Transcurrió un tiempo y la Princesa le dijo:
-Las cosas andan bien; Silvestre pronto iremos a Buenos
Aires.
Y él, soñando, soñando.
Pero las cosas anduvieron mal y la Princesa no logró su
trono. Opusiéronse don João -el marido receloso- y el
embajador de Inglaterra. Se le esfumó entre las manos,
como otro espectro.
Misteriosa Buenos Aires
Introducción
La noche del 6 de noviembre de 1808, horas antes de embarcarse rumbo a Buenos Aires, Diego Paroissien mantuvo un breve encuentro con Saturnino Rodríguez Peña. Se habían conocido en Montevideo y luego, ya establecidos en Río de Janeiro, tratado ocasionalmente.1 Además de intercambiar algunas palabras, Rodríguez Peña le confió varios documentos, que ahora guardaba en su equipaje: una circular que proclamaba a la regencia de la infanta Carlota Joaquina de Borbón en el Río de la Plata como el único “partido” posible para remover “una dominación corrompida por el abuso de unos ministros codiciosos, y bárbaros”, alcanzar “la feliz independencia de la patria” y hacer frente a “la inesperada mutación” que en España había provocado el avance de las tropas de Napoleón;2 cartas dirigidas a Nicolás Rodríguez Peña, Juan José Castelli, Domingo Antonio de Ezquerrenea, el sacerdote portugués Antonio José Ribeiro de Matos, Félix de Casamayor y el alcalde de primer voto Martín de Alzaga; un pliego con instrucciones precisas sobre cómo contactar a los posibles partidarios y convencerlos de que el plan no tenía por propósito “revoluciones, ni cosas semejantes” y que “el establecimiento del meditado nuevo gobierno” gozaba con la “declarada protección de la Inglaterra.”3 Al entregarle los papeles, Rodríguez Peña lo había convencido de que “no debía tener inconveniente en la conducción de dichas cartas”, ya que contaba con “la protección de la serenísima señora y almirante Smith”.4
Julián de Miguel había abordado la misma fragata, enviado por la propia Carlota Joaquina y con la orden de vigilar a Paroissien durante la travesía. Llevaba consigo además un oficio reservado que debía despachar al virrey del Río de la Plata Santiago de Liniers, donde la princesa denunciaba que la correspondencia transportada por Paroissien contenía “principios revolucionarios y subversivos del presente orden monárquico”, incitaba el “establecimiento de una imaginaria y soñada república” y atentaba, por lo tanto, contra “el legítimo soberano de estos dominios”.5 En el escrito se delineaba asimismo el comportamiento que las autoridades coloniales españolas debían guardar frente a la acusación: la idea original era que atraparan a Paroissien en Buenos Aires, para descubrir y aprehender a los individuos que formaban parte de la trama conspirativa.6 Pero la fragata atracó en Montevideo y los pliegos del agente de Carlota cayeron en manos de Francisco Javier de Elío, gobernador de la plaza, que inmediatamente ordenó la detención de Paroissien, la confiscación de sus pertenencias y el inicio de un sumario en el que se lo acusaba, junto a Saturnino Rodríguez Peña, del delito de alta traición.
Durante el proceso judicial, los actores involucrados desplegaron una sugerente gama de lecturas sobre la crítica coyuntura del imperio español. El orden monárquico había comenzado a resquebrajarse en 1808 debido a la crisis inédita que significó la vacancia en el trono. En el Río de la Plata, dicha crisis se superponía a la situación de provisionalidad e inestabilidad institucional heredada con la invasión y ocupación de la capital virreinal por parte de las tropas inglesas en 1806 y 1807 (Ternavasio, 2009, p. 57). Aunque dicha situación no explica todas las derivaciones que provocó la vacatio regis,7 los episodios que conmocionaron al virreinato durante esa coyuntura -entre ellos, la destitución del virrey en 1807 y el intento juntista de 1809- dificultaron el manejo de la crisis en un marco de cierta calma por parte de las autoridades de la capital, a la vez que pusieron de manifiesto que el orden colonial, aunque aún no era cuestionado, presentaba ciertas grietas antes de 1810.8 Dichas fisuras habilitaron una inusitada politización de las elites que ensayaron diversas alternativas para dar solución a la crisis del orden imperial, y específicamente, a la situación rioplatense. Alternativas tales como la ruptura de los lazos coloniales bajo el protectorado inglés, la opción carlotista, la destitución de autoridades consideradas ilegítimas y la independencia, aparecieron de manera recurrente en los procesos judiciales emprendidos contra todos aquellos individuos acusados de atentar contra la monarquía española.
Este artículo se propone, a partir de la causa sustanciada entre 1808 y 1810 contra Saturnino Rodríguez Peña y Diego Paroissien por sus proyectos “independentistas” para el Río de la Plata, mostrar cómo las autoridades virreinales condenaron tales alternativas para trazar algunos rasgos de la disidencia política, y señalar, también, las derivaciones particulares que en el Río de la Plata tuvo la crisis de la monarquía y del imperio español. El análisis del proceso judicial se plantea en dos niveles. En el primer nivel, se aborda el campo jurídico para analizar el juicio al que fueron sometidos los imputados. La intención no es indagar si efectivamente se ejecutó apegado a las leyes y ordenanzas vigentes, sino aclarar cómo y con qué resultados se hizo, y precisar las estrategias bosquejadas y los recursos manejados por los diversos actores involucrados, para observar el modo en el que su “capital relacional” y su “capacidad de acción” fueron movilizados en coyunturas precisas del proceso.9 En el segundo nivel se trabajan las percepciones y representaciones que rodean al delito denunciado, especialmente aquellas que se desprenden del alegato presentado por el abogado defensor de los acusados, Juan José Castelli. El propósito es desentrañar cómo esos discursos fueron articulados por los actores, atendiendo a las categorías disponibles y a las torsiones que sus significados fueron experimentando.10
Definir la disidencia política no es tarea sencilla, debido a que los elementos que la determinan varían en función del régimen político vigente. Desde el punto de vista historiográfico, y también teórico, algunos autores analizaron el rechazo a la disidencia y a la división del cuerpo político en diferentes experiencias históricas (Castro y Terrazas, 2003; Guerra, 1994; Ibarra, 2002, 2003; Rosanvallon, 2007, 2009; Sbriccoli, 1973). Una caracterización común define a la disidencia como una transgresión, un comportamiento concreto que se aleja del orden establecido. Pero dicha conducta sólo se convierte en una disidencia cuando es considerada como tal desde una posición de autoridad. La figura del disidente es, por esto, esencialmente polisémica y su definición depende del contexto de sus relaciones con la autoridad. Es esta última la que, en definitiva, establece quienes cruzan la imprecisa línea que separa el disenso tolerable de la ruptura con el orden social, delimita y administra el margen admisible de la transgresión (Castro, 2003).
La defensa de ese orden estente implica el castigo de todas aquellas acciones consideradas disidentes: cuando el poder se ve amenazado, juzga y castiga la disidencia. De este modo, y como ha indicado Antonio Ibarra, los procesos judiciales pueden ser analizados como expresión de una cultura de la persecución, de la delación, de la culpa política y de la penalización ejemplar. En ellos, el discurso -en su expresión judicial de interrogatorio- constituye una muestra de los “temores políticos” de una época (Ibarra, 2003, p. 124). Este trabajo se ubica en esta línea de interpretación, puesto que los procesos judiciales no sólo pueden ser interpretados como instrumentos del poder político para “criminalizar” a quienes exhibían disidencias o eran considerados opositores, sino que también expresan las percepciones de los actores en torno a la lógica de la competencia por el poder. El juicio contra Rodríguez Peña y Paroissien se convierte entonces en un recurso metodológico a través del cual abordar las diversas reacciones, los “miedos” y las “esperanzas”, que generó la crisis abierta en 1808.
Desde esta perspectiva, el artículo pretende además inscribirse en un problema general que atiende, en el largo plazo, a las variaciones que fue sufriendo el vínculo entre el campo de “la política” y el de “la justicia”.11 Una vasta bibliografía se ha ocupado de explorar diversos aspectos de dicho vínculo, y más precisamente, la relación entre revoluciones y transformaciones judiciales.12 Algunos autores pusieron de manifiesto la dimensión pragmática de la “justicia revolucionaria”, señalando la manera en la que los actores apelaron al repertorio disponible de instituciones judiciales y discursos jurídicos con el objetivo de legitimar ciertos cursos de acción durante las coyunturas revolucionarias (Bragoni, 2008). Esa amalgama de normas y procedimientos vigentes -de viejo y nuevo cuño- constituye la parte más visible de una cuestión más compleja: el desafío que supone para las sociedades “saldar sus cuentas” con el pasado, luego de un cambio de régimen. La idea de “justicia transicional” -así denominada por Jon Elster (2006)- muestra que la acción de la justicia no es autónoma respecto del contexto político, sino que, por el contrario, las decisiones responden, entre otras variables, también a las concepciones normativas y a las motivaciones (desde emocionales hasta ideológicas) que animan a los actores.
Con el rigor de las leyes patrias. La causa contra Diego Paroissien y Saturnino Rodríguez Peña
Luego de ser anoticiado sobre la aprehensión de Paroissien por el gobernador de Montevideo, Liniers, en su carácter de presidente de la Real Audiencia, nombró al oidor Manuel de Velasco juez comisionado para llevar adelante la causa. Con el expediente que Elío había iniciado el 19 de noviembre de 1808, y a la espera de que el detenido fuera trasladado a Buenos Aires, el juez comenzó a tomar las declaraciones, en primer lugar, a quienes aparecían como destinatarios de la correspondencia incautada a Paroissien. Nicolás Rodríguez Peña tuvo que afrontar tres exhaustivos interrogatorios en los que debió detallar quiénes formaban parte de su círculo de amistades y conocidos,13 aclarar algunos pasajes de las cartas escritas por su hermano en los que era mencionado y explicar el motivo por el cual había solicitado ejemplares del periódico La Estrella de Sur -que los ingleses publicaron durante su permanencia en Montevideo- “siendo éstos unos papeles sediciosos perturbativos de la tranquilidad y orden público”.14 Nicolás afirmó desconocer la prohibición que pesaba sobre dichos impresos, a la vez que se empeñó en negar cualquier participación en los proyectos de su hermano, manifestando que si “había pensado en variedad de gobierno o que esto se estableciese en la clase de independiente, además de delincuente, lo consideraba loco”.15 Su declaración no convenció al juez Velasco que, además de mantenerlo bajo prisión, mandó embargar la jabonería de la cual era propietario y depositar sus bienes en custodia de su socio Hipólito Vieytes.
A pesar de que la gravedad del delito requería de una rápida resolución, el proceso se dilató casi un año y medio. Las demoras obedecieron principalmente a las tensiones estentes entre Liniers y Elío. El 21 de septiembre de 1808, Elío había liderado un cabildo abierto y la formación de una junta, que desconoció la autoridad del virrey acusándolo de ser proclive a Napoleón. La Real Audiencia y el obispo de Buenos Aires, el gobernador de Potosí y parte de la marina reprobaron la creación de la junta, ya que consideraban que minaba las bases de un ya endeble dominio colonial, alimentando las disputas entre facciones y provocando la desintegración de los territorios. A pesar de su actitud condenatoria, la Real Audiencia no consideró atinado recurrir a la represión armada. La junta recién se disolvió el 30 de junio de 1809, en obediencia a lo dispuesto por la Junta Central Suprema y Gubernativa (Frega, 2007).
En ese contexto de abierta disputa con la capital virreinal, Elío envió el expediente iniciado con motivo de la denuncia de la infanta, pero mantuvo bajo su custodia a Paroissien a pesar de los insistentes pedidos de remisión del juez y del fiscal, que necesitaban su declaración para continuar con el sumario y elevar las acusaciones. Nicolás Rodríguez Peña -en prisión desde el momento en que se había descubierto el plan- se quejó amargamente ante Liniers de la conducta del gobernador de Montevideo, ya que consideraba que con su rebeldía entorpecía el desarrollo del proceso: “¿qué deferencia puede esperarse de un gobierno a los preceptos de esta superioridad, que ha roto escandalosamente y de un modo el más decidido la subordinación y obediencia que le debe? ¿se podrá esperar un resto de sumisión, por mínimo que sea, en quien quebranta con mano armada y violenta las leyes más sagradas, y ejecutivas de la dependencia?”16
Además de ignorar las órdenes de Liniers, Elío mantuvo una ambigua correspondencia con Carlota Joaquina sobre el devenir de la causa. En una carta que le envió, la princesa aprobaba cómo había actuado con Paroissien al recibir las instrucciones enviadas por medio de Julián de Miguel, porque aún destinadas a Liniers “no podía procederse de otro modo que el que has observado, apoderandote de sus papeles, persona y bienes”. Carlota también le solicitaba “copias autenticas de todos los papeles indicados hallados á Paroissien, los que deves entregar a persona segura”.17 No se conoce con exactitud si Elío remitió finalmente los documentos a la infanta, aunque unos meses más tarde resolvió informar a las autoridades peninsulares de las cartas que había intercambiado con ella, enviándolas como pruebas de su lealtad a través del apoderado de la ciudad de Montevideo, José Guerra. En la nota que acompañaba dichos papeles, Elío decía que “no me ha dado poco embarazo la conducta y correspondencia en casi por precisión me ha comprometido la Sra. Princesa del Brasil”, porque “desde las primeras letras comprendí en esta Sra. ideas de ambición con respecto de estos países”, aunque por respeto a su investidura, había respondido a sus cartas “usando todas las prevenciones” y aclarando que tenía “un Gobierno en España; que por sus órdenes y por mi propio honor es por donde debo reglar mi conducta”. Aprovechaba además para mostrarse como el responsable de desbaratar el plan de independencia perpetrado por Rodríguez Peña al arrestar a Paroissien, a la vez que señalaba la participación de Smith en el asunto y la influencia que Presas18 -“un español inculcado de traidor en la fuga del Gral. Beresford”- tenía sobre Carlota.19 Estaba claro que, en el desconcierto que la crisis había provocado, cada uno de los actores buscaba posicionarse de la mejor manera en todos los frentes posibles.
El escenario cambió cuando se produjo el relevo de la autoridad virreinal en julio de 1809. Baltasar Hidalgo de Cisneros, el nuevo virrey, llegaba con la intención de acabar con los conflictos que se habían sucedido en la ciudad de Buenos Aires y con el propósito de vigilar y castigar cualquier tipo de sedición o plan revolucionario. Entre ellos, el proyecto carlotista, que ahora pasaba definitivamente a la clandestinidad. En las instrucciones que la Junta Central le había conferido, un párrafo especial lo ponía al corriente de lo acontecido con Saturnino Rodríguez Peña:
hijo de Buenos Ayres, de mucho talento, bastante libre, mui pobre, y deseoso de representar: quando la primera invasión de los ingleses al Rio de la Plata, estaba de secretario de Liniers, proporcionó la fuga del General Beresford, y se escapó con él á Montevideo que estaba en poder de los enemigos: Peña opinaba fuertemente por la independencia, y deseoso de proporcionarla á su pais há dado mucho pasos con los ingleses, y ahora que logra favor con la Carlota los repetira eficazmente: este sugeto debe prenderse ocultamente, pues no pudiendo volber a su pais desea cuando menos la variación de dinastia, y con su mucho talento nos puede perjudicar a lo sumo.20
Cisneros tenía también la orden de terminar a la mayor brevedad con la causa de Paroissien, “imponiendo a él, y a sus cómplices, el castigo que corresponda”,21 por lo que envió un oficio al gobernador de Montevideo reclamando enérgicamente que el detenido fuese trasladado inmediatamente a Buenos Aires. Elío finalmente ordenó el traslado y Paroissien arribó a Buenos Aires a comienzos de octubre de 1809, quedando recluido en el cuartel de la Ranchería. Allí el juez oidor Velasco lo interrogó sobre los motivos por los cuales Rodríguez Peña le había encargado las cartas, y si con ellas había manifestado “su modo de pensar acerca de la variación del sistema de gobierno en estos reinos”. El juez también se interesó en dilucidar el grado de participación del hermano de Rodríguez Peña, Nicolás, y en identificar a todos “los cómplices de una maquinación que parecía apoyarse por muchos, y aun por personas de poder y carácter”. Paroissien aclaró que la relación “con el dicho Peña no ha sido estrecha, sino aquella regular que franquea el trato”, pero manifestó saber por “voz común, que había profugado con Beresford”, y que había estado “complicado en un sistema de independencia”. Agregó que ignoraba los nombres de las personas involucradas en el plan, “a excepción de la señora infanta y almirante Sydney Smith, quienes tenían inteligencia de todo”, y afirmó que con su participación creyó no estar cometiendo crimen alguno, sino realizando “un grande servicio al rey de España, y a toda la nación”, porque con la regencia de Carlota Joaquina se evitarían “la anarquía y desorden que se anunciaba en estas provincias, ya también la usurpación que intentarían los franceses”.22
Un año después de iniciado el expediente contra Diego Paroissien, en noviembre de 1809, el fiscal del crimen de la Real Audiencia, Antonio Caspe y Rodríguez, elevó las acusaciones que los implicados en el “plan de subversión” debían afrontar:
Que Diego Paroissien si no es reo de tan alta traición, como Saturnino [Rodríguez] Peña, porque ni es español, ni motor, como este hombre obstinado y reincidente, es un cómplice de tal naturaleza a quien nuestras leyes miran con el mismo horror y condenan a la propia pena. El se ha presentado a facilitar la ejecución del plan de subversión trazado por el enemigo de su misma patria: su confesión y la aprehensión de los documentos de que venía provisto para aquel depravado designio forman una prueba terminante de su crimen; él conoce que la perpetración de éste le sujeta a ser juzgado por las leyes, y con las penas que ellas prescriben, del país contra quien lo cometió.23
El cargo imputado a Saturnino Rodríguez Peña y a Diego Paroissien fue el de alta traición o lesa majestad.24 El fiscal acusó también a Nicolás Rodríguez Peña porque, a pesar de no comprobarse su delito, estían ciertas presunciones para “considerársele adicto a las ideas de su hermano” e “instruido en el plan de independencia”.25 La gravedad del crimen residía no sólo en su propósito de “trastornar el orden, y promover la anarquía en unos países cuyos habitantes han demostrado con el mayor entusiasmo su lealtad y amor a su legítimo soberano”, sino también, porque injuriaba a la infanta “suponiéndola cómplice y auliar de un crimen enorme contra su augusto hermano”.26 Según la tradición romana y la tratadística de la época, estos delitos debían ser juzgados de manera breve y castigados de modo ejemplar, por lo que el fiscal sugería aplicarles la pena capital “para satisfacción de la vindicta pública y en desagravio de la señora infanta, princesa del Brasil”.27
Aunque los acusados enfrentaban idénticos cargos, no atravesaban la misma situación. Saturnino Rodríguez Peña, considerado promotor del crimen, se encontraba refugiado en Río de Janeiro. Apenas iniciado el sumario, Liniers había solicitado mediante un oficio dirigido a Carlota Joaquina su remisión a Buenos Aires -“pues siendo un reo de estado no puede ni debe ser protegido por ningún gobierno y mucho menos por un amigo y aliado”28-, pero su pedido fue desatendido.29 El pedido de remisión se justificaba en que Rodríguez Peña también era acusado de infidencia. Aunque el término infidencia no titulaba delito alguno, estuvo dirigido fundamentalmente a señalar y criminalizar a los vasallos rebeldes en América y a los colaboradores de los franceses en la península, puesto que, con sus actos de desobediencia y hostilidad, rompían el juramento de fidelidad que los había ligado al monarca (Straka, 2000, p. 199). La infidencia o deslealtad al rey implicaba, de esta manera, el reconocimiento de un grupo específico de súbditos que, por diversos motivos, emprendían una acción destinada a perturbar o destruir el orden que el rey garantizaba.30
La idea de fidelidad era fundamental en la medida en que resultaba consustancial al sostenimiento de un orden que se basaba en la jerarquización y la subordinación. Las nociones básicas de obediencia y sumisión constituían la fidelidad: los vasallos estaban obligados a ser fieles, es decir, a obedecer. Tomás Straka (2000, pp. 191-195) ha señalado que si bien la fidelidad al rey debía demostrarse en numerosos actos ceremoniales, el momento de la jura constituía el más importante porque en ella se establecía el pacto entre los representantes de la “república”, es decir de la ciudad, con el monarca. Un episodio relatado por Ignacio Warnes y Domingo Basavilbaso en sus declaraciones fue considerado por el fiscal como una prueba de que Nicolás Rodríguez Peña compartía “las ideas extendidas por su hermano en sus instrucciones”.31 Según los testigos, el día en el que se publicó el bando para la jura de Fernando VII, expresó en presencia de varias personas que “se estaba proclamando un soberano que no estía, pues según un impreso que le había venido a Juan Antonio Lezica, había vuelto a ocupar el trono el señor don Carlos cuarto”.32 En su defensa, Nicolás Rodríguez Peña aclaró que sus palabras exactas habían sido “proclamamos a nuestro soberano el señor don Fernando VII y quién sabe si estirá”, y que con ellas había querido manifestar
el recelo que debía tenerse de la nación francesa […] habiendo creído, que podía discurrir en materias de pura opinión por los papeles públicos y noticias que corrían sin que esto pudiera jamás perjudicar al confesante, pues no habrá alguno que sea capaz de argüirlo de infidelidad, y mucho menos, de promover conspiración ni tumulto revolucionario; y que su amor al soberano lo ha manifestado en el esmero con que siempre ha procurado desempañar su obligación, y en la cesión que ha hecho de su sueldo a favor de su majestad para las erogaciones de la guerra.33
El incidente, que tuvo lugar en un café, ponía de manifiesto, en primer lugar, las informaciones cruzadas que circulaban respecto de la confusa situación reinante en la península. El desconocimiento o el arribo con retardo de noticias tales como las abdicaciones o la formación de las juntas daban espacio a un sin fin de conjeturas y elucubraciones en torno a la suerte corrida por la monarquía tras el avance de las tropas francesas. Pero también evidenciaba la cuestión antes comentada de la fidelidad en un momento sensible como lo era la proclamación de Fernando VII. Y a dicha noción apeló en su descargo Nicolás Rodríguez Peña, resaltando no sólo sus sentimientos hacia el monarca, sino también los servicios prestados en su cargo de alférez del cuerpo de blandengues y su colaboración concreta en la guerra que tenía lugar en la península.
A diferencia de Saturnino y Nicolás Rodríguez Peña, Paroissien no podía ser acusado de infidente, puesto que no era súbdito de la corona española. Pero como indicaría Elío en un oficio luego de detenerlo y confiscar sus pertenencias, desde el momento en que había tocado “los límites de su majestad católica y que arribó a este puerto con el encargo de promover la independencia para los fieles vasallos de este imperio” podía y debía “ser juzgado por el rigor de nuestras leyes patrias”.34 Luego de ser acusado formalmente por el fiscal Caspe y Rodríguez, Paroissien presentó, en marzo de 1810, un memorial firmado también por su defensor Juan José Castelli. Unos meses más tarde tendría lugar la revolución, y Paroissien aprovecharía el cambio de autoridades para solicitar su liberación a la Junta, aduciendo padecer una grave enfermedad como consecuencia de “las prisiones de hierro a los pies que tuvo en Montevideo, las insalubridad de las habitaciones en que […] estuvo encerrado, los malos alimentos, las pasiones de ánimo anexas a su triste estado”.35 Sin sentencia, y con un decreto rubricado por Cornelio Saavedra y Mariano Moreno, el 14 de julio de 1810 finalmente Diego Paroissien recobró su libertad.
Cómplice de crímenes imaginarios. La defensa del doctor Juan José Castelli
La estrategia de la defensa encarada por el abogado Juan José Castelli36 buscó demostrar la inestencia de delito en los documentos que Saturnino Rodríguez Peña había escrito para diversas personas de Buenos Aires y que Diego Paroissien portaba cuando arribó a Montevideo. Castelli intentó convencer a las autoridades de que estaban cometiendo un error al no establecer diferencias entre las ideas sostenidas por Rodríguez Peña antes y después de refugiarse en Río de Janeiro:
Así es que el doctor Peña que a la época de su emigración de Buenos Aires y América española opinó por la independencia, corrigió su opinión en la época posterior; no debiendo considerarse uniforme la opinión, sino en cuanto a que en una y otra época aspiraba a la independencia mirada esta idea en abstracto, pues en el concepto es tan diversa, cuanto difieren las circunstancias, los motivos y los fines. Es un ataque a la sinceridad, buena fe y religiosidad del procedimiento judicial suponer que en el plan reciente del doctor Peña se propende a la independencia de la América, de la corona de Castilla, como la que se cree, que ocupaba la delirante imaginación de aquél a la época de su emigración.37
Según Castelli, al adjudicarle a Rodríguez Peña una conducta que respondía a “lo que se le supuso opinaba en otra época”, el fiscal estaba convirtiendo a Paroissien en “cómplice de crímenes imaginarios”,38 por lo que solicitaba su absolución y el pago de una indemnización por los perjuicios que había sufrido desde su arresto.
El “crimen imaginario” del que hablaba el abogado defensor -y que iba de la mano con el de alta traición- era el de fomentar la “independencia.” Las discusiones en torno a la ambigüedad en el empleo de este concepto durante la crisis del orden virreinal son conocidas.39 Una línea de interpretación ha propuesto entender “autonomía” cuando los discursos de la época hablan de independencia. De esta manera, se entendería mejor la actuación de gran parte de la elite, que buscaba en la crisis de la monarquía ampliar la esfera del manejo autónomo de sus asuntos, sin que eso significara una ruptura con la metrópoli. Sin embargo, resulta evidente que en las acusaciones vertidas durante el juicio, independencia -que en su sentido genérico hacía referencia a “falta de dependencia. Summa libertas”-40 aludía a una acepción más radical y se asociaba con nociones tales como subversión, levantamiento, insurrección y desafío al poder instituido. El crimen de independencia atentaba contra la integridad de los territorios de la monarquía y, en última instancia, contra el rey.
Castelli reconocía el halo de criminalidad que envolvía al vocablo independencia, por eso se esforzó en distinguir dos acepciones. Admitía que, durante la ocupación de Buenos Aires por parte de las tropas inglesas, Rodríguez Peña había trabajado para desmembrar dichos territorios de la corona española, reconociendo de este modo que cometía un delito. Pero en su circular, no proponía “una independencia criminal, cual sería la constitución democrática, o aristocrática de la América española, de su gobierno legítimo, sino una constante adhesión a él, y una positiva oposición a depender en primer lugar de la nueva dinastía francesa, y segundo de toda dominación europea”.41
La independencia a la que hacía referencia Rodríguez Peña en sus papeles no implicaba la modificación de “la estructura interna o forma de gobierno ni la constitución del estado”,42 sino la conservación de la monarquía en América a través de la proclamación de Carlota Joaquina como regente. La hipótesis de que España caería bajo dominio francés justificaba además la independencia de América, ya que con la separación se evitaría que los territorios americanos corrieran la misma suerte que los de la península, manteniendo de este modo el patrimonio del rey y el orden hispánico (Ávila, 2003). La independencia era entonces el único recurso con el que América contaba para afrontar un cuadro de situación bastante sombrío.
Luego de remarcar que el derecho de Carlota al trono español la facultaba para ejercer como regente, y no como reina -asegurando de esta manera que no se produciría una unión con el reino de Portugal- Castelli se embarcó en el análisis de las demás alternativas que estían para hacer frente a la acefalía experimentada por la corona. En esa descripción expresaba también una toma de posición política respecto del grado de representación y legitimidad que guardaban las juntas peninsulares y las autoridades coloniales en América. El argumento de la defensa de Paroissien trascendía los límites jurídicos para transformarse, entonces, en un alegato político a favor de la regencia de la princesa.
Castelli se concentró en dilucidar la cuestión de quién detentaba, ante la ausencia del rey, su legítima representación. En su opinión, las autoridades constituidas en América actuaban “en mera ejecución subordinada y subalterna, y no directivamente como el soberano, centro de unidad, y suma de los poderes”, remarcando que “en ningún caso representan la misma soberanía”, ya que no era “lo mismo obrar con el poder del soberano, que representarlo”. Por lo tanto, la desaparición del monarca dejaba a las autoridades coloniales sin fundamento para ejercer el poder del gobierno sobre sus respectivos distritos. En una dirección similar cuestionaba a la junta suprema de Sevilla, que “sin título, sin poder y sin autoridad” se arrogaba una representación que podía ser “tan legítima como las de otras juntas que pretendieron ejercerla en América”. Dicha representación era entonces de hecho y no de derecho, porque al igual que las juntas que se habían formado con anterioridad, no había tenido “ni la deliberación especial del Rey […] ni la presunta de su voluntad”, y tampoco contaba con un “pacto específico, o tácito de reservación en la nación”. Castelli proseguía su razonamiento manifestando que si no se podía “reputar por delincuente a la nación entera” ni a quienes habían propuesto “un gobierno representativo de la soberanía”43 en la crítica coyuntura que atravesaba la península, no podía demostrarse tampoco criminalidad en el plan de Rodríguez Peña, ni delito en la cooperación que Paroissien había brindado para su adopción en América.
Como demostró Alfredo Ávila (2003) para el caso novohispano, tras la crisis de 1808 ninguna de las posiciones políticas defendidas podía alegar tener más legitimidad que otras, puesto que ninguna contaba con la sanción del rey. La ausencia de dicha legitimidad -trascendente de las monarquías de derecho divino del antiguo régimen- impedía de este modo que cualquiera de ellas pudiera ser catalogada como disidente. Castelli parecía haber captado el nudo del problema cuando explicaba que “no habiendo declarado el rey don Fernando a quien discernía el gobierno en cuyo caso podía ser más de presumir su soberana voluntad por la ley de la sucesión, que por la representación en los vasallos: no es criminal la opinión del doctor Peña en proponer la regencia de la serenísima señora infanta, cuando estimaba que la nación carecía de representación del soberano en aquel conflicto”.44
Si el rey no había sancionado en quién delegaba su autoridad, podía suponerse que su decisión se inclinaría por la “ley de sucesión”, y no por la “representación de sus vasallos”. Al discutir la legitimidad de las juntas, pero no la del monarca, Castelli convertía la regencia de Carlota Joaquina en la solución más apropiaba para hacer frente a la vacancia real. La lógica del razonamiento expuesto apuntaba entonces a demostrar que la regencia de Carlota era la alternativa que concitaba el mayor grado de legalidad dentro de la brecha abierta por la vacatio regis, cuya dimensión extraordinaria disparó asimismo una vacatio legis al no estar contemplada respuesta alguna dentro del orden legal de la monarquía (Annino, 2008). Dicha incertidumbre jurídica supuso para los actores realizar esfuerzos en el plano de la argumentación para legitimar los cursos de acción que pudieron -o pretendieron- imponer. Esos esfuerzos partían de un común reconocimiento del carácter excepcional de la situación y de un general rechazo a las abdicaciones que tuvieron lugar en Bayona (ya que un rey no podía deshacerse de manera voluntaria y unilateral de su reino) pero se encaminaban a dar forma a intereses contrapuestos y rumbos divergentes. (Ternavasio, en prensa). Los partidarios del juntismo se hicieron eco justamente del rasgo peculiar de la crisis sufrida por la monarquía española para habilitar una salida que, si bien se asentaba en el principio de la retroversión de la soberanía a los pueblos y, por lo tanto en la tradición jurídica hispánica, no dejaba de tener un viso disruptor al derivar en la formación de gobiernos locales autónomos y, de esta manera, en la dispersión territorial de la soberanía (Annino, 2008).45 En respuesta al horizonte que se desplegaba con el movimiento juntista, Castelli planteaba que, para preservar la “naturaleza monárquica”, era preciso sostener el “gobierno propio de la nación concentrándolo y asilándolo a los dominios de América”.46 La regencia de la infanta en tierras americanas funcionaba como un freno no sólo a la instalación de “una forma democrática, aristocrática u otra republicana popular”,47 sino también a la proliferación de juntas con aspiraciones autonómicas que violentaban el “orden y régimen de la constitución fundamental del reino”.48
En la circular escrita por Saturnino Rodríguez Peña se enunciaba a los americanos que el “nuevo gobierno” a instaurarse con el traslado de Carlota Joaquina al Río de la Plata se acordaría mediante una convocatoria a Cortes, que discutirían los términos y las condiciones “compatibles con la dignidad de una, y la libertad de los otros”.49 En la opinión de Castelli, las “mejoras de gobierno, leyes, constituciones” que se desprendían de las proposiciones de su defendido no implicaban delito alguno, ya que la “reforma” que debía hacerse para “lo venidero en el sistema” no significaría “desquiciar el trono, ni excluir de la legítima sucesión” a Fernando VII. Dichos objetivos eran también perseguidos por “los más acreditados españoles, las juntas supremas, y la Central”, que no cesaban de “protestar cortes, y constitución”, impulsar “reformas en el gobierno”, colocar “barreras al despotismo”, derogar “leyes tiránicas” y anunciar la “generación del Estado.” Así, el abogado defensor equiparaba la labor emprendida en la península con los proyectos que en América buscaban impulsar algunos grupos de criollos porque, a pesar de reconocer que “ni en el modo, y medios deja de haber reencuentros en la opinión”, a todos los animaba “el deseo de obtener la felicidad general”.50
La alternativa de la regencia proporcionó a quienes estuvieron directa o indirectamente comprometidos en su defensa una “reserva de experiencia” que, como indica Marcela Ternavasio (2011, 2013), abre una ventana para la interpretación de ciertos cursos de acción. En primer lugar, dicha experiencia se tradujo en cierto aprendizaje jurídico, ya que egió la elaboración de argumentos precisos por parte de los promotores de la regencia. En esos argumentos jurídicos estió un temprano cuestionamiento tanto a la legitimidad de las autoridades sustitutas de la península como a la actitud adoptada por las autoridades coloniales al no aceptar la autoridad de la princesa. En segundo lugar, la experiencia obtenida se volcó en el campo de la acción política. Por un lado, mostró hasta qué punto las respuestas frente a la acefalía de la corona dependían de las disputas interimperiales que tenían lugar en el Atlántico Sur. Por el otro, exhibió la reticencia, y hasta el rechazo, de las autoridades a considerar iniciativas que partieran de América y que no se adaptaran a las estrategias pautadas desde la península. Fue ese rechazo (y no tanto la desigualdad representativa que impuso la Junta Central entre los reinos americanos y los peninsulares) el que desató una irritación cada vez mayor entre los criollos, al oponerse aquella a debatir en torno a una propuesta que no era de carácter revolucionario -ni menos aún independentista- sino legitimista y reformista. Esa “reserva de experiencia” se pondría en juego unos pocos meses más tarde, cuando en el Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, Castelli empleó gran parte de los argumentos desplegados en la defensa de Paroissien para sostener que, ante la disolución de la Junta Central, ya no estía ninguna autoridad de la que pudiera derivarse el poder de los funcionarios locales, en primer lugar, el del virrey.51
Consideraciones finales
El proceso judicial que las autoridades coloniales iniciaron contra Diego Paroissien y Saturnino Rodríguez Peña se ajusta considerablemente al esquema que sintetizó Ana Carolina Ibarra respecto del uso ambiguo del concepto de independencia. En la estilización propuesta, pensada fundamentalmente para el caso novohispano, señala que las autoridades españolas con frecuencia le asignaron al vocablo una connotación de peligrosidad, mientras que los “conspiradores” o tempranos “insurgentes” pretendieron darle un sentido inocente, asociándolo a la intención de conservar los derechos de Fernando VII y sostener la independencia, pero respecto a la tiranía de Napoleón (Ibarra, 2010).
Este presupuesto no sólo puede advertirse en la causa de Rodríguez Peña y Paroissien, sino también en otros que se sucedieron durante el periodo abierto con las invasiones inglesas. En 1807 Saturnino Rodríguez Peña ya había sido acusado de fomentar la independencia del Río de la Plata “negando la obediencia a la España, con el aulio de la Gran Bretaña”. Durante la ocupación inglesa, había procurado ganar adhesiones a la causa; entre ellas, la del alcalde de primer voto Martín de Alzaga, pero este, luego de concertar una reunión secreta, lo denunció e inició un sumario en su contra. Según varios testimonios, Rodríguez Peña había expresado que “el único proyecto seguro” para “mejorar de suerte y evitar desgracias, es poner en independencia esta ciudad” y “pagar así a nuestro Rey que tanto nos tiene abandonados”.52 La fuga del acusado primero a Montevideo, y luego a Río de Janeiro, dejó en suspenso la causa.
Dos años más tarde, era Martín de Alzaga quien se encontraba en el banquillo de los acusados. En 1809, y en el marco del proceso que se le inició por el intento juntista que lideró contra el virrey Liniers, fue denunciado por haber mantenido comunicaciones con Beresford antes de su huída, para que en la ciudad se admitiese “sin oposición alguna […] al ejército inglés bajo la condición de que protegiese la independencia del Río de la Plata del dominio de España”. En su declaración, Alzaga procuró convencer a los jueces de que si había entablado relación con Peña y Beresford, había sido para no “malograr el descubrimiento de todo lo que se tramaba con la prematura acción de prender al principal agitador de este crimen”.53
En diciembre de 1808, Juan Martín de Pueyrredón fue detenido en Montevideo cuando regresaba de la península, luego de que el Cabildo de Buenos Aires lo enviara para dar cuenta de lo sucedido con las tropas inglesas en 1806 y 1807. El propio Cabildo había advertido al gobernador Elío que la correspondencia enviada por Pueyrredón durante su misión estaba plagada de expresiones “de una infame adhesión al emperador de los franceses, o de ideas corrompidas por la independencia”, cuyo propósito era “inducir la división de estos territorios” y romper “la unión con la metrópoli.” Elío compartía esa percepción con el cuerpo capitular, e incluía la actuación de Pueyrredón en “los tres pérfidos proyectos” que contaban con un seguro apoyo del virrey Liniers, porque “si otro mandara no se atreverían a proponer ni aun a pensar en tales maldades”. Los otros dos proyectos a los que se refería Elío tenían que ver con tratativas para coronar a Carlota Joaquina como regente en el Río de Plata: la correspondencia redactada por Saturnino Rodríguez Peña y el intento frustrado de la infanta de embarcarse rumbo a Buenos Aires en la fragata Prueba.54 Para el gobernador de Montevideo, era innegable que los planes tenían por objeto “la ruina del país, y hacerlo presa de la Inglaterra, de la princesa del Brasil, o de cualquiera potencia extranjera”, por lo que instaba al Cabildo a que iniciara gestiones ante la Junta Suprema de Sevilla y la Real Audiencia para “suspender de su mando a un virrey que atenta la soberanía, y admite semejantes infamias”.55 Unos pocos días después, el 1 de enero de 1809, en ocasión de las elecciones capitulares, el Cabildo intentaba destituir al virrey bajo el lema ¡Viva el rey Fernando VII, la patria y la junta suprema!
El término “independencia” parecía entonces capitalizar los “temores” de las autoridades coloniales españolas, que lo fueron dotando de contenido en atención a los momentos críticos del orden monárquico y virreinal. El crimen de independencia no sólo refería a la separación de los territorios del dominio del monarca. En sí, contenía buena parte de las alternativas abiertas para el Río de la Plata en 1806: la ruptura de los lazos coloniales bajo el protectorado inglés, la destitución de autoridades consideradas ilegítimas, la opción carlotista. La definición del delito muestra, de esta manera, algunas de las percepciones que los actores tenían de aquellos considerados “disidentes”.
En sus defensas, los acusados apelaron a diversos argumentos, desde negar cualquier tipo de participación en “planes independentistas” hasta admitir el impulso de dichos proyectos, aunque quitándoles el cariz negativo que los asociaba a nociones tales como “revolución” o “subversión”. Con el propósito de transformar la alternativa de la independencia en una “esperanza”, Castelli plasmó en su alegato un conjunto de ideas que exhibía cierta lectura sobre la crítica coyuntura del imperio español, pero específicamente sobre la situación rioplatense. Cuestionar la representación que las autoridades peninsulares y americanas aseguraban detentar en ausencia del rey, dejaba al descubierto que ninguna de las alternativas esbozadas para afrontar la crisis contaba con la plena legitimidad, y por lo tanto, ninguna de ellas podía ser condenada. En esta operación, no se ponía en discusión la legitimidad del monarca, sino que, además, se defendían los principios legitimistas, por lo que la regencia de Carlota Joaquina se convertía, primero, en la solución más apropiada dentro del campo jurídico, para luego serlo en el político.
Por último, el contexto en el cual se desenvolvió el juicio contra Paroissien y Rodríguez Peña marcó también su curso. La dilatación de la causa fue resultado de los conflictos estentes entre las autoridades intervinientes, que aprovecharon la situación de extrema fragilidad provocada por la vacancia real para medir sus fuerzas en las disputas por el reparto del poder. Estas rivalidades fueron utilizadas, según las diferentes coyunturas, a favor de los distintos actores involucrados en los diversos procesos. Tanto Rodríguez Peña y Paroissien, como Alzaga y Pueyrredón, pudieron esquivar el duro castigo que la imputación de semejante delito conllevaba, y ser, finalmente, liberados o absueltos con el advenimiento de la revolución.56 De esta manera, la prolongación de las causas permite apreciar los cambios políticos que se iban operando y que hacían que algunas acusaciones pudieran quedar fuera de lugar: el delito de independencia, tal como había sido caracterizado por las autoridades coloniales españolas, ya no tenía sentido en el horizonte abierto por la revolución.