1. Introducción
La vanguardia puede ser entendida en su acepción histórica —como movimiento artístico y cultural de los años veinte—, o bien como paradigma artístico que domina todo el siglo XX.1 Estas dos acepciones son cruciales a la hora de analizar el tan extendido debate acerca de si el grupo mexicano de los Contemporáneos puede calificarse de vanguardista. En el presente estudio nos proponemos retomar dicha discusión a partir de las dos acepciones de “vanguardia” mencionadas. Nuestro objetivo es dilucidar la particularidad del grupo y ahondar en su posible caracterización vanguardista. Tomaremos como ejemplo su producción poética por ser el género más representativo de la vanguardia y porque el carácter vanguardista de su narrativa ya ha sido analizado pormenorizadamente por Gustavo Pérez Firmat (1982)). En concreto, nos centraremos en las figuras de Salvador Novo, Carlos Pellicer, José Gorostiza, Ortiz de Montellano, Jorge Cuesta, Jaime Torres Bodet y Xavier Villaurrutia. A pesar de su unidad, es sabido que la evolución literaria de cada uno de ellos es diversa, de ahí que estableceremos un corte cronológico que se iniciaría en 1930, con la publicación de Destierro, de Torres Bodet, y finalizaría en 1942, con Canto a un dios mineral, de Cuesta. Es decir, nuestra propuesta se centra en un período en que las vanguardias más radicales han comenzado su declive, frente al auge del surrealismo y el retorno al orden de los años treinta. En política, 1930 es el gran año de las crisis en Occidente y, en el contexto mexicano en particular, significó el final de la guerra cristera y el inicio del gobierno del Partido Nacional Revolucionario. Nuestra periodización se cierra en 1942, fecha de publicación del último poemario que incluimos en nuestra hipótesis, porque en los años cuarenta se inicia una etapa de la historia literaria mexicana marcada por la “institucionalización de la poesía y del ensayo”, sobre todo, por parte de Octavio Paz quien, en palabras de Ignacio Sánchez Prado, “domestica” el legado de la poesía mexicana anterior (2006: 181), es decir, la poesía cultivada por los Contemporáneos que presentamos aquí. Por tanto, no nos referiremos a toda la producción poética de los autores mencionados sino concretamente a los siguientes poemarios: Destierro (Torres Bodet, 1930), Sueños (Ortiz de Montellano, 1933), Nuevo amor (Novo, 1935), Hora de junio (Pellicer, 1937), Nostalgia de la muerte (Villaurrutia, 1938), Muerte sin fin (Gorostiza, 1939) y Canto a un dios mineral (Cuesta, 1942).
Con este fin, se ha dividido el trabajo en cuatro partes: la primera ahonda en el debate acerca de la homogeneidad o heterogeneidad de Contemporáneos como grupo y/o generación literaria; la segunda sintetiza brevemente su vinculación con el nacionalismo —algo que analizaremos sucintamente debido a la cantidad de bibliografía sobre el tema pero que, sin embargo, no podemos obviar debido a la importante vinculación entre vanguardia y nacionalismo en el contexto latinoamericano—. La tercera parte indaga en la distinción entre las dos acepciones de “vanguardia” con el fin de dilucidar a cuál de las dos se adscribiría el grupo. La cuarta y última parte se centra en la estética de Contemporáneos para esclarecer su relación con la vanguardia y su noción de “autonomía artística”. Nuestra propuesta final, a partir de lo expuesto, será que la poética de Contemporáneos se puede calificar como “estética de la dilación”, una expresión que definiremos previamente y que consideramos acorde a la acepción de vanguardia como paradigma del arte del siglo XX.
2. Contemporáneos frente a la crítica
2.1. “Contemporáneos” como formación institucionalizada de capital cultural
Para poder analizar la posible vinculación de los Contemporáneos al paradigma vanguardista —y no a la vanguardia histórica—, debemos repasar de manera sintética las consideraciones previas de la crítica acerca de su calificación como grupo o generación. Conviene señalar, desde el principio, que no valoramos el término “generación” como categoría historiográfica, puesto que únicamente alude a la convivencia en el tiempo de un grupo de individuos a quienes une el mismo espíritu de época. Queremos, más bien, repensar la unidad o desunión de los Contemporáneos en función de si llevaron a cabo un proyecto unívoco general, más allá de sus diferencias particulares. En este sentido, Evodio Escalante considera que existe entre la crítica un “fetichismo” hacia los conceptos de “grupo” y “generación”, nociones que terminan simplificando procesos más complejos. Así, la crítica habría fijado un binomio Contemporáneos/estridentistas que, según Escalante, desconoce los “vasos comunicantes” entre ambos, así como las diferencias y contradicciones internas en el seno de cada uno (1994: 392). Esta línea sigue Vicente Fernández Mora, quien matiza concretamente la falsa asimilación entre Contemporáneos/universalidad y entre estridentismo/nacionalismo (2016: 220-221).
Para Octavio Paz, a los Contemporáneos no los unían afirmaciones ni oposiciones, sino meramente interrogaciones: “el escepticismo de Contemporáneos no fue radical y por eso no pudo desembocar en afirmaciones ni negaciones” (1978: 12). Otros críticos se limitan a nombrar algunas poéticas que fusionan algunos de sus textos; José Emilio Pacheco subraya la confluencia entre los poemas “Pórtico” de Torres Bodet, “Nocturno en que nada se oye” de Villaurrutia, “Vuelo” de Owen y “Letra Muerta” de Ortiz de Montellano (1994: 92). Jaime Labastida, por su parte, alude a imágenes o temáticas presentes en la producción de la mayoría: “el agua, el espejo, la imagen que en ésta se refleja, Narciso, pues; y, por lo tanto, también la palabra y la poesía por ella edificada” (1987: 15). Finalmente, Eugene Moretta encuentra ciertas similitudes entre los poemarios Hora de junio de Carlos Pellicer, Nostalgia de la muerte de Villaurrutia y Muerte sin fin de Gorostiza (1994: 353).
Ahora bien, cabe preguntarse si estas similitudes son casualidades que se deben a un discurso de época compartido o si los mismos Contemporáneos percibían tal unidad. En principio, todos parecen coincidir en que los unían relaciones personales, pero desde sus diferencias individuales. Así lo explica Jorge Cuesta en una carta a Ortiz de Montellano de 1933: “Reunimos nuestras soledades, nuestros exilios; nuestra agrupación es como la de forajidos […]. La colectividad no existe ni entre nosotros ni dentro del grupo […], como las paralelas, nos juntamos en el infinito, o sea, virtualmente” (2004: 216-217). No obstante, el escritor no deja de trasmitir cierto estado de unión entre ellos, como también lo señala José Gorostiza en una carta a Carlos Pellicer mediante una asimilación acogedora del grupo a un hogar: “En el edificio de nuestra poesía, [tú eres] la ventana… Nosotros […] somos las piezas de adentro. Xavier, el comedor. Los demás las alcobas. Hasta la última, la del fondo, que es Jaime […] ¿Salvador Novo? La azotea”2 (ap. HYPERLINK \l "mkp_ref_050" : 214).
Lo cierto es que un grupo no lo es en función de la percepción que sus propios miembros tienen de sí mismos, ya que todos tenderán a individualizarse para reivindicar su originalidad. Nuestra perspectiva, antes que seguir las declaraciones de los Contemporáneos, se adscribe a las teorías esbozadas por Frank Dauster (1963), Pedro Ángel Palou ( 1997), Rosa García Gutiérrez (1999) y Sánchez Prado (2006). El primero considera a los Contemporáneos como un acontecimiento, lenguaje y reacción generacionales (1963: 13). Palou admite que, si bien “la unidad del grupo es una ilusión historiográfica” (1997: 33), los Contemporáneos comparten el mismo habitus por su poética común —en lo temático y en su tratamiento lingüístico (384)—. Para García Gutiérrez, la unión de los Contemporáneos reside en un proyecto narrativo común de oposición a la novela de la Revolución, en concreto, mediante sus novelas publicadas en los años veinte (1999: 102-103).
Para corroborar la unión del grupo, Sánchez Prado se centra en el género de la poesía y en dos momentos cruciales de la historia literaria mexicana: en primer lugar, el debate de 1925,3 que pone en evidencia la lucha por la legitimidad de proyectos literarios en el campo literario nacional (2006: 29); en segundo lugar, el año de 1928, con la publicación de la Antología de la poesía mexicana moderna, un ejercicio que, por su modernidad, inicia el proceso de “autonomización del campo literario mexicano” (Palou 1997: 122) a través de la “acumulación de capital cultural para un conjunto de propuestas estéticas” de los Contemporáneos (Sánchez Prado 2006: 79). Así, al margen de las similitudes y diferencias entre sus textos, la Antología da muestra de algo más global que sí les otorga cierta homogeneidad: un mismo proyecto cultural y similar posicionamiento político entre sí. La Antología es la prueba fehaciente de que el grupo de los Contemporáneos ha adquirido un capital cultural sólido como forma institucionalizada,4 ya que asume la compleja tarea de decidir acerca del canon y la tradición de su país. En este sentido, vinculamos su proceder al concepto de “formación” según la terminología acuñada por Raymond Williams, noción que incluye toda escuela, círculo o grupo cultural, caracterizado por una estructura amplia, difícil de delimitar y por la rapidez con que se constituyen y disuelven (1981: 85-86). Es crucial diferenciar el concepto de “formación” con el de “grupo” o “generación” literaria porque en el primero no hay una voluntad consciente de gremialismo político-cultural, como es el caso de los Contemporáneos, un matiz que los aleja de la actitud típica de los movimientos de vanguardia histórica más radicales.5
2.2. La vanguardia y el nacionalismo como centro de debate
Desde un punto de vista historiográfico, no cabe duda de que, en el campo literario mexicano, el estridentismo colma el espacio que corresponde a la vanguardia histórica del país en tanto “buscaban una ruptura radical con una teleología puramente nacional y, particularmente, con la cultura heredada de la Colonia y el siglo XIX” (Sánchez Prado 2006: 20). En palabras de Paz, “la contemporaneidad de los Contemporáneos fue incompleta y su interpretación de la tradición moderna fue una mutilación pues cercenó su porción más viva” (1978: 10), es decir, el espíritu de ruptura y rebelión que caracterizó al estridentismo. De ahí que algunos especialistas nieguen el calificativo de vanguardista para clasificar a los Contemporáneos —véase Quirarte (1985); Schneider (1994 ); García Gutiérrez (1999); Fernández Mora (2016)— frente a otros estudiosos como Merlin Forster (1964); Concepción Reverte Bernal, quien califica al grupo de “vanguardismo moderado” (1986: 264); Gustavo Pérez Firmat (1982), quien alude a las “ficciones de vanguardia” al hablar de las novelas de los Contemporáneos; Samuel Gordon (1989), y Palou, quien entiende su vanguardia como un modo de asumir “lo actual en lugar de lo moderno” (1997: 398) e incluye al grupo entre las vanguardias latinoamericanas que irrumpen contra el discurso hegemónico(200-201).6 Finalmente, Escalante (2005) señala que la vanguardia mexicana fue ocultada por la vanguardia posterior —la generación de los cincuenta— al no ser una vanguardia histórica acorde con las categorías europeas. Si nos centramos, nuevamente, en qué opinaba el grupo de sí mismo, hallamos “La poesía actual de México. Torres Bodet: Cripta” (1937), de Gorostiza, texto que niega rotundamente la actitud vanguardista de los Contemporáneos (1995: 172); por su parte, Cuesta también lanza esa negativa en “Un artículo” (1934):
Quienes se distinguen de este tipo de escritores [de vanguardia] tienen en común con todos los jóvenes mexicanos de su edad, nacer en México; crecer en un raquítico medio intelectual; ser autodidactas; conocer la literatura y el arte principalmente en revistas y publicaciones europeas […]; y, sobre todo, encontrarse inmediatamente cerca de una producción literaria y artística cuya cualidad esencial ha sido una absoluta falta de crítica […]. Casi todos […] han adoptado una actitud crítica. Su virtud común ha sido la desconfianza, la incredulidad (2004: 131-132; cursivas nuestras).
Así, tras achacar a la vanguardia la ausencia absoluta de sentido crítico, Cuesta propone a los Contemporáneos como la verdadera disidencia mexicana; de este modo, atribuye a la vanguardia una actitud de conformismo que, a priori, no encaja con la definición de vanguardia como ruptura. En principio, podríamos aventurar que Cuesta incurre en un error por su interés de reivindicar a su grupo en detrimento de los otros. No obstante, si ahondamos en la particular situación de la historia literaria mexicana, hallamos algunas singularidades que la distinguen radicalmente de otros campos literarios latinoamericanos. Ello debe entenderse, como es sabido, en clave política, porque la Revolución mexicana, de corte socialista,7 adquirió una hegemonía a partir de 1910, a la cual se adhirieron explícitamente el estridentismo y el muralismo, contrariando la actitud de resistencia de todo movimiento de vanguardia. Al suscribirse a un discurso dominante, perdieron parte de ese poder agitador que toda vanguardia posee intrínsecamente (véase Corte Velasco 20032 y Rashkin 2021).8 Consciente de ello, Cuesta considera que la vanguardia mexicana se halla alienada por la hegemonía revolucionaria, de ahí que conciba a los Contemporáneos —y a todo aquel que se oponga a la Revolución—, como la verdadera resistencia crítica e inconformista.
Por tanto, en el centro del debate acerca de la vanguardia de los Contemporáneos se halla su relación con el nacionalismo mexicano. En este sentido, acierta Fernández Mora al matizar la antítesis “nacionalistas (estridentismo) frente a universalistas (Contemporáneos)” (2016: 227) encontrando, más bien, una zona intersticial de consenso donde se puede aludir a un mexicanismo de los Contemporáneos y a un universalismo de los nacionalistas. Porque, si bien los estridentistas abogan por un nacionalismo impulsado por la Revolución, es cierto que ese motor está en consonancia con un interés de comunismo universal para enfrentarse a un enemigo extranjero: el liberalismo norteamericano. El problema es el “jicarismo” o folklorismo en que cae este tipo de arte, un romanticismo que los Contemporáneos considera superficial y al que oponen un universalismo localista. Decimos “localista” porque, a pesar de su postura cosmopolita, no dejan de insistir continuamente en el mexicanismo de sus obras y se interesan en publicar una antología moderna y mexicana. Es cierto que su mexicanidad no sigue la línea costumbrista de los nacionalistas sino, como es sabido, continúa la senda de la ontología mexicana del filósofo Samuel Ramos, un “nacionalismo intimista” pero nacionalismo al fin y al cabo.9 Sin plena consciencia de ello, los Contemporáneos mexicanizan la noción de “universalidad”, como se lee en la siguiente máxima de Cuesta en “El clasicismo mexicano” (1940): “La historia de la poesía mexicana es una historia universal de la poesía” (2004: 259); de ahí la conclusión de José Manuel Mateo: “Los Contemporáneos [… ] no desairan lo mexicano, ni lo niegan, ni lo atacan: lo ven con ojos críticos y lo resignifican” (2011: 118, cursivas del original).
En suma, la cuestión central aquí no es debatir cuál de los dos grupos es más o menos nacionalista que el otro, sino destacar cómo estridentistas y Contemporáneos tienen dos modos antitéticos de definir lo nacional. Porque, como explica Sánchez Prado, ambos formaron parte de un complejo fenómeno mexicano en el que distintas naciones intelectuales crean su propia identidad mediante diversos dispositivos discursivos (2006: 139). En dicho proceso, el crítico señala cómo el término “revolución” es un significante vacío que, para los estridentistas, equivale a comunismo y lucha de clases. En cambio, los Contemporáneos se apropian del término para otorgarle un sentido de crítica y resistencia, considerándose a sí mismos los verdaderos revolucionarios; por ello, Cuesta afirma que “la revolución es el producto de la inconformidad” (2004: 244). Pero habría que añadir que, a su propia concepción de la revolución, ambos grupos agregan su resignificación del sentido de “nación”: los estridentistas toman únicamente la acepción geográfica e histórica del término para definir su país como el México popular presente que también incluye al precolombino, en oposición al hispanismo. Por su parte, los Contemporáneos conciben una acepción espiritual de lo mexicano que hacen encajar en su obra gracias al matiz abstracto y universal que le conceden a lo nacional;10 en este sentido, consideran que el arte no debe rendirle homenaje a lo popular sino, por el contrario, debe mantener su carácter elitista. Así lo indica Cuesta: “Sólo el artista reconoce al artista; sólo el mejor reconoce al mejor. Es por eso que el arte es, según la expresión de Nietzsche, un arte para artistas. El público no lo disfrutará jamás” (2004: 141). Asimismo, no reniegan de su origen hispánico sino que continúan la senda trazada por Vasconcelos y Alfonso Reyes —su vinculación con la cultura hispánica y con los intelectuales mencionados ha sido señalada por la crítica en numerosas ocasiones y no creemos necesario desarrollarla más—. Lo que nos interesa indicar en este apartado es que la vinculación de los Contemporáneos con el nacionalismo es contradictoria porque, si bien se jactan de desentenderse del mismo, no dejan de ahondar en la cuestión nacional aunque sea otorgándole un matiz universal.
3. Poesía pura, poesía plena, arte autónomo
Antes de adentrarnos en la dicotomía que queremos presentar aquí —la estética de umbral frente a la poética de la dilación—, haremos una breve mención al concepto de “autonomía del arte”, porque es otro asunto que aleja la vanguardia histórica de una vanguardia en términos más amplios y porque fue una noción central de la crítica de los Contemporáneos. La cuestión de la autonomía artística posee, al menos, dos sentidos: en primer lugar, como autosuficiencia del intelectual y del artista para servirse con libertad de temas que atañen a la ficción o a lo puramente estético, sin la obligación de hablar de la realidad empírica o de posicionarse a favor de una ideología concreta de manera explícita. Así lo sintetiza Samuel Ramos: “[el artista] vive como un ser autónomo que afirma por sí solo sus valores” (1929: 113). El Contemporáneo que más ha insisto en esta condición del artista ha sido Cuesta, influido por el pensamiento de Julien Benda y su ensayo La traición de los intelectuales (1928).11
El segundo sentido de autonomía atañe directamente a la obra artística y a su relación con la realidad empírica. A priori, la vanguardia histórica aboga por una unión directa entre praxis artística y vital, haciendo de la vida un arte y viceversa, con el fin de alejar su obra de la sublimidad del arte romántico. No obstante, el modo de llevar a cabo este cometido fue tan distinto entre unos movimientos y otros que, al final, la autonomía deriva en pura interpretación subjetiva. Para ejemplificarlo de manera clara, conviene recordar que, mientras el productivismo hizo del arte algo totalmente práctico mediante la ingeniería industrial,12 otras corrientes de vanguardia sostenían firmemente que el abstraccionismo era una vía de resistencia contrahegemónica. En palabras de Luciana Del Gizzo:
El cuadrado negro que determinó la abstracción absoluta y que sirvió de refugio de la realidad previa a la Revolución de Octubre a Malévich fue considerado peligroso por sus espectadores contemporáneos, de acuerdo con el testimonio de su creador. Un simple cuadrado negro sobre el lien zo, allí donde debía estar la representación de algo, significaba un replie gue y un silencio elocuente frente a la sangrienta represión zarista de la fallida revolución burguesa de 1905. Pero la subversión de la inobjetividad no radicaba únicamente en su negación a la representación o a decir algo sobre lo real, sino fundamentalmente en una expresión que se resistía a colocarse donde la noción burguesa de arte procuraba ponerlo […]. En efecto, el arte ya no estaba dispuesto a servir ni a Dios ni a la patria, ni al deleite burgués, o a cualquier otra cosa fuera de sí mismo. Esa inutilidad asumida con orgullo era un verdadero amparo para asegurarse la autonomía, aunque al mismo tiempo constituyera la principal fuente de sospecha en un mundo crecientemente utilitario (2015: 54, las cursivas son nuestras).
Hacemos énfasis en el final de la cita porque destaca la dialéctica paradójica del discurso de la autonomía forjada por parte del abstraccionismo, a saber: a priori, un cuadro totalmente abstracto adquiere una autonomía plena respecto de la realidad —y de todo posicionamiento ideológico—; sin embargo, ese mismo cuadro puede interpretarse como resistencia política a la hegemonía dominante a través de su oposición a la representación. Tenemos, por tanto, una misma obra, pero una suma de resistencias: a la autonomía respecto de la realidad se une la autonomía respecto de la ideología hegemónica. ¿Cuál es más correcta? La vanguardia ignoró esta paradoja y su explicación no podía descansar jamás en la voluntad autoral, siendo esta noción un concepto plenamente romántico. Si insistimos en esta contradicción es porque fue un lugar común a las vanguardias surgidas a lo largo del siglo XX, pues todas se plantearon la función social del arte y su modo de incidir en lo real.
En el caso mexicano, como es sabido, el estridentismo y el muralismo perseguían un claro fin político a favor de la Revolución en sus obras, tendencia a la cual los Contemporáneos se opusieron radicalmente, no sólo a través de sus textos ensayísticos,13 también con una producción de obras poéticas, prosísticas y dramáticas más preocupadas por la forma que por el contenido. Esto último se proyecta, por ejemplo, a través de algunas de sus novelas, cuyas tramas se repiten entre sí, lo que demuestra la escasa importancia que le otorgaban a su contenido. No obstante, aunque esta decisión pueda ser interpretada como pura evasión y autonomía del arte, García Gutiérrez la lee como actitud disidente: “en el México de Calles […], la construcción de una novela destinada a ser vista exclusivamente ‘desde su propio interior’ acabó percibiéndose como disidencia política” (1999: 289). Así, en el campo literario mexicano, los Contemporáneos se sirvieron de la autonomía del arte como modo de resistencia estética y política. Hay en ellos un acto de oposición, si no a la política de Calles, sí a la hegemonía de la vanguardia histórica y su lineamiento con la Revolución. Pero, entonces, si ambos grupos son disidentes, ¿en qué se diferencia su resistencia? En que el muralismo no responde al arte moderno deshumanizado expuesto por Ortega y Gasset (2005) frente a los Contemporáneos, quienes, aunque no lo reconocieran,14 presentan un arte deshumanizado —“desromantizado” en términos de Cuesta—, como apunta Pérez Firmat respecto a sus novelas, cuyos personajes inverosímiles son meras fantasmagorías literarias (1982: 83).
En relación con la poesía, los Contemporáneos siguen la línea del purismo juanramoniano. En su estudio sobre el tema, Anthony Stanton insiste en la ambigüedad histórica de la expresión “poesía o arte puro” y en sus contradicciones porque para algunos —como Bremond— poseía una connotación mística, mientras que para otros —como Valéry— consistía en un “proceso racional de descomposición analítica” imposible de alcanzar (1994: 29-30). Por todo ello, Stanton concluye que la poesía pura se define por tautología porque “para eliminar lo impuro hay que saber primero en qué consiste la pureza pero se dice que lo puro es lo que queda después de haber eliminado lo impuro” (1994: 43), idea que Gorostiza manifiesta con otras palabras: “arte puro, que si se expresa deja de ser puro y si no se expresa deja de ser arte” (1995: 205).
El asunto se complejiza aún más cuando, en 1927, Owen publica “Poesía ―¿pura?― plena” para explicar su concepción de “poesía pura” y su reemplazo por “poesía plena”. Owen alude al error cometido por Mallarmé al caer en una pureza tan radical que deriva en la mera abstracción silenciosa, actitud que ejemplifica con la siguiente imagen: “Había una vez un músico ciego que confundió a su mujer con un violín y murió de no lograr nunca afinarla” (2004: 312). Owen arremete contra el purismo extremo y su discurso proyecta una retórica de vanguardia moderada, de retorno al orden, que no ve en el abstraccionismo más que una experimentación formal vacía: “El agua clara, decimos nosotros, y el vaso de cristal, del más transparente y sonoro cristal, pero tampoco vacío” (314). Sobre todo, porque el purismo total, como el propio Valéry reconocía, es una utopía inaccesible. Por ello, Owen propone la noción de “poesía plena”, cuya fórmula la integran la “arbitrariedad y el desinterés” y cuya formalidad expresiva más adecuada es el cinematógrafo “por su superioridad en el dominio del movimiento y de la imagen visual inmediata” (313). Cabe señalar la antitética oposición entre los términos “puro” y “pleno” que Owen no ve u omite: si el término “puro” alude a algo que no le sobra nada, que está totalmente depurado, lo “pleno” hace referencia a aquello que está completo, que no le falta nada, que se sostiene a sí mismo, que es, en definitiva, totalmente autónomo. La autonomía será, para Contemporáneos, un cauce de disidencia política antinacionalista y un gesto de vanguardia artística.
4. La estética de umbral frente a la estética de la dilación
Tras el necesario y breve repaso por tres cuestiones fundamentales sobre los Contemporáneos —su condición de “formación” y no “generación”, su nacionalismo contradictorio y su concepto de poesía plena como autonomía artística—, nos centraremos en nuestra hipótesis acerca de la estética vanguardista del grupo. Para definir el complejo fenómeno que significó la vanguardia, debemos tener en cuenta que cada uno de sus movimientos ha sido, a lo largo de la historia, la manifestación más radical de cómo el hombre moderno experimenta el paso del tiempo. El arte moderno proyecta, desde sus albores, la tensión entre un presente y un pasado, una cuestión que en el siglo XX se lleva al extremo debido a la aceleración de la experiencia temporal. De este modo, toda obra artística del XX que pone de manifiesto una tensión, ya no sólo con el pasado, sino también con el presente, puede considerarse vanguardista en su modo de expresar la experiencia temporal. Como ya se ha mencionado, una acepción de “vanguardia” es de carácter histórico y alude a toda corriente artística de ruptura que surge a principios del siglo XX en Occidente, un fenómeno que se repite, con ciertos matices diferenciales, durante los años sesenta (véase Foster 2001). La otra acepción, a la cual nos adscribimos, hace referencia a un nuevo paradigma en el modo de proyectar la experiencia del tiempo en el arte del XX, siglo en el que la aceleración histórica condiciona todos los ámbitos de la existencia. Para sostener nuestra hipótesis, nos centraremos en la obra poética de los Contemporáneos, en contraste con las llamadas “vanguardias históricas” con el fin de mostrar cómo se opera esa tensión con el presente en sus textos, y así evidenciar si el grupo mencionado se alinea en esta acepción de vanguardia y por qué.
En su estudio sobre el invencionismo, Del Gizzo (2017) se adscribe a la noción de vanguardia como paradigma del siglo XX pero, a su vez, propone una definición de cada movimiento concreto de vanguardia como un breve período transitorio que surge a lo largo del siglo, un “punto de inflexión en el devenir artístico que condensa el límite entre lo que ya no es y lo que todavía no es, señalando de ese modo las cesuras históricas” (17). Partiendo de la expresión de Hans-Robert Jauss “época de umbral” (1995: 68), la vanguardia sería la manifestación artística de un período en transición, una experiencia colectiva de vivir el presente. Durante esta efímera etapa, cada movimiento de vanguardia lleva a cabo una ruptura total con el pasado y con su propio presente, acorde con la idea de modernidad sugerida por Marshall Berman, como la percepción de estar viviendo la plenitud de los tiempos. A dicha experiencia, Arnold Hauser denomina “experiencia actual del tiempo” o “conciencia del presente” (1992: 285), Renato Poggioli lo llama “sentimiento agónico” (2011: 75) y Alain Badiou, “nihilismo activo” (2005: 79). Así, con la expresión “estética de umbral”, Del Gizzo designa aquella poética que proyecta esa impotencia o incapacidad de asir el instante presente debido a su fugacidad. Por ejemplo, un breve verso de César Vallejo, tomado del poema XIV de Trilce, ejemplifica la estética de umbral: “Ese no puede ser, sido” (1998: 91, v. 7), donde el presente deviene instantáneamente pasado porque la coma entre “ser” y “sido” resulta ser un umbral temporal efímero. Un ejemplo tomado del estridentismo, lo hallamos en “Prisma” de Maples Arce: “Yo soy un punto muerto en medio de la hora, / equidistante al grito náufrago de una estrella” (1922: s.p., vv. 1-2).
Frente a la estética de umbral, proponemos otro tipo de poética para hacer referencia a otros movimientos de vanguardia que, durante el pasado siglo, han vivido esa inevitable experiencia del presente, pero cuyo proyecto artístico fue más moderado que el de las vanguardias históricas. Fueron tentativas por renovar el arte de su tiempo sin caer en la radicalidad de su destrucción porque consideraron pertinente buscar nuevas vías de creación. La corriente más representativa de esta tendencia fue el surrealismo, un movimiento que apelaba a la plena libertad artística —tanto social como individual— pero que huía del abstraccionismo puro, porque consideraba que el arte no debía alejarse completamente de la realidad sino que debía abarcar lo racional y lo irracional, lo consciente y lo inconsciente, el sueño y la vigilia. A diferencia del resto de los movimientos de vanguardia, el surrealismo no se ciñó únicamente al grupo liderado por Breton sino que su poética pervivió a lo largo del siglo XX, ejerciendo su influjo en la poesía, la narrativa y el teatro, una trascendencia que se explica, en parte, por la moderación de su proceder artístico. La experiencia del tiempo presente para gran parte de los surrealistas, y para otros artistas que se acercan a esta corriente, es diametralmente opuesta a la del resto de la vanguardia; si el presente se vivía, para el dadaísmo o el futurismo, como la fugacidad extrema, el surrealismo busca dilatar esa experiencia del presente, culminando en un oxímoron que podríamos llamar “instante prolongado”. Por ejemplo, en contraste con el verso de Vallejo, en la obra surrealista de Pablo Neruda hallamos imágenes del tiempo inmóvil y, simultáneamente, en perpetuo movimiento. Veamos los siguientes versos de “Galope muerto”: “Aquello todo tan rápido, tan viviente, / inmóvil sin embargo, como la polea loca en sí misma / […]. Por eso, en lo inmóvil, deteniéndose, percibir / entonces, como aleteo inmenso, encima / […]. Ese sonido ya tan largo / […] extendiéndose sin tregua” (2005: 89, vv. 11-38). A esta distinta —y casi opuesta— manera de experimentar el tiempo presente la hemos denominado “estética o poética de la dilación” porque, si se contrasta con la estética de umbral, ambas representan dos líneas paralelas dialécticas de la vanguardia entendida como paradigma de pensamiento artístico del siglo XX.
Las dos estéticas pondrían al descubierto las dos caras de la modernidad y su carácter dialéctico. Si nos decantamos por calificarlas de “dialécticas” antes que “antitéticas” es porque ambas estéticas son vanguardistas y responden al mismo paradigma, lo que explicaría que la producción de un mismo autor pueda tender a una de las dos sin marginar necesariamente la otra. Veremos que, entre los Contemporáneos, tal es el caso de Salvador Novo. Entonces, no debemos entender ninguna de las dos como exclusivas de un autor sino como discursividades poéticas comunes a toda la vanguardia. De hecho, resulta curioso que el propio Gorostiza, ya en 1937, hiciera referencia a la poesía como el cauce artístico más adecuado para “[…] captar una sensación infinitamente más fugitiva: la del tiempo […]. A estas artes me las imagino nacidas de los pies del hombre, como un crecimiento de su facultad de andar” (1995: 172).
5. La estética de la dilación en las obras de los Contemporáneos
Fundándose en la plenitud y la autonomía, el arte cultivado por los Contemporáneos persigue el fin contrario al que procura la vanguardia histórica: devolverle al arte la sublimidad (romántica). A pesar de su insistente oposición al romanticismo, el grupo hereda algunos de sus postulados, de ahí que su contraposición al movimiento romántico podría interpretarse como consecuencia de la necesidad (vanguardista) de oponerse al arte inmediatamente anterior para autolegitimarse. Sin proponérselo, en los Contemporáneos confluyen algunos vestigios del romanticismo —inspiración del genio individual, arte ideal, atemporalidad y universalidad del arte, etc.— que se entremezclan con el nuevo paradigma de vanguardia. De ahí, las preguntas: ¿Autonomía o arte social? ¿Ruptura total o moderada? ¿Novedad como negación plena de la tradición o, en términos de Paz, como tradición de la ruptura? (1993: 17) ¿Qué implica ser “modernos”? Porque, no olvidemos, los Contemporáneos se autodefinen en una expresión antitética entre clásicos y modernos, términos incompatibles en principio pero que ellos logran conciliar al desvirtuar el significado del segundo: en resumidas cuentas, “clásico” es lo universal y lo atemporal, “modernidad” es precisamente lo contrario: aquello que está a expensas del devenir histórico. No obstante, debemos retornar a la diferencia entre las dos experiencias del presente por parte de la vanguardia y aventurar que el presente y, en consecuencia, lo “moderno” son concebidos por los Contemporáneos como conceptos amplios, dilatados, duraderos, frente a la brevedad y fugacidad del tiempo del instante de las vanguardias más radicales.
Veamos pues algunos ejemplos que proyectan esa concepción dilatada del tiempo en textos de los Contemporáneos. Una de las cuestiones formales que comparten es que la mayoría son poemas largos, un detalle no menor porque ello contrasta con la brevedad defendida por la vanguardia histórica. La larga extensión del poema es más efectiva para proyectar esa dilación del presente y, en este sentido, cabe recordar las reflexiones de Paz acerca del poema extenso en “Contar y cantar” (1986). El escritor mexicano traza allí la evolución del poema extenso, desde la épica hasta el simbolismo, tras apuntar sus diferencias con el poema breve. Concluye Paz que el simbolismo fue el movimiento que clausuró, en parte, “cierta modernidad” para comenzar una nueva: “la nuestra” (1986: 17). La novedad del simbolismo fue aplicar al poema extenso la estética del poema breve al romper la continuidad típica que tradicionalmente caracterizaba al primero y dando como resultado un “archipiélago de fragmentos” (17). Del simbolismo beben los Contemporáneos, como ellos mismos reconocen,15 y toman esa aplicación del poema breve al extenso, pero descartando la fragmentación. Aprovechan pues esa novedad simbolista para proyectar la estética de la dilación, una innovación que probablemente tuviera su influjo posterior en la poesía extensa cultivada luego por el propio Paz.
Comenzaremos ejemplificando lo anterior con las obras de Novo y Pellicer porque ambos se iniciaron en el terreno de la poesía más cercana a la vanguardia histórica para, luego, retornar a un orden más cercano a la estética de la dilación. Ese contraste, en el caso de Pellicer, nos puede iluminar mejor la diferencia entre esa poética y la estética de umbral. No obstante, los XX poemas de Novo (1925) destilan un prosaísmo e imágenes urbanas más acordes con la poética de la vanguardia histórica. La estética de umbral es especialmente explícita en poemas como “Almanaque”, donde el minutero es una “guadaña” —“la guadaña del minutero / hizo centro de su compás” (2012: 41, vv. 19-20)—, y en el siguiente verso de “Naufragio”: “es el Placer-que-dura-un-instante” (47, v. 17). En cambio, en Nuevo amor (1935), Novo lleva a cabo un retorno al orden, algo que se observa desde el título, más tradicional, y se aleja de la estética de umbral cultivada anteriormente. El tono sosegado e imágenes románticas —como la presencia de la luna— caracterizan a este poemario. La necesidad de dilatar el tiempo, de retenerlo frente a su fugacidad, es un lugar común de varios poemas; así en “Al poema confío la pena de perderte”, el yo poético busca detener el tiempo: “He de coger mi vida deshecha entre tus manos, / leve jirón de niebla / que el viento entre sus alas efímeras dispersa” (2012: 88, vv. 4-6). Ese mismo deseo lo hallamos en “Glosa incompleta en tres tiempos sobre un tema de amor”:
Entre tu aurora y mi ocaso el Tiempo desaparecía […]. Pero el fruto, pero el aire, pero el Tiempo que no fluya, pero la presencia tuya fuerte, joven, dulce, grande; sangre tuya en vena mía, lazos a instantes maduros, dentro de estos cuatro muros ¿cómo me los guardaría? (89, vv. 13-28).
Por su parte, Pellicer publica Hora y 20 en 1927 y Camino en 1929; nótese del primero que, desde su título, pone de manifiesto explícitamente la brevedad del instante (la estética de umbral). Los poemas de ambos poemarios, de métrica corta, sugieren esa fugacidad del presente que desaparece, como puede observarse en “A la poesía” (Camino): “La cifra de tu estatura, de la ola que alzó / tu peso de tiempo intacto. Mi brazo / sutilmente la ciñó” (Pellicer 1999: 174). Frente a ese poemario, Pellicer publica Hora de junio en 1937, cuyo título deja de aludir al instante y pasa a proyectar un tiempo dilatado —un mes—. Tal dilatación se observa, sobre todo, en sus dos poemas sobre el paisaje, “Poética del paisaje” e “Invitación al paisaje”. En el primero, leemos: “A medida que el pie cubre el espacio / el horizonte prometido enseña / su barricada azul, su tiempo lacio” (Pellicer 1979: 237, vv. 4-6),16 un tiempo largo, que en el segundo poema se torna “la plenitud de cada hora” (242, v. 12), y que en “La voz” se traduce en el deseo del yo poético por transformarse en un instante: “Yo quise un instante ser / para siempre. Quise estar, / para siempre” (72, vv.1-3).
Nos referiremos, a continuación, a dos poemarios fundamentales de los años treinta: Muerte sin fin (1939), de Gorostiza, y Sueños (1933), de Ortiz de Montellano. Del segundo, dice Esperanza López Parada que fue vanguardista, “no porque repita el presente y se adelante al porvenir”, es decir, no mediante la estética de umbral, sino “porque no depende de ninguno de ellos” (1997: 291), algo que podría resumir el verso treinta de “Letra muerta”: “la cara del reloj, viajero en marcha” (Ortiz de Montellano 1995: 83, v. 26). Como es sabido, gran parte de la producción poética de Ortiz de Montellano reunida en Sueños fue motivada por su experiencia con la anestesia, de ahí que abunden entre sus versos alusiones a un yo poético que espera y percibe la lentitud del paso de las horas y un presente eterno; leemos en “Segundo sueño”: “Veo mis gritos que no se oyen, que no los oigo, que se alejan y se pierden […]. Minero de mí mismo, estoy dentro de mi propio cuerpo. Angustia y soledad. Ejercicios de profundo sueño” (1995: 65).
Muerte sin fin de Gorostiza es, desde su título, un extenso letargo dilatado. En palabras de Palou, el poema se presenta “como un proceso, como un estar siendo. Movimiento, estar siendo perpetuamente” (1997: 376). Por ello, el crítico escoge 1939 como el año epigonal de los Contemporáneos ya que “en ese poema […] se cifran buena parte de los conflictos estéticos y de [sus] pugnas éticas” (397). Ese proceso en perpetuo movimiento se observa, por ejemplo, en los siguientes versos:
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
[…] y abren hueco por fin a aquel minuto
—¡miradlo en la lenteja del reloj,
neto, puntual, exacto,
correrse un eslabón cada minuto!—
[…] El vaso de agua es el momento justo
[…] perpetuo instante del quebranto (Gorostiza 1989: 16-38, vv. 70-484).
Nótese cómo Gorostiza ralentiza el tiempo hasta el punto de “abrirlo” para examinar de cerca el movimiento del instante, un efecto que se acentúa debido a la longitud del poema. De tal poética beberá luego, sin duda, Octavio Paz en su producción poética; quizá el ejemplo más relevante es Piedra de Sol ( HYPERLINK \l "mkp_ref_035" ), poema largo que intercala versos metapoéticos acerca de la experiencia de un yo lírico que describe el sufrimiento de la perpetua dilatación del tiempo que fluye y se desvanece de manera intermitente: “lo que pasó no fue pero está siendo / y silenciosamente desemboca / en otro instante que se desvanece” (1957: 21, vv. 192-195).
Por su parte, Cuesta y Villaurrutia también ponen al descubierto una estética de la dilación en sus sonetos; en el caso de los nocturnos del segundo, es precisamente la eternidad de la noche, que nunca termina, aquello que aterroriza al yo poético, de ahí el título de su poemario Nostalgia de la muerte (1938). Paz apunta que, si bien Reflejos (1926) se publica durante la época de vanguardia, Villaurrutia no asumió esa estética rupturista más que en su oposición al sentimentalismo romántico, en la reducción del poema, en el privilegio de lo visual en detrimento de lo sonoro, y en el empleo de la rima asonante y el verso blanco (1978: 5). No obstante, sigue Paz, es en Nostalgia de la muerte cuando Villaurrutia “abraza más decididamente la estética de la vanguardia y roza las fronteras del surrealismo” (6), como el mismo poeta reconoce en una entrevista con José Luis Martínez: “Yo mismo […] he sido surrealista sin siquiera proponérmelo” (1940: 80). Como surrealista, pues, Villaurrutia es un ejemplo de esa vanguardia moderada que busca innovar a la vez que bebe de la tradición modernista a través de los nocturnos. Podemos ejemplificar su poética de la dilación en su famoso poema “Décima muerte”: “La aguja del instantero / recorrerá su cuadrante, / todo cabrá en un instante / del espacio verdadero” (2006: 313, vv. 51-54).
En el caso de Cuesta, se observa la idea de lo dilatado a través de la imagen del “eco” en “Una palabra obscura”: “Y en el silencio en que zozobra, dura / como un sueño la voz, vaga y futura, / y perpetua y difunta como un eco” (2014: 96, vv. 12-14, cursivas nuestras). Pero, sobre todo, en el extenso poema “Canto a un dios mineral” (1942), el instante deviene tiempo en suspenso: “Es la vida allí estar, tan fijamente, […] / que del agua un relámpago deslumbre / o un sólido de humo / tenga en un cielo ilimitado y tenso / un instante a los ojos en suspenso” (2014: 80, vv. 31-97, cursivas nuestras).
Para finalizar nuestra ejemplificación, recordemos los primeros versos del poemario de Torres Bodet, Destierro (1930): “En esta presencia amarilla —entre dos lámparas— de la noche, / en esta inmovilidad del espejo que cuenta al revés sus cadáveres, / y en esta grieta del reloj, / por donde caben todos los días un instante imperceptible de alondra / está mi eternidad” (2017: 304, vv. 1-5), pues el instante no es efímero sino que es una grieta, un paréntesis, el oxímoron de un presente inmóvil. Por ello, en “Invierno” se alude al tiempo como “espiral de esa hora vacía” (2017: 307, v. 28), es decir, un movimiento que avanza con lentitud; y en “Salmo I” es una “hora de nácar / [que] se incrusta en la madera porosa de la madrugada vecina” (321, vv. 18-19), esto es, un tiempo paralizado.
6. Conclusiones
Hemos buscado señalar el carácter dialéctico de la vanguardia, entendida como paradigma de la modernidad artística del siglo XX, una dialéctica que descansa en la escisión entre la estética de umbral y la poética de la dilación como dos modos antitéticos de proyectar la experiencia temporal y la conciencia del presente. La propuesta sugerida busca iluminar un concepto laxo y complejo como fue la vanguardia, una categoría en la cual la crítica tiende a englobar una diversidad de obras muy distintas entre sí. Nuestra intención fue, en resumen, aventurar la hipótesis de que esta contradicción de la vanguardia es una de las razones que explica ese abanico de textos que pueden considerarse vanguardistas.
Para ejemplificarlo, hemos escogido a los Contemporáneos por la polémica que sus obras han provocado entre la crítica debido a la dificultad que conlleva clasificarlos bajo el rótulo de vanguardia. Si bien siempre parece haber quedado claro que el grupo no fue un movimiento de vanguardia histórica, esperamos haber esclarecido un poco más su proceder poético durante los años treinta: al clasificar su poesía como estética de la dilación, caracterizamos una poética que, en el contexto mexicano, resulta no sólo novedosa, sino que también significó un modo de afirmar la autonomía estética y una manera de oponerse a la hegemonía de la (otra) vanguardia que dominaba el campo. En otras palabras, la elección de esa poética se explica, aunque no de manera exclusiva, por razones tanto ideológico-políticas como poéticas. Los Contemporáneos se decantan por una dilatación del tiempo que no sólo proyecta la distinta experiencia del presente sino también una manera de entender lo revolucionario (en política y en arte) como algo continuo, un proceso amplio (dilatado) que se aleja de las irrupciones efímeras de la rebelión vanguardista más extrema.