Introducción
La idea de Walter Benjamin, (2005) de conocer las calles a través de un recorrido sin destino preciso, no es posible en la mayoría de las megalópolis latinoamericanas. Las ciudades han cambiado tanto, que resulta difícil recordar sus recursos naturales y las zonas que estaban despejadas. Por ejemplo, la traza urbana de la Ciudad de México no tiene signos de referencia naturales, pues, en el último siglo han desaparecido en aras del progreso y a fin de ganar espacio para el crecimiento de la población, la instalación de fábricas y la construcción de infraestructuras urbanas (Krieger, 2006; Villoro, 2018). Es el caso de los megaproyectos; el recorte de los cerros para la extracción del material pétreo para su uso en la construcción; la cimentación y desecación de los lagos, la entubación de los ríos e incluso la difuminación de los volcanes que la rodean a causa de la polución atmosférica, lo que ha despertado en las últimas décadas la preocupación por el ambiente.
Las ciudades son grandes consumidoras de recursos naturales y productoras de contaminación. Esto se ha traducido en una inminente crisis ambiental a nivel planetario, que se piensa inicio alrededor del año 1800 con la Revolución Industrial, en Europa. Pero que mundialmente empezó a ser evidente y combatirse globalmente hasta la segunda mitad del siglo XX, luego de varios episodios de contaminación, ocurridos en los países más desarrollados, los que ocasionaron la muerte de cientos de personas.1 Y también tras la publicación de una serie de libros y el surgimiento de diversos movimientos ambientales, que reflexionaban sobre las consecuencias del desarrollo, el consumo de las sociedades modernas, el uso sin límites de los combustibles y las materias primas, así como acerca del crecimiento de la población.2 Y que de alguna forma incidieron en la creación de políticas y en el emprendimiento de acciones. Un hito en la visibilización internacional de la problemática y en el establecimiento de normativas ambientales fue la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, celebrada en Estocolmo, Suecia, en 1972.3 Y veinte años después, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, mejor conocida como la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro.
Desde entonces en América Latina han proliferado múltiples instituciones gubernamentales y órganos especializados, cuya labor se centra en el manejo y protección de los recursos naturales y en la elaboración de códigos y estándares para la conservación de los ecosistemas y de la biodiversidad. Así como, el establecimiento de un marco regulatorio e instrumentos de política, como normas oficiales para graduar los impactos de las actividades económicas. Y puesto en marcha sistemas de vigilancia de la contaminación del aire, del suelo y del agua, además del desarrollo de soluciones dirigidas a generar tecnologías que controlen y frenen los problemas ambientales. En este sentido, se han diseñado planes de estudios para la formación de técnicos, licenciados, ingenieros e investigadores, los que han producido vastos conocimientos en la materia. De modo que, este sector ha crecido exponencialmente, en los últimos 50 años.
No obstante, el problema de fondo sigue vigente, las legislaciones, regulaciones y estrategias a favor de la conservación, restitución y rescate de la biodiversidad, no son suficientes ante el descontrolado consumo, avance urbano, turismo de masas, ganadería, cultivos industriales y minería. La crisis ambiental lejos de finalizar apenas ha iniciado.4 En diciembre del 2015 la COP21 (la Conferencia de las Partes, por sus siglas en inglés) “hizo oficial que ya no había Tierra que pudiera soportar el horizonte de lo global” (Latour, 2019, p. 79) y sus expectativas de desarrollo. Esto se ha hecho más real y cercano con la pandemia del Covid-19, algunos investigadores sostienen que la salud humana está estrechamente conectada con los ecosistemas, que al ser alterados y destruidos, han propiciado las zoonosis, enfermedades infecciosas que se transmiten entre animales y humanos, debido al estrecho contacto y la pérdida de barreras naturales, lo que facilita la mutación del virus (Suzán, 2020; IPBES, 2020). De modo que, el brote de este virus se considera también uno de los efectos del cambio clímatico, puesto que en ecología todo está relacionado.
Aunque la devastación del ambiente y la sexta extinción masiva son hechos reales, no todas las naciones tienen la misma responsabilidad, Estados Unidos y China encabezan el hiperconsumo de una gran variedad de mercancías, que se producen en los países más pobres, a partir de la explotación de sus recursos primarios y también de mujeres y niños. Por lo que, la crisis ambiental se ha vinculado fuertemente con el sistema capitalista de producción. No obstante, las reflexiones más recientes han observado también que la ciencia, la escuela y la universidad han desempeñado un papel fundamental. En este sentido, Enrique Leff, (2009) considera que dicha crisis es también civilizatoria y epistémica, toda vez que tiene su origen en el pensamiento occidental, en la hegemonía mundial alcanzada por Europa a partir del descubrimiento y control del Atlántico, y la invasión y conquista del continente americano, al imponer su poder a todas las demás culturas, y con ello negado la diferencia, la diversidad y la otredad. Esto significa que, se trata de un problema de la racionalidad científica e instrumental y por tanto de la modernidad como forma de control “inducida por la concepción metafísica, filosófica, ética, científica y tecnológica del mundo” (Leff, 2009, p. 11). Y por ende, de la dominación masculina, de las ideas racistas, clasistas y colonialistas que encarna la civilización occidental.
La simplificación y explotación de la naturaleza
El estudio del mundo a la luz de la racionalidad del método científico, implicó un saber pragmático orientado a la transformación de las materias primas, como objetos explotables y supeditados a sus exigencias y necesidades de bienestar. En este sentido, se ha creído que la naturaleza es un “recurso” para proveer y servir a la humanidad. De ahí que, la naturaleza se considere como una especie de escenario, donde el hombre occidental dada su supuesta excepcionalidad y sus características especiales se ha pensado como superior al resto de culturas y seres vivos no humanos (Haraway, 2019). Por ende, este se tomó la libertad de manipularlo y ordenarlo con sus herramientas tecnológicas, experimentos y conocimientos. Esto ha tenido como resultado la división de la naturaleza en componentes aislados y estables, objetos de estudio, cuantificables, mesurables y separados del sujeto que los estudia. Por lo que, si bien “la ciencia moderna [ha implicado] un impresionante incremento de nuestro conocimiento de la naturaleza, [también ha significado] un retroceso no menos impresionante de la comprensión de las consecuencias ecologicas de nuestros actos” (Barros, 1999, p. 192).
La idea de que la naturaleza es una entidad aparte de la sociedad, de la cultura, del tiempo y la historia es bastante reciente, corresponde a la modernidad, pues no existen como tales en otras épocas y culturas (Latour 2007, Barros, 1999; Glaken, 1996). Rolando García (2006, p. 25) menciona que en la antigüedad clásica no se establecieron diferencias entre el estudio de los problemas de la naturaleza y los del ser humano: “En la física de Aristóteles, el movimiento se refiere, tanto al desplazamiento de los cuerpos, como al pasaje de la enfermedad a la salud, o de la ignorancia al conocimiento”. Fue durante la Revolución Científica comprendida entre finales del siglo XVI y comienzos del siglo XVIII que se adoptó la lógica de los hechos y se afirmó una visión mecanicista a través de las leyes naturales y las matemáticas.5 De este modo se diluyeron los principios y las categorías que formaban la estructura de conocimientos de la Edad Media. De poco en poco se abandonó el misticismo, el hermetismo, la astrología, la magia y las cuestiones procedentes de la filosofía neoplatónica. Con el establecimiento del método científico se dejaron de lado las esencias y las substancias de las cosas, centrándose en sus cualidades y en los acontecimientos. En la modernidad dice Guerra, Isabel, (2020, p. 42) la naturaleza no está viva porque la razón se encargó de liquidarla, de tal suerte que, al olvidar sus connotaciones sagradas, también se desmitificó la vida. En este tenor, se combatió con energía “la mentalidad supersticiosa y la religiosidad medievales que sentían la naturaleza como algo vivo” (Barros, 1999, p. 191). Tal y como lo expresa Leonardo Boff, (2000, p. 35): “personas, animales, plantas, minerales, en fin, todos los seres perdieron su autonomía relativa y su valor intrínseco. Fueron reducidos a meros medios para un fin establecido subjetivamente por el ser humano, entendido como rey del universo y centro de todos los intereses.” Además de que la naturaleza y el propio cosmos fueron interpretados como una máquina, un gigantesco mecanismo de relojería, lo que puede observarse en el pensamiento de John Locke, Isaac Newton, Rene Descartes, Francis Bacon y otros hombres de la llamada Ilustración.
De cierta forma los adelantos técnicos del racionalismo y la Ilustración dieron origen a la Revolución Industrial “gran protagonista de la reestructuración ecológica más significativa de la historia medioambiental de nuestro planeta, la consecuencia más sonada de la sustitución de la religión por la ciencia y la economía, de Dios por el mercado” (Barros, 1999, p. 192). Esto transformó el estilo de vida de casi todas las culturas, cuyos cambios fueron posibles debido al auge de las máquinas en las fábricas, el perfeccionamiento de las vías de comunicación y los medios de transportes y también por el apogeo de las ciudades, con lo que terminó de separarse la naturaleza de la sociedad, los objetos de los sujetos, e instalarse las creencias del progreso indefinido, el individualismo y los recursos ilimitados de la naturaleza.
La parcialización de las ciencias y el surgimiento de las universidades
En el siglo XIX, la ciencia se dividió en lo que conocemos como disciplinas científicas básicamente debido a los requerimientos de la industria y el sistema capitalista. De este modo, se desarrolló un saber pragmático orientado a la transformación y explotación de la naturaleza, cuyos hallazgos debían estar respaldados por los métodos empíricos, las teorías universales y el uso de las matemáticas. Es por ello que, las ciencias trataron de encontrar “leyes naturales” a las cuales adaptar sus hipótesis y resultados, incluidas las áreas sociales y las humanidades, por ejemplo, la Historia optó por el camino de la cientificidad mediante el análisis científico de las fuentes y la búsqueda de leyes históricas.
El término “disciplina científica” está estrechamente ligado con en el verbo disciplinar, que refiere acciones como imponer, establecer, hacer cumplir e incluso controlar. Con esto se revela, el proceso mediante el que debe enseñarse o instruir a una persona en su desempeño, en un arte o en una ciencia. Este es el modelo que adoptaron las universidades hace más de doscientos años y que continua vigente, en cuya visión se destaca la idea de un orden lineal, esquemático, mesurable, preciso y estandarizado del mundo y sus objetos. Por su parte, Javier Riojas, (2009, p. 196-197) explica que el quehacer universitario se subordinó a la lógica política y del mercado, en la medida que se encargó de desarrollar conocimientos utilitarios y habilidades técnicas necesarias para la reproducción del sistema capitalista.
En efecto, la consolidación de las disciplinas científicas está vinculada con la aparición de las universidades y también del Estado-Nación, por tanto, con la centralización del poder. Esto se materializó en el ámbito educativo y en el papel estratégico que la escuela desempeña en la construcción de la sociedad moderna. Así, se transformaron y surgieron diferentes disciplinas científicas, entre ellas la Sociología y la Psicología, que definieron sus métodos y objetos de estudio en el siglo XIX, precisamente a partir de las demandas del Estado-Nación.
El conocimiento que en otras épocas había permanecido unificado y tenía un carácter enciclopédico llegó a su fin con el surgimiento de la institucionalización de la ciencia. Edgar Morín, (1994) llama a la pérdida de esa visión general y de unidad “inteligencia ciega”, la que entre otras cosas argumenta ha generado ignorancia y falta de sentido común. La especialización impidió el contacto y el diálogo entre los profesionales, neutralizando de alguna manera la reflexión intelectual. En este sentido, la escuela se ha encargado de convertir a los alumnos en ciudadanos para dicho proyecto (Acevedo y López, 2012). Por ende, la universidad se sumó a la función normativa del Estado, como fortaleza de la transformación social a través del adoctrinamiento y la capacitación profesional.
La escuela y la formación de ciudadanos-consumidores-competitivos
La escuela ha cumplido con el rol de regulador moral, a fin de inculcar los comportamientos típicos del hombre blanco occidental, de ahí “la idea de que la civilización y ciudadanía podían alcanzarse a través de la educación” (Acevedo, 2012 p. 138). En este entendido, “El surgimiento de la obligatoriedad escolar tuvo que ver menos con el propósito de dotar a los niños de las primeras capacidades intelectuales para la vida en las comunidades modernas, y más con un objetivo no explícito de darles una “introducción ceremonial”, una iniciación que “convirtiera” simbólicamente a los niños no formados (salvajes) en individuos formados, autorizados para participar en la economía, la política y la sociedad” (Roldán, 2012, p.39). Estas escuelas se forjaron bajo la premisa del orden, tanto para moldear a los habitantes en una amplia gama de actitudes, pensamientos y valores, como para prepararlos en las áreas de conocimiento que requería el Estado-Nación.
De ahí que, “A partir de 1808 en el mundo hispánico la educación fue vista como un mecanismo de distribución de derechos civiles y políticos para la construcción, a futuro de electores alfabetizados” (Roldán 2012, p.42). Así, la escuela mexicana y la de los países latinoamericanos decimonónicos de primeras letras, desempeñaron funciones cruciales para orientar las posiciones y preparar las conductas de los ciudadanos (Roldán, 2012, p. 43). En este entendido se valoraron las creencias e imaginarios occidentales respecto a la estandarización y sistematización de la naturaleza, la parcelación de los saberes y la generalización de los fenómenos, así como de la propia humanidad.
Más tarde, entre 1920 y 1940 a los niños mexicanos se le inculcaron los principios socialistas de la cooperación, solidaridad y corporativismo, así como la importancia del ahorro y del trabajo en la escuela. Mientras que a los infantes de la época poscardenista se les vinculó con los proyectos económicos nacionales de industrialización, urbanización y consumo (Sosenski, 2012, p. 219). Y en un intento de civilizar a la población se buscó descampenizarlos y desindianizarlos, a través de la enseñanza de modales y de prácticas sobre cómo vestirse y también de higiene, a fin de borrar las diferencias culturales y las identidades locales (Acevedo, 2012, p. 147). En el entendido de que con “una planificación adecuada se produciría un nuevo ciudadano, “un nuevo hombre” para el bienestar y progreso de las naciones (Popkewitz, 2020, p. 359).
Si bien esta clase de educación fue fundamental para la formación del Estado-Nación, y para el surgimiento de ciudadanos con derechos y obligaciones, este aprendizaje también los introdujo en el sistema capitalista. La aspiración de mejorar y querer tener más para sí y para los suyos consolidó el valor del mérito y del esfuerzo individual, traducidos en éxitos asociados con la adquisición de bienes materiales y en la demanda de una serie de actividades recreativas y de entretenimiento poco sostenibles (Acevedo, 2012, p. 157). La escuela y luego la universidad de algún modo prepararon a los niños para su introducción en la modernidad y vida urbana, es decir, para desempeñarse como ciudadanos-consumidores-competitivos en oposición a las formas de organización rural, ejidal y del bien común.
En palabras de María Esther Aguirre, (2003, p. 298) “El viejo sueño del bienestar social, inherente a la sociedad educada, de escasas décadas para acá, se trasladó apresuradamente a la aspiración del individuo competitivo en el contexto del libre juego del mercado”. La ilusión del progreso se convirtió en la pesadilla ambiental, nutrida por la cultura de la producción sin límites y del crecimiento donde todos tratan de obtener simultáneamente lo que la vida moderna y sus pretensiones consideran felicidad, éxito, bienestar y una buena posición social. Esto explica los valores, hábitos, creencias y comportamientos vinculados con la manera de consumir por parte de los habitantes de las grandes ciudades, quienes se encuentran desconectados de la tierra y de cómo se producen los alimentos en el campo.
Las ciencias fuente de conocimientos y también de nuevos riesgos
Las diversas disciplinas científicas junto con su infraestructura material y organizativa, han producido diversos conocimientos. Por un lado, sobre el comportamiento y evolución del sistema climático terrestre; el funcionamiento de la atmosfera, la hidrósfera, la criósfera, la litósfera y la biósfera; así como de las complejas interacciones entre los diferentes ciclos del agua, del nitrógeno, del carbono, del oxígeno, del azufre y del fósforo. Lo que a su vez ha permitido que se observe la existencia de una nueva era climática, que pone fin al Holoceno, esto es a la relativa estabilidad de once mil años de antigüedad, que posibilitó el surgimiento y desarrollo de las civilizaciones humanas (Latour, 2017, p. 132). Por otro lado, las ciencias han contribuido al desarrollado e invención de nuevas energías como la nuclear y materiales sin igual como el plástico,6 de gran incidencia en la alteración del clima.
Si bien las ciencias y sus disciplinas han logrado innumerables mediciones, registros, observaciones y conocimientos, valiosos y eficaces, también es cierto que han contribuido a la creación de nuevos peligros y fuerzas exterminadoras que “no saben de fronteras; [por el contrario], son universalizadas por el aire, el viento, el agua y las cadenas alimenticias” (Beck, 2014, p. 225). La contradicción está en sus entrañas “la ciencia está enfrentada con sus propios productos, defectos y problemas” (Beck, 2014, p. 259); su éxito es también el origen del problema. De modo que, dichas energías atómicas y materiales artificiales, inéditos en la historia de la humanidad, han tenido efectos inesperados. Esto encarna lo que Urich Beck, (2006, p. 114) denomina “consecuencias no deseadas”, para referirse a un tipo de peligro sin límites en el espacio y en el tiempo, de carácter global y producto de las innovaciones y desarrollos científicos, que son ciegos y sordos a los peligros. Donde el calentamiento global es responsabilidad enteramente del comportamiento humano. De ahí la discusión sobre cómo nombrar a esta época: Antropoceno, Capitaloceno, Chthuluceno.7
A pesar de lo anterior, se esperaba que las soluciones a esta crisis ambiental se originaran desde las ciencias, a partir de sus conocimientos, métodos y procedimientos. Pero, las soluciones no pueden ser solamente de origen técnico. Desde hace tiempo, los expertos dejaron de tener las respuestas y las soluciones permanentes y universales, si bien pueden aportar información fáctica, la evaluación de soluciones culturalmente aceptables corresponde a las partes involucradas (Lafuente, 2008a, p.1).
Hoy día se acepta que dichas contradicciones son el fin de la racionalidad dominante tal y como se le conoce, y el inicio de otra forma de ser, de hacer y de pensar en la que deben incluirse las ausencias y todo aquello que ha permanecido al margen. Se apuesta por la integración de aquellos saberes excluidos con la ascensión de las ciencias, debido a que forman parte del problema y, por tanto, también de las soluciones. Dipesh Chakrabarty (2008) comenta que el pensamiento europeo no es suficiente para ayudarnos a reflexionar sobre los problemas actuales. De modo que, debe ser renovado desde y para los márgenes con miras a solucionar la crisis ambiental. Esto es compartido por la teoría feminista que aboga por una inteligencia común, colectiva y situada para “desintoxicarnos de los relatos que nos hicieron olvidar que la Tierra no era nuestra” (Stengers, 2017, p. 152). Y así generar raros parentescos generativos de colaboración “en una especie de semiótica material situada enredada y mundana.” (Haraway, 2019, p. 22).
De este modo, el paradigma epistemológico que situaba a las ciencias como la cumbre más alta del desarrollo y a sus leyes y métodos como universales, no solamente se han cuestionado, sino que también se ha reconocido la multiplicidad de saberes y puesto de manifiesto la importancia de vislumbrar la complejidad, el orden dentro del caos y la singularidad. Todos estos como signos de los tiempos que corren.8 Por lo que también se apuesta por un tipo de ciencia que reconozca las equivocaciones y sea más solidaria.
Las respuestas de cambio
En un intento por “revertir” la crisis ecológica, el calentamiento global, la preocupación por el medio ambiente ha llegado a las aulas, con la introducción de la educación ambiental y diversos contenidos afines sobre el funcionamiento del mundo físico. En esto, los tratados y las declaraciones internacionales de la UNESCO9 han tenido gran influencia dado la elaboración de propuestas, normativas y pautas políticas que pretenden señalar el camino a seguir (Sepúlveda y Agudelo, 2012). De ahí que los objetivos de la educación ambiental se hayan enfocado básicamente en tres rubros: para conservar, para concienciar y para cambiar, como señalan Caride y Meira (2001). En tanto que, el debate se ha centrado en el rumbo y la contribución de la educación frente a los nuevos retos que la humanidad ha de enfrentar (González, 2008).
Y para tratar de hacer algo al respecto e incorporar otras prácticas que no reproduzcan lo que ha llevado al calentamiento global, Haraway (2019), Stengers (2017), Leff (2009) y Morín (1994) entre otros autores, apuestan por una estrategia que recomponga el mundo parcializado y alineado.
Isabelle Stengers (2017, p. 56) apuesta por iniciar a “pensar e imaginar juntos, con los otros, gracias a los otros”, aunque nadie conozca el camino, lo importante dice, es empezar a prestar atención y aceptar las verdades que molestan. Para Haraway (2019, p. 20) se trata de “aprender a estar verdaderamente presentes, no como un eje que se esfuma entre pasados horribles o edénicos y futuros apocalípticos o de salvación, sino como bichos mortales entrelazados en miríadas de configuraciones inacabadas de lugares, tiempos, materias, significados”. Para lo que propone convertirnos en chthónicos, es decir, en terrícolas mortales en densa copresencia, o seres de tierra, que generen parentescos multiespecie, se enlazen y comprometan, a fin de romper las ataduras capitalistas.
Por su parte Leff (2009) y Morín (1994) sugieren el encuentro de diversos conocimientos en lo que llaman un diálogo de saberes. Se trata, dicen, de un reconocimiento del mundo para que el proyecto de modernidad que nos enmarca se reconstruya. Esto es una reorganización de los conocimientos en un ejercicio de aprender a aprender. Esta propuesta se encuentra en La Carta de la Transdisciplinariedad publicada en 1994, cuyo contenido señala la necesidad de encontrar una nueva organización del pensamiento y de la realidad surgida del establecimiento de lazos entre las diferentes disciplinas y también de entre las diversas culturas. De modo que, el conocimiento compartido conduzca a una comprensión de la realidad. La transdisciplina se presenta como un desafío a la racionalidad dominante en el sentido que intenta ir más allá para ofrecer enfoques más abiertos y flexibles, que permitan captar la simultaneidad y complejidad de los fenómenos.
Las anteriores propuestas no están exentas de sus propios conflictos, pues trabajar en colaboración no es sinónimo de armonía y estabilidad, acaso, habida cuenta de los intereses de los propios participantes (Lafuente, 2008b, p.1). No obstante, está en las manos de las presentes generaciones hacer algo al respecto. Ulrich Beck, (2006, p. 215) menciona que si bien ya no gozamos de una abundante biodiversidad, de un aire limpio, y otros privilegios ambientales, todavía no se ha llegado a un punto extremo de aniquilación de la naturaleza, lo que se resume en su frase “ya no, pero todavía no”. Esto con el fin de expresar que existe la oportunidad de hacer algo, de lo contrario los humanos de hoy, serán recordadas como aquellos que sabían de los peligros y consecuencias y sin embargo no actuaron. En este sentido Haraway, Donna (2019, p. 22) invita a no adquirir “una posición en la que se da por terminado el juego, en la que es demasiado tarde y no tiene sentido intentar mejorar nada” como si realmente el Apocalipsis fuera inevitable.
Conclusiones
Este texto explica el modo en que las ciencias, la escuela y la universidad han contribuido al deterioro del ambiente en tanto que reproducen los valores, los intereses, las prácticas y las creencias de la cultura occidental y capitalista. En este entendido, se ha mencionado cómo la naturaleza es sometida al control de las ciencias y también del mercado. Asimismo, se ha establecido la conexión entre estos ámbitos y expuesto su responsabilidad en la devastación planetaria y cambio climático. No obstante, se ha reconocido también el importante papel que las ciencias ostentan en la descripción y explicación del sistema terrestre y de los fenómenos naturales, así como de los aspectos sociales y culturales que han llevado a tal crisis. De modo que, son estos registros, análisis y conocimientos los que a su vez permiten afirmar la existencia del calentamiento global y reflexionar sobre las acciones y prácticas que han tenido como efecto una nueva era geológica.
Estas ciencias han comprendido también la complejidad de sus objetos de estudio, de ahí que, el pensamiento dicótomo que ordenaba el mundo se ha fracturado, la certeza con la que se dividía la naturaleza, de la sociedad, la vida, de la muerte, lo artificial, de lo orgánico, se resquebrajan, aquellos límites penden de un hilo, se mezclan y se confunden. Así, los paradigmas que sostenían a las sociedades occidentales se desvanecen ante la crisis ecológica y cambio climático. Por lo que, las respuestas y soluciones que han de desarrollarse, se piensa no pueden ser solamente de índole técnico dictadas por expertos, sino acordadas culturalmente. Las apuestas se encuentran en los saberes transdisciplinarios, a fin de unir esfuerzos y también para que otras voces participen. Así como, en la generación de nuevos parentescos y combinaciones inesperadas, en el establecimiento de relaciones recíprocas, significativas y profundas, que reflexionen sobre las prácticas capitalistas (de consumo, competencia e individualismo).
En este sentido, hay que preguntarse si es posible o cómo lograr un futuro con la complejidad de las sociedades actuales, sin aniquilar el hábitat, conservando y cuidando de su biodiversidad. Y cómo cohabitar con el resto de seres vivos y no vivos que constituyen el planeta, sin la arrogancia y pretendida superioridad que hasta ahora caracterizan el pensamiento de las ciencias y en general de cultura occidental y capitalista.