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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

versión On-line ISSN 2448-7554versión impresa ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.45 no.177 Zamora ene./mar. 2024  Epub 05-Abr-2024

https://doi.org/10.24901/rehs.v45i177.1070 

Sección temática

“Irregularidades de conducta”: género, sexualidad y espacio urbano. Ciudad de México a mediados del siglo XX

“Irregularities of conduct”: gender, sexuality and urban space. Mexico City in the mid-20th century

Sara Minerva Luna Elizarrarás1 
http://orcid.org/0000-0002-8818-6836

1El Colegio de México, Centro de Estudios de Género sluna@colmex.mx


Resumen

El trabajo explora la categoría de irregularidades de conducta utilizada por el Tribunal de Menores Infractores para clasificar a quienes incumplían normas y expectativas sociales de comportamiento, sin incurrir en delitos o faltas reglamentarias. A través de la revisión de 65 expedientes tipificados en ese rubro entre 1957 y 1970, el artículo muestra el peso que en esa clasificación tuvieron el género y la clase social, entretejidos para evaluar la conducta de las menores, en su mayoría mujeres, y el pronóstico sobre su adecuado desarrollo.

El análisis muestra que, entre los comportamientos asociados a esta categoría, la iniciación y actividad sexual premarital fue la más frecuente, y tanto esta como otras estaban articuladas estrechamente a la espacialidad y su significación social. De esta suerte, el domicilio familiar era, en primera instancia, el lugar idóneo para que las menores permanecieran. Aunque dicha idoneidad estaba atravesada por las diferencias socioespaciales de la vivienda y el barrio que se habitaba, así como por la dinámica familiar de cada menor en cuestión, elementos que podían poner en duda dicha premisa. Asimismo, los registros dejan ver la amenaza percibida en otros lugares urbanos, principalmente aquellos en donde tenían sitio sociabilidades juveniles. Todo ello en un contexto de importante transformación urbana.

Palabras clave: Sexualidad; Juventud; Género; Diferencia socioespacial; Menores infractores

Abstract

The work explores the category of behavioral irregularities used by the Juvenile Offenders Court to classify those who failed to comply with social norms and expectations of behavior without incurring crimes or regulatory offenses. Through the review of 65 files criminalized in this category between 1957 and 1970, the article shows the weight that gender and social class had in that classification, interwoven to evaluate the behavior of the minors, mostly women, and the prognosis of its proper development.

The analysis shows that, among the behaviors associated with this category, premarital sexual initiation and activity were the most frequent, and both this and others were closely linked to spatiality and its social significance. In this way, the family home was, in the first instance, the ideal place for the minors to stay. Although this suitability was influenced by the socio-spatial differences between the home and the neighborhood they lived in, as well as each minor's family dynamics, those elements could call this premise into question. Likewise, the records reveal the threat perceived in other urban places, mainly those where youth sociability took place. All this is in the context of an important urban transformation.

Keywords: Sexuality; Youth; Gender; Socio-spatial difference; Minor offenders

Introducción

En abril de 1964 Luz C., de 13 años, fue llevada al Tribunal de Menores Infractores (TMI) por su madre ya que no le obedecía, se salía constantemente de casa, llegaba “hasta altas horas de la noche” y en una ocasión regresó hasta el día siguiente. Los documentos muestran que a la madre le preocupaba el comportamiento sexual de su hija, pues meses atrás la había encontrado de noche en la calle, acompañada de un muchacho, por lo que temió que “su menor hija haya sido deshonrada(sic)” y la llevó a una agencia del Ministerio Público, donde sin éxito “pidió que se le hiciera un examen médico”.1 En el Tribunal, Luz pasó por la valoración ginecológica protocolaria, de la cual la trabajadora social anotó que era “virgen aunque mentalmente muy despierta”.2

Meses después, María del Refugio, de 14 años, fue conducida al Tribunal porque “escapaba con frecuencia del hogar con muchachos y muchachas de su misma edad a cualquier hora del día y sin regresar hasta la noche y algunas veces no ha regresado, una de ellas se fue con el novio y abusó de ella”.3 Este último acontecimiento hizo que su madre decidiera llevarla “para que sea internada en una de las Escuelas dependientes de este Departamento”.4

La alarma expresada por las madres de Luz y Refugio pincelan lo que en las décadas de 1950 y 1960 el Tribunal de Menores Infractores clasificó como “irregularidades de conducta”. Con esta categoría la institución tutelar delineó las conductas, prácticas y actitudes que alejaban a las y los menores de lo socialmente deseable o les ponían en riesgo “de perversión”. Quienes desafiaban o transgredían esos límites requerían, en la mirada de sus familiares y de la institución: vigilancia, tratamiento y corrección.

Este texto propone explorar a través de los expedientes de “irregularidades de conducta” cuáles prácticas y comportamientos fueron considerados inapropiados y ameritaban la preocupación, atención y la acción de familias y del Tribunal. El análisis articula dos hipótesis. La primera es que dicha categoría tenía una importante carga de género por lo que perfila las expectativas sociales del comportamiento femenino. Esto resulta relevante en tanto, durante el periodo analizado, incrementó notoriamente la participación de mujeres, predominantemente jóvenes, en las filas del trabajo remunerado de cuello blanco, así como en el sistema escolar (Porter, 2018; Luna, 2017; Tello, 2018).

La segunda hipótesis es que las situaciones registradas en los expedientes y su valoración muestran la relevancia de la imbricación entre espacialidad y buen comportamiento. Ello implicó la significación dada a lugares urbanos concretos, cuya presencia en la capital mexicana cobró visibilidad con el proceso de urbanización de esos años, caracterizado por los contrastes socioespaciales del habitar cotidiano y expresiones diversas de pánico moral (Duhau y Giglia, 2008; Luna, 2022a).

Para el análisis propongo un diálogo interdisciplinar entre la historia social y los planteamientos sobre la construcción social del espacio planteados por Henri Lefebvre (2013) y desarrollados en sus implicaciones de género y sexualidad por geógrafos como Phil Hubbard (2000 y 2012), Doreen Massey (1994) y Linda McDowell (1983, 1999). También se retoman los aportes de Jeffrey Weeks (2012), quien subrayó la relevancia de pensar históricamente la sexualidad. En conjunto, estas reflexiones invitan a pensar la ciudad y sus lugares como espacios construidos relacional e históricamente. Asimismo, abreva de la historiografía en torno al seguimiento tutelar y judicial, diferenciado por género, dado a mujeres de diferentes edades en otras temporalidad y lugares; pueden mencionarse los trabajos de Santillán (2019), Sloan (2012) y Guy (2011), por citar algunos.

La exposición se divide en dos apartados y una sección de conclusiones. El primero revisa la categoría de irregularidades de conducta, subrayando los discursos de género contenidos en esta. El segundo centra su atención en la espacialidad, identificando los lugares que en los expedientes son considerados apropiados o riesgosos para las y los jóvenes. La última sección esboza algunas conclusiones.

Las irregularidades de conducta en el Tribunal de Menores Infractores

La creación del Tribunal de Menores Infractores (TMI) del Distrito Federal en 1926 estuvo enmarcada en un debate internacional sobre la necesidad de contar con reglamentación e instituciones no criminalizantes especializadas en los sujetos en proceso de desarrollo. En 1931, el Tribunal quedó “legalmente sancionado” para atender a los menores que habían cometido algún delito tipificado en el Código Penal (robo, homicidio, violación, entre otros) o faltas estipuladas en el reglamento de policía (Azaola, 1990).5 A su vez, el Tribunal recibía y daba seguimiento a aquellos menores llevados por sus familias o distintos agentes policiales por comportamientos considerados preocupantes o peligrosos para su desarrollo. La antropóloga Elena Azaola (1990) refiere que el seguimiento dado a este tipo de infracciones, por pequeñas que fueran, partía de la suposición de que a estas subyacía algún componente psicológico, familiar o social, que no podía pasarse por alto. De ahí que, cuando lo consideraba necesario, el Tribunal intervenía otorgando el tratamiento tutelar al menor para “evitar su perversión total”.6

Esta premisa es patente en los 65 expedientes identificados para esta investigación, clasificados como “irregularidades de conducta” o “desajustes de conducta”, entre 1957 y 1970. Las faltas incluidas en esta categoría no estaban tipificadas en el Código Penal ni en el Reglamento de Policía, sino que eran comportamientos que preocupaban a familiares y al personal del TMI como indicadores de un desajuste que ameritaba vigilancia y en algunos casos tratamiento e internamiento.

Una mirada general a esos expedientes deja ver su rasgo más evidente, una gran proporción se trataba de mujeres (96.9%, es decir, 63 casos de 65). Esto es relevante si se considera que la mayoría de los menores atendidos por el tribunal e internados en sus diferentes escuelas y hogares colectivos eran varones (Azaola, 1990; Palmero, 1962, p. 572). En ese sentido, podría señalarse que las conductas consideradas irregulares o peligrosas reflejaban mayormente las prescripciones sociales del comportamiento femenino.

En el Cuadro 1 se enlistan los tipos de comportamientos considerados irregulares. Algunos fueron la causa directa del ingreso, otros se registraron como evidencia de que la conducta de las menores era irregular. La más frecuente fue la iniciación sexual prematrimonial, que apareció en 73% de los expedientes de menores mujeres.7 Esta conducta era evaluada negativamente, tanto por la familia como por la institución tutelar, considerándola un indicador relevante de “perversión”. De ahí que la revisión ginecológica practicada a las menores fue central como evidencia de su buen o mal comportamiento.

Cuadro 1. Comportamientos irregulares y sus frecuencias 

Conductas General Mujeres Hombres
Total % Total % Total %
Iniciación sexual / sospecha de 46 70.8 46 73.0 0 0
Fuga de casa 36 55.4 36 57.1 0 0
Sale de casa sin permiso o por muchas horas 29 44.6 29 46.0 0 0
Desobediente, irrespetuosa(o) 28 43.1 26 41.3 2 100
Amigas de reputación dudosa 16 24.6 16 25.4 0
Acude a sitios percibidos como riesgosos 13 20.0 12 19.0 1 50
Embarazada / sospecha de 12 18.5 12 19.0 0 0
No quiere ir a la escuela ni trabajar 9 13.8 9 14.3 0 0
Amistad con muchachos de pandillas 9 13.8 8 12.7 1 50
No hace quehaceres domésticos 8 12.3 8 12.7 0 0
“Libertina”, anda con diferentes hombres 8 12.3 8 12.7 0 0
Pasó la noche fuera de casa 5 7.7 5 7.9 0 0
Pide protección al Tribunal 5 7.7 5 7.9 0 0
Homosexualidad 5 7.7 5 7.9 0 0
Ejerce la prostitución /sospecha de 4 6.2 4 6.3 0 0
Vaga 3 4.6 3 4.8 0 0
Ingiere bebidas alcohólicas 3 4.6 3 4.8 0 0
Sustrae objetos de su casa 1 1.5 1 1.6 0 0
Pelea violenta con padrastro 1 1.5 0 0 1 50

Fuente. Elaboración propia con la información de los 65 expedientes consultados en AGN.

Por ejemplo, en 1964 la resolución del Tribunal sobre Ana María A. P. confirmaba que su conducta era irregular pues “en su primer ingreso en el mes de marzo el servicio médico certificó su virginidad y en el actual ingreso D.N.R. este Tribunal determina su ingreso a la ESCUELA HOGAR MUJERES”.8 La iniciación sexual temprana contravenía uno de los dictados sociales más relevantes para el comportamiento femenino: la castidad prematrimonial, que se extendía posteriormente a la fidelidad a ultranza en el matrimonio (Torres, 2007; Luna, 2022a; Bermúdez, 1955). La transgresión a esta norma era aún más negativa si se evidenciaba que la imputada había actuado por su propio deseo y “sin un compromiso formal” de por medio.9 A su vez, en doce de estos cuarenta y seis casos las menores se habían embarazado.

La segunda y tercera conductas irregulares más frecuentes tenían que ver con la ausencia de las menores de la casa familiar. Estas fueron: fugarse de casa por más de dos noches (36 casos, 57.1% expedientes de mujeres) y salir del hogar sin permiso o por muchas horas (29 casos, 46% de los expedientes de mujeres). En estos casos, la preocupación era que las jóvenes incurrieran en un mal comportamiento sexual, temor que en 42 de los 48 expedientes (91.3%) se comprobó por medio de embarazo, los datos de la revisión ginecológica o las propias declaraciones de las imputadas. Esto lo ilustra con claridad el caso de Pilar O., cuya madre la llevó al Tribunal, por desobediente y por andar en la calle, solicitando a la juez que “se le corrija para que no se vaya a pervertir”.10 En el estudio social Pilar ratificaba que se había salido de casa porque “la reprendían mucho” y había conocido a un muchacho con quien “vivió 15 días”.11

De modo similar, María del Carmen B. escapó en dos ocasiones para buscar trabajo, pero su madre la encontró y la regresó a casa. Para la tercera ocasión “la llevó con un médico quien le informó que ésta ya no era señorita” y le dio “muchos consejos para que se portara bien”. Tiempo después, María del Carmen fue víctima de una violación colectiva, evento por el cual su madre “la perdonó”, pero como siguió saliendo decidió llevarla al Tribunal para que “se la interne en un lugar donde aprenda moral y se corrija”.12 Cabe decir que en 17 de los 63 expedientes de menores mujeres hay datos de violencia sexual, lo que, sin lugar a duda, amerita un trabajo aparte.

Aun en los casos en que la menor no inició ni ejerció su sexualidad durante su ausencia de casa, la preocupación explícita de los padres sobre esa posibilidad era patente. En ese tenor, Martha L. fue conducida por su madre al tribunal debido a que “se pasaba el día con las amigas sin que le ayudara en nada” y que incluso se quedó “un día fuera del hogar, aunque ella misma confirmó que estaba en casa honorable”. La preocupación de la madre de Martha perfila claramente las aristas de lo que en otros trabajos he denominado el tropo de lo decente, que conjuntaba dictados precisos, pero diferenciados, en torno al comportamiento sexual, así como un conjunto de elementos aspiracionales en términos socioespaciales, articulados a un modelo de familia nuclear unida civil y eclesiásticamente (Luna, 2022a). Ese ideal familiar tenía una clara división jerárquica entre géneros, en términos de expectativas escolares, laborales, de autoridad familiar y de límites sexuales. Para las mujeres encomiaba la realización de las labores domésticas, el ejercicio de la maternidad, así como la preparación escolar para labores administrativas de apoyo o profesiones femeninas, cuyo ejercicio era bien visto sólo antes del matrimonio. Dicho tropo era utilizado constantemente para delinear las fronteras, porosas en la práctica, entre los sectores populares y quienes se reconocían o deseaban reconocerse como parte de las clases medias.

Regresando al caso de Martha L., el énfasis puesto por su madre al especificar que su hija había estado en una casa “honorable” remitía a la relevancia del cumplimiento de dichas normas morales vinculadas al comportamiento sexual y la ostentación de buena conducta. Pero también estaba presente la relevancia aspiracional de que la menor estudiara una carrera comercial, nivel de escolarización que por esos años se había normalizado para las jóvenes, especialmente las de clase media.13

En contraparte, para los varones, el tropo de lo decente encomiaba su papel como proveedores económicos y autoridad familiar, mientras que en materia sexual había una permisividad bastante amplia (Luna, 2018). En ese tenor, cuando la madre de la menor María del Carmen J. solicitó al joven que había embarazado a su hija que se casara con esta, él respondió que “él podía acostarse con cuanta mujer se le presentara y que no por eso iba a ser padre de los hijos que tuvieran dichas mujeres”.14 Aun cuando este tipo de afirmaciones eran evaluadas negativamente por parte del personal del TMI, la institución sólo intervino cuando los menores fueron explícitamente acusados de estupro, o en donde había sospecha de homosexualidad.

Ese fue el caso del menor Héctor G., quien fue llevado al TMI por su madre debido a que tenía “amistades inconvenientes”, concretamente “pandilleros” y “jóvenes de costumbres homosexuales”.15 Nuevamente, la categoría de irregularidades de conducta buscaba reafirmar un dictado de género, en este caso, la heterosexualidad como marca de masculinidad. Cabe decir que la homosexualidad fue una práctica registrada también en cinco de los expedientes de menores mujeres del corpus revisado y, aunque no fue una de las conductas más frecuentes, el juicio negativo sobre esta era abrumador.

La cuarta conducta más frecuentemente registrada como irregular fue la desobediencia y actitud desafiante ante progenitores u otros familiares; esta se encontró en 28 expedientes, 26 de mujeres (41.3%) y 2 de varones (100%). Dicho comportamiento solía etiquetarse como “incorregible” desde la fundación del Tribunal en la década de 1920 (Santiago, 2012). Es probable que la subsunción de la “incorregibilidad” dentro de las “irregularidades de conducta” tuviera que ver con las tensiones que en la época había en torno a los estilos de autoridad familiar y las pautas de crianza, que circularon en la prensa y algunas otras publicaciones especializadas (Luna, 2017; Zolov, 2002). Mientras algunos consideraban que la autoridad familiar se había debilitado como fruto de la vida urbana, otros creían que la actitud en extremo autoritaria de algunos padres de familia era la causa del mal comportamiento de los hijos (Luna, 2017). Por tanto, podría conjeturarse que la actitud de desafío y desobediencia de los menores fuera percibida como irregular y amenazante sólo si a éstos se sumaba el incumplimiento de los dictados sociales de género y sexualidad. El expediente de Georgina R. deja ver estas diferencias entre categorías.

Georgina fue llevada al Tribunal en 1954, por ser “indisciplinada y rebelde”, lo que fue catalogado como incorregibilidad.16 Sin embargo, tiempo después de su externación fue puesta nuevamente a disposición del Tribunal en 1957: “aparte de que da muestras de insubordinación y rebeldía a sus familiares, es desaseada y desobediente y tiene amistad con mujeres de conducta dudosa”, por lo que fue internada nuevamente.17 Este ingreso fue clasificado como “irregularidades de conducta”. Es probable que los comportamientos que ponían en riesgo su buen comportamiento sexual determinaran la nueva clasificación.

Debe apuntarse que el énfasis en la vigilancia sobre la sexualidad femenina no era cosa nueva para este periodo. Como han señalado los trabajos de las historiadoras Hilda Sánchez (1997) y Zoila Santiago (2019), desde los primeros años de existencia del Tribunal de Menores, casi la mitad de los ingresos de menores mujeres se debían a causas ‘morales’, asociadas a la sexualidad y al cuerpo, ya fueran cometidas por ellas mismas o por terceras personas. A su vez, la investigadora Martha Santillán ha mostrado la relevancia de pensar a través del derecho (y cabría decir aquí de instituciones no judiciales) cuáles han sido los “mecanismos legales y discursivos que buscaron restringir la sexualidad femenina a la procreación en el marco conyugal” (Santillán, 2019, p. 1126). Para ello, algo distintivo del periodo, y de los expedientes aquí analizados, es el peso que la espacialidad urbana tuvo en la configuración de la categoría “irregularidades de conducta”. De ahí que varios de los comportamientos considerados irregulares tuvieran una clara dimensión espacial, lo que se revisará en el siguiente apartado.

“No quiere permanecer en su domicilio”18 ciudad y comportamiento irregular

La capital mexicana en las décadas intermedias del siglo XX atravesó un episodio de álgida urbanización y crecimiento acompañado de la circulación de imaginarios aspiracionales e idealizados sobre el habitar la ciudad, la familia, la sexualidad y la distinción social (Luna, 2022a). Este doble proceso material y simbólico dotó de nuevos significados los espacios y experiencias urbanas. En ese contexto encontramos que varias de las conductas consideradas irregulares registradas en los casos analizados contaban con una clara dimensión espacial. En este apartado centraré la atención en esas prácticas.

Lo primero que es evidente, en términos espaciales, es la centralidad que la casa o domicilio tenía para el ideal de comportamiento femenino (Luna, 2017; Hubbard, 2012). En ese sentido, el hogar era el lugar socialmente apropiado para las menores y para las mujeres en general. Una columna periodística en 1961 señalaba “el buen fin de toda mujer es fundar un hogar y al hacerlo estar convencida de que es para siempre” (Torres Ubach, 8 de julio de 1961). De ese modo, no sorprende que la segunda y tercera conductas irregulares más frecuentes estuvieran articuladas a la ausencia de las jóvenes de su domicilio. En conjunto, la fuga de casa y las salidas sin permiso y/o por muchas horas sumaron 48 expedientes de menores mujeres, 76.5% del total. Como fue explicitado en el apartado previo, la preocupación en torno a que las jóvenes “no quiere[n] permanecer en su domicilio”, estaba asociada a que esa ausencia imposibilitaba vigilarlas, especialmente en el renglón de la sexualidad.

Sin embargo, también hay registro de otras causas de desconcierto asociadas a esa ausencia. Una de ellas era la negativa o rechazo de las menores para desarrollar tareas domésticas. En esos casos, solían utilizarse calificativos peyorativos para describirlas: “perezosa”, “floja”, “sucia”,19 o simplemente se enfatizaba que no ayudaban a “los quehaceres del hogar”, dando por sentado que realizar tales tareas eran la norma esperada.20 También causaba estupor que la ausencia del hogar fuera detonada por el puro deseo de divertirse. Esto generaba preocupación en las familias y el personal del Tribunal por el mal ejemplo que esa actitud podía imprimir en otros familiares. En ese tenor, los padres de María Eugenia M. la llevaron al Tribunal porque constantemente se iba de su casa a la de su abuela, pues de esa manera tenía más oportunidad de pasear y divertirse.21 Aunque el Tribunal decidió dejarla con su familia, sus padres la llevaron por segunda ocasión, pues Eugenia había inducido “a su hermana Ofelia para que se salieran de su casa con el fin de divertirse en la calle”.22

Por otra parte, debe apuntarse que los significados atribuidos a la idea de “la casa” estaban atravesados por elementos de clase y género, los que las trabajadoras sociales y jueces consideraban al momento de evaluar si eran adecuadas para el desarrollo de las menores. Los aspectos de clase tenían que ver con las diferencias socioespaciales que enmarcaban al domicilio familiar. Estas particularidades derivaban de la urbanización desigual de la capital, que condujeron al equipamiento urbano completo de algunas colonias frente a la carencia de servicios esenciales en otras, especialmente las que se encontraban en la llamada “herradura de tugurios” alrededor del primer cuadro de la ciudad, o en las delegaciones entonces periféricas (Miranda, 2014). A las diferencias materiales se sumaban un conjunto de percepciones sobre los lugares de cada zona y las personas que las habitaban. Por ejemplo, en el estudio social sobre María del Carmen S., la trabajadora social anotó que la colonia 7 de noviembre donde la menor residía era un barrio “populoso, bien organizado, pero hay mucha gente maleante”, lo que condujo en parte a que María fuera internada en un hogar colectivo.23

En otros casos, la existencia de lugares considerados nocivos cerca del domicilio de las menores era tomado en cuenta en la evaluación. En el caso de la menor Silvia G., residente de la colonia Valle Gómez en los linderos de la delegación Gustavo A. Madero, la trabajadora social caracterizó el barrio como “populoso, bien comunicado, algunas calles sin asfaltar”, y agregó que había una “pulquería en la esquina del domicilio de la menor”.24 Esto, sumado a que los padres estaban separados, contribuyó a la conclusión de que “su conducta se debía al abandono moral y material y a la desorganización de su familia”, y fue enviada a “la ESCUELA HOGAR PARA MUJERES para su encauzamiento”.25

Ante esta relevancia del barrio, el cambio de domicilio a una colonia con mejores condiciones de vida era una opción contemplada por las familias y por el tribunal. Así sucedió con Ana María C., cuyos padres estaban preocupados debido a sus amistades “libertinas” de la colonia Anáhuac, de ahí que “trataron de llevarla a vivir con la abuelita radicada en la colonia Roma para que así se alejase de esas perversas amigas”.26 Cabe decir que la colonia Roma, durante el periodo analizado, se consolidó como orden socioespacial de clase media, identificado por sus habitantes como lugar de residencia para “familias decentes” (Luna, 2022a).

En otros casos, fue el propio Tribunal quien exhortó a los familiares a hacer un cambio. Por ejemplo, Consuelo J. de la colonia Buenos Aires, caracterizada por su urbanización precaria (Ward, 1977), fue canalizada a vivir con su madrina en la colonia Iztaccíhuatl, al sur del centro de la ciudad, “pues sus padres no garantizaban moralmente para confiarla a ellos”.27 Tras fugarse de ahí, la policía tutelar la llevó de vuelta al Tribunal, donde su hermano solicitó que viviera con él y su familia. La trabajadora social registró que el hermano vivía en “un jacal sucio y pobre”, en la misma colonia. Sin embargo, al plantear que estaba en búsqueda de una nueva vivienda en el rumbo de Mixcoac, el Tribunal cedió a la petición acotando “lo que sí es importante es que cambien de casa y rumbo lo más pronto posible”.28 En ambos casos destaca la premisa de que el cambio de rumbo conllevaba una mejora de posición social y una mejor expectativa del comportamiento y control de las menores.

Como puede observarse en este caso, el personal del Tribunal también prestaba atención a la disposición y equipamiento del hogar. Esto derivaba de la primacía que por esos años cobró la vivienda de tipo funcional, considerada la más apropiada para el desenvolvimiento “decente” de las familias (Torres, 4 de febrero de 1958, p. 5). Como señaló el historiador Jeffrey Weeks, los diseños funcionales de los proyectos de vivienda estatal, comunes a partir de la tercera década del siglo XX, estaban encaminados “no para unir a la gente, sino para separarla entre sí” (Weeks, 2012, p. 261). Dicho diseño se contraponía a la disposición de los cuartos redondos típicos de las vecindades, donde una sola habitación tenía múltiples funciones -cocina, estancia, comedor y dormitorio (Quiroz, 2013)- y, por ende, padres e hijos tenían que dormir en la misma pieza. Una columna periodística refería que en las vecindades “pululan chismosas comadres, rebeldones amantes de las riñas y muchachitas que no ven otra cosa que promiscuidad” (Playas, 1963). Esa descripción no era lejana de las de los expedientes como “la vecindad es chica y numerosa en promiscuidad”.29 Cuando las menores habitaban en colonias consideradas de clase media, en departamentos funcionales o en “casa sola”, las descripciones tendían a la neutralidad o incluso eran favorables como habitaciones “bastante amplias y en buenas condiciones de higiene”.30

El caso del menor Héctor G. muestra otra faceta de la relevancia que podían tener algunos aspectos de la vivienda. Él vivía con su madre en una “casa sola” de la colonia Industrial, considerada de clase media. Para la trabajadora social lo que resultó inusual fue el decorado de la habitación del menor: “la pared está tapizada de papel de china con estrellitas, además tiene colgadas unas máscaras grotescas”.31 Con esa descripción subrayaba la inadecuación de esa disposición, a lo que sumaba la preocupación sobre las amistades del menor con “jóvenes de ambos sexos de comportamiento inmoral, entre ellos varios homosexuales”, que se reunían en un parque situado frente al domicilio de Héctor.

Los elementos de género eran el otro componente presente en las valoraciones realizadas sobre el hogar. En este renglón, lo que estaba en juego era la norma de familia nuclear “decente”, legitimada por el matrimonio y con una clara distribución y jerarquización de las actividades cotidianas y la autoridad. Cuando las familias no cumplían con estos elementos, el domicilio no era considerado lugar adecuado. En ese sentido no faltaron los exhortos a los padres que vivían en amasiato para “que legalizaran su unión”.32 Esta situación tenía un peso especialmente negativo para las madres, consideradas las responsables de la solidez moral de la familia en su conjunto (Luna, 2017; Santiago, 2012). De ahí que afirmaciones como que hubiese tenido “dos uniones libres y otro hijo de diferente padre, se considera muy mal ejemplo para la menor”33 son frecuentes.

También se prestaba atención a la dinámica de autoridad y jerarquía en las parejas, aún si los padres estaban casados. En el estudio social de Ofelia R. puede leerse que “el problema primordial es la falta de autoridad por parte del padre” quien era desplazado por el hijo mayor de “más carácter”.34 Algo parecido se observa en el expediente de Jovita A., cuya madre, mayor que su marido por 7 años, estaba al frente del negocio familiar. Dicha situación se interpretó en los siguientes términos en la valoración psicológica: “el ambiente familiar ofrece cierta confusión en cuanto al papel de los padres, pues es evidente que el padre asume un papel femenino dentro del hogar y la madre aparece como la figura autoritaria y dominante del mismo, reforzándose esta situación con su carácter irritable”.35

Lo anterior permite traer a cuento la manera en que geógrafas feministas han planteado la constitución social de los lugares: a través de las relaciones que se establecen en ellos, entre las cuales, las relaciones de género son de las más importantes. Al respecto Massey afirma “en esa conjugación de relaciones con las que se produce el espacio juega un papel importante la construcción cultural específica sobre el género: lo masculino y lo femenino se espacializan en lugares, que a su vez conducen a la reproducción de las diferencias de género” (Massey, 1994, p. 7). De esta suerte, cuando las relaciones de género prevalecientes en el hogar de las menores no cumplían con las pautas socialmente esperadas, este era percibido por las trabajadoras sociales como un lugar inapropiado, lo que a su vez contribuía a ratificar la diferencia de género en la espacialidad.

De manera relacional a la casa familiar, también se produjo la significación de otros lugares. En ese sentido, un supuesto implícito en las valoraciones del personal del Tribunal era que, si las menores no se encontraban en su domicilio, el otro lugar apropiado era la escuela y, en menor medida, el entorno laboral, siempre y cuando se tratara de un empleo libre de situaciones o personas inapropiadas. En lo concerniente a la institución escolar, para estos años se había extendido una mirada aprobatoria sobre la asistencia de las jóvenes a los planteles de nivel básico y medio (Porter, 2018). Los expedientes muestran la existencia de esa expectativa, en tanto en 9 de ellos se registra como comportamiento irregular el que las menores no quisieran asistir a la escuela ni trabajar.36

En contraparte, había diversos espacios y lugares señalados como “nocivos”, término utilizado recurrentemente en los expedientes. En primer lugar, estaba la calle, que en más de un caso era referida como sitio inespecífico pero peligroso en el que se encontraban las menores al salir de su domicilio. En ese sentido, la calle era significada como la antítesis del hogar en términos literales y simbólicos, un lugar difuso, desprotegido y fuera de control. Lo anterior emula el señalamiento de McDowell, que planteó que “los espacios surgen de las relaciones de poder; las relaciones de poder establecen las normas; y las normas definen los límites que son tanto sociales como espaciales, porque determinan quien pertenece a un lugar y quien queda excluido” (McDowell, 1999, p. 15). De esta forma, la concepción antitética de la calle implicaba la no pertenencia, exclusión o peligrosidad de ese lugar para las menores.

Esa peligrosidad tenía que ver con la ya referida imposibilidad de vigilar a las menores ante la aparente ubicuidad de la amenaza de una vida sexual activa. En otros casos, el peligro radicaba en que en la calle ofrecía la posibilidad de encontrarse, involuntaria o, peor aún, voluntariamente, con jóvenes de pandillas o palomillas, o con mujeres “de conducta dudosa”, “amigas de la calle” o “muchachas perversas”.37 Lo anterior suponía riesgos para la integridad física, sexual y moral de las jóvenes, según alertaba recurrentemente la prensa sobre las agresiones sexuales cometidas por los pandilleros (Luna, 2022b). Las amigas de mala reputación también eran consideradas peligrosas, pues inducían a las menores a la perversión a través de la prostitución.

Además de la calle, en el 19% de los expedientes (doce casos) se refiere la preocupación por la concurrencia de las menores a otros lugares considerados inapropiados o peligrosos. Estos sitios nocivos pueden clasificarse en tres tipos. Los primeros eran aquellos espacios de sociabilidad juvenil, que por esos años se habían multiplicado. Entre estos estaba la cafetería Kikos en Santa María la Ribera, situada en la entonces llamada calle de Pino; era un lugar de reunión juvenil, especialmente entre jóvenes de clase media (Monroy Torres, 2010, p. 6). También son referidos los llamados cafés existencialistas, como el café Hawaii y el Sólo para dos en la zona de Lindavista, o La Rana Sabia en la colonia Juárez (Últimas Noticias, 8 de noviembre de 1961, p. 2).38 Neverías y billares, que solían mencionarse de modo genérico y que se situaban en múltiples zonas de la capital, ante la mirada alarmada de vecinos y ciertos sectores de la prensa (Últimas Noticias, 25 de junio de 1958, p. 1 y 14 de julio de 1961, p. 4).

Una columna periodística sobre los sitios de reunión juvenil señalaba “en billares, bares de mala muerte, salones de juego y aún en las esquinas de las calles, se mira a toda hora a esos bribones aparentemente inofensivos hablando de los más diversos temas” (Últimas Noticias, 25 de noviembre de 1957, p. 5). Sobre las jóvenes que acudían a estos sitios pueden encontrarse comentarios como que eran “muchachitas que estarían mejor aprendiendo a cocinar o zurcir calcetines” (Últimas Noticias, 26 de marzo de 1958, p. 5); o descripciones de los posibles peligros sexuales que podían enfrentar, como el que los muchachos les ofrecieran “caramelos o pastillas, aparentemente inofensivas, con el fin de vencer la resistencia de ciertas muchachas que van solas al cine o a los bailes, significa un peligro para las buenas costumbres y las sanas intenciones” (Torres Ubach, 20 de mayo de 1960, p. 5).

En ese mismo grupo de centros de reunión juvenil pueden considerarse las casas de las amigas. Esto resultaba un asunto preocupante, pues no había garantía de que las personas ajenas a la familia de las menores las vigilaran o cuidaran, menos aún si la reputación de dichas amistades no cumplía con las expectativas sociales.39 Así, algunos expedientes registran las apreciaciones denostativas sobre amigas de las menores, como: “en las noches eran visitadas por unos individuos que venían en automóvil y luego se salían regresando a altas horas de la madrugada, las consideré como sospechosas en modo de vida”40 o que vivía “en la misma vecindad y es una chica libertina”.41 Por tanto, la concurrencia de las menores a las viviendas de estas jóvenes era percibido con profunda preocupación como un comportamiento de riesgo.

Un segundo tipo de sitio eran los lugares de diversión nocturna, como bailes y fiestas, que eran comunes en algunas vecindades en colonias populares, en cuyos patios, además de la música, “se venden y consumen bebidas embriagantes”.42 Asimismo, también se mencionaron centros nocturnos o cabarets, como Los Globos o el Club Bola de Nieve.43 Por esos años era común encontrar en la prensa descripciones denostativas de estos sitios, caracterizados como amenazas morales en términos como “el vicio, que disfruta de facilidades y aprisiona en sus tentáculos a nuestra juventud, pues se multiplican las tabernas, cabarets y salones de baile donde el alcohol y la concupiscencia corrompen a la clientela” (Últimas Noticias, 6 de junio de 1957, p. 5). Al respecto, el geógrafo Phil Hubbard señala que, durante la primera mitad del siglo XX en varias ciudades occidentales, fue notorio el incremento de las ansiedades vinculadas a los nuevos espacios urbanos asociados a la vida nocturna, pues se consideraba que “favorecían el comportamiento sexual problemático de las mujeres jóvenes” (Hubbard, 2012, p. 129). En la Ciudad de México, esto se tradujo en que varias de las acciones moralizadoras del Estado, y en contra del llamado problema de los “rebeldes sin causa”, centraron su atención en estos lugares (Reyes Estrada, 15 de octubre de 1959, p. 8).

En tercer término, estaban los sitios explícitamente sexualizados, concretamente los llamados “hoteles de paso”, cuyo número se multiplicó por esos mismos años (Luna, 2022c). Por ejemplo, a Ana María C. su padre la presentó ante el tribunal por su mal comportamiento y sus ausencias del hogar, en las cuales convivía con dos amigas del vecindario con quienes “se quedaban por insinuación de Graciela a dormir en uno u otro hotel como en el San Luis en Colonia Anáhuac”.44 Esta conducta, no solo suponía la posibilidad de mantenerse activas sexualmente, sino de que ejercieran la prostitución, el nivel más alto de “peligrosidad social” en la mirada del tribunal.

Una presuposición similar tuvo lugar en los casos de las menores Judith V. y Elvia G., detenidas juntas en las instalaciones del hotel “Ambos Mundos”, razón por la que fueron acusadas de ejercer la prostitución y de “desajustes” de conducta. Los testimonios registrados por la trabajadora social no lograron confirmar que las menores hubieran ejercido la prostitución,45 pero llama la atención que la resolución para cada una fue diferente. En el caso de Judith, debido a que el padre de sus hijos ofreció vivir con ella y sostenerla económicamente, la juez resolvió que saliera “libre a fin de que pueda educar y atender a los hijos de forma adecuada”, pues el orden de género quedaba restablecido.46 Para Elvia, la sentencia la puso “a disposición de su hogar” con la condición de que debía “inscribirse en la consulta externa del Servicio de Higiene Mental del Centro de Salud México-España, pues “la menor tiene problemas de conducta, fundamentalmente por falta de orientación”.47 Para ella, como para varios otros casos más aquí revisados, el pronóstico derivó del conjunto de elementos de género y clase entretejidos con aspectos espaciales del barrio, el tipo de vivienda que se habitaba y la dinámica familiar.

Epílogo y apuntes finales

Luz C., la menor cuyo caso inicia este artículo, fue internada en el tribunal de menores en tres ocasiones. En su último ingreso admitió que “efectivamente ha llevado una conducta irregular, la cual se debe al ‘deseo de vivir’ que ella tiene, quiere decir que, en ocasiones, experimenta un deseo de libertad, para seguir adelante, que esto ha influido en buscar personas que la comprendan y que la quieran”.48 Algo similar expresó Esthela A., de 16 años, al señalar que simplemente “desea[ba] vivir su vida” y que “el recogimiento religioso la oprime, desea su libertad”.49 Los casos de Luz y de Esthela son de los pocos que ofrecen atisbos de la reflexión que las menores hacían de su propio comportamiento. Sin embargo, como otros expedientes, ofrecen un retrato claro de las preocupaciones y la presión ejercida por las familias y el personal del tribunal sobre su comportamiento en términos de obediencia a la autoridad familiar, de preservar la castidad sexual, además de recalcar la relevancia que tenía el ostentar públicamente una buena conducta.

Haciendo un balance de lo revisado, puede decirse que, durante el periodo aquí abordado, la categoría irregularidades de conducta estuvo articulada al cumplimiento de un conjunto de normas y expectativas sociales en torno al género, mismas que estaban estrechamente imbricadas con la significación dada a la espacialidad y los lugares urbanos. En ese tenor, destaca que la abrumadora mayoría de los 65 expedientes tipificados como “irregularidades de conducta” correspondieran a casos de menores mujeres. A su vez, la espacialidad urbana y los lugares señalados como nocivos para menores de edad estaban articulados a las expectativas sociales del deber ser femenino, en donde el domicilio familiar era el lugar donde idealmente debían permanecer las jóvenes. Lo anterior, proscribía socialmente su presencia en cualquiera otro sitio.

En los siguientes párrafos esbozaré cuatro conclusiones. La primera tiene que ver con la categoría de irregularidades de conducta en sí. En ese sentido llama la atención que, desde el inicio del funcionamiento del Tribunal de Menores, a finales de la década de 1920, a este eran llevadas las y los menores cuyo comportamiento no cuadraba con las normas sociales del buen comportamiento (Santiago, 2012). Estos casos solían ser clasificados en el rubro de “incorregibilidad”, que incluía a “los niños y jóvenes con ansias de libertad, de elegir por sí mismos y que como consecuencia contravenían los deseos de sus mayores” (Santiago, 2012, p. 154).

Como pudo observarse en los expedientes aquí revisados, los elementos que daban sustancia a las llamadas “irregularidades de conducta” tenían entre sus componentes la incorregibilidad, pero se sumaban comportamientos muy diversos que desafiaban lo que en esos años podría denominarse el tropo de la decencia, conjunto de comportamientos diferenciados por género en el ámbito de la sexualidad, la familia, y el habitar (Luna, 2022a). Concretamente las irregularidades estaban articuladas al mal comportamiento sexual, en un contexto de transformación en las pautas de cortejo, crianza y de incremento de participación femenina en lo escolar y laboral. A su vez, la fuerte carga moral de esta tipificación deja ver la imbricación de las normas sociales de la época y la moral cristiana. Esto explicaría que en algunos casos las menores pasaron por escuelas o internados religiosos antes de conducirlas al Tribunal. Esta relevancia de las prescripciones católicas sobre el comportamiento femenino estaba indirectamente legitimada por el Estado pues, como ha señalado Azaola (1990), algunos de los hogares colectivos vinculados al tribunal estaban en manos de organizaciones religiosas. En los dos expedientes de varones identificados en esta clasificación, las faltas también tenían que ver con el mandato de género masculino: la posible transgresión a la heteronorma y el desafío a la autoridad paterna. Aunque la muestra es pequeña, el acento puesto en la posible homosexualidad da cuenta de la relevancia que se le otorgaba.

La segunda conclusión remite a la estrecha relación de la clasificación “irregularidades de conducta” con los significados dados al espacio urbano y sus lugares específicos en un periodo de importante transformación de la ciudad y otras urbes del mundo. Los expedientes revisados muestran las ambivalencias generadas por una ciudad creciente y contrastante, y trae a la reflexión los entrecruces entre historia de la sexualidad, geografía y género que han desarrollado en diferentes líneas Linda McDowell (1999) y Jeffrey Weeks (2012). Esto permite sugerir que, en el periodo estudiado, cualquier espacio no doméstico, desde la calle, los lugares de trabajo, y los centros de esparcimiento -parques, neverías, cafés, cines y cabarets- estaban atravesados por una jerarquía de género que privilegiaba la presencia masculina en tales sitios y excluía a las mujeres, percibidas socialmente como fuera de lugar.

Llama la atención que lo anterior pudo observarse tanto en los expedientes de mujeres menores que podrían clasificarse como clase media, como en los de aquellas de sectores populares. En ambos casos, las salidas podían considerarse amenazantes, a menos que las jóvenes asistieran a la escuela o comprobaran que acudieron a casas “honorables”, lo cual no dejaba de despertar preocupación en sus padres. En el caso de los varones, también hubo lugares considerados amenazantes, concretamente aquellos donde había sospecha o evidencia de prácticas homosexuales. En ese sentido, la identificación de espacios inapropiados ratificaba los limites sexuales diferenciados para hombres y mujeres y reproducía la heteronorma sexual.

Una tercera conclusión es que la relevancia que familias e instituciones dieron al domicilio familiar, como lugar ideal para el desarrollo de las menores, tenía sus matices, es decir, su idoneidad no se daba por sentado. La valoración del domicilio estaba atravesada por dos ejes. Uno socioespacial que valoraba las características funcionales de la vivienda, del barrio, sus habitantes y sus lugares; de ahí que en más de un caso el Tribunal prescribiera que la familia o al menos la menor cambiara de residencia a un mejor rumbo. El otro eje tenía que ver con la dinámica familiar y su cumplimiento con los mandatos de género. En ese sentido, el que la joven viviera con sus padres, que estos estuvieran casados legítimamente y que las relaciones de autoridad colocaran a la cabeza al varón, eran parte de esa valoración. Cuando el hogar adolecía en alguno de estos aspectos, la decisión del Tribunal solía canalizar a las menores a alguna de sus instancias para que recibieran tratamiento tutelar.

La cuarta conclusión tiene que ver con que, además de ofrecer un panorama claro sobre las expectativas sociales diferenciadas para menores y jóvenes según su género, los casos pincelan la manera en que las menores respondieron ante tales exigencias. En ese sentido, su comportamiento disruptivo da cuenta de su agencia y su resistencia, en distinto grado, ante las normas de género establecidas. Aunque no podemos saber en todos los casos cuál era la opinión de las jóvenes sobre las normas y prescripciones sociales que se cernían sobre ellas, algunos ofrecen pistas sobre la experiencia opresiva de los límites socialmente aprobados.

Para finalizar, es fundamental subrayar dos temas presentes en los expedientes que por la extensión de este texto no fue posible discutir. El primero es el tópico de la homosexualidad femenina, aparecido en cinco casos. Ante los limitados espacios de sociabilidad femenina que entonces existían, los expedientes dan pistas sobre las posibilidades que lugares como las casas de las amigas, la escuela y las instalaciones mismas de las instancias del Tribunal ofrecían para este deseo fuera de la norma social. El segundo tópico que amerita un trabajo aparte es el de la violencia sexual, que desafortunadamente está presente en el 27% (17 casos) de los expedientes de menores mujeres. Esta incidencia en casi la tercera parte de los casos, y la ausencia de medidas encaminadas a sancionar a los agresores, es indicativo del grado de normalización de estas prácticas.

No podemos saber si después de 1970 hubo un viraje en la manera en que se definieron las transgresiones a las normas de género en la mirada del tribunal, pues no hay archivos de fecha posterior. Pero podemos suponer que la vigilancia sobre el comportamiento femenino disminuyó, al menos gradualmente, si consideramos que, en la década de 1970, en medio de los debates sobre el control natal a nivel global y junto con la circulación de imágenes publicitarias y artículos periodísticos que representaban a una “mujer liberada”, comenzó a ganar terreno la gradual aprobación social de la iniciación sexual femenina prematrimonial (Felitti, 2018).

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2Estudio social Luz C. AGN. EMI. caja 1199, expediente 10, 27 de abril de 1964.

3Estudio social María del Refugio H. AGN. EMI, caja 1147, expediente 4, 7 de octubre de 1964.

4Comparecencia Juana P. y Jefe Policía de Prevención Social. AGN. EMI. caja 1147, expediente 4, septiembre de 1964.

5En el periodo estudiado regía el “Reglamento de la Policía Preventiva del Distrito Federal” (Reglamento, 1941, pp. 15-32).

6Frase de uso recurrente. Por ejemplo: Resolución María del Refugio H. P. AGN. EMI. Caja 1147, expediente 4, 29 de octubre de 1964.

7Cada conducta sólo se contabilizó una vez por persona, independientemente de si esta tuvo uno o más ingresos. En todos los casos hubo más de una conducta identificada como irregular.

8La abreviatura DNR es referida como “desfloración no reciente” y como “desgarro no reciente”, refiriendo el estado del himen de la menor. Resolución Ana María A. P. AGN, EMI. Caja 1119, expediente 9, 23 de julio de 1964.

9Estudio social Bertha A. R. AGN. EMI. Caja 1291, expediente 4, 24 de febrero de 1969.

10Carta de Margarita D. a Juez Dolores Alcántara. AGN. EMI. Caja 963, expediente 8, 9 de febrero de 1962.

11Estudio social Ma. Pilar O. AGN. EMI. Caja 963, expediente 8, el 16 de abril de 1962.

12Estudio social María del Carmen B. AGN. EMI. Caja 1124, expediente 9, 11 de diciembre de 1965.

13Estudio social Martha L. AGN. EMI. Caja 1020, expediente 10, 7 de octubre de 1964.

14Estudio social Ma. Del Carmen J. R. AGN. EMI. Caja 1172, expediente 12, 13 de mayo de 1966.

15Estudio social Héctor G. AGN. EMI. Caja 1021, expediente 3, 30 de septiembre de 1963, f.1.

16Resolución Georgina R. R. AGN. EMI. Caja 694, expediente 11, 1 de julio de 1954.

17Oficio de Dr. Edmundo Buentello al C. Director de los Tribunales para Menores. AGN. EMI. Caja 694, expediente 11, 21 de diciembre de 1957.

18Comparecencia Alvina G. y subjefe Policía de Prevención Social. AGN. EMI. Caja 1130, expediente 1, 18 de mayo de 1966.

19Comparecencia Cristina R. y Jefe Policía de Prevención Social. AGN. EMI. Caja 949, expediente 5, 28 de agosto de 1962; Estudio social Georgina R. AGN. EMI. Caja 949, expediente 5, 31 de agosto de 1962; Estudio social Elvia G. R. AGN. EMI. Caja 1107, expediente 7, 29 de abril de 1961.

20Estudio social Alma P. AGN. EMI. Caja 1207, expediente 15, 13 de febrero de 1968; Comparecencia Juana P. y Jefe Policía de Prevención Social. AGN. EMI. Caja 1147, expediente 4, 24 de septiembre de 1964. Donna Guy (2011) refiere que, en la primera mitad del siglo, las instituciones carcelarias de mujeres ponían especial énfasis en la realización de tareas domésticas como práctica rehabilitadora.

21Estudio social María Eugenia M. AGN. EMI. Caja 1091, expediente 7, 13 de marzo de 1964.

22Estudio social María Eugenia M. AGN. EMI. Caja 1091, expediente 7, 10 de febrero de 1965.

23Estudio social Ma. del Carmen B. AGN. EMI. Caja 1124, expediente 9, 11 de diciembre de 1965, f. 3.

24Estudio social Silvia G. AGN. EMI. Caja 1152, expediente 16.

25Resolución Silvia G. por Juez Margarita Trejo L. AGN. EMI. Caja 1152, expediente 16, 9 de febrero de 1967.

26Estudio social Ana María C. AGN. EMI. Caja 989, expediente 1, 28 de abril de 1963.

27Resolución María Consuelo J. por Profa. Dolores Alcántara. AGN. EMI. Caja 682, expediente 2, 3 de mayo de 1957.

28Estudio social Consuelo J. B. AGN. EMI. Caja 682, expediente 2, 27 de septiembre de 1957.

29Estudio Isabel H. AGN. EMI. Caja 1383, expediente 11, 4 de octubre de 1955, f. 2.

30Estudio social María del Refugio H. AGN. EMI. Caja 1147, expediente 4, 7 de octubre de 1964.

31Estudio social Héctor G. AGN. EMI. Caja 1021, expediente 3, 30 de septiembre de 1963, f. 3.

32Informe de la TS. Concha Elorduy sobre Georgina R. AGN. EMI. Caja 949, expediente 5, 5 de octubre de 1963.

33Estudio social María Elena R. AGN. EMI. Caja 1198, expediente 2, 6 de diciembre de 1967.

34Estudio social Ofelia R., AGN. EMI. Caja 1130, expediente 1, 26 de mayo de 1966, f. 1.

35Estudio psicológico Jovita A. AGN. EMI. Caja 1163, expediente 10, 31 de marzo de 1965.

36Estudio social Ángeles E. AGN. EMI. Caja 957, expediente 15, 9 de abril de 1960; Estudio social Amalia D. AGN. EMI. Caja 1123, expediente 13, 6 de junio de 1966.

37Carta de Edmundo Buentello a C. Director de los Tribunales para Menores. AGN. EMI. Caja 694, expediente 11, 21 de diciembre de 1957; Oficio del juez calificador a C, Presidente del Tribunal para menores. AGN. EMI. Caja 949, expediente 5, 3 de septiembre de 1963; Estudio social María Inés M. AGN. EMI. Caja 1096, expediente 16, 19 de septiembre de 1963; Carta de Asunción C. dirigida al Juez del Segundo Tribunal. AGN. EMI. Caja 989, expediente 1, 19 de abril de 1963.

38Estudio social Héctor G. AGN. EMI. Caja 1021, expediente 3, 30 de septiembre de 1963, f. 3.

39Estudio social Ma. Eugenia M. AGN. EMI. Caja 1091, expediente 7, f.3.

40Informe del agente Enrique Medina al Jefe de Policía de Prevención Social. AGN. EMI. Caja 1124, expediente 9, 13 de junio de 1966.

41Estudio social Ana María C. AGN. EMI. Caja 989, expediente 1, 28 de abril de 1963.

42Carta de Juan C. Colón al jefe de policía, General Luis Cueto (Últimas Noticias, 14 de mayo de 1965, p.4).

43Informe del agente Enrique Medina al Jefe de Policía de Prevención Social sobre María del Carmen B. AGN. EMI. Caja 1124, expediente 9, 13 de junio de 1966.

44Estudio social de Ana María C. AGN. EMI. Caja 989, expediente 1, 18 diciembre 1963.

45Estudio social de Elvia G. firmado por TS Maura Hernández Torres. AGN. EMI. Caja 1034, expediente 19, 4 de noviembre de 1964, f. 3.

46Resolución Judith V. AGN. EMI. Caja 1034, expediente 18, 7 de diciembre de 1964.

47Resolución M. Elvia G. AGN. EMI. Caja 1034, expediente 19, 12 de noviembre de 1964.

48Estudio social María de la Luz C. AGN. EMI. Caja 1199, expediente 10, 20 de diciembre de 1967, f. 2.

49Estudio social Esthela A. AGN. EMI. Caja 1191, expediente 11, 9 de junio de 1967, f. 1.

Recibido: 20 de Agosto de 2023; Aprobado: 21 de Noviembre de 2023

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