En el espacio urbano, los puntos elevados de observación se convierten en llaves de acceso a dimensiones típicamente geográficas, como la “horizontalidad” y la “verticalidad”. Las alturas urbanas son un desafío y ofrecen practicar la exploración desde puntos específicos que amplían la observación y la sensación. La geografía debe entenderse, señala Jean-Marc Besse (2019), desde estas dos dimensiones, mismas que merecen la atención en este Editorial de Investigaciones Geográficas, revista del Instituto de Geografía de la UNAM.
La horizontalidad la encontramos en las grandes llanuras, en el desierto o en los océanos que nos recuerdan nuestra condición geográfica (Besse, 2019, p. 75). Por su parte, la otra dimensión o la verticalidad, esa capa invisible de “quince a veinte kilómetros de espesor donde vive la humanidad sobre la Tierra”, es habitable, donde se halla la atmósfera, la hidrósfera, la litósfera, la biósfera (p. 76) y, hay que añadir, la antropósfera o ecúmene.
¿Qué sucede cuando trasladamos esas dimensiones al espacio urbano? Lo natural es buscar un punto elevado, donde se experimenta la contemplación, primero en las altas cimas de cerros y montañas, luego llegaron las torres, antenas y altos edificios que se convierten en íconos de cada ciudad, como la Torre Eiffel, la Space Needle, la Torre Namsan, la Torre de Montreal, la Torre de Collserola, la Torre de Tokio o la Torrespaña, por mencionar algunos.
En la Ciudad de México, el Mirador de la Torre Latinoamericana, con 134 metros de altura, ha representado una ruptura de época por la técnica aplicada a la construcción, también por la transformación de la percepción del entorno natural y cultural de sus visitantes. Desde su apertura, en abril de 1956, se volvió una plataforma pedagógica en la relación con lo lejano y lo cercano, con el cielo y lo terrestre; en resumen, con el “entorno que nos rodea” (Maccacaro et. al., 2019, p. 10), desde la esquina de Francisco I. Madero y el Eje Central.
Las torres, campanarios y azoteas de las iglesias abrieron un escenario a la horizontalidad y la verticalidad urbanas. Entre las de procedencia colonial, la Catedral de la Asunción de María elevaba la mirada a poco más de sesenta metros de altura y desde ahí se contaba con una vista panorámica del núcleo urbano, dominada por las cúpulas de las iglesias que sobrealían en diferentes ángulos del perfil de la capital novohispana. Las azoteas virreinales han sido “espacios de convivencia […] donde la gente observaba eventos sociales, militares y religiosos realizados a nivel de calle” (Tovar, 2017, p. 54). También fueron “consideradas como asoleaderos que las personas aprovechaban para conversar e incluso para tomar el chocolate a media tarde” (Tovar, 2017, p. 61). De ahí que la relación entre los lugares y la gente, señala Cabrales (2011, p. 127), dio origen a las vistas urbanas, una documentación que forman parte del patrimonio nacional y “alimentadora de la memoria colectiva, [a la vez que] referentes comunes” entre los ciudadanos o los turistas hasta nuestros días.
La apertura de un observatorio urbano1 en la parte alta del exHospicio de Santo Tomás de Villanueva,2 antes Hotel Cortés y hoy Museo Kaluz,3 instalado en su remodelada azotea,4 ofrece una nueva perspectiva desde otra esquina, el cruce de la calzada México-Tacuba y la avenida de la Reforma, antiguo espacio indígena por este rumbo (Figura 1). Al situarse en este lugar, sin embargo, el panorama cambia porque surge una nueva lectura del paisaje y de sus dimensiones. Este observatorio urbano se convierte en una “ventana” que se abre para “observar la Ciudad de México”, sus detalles como edificios, calles y plazas (Lanzagorta, 2022, p. 11), al tiempo que, para el visitante, es una experiencia personal y subjetiva de variado valor, una oportunidad de practicar en este lugar una nueva visión de la ciudad, es decir, de mirar e interpretar diferentes elementos tanto espaciales como de una densa temporalidad.
En esta disposición hay íconos urbanos de larga duración y orden visual que se acomoda a la izquierda, al frente y a la derecha a partir de la posición del observador que, desde ahí, lanza su mirada para entender lo que hay en este campo visual (Bal, 2009, p. 53). De este modo, este observatorio urbano ofrece diecinueve puntos distribuidos en un itinerario visual que sigue una media luna de oriente a poniente. De acuerdo con el mapa de la “guía” del observatorio, inicia con la plaza y parroquia de la Santa Veracruz, y el templo de San Juan de Dios, para continuar hacia el Palacio Postal, el Palacio de Bellas Artes, la Torre Latinoamericana, los edificios de la Nacional I y II, el conjunto Juárez, la Alameda Central para seguir hacia el Hotel Hilton, el Laboratorio Arte Alameda, torre del Caballito y torre Prisma, el Centro Cultural José Martí y Comic’s Rock Show, para girar al cruce de avenida Hidalgo y Reforma, con el nodo de transporte público, la plaza de la información-Estudios Tepeyac, el templo de San Hipólito y terminar en el templo y panteón de San Fernando, más allá, se propone fijarse en la Torre Insignia (Lanzagorta, 2022, pp. 126-127).
En este vasto panorama, el observador integra todos los tiempos de la ciudad, aunque con desigual presencia. Casi no hay nada visible del mundo prehispánico, aunque el trazo de la avenida México-Tacuba-Hidalgo, recuerda el eje oriente-poniente que comunicaba el recinto ceremonial de Tenochtitlán con la orilla de la laguna. De la época colonial, entre la plaza (de la Santa Veracruz), templos (de San Juan de Dios y San Hipólito) o parroquia (de la Santa Veracruz), destaca la majestuosa Alameda Central, un espacio para el esparcimiento de la población, con el “más antiguo paseo de la capital” (Hernández, 2012, p. 147). El panteón de San Fernando apenas deja ver algo relevante construido en el XIX de esta propuesta. El siguiente siglo ha arrasado con la ciudad colonial y decimonónica, nada más fijarse en el arco temporal que va del Palacio de Bellas Artes (1934), la Torre Latinoamericana (1956), hasta el Hotel Hilton (2003) para constatar que lo nuevo desplaza lo antiguo de la horizontalidad y la verticalidad del paisaje urbano.
Ante el reemplazo, la nueva azotea nos ofrece no solamente contactos visuales y la posibilidad de apreciar el espacio público desde la esfera de este espacio expositivo; también, nuevos momentos abiertos al recuerdo de los lugares que ya no están y los que aún están ahí, por los “cuales sentimos que habitamos el mundo y que el mundo es nuestro” (Besse, 2019, p. 6); por esto, hay que añadir, un observatorio urbano no solamente es un espacio para mirar desde ahí, también es un lugar audible, con sonoridades del “afuera” que forman parte de la atmósfera y “crean paisaje” (2019, p. 57). Al escuchar con atención, detectamos “varios planos sonoros” a diferentes distancias, más cercanas o más alejadas ¿Hay una “capa espesa de ruidos y de confusión acústica” en la azotea del Museo Kaluz? Esta es la dimensión acústica de este tipo de espacios abiertos, nos indica Besse (2019, p. 66).
Al sentarnos en la terraza, nos percatamos de la organización del espacio y con ello recogemos una idea de la geografía, entendida como la descripción del “mundo habitado” (2019, pp. 71-72), el mundo de las calles repletas de personas, de automóviles y de árboles que forman el mapa vivo de una geografía cultural. Entonces el nuevo observatorio urbano nos expone a una práctica pedagógica de “destreza espacial”, a cierta altura y en varios planos: el visual y el auditivo, a los que se suma también el olfativo. Dejamos el Museo Kaluz con un sentido del espacio, con la experiencia de haber realizado un trayecto perceptivo y emocional, con una apropiación simbólica y material del espacio urbano y con la idea de haber comprendido algo de la biografía y el carácter de la ciudad (2019, pp. 97-98).