En un fenómeno de franca migración cartográfica, el Mapa del Valle y la Ciudad de México de 1550 ha vuelto temporalmente al lugar que representa, casi cinco siglos después de su partida al Viejo Mundo. Este fantástico acontecimiento se da gracias a la exposición temporal: La Grandeza de México, organizada por la Secretaría de Cultura del Gobierno de México y el Instituto Nacional de Antropología e Historia, en el Museo Nacional de Antropología y en el Salón Iberoamericano del edificio de la Secretaría de Educación Pública. La biografía de este objeto cultural interpela al visitante del primer recinto, vinculado a Chapultepec, ¿qué significa que el mapa se encuentre ante sus ojos?
El documento, también conocido como Mapa de Uppsala, Mapa de Santa Cruz o Mapa de México-Tenochtitlán y sus contornos hacia 1550,1 ha sido sujeto de más investigaciones históricas que geográficas, que lo identifican como un ejemplo único de la tradición cartográfica hispano-indígena (Escalante y Olmedo, 2009; León-Portilla y Aguilera, 2016; Linne, 1988; López, 2018; Saracino, 2018). Su historia y naturaleza se acomodan alrededor de las siguientes incógnitas: ¿cuándo y dónde se creó?, ¿quién fue su autor? y ¿cómo llegó a la biblioteca de la Universidad de Uppsala, en Suecia? Se sabe con certeza que el mapa se pintó en Nueva España, muy probablemente en su capital, a mediados del siglo XVI, sin conocerse a ciencia cierta la fecha de su creación (Escalante y Olmedo, 2009). Las investigaciones han señalado al Imperial Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco como su lugar de concepción y manufactura. Esta inferencia se ha basado en dos aspectos: una asociación estilística con las imágenes que ilustran el Códice Florentino, que fue creado en ese lugar y, segundo, que aparentemente el convento y recinto de Santiago Tlatelolco fue representado con mayor tamaño para señalar su importancia y asociación al mapa (León-Portilla y Aguilera, 2016: 56-58).2
La discusión sobre su lugar de origen se relaciona directamente con la cuestión de su autoría. ¿Quién fue el responsable de crear esta temprana representación del islote de México-Tenochtitlan? Hay al menos dos formas de responder esta pregunta: o fue un indígena aculturado, o bien, fue un español. La primera respuesta se vincula a la hipótesis de su creación en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco; la segunda, aunque ya prácticamente descartada por los especialistas, con el nombre de un famoso cosmógrafo identificado en la cartela de la esquina inferior derecha: Alonso de Santa Cruz. Este último dio el mapa como un regalo al rey Carlos V a mediados del siglo XVI, antes de su abdicación en 1556 (Saracino, 2018). La identidad asociada a Santa Cruz como autor del mapa se puso en duda rápidamente, pues este presenta información que solo un habitante de la capital novohispana conocería y sucede que Santa Cruz nunca cruzó el océano Atlántico para visitar Nueva España, por lo cual los consensos actuales señalan a un tlacuilo indígena que habría recibido la influencia renacentista de los mapas como el autor del documento (Linne, 1988, p. 164; López, 2019, p. 255; León-Portilla y Aguilera, 2016, p. 56).
El plano se orientó con el eje norte-sur en horizontal, y en él se identifica el islote de México-Tenochtitlan, así como las poblaciones lacustres y circundantes que se encuentran a una distancia de hasta 40 kilómetros (Lopez, 2018). Se observan caminos y canales que conectan el islote con distintos lugares del Valle de México, así como españoles e indios que realizan actividades diversas asociadas con la ganadería, el transporte y la caza, entre otras. Tal vez aquello a lo que se le ha puesto mayor atención, y es otra de las razones por la que la autoría se atribuye a un indígena ya cristianizado, es la presencia de más de 200 glifos toponímicos esparcidos por todo el mapa (León-Portilla y Aguilera, 2016). Algunos son legibles iconográficamente, a otros a veces los acompaña una glosa que transcribe su nombre al alfabeto latino, otros son simplemente indescifrables. En algunos casos se asocian a un pueblo de indios o de españoles, en otros a un rasgo de la geografía, y a veces parecen flotar en una superficie descolorida sin comunicar el porqué de su presencia.
El complejo contenido del mapa aun tiene mucho que ofrecer para la investigación geográfica e histórica bajo nuevas perspectivas, ideas y preguntas. El otro aspecto que se vincula con el documento y con la importancia de su visita temporal a México en el siglo XXI, es la historia de sus derroteros desde que fue enviado a España a mediados del siglo XVI (Linne, 1988). Al parecer, una vez que llegó a su destino debió haber caído en manos de Alonso de Santa Cruz, quien lo envió a Carlos V y luego pudo, o no, haberlo recuperado para realizar la copia que añadió a su Islario general de todas las islas del mundo. Después todo indica que el mapa viajó a Praga, Alemania, tal vez para ser regalado a Fernando I, el hermano de Carlos V. Las hipótesis señalan que durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) el mapa fue sustraído y trasladado a Suecia. Aquí habría pasado un tiempo en la Biblioteca Real para finalmente quedar en manos de la Universidad de Uppsala donde fue redescubierto a finales del siglo XIX (León-Portilla y Aguilera, 2016, pp. 63-64).
Durante el siglo XX y a la fecha se han realizado copias, descripciones, digitalizaciones y estudios diversos en este documento que aun hoy fascina a quien posa sus ojos sobre alguna de las reproducciones que de él existen. De aquí lo asombroso de su vuelta a la Ciudad de México, que aunque temporal, ofrece al público la invaluable oportunidad de verlo, pensar y reflexionar, además acompañado, en un acto de contigüidad cartográfica y de dialogo intertextual, una estimulante asociación visual de la curaduría, con la pintura de Juan O ‘Gorman, La ciudad de México (1949), donde el artista sitúa su visión del progreso de la capital mexicana, precisamente, en el corazón del mapa de Uppsala.