En las calles de San Borja y Amores -¡vaya un simbolismo!- hay un hotel de paso que ya tiene a las familias decentes del rumbo buscando a donde cambiarse.
Ernesto Julio Teissier (1956, p. 3a).1
En agosto de 1956, el ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), Teófilo Olea Leyva, presentó una ponencia a favor de conceder el amparo solicitado por Julio V., hallado culpable de rapto y estupro contra la menor Felisa M.2 Olea argumentaba que el Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal (TSJDF) no había acreditado debidamente la “castidad y honestidad” de Felisa, aun cuando las declaraciones recopiladas en el expediente asentaban que “la ofendida vivía al lado de sus padres como hija de familia, lo que hace suponer que la conducta moral observada por ella era correcta” y que no había evidencia de que la joven hubiese “tenido mala reputación”.3 Ser “hija de familia” implicaba en esa época vivir en una familia nuclear y someterse a las normas familiares y sociales que limitaban a cero las más mínimas insinuaciones de deseo sexual hacia sus novios, aun cuando existiera un compromiso matrimonial (Santiago, 2019; Torres Septién, 2007). En ese sentido, para el ministro Olea, la opinión del TSJDF no podía sostenerse pues:
la rigidez moral de nuestras costumbres califica desaprobatoriamente la conducta de una mujer de dieciséis años que pernocta en un hotel de tránsito con el novio y con posterioridad a un hecho de esta naturaleza se entrega sexualmente mediando la promesa de matrimonio, no obstante la virginidad puramente física de la mujer, su honestidad no solamente está en duda, sino que debe decirse que no existe.4
La ponencia de Olea fue respaldada por el pleno de la Primera Sala, que concedió el amparo por unanimidad. Este caso ilustra dos aspectos que se desarrollarán en este texto. Por una parte, la relevancia del acatamiento de los límites sexuales como aspectos centrales en la evaluación de la respetabilidad y posición social de las mujeres, especialmente de aquellas consideradas “hijas de familia”, como Felisa. También muestra la relevancia de la definición social dada a lugares como los hoteles de paso, y cómo esas definiciones incidían en la valoración de los espacios donde estaban situados y de las personas que concurrían a ellos.
Los significados otorgados a los hoteles y otros lugares de la ciudad estaban entretejidos con el impulso urbanizador que cobró vuelo en la capital a partir de la década de 1940, acompañado de un nutrido crecimiento demográfico, fruto en gran medida de las migraciones campo-ciudad.5 Estos procesos configuraron órdenes socioespaciales contrastantes en términos de vivienda, servicios urbanos, espacios de trabajo y comercio, diferencias que atravesaron la experiencia de sus habitantes, sus universos de significados y sus relaciones específicas “con su vivienda, con su entorno y con el resto de la metrópoli” (Duhau y Giglia, 2008, p. 27). Los contrastes socioespaciales en la ciudad de México cobraron nitidez durante la gestión de Ernesto P. Uruchurtu (1952-1966) al frente del Departamento del Distrito Federal (DDF). Los numerosos trabajos de esa gestión en materia de equipamiento urbano, infraestructura, servicios y vialidades subrayaron las diferencias y distinción entre diversos rumbos de la capital. El poniente y surponiente fueron las zonas más beneficiadas por la urbanización, configurándose como órdenes socioespaciales donde instancias estatales federales y empresas inmobiliarias desarrollarían proyectos de vivienda destinados a sectores medios de la capital (Garay, 2002; Luna, 2017; Sosenski y Miranda, 2019). No sucedió lo mismo en las zonas norte y oriente donde el equipamiento urbano se extendió a un ritmo menos acelerado, y en las que predominaron las colonias proletarias y otros asentamientos desarrollados mediante la autoconstrucción (Sánchez-Mejorada, 2005).
En medio de esa urbanización contrastada de la ciudad, las expresiones de preocupación en torno a lugares, sujetos y prácticas consideradas amenazantes o inapropiados para el orden urbano y social plagaron la prensa, las denuncias vecinales e incluso impregnaron representaciones literarias y cinematográficas (Luna, 2017). Estas expresiones pueden caracterizarse como parte de episodios de pánico moral que acompañan a los procesos de cambio en las normativas familiares y sexuales, entrelazados con las urbanizaciones desde finales del siglo XVIII (Weeks, 2012). En los pánicos morales, algunas condiciones, sucesos, sujetos o lugares son definidos como “amenazas para los intereses sociales” (Weeks, 2012, p. 20), y sus expresiones contribuyen a afirmar o redefinir las prescripciones en torno a la materia en cuestión. En este sentido, durante el periodo de estudio fueron recurrentes los señalamientos acusatorios como el del ministro Olea contra los hoteles que rentaban sus habitaciones por horas o “ratos”, caracterizándolos como amenazas a la “decencia” de las familias que vivían en sus alrededores; en la medida que estos alojamientos facilitaban prácticas como el comercio sexual y las relaciones fuera del matrimonio, prácticas percibidas como particularmente riesgosas para las mujeres “decentes”, cuya reputación era central para su respetabilidad y la de su familia (Torres Septién, 2007). En este texto, siguiendo la propuesta de Marc Angenot (2010) sobre las posibilidades historiográficas de analizar los discursos sociales, planteo que la decencia era un tropo discursivo utilizado por quien lo enunciaba como marcador de diferencias sociales. En ese sentido, el tropo de lo decente articulaba dos ejes discursivos (Luna, 2017, 2022). El primero de ellos, entretejido con las transformaciones del proceso de urbanización, refería a cierto estilo de vida marcado por un espacio habitable con división funcional y privacidad, la capacidad adquisitiva para solventar la tecnificación de actividades cotidianas, el acceso a formas de esparcimiento moderno, y la posibilidad de acceder a un nivel educativo por encima del básico. El segundo implicaba preservar, al menos en apariencia, un modelo de familia nuclear diferenciado y jerarquizado, cuya respetabilidad estaba afianzada en el debido control de la sexualidad de sus mujeres.
Este trabajo pretende revisar el proceso a través del cual, en los años que transcurrieron entre 1952 y 1966, en un contexto marcado por expresiones de pánico moral, se configuró socialmente la categoría “hotel de paso” para aglutinar en ella a diversos hospedajes que ofrecían alquiler por horas. También revisa cómo estos lugares generaron tensiones entre autoridades y vecinos que los caracterizaron como heterotopías de la decencia, quejas que tuvieron eco en las acciones “moralizadoras” impulsadas por el DDF, especialmente durante la administración de Uruchurtu (Luna, 2017; Rubenstein, 2004). Michel Foucault (1997) definió las heterotopías como aquellos lugares que contradicen, impugnan o subvierten el orden normativo de una sociedad al ocultar y visibilizar simultáneamente prácticas asociadas a crisis de paso y comportamientos considerados desviados.
El concepto de heterotopía permite hacer referencia a una definición relacional de los lugares. Es decir, más que ubicaciones estáticas o meros escenarios de sucesos, los lugares están constituidos dinámicamente por entramados de relaciones sociales, prácticas, prescripciones normativas y significados culturales que, a su vez, producen percepciones y experiencias diversas -no exentas de conflicto- en los sujetos que los habitan o transitan (Hubbard, 2001; Massey, 2001). Esta dimensión activa de los lugares los hace tener parte en las definiciones normativas y percepciones sobre la buena o mala conducta, y en el caso particular de los hoteles, en las percepciones y experiencias de sus usuarios en términos de género y sexualidad (Hubbard, 2000; Sandoval-Strausz, 2007).
En ese sentido, este artículo aborda los hoteles de paso como heterotopías, al dar cabida a prácticas sexuales “ilícitas” que estos encubrían y paralelamente visibilizaban ejerciendo tensión en los mandatos sociales sobre la sexualidad femenina y la respetabilidad familiar articulados al tropo de lo decente. Este trabajo explora cómo el uso sexualizado de algunos establecimientos de hospedaje desde las primeras décadas del siglo condujo al gradual incremento de hoteles con ese uso exclusivo y a su aparición en órdenes socioespaciales habitados por sectores medios, lo que contribuyó a las expresiones de pánico moral ante el aparente relajamiento de costumbres atribuido a la vida urbana. Al subrayar la relevancia otorgada por denunciantes y autoridades a la diferencia socioespacial de ciertos rumbos capitalinos, este texto contribuye al estudio de los contrastes del espacio urbano y su vinculación con las prácticas socioculturales vinculadas al género, la sexualidad y la distinción social.
Situado en el entrecruce de la historia social y cultural, el artículo dialoga interdisciplinariamente con un amplio conjunto de investigaciones. Ese corpus incluye los trabajos que han abordado y problematizado los procesos de crecimiento y modernización de las ciudades, prestando atención a la configuración de contrastes materiales, sociales y culturales. Destacan los trabajos que estudian a los hoteles como lugares urbanos atravesados por un cúmulo de aspiraciones y marcas de modernidad, desde finales del siglo XVIII hasta décadas recientes (Field y Pratt, 2015; Sandoval-Strausz, 2007), así como los abordajes de la historia social y cultural en torno a la modernización de las ciudades y su entretejido con la formación de identidades, prácticas, regulaciones y representaciones de la diferencia social (Aréchiga, 2013; Barbosa, 2003, 2008). Otra veta de investigaciones en diálogo con el presente trabajo incluye la exploración de las cartografías de la sexualidad en la capital mexicana, (Fuentes, 2015; Macías-González, 2012; Pulido, 2016; Rodríguez, 2018), que evidencian que, al menos hasta 1950, los lugares sexualizados se concentraron en el centro de la capital, reconfigurando su distribución en la segunda mitad del siglo. Este artículo también dialoga con los trabajos que abordan las preocupaciones y debates sobre moralidad y sus entrecruces con los procesos de estratificación social (Luna 2017; Pulido, 2014).
Las fuentes consultadas para este artículo son diversas y heterogéneas, recopiladas en el marco de una investigación más amplia en torno a los contrastes urbanos, el tropo de la decencia y los sectores medios. En esa búsqueda, las recurrentes notas y expedientes oficiales donde los hoteles desempeñaban un papel en la discusión sobre la moralidad, dieron forma al corpus de fuentes que sostienen este texto. Estas incluyen expedientes de amparos revisados por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, expedientes del Tribunal de Menores Infractores y un nutrido conjunto de denuncias vecinales recopiladas en archivos y hemerografía centrada en los asuntos de la capital, como se caracterizó el vespertino Últimas Noticias. También se consideraron editoriales y notas de prensa en torno a las acciones emprendidas por el DDF, a los que se sumaron representaciones sobre hoteles de paso en literatura diversa y filmografía.
La exposición aborda la presencia, expansión y diversificación de los establecimientos de hospedaje en la capital; la manera en que estos lugares fueron significados como antítesis de lo decente con señalamientos atravesados por las diferencias socioespaciales; así como las respuestas del DDF frente a las denuncias y las estrategias de los hoteleros para sortearlas.
HOSPEDAJES MODERNOS: DEL HOTEL AL “HOTEL DE PASO”
La aparición de los “hoteles de paso” tiene una larga historia entretejida con la del desarrollo de los establecimientos de hospedaje, tanto en la capital mexicana como en otras ciudades del mundo. Los hoteles como variedad moderna de hospedaje surgieron a finales del siglo XVIII en algunas ciudades europeas y posteriormente en Estados Unidos, en respuesta al incremento de la movilidad de personas resultante de los cambios laborales, la urbanización, los medios de transporte y nuevas formas de esparcimiento desarrolladas con el capitalismo (Sandoval-Strausz, 2007). Según el historiador Andrew Sandoval-Strausz (2007, p. 6), el término francés hôtel originalmente refería a las residencias de altos aristócratas, pero comenzó a circular en Inglaterra y otros países de Europa para nombrar a las casas de hospedaje refinadas. Con ese término, los propietarios de estos novedosos establecimientos buscaban diferenciarse de los alojamientos existentes -posadas, tabernas y mesones- de tamaño reducido y condiciones regulares, o incluso malas, en términos de mobiliario y servicios. Los hoteles, en cambio, contaban con numerosas habitaciones que ofrecían las comodidades básicas y una mayor privacidad para los huéspedes.
Así, a lo largo de los siglos XIX y XX los hoteles se consolidaron como lugares icónicos de las crecientes ciudades modernas, teniendo entre sus particularidades constituirse simultáneamente como lugares públicos y privados (Field y Pratt, 2015). Esta dualidad contribuyó a su percepción sexualizada y a las suspicacias sobre lo que sucedía dentro de ellos. Las facilidades ofrecidas por los hoteles al “mal comportamiento” en términos de comercio sexual o de relaciones furtivas, suscitaron que los manuales de etiqueta y urbanidad que circularon hacia finales del siglo XIX dedicaran al menos un capítulo a las precauciones que sus usuarios, especialmente las mujeres, debían tomar en ellos para resguardar su reputación (Sandoval-Strausz, 2007).
En el caso concreto de la ciudad de México, los primeros grandes hoteles de formato moderno aparecieron en el siglo XIX en las calles del centro, en su mayoría en terrenos que habían pertenecido a la orden franciscana (Peralta, 2015). A lo largo de la primera mitad del siglo XX aparecieron nuevos hoteles en algunas zonas del centro de la ciudad y otras cercanas. Algunos se establecieron en las calles aledañas al zócalo, como el Gillow y el Majestic. Otros se concetraron en las inmediaciones de la Alameda Central, destacando los hoteles Regis, Del Prado, Alameda, Alffer, Romfel, Guadalupe, Lincoln, Marlowe, Del Valle y Calvin (Hernández, 2015; Peralta, 2015). Otros más se ubicaron en calles de la colonia Juárez, cercanas al Paseo de la Reforma, como el Geneve, el Hotel Reforma, el Continental Hilton, y el Hotel María Isabel (Prieto, 2014; Tello, 2012; Terry y Norman, 1962). Hacia el sur, en distintos puntos de la avenida Insurgentes aparecerían, a partir de 1940, hoteles como el Diplomático, Insurgentes y Cónsul (Terry y Norman, 1962). Estos y otros puntos pueden verse en la imagen 1.
Fuente: elaborado propia a partir de la “Carta de la red carretera del Distrito Federal”, Secretaría de Obras Públicas. Dirección General de Planeación y Programa, 1963. Mapoteca “Manuel Orozco y Berra”, del Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera
Las estadísticas oficiales muestran el importante incremento de alojamientos temporales durante la primera mitad del siglo XX. Para 1907, los registros muestran un total de 154 hospedajes en el Distrito Federal, en su mayoría dentro de la demarcación de la ciudad de México, que contaba con “43 hoteles, 80 casas de huéspedes, 12 mesones y 10 posadas o dormitorios públicos” (Barbosa, 2003). Para 1955, el número total de establecimientos era ya de 511, cifra que ascendió a 774 para 1965 (Secretaría de Industria y Comercio, 1961, 1967). Estas últimas cifras incluían las distintas categorías de alojamiento consideradas por el Reglamento de Establecimientos de Hospedaje (1942, pp. 10-12) vigente en ese entonces: hoteles, posadas, campos de turismo, casas de huéspedes y departamentos amueblados. El reglamento definía a los hoteles como aquellos establecimientos que, con alquiler mínimo de un día y “administrado[s] sobre un régimen de estricta moralidad, proporcionen alojamiento, con o sin alimentos, mediante el pago de una retribución convenida” (Reglamento de Establecimientos de Hospedaje, 1942, p. 10). Esa definición laxa permitió que numerosos establecimientos de tamaño, calidad y ubicación diversa adoptaran la denominación de “hotel”.
Sin embargo, las fuentes muestran que turistas, instituciones públicas, prensa, ciudadanos y autoridades planteaban sus propias clasificaciones de hospedaje. La definición y prestigio de cada categoría derivaba de su ubicación, su disposición espacial, oferta de servicios, su proximidad con otros establecimientos; pero, sobre todo, de quienes eran sus usuarios y de las prácticas -percibidas o supuestas- que tenían en esos establecimientos.
Entre estas variantes estaban, por una parte, los hoteles turísticos. Según las cifras del Consejo Nacional de Turismo (1963, p. 19), para 1963, el Distrito Federal contaba con 203 hoteles de este tipo con diferente nivel de calidad. Las descripciones sobre estos enfatizaban su carácter “moderno dotado de todas las comodidades y servicios adecuados al confort moderno”.6 Sus precios podían resultar bastante altos si se considera que el salario mínimo ascendía a 17.5 pesos diarios, y que al menos la mitad de la población económicamente activa en la entidad percibía 50 pesos al día o menos (Banco de México, 1966; INEGI, 2000).7 Guías de viajeros como la Terry’s Guide (Terry y Norman, 1962) enlistaban cerca de 60 establecimientos con precios desde los 35 pesos hasta los 850 pesos por noche. En su mayoría, estos hoteles se concentraban en las calles cercanas a Paseo de la Reforma, las inmediaciones de la Alameda, y algunos más estaban en Polanco y la colonia San Rafael. Estas zonas se habían visto beneficiadas por el proceso de urbanización y las medidas de ordenamiento y ornato dispuestas por el DDF (Jordan, 2013; Kram, 2008; Luna, 2017).
Otro tipo de hoteles eran aquellos que correspondían con lo que Michael Witzel (2000) denomina “hoteles de camino” (trackside hotels): edificios modestos destinados a albergar a trabajadores que iban de paso o migrantes recién llegados. Las fuentes muestran que estos establecimientos en la ciudad de México podían conocerse como “hoteles de barrio” y solían ser domicilio de población flotante, comerciantes, artesanos y gente de diversos oficios.8 Sus precios podían ir desde los nueve pesos hasta los 35 pesos por noche, según las condiciones de sus habitaciones (Wilcock, 1960). Para vecinos, prensa, autoridades, y los autores de la guía referida, estos alojamientos eran potenciales sitios para el comercio sexual, más aún, si cerca de ellos había cabarets, cantinas, o prostitutas de “rodeo”, es decir, que esperaban clientela en la vía pública. La línea entre los hoteles sexualizados o de barrio era borrosa, y por lo común estos alojamientos tenían ambos usos. La guía Mexico on 5 Dollar a Day (Wilcock, 1960), dirigida a viajeros ahorradores, alertaba a sus lectores sobre esta potencial sexualización de hoteles, como los situados al norte del zócalo, anotando: “no es sin embargo la zona más apropiada de la ciudad para las jóvenes solteras, no porque los hoteles no sean buenos, sino porque las calles aquí no son del tipo en que las jóvenes puedan transitar sin compañía” (Wilcock, 1960, p. 89, traducción propia). También alertaba sobre los alojamientos de las colonias Guerrero y Buenavista cercanas a la estación del ferrocarril, señalando la cercanía de un club nocturno de baja categoría, recomendado sólo para hombres solteros, donde podían encontrarse “bebidas, baile y dios sabe qué más” (p. 89).
Estas alertas apuntaban a la connotación sexual de los hoteles derivada de la presencia de prostitutas, y de varias cantinas y cabarets en esas colonias.9 La existencia de comercio sexual, tanto en la colonia Guerrero como en otras -la antigua Cuauhtemotzin transformada en Fray Servando Teresa de Mier y la calle del Órgano en Santa María la Redonda, entre otras- no era nueva, pues estas habían sido núcleos de prostitución desde finales del siglo XIX y parte de la zona de tolerancia oficial entre 1928 y 1938 (Bliss, 2001; Fuentes, 2015). La prostitución reglamentada fue abolida en 1940, pero la zona de Santa María la Redonda conservó extraoficialmente ese carácter, por lo que cabarets, casas de prostitución clandestina y los hoteles situados en ellas, en su mayoría del tipo, estuvieron bajo la constante vigilancia y extorsión por parte de la policía (Luna, 2017).10
Así, al menos desde la segunda década del siglo XX, los hoteles de bajo precio y uso sexualizado, potencial o evidente, situados en la zona de tolerancia y otras colonias populares, fueron referidos por vecinos y prensa como “hoteluchos”. Para la década de 1950, aún era común el uso de este término y su doble connotación de precariedad y sexualidad.
Además de los “hoteluchos”, desde la década de 1930 aparecieron otros hospedajes cuyos usos les confirieron una connotación sexualizada, pese a no vincularse al comercio sexual. Pamela Fuentes (2015) explica que tales establecimientos, referidos en los años treinta como “casas de cuartos discretos”, solían situarse en rumbos bien acomodados. Descripciones de la prensa citadas por Fuentes los caracterizaban como grandes edificios con entrada y salida para automóvil y numerosos cuartos que se alquilaban por lapsos cortos. Precisamente el acceso en auto indicaba la extracción media y alta de sus usuarios, además de favorecer el resguardo de su identidad ante las miradas curiosas.
En los años treinta también comenzaron a aparecer los “moteles” o “courts” cuya disposición espacial seguía el modelo estadunidense de alojamientos de carretera, consistente en una serie de cuartos, cabañas o “bungalows” con estacionamiento individual, a los que sólo podía entrarse en auto (Witzel, 2000). Entre los primeros estuvieron “El silencio”, inaugurado en 1935 en la calzada de Tlalpan (Jiménez, 2000) y el Motel Edison, en la calle del mismo nombre en la colonia Tabacalera (Golsby, 1936, p. 90). A estos le siguieron otros que cobrarían cierta popularidad con el paso del tiempo: los Shirley Courts (1942), en el cruce de Sullivan y Villalongín, y los Tony’s Courts en Paseo de la Reforma (Jiménez, 2000; Terry y Norman, 1962).11 Los moteles contaban con tarifas que iban desde los 35 pesos y podían llegar a ser superiores a los 80 pesos por noche (Terry y Norman, 1962). No se tiene un número preciso de cuántos “courts” había en la capital para el periodo analizado, aunque, probablemente, para 1950 había cerca de 30 (Rubio, 1974). Algunos fueron construidos con fines turísticos, sin embargo, su ubicación, su disposición espacial y la discreción que ofrecían a sus usuarios -de clase media y elite-, favorecieron su uso para encuentros sexuales furtivos (Jiménez, 2000). Lo anterior es referido por Jorge Rubio en su libro anecdótico sobre un motel situado en la salida a Toluca, en el límite de las Lomas de Chapultepec, que “por sus características de ‘Motel’ Norteamericano (Courts), el público usuario lo convirtió en ‘Hotel de Paso’” (Rubio, 1974, p. 23); proceso que también sucedió con los Shirley Courts (Jiménez, 2000).
Con el paso del tiempo, la denominación “courts” se generalizó para referir a los alojamientos sexualizados ubicados en zonas habitadas por sectores medios y a los que pudiera ingresarse en automóvil. En ese sentido, en 1956, vecinos de la colonia Portales denunciaron la existencia de “cuatro enormes edificios de los que se han dado en denominar ‘courtsʼ y como nadie ignora son sólo hoteluchos de paso”.12 Los autores de esta misiva no refieren los nombres de tales establecimientos, pero su descripción muestra otra variante de alojamiento parecido a las antiguas “casas de cuartos discretos”: los “hoteles con garage”. Estos eran edificaciones de varios pisos con un gran patio para estacionamiento que solía estar oculto a la mirada exterior ( Jiménez, 2000, p. 234). Para los vecinos de estos establecimientos, la mera posibilidad de entrar y salir en automóvil era prueba suficiente de que eran lugares sexualizados. Así, vecinos de la colonia del Valle denunciaron la operación de un edificio con “un gran número de cuartitos” y con “entradas en la Av. Félix Cuevas 623 y por la avenida Amores no. 1415”, que caracterizaban eufemísticamente como “centro inmoral” al que entraban y salían a plena luz del día “las parejas que concurren a su finalidad”, situación que “no encaja[ba] al medio” en que ellos -“familias de moralidad definida”- vivían.13 Aun cuando estos denunciantes no acusaban la presencia de prostitutas en el lugar, denominaban al sitio “lenocinio”, lo que deja ver que la etiqueta de “prostituta” se cernía sobre cualquier mujer que transgrediera las fronteras sexuales de la decencia, restringidas al matrimonio. Un médico lo planteaba en estos términos: “la prostitución es sinónimo de deshonra, es la corrupción de la mujer; es el exponerse públicamente a toda clase de actos torpes y sensuales” (Beltrán, 1962, p. 3).14
Ya en la primera mitad de la década de 1950, las fuentes muestran que “hoteluchos”, “courts” y “hoteles con garaje” comenzaron a ser apelados indistintamente como “hoteles de paso”. Esa denominación se afianzó de tal modo en el uso común que Hotel de Paso es el título elegido por Rubio para su libro anecdótico. Al no ser una categoría oficial, es difícil saber con certeza su número real, aunque según cálculos de un lector de Últimas Noticias, de los 511 alojamientos existentes en 1955, al menos 350 eran hoteles, y de estos, alrededor del 25% (81 establecimientos) eran “hoteles de paso”.15 Es probable que la consolidación de la denominación “hotel de paso” estuviera asociada a la creciente visibilidad de nuevas prácticas de cortejo y sexualidad que en otros países habían permeado notoriamente y que circulaban en el cine y la literatura.16 A su vez, esta visibilidad agudizó las expresiones de pánico moral hacia mediados de la década de 1950 entre los sectores medios (Luna, 2017; Rubenstein, 2004). En ese ánimo, estos lugares eran percibidos como amenazas a la moral familiar, amenaza que además estaba feminizada, ya fuera por la presencia de “mujeres galantes” o por la posibilidad de que a estos concurrieran “hijas de familia” mediante engaños, o peor aún, voluntariamente, como Felisa. A su vez, la inconformidad contra los hoteles de paso y su relevancia en la mirada de las autoridades estuvo atravesada por la diferencia socioespacial.
HOTELES DE PASO COMO ANTÍTESIS DE LO DECENTE
En 1953 se estrenó en cines la película Cuarto de Hotel, escrita y dirigida por Adolfo Fernández Bustamante, en donde sus protagonistas, los recién casados Consuelo y Miguel, llegan a la ciudad de México provenientes de su natal Durango. En las inmediaciones de la estación Buenavista, la pareja distingue el edificio del Hotel Paraíso y se dirige a él en busca de alojamiento. Su ingenuidad y desconocimiento de la ciudad les impide percatarse que se trata de un “hotelucho” como aquellos sobre los que alertaba la guía Mexico on 5 a Day (Wilcock, 1960) en esa zona. Por ello, quedan perplejos cuando el administrador les pregunta “¿un rato o toda la noche?” al tiempo que otras parejas ingresan una tras otra al establecimiento (Fernández, 1953). El resto de la trama gira en torno a las dificultades del matrimonio ante una ciudad hostil, especialmente para Consuelo, constantemente asediada, en riesgo de ser atacada sexualmente o “confundida” con una prostituta.
La película de Fernández Bustamante subrayaba las prescripciones morales hegemónicas en torno a la sexualidad femenina, pues ensalza la castidad y fidelidad de Consuelo pese a las recurrentes amenazas que la envuelven. Las reseñas de la prensa refirieron que la cinta no tenía nada de “inmoral” y que incluso “el ambiente del hotel” era “tratado sin mal gusto”.17 Pero, el que su título y parte de la acción girara en torno a un hotel sexualizado hizo que el rodaje y estreno enfrentaran dificultades con la Dirección de Cinematografía, que con el argumento de que contenía “escenas inmorales”, intentó infructuosamente retirar el permiso de exhibición.18 Este connato de prohibición respondía a las exigencias de la Legión Mexicana de la Decencia (LMD), organización laica pero dependiente del Episcopado Mexicano (Pérez, 2011), cuyo representante jurídico y algunos de sus simpatizantes sostenían que la película despertaba “apetitos malsanos y tentaciones”.19
Ni la LMD ni la Dirección de Cinematografía daban pasos en solitario. Tanto los señalamientos contra el filme como el actuar de Alfonso Cortina, titular de la dependencia, formaron parte de la ola de pánico moral evidente desde el inicio de los años cincuenta (Rubenstein, 2004). En ese contexto, agrupaciones y ciudadanos, predominantemente de sectores medios, expresaron su preocupación por lo que consideraban ejemplos inmorales en espectáculos públicos, cine y publicaciones impresas, por la multiplicación de todo tipo de “centros de vicio” -cabarets, cantinas, casas clandestinas de prostitución y, por supuesto, hoteles- y por los cambios en las prácticas de convivencia familiar y de pareja, especialmente entre los más jóvenes (Luna, 2017). Tales preocupaciones tuvieron sus primeros frutos con el inicio, en 1950, de la Campaña de Moralización del Ambiente promovida por la Iglesia católica, que tenía entre sus principales paladines a la LMD (Pérez Rosales, 2011; Sanders 2020).20 Por su parte, la Dirección de Gobernación del DDF (DG-DDF) incrementó la inspección y clausuró algunos “centros de vicio”, principalmente cabarets, cervecerías y cines (Pérez Rosales, 2011; Rodríguez, 2018).
Asimismo, la DG-DDF clausuró algunos hoteles desde marzo de 1952, fruto de las quejas de vecinos de colonias de sectores medios, como Narvarte y Nápoles, entre otras.21 Uno de ellos fue el Hotel Hermes, en San José Insurgentes, señalado de no funcionar conforme al régimen de moralidad exigido por el reglamento.22 Una queja describía a este hotel como “indecente y malbado [sic] negocio”, responsable de robar “la honra de muchas familias mexicanas”, pues a este concurrían “con cierta frecuencia hasta hijas de honorables familias, que ignorando el peligro, las desgracias y los abusos que allí suceden, entran fácilmente con el novio, que con toda mal intención son llevadas al mencionado lugar”.23
Denuncias similares aparecieron tras las acciones emprendidas por el DDF para “adecentar” la ciudad recién iniciada la gestión de Ernesto P. Uruchurtu, en 1952.24 Ello se debió a que las primeras clausuras y redadas estuvieron enfocadas a las calles del primer cuadro de la ciudad y la otrora zona de tolerancia. Esa distribución espacial, aunque generó elogios, también hizo que habitantes de enclaves de clases medias pidieran al jefe del DDF emprender medidas similares en las “colonias residenciales”, a las que habían llegado las “posadas de amor” que funcionaban “impúdicamente”.25 En ese tono, en 1954, un residente de la colonia Nápoles denunció a El Radium, al que describía como “un hotel de los llamados de paso”, situado “en una zona residencial y rodeado de edificios de apartamientos [sic] que habitan familias muy honorables”.26 En esos mismos años aparecieron las quejas mencionadas en el apartado anterior contra hoteles en las colonias Portales y del Valle.27
Los agentes de la DG-DDF encargados de inspeccionar los hoteles, anotaban las prácticas que generaban malestar entre los vecinos: la admisión exclusiva “por ratos a parejas de hombre y mujer que van a realizar actos eróticos”28 y la presencia “frente del hotel” de “mujeres de la vida galante en espera de clientes”.29 También prestaban atención a otros indicios por los que el hotel podía considerarse de paso, como que las parejas no llevaran equipaje o no se registraran. Así, los agentes que inspeccionaron y clausuraron el Hotel Compostela, situado en el cruce de Sullivan y Serapio Rendón, en la colonia San Rafael, al poniente del zócalo, asentaron: “no se llevaba registro de pasajeros […] el pasillo se encontraba a oscuras, que durante la diligencia se alquilaron de la forma expresada cuartos a tres parejas sin equipaje por un rato”.30 En ocasiones, los hoteleros llamaban la atención a los usuarios para evitar los recelos de las autoridades y los vecinos; sin embargo, “los clientes se burlaban anotando nombres supuestos (Rodolfo Gaona, Amado Nervo, José Stalin, etc.) o llevando una petaquilla sin ningún valor” (Rubio, 1974, p. 27).
Por otra parte, la suspicacia detonada por la posibilidad de acceder en automóvil era utilizada por los vecinos quejosos para sustentar sus denuncias. Así hicieron los residentes de las calles Cumbres de Maltrata y Ramos Millán, colindantes entre las colonias Niños Héroes, Periodista y Narvarte, en el surponiente, quienes en su denuncia contra el motel Quinta Toluca, detallaron que en un solo día, entre las seis de la tarde y la medianoche, habían ingresado al lugar 53 automóviles, de los cuales tomaron fotografías y registraron el número de placa.31 Con ello afirmaban que “el mencionado negocio no es ningún motel para turistas como se hizo creer a las autoridades judiciales, sino un hotel de paso”.32
La apelación a la decencia de los denunciantes era común en las quejas vecinales, provenientes en su mayoría de habitantes de colonias beneficiadas por la urbanización. Como se mencionó en la introducción, ese tropo discursivo articuló tanto prescripciones normativas y aspiracionales en torno al habitar urbano como un modelo de familia nuclear legitimado por el matrimonio (Luna, 2017, 2022). En ese sentido, los quejosos en nombre de la decencia enfatizaban la diferencia socioespacial del rumbo que habitaban. Así, los vecinos de la colonia Roma y aledañas manifestaban su indignación por la presencia de tres “hoteles de paso” a los que concurrían tanto “mujeres galantes como parejas” en esas “importantes colonias residenciales”.33 Para los denunciantes, las escenas “arrancadas del ‘Decameron’” que ofrecían los usuarios eran consideradas “un espectáculo bochornoso y denigrante que tienen que soportar las familias decentes que viven en las cercanías de este hotelucho”, afectando particularmente a “los niños y los adolescentes, las señoritas”.34 En modo similar, vecinos de la colonia Condesa protestaban contra el hotel homónimo situado en las calles Atlixco y Michoacán, cuyos alrededores eran rondados por “mariposillas”, situación que provocaba que “las señoras decentes que viven por ahí tienen que soportar escenas vergonzosas”.35
La certeza con la que los firmantes residentes de colonias como la Del Valle, Nápoles o Roma se reconocían como “familias decentes” contrastaba con la manera en que habitantes de colonias populares expresaban su molestia contra los hoteles de paso de sus rumbos. En sus quejas, los firmantes solían hacer una apología de sus peticiones dado el lugar donde habitaban, como si este los condenara a la exclusión de lo decente. Así se lee en una carta escrita por vecinos de las calles Edison, Ramos Arizpe e Ignacio Mariscal, en la colonia Tabacalera, que en 1958 se quejaron contra la cantina aledaña al hotel Carlton, por ser un sitio de prostitución. Los firmantes subrayaron: “somos familias humildes, pero esto no quiere decir que el mal ejemplo no nos perjudique grandemente”.36 Algo similar puede verse en un conjunto de desplegados que vecinos, comerciantes y locatarios de los mercados de la Merced, La Lagunilla y calles cercanas publicaron en el diario Últimas Noticias a partir de mayo de 1959.37 En estos, denunciaban la operación de diferentes lugares de prostitución, incluyendo varios hoteles de paso que hacían del rumbo una “zona de tolerancia”. Los desplegados solían articular la aparente oposición entre el orden socioespacial que habitaban y la decencia con frases como “también en el barrio de La Lagunilla viven personas decentes” o “nuestro barrio, aunque pobre tiene necesidad de su inmediata intervención”.38 Estas afirmaciones apelaban a las recurrentes descripciones de las colonias populares como lugares peligrosos en los que, por la “profusión de sus centros de vicio se explica el auge de la delincuencia”.39
Además del contraste socioespacial, las denuncias y comentarios sobre los hoteles de paso enfatizaban la amenaza que estos sitios y sus malos ejemplos representaban específicamente para las mujeres y “señoritas” decentes.40 Los riesgos eran variados. Uno tenía que ver con el malestar que las prostitutas generaban en las mujeres “decentes” por su sola presencia o por las agresiones verbales que estas les proferían. Esa era una de las preocupaciones de los denunciantes del motel Quinta Toluca, la posibilidad de que “se les falte el respeto a las señoras y a las muchachas, y a que se contemplen pésimos ejemplos de inmoralidades”.41 Molestia similar fue expresada por la doctora María de la Luz Grovas, directora de la Asociación de Mexicanas Universitarias, en su queja contra los hoteles Otelo y Loreto, en la calle Justo Sierra, en lo que todavía era el barrio universitario.42 En palabras de Grovas, era inadmisible la cercanía de las prostitutas que se apostaban “en el propio zaguán de la residencia universitaria y aún molestan con groserías a las señoritas estudiantes”.43
Esa relevancia por diferenciar entre las “señoritas” y las prostitutas, y evitar cualquier posible confusión que agobiaba a la doctora Grovas, era otro hilo de preocupación contra los hoteles de paso.44 Las posibilidades de “confusión” tenían que ver con las estrategias que algunas trabajadoras sexuales utilizaron para evitar ser molestadas por la policía, desde pararse en las mismas esquinas en las que estudiantes y otras jóvenes esperaban el transporte público, hasta prácticas como llevar puesto un delantal o hacerse acompañar de algún infante para que su presencia fuera interpretada como la de “pacíficas madres hospedadas en los hoteluchos”.45
Finalmente, una de las preocupaciones más incisivas expresadas en quejas y representaciones de hoteles de paso era el involucramiento voluntario de las mujeres en relaciones sexuales fuera del matrimonio, situación que en el juicio social las excluía de la valía y respetabilidad de la decencia. La sola manifestación de deseo sexual por parte de las jóvenes era interpretada por algunos como prueba de la indecencia de la mujer en cuestión. En esa lógica, un joven expresó su desilusión ante la disposición mostrada por la mujer que había pretendido durante largo tiempo para beber y tener relaciones con él: “¡Esto es increíble, doctor! ¡Que una mujer tan guapa, tan recatada, tan decente, tan católica […] estuviera tan podrida!” (Beltrán de la Barrera, 1962, p. 91). Asimismo, Agustín Yánez (2014) retrata en su novela Ojerosa y pintada el desconcierto que el ejercicio sexual de las jóvenes de familia detonaba en los observadores. El ruletero protagonista recoge en el cruce de Paseo de la Reforma y avenida Juárez a “la consabida pareja clandestina” que le solicita los lleve “a las Artes, antes de llegar a Serapio Rendón” (Yáñez, 2014, p. 164), calle de la colonia San Rafael donde había varios hoteles.46 Aunque el taxista acepta, la petición le incomoda, y durante el trayecto centra su atención en la mujer, al tiempo que pasan por su mente pensamientos sobre la podredumbre y “la descomposición de los cuerpos, por más que esta mujer no está mal, que va todo lo contrario; no pasará de veinte, de veintidós años” (Yáñez, 2014, p. 164). Cuando la pareja desciende, el conductor reflexiona: “ni que yo los impulsara” y observa: “la culpa es de la ciudad, lo que se respira, la educación, descuido de los padres las más de las veces” (Yáñez, 2014, p. 165). Este ficticio conductor enuncia un pensamiento común en la época: la posibilidad de que las hijas de familia aceptaran ir con sus parejas a hoteles de paso, mostraba que los valores familiares o la autoridad paterna estaban en declive.
La reprobación social de este comportamiento era tal que impregna la dictaminación de casos de estupro en el Tribunal de Menores, donde los cargos eran desestimados de haber indicios de que las menores habían manifestado su deseo sexual. Uno de esos casos fue el de Hernán Z., residente de la colonia Niños Héroes, al surponiente de la ciudad, acusado del estupro y violación de Elena M. Según la declaración de Hernán, una tarde en que invitó a Elena al cine “esta le dijo que en lugar de ir ahí mejor fueran a un hotel pues tenía ganas de estar con él, pero el de la voz le dijo que esto no era correcto, pero a insistencias de su novia, este accedió”, y agregó que ella le había confesado que había tenido contacto sexual con otros hombres.47 Por su parte, Elena declaró que antes de involucrarse con Hernán “era señorita” y había sido este quien le propuso tener relaciones íntimas “como prueba de su cariño”, con la promesa de casarse, por lo que aceptó ir con él al Hotel Diana, en la colonia Portales.48 De las dos declaraciones, la que mayor peso tuvo fue la de Hernán, pues la conclusión de la trabajadora social del Tribunal enfatizaba que “la muchacha había entrado voluntariamente con él al hotel”, en esa ocasión y otras, según la supuesta confesión que Elena hizo a su novio.49 Si bien los documentos no dejan ver cuál de las dos versiones tenía mayor veracidad, lo cierto es que muestra, al igual que en el caso de Felisa, la desacreditación de Elena por haber aceptado acudir con su novio al hotel.
En conjunto, las expresiones de preocupación detonadas por los hoteles de paso tuvieron eco, tanto por su ubicación socioespacial como por las tensiones que ejercían en los dictados normativos sobre la sexualidad femenina. Pero las autoridades del DDF dieron una respuesta selectiva a las quejas, y mientras los hoteleros desarrollaron diversas estrategias para sortear las denuncias y potenciales clausuras.
CLAUSURAS, AMPAROS Y DISCURSOS: LA SUPERVIVENCIA DE LOS HOTELES
Las fuentes consultadas dejan ver que las denuncias provenientes de los vecinos habitantes de las colonias del poniente y sur poniente de la ciudad, identificadas como de sectores medios, solían dar como resultado la pronta inspección de los establecimientos por parte de la DG-DDF y su clausura. El columnista de Novedades, Ernesto Julio Teissier, ironizaba sobre esta presteza selectiva, al referir la denuncia contra un hotel de vecinas de la colonia del Valle: “las señoras pueden estar tranquilas, que el regente siempre hace caso a protestas como las de ellas”.50 No obstante, pese a esta aparente diligencia de las autoridades del DDF ante las quejas vecinales, las clausuras, en su mayoría, fueron efímeras.
Una de las contadas excepciones fue la del motel “Tony’s Courts”, situado en Paseo de la Reforma. En 1949, dicho establecimiento cobró triste celebridad al hallarse en este el cuerpo agonizante de la poeta y periodista Rebeca Uribe, cuya muerte generó escándalo y especulaciones en la prensa sobre su posible asesinato, sus relaciones lésbicas y uso de drogas (Pérez Mont fort, 2019). El sitio continuó funcionando hasta 1953, cuando fue clausurado por agentes de la DG-DDF tras haber encontrado a varias parejas “realizando actos eróticos sexuales”.51 Pese a que la propietaria, María Remis, consiguió que la Suprema Corte la amparara, argumentando la inconsistencia de las fechas de inspección presentadas por la DG-DDF, el lugar no abrió más sus puertas, y poco después, en el mismo sitio se estableció un internado del Mexico City College.52
Pero esto no sucedió en otros hoteles cuyas clausuras fueron temporales, como lo evidencia su aparición en guías de viajeros y nuevas denuncias de años posteriores. Uno de esos casos fue el del Hotel Compostela, que, como se mencionó, fue clausurado por la Dirección de Gobernación en 1953.53 Aunque los documentos consultados no indican cuándo se levantaron los sellos de clausura, la guía México On $5 a Day de 1960 lo enlistó entre los alojamientos de lo que llamaba el “rectángulo elegante” atravesado por el Paseo de la Reforma (Wilcock, 1960, p. 92).
Otro caso ilustrativo de la relevancia concedida a las quejas vecinales provenientes de ciertos órdenes socioespaciales, paralela a las dificultades administrativas para sostener las clausuras, es el de la Quinta Rubí, hotel inaugurado en 1945 en la calle Benjamín Hill, en la colonia Condesa.54 Al parecer, las quejas contra este lugar comenzaron en la primera mitad de la década de 1950, mismas que condujeron a una primera clausura en octubre de 1954 “toda vez que alquilaba los cuartos a parejas por lapsos cortos”.55 Sin embargo, el hotel reabrió y continuó siendo un dolor de cabeza para sus vecinos, quienes enviaron sus quejas a la prensa en 1957, 1962 y 1963. Las denuncias aparecidas en enero de 1963, en el diario Últimas Noticias, propiciaron otra clausura en febrero de ese año, lo que motivó a su propietario, Recaredo Garrido, a buscar y conseguir un amparo que le permitió reabrir en marzo del año siguiente.56 En mayo de 1964 y los primeros meses de 1965, los inspectores de la DG-DDF informaron que se verificó que el lugar “funciona[ba] como Hotel de Paso, permitiendo el tránsito continuo a parejas, las que utilizan los cuartos por lapsos cortos, presentando con ello un espectáculo deprimento[sic] a los habitantes de la Colonia”.57 A su vez, un vecino presentó una nueva queja ante la policía, dado que en el hotel “se da[ba] servicio a mujeres que ejercen la prostitución, lo que resulta en grave detrimento de la tranquilidad y la paz pública”.58 Esa queja condujo a una tercera clausura en 1965 y un nuevo amparo, impugnado por el entonces director de Gobernación, Benjamín Olalde, ante la Segunda Sala de la Suprema Corte. En dicha instancia el caso generó opiniones confrontadas. Para septiembre de 1966, cuatro ministros decidieron ratificar el amparo concedido a Garrido, argumentando inconsistencias en las fechas de los informes de los inspectores, por lo que anotaron que no había evidencia sólida de que el lugar tuviera nuevas infracciones posteriores a abril de 1964.59
Sin embargo, el ministro Felipe Tena Ramírez, contrario a esta resolución, emitió su voto particular expresando su preocupación por el hecho de que la Suprema Corte apareciera “ante la sociedad, y especialmente ante los vecinos afectados, como el autor de la reapertura de centros de vicio”.60 Tena subrayó que la relevancia del caso estribaba en las particularidades socioespaciales del rumbo donde el hotel estaba situado: “en el centro de la Colonia Condesa, habitada por familias honorables y donde existen numerosos centros escolares”.61 A su vez, lamentaba los errores administrativos cometidos en las inspecciones y clausuras que impedían cerrar definitivamente la Quinta Rubí, pese a ser “un notorio foco de inmoralidad”, con infracciones como “no tener libro de pasajeros al corriente, por carecer de Reglamento Interior, no presentar libro de visitas, por alquilar cuartos exclusivamente a mujeres que ejercen la prostitución, por funcionar como hotel de paso”.62 El ministro finalizaba su voto proponiendo que la investigación se reiniciara centrándose en las quejas vecinales; en ese tenor afirmaba: “mi conciencia de ciudadano me inclina a tomar en cuenta, no tanto el criterio contradictorio de las autoridades, sino las pruebas que puedan rendir los vecinos cuya causa honorable no ha sido hasta ahora satisfecha”.63 Esta atención prestada por el ministro a la palabra de los habitantes de la colonia Condesa revela nuevamente el peso de la diferencia socioespacial en el grado de amenaza percibido en este hotel de paso.
Esas diferencias socioespaciales también se reflejaron en la menor atención prestada a las quejas contra hoteles situados en colonias populares. Si bien, el DDF impulsó redadas y clausuras en las calles aledañas al primer cuadro en algunas coyunturas específicas, las fuentes no muestran una correlación estrecha entre las denuncias vecinales y tales acciones. Por ejemplo, en el caso de los rumbos de la Merced y la Lagunilla, hubo una serie de redadas y desalojos, en 1957, con miras a la construcción de nuevos mercados en la zona (Luna, 2017). Sin embargo, cuando en 1959 comenzaron a aparecer los desplegados firmados por vecinos y locatarios de esos rumbos, tuvieron que aparecer ocho de ellos en un periodo de seis meses para que el director de Gobernación anunciara la clausura de los “cientos de hoteles de paso que existen en la capital”.64 No hay evidencia de que esta medida se ejecutara, o en todo caso fue temporal, pues entre marzo de 1960 y agosto de 1961 aparecieron al menos ocho desplegados similares.65
Frente a la atención selectiva de las autoridades a los hoteles de paso, derivadas de la diferencia socioespacial, los propietarios de hoteles afectados por las clausuras de la DG-DDF desarrollaron sus propias estrategias para, en lo posible, ampararse y revertir las clausuras o ganar los amparos. Con ese afán, algunos de ellos jugaban con la dualidad público-privado, característica de los hoteles como lugares modernos señalada por Field y Pratt (2015) , argumentando la imposibilidad de certificar verazmente lo que sucedía al interior de sus habitaciones resguardadas por la privacidad. Así, los hoteleros señalaban que no podía certificarse cuál era el objetivo para el que se rentaban las habitaciones, ni aun en los casos en los que los clientes ofrecieran una “supuesta contestación”, pues no había manera de verificarlo.66 Ese mismo argumento fue anotado por un agente del Ministerio Público en un informe para la Suprema Corte: “mientras no exista un hecho exterior, en nada se perjudican las buenas costumbres ni la moral pública, pues sólo queda la conducta personal, privada, y la clausura de estos lugares no reprime el vicio, más bien, lo hace público”.67 Cabe destacar que los amparos que utilizaron este argumento de la privacidad fueron ratificados por la Suprema Corte.
Otra estrategia de los hoteleros fue legitimar el funcionamiento de sus establecimientos articulando su ubicación socioespacial con el desarrollo del turismo, tema que había cobrado gran relevancia tras el exponencial crecimiento numérico de visitantes extranjeros que ingresaban al país. Datos del Banco de México refieren que esa cifra pasó de 105 368 turistas extranjeros en 1938 a 717 809 en 1957, siendo la capital el destino preferido después del Puerto de Acapulco (Consejo Nacional de Turismo, 1963).
En esa línea, la propietaria del Hotel Hermes afirmaba que el suyo era “un verdadero centro de turismo tanto nacional como internacional, así como por su ubicación como por su equipo adecuado para satisfacer todas las necesidades modernas […] debidamente controlado por la Dirección General de Turismo”.68 Asimismo, los hoteleros siguieron la práctica de los empresarios de cabaret que cabildearon ante el Departamento de Turismo, caracterizado por una actitud cosmopolita. Los cabareteros lograron que fuera este y no el DDF el que dictaminara sus horarios de actividad, con el argumento de hacer de la capital una metrópoli turística de la talla de Nueva York o París (Luna, 2017). En esa lógica, hacia 1966, en la coyuntura de los preparativos para los Juegos Olímpicos de 1968, la Asociación Mexicana de Hoteles del Distrito Federal estrechó sus lazos con dicho departamento.69
Finalmente, cabe decir que la estrategia más eficaz de los hoteleros contra las clausuras consistió en impugnar el artículo 27 del Reglamento de Establecimientos de Hospedaje, calificándolo como inconstitucional. Dicho artículo señalaba que los establecimientos de hospedaje “que no esté[n] administrado[s] bajo un régimen de estricta moralidad” no podrían llevar el nombre de hotel y sería “materia de clausura la violación de este precepto” (Reglamento de Establecimientos de Hospedaje, 1942, p. 12). Para los representantes legales de los hoteleros, ese fraseo negaba a sus defendidos la garantía de audiencia previa establecida por la Constitución.70 El argumento tuvo éxito en la sentencia que ratificó en 1953 el amparo para los Hoteles Nochebuena, Lomas Courts, Hermes, Radium, Retorno, entre otros. Los ministros de la segunda sala apuntaron: “el punto toral de la cuestión estriba en saber si el artículo 27 del Reglamento de Hospedajes del D. F. cumple con lo establecido por el artículo 14 Constitucional. En la especie, debe decirse que adolece este precepto del vicio de inconstitucionalidad porque no consigna la garantía de audiencia previa […] por lo que desde este aspecto procede conceder el amparo”.71
Frente a esta conclusión, los directores de gobernación y los jefes de licencias argumentaron, más de una vez, que el derecho de audiencia era pertinente en los procedimientos judiciales pero no en los administrativos, ya que “si los actos administrativos de la dependencia del Ejecutivo se realizaran con la parsimonia y formalismo del procedimiento judicial, las medidas gubernativas serían inoperantes”.72 No obstante, prácticamente todos los amparos que argumentaron la inconstitucionalidad del reglamento fueron fallados a favor de los hoteleros, permitiéndoles relegar a un segundo plano la relevancia de demostrar la veracidad o falsedad de las acusaciones de inmoralidad hechas en su contra.
Esta estrategia legal, junto con el auge del turismo, fueron los aspectos que probablemente favorecieron que los llamados hoteles de paso continuaran funcionando pese a las quejas y a la prevalencia de las normativas sociales en torno a la sexualidad femenina. Aun cuando medios como las revistas femeninas abordaron con gradual apertura la sexualidad premarital (Felitti, 2018), la reprobación social en torno a esta persistió, a diferencia de lo sucedido en Argentina y Estados Unidos a partir de la década de los sesenta (Bailey, 1989; Cosse, 2010). En México y su capital, a lo largo de los setenta y las dos décadas siguientes, la virginidad de las jóvenes solteras y la fidelidad de las casadas mantuvieron un lugar importante como signo de distinción social entre los sectores medios, atravesando la experiencia de las jóvenes que iniciaron su vida sexual en esos años (Amuchástegui, 1998; Romo, 2020).
Pese a la prevalencia de estas normativas de género, los hoteles de paso fueron percibidos cada vez con menos suspicacia en términos morales, al grado de que, entre 1967 y 1983, a la Suprema Corte llegó solamente un amparo similar a los revisados para este estudio.73
CONCLUSIONES
El álgido crecimiento en el número de establecimientos de hospedaje de la capital mexicana durante la primera mitad del siglo XX pareció estancarse después de 1965. Para 1981, los datos censales (INEGI, 1988) registraron 709 alojamientos en la capital, incluyendo hoteles y moteles, cifra menor a los 774 establecimientos de 1965. Probablemente, la contracción económica evidente desde la década de 1960, y que detonara abiertamente con la devaluación de 1976 (Cárdenas, 1996), llevó a más de un hotel a una situación insostenible económicamente.
Si bien queda fuera de los límites de este trabajo explorar las razones concretas de esa disminución, lo que si puede afirmarse es el desdibujamiento de las restricciones en contra de la operación de hoteles de paso. Esto se deja ver en el nuevo Reglamento de Establecimientos de Hospedaje (1982), el cual no contenía restricción alguna para alquilar las habitaciones por plazos menores a un día, siempre y cuando los hoteleros anunciaran explícitamente sus tarifas. Aunque el nuevo reglamento enunciaba que los establecimientos debían dedicarse de forma exclusiva al hospedaje y desarrollar su actividad “de acuerdo a la Ley, la moral y las buenas costumbres” (Reglamento de Establecimientos de Hospedaje, 1982, p. 47), la única sanción especificada para quienes no cumplieran con ello estaba dirigida a los usuarios, a quienes se les podía negar o cancelar el servicio. Esto revelaba que el argumento de la imposibilidad de saber lo que sucedía al interior de las habitaciones, lo mismo que considerar lo moral un asunto privado, ganó terreno.
Lo anterior apunta a que el carácter heterotópico atribuido a los hoteles de paso, nítido durante el periodo revisado, se diluyó en años posteriores. De cualquier modo, el análisis hecho hasta aquí permite esbozar algunas conclusiones. La primera es que la denominación de “hotel de paso” se consolidó en la capital en la década de 1950, tras la expansión y diversificación de los establecimientos de hospedaje para referir a los que alquilaban por horas sus habitaciones con fines sexualizados, práctica considerada amenazante para la decencia de las familias en un contexto marcado por el pánico moral. Dentro de esa denominación no oficial, la prensa, autoridades y ciudadanos incluyeron desde hoteles turísticos pequeños, moteles o “courts”, hoteles con “garaje” y hoteles de barrio. Y aunque la denominación “hotelucho” también prevaleció, esta mantuvo su doble connotación de precariedad y sexualidad, mientras que el nombre de “hotel de paso” refería ineludiblemente a la práctica sexual. Si bien la sexualización de los hoteles al inicio del periodo estaba estrechamente asociada al comercio sexual de la otrora zona de tolerancia, con el transcurrir de los años, su ubicación y sus usuarios dejaban ver que los encuentros sexuales pre o extramatrimoniales entre parejas de sectores medios ganó terreno pese a los dictados de lo decente. Esta creciente demanda podría explicar que los hoteleros apostaran a continuar funcionando como hoteles de paso pese a los inconvenientes que las denuncias, inspecciones y clausuras causaban en su operación.
La segunda conclusión es que las preocupaciones vecinales y las acciones de las autoridades en torno a los hoteles de paso como antítesis de la decencia estuvieron atravesadas por la diferencia socioespacial. A lo anterior subyacían los contrastes entre los órdenes socioespaciales del poniente y sur de la ciudad, favorecidos por la urbanización frente a colonias populares aledañas al primer cuadro de la ciudad, particularmente aquellas donde años atrás se había delimitado la zona de tolerancia. En ese sentido, los hoteles de paso detonaron un mayor número de quejas en rumbos cuyos habitantes se autodefinían como “familias decentes”, así como una respuesta acuciosa pero ineficaz por parte de las autoridades del DDF. Por el contrario, la atención dada a las quejas contra hoteles situados en órdenes socioespaciales populares fue laxa cuando la hubo, mientras que sus firmantes señalaban la manera en que se les estigmatizaba como ajenos a la categoría de la decencia por habitar en esas zonas.
La tercera conclusión tiene que ver con la manera en que el tropo de lo decente demandaba mayores restricciones al comportamiento sexual femenino, lo que supuso que los hoteles de paso fueran percibidos como un riesgo mayor para las mujeres de sectores medios o “hijas de familia”, quienes serían juzgadas con severidad si acudían a estos. Lo anterior subrayaba que la responsabilidad de resguardar los límites sexuales de la decencia recaía exclusivamente en las mujeres. Sobre ellas se cernía la etiqueta de “prostituta” cuando acudían a estos sitios con sus parejas, con gran costo para su reputación y credibilidad. Si bien en las décadas posteriores las normativas restrictivas en torno a la sexualidad femenina prevalecieron, quedan por explorar los cambios y continuidades en las percepciones y prácticas de las jóvenes de clase media respecto a los hoteles.
Conjuntando lo anterior, puede decirse que las acusaciones de inmoralidad contra los hoteles de paso contribuyeron a su caracterización como lugares heterotópicos y a la ratificación de la relevancia del tropo de la decencia como marcador de diferencia social entretejido con los contrastes socioespaciales de la capital. Esto quedó claro en la relevancia que, tanto quejosos como autoridades y hoteleros otorgaban a su ubicación y entorno para sostener denuncias y defensas sobre estos establecimientos. Sin embargo, las denuncias también evidenciaron las ambivalencias y contradicciones que estos mismos sectores experimentaron entre su preocupación por preservar la apariencia de familia respetable y el atractivo y demanda de lugares y narrativas en las que la sexualidad extramatrimonial era un componente central.