive. Sin embargo, el contenido es el mismo. Junto con el anuncio de 1892 constituye la muestra más evidente de que Rivera era, efectivamente, un vendedor de sus propios libros. Aquí ya no había la sutileza de los otros recursos publicitarios que hemos visto hasta este punto, pues no se incluían ni comentarios ni reseñas de los libros, sólo sus títulos y sus precios.
Los 92 títulos enlistados en el Diario del Hogar y El Contemporáneo fluctuaban entre los 6 centavos de dos de las hojas sueltas anunciadas,84 y los 4 pesos de dos de sus obras históricas más voluminosas.85 Los precios más comunes eran 37 centavos de 18 obras y 25 centavos de otras 17. Más todavía, 72 de los títulos costaban 75 centavos o menos, es decir, sólo 20 se situaban en más de un peso. Como en 1892, eran cifras razonables, si consideramos que ya Mílada Bazant había señalado que los precios de los libros durante el Porfiriato fluctuaban entre 25 centavos y los 6 pesos.86
Según se entiende del propio anuncio, entre los motivos para fijar los precios estaban la disponibilidad y las dimensiones de la obra. En los pocos datos agregados entre corchetes y en las notas al pie señalaba que, de los dos volúmenes más caros, impresos hacía ya 25 y 31 años, sólo contaba con 20 y con 4 ejemplares respectivamente y señalaba además que eran obras de 447 y 251 páginas. En cambio, si bien señaló que contaba “muy pocos ejemplares” de otros tres títulos, e incluso sólo tres de uno más, dado que se trataba de folletos, no pasaban del rango de entre 40 centavos y 1.50 pesos. De estas cuatro publicaciones ya a punto de agotarse, dos databan de hacía casi 30 años y otras dos de la década de 1890. Con estos indicios se diría que su obra más exitosa había sido el Discurso sobre los hombres ilustres de Lagos, la cual databa sólo de hacía apenas ocho años, y era una de las que contaban sólo “pocos ejemplares”.
Desde luego, había habido cambios en los precios. Había 36 publicaciones que aparecían en la lista de 1892 y en la de 1903. Sólo cuatro tenían el mismo precio, cinco lo habían aumentado y las restantes 28 habían disminuido. El mayor aumento era el del Compendio de la historia romana, que se había duplicado al pasar de 1 peso a 2 pesos, y la mayor disminución, la del segundo tomo de los Principios críticos del virreinato, de 3 pesos en 1892 a 1 peso en 1903. La reducción más común había sido de 25 centavos en siete títulos.
En 1903 el precio de la lista completa de libros y folletos de Rivera sumaba un total de 60 pesos y 64 centavos. Considerando que el salario de un maestro -que no era una profesión que se estimara como bien pagada entonces, sino todo lo contrario- en 1903 era de 40 pesos mensuales en la capital y 25 fuera de ella,87 se entiende que nuestro autor podía encontrarse con dificultades para alcanzar siquiera una cifra semejante sólo con la venta de sus textos. Además, la falta de continuidad de los anuncios de 1903 hace pensar que el resultado no fue el esperado. Hasta ahora sólo he podido identificar un anuncio más, que ya no incluía lista alguna de sus obras, y que se publicó después de su muerte por parte de sus albaceas.88
Cabe señalar que los anuncios de 1892 y 1903 tenían todavía otro aspecto original. En la época la publicidad de libros no era rara, aunque sí “bastante limitada y sobria”89 y, sobre todo, estaba ya asociada con librerías e imprentas a donde podían acudir a comprar quienes se interesaran por los títulos anunciados. Los anuncios de Rivera, que remitían al interesado directamente a su domicilio, son testimonio de que su empresa era casi completamente personal. El sabio de Lagos se había convertido prácticamente en un solitario misionero de la cultura liberal, aunque con cierto respaldo de los periodistas.
Ahora bien, tal vez aún más que estos escasos anuncios publicitarios, la vía más explícita en que la prensa colaboraba en la celebridad de Rivera, y en la venta de sus libros, fue la publicación fragmentada o total de sus textos. Entre 1892 y 1912 he podido identificar 74 publicaciones de textos de Rivera en 22 periódicos de seis ciudades. Casi sobra decir que la mayoría (16) eran de la capital y dos de Guadalajara; mientras que, de Morelia, San Luis Potosí, Cuernavaca y Xalapa, uno de cada ciudad. Entre todos, sin duda fue el semanario El Despertador, dirigido por Cecilio Robelo, el más frecuente divulgador de fragmentos de uno de los libros más extensos de Agustín Rivera: Principios críticos del virreinato. Entre abril y diciembre de 1896 el semanario publicó la serie de 28 notas titulada “Los católicos juzgados por ellos mismos”, constituida mayormente por fragmentos de los tomos 2 y 3, dedicados al tema de la oratoria y de la “relajación del clero”.90 Aunque hasta ahora no he podido consultarlo, se sabe que hubo otro periódico que publicó sistemáticamente fragmentos de otra de sus obras: en 1904 El Ahuizote Jacobino incluyó en sus páginas una serie de “Efemérides Jacobinas” tomadas de los Anales mexicanos. La Reforma y el Segundo Imperio.91
Al menos otros 20 textos de Rivera -para un total de 21 identificados hasta ahora, la mayoría folletos breves, cuatro de ellos discursos- fueron publicados por la prensa. Algunos estuvieron distribuidos en varios números, como en El Continental, en 1892, que incluyó en sus páginas el Discurso pronunciado en el Teatro Rosas Moreno unos días después del extenso elogio que he citado antes.92 Otros textos fueron reproducidos por varios periódicos, incluso de posiciones políticas distintas, como ocurrió con sus Pensamientos sobre la educación de la mujer en México, reproducidos en 1892 en La Convención Radical Obrera y en 1894 por El Faro.93 Otros que tuvieron presencia en dos periódicos fueron “Una flor sobre el sepulcro de Juan Fuentes Solís”, en 1898,94 y La mujer en la botica, en 1899,95 así como otro texto más cercano a temas entonces de actualidad: Previsiones de los efectos de la delegación apostólica de monseñor Nicolás Averardi.96 En al menos tres periódicos apareció también otro texto de actualidad: Una predicción cumplida, sobre la independencia cubana,97 y en al menos cuatro, “La condición de la raza indígena”.98
Aunque publicado sólo en fragmentos, el Juicio crítico del opúsculo intitulado “El liberalismo es pecado”, detallada crítica a la obra de Félix Sardá y Salvany, apareció en las páginas de los periódicos en seis ocasiones, bien que sólo en sus apartados dedicados a las nociones de liberalismo y fanatismo.99 En cambio, su texto más reproducido íntegramente fue con toda seguridad el discurso que pronunció en la apoteosis de los héroes de 1910, el cual apareció en al menos cuatro periódicos, uno de ellos en inglés.100 De sus sermones, sólo parece haberse reproducido en los periódicos el dedicado a la virgen de Guadalupe que he citado anteriormente.
Es claro que la prensa retomaba a Rivera, pero de forma parcial y fragmentada. Si de su trabajo sólo hubieran sobrevivido las notas de prensa de 1896, hubiera sido recordado como antiaparicionista; y si sólo nos hubiera llegado de su obra lo que apareció en El Despertador en ese mismo año, tendríamos una imagen fuertemente anticlerical del sabio de Lagos. Acaso él mismo hubiera podido matizar la selección de su obra que hacían los periodistas o impulsar la publicación de otros de sus textos, como los de contenido más religioso, por ejemplo, sus sermones y oraciones. Es posible, a reserva de seguir profundizando en sus documentos personales, que le conviniera más (acaso también por la venta de sus obras) esa imagen que la prensa iba perfilando de él.
Comentarios finales
El padre Agustín Rivera, desde Lagos de Moreno, hasta 1908, y desde León, a partir de entonces y hasta su fallecimiento, trabajó constantemente en la construcción de su propia celebridad, cierto que siempre legitimada por lo que se estimaba como una obra patriótica e incluso científica: la difusión de la verdad. Para ello debió construir una relación, casi se diría que un pacto de complicidad con los periodistas, usando para ello su único recurso: sus propios libros. Los periodistas, por su parte, encontraron en Rivera a un autor que podían aprovechar para sus propios fines, para sus combates con la prensa católica en particular, así tuvieran que radicalizar algunos de sus mensajes. Es difícil decir si fue gracias a ello que Rivera alcanzó, parcialmente al menos, su objetivo de “vivir de la pluma”, pero no deja de llamar la atención que algunos de sus textos más antiguos y más específicamente religiosos fueran de los que tuvo que hacer la mayor reducción de precio entre 1892 y 1903. Un ejemplo tan sólo: su primera pieza oratoria, el Sermón de la natividad de María, pronunciado en realidad en la primera etapa de su vida, en 1854, y que reeditó dos décadas más tarde en San Juan de los Lagos.101 En 1892 vendía los ejemplares en 50 centavos, para 1903 tuvo que hacer una reducción a la mitad, y ni siquiera era de las obras de las que incluyó notas al pie para indicar que le quedaban pocos ejemplares,102 menos aún hubo fragmentos del texto publicados en la prensa. Es muy probable que los periodistas que, como hemos visto, llegaron a apoyarlo (Irineo Paz, Cecilio Robledo, Daniel Cabrera) no estuvieran interesados en un sermón cuyo argumento central era que “desde la creación del mundo hasta la edad presente, María ha sido la esperanza y la alegría de los miserables hijos de Adán”.103
Rivera no era sólo el polemista y escritor que recibía la publicidad de la prensa, sino también un orador público (y crítico de la oratoria), que subía tanto a la tribuna como al púlpito, cuidando de manera particular sus palabras en uno y otro espacio, pero con clara tendencia a predicar la preservación de una civilización cristiana.104 Asimismo, fue un educador que tanto criticaba como revaloraba ciertos aspectos (el método escolástico, la gramática latina) de la educación heredada del virreinato, pero siempre conservando su fundamento religioso.105 Esto se nota menos en la forma en que la prensa liberal difundía su obra. En ese sentido, su presencia en los periódicos es más bien testimonio de la secularización como un proceso en que se abría la posibilidad de cuestionar la autoridad tradicional del catolicismo, en beneficio de la autonomía de esferas como la política y la ciencia. Mas como se ha visto aquí, en realidad él mismo aceptaba límites, como las declaraciones de la autoridad pontificia respecto de la aparición guadalupana. Podríamos decir que, a pesar de asumirse siempre como liberal, fue menos por voluntad propia y más por intereses de los periodistas que su obra se convirtió en vector de la secularización.