Introducción
El presente trabajo deriva de una investigación más amplia sobre el consumo de los enemigos de guerra entre los nahuas del Posclásico tardío (Declercq 2018). Aunque, en esta formulación, el vínculo entre el canibalismo y la guerra es lógico (la razón de la guerra es capturar un enemigo con el fin de sacrificarlo y consumirlo), no explica los motivos de esta dinámica. Mientras el proyecto avanzaba, surgió la inquietud de que no se pueden entender ni la antropofagia1 ni esta guerra de captura (tan particularmente descrita en las fuentes históricas, y a veces denominada como guerra florida) sin establecer una serie de nexos con otros fenómenos sociales, en ocasiones aparentemente alejados de la temática central que nos interesaba.
En un análisis anterior (Declercq 2018; 2020), también hemos cuestionado dos explicaciones sobre la guerra florida que consideramos demasiado reduccionistas: primero la teoría de la «guerra sagrada» (sintetizada en Canseco Vincourt 1966), que reduce la batalla a la búsqueda de una víctima para la comunión con las deidades hambrientas que sustentan el cosmos. La segunda explicación critica a la primera, eliminando los elementos religiosos y convirtiendo a la guerra florida en una táctica geopolítica de tipo ceremonial para dominar enemigos resistentes (Hassig 1988). Mientras que la segunda teoría nos parece inverosímil, no descartamos la primera totalmente, aunque, como veremos, la consideramos insuficiente.
Acerca de la captura de prisioneros, Scherer y Verano (2014, 12) comentan: Considering the ubiquity of scenes of prisoner display in Pre-Columbian art, however, we must question whether captives had some specific significance in the Pre-Columbian worldview. Is this display simply a favored stylistic convention, or does it point to the prominence of captive-taking as an objective in war? If so, what does the prominence of captive-taking say about the nature of Pre-Columbian war? Was the entire motivation for war the taking of captives, perhaps for ritual sacrifice as some have suggested? Or do captives figure prominently in Pre-Columbian art because they possessed deeper sociopolitical significance pertaining to the outcome of war?
Nuestro objetivo aquí es indagar sobre estos significados sociopolíticos. En un trabajo anterior (Declercq 2018; 2020), demostramos que la raison d’être de la guerra florida se encuentra en los vínculos entre el acto violento, el sistema sociopolítico indígena de parentesco y la reproducción social. Se trata de un conflict que permite, como alternativa a la alianza matrimonial, la construcción de una relación depredadora con seres de la alteridad relevantes (el enemigo), es decir, culturalmente cercanos. A diferencia de las obligaciones de reciprocidad vinculadas a la relación matrimonial, los nexos a través de la guerra parecen liberarse de estos compromisos, y ofrecen ventajas adicionales. Más adelante, presentamos un relato del siglo XX en el que los indígenas mixe rechazan claramente la opción de la alianza matrimonial, en favor del conflicto.
Ampliamos el estudio con un análisis, siguiendo a Olivier (2010), acerca del carácter de las relaciones entre grupos nahuas del Posclásico tardío, tanto a nivel histórico como en la dimensión mitológica. Sabemos que los conflictos originarios entre parientes desembocaban en una ola de separaciones durante las migraciones fundacionales. Con base en el concepto de mutuality of being, o de identidades compartidas de Marshall Sahlins (2013), cuestionamos la idea de la construcción de una identidad propia derivada de estos conflictos (Castellón Huerta 1987; Navarrete Linares 2011).
En el mito sobre el origen de la guerra sagrada, los adversarios (los mimixcoa) se parecen unos a otros. A nuestro juicio, el nacimiento en el mismo día de sus protagonistas, los cinco mimixcohua y sus cuatrocientos homónimos (Leyenda de los soles 2011, 185, 187), se relaciona con el concepto indígena de gemelaridad. Con Camaxtli-Mixcóatl como deidad tutelar de los nahuas del valle de Puebla-Tlaxcala, enemigos de la Triple Alianza, los ámbitos mitológicos e históricos se entrelazan (Olivier 2010, 468). Concluimos que la guerra florida era una muestra de la interdependencia mutua (dentro de una red de relaciones que se perfila compleja) que llevaba a la disolución de la identidad autónoma.
La reflexión que presentamos aquí surgió de una invitación del Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos (cemca) para exponer nuestras inquietudes acerca de la guerra florida. Para el análisis, haremos uso de algunos conceptos antropológicos acerca de la guerra amerindia, formulados originalmente para las comunidades de las tierras bajas de Sudamérica y, por otra parte, en los Estados Unidos. Se podrá objetar que esta comparación entre culturas con una organización social tan distinta implica ciertos peligros interpretativos (algunos dirán que se trata de un ejercicio en vano). Sin embargo, consideramos que la lógica de las guerras floridas y sus estrategias bélicas, distintas a las guerras de conquista para exigir un tributo, tiene un trasfondo comparable con otros casos del mundo amerindio (que, a diferencia de Mesoamérica, perduraron hasta los siglos XIX o XX), sin olvidar sus características particulares. De la misma manera, el manejo de teoría antropológica para el estudio de las fuentes históricas no debe de ser un obstáculo metodológico. Cabe señalar que el uso de datos etnográficos (regionales) para la construcción de modelos históricos explicativos tiene una larga tradición en los estudios mesoamericanos.
Pensamos que el ejercicio es fructífero y que complementa nuestras ideas anteriores, a partir del estudio fundamental acerca de la guerra del etnólogo Pierre Clastres, basado en su teoría política de la «sociedad contra el Estado» ([1977] 1996). Su análisis nos permite entender de qué manera las guerras floridas eran un obstáculo para los objetivos expansionistas de la Triple Alianza. Nos interesa en particular su discusión con Lévi-Strauss acerca de la guerra y su relación con el intercambio. Aunque algunos de sus argumentos han perdido algo de validez (se trata de una crítica de antropología política), el trabajo de Clastres fue la base de varios estudios posteriores acerca de la política y la guerra amazónica.2
No es casualidad que autores como Calavia Sáez (2020, 73) caractericen la guerra florida como un «modelo bélico no-estatal». Los mexicas y sus aliados conocían tanto la guerra de expansión para exigir el tributo, como la dinámica bélica para capturar prisioneros, dos tipos de guerra que Alfred Métraux (1949, 383) adjudicó a dos sistemas de jerarquía social distintos.
Volviendo a Mesoamérica, es importante señalar que en el enfoque académico tradicional prevalece la noción de que la captura de prisioneros tenía fines sacrificiales en función de una relación recíproca entre humanos y dioses, por medio de la consagración de la víctima y la comunión con las deidades, basado en Robertson Smith (1846-1894) y la clásica definición de Hubert y Mauss ([1898] 1964, 10-13). En dicha explicación, la identificación entre el guerrero y su cautivo, o la asimilación del sacrificante con la víctima-sustituto, ha sido la esencia del análisis (Graulich 2005, 165, 349-350; Olivier 2015, 341, 627; 2004, 397-402; 2010, 466-467; Baudez 2010, 2013). En palabras de Graulich (2005), se trataba de inmolar víctimas dignas para ofrendar a los dioses.
Sin ignorar esta percepción fundamental, nosotros pretendemos ampliar el campo de estudio y tomar en cuenta la observación de Descola (1993, 171) de no olvidar los aspectos sociológicos (no nos referimos a una dicotomía sagrado/ profano) cuando se trata de explicar los conflictos bélicos y el tratamiento de los enemigos capturados. Consideramos que la argumentación del sacrificio del «otro» como sustituto y como manifestación pragmática del autosacrificio, subestima la relevancia de la captura del otro como forma de socialización intercomunitaria y como productora de identidad y transformación. En pocas palabras, se trata de profundizar en el potencial de la relación (Neurath, 2020), con base en conceptos como «alteridad constitutiva» (Erikson 1986; Vilaça 2002, 349; Fujigaki Lares 2015, 62). En este sentido, la guerra florida se perfila como una forma violenta de intercambio de «identidades antagónicas» (Taylor 2000; Neurath 2020), basada en los principios de una relación de depredación.
Breve descripción de las guerras según las fuentes
Las fuentes históricas del siglo XVI describen una serie de guerras en los siglos XIV y XV entre distintos pueblos (altépetl) del Altiplano Central de México cuyos objetivos no eran ganar tierras, exigir tributo o conquistar comunidades (Alva Ixtlilxóchitl 1975, 2:112; 1:405). La intención tampoco era matar enemigos, al menos no en el campo de batalla. Según fray Diego Durán (1984, 1:34), «en aquellas batallas y reencuentros más pugnaban por prenderse que por matarse unos a otros, y este era su fin: prender y no matar [...] solo traer de comer al ídolo y a aquellos malditos carniceros, hambrientos por comer carne humana».3 En palabras de fray Toribio de Benavente (2001, 101), «tenían para ejercitarse en la guerra y tener cerca de dónde haber cautivos para sacrificar, que no por pelear y acabarlos...». En su Relación de Texcoco, señala Juan Bautista Pomar (1941, 16): «El modo y orden que en esto tenían era que los enemigos que en la guerra podían matar no los mataban, antes los tomaban vivos y traían presos á fin de sacrificarlos».
Sahagún (1950-1982, 6:74) habla de yaomiqui o ‘muerte florida’. Estas guerras se llevaban a cabo entre comunidades vecinas, o dentro de un área geográficamente cercana. Aunque, sin duda, se conocían estos conflictos en otras partes de México (véanse los distintos testimonios en las Relaciones Geográf icas del siglo XVI), los más conocidos se llevaron a cabo entre grupos de la Triple Alianza (Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan) y los enemigos del valle Puebla-Tlaxcala, principalmente Tlaxcala o Huexotzinco. Se decía que el dios de los mexicas, Huitzilopochtli, prefería comer la carne de estos vecinos que la de los pueblos lejanos y «bárbaros» (Durán 1984, 2:232, 233).4 Así, por ejemplo, «[En el año 1484] Nezahualpilli [de Tezcoco] iba a Huexotzinco a cautivar» (Chimalpáhin Cuauhtlehuanitzin 2003, 157).
Hay que señalar otra característica fundamental: si los mexicanos se enfrentaban para buscar prisioneros, los enemigos de Tlaxcala y Huexotzinco «también decían lo mismo de los mexicanos y que de ellos prendían y sacrificaban tantos, como los otros de ellos» (Benavente 2001, 101). Este último rasgo, que describe una dinámica de objetivos mutuamente compartidos, es esencial para entender el aspecto relacional del conflicto. Además, contradice la idea de que los ritos sacrificiales y antropofágicos eran un invento del imperio mexica con el fin de causar terror y debilitar a los adversarios.
Otro aspecto esencial que queremos señalar son las invitaciones y los encuentros secretos con el enemigo para presenciar los ritos sacrificiales. Para las ceremonias de la elección de Moctezuma II, «vinieron a estas fiestas hasta los propios enemigos de los Mexicanos como eran los de Michhuacan y los de la provincia de Tlaxcala, á los cuales hizo aposentar el Rey y tratar como á su misma persona, y hacerles tan ricos miradores desde donde viesen las fiestas, como los suyos, aunque encubiertos y disimulados, y salían, en los bailes y fiestas de noche, con el mismo Motecuczuma, el cual los trataba con tanta cortesía y discreción, que los dejó admirados y no menos gratos» (Códice Ramírez 1975, 75). A nuestro juicio, este proceder devela un pacto secreto (y por lo tanto sagrado), en donde los jefes evocan y aseguran la obtención de bienes (Walens 1981). Así cuenta la Relación de Michoacán (Alcalá 2011, 189) como durante los preparativos para la guerra, un sacerdote «nombraba todos los señores de sus enemigos, por sus nombres a cada uno, y decía: “tú, señor, que tienes la gente de tal pueblo en cargo, rescibe estos olores y deja algunos de tus vasallos para que tomemos en las guerras”».5
«Los enemigos de casa»6
Con base en los testimonios de los cronistas, se puede definir la guerra florida como un enfrentamiento entre dos o más partidos que comparten el mismo objetivo final: capturar el enemigo -no matarlo- con fines sacrificiales y antropofágicos. Se entiende que la confrontación es temporal y que no se trata de dominar o conquistar el territorio del otro. Destaca también una clara preferencia en la selección del enemigo. En ocasiones, el enemigo participaba de manera secreta en ceremonias destacadas.
Después de esta descripción, vale la pena retomar la pregunta de Ross Hassig (2003, 50): «¿por qué tan pocos enemigos se involucraban en las guerras floridas?». La respuesta a esta pregunta la dio Ceballos Novelo en una publicación titulada «Sentido religioso y social de la llamada Guerra Florida». Este estudio, que no se suele mencionar en la discusión sobre este tema, incluye ideas de un trabajo inédito de José García Payón. Según Ceballos Novelo (1939, 492), «el pacto de la guerra religiosa se efectuó entre pueblos del mismo origen étnico, […] tenían los mismos antecedentes culturales, especialmente, las mismas concepciones míticas». En este sentido, no era extraño que se combatieran para sacrificar prisioneros, ya que compartían «semejantes divinidades». Posteriormente, según estos autores, las «distinciones» que se podían obtener a través de la captura adquirieron más importancia.
El papel de la cercanía (geográfica-cultural) y la identidad compartida entre adversarios resulta fundamental.7 Alva Ixtlilxóchitl (1975, 2:112; 1:544) los define como «los enemigos de casa». La guerra florida se ejecutaba con algunos «otros», no con «todos», o, como decía Todorov (1987, 84), la víctima sacrificial ideal no era «ni semejante, ni totalmente diferente».8 Baudot (2004, 63) describe a Tlaxcala como el enemigo más cercano a la «identidad mexicatl», según el francés, «una noción muy restrictiva de la auténtica humanidad».
Cuando los mexicas se acercaron a Coatépec durante su migración, los otomíes que moraban en la región comentaron que los recién llegados no eran humanos (amotlaca), sino malvados y bellacos (Alvarado Tezozómoc 1998, 28-50), una calificación que encontramos con frecuencia en la mitología para denominar al otro.9 Esta observación explica por qué los pueblos lejanos eran llamados «bárbaros», cuya carne no era tan apreciada por el dios mexica, Huitzilopochtli (Durán, 1984).10 Si las exigencias acerca de los prisioneros eran tan precisas y selectivas, no era para menos: la captura de un prisionero se asemejaba a un proceso de procreación, seguida por la asimilación entre el guerrero captor y su cautivo; una relación considerada de padre e hijo.11 Por medio de mecanismos de «humanización» o nauatizque («nahuatlización» o ‘conversión en un nahua’), se producían e incorporaban personas reales y virtuales.12 El prisionero se «domesticaba» a partir de este extraño proceso de consanguinidad. Por la misma razón, un guerrero noble capturado normalmente ya no era bienvenido en su comunidad de origen (Alcalá 2011, 161).13
La enemización del guerrero captor
El guerrero captor, en cambio, era sujeto a un proceso de transformación a la inversa, es decir, se «enemizaba».14 Los indígenas consideraban que la construcción de un vínculo con cualquier sujeto (humano o no-humano) ajeno a la propia comunidad y con suficiente tonalli iba acompañado de todo tipo de transformaciones en los involucrados. Estas transformaciones podían ser involuntarias y no deseadas. Así, por ejemplo, durante las hambrunas de 1450-1554, los nahuas del centro fueron vendidos como esclavos a los totonacos. Se decía que «la gente se atotonacó» (netotonacauilloc, Códice Aubin 2017, 58-59), es decir, devinieron totonacos. A través de la convivencia, se adquirió la misma esencia.15
El caso de la «enemización» por medio del prisionero se evaluó como algo peligroso, pero positivo. No estamos bien informados acerca de estos procesos en el caso de los antiguos nahuas. Sin embargo, hay indicadores de que un guerrero se apropiaba de ciertas propiedades del prisionero como «persona», por medio de su captura.
Las mutaciones parecían funcionar en direcciones opuestas en ambos casos: tanto la enemización del captor debía ser controlada para evitar excesos, como la domesticación del prisionero podía llegar a disminuir demasiado su ferocidad (que debía demostrar por última vez en el temalácatl). Aunque la prohibición por parte del captor de comer la carne de su propio prisionero se explica debido al lazo de parentesco construido y la consecuente identificación del uno con el otro, también se explica por el «exceso de sangre» que el captor llevaba en su estómago debido a la captura de su cautivo (se podría decir que la consustancialidad se realizaba desde la captura).16
La más prestigiada mutación o «devenir otro» (Viveiros de Castro 1992, 254) se lograba a través de la captura de un hombre noble masculino, culturalmente reconocido, como máxima potencia de tonalli (‘calor, fuerza anímica’), tequayotili (‘ferocidad’) y tléyotl (‘fama’).17 A esto hay que agregar la potencia sexual del «extranjero»: Olivier (2015, 653) demostró como el tlatoani mexica se transformó ritualmente en el principal dios enemigo para la gestación de Huitzilopochtli-Yáotl.
Se decía de Moctezuma que los cautivos lo rejuvenecían, se erguía, vivía más tiempo, se llenaba de fama. Encima de todo, «se embravecía. Así se hacía temible», motecuantlalia. Ic motlamauhtilia (López Austin 2012, 241). En otras palabras, se convertía potencialmente en un tecuani o caníbal. El tlatoani era el máximo exponente de ferocidad guerrera (tequayotili o tequayotl) (Los once discursos sobre la realeza 1992; Olivier 2008, 281; 2015, 447), ca ti-tequani-uh ca ti-tequa-ca-uh, «porque eres una fiera, porque eres su fiera». La fuerza tonalli se encontraba principalmente en ancianos que habían acumulado prestigio y fama (tléyotl), asociada al temperamento y valor de cada individuo (López Austin 2012, 231, 298), a nuestro juicio, el perfil de un hombre con múltiples hazañas en el campo de batalla.18
Esta interiorización del enemigo se multiplicaba con cada cautivo.19 Se expresaba a través de una diferenciación exterior, en forma de signos corporales de prestigio, pero también, y a diferencia de las tierras bajas sudamericanas, por medio de bienes materiales.20 Además, la captura de prisioneros entre la nobleza guerrera era una condición necesaria para poder casarse.21 Se puede decir que la producción de un hijo virtual enemigo resultaba en la posibilidad de la reproducción biológica.22
En este sentido, el sacrificio del otro como expresión de una relación sobrepasa la noción de un yo otorgado como un don a los dioses. Si la inmolación del otro en la mitología se asocia claramente con el inicio de la guerra sagrada y con su papel de sustituto del autosacrificio para las funciones cósmicas, ¿valdría la pena explorar la necesidad de la captura como un vínculo relacional indispensable para el devenir individual y social durante los tiempos iniciales de las grandes separaciones?
Con la muerte de la víctima no desaparecía la «persona-enemigo». Todo lo contrario, se daba la incorporación permanente del otro en el interior del captor (incluyendo su muerte simbólica). Otra parte (sustancia) se fragmentaba en hombre-águila para viajar a la Casa del Sol, mientras el fémur obtenía el estatus de cautivo-divino.23 Finalmente, falta mencionar que la cabeza del enemigo era colgada en el tzompantli, un andamio de cráneos humanos que posiblemente representaba un árbol con sus frutos (Taube 2017, 29).
El Enemigo de Ambos Lados
Debido a las transformaciones peligrosas descritas arriba, la constitución social del guerrero oscilaba entre la comunidad propia y el mundo externo. Sin embargo, los episodios descritos en la obra de Sahagún sobre los varones recién nacidos ilustran la ambigüedad ontológica ya al principio de su vida y su conversion -cuando el niño empieza a comer maíz- en un ser humano pleno. En algunos fragmentos emblemáticos, derivados de los discursos que se pronunciaban durante los ritos del nacimiento, se decía: «Si [su nombre era] Yáotl [Enemigo], la partera habla varonilmente, le dice: “Oh Yáotl, Oh Yáotl, toma tu escudo, toma tu dardo, el pequeño escudo, para dar placer a Tonatiuh”» (Códice Florentino, VI, en Olivier 2015, 651).24 Esto llevó a Olivier (2014; 2015, 649-653) a preguntarse: «¿Por qué dar a luz a un enemigo?».
Se decía que la mujer que paría había cautivado un niño (Seler, en Códice Borgia 1963, 1:25; Olivier 2014). En caso de morir durante el parto, la mujer era enterrada con gritos bélicos y se ganaba un lugar en la parte occidental de la Casa del Sol, al igual que los guerreros muertos en el campo de batalla (que iban a la región del este) (Torquemada 1975-1983, 3:92).25 Tal vez el máximo exponente de esta ambigüedad era el dios Tezcatlipoca como Necoc Yáotl, el ‘Enemigo de Ambos Lados’, que provocaba discordia entre la gente (Sahagún 1950-1982, 1:5).26 Recordemos que un himno en su honor decía: Nomatca nehuatl ni Yaotl, «Yo mismo soy el enemigo» (Sahagún 1958, 253). El tlatoani ciertamente es caracterizado durante los discursos de su entronización como «nuestra fiera, nuestro enemigo», totequacauh, toyaouh (Códice Florentino, 6:55, en Olivier 2015, 652). Su otredad se manifiesta durante el mes de Quecholli, cuando dirige una cacería colectiva y retoma el papel del extranjero Mixcóatl, convirtiéndose en el dios cazador de los tlaxcaltecas. Por si fuera poco, se decía que hablaba «en lenguaje extranjero», ticpopolotza (Olivier 2015, 652).
Cabe señalar que Olivier (2004, 61-66), aunque identifica a varias deidades como Yáotl, no atribuye este título a los guerreros mismos. Consideramos que el conjuro en Ruiz de Alarcón (1987, 159, 160) para buscar abejas, en donde «Yaotzin» va en busca de sus tíos (enemigos), «gente que habita en jardines» con «alas amarillas», ciertamente alude a la guerra.27 Pese a que las fuentes no mencionan a los guerreros directos como Yáotl, todo indica que el proceso de enemización va en este sentido. De esta manera, el Enemigo de Ambos Lados parece expresar una condición ontológica antagónica generalizada.
¿Ritos regenerativos en la zona fronteriza con el enemigo?
El caso de la máscara de piel de la diosa Toci
Otro aspecto llamativo dentro de los procesos de enemización son una serie de ritos realizados en la zona fronteriza con el enemigo. Durante la veintena de Ochpaniztli, un personaje con el título de Cuauhnochtli (‘tuna de las águilas’, una metáfora para los corazones de los cautivos sacrificados, Caso [1927] 2006, 79) llevaba el corazón de la ixiptla de la diosa Madre Toci, al pueblo de Huexotzingo (territorio enemigo), donde lo enterraban entre los guerreros muertos, caídos en las guerras contra Tlaxcala (Costumbres, f iestas, enterramientos 1945, 48, 348r). Después de su sacrificio, la víctima era desollada. En palabras de Sahagún (2003, 1:194, 196); (1950-1982, 2:122), se llevaba el «pellejo del muslo» al templo de su (recién nacido) hijo Cintéotl Itztlacoliuhqui, el dios del maíz «frío», del inframundo (Graulich 1999, 127). Poco tiempo después, el joven subía con su «máscara de piel» (mexxayacatl) al cerro Popotl Temi, también en el límite de la región de los enemigos, en las laderas del volcán Iztaccíhuatl. De la misma manera, se enterraba el cordón umbilical de los varones en la frontera con el enemigo, un acto para favorecer la bravura del niño (Sahagún 2003, 1:393). Es de notar que era necesario vigilar estos espacios rituales cercanos a los campos de batalla, ya que los enemigos buscaban robarse estos atributos, y por lo mismo provocaban enfrentamientos (Costumbres, fiestas, enterramientos 1945, 48, 348r; Sahagún 2003, 1:197). Finalmente, la piel de la diosa desollada, al igual que los vestidos de sus aliados guerreros que representaban a los huastecos, eran colgados en un andamio de madera, en el templo de Toci, llamado Tocititlan, ubicado en el límite de la ciudad (Durán 1984, 1:148; Sahagún 2003, 1:199).
Antes de comentar esta notoria costumbre, volvamos un instante a la extraña máscara hecha de la piel del muslo de la diosa Toci. Según el análisis de Thelma Sullivan (1974, 258), la máscara alude a «algo» que cubría al hijo al nacer. En su opinión, se trata de un exceso de semen. La autora llega a esta conclusión con base en el discurso de una partera en la obra de Sahagún (2003, 1:541), en donde se señala que no abstenerse de la actividad sexual antes del parto podía generar una sustancia pegajosa, y riesgosa. Deshacerse de la máscara al final de la fiesta simbolizaría su nacimiento y purificación, y, en combinación con el abandono simultáneo del cordón umbilical en la frontera con el enemigo, expresaría en conjunto su misión como futuro guerrero, como señala Sahagún.
Para López Austin (1967, 41) el tocado completo representa la helada. Opina que se trata de un acto mágico de protección a la próxima cosecha de maíz, y que dejan la máscara de «hielo» en perjuicio de sus vecinos enemigos. Graulich (1999, 95, 107, 130, 131) retoma a López Austin y a Seler y, a diferencia de Sullivan, considera que es más bien el algodón que cubre el cuerpo completo del dios del maíz que representa al semen. La máscara, hecha de la piel -el sexo- de la diosa, sería la expresión de «suciedad», la mancha y el primer pecado. En combinación con el sombrero de obsidiana de Cintéotl Itztlacoliuhqui, se trataría de la expulsión del pecado y el frío hacía el enemigo. Mazzetto y Rovira Morgado (2014, 111) señalan que tanto Tocititlan como Popotl Temi son zonas liminales: «uno era la reproducción del otro: el primero integrado en la dimensión cultural, el segundo en la dimensión natural». Siguiendo a Dehouve (2009, 28), el abandono de estas partes corporales (y atributos asociados) consagradas podría corresponder a ritos de expulsión.
Otra posible explicación que queremos plantear es que la máscara que cubre el rostro del joven dios representa la placenta de la Madre Toci. Reconocemos que esta hipótesis se basa más en la teoría general de la relacionalidad que en datos concretos en las fuentes. Planteamos que el enterramiento de estas partes corporales (incluyendo vestidos u otros atributos) en lugares fronterizos podría estar vinculado con las distintas formas de socialización entre los enemigos que hemos planteado aquí, con fines regenerativos de la alteridad.
Es notable que hay cierta contradicción en los propósitos de las ofrendas fronterizas. Si la máscara de piel correspondiera a la expulsión de un objeto sagrado y peligroso, como lo plantean Mazzetto y Rovira Morgado, es cierto que inhumar el cordón umbilical del varón tendría fines de reforzamiento del carácter bélico para el niño. Otros autores argumentan que podría corresponder a fines mágicos agrícolas, con efectos negativos para los vecinos. En tal caso, nos preguntamos: ¿Por qué no los escondían en lugares más secretos? Y, mientras el abandono de un «exceso de semen» podría compensar las manchas y purificar la mente de lo sucio, ¿cómo explicar el traslado en manos de Cuauhnochtli del corazón de Toci? ¿Cómo explicar la presencia inmediata de guerreros enemigos en estos sitios sagrados? ¿Los enemigos atacaban con el deseo de poseer un trofeo nuevo o querían eliminar los poderes mágicos y malevolentes introducidos en su hábitat?28 Sea como fuere, llama la atención que escogían la tierra de los «enemigos de casa», las víctimas sacrificiales por excelencia, para depositar estos órganos.29 ¿En este sentido, nos preguntamos si estos ritos de expulsión no tenían fines regenerativos, con el fin de garantizar cautivos «idénticos» para las guerras sin fin? Para la producción de un hijo-cautivo y el proceso de identificación consanguínea, lo más fructífero consistió en un split del propio ser. ¿La placenta representaba un doble yo, como era el caso en muchas culturas amerindias? (Viveiros de Castro 2001, 32). Entre los tzeltales actuales, las almas del feto se encuentran en contacto con la placenta, es decir, fuera. La placenta debe ser enterrada para que el recién nacido crezca «de manera singular» (Pitarch 2013, 22-23).30 Dehouve (2009, 28) observa que a menudo, los ritos de desplazamiento adquirían una doble función contradictoria de expulsión y de obtención. A nuestro juicio, se trataría aquí de una expulsión desde el punto de vista mexica, y de obtención y beneficio para el enemigo.
Siguiendo a Viveiros de Castro (2001, 32), en esta «dimensión natural» (Mazzetto y Rovira Morgado 2014, 111), el enterramiento del doble tendría lógica. En términos antagónicos, el destino terrestre por medio de la putrefacción de su cordón umbilical y la placenta garantizarían un destino solar del varón recién nacido.31 En estas áreas liminares de fecundación, donde ambas comunidades abandonan/entregan de manera recíproca a la víctima (cautivos de guerra), la inhumación de elementos de identidad/alteridad podrían ser signos de intercambio regenerativos.
Es notable que después de haberle puesto al niño el nombre de alguno de sus «antepasados», se invitaba a los muchachos del barrio, que «representaban a los hombres de guerra», a consumir un plato que llamaban «el ombligo del niño». Y gritando, decían: «Venid acá; venid a comer el ombligo de Yáutl» (Sahagún 2003, 1:575). De manera curiosa, los jóvenes personificaban guerreros muertos en batalla, debido a que «se habían robado la ofrenda del cordón umbilical del niño» (Sahagún 1950-1982, 6:204),32 tal como los enemigos reales en Popotl Temi (Costumbres, fiestas, enterramientos 1945, 48, 348r).
¿Es posible que estos actos simbolizaran la posición ontológica de Necoc Yáotl o ‘Enemigo de Ambos Lados’? A los infantes que nacían en el signo Ce Miquiztli, ‘Uno Muerte’, asociado a Tezcatlipoca, les llamaban Míquiz, Yáotl o Nécoc Yáotl (Sahagún 2003, 1:328).
La guerra florida: Una guerra antiexpansionista
Al integrar la guerra florida en una competencia por el poder geopolítico, la propuesta de Ross Hassig no escapa a la lógica hobbesiana de considerar la guerra como la secuencia de una paz fracasada. Para este autor, se trata de una estrategia de la Triple Alianza, en la que se reduce al adversario a víctima. Esta visión unilateral puede tener validez para las guerras cuyo fin era exigir un tributo. La esencia de las guerras floridas, en cambio, solamente se deja ver si se acepta la intencionalidad pactada entre ambos adversarios, es decir, el carácter bilateral de la relación.33
Recordamos que nuestro objetivo es demostrar que las guerras floridas no tuvieron como fin debilitar el poder político del adversario, sino al contrario, se aspiraba a mantener la autonomía (sin embargo, limitada al ámbito político) de ambas comunidades. Para justificar esta conclusión, hacemos uso de algunos conceptos antropológicos acerca de la guerra y el intercambio.
Tomamos como punto de partida que las guerras floridas formaban una estrategia violenta para establecer una relación de parentesco (como señalamos más arriba). De esta manera, considerando el conflicto en primera instancia como una relación social, nos apoyamos en la teoría del intercambio y la reciprocidad de Lévi-Strauss (1943). El antropólogo francés proponía que las alianzas matrimoniales, como forma de intercambio, evitaban los conflictos bélicos: «La política del matrimonio es la contraparte de la guerra» (127). En un artículo de 1977, titulado «Arqueología de la violencia: La guerra en las sociedades primitivas», que forma parte de una serie de textos sobre antropología política, Clastres ([1977] 1996) elabora una explicación acerca de la guerra amazónica, basada en una serie de argumentos como respuesta al «discurso del intercambio» de Lévi-Strauss. Para este, decía Clastres, el intercambio es la esencia y siempre es superior a la guerra. En dicho modelo, la guerra es vista como la negación del intercambio (principio de la sociabilidad) y, por lo tanto, no puede ser una contribución positiva a la sociedad. En síntesis, si para Hobbes la sociedad primitiva es una sociedad que niega el intercambio (la guerra de todos contra todos), para Lévi-Strauss, en cambio, la sociedad primitiva es el intercambio de todos con todos (198). En otras palabras, es una sociedad idealmente sin guerra.
Clastres ([1977] 1996), por su parte, invierte la teoría de Lévi-Strauss, y prioriza la guerra, como fenómeno esencial de la sociedad, mientras el intercambio (en forma de alianzas) solamente está al servicio de la guerra. En su propuesta, el propósito de la guerra es asegurar la autonomía del grupo. Esta autonomía es fundamental para preservar (204) una diferencia irreductible en relación con los demás. Se trata de una sociedad de múltiples comunidades diferenciadas que se oponen al intercambio por el riesgo de perder su ser mismo, y la capacidad como un «Nosotros» autónomo: «Es un ser indiviso, el cuerpo social es homogéneo, la comunidad es un Nosotros» (212). Además, la guerra es un fin político en contra del intercambio, ya que cualquier forma de intercambio podrá generar poder para un jefe, y resultar en la formación de una sociedad jerarquizada.
Volviendo a la guerra florida, nos preguntamos: «¿Cuáles son los aspectos de la teoría de Clastres que podemos rescatar?». Compartimos su noción de que estas guerras eran una estrategia para construir una entidad política discreta y autónoma. El antagonismo con el extranjero confirmó la noción de un «Nosotros autónomo» (Clastres [1977] 1996, 211, 212). Al crear enemigos, el grupo se crea a sí mismo (Harrison 1993, 128 ). Recordamos que las guerras floridas en ningún momento aspiraban a la toma del poder político ajeno. Es en este sentido que nos atrevemos a definirlas como unas guerras antiexpansionistas. Aunque las fuentes históricas no nos revelan información al respecto, no nos parece improbable que hayan existido tensiones en los consejos militares de la Triple Alianza, entre partidarios de esta guerra llamada Xochiyaoyotl, que según Alvarado Tezozómoc (1975, 632) había de durar «para siempre», y consejeros que defendían una política de expansión.34
«La guerra casaba a los principios opuestos»35
Pero ¿qué sucede con la negación del intercambio de Clastres? Volvamos un instante a las fuentes históricas. Para entender la dinámica de la guerra florida, hemos retomado la observación del cronista Muñoz Camargo (1948, 135, 136), de que los mexicanos y los tlaxcaltecas nunca establecieron un parentesco por medio del matrimonio, mientras «en todas las demás provincias emparentaban los unos con los otros».36 A nuestro juicio, esta dinámica correspondería a una preferencia para obtener «bienes» por medio del conflicto armado. El enunciado es problemático, en primer lugar, porque (hasta donde sabemos) no hay más cronistas que señalen este hecho. En segundo lugar, podría tratarse más bien de un discurso en el contexto colonial de Muñoz Camargo, en defensa de los indígenas de Tlaxcala como aliados de los españoles.
Sin embargo, encontramos apoyo para la propuesta en dos o tres ámbitos: por medio del método comparativo (que no esbozaremos aquí) y en la información histórica y mitológica. Con varios ejemplos de los cronistas, demostramos en otra ocasión cómo las alianzas matrimoniales formaban un obstáculo para la guerra, y cómo en ocasiones los afines eran víctimas de matanzas. En el ámbito mitológico, varias deidades son productoras de discordia. Resumimos aquí un ejemplo ilustrativo, es decir, el episodio en la historia temprana de los mexicas, cuando sacrifican a la hija del señor local de Colhuacan, Achitometl, la «esposa» elegida del dios Huitzilopochtli, dios patrono de los recién llegados nómadas mexicas. Este dios de la guerra, considerado por Durán (1984, 2:41); Alvarado Tezozómoc (1998, 54) un «enemigo de tanta quietud y paz», en cambio decide emparentarse con una diosa colhua que aparece en el instante de la muerte sacrificial de la joven, y es considerada una Yaocihuatl (‘Mujer de la discordia’). Aunque, en un principio, los mexicanos se integraron a Colhuacan «por vía de casamientos, y a tratarse como hermanos y como parientes» (Durán 1984, 2:41), pronto «se enemistaron. Así pues, los que habían tomado mujeres, y las que habían tomado maridos, se ocultaron en el año 8 Tochtli [1318]» (Anales de Tlatelolco 2004, 69, 71, 73). Cabe señalar que, en varios ritos y mitos de los antiguos nahuas, un supuesto matrimonio culmina con el sacrificio de la novia (Graulich 1999, 385).
De manera curiosa, disponemos de un relato del siglo pasado, narrado por unos sacerdotes mixes, que nos parece un buen ejemplo de la problemática que aquí presentamos. Se trata del episodio de un mito acerca de las migraciones fundacionales del pueblo mixe (actual estado de Oaxaca). Una vez establecidos en un lugar llamado Zempoaltépetl, fueron recibidos y aceptados por un dios local, el «dios de la Sala». Pese a esta buena recepción, él exigía tributo y los trataba como sometidos. Los mixes solicitaron la ayuda de su dios solar, mientras entraban en la lucha con los enemigos. El conflicto duró cuarenta días y en ambos lados hubo numerosos decesos.
Después de la derrota nos enviaron unas mujeres que convivieron con nosotros por algunos meses. Disgustado el Dios Sol por esto, las expulsamos a todas, causando con la expulsión el disgusto del Rey de ellas y fuimos nuevamente atacados y destrozadas nuestras chozas, muriendo en este combate 40 de nuestros soldados (Sánchez Castro 1952, 13, 14).
En esta historia antigua de los mixes, el dios del sol parece suspender, al igual que el dios mexica Huitzilopochtli, las alianzas matrimoniales entre hombres mixes recién llegados y mujeres locales y expulsa a las últimas, en beneficio de un conflicto armado.
Regresando con Clastres, lo que vemos aquí es la negación de al menos un tipo de intercambio (el matrimonio), en beneficio de la guerra.37 Al mismo tiempo, refuerza la idea de una relación política de rivalidad entre dos entidades independientes (al romper la alianza, Huitzilopochtli se libera políticamente de los colhuas). De esta manera se evita una intromisión de parentesco que podrá llegar a abolir la distinción entre un Nosotros y los otros.
Hasta aquí seguimos a Clastres. Pero ¿hasta dónde es aceptable su rechazo al intercambio y su defensa de un pueblo «indiviso, homogéneo»? (Clastres [1977] 1996, 212). Aparentemente, la eliminación del intercambio matrimonial (copulación) se reemplazaba por la producción de parentesco por medio de la depredación (consumo). Graulich (1999, 114, 132) señala que el verbo yecoa significa tanto tener relaciones sexuales como hacer la guerra.38
El parentesco virtual de padre e hijo que se presenta como un «intercambio» de hijos-prisioneros es una cosmopolítica que conlleva la disolución de lo indiviso.39 En su estudio sobre la guerra entre los pano, Erikson (1986, 186-189) señala que la alteridad y la violencia son «componentes indispensables de la ontología pano» y define la guerra como una relación de intercambio de energía y de depredación-consumo. En este contexto, el «uso» del otro como un término de parentesco deja entender que se trata de otro «yo». Se considera que este tipo de guerras sirve como un mecanismo creador de identidad (Erikson 1986, 199), que el peligro y el extranjero son necesarios para la perdurabilidad del grupo social (Overing Kaplan 1994, 150), y que estos conflictos consolidan identidades antagónicas (Descola 1993, 172; Taylor 2000, 313; 2006, 69). De esta manera, la alteridad es constitutiva.
Reflexiones finales
Es necesario suavizar un poco la visión de Clastres sobre la negativa de Lévi-Strauss a la guerra. En el caso de la captura de prisioneros y el tratamiento antropofágico, la guerra aseguraba, según Lévi-Strauss, el funcionamiento de las instituciones religiosas.40 Tal vez establecían, aunque de manera «inconsciente» e «involuntaria» pero «en cualquier caso inevitable», las prestaciones recíprocas esenciales para el mantenimiento de la cultura. Quizá el mecanismo no era tan inconsciente como pensaba Lévi-Strauss.
Lo que destaca en las fuentes (y nos puede asombrar) es la intención de optar por una relación violenta. Anne Christine Taylor (2006, 67); también Martin (2021, 170) argumenta que el mundo occidental suele calificar al fenómeno de la guerra como una relación negativa. Sin embargo, en varias sociedades, la violencia en contexto bélico está en el mismo nivel valorativo que el intercambio (Harrison 1993).
Argumentamos que la comprensión de las llamadas guerras floridas está en su integración en la discusión sobre los nexos entre la guerra y el intercambio. Se puede entender a las guerras floridas como una estrategia política violenta, pero valorada positivamente, que generaba un antagonismo ambiguo. La guerra producía entidades políticas autónomas, ya que evitaba que las fronteras políticas se desmoronaran por medio de las alianzas matrimoniales. Se prefería esa discordia para obtener «bienes», en un sociocosmos caracterizado por relaciones múltiples y complejas. Por lo tanto, pese a la reciprocidad matrimonial negativa, la guerra posibilitaba el «intercambio» de prisioneros. En este sentido, es probable que, durante los encuentros secretos con los enemigos, se formara un pacto41 para solicitar mutuamente prisioneros.42
Lejos de organizar el conflicto para mantener la homogeneidad dentro de la comunidad como proponía Pierre Clastres, se trataba de una forma de intercambio depredador, que, a diferencia del intercambio matrimonial, permitía de manera controlada y selectiva incorporar «personas-otros» cercanos e ideológicamente relevantes. En palabras de Vilaça (2002, 359) la depredación y el canibalismo son formas de sociabilidad que producen parentesco.
Las propuestas más aceptadas acerca de la guerra y el sacrificio humano entre los antiguos nahuas se enfocan en el intercambio entre seres humanos y entidades sobrenaturales. Nosotros desplazamos el enfoque hacia el intercambio entre seres humanos (en donde el otro es menos humano, pero siempre con poderes especiales). Como decía Cartwright Brundage (1985, 132): «Both sides recognized a close kinship in the service of the gods». En este ejercicio, hemos abordado a los protagonistas de los conflictos como entidades relacionales.
Además de fungir como un sustituto ideal del yo para el acto (auto)sacrificial y su conversión en un Hijo del Sol, el prisionero garantizaba la adquisición de tonalli (‘calor, fuerza anímica’), tequayotili (‘ferocidad’) y tléyotl (‘fama’), elementos que a su vez generaban una diferenciación individual y social constante. Monaghan (1998, 143) describe como las conexiones con coesencias generan procesos de diferenciación, al igual que jerarquías de poder y vulnerabilidad.
Nos preguntamos: «¿Hasta qué punto la asimilación entre sacrificante y sacrificado-sustituto como manifestación pragmática del autosacrificio corresponde a lo que Viveiros de Castro (1992, 245, 254) llamó una “incorporación narcisista”?». Cabe la posibilidad de considerar la necesaria equivalencia de un solo momento relacional en lo que Lévi-Strauss (1992, 103, 104) llamó las «desviaciones diferenciales» que hacen funcionar el cosmos, ya que no hay verdadera igualdad en las dualidades.43
Las víctimas más cercanas a la humanidad mexica, los nahuas de la región de Tlaxcala, parecen haber sido las más aptas para esta relación de identidad (consanguínea) y de alteridad. Se trata de un intercambio de «idénticos» por diferencias, un «bien» muy estimado en «una sociedad obsesionada con la transformación y la diversidad» (Neurath 2020, 18). ¿Es posible que las inhumaciones (expulsión/incorporación) de distintas partes corporales en la zona fronteriza y la captura de estos elementos por el enemigo funcionaran como signos de intercambio regenerativos? Lo cierto es que las relaciones producían transformaciones, hasta el punto de balancear los dos campos, y convertirse en un «enemigo de ambos lados».
En este sentido, la relación construida por medio de la guerra florida era un mecanismo esencial para la vida social, con implicaciones profundas en el ámbito religioso, social, político y económico. Como «identidades antagónicas», los adversarios de las guerras floridas se mantenían políticamente separados pero indispensables el uno para el otro. En el caso de la Triple Alianza, esta dinámica quizá llegó a ser un obstáculo para los objetivos expansionistas, y aparentemente se perdió la costumbre durante el gobierno de Moctezuma II.